Una criatura de cuatro años tiene una comprensión limitada del tiempo. Desde el punto de vista de Ruth, sólo era evidente que faltaban su madre y las fotografías de sus hermanos muertos. Pronto se le ocurriría preguntar cuándo iban a volver su madre y las fotos.
La ausencia de Marion daba una sensación de permanencia, hasta para una pequeña de cuatro años. Incluso la luz del atardecer, tan duradera en la costa, parecía prolongarse más de lo habitual aquella tarde de viernes, como si nunca fuera a hacerse de noche. Y la presencia de los ganchos, por no mencionar aquellos rectángulos más oscuros que resaltaban en el empapelado desvaído, contribuía a dar la impresión de que las fotografías habían desaparecido para siempre.
Habría sido mejor que Marion hubiera dejado las paredes completamente desnudas, pues los ganchos eran como un mapa de una ciudad querida pero destruida. Al fin y al cabo, las fotografías de Thomas y Timothy eran los principales relatos en la vida de Ruth, hasta que El ratón que se arrastra entre las paredes se sumó a ellos. Tampoco podía servirle a Ruth de con suelo la única y tan insatisfactoria respuesta a sus numerosas preguntas.
La pregunta de «¿Cuándo volverá mamá?» no obtenía una respuesta mejor que el estribillo «No lo sé», que Ruth había oído repetir a su padre, a Eddie y, más recientemente, a la escandalizada niñera, la cual, tras haber leído las páginas de Eddie, no pudo recuperar la confianza que antes caracterizaba su personalidad y repetía las patéticas palabras «no lo sé» en un susurro apenas audible.
La pequeña seguía haciendo preguntas. ¿Dónde estaban ahora las fotos? ¿Se había roto algún cristal? ¿Cuándo volvería mamá?
Dada la limitada comprensión que Ruth tenía del tiempo, ¿qué respuestas la habrían consolado? Tal vez «mañana» habría servido, pero sólo hasta que hubiera transcurrido el día siguiente. Luego Marion seguiría ausente. En cuanto a la semana o al mes siguientes, para la pequeña sería lo mismo que si le dijeran el año próximo. Contarle la verdad no la habría consolado y, además, tampoco la hubiera comprendido. La madre de Ruth no iba a regresar, no lo haría hasta pasados treinta y siete años.
– Supongo que Marion no piensa volver -le dijo Ted a Eddie cuando por fin estuvieron solos.
– Eso es lo que ella dice -replicó Eddie.
Estaban en el cuarto de trabajo de Ted, donde éste ya se había servido algo de beber. También había telefoneado al doctor Leonardis y cancelado el partido de squash. («Hoy no puedo jugar, Dave…, mi mujer me ha dejado.») Eddie se sintió impulsado a decirle que Marion había tenido la certeza de que el doctor Leonardis le llevaría a casa desde Southampton. Cuando Ted replicó que había ido a la librería, Eddie experimentó su primera y única experiencia religiosa.
Durante siete años, casi ocho (mientras cursara los estudios superiores, pero ya no en la escuela para graduados universitarios), Eddie O'Hare sentiría una religiosidad discreta pero sincera, porque creía que Dios o algún poder celestial tenía que haber impedido que Ted viera el Chevy, que estaba aparcado en diagonal frente a la librería, durante todo el rato en que él y Ruth estuvieron en la tienda de marcos de Penny Pierce tratando de recuperar la fotografía. (Si eso no era un milagro, ¿qué era?)
– Bueno, ¿dónde está? -le preguntó Ted, haciendo tintinear los cubitos de hielo de su bebida.
– No lo sé -respondió Eddie.
– ¡No me mientas! -gritó Ted y, sin detenerse siquiera a dejar el vaso, abofeteó al muchacho con la mano libre.
Eddie hizo lo que Marion le había indicado. Cerró el puño, titubeando, porque nunca había pegado a nadie, y entonces golpeó a Ted en la nariz.
– ¡Coño! -gritó Ted. Dio varias vueltas, derramando la bebida, y se aplicó el vaso frío a la nariz-. Te he pegado con la mano abierta, con la palma, y tú me das un puñetazo en la nariz. ¡No te jode!
– Marion dijo que eso te calmaría-observó Eddie. -Marion lo dijo, ¿eh? ¿Y qué más dijo?
– Trato de decírtelo. Dijo que no es necesario que recuerdes nada de lo que digo, porque su abogado te lo dirá todo otra vez. -¡Si cree que tiene la más mínima posibilidad de conseguir la custodia de Ruth, está aviada! -gritó Ted.
– No espera conseguir la custodia de Ruth -le explicó Eddie-. No se propone intentarlo.
– ¿Te ha dicho eso?
– Me ha dicho todo lo que te estoy diciendo -replicó Eddie. -¿Qué clase de madre es ésa que ni siquiera trata de conseguir la custodia de su hija? -gritó Ted.
– Eso no me lo ha dicho -admitió Eddie. -Por Dios… -empezó a decir Ted.
– Hay otra cosa sobre la custodia -le interrumpió Eddie-. Tienes que controlar la bebida. No debe haber otra condena por conducción en estado de embriaguez. Si vuelve a ocurrir eso, podrías perder la custodia de Ruth. Marion quiere estar segura de que Ruth no corre peligro si va en coche contigo…
– ¿Quién es ella para decir que yo puedo ser un peligro para Ruth? -gritó Ted.
– Estoy seguro de que el abogado te lo explicará -dijo Eddie-. Sólo te digo lo que Marion me ha dicho.
– Después del verano que ha pasado contigo, ¿quién escuchará a Marion? -inquirió Ted.
– Me advirtió que dirías eso y me aseguró que conoce a no pocas señoras Vaughn que estarían dispuestas a testificar si fuese necesario. Pero no espera obtener la custodia de Ruth. Sólo te digo que debes tener cuidado con la bebida.
– Muy bien, muy bien -dijo Ted, apurando el vaso-. Pero, joder, ¿por qué tenía que llevarse todas las fotografías? Están los negativos, podía habérselos llevado y sacar sus propias fotos.
– También se ha llevado los negativos -le informó Eddie. -¡No puede ser! -gritó Ted.
Salió de su cuarto de trabajo, seguido por el muchacho. Los negativos habían estado, con las instantáneas originales, metidos en un centenar de sobres, más o menos, todos ellos en el escritorio de tapa rodadera que ocupaba un hueco entre la cocina y el comedor. Era el escritorio ante el que se sentaba Marion cuando extendía los cheques para pagar facturas. Ahora Ted y Eddie constataron que incluso el escritorio había desaparecido.
– Me había olvidado de eso -admitió Eddie -. Dijo que era su escritorio, el único mueble que quería.
– ¡El maldito escritorio me importa una mierda! -gritó Ted-. Pero no puede llevarse las fotografías y los negativos. ¡También eran mis hijos!
– Marion dijo que dirías eso -replicó Eddie-. Dijo que tú querías quedarte con Ruth y ella no. Ahora tienes a Ruth y ella tiene a los chicos.
– Deberíamos haber repartido las fotos entre los dos, por el amor de Dios. ¿Y qué pasa con Ruth? ¿No debería quedarse ella con la mitad de las fotos?
– Marion no planteó esa posibilidad -confesó Eddie-. Sin duda el abogado te dará todas las explicaciones precisas. -Marion no llegará tan lejos -dijo Ted-. Incluso el coche está a mi nombre…, los dos coches lo están.
– El abogado te dirá dónde está el Mercedes -le informó Eddie-. Marion le enviará las llaves al abogado y él te dirá dónde está aparcado el coche. Dijo que ella no lo necesitaba.
– Pero bien necesitará dinero -observó Ted en un tono malévolo-. ¿De dónde lo sacará?
– Dijo que el abogado te hablará de sus micas.
– ¡Joder! -exclamó Ted.
– De todos modos teníais intención de divorciaros, ¿no? -¿Esa pregunta es tuya o de Marion?
– Mía -admitió Eddie.
– Cíñete a lo que Marion te ha pedido que dijeras.
– No me pidió que fuese a buscar esa fotografía -le dijo el muchacho-. Eso ha sido idea de Ruth y mía. Ruth lo pensó primero.
– Pues ha sido una buena idea -admitió Ted. -Pensé en Ruth -le dijo Eddie.
– Lo sé, y te lo agradezco.
Entonces se quedaron en silencio unos instantes. Les llegaba la voz de Ruth, que acosaba sin cesar a la niñera. En aquellos momentos Alice parecía más próxima al desmoronamiento que Ruth.
– ¿Y ésta, qué? ¡Cuéntamela! -exigía la pequeña.
Ted y Eddie sabían que Ruth debía de haber señalado uno de los ganchos. La chiquilla quería que la niñera le contara la historia evocada por la fotografía desaparecida. Por supuesto, Alice no recordaba cuál de las fotografías había colgado del gancho que Ruth señalaba. En cualquier caso, Alice desconocía las explicaciones que correspondían a la mayoría de las fotos. -¡Cuéntamela! -insistió Ruth-. Háblame de ésta.
– Lo siento, Ruth, pero no sé esa historia -replicó Alice. -Ahí está Thomas con el sombrero alto -le dijo Ruth, malhumorada, a la niñera-. Timothy trata de alcanzar el sombrero de Thomas, pero no puede porque Thomas está encima de una pelota.
– Ah, ya me acuerdo -dijo Alice.
Eddie se preguntó durante cuánto tiempo Ruth lo recordaría. Vio que Ted se estaba sirviendo otro vaso.
– Timothy dio una patada a la pelota y Thomas se cayó -siguió explicando Ruth-. Thomas se enfadó y empezaron a pelearse. Thomas ganaba todas las peleas porque Timothy era más pequeño.
– ¿Salía la pelea en la fotografía? -le preguntó Alice. Eddie sabía que la pregunta era errónea.
– ¡No, tonta! -gritó Ruth-. ¡La pelea fue después de hacer la foto!
– Ah -dijo Alice-, perdona.
– ¿Quieres un trago? -preguntó Ted a Eddie.
– No. Deberíamos ir a la casa vagón y ver si Marion ha dejado algo allí.
– Buena idea -dijo Ted-. Tú conduces.
Al principio no encontraron nada en la deprimente casa alquilada. Marion se había llevado las pocas prendas de vestir que guardaba allí, aunque Eddie sabía, y apreciaría durante toda su vida, lo que había hecho con la rebeca de cachemira rosa, la camisola de color lila y las bragas a juego. De las pocas fotografías que Marion llevó aquel verano a la casa vagón, habían desaparecido todas menos una. Sólo había dejado la foto de los chicos muertos que colgaba sobre la cabecera de la cama: Thomas y Timothy en la entrada del edificio principal del instituto, en el umbral de la virilidad, durante su último año en Exeter.
HVC VENITE PVERI
VT VIRI SITIS
«Venid acá, muchachos… -había traducido Marion, en un susurro- y sed hombres.»
Era la fotografía que señalaba el lugar donde se había producido la iniciación sexual de Eddie. Había un trocito de papel fijado al cristal con cinta adhesiva. La caligrafía de Marion era inequívoca.
«Para Eddie»
– ¿Cómo que para ti? -gritó Ted. Arrancó la nota fijada al cristal y eliminó con una uña el resto de cinta adhesiva-. No, Eddie, esto no es para ti. Se trata de mis hijos. ¡Es la única foto que me queda de ellos!
Eddie no discutió. Podía recordar perfectamente las palabras latinas sin necesidad de la foto. Tenía que estudiar dos años más en Exeter, y a menudo pasaría por aquel portal y bajo aquella inscripción. Tampoco le hacía falta una foto de Thomas y Timothy, no era a ellos a quienes necesitaba recordar. Recordaría a Marion sin necesidad de sus hijos. La había conocido sin ellos, aunque tenía que admitir que los chicos muertos siempre habían estado presentes en su relación.
– La foto es tuya, claro -dijo Eddie. -Faltaría más -replicó Ted-. ¿Cómo cabeza la idea de dártela?
– No lo sé -mintió Eddie.
En un solo día, las palabras «no lo sé» se habían convertido en la respuesta de todo el mundo a todas las cosas.
se le ha pasado por la
Así pues, la fotografía de Thomas y Timothy en la entrada de Exeter acabó en manos de Ted. Los chicos muertos estaban allí mejor representados que en la vista parcial (a saber, sus pies) que ahora pendía en el dormitorio de Ruth. Ted pondría la foto de los muchachos en el dormitorio principal, colgada de uno de los numerosos ganchos disponibles que cubrían las paredes.
Cuando Ted y Eddie abandonaron el destartalado pisito encima del garaje, Eddie se llevó consigo sus pocas pertenencias, pues deseaba hacer el equipaje. Esperaba que Ted le pidiera que se marchara, y su patrono no tardó en hacerlo: se lo dijo en el coche, cuando regresaban a la casa de Parsonage Lane.
– ¿Qué es mañana? ¿Sábado? -inquirió. -Sí, sábado.
– Quiero que te marches mañana. El domingo a más tardar. -De acuerdo -dijo Eddie-. Sólo necesito que alguien me lleve al transbordador.
– Alice puede llevarte.
Eddie decidió que no sería prudente decirle a Ted que Marion ya había pensado que Alice sería la persona más adecuada para trasladarle a Orient Point.
Cuando llegaron a la casa, Ruth, cansada después de tanto llorar, se había dormido. No había querido cenar, y ahora Alice lloraba quedamente en el piso de arriba. Para ser universitaria, la niñera parecía muy afectada por la situación. Eddie no sentía demasiada simpatía hacia ella, y la consideraba una esnob que se había apresurado a imponer su pretendida superioridad sobre él. (Para el muchacho, la única superioridad de Alice estribaba en que era unos años mayor que él.)
Ted ayudó a Alice a bajar las escaleras y le dio un pa;~uelo limpio para que se sonara.
– Lamento haberte dado esta desagradable sorpresa, Alice -le dijo, pero la niñera no se consolaba.
– Mi padre abandonó a mi madre cuando yo era pequeña -dijo Alice, sorbiendo el aire por la nariz-. Así que renuncio. Eso es todo… renuncio. Y tú también deberías tener la decencia de renunciar -añadió, dirigiéndose a Eddie.
– En mi caso es un poco tarde para renunciar, Alice -replicó Eddie-. Me han despedido.
– Desconocía esos aires de superioridad, Alice -le dijo Ted a la joven.
– Alice se ha mostrado arrogante conmigo durante todo el verano -comentó Eddie.
A Eddie no le gustaba ese aspecto del cambio que se producía en su interior. junto con la autoridad, con el hallazgo de su propia voz, también había desarrollado un gusto por una clase de crueldad de la que antes había sido incapaz.
– Soy moralmente superior a ti, Eddie, de eso no tengo duda -le dijo la niñera.
– Moralmente superior… -repitió Ted-. ¡Menudo concepto! ¿Te sientes alguna vez «moralmente superior», Eddie?
– Sí, sólo con respecto a ti -replicó el muchacho.
– ¿Te das cuenta, Alice? -inquirió Ted-. ¡Todo el mundo se siente moralmente superior con respecto a alguien!
Eddie no se había dado cuenta de que Ted ya estaba bebido. Con lágrimas en los ojos, Alice subió a su coche. Eddie y Ted la contemplaron mientras se alejaba.
– Allá va la que debía llevarme al transbordador-señaló Eddie. -De todos modos, quiero que te marches mañana Ted. -Muy bien, pero no puedo ir andando a Orient Point. Y tú no puedes llevarme.
– Eres un chico listo, ya encontrarás a alguien que te lleve. -Tú eres el que tiene talento para conseguir que te lleven -replicó Eddie.
Podrían pasarse toda la noche zahiriéndose, y ni siquiera había oscurecido todavía. Era demasiado temprano para que Ruth se hubiera dormido. Ted, preocupado, se preguntó en voz alta si debía despertarla e intentar convencerla de que cenara algo. Pero cuando entró de puntillas en el cuarto de Ruth, la niña estaba trabajando ante su caballete. 0 se había despertado, o había engañado a Alice haciéndole creer que dormía.
Ruth dibujaba muy bien para su corta edad. Aún no se podía saber si esto era una señal de su talento o el efecto más modesto de la influencia paterna, pues Ted le había enseñado a dibujar ciertas cosas, sobre todo rostros. Era evidente que Ruth sabía dibujar un rostro. En realidad, sólo dibujaba caras. (De adulta no dibujaría nada en absoluto.)
Ahora la niña trazaba un dibujo desacostumbrado, con figuras a base de trazos rectos, de la variedad torpe y amorfa que dibujan los niños pequeños sin dotes artísticas. Había tres de aquellas figuras mal dibujadas, sin rostro y con óvalos como melones por cabeza. Encima de ellas, o tal vez detrás, pues la perspectiva no estaba clara, surgían varios montículos que parecían montañas. Pero Ruth era una niña de los patatales y el océano. Donde ella había crecido, todo era llano.
– ¿Eso son montañas, Ruthie? -le preguntó Ted. -¡No! -gritó la niña.
Ruth quiso que también Eddie se acercara a su dibujo, y Ted llamó al muchacho.
– ¿Eso son montañas? -le preguntó Eddie al ver el dibujo. -¡No! ¡No! ¡No! -gritó Ruth.
– No grites, Ruthie, cariño. -Ted señaló las figuras lineales sin rostro-. ¿Quiénes son, Ruthie?
– Personas moridas -respondió Ruth.
– ¿Quieres decir que son personas muertas, Ruthie? -Sí, personas moridas -repitió la niña.
– Ya veo…, son esqueletos -dijo su padre.
– ¿Dónde están sus caras? -preguntó Eddie a la pequeña. -Las personas moridas no tienen cara -respondió Ruth. -¿Por qué no, cariño? -inquirió Ted.
– Porque las entierran -dijo Ruth-. Están debajo de la tierra. Ted señaló los montículos que no eran montañas. -Entonces esto es la tierra, ¿no?
– Sí. Las personas moridas están debajo. -Señaló la figura del centro, con la cabeza de melón-: Ésta es mamá.
– Pero mamá no ha muerto, cielo -le dijo Ted-. Mamá no es una persona morida.
– Y éste es Thomas y éste Timothy -siguió diciendo Ruth, señalando los otros esqueletos.
– Mamá no está muerta, Ruth, sólo se ha ido.
– Ésa es mamá -repitió Ruth, señalando de nuevo el esqueleto del centro.
– ¿Qué te parece un emparedado de queso patatas fritas? -preguntó Eddie a la pequeña. -Y ketchup -añadió Ruth.
– Buena idea, Eddie -dijo Ted al muchacho.
Las patatas fritas estaban congeladas, tuvieron que calentar previamente el horno y Ted estaba demasiado bebido para encontrar la sandwichera. No obstante, con la ayuda del ketchup, los tres lograron dar cuenta de aquella deplorable comida. Mientras oía cómo la niña y su padre subían la escalera, describiéndose mutuamente las fotografías desaparecidas, Eddie pensaba que, dadas las circunstancias, la cena había sido civilizada. A veces Ted se inventaba, o por lo menos describía, una fotografía que Eddie no recordaba haber visto, pero a Ruth no parecía importarle. La pequeña también inventó una o dos fotos.
Un día, cuando no pudiera recordar muchas de las fotos, lo inventaría casi todo. Y Eddie, mucho después de que hubiera olvidado casi todas las fotografías, también las inventaría. Sólo Marion no tendría necesidad de inventarse a Thomas y a Timothy. Ruth, por supuesto, pronto aprendería a inventarse también a su madre.
Mientras Eddie hacía el equipaje, Ruth y Ted hablaban sin cesar de las fotos, reales e imaginadas, y aquella cháchara impedía al muchacho concentrarse en su problema inmediato: ¿quién le llevaría a Orient Point para tomar el transbordador? Entonces dio con la lista de todos los exonianos vivos que residían en los Hamptons. El incorporado más recientemente a la lista, un tal Percy S. Wilmot, graduado en 1946, vivía en la cercana localidad de Wainscott.
Eddie debía de tener la edad de Ruth cuando el señor Wilmot se graduó en Exeter, pero era posible que aquel caballero recordara al padre de Eddie. ¡Sin duda todo exoniano por lo menos había oído hablar de Minty O'Hare! Pero ¿valdría la relación con Exeter un viaje a Orient Point? Eddie lo dudaba. No obstante, se dijo que al menos sería instructivo telefonear a Percy Wilmot, aunque sólo fuese para fastidiar a su padre, por el gustazo de decirle a Minty: «Mira, llamé a todos los exonianos vivos en los Hamptons, rogándoles que me llevaran al transbordador, ¡y todos se negaron!».
Pero cuando Eddie bajó a la cocina para llamar por teléfono, vio en el reloj de pared que era casi medianoche. Sería más prudente llamar al señor Wilmot por la mañana. Sin embargo, a pesar de lo tarde que era, no vaciló en llamar a sus padres. Eddie sólo podía sostener una breve conversación con su padre si éste estaba medio dormido. El muchacho deseaba que la conversación fuese breve, porque Minty se excitaba con facilidad incluso cuando estaba medio dormido.
– Todo va bien, papá -le dijo Eddie-. No, no pasa nada. Sólo quería que mañana tú o mamá estéis cerca del teléfono, por si llamo. Si consigo que me lleven al transbordador, llamaré antes de salir.
– ¿Te han despedido? -le preguntó Minty. Eddie oyó que susurraba a su madre: «Es Edward. ¡Creo que lo han despedido!».
– No, no me han despedido -mintió Eddie-. He terminado el trabajo.
Naturalmente, Minty no se conformó con esa explicación, e insistió en que no había imaginado que uno pudiera «terminar» aquella clase de trabajo. Minty también calculó que, para desplazarse a New London desde Exeter, necesitaría media hora más de lo que necesitaría Eddie para ir a Orient Point desde Sagaponack y embarcar en el transbordador con destino a New London.
– Entonces te esperaré en New London, papá.
Como conocía a Minty, Eddie sabía también que, incluso avisándole con tan poca antelación, su padre le estaría esperando en el muelle de New London. Le acompañaría su madre: ella sería esta vez la «copiloto».
Tras la llamada telefónica, Eddie salió al jardín. Necesitaba librarse de los murmullos procedentes del piso superior, donde Ted y Ruth todavía recitaban las historias suscitadas por las fotos desaparecidas, tanto las que se sabían de memoria como las que imaginaban. En el fresco jardín, con la cacofonía de los grillos y las ranas arborícolas, unida al fragor distante del oleaje, las voces de padre e hija se perdieron.
Eddie había acertado a oír una sola discusión entre Ted y Marion, y ocurrió en aquel jardín espacioso pero descuidado. Marion lo llamaba un «jardín en gestación», pero sería más exacto decir que era un jardín inmovilizado por el desacuerdo y la indecisión. Ted había querido instalar una piscina. Marion se opuso, diciendo que ofrecerle una piscina a Ruth sería mimarla demasiado, o que se ahogaría en ella.
– No le ocurrirá tal cosa, con todas las niñeras que la cuidan… -argumentó Ted, lo cual Marion interpretó como otra severa crítica de su valía maternal.
Ted también había querido instalar una ducha al aire libre, próxima a la pista de squash en el granero transformado y, al mismo tiempo, lo bastante cerca de la piscina, a fin de que los niños, al volver de la playa, pudieran quitarse la arena antes de meterse en la piscina.
– ¿Qué niños? -le preguntó Marion.
– Por no decir antes de entrar en la casa -añadió Ted. Detestaba que hubiera arena en la casa. Ted jamás iba a la playa, excepto en invierno, después de las tormentas. Le gustaba ver lo que quedaba en la orilla después de las tormentas, y a veces se llevaba a casa algunos de aquellos objetos para dibujarlos. (Madera de acarreo de formas peculiares, el caparazón de un cangrejo bayoneta, una cometa con la cara como una máscara de Halloween y la cola con púas, una gaviota muerta.)
Marion sólo iba a la playa si Ruth quería ir y era sábado o domingo, o si, por alguna razón, no había ninguna niñera para cuidar de la niña. A Marion no le gustaba demasiado el sol, y en la playa se cubría con una camisa de manga larga. Se ponía una gorra de béisbol y gafas de sol, de modo que nadie sabía nunca quién era, y se sentaba para contemplar a Ruth mientras ésta jugaba en la orilla. Cierta vez le dijo a Eddie que, cuando estaba en la playa, no era tanto una madre como una niñera; es más, que se interesaba menos por la niña que una buena niñera.
Ted había querido que la ducha al aire libre tuviera varias alcachofas, de modo que tanto él como su contrincante en el juego de squash pudieran ducharse a la vez, «como en un vestuario», había dicho. «0 para que todos los niños puedan ducharse juntos.»
– ¿Qué niños? -repitió Marion.
– Bueno, pues Ruth y su niñera -replicó Ted.
El césped del descuidado jardín cedió el paso a un campo abandonado lleno de altas hierbas y margaritas. Ted creía que hacía falta más césped y alguna clase de barrera para que los vecinos no le vieran a uno cuando se bañaba en la piscina.
– ¿Qué vecinos? -le preguntó Marion.
– Algún día habrá muchos más vecinos -respondió Ted, y en eso tenía razón.
Pero ella había querido un tipo distinto de jardín. Le gustaba el campo de altas hierbas y margaritas, y no le habría desagradado que hubiera más flores silvestres. Le gustaba el aspecto de un jardín asilvestrado, y tal vez un emparrado, pero dejando que las enredaderas se extendieran sin ninguna cortapisa. Y debería haber menos césped, no más, y más flores, pero no flores remilgadas.
– Remilgadas… -dijo Ted despectivamente.
– Las piscinas son remilgadas -afirmó Marion-, y si hay más césped, parecerá un campo atlético. ¿Para qué necesitamos un campo atlético? ¿Es que Ruth va a lanzar una pelota o a darle puntapiés con todo un equipo?
– ¿Querrías más césped si los chicos vivieran? -le dijo Ted-. A ellos les gustaba jugar a la pelota.
Así había terminado la discusión. El jardín se quedó como estaba. Si no era exactamente un «jardín en gestación», por lo menos era un jardín sin terminar.
En la oscuridad, mientras escuchaba a los grillos, las ranas arborícolas y la percusión distante del oleaje, Eddie imaginaba en qué acabaría convirtiéndose el jardín. Oyó el tintineo de los cubitos de hielo en el vaso antes de ver a Ted y antes de que éste le viera.
La planta baja de la casa estaba a oscuras. Sólo había luz en el corredor del piso de arriba, en la habitación de invitados, donde Eddie la había dejado encendida, y en el dormitorio principal, donde la lámpara de la mesilla de noche iluminaba débilmente la estancia para tranquilizar a Ruth. Eddie se hacía cruces de cómo Ted había podido prepararse otra bebida en la oscuridad. -¿Duerme Ruth? -le preguntó Eddie. -Sí, por fin -dijo Ted-. La pobre niña.
Siguió agitando el vaso con los cubitos de hielo y tomando sorbos. Por tercera vez le ofreció un trago a Eddie, y éste lo rechazó.
– Por lo menos tómate una cerveza, hombre-dijo Ted-. Dios mío…, mira este jardín.
Eddie decidió tomarse una cerveza. Era la primera vez que lo hacía. Sus padres, en ocasiones especiales, cenaban con vino, y permitían al muchacho que bebiera con ellos. A Eddie nunca le había gustado el vino.
La cerveza estaba fresca, pero tenía un sabor amargo, y Eddie no se la terminó. No obstante, acercarse al frigorífico para buscarla y volver, dejando encendida la luz de la cocina, había interrumpido la corriente de pensamientos de Ted, quien se había olvidado del jardín y volvía a centrarse en Marion.
– No puedo creer que no quiera la custodia de su hija.
– No sé si se trata de eso -dijo Eddie-. No es que no quiera a Ruth. Lo que pasa es que Marion no quiere ser una mala madre.,… cree que hará mal papel.
– ¿Qué clase de madre abandona a su hija? -preguntó Ted al muchacho-. ¡Eso sí que es hacer mal papel!
– Cierta vez me dijo que quería ser escritora-observó Eddie. -Marion es escritora, pero no practica -comentó Ted. Marion le había dicho a Eddie que no podía recurrir a sus pensamientos más íntimos cuando en lo único que pensaba era en la muerte de sus chicos.
– Creo que Marion todavía quiere ser escritora-le dijo Eddie con cautela-, pero la muerte de los chicos es su único tema. Quiero decir que es el único tema que se le ocurre y no puede escribir sobre eso.
– A ver si te sigo, Eddie -replicó Ted-. Veamos… Marion se lleva todas las fotos de los chicos a su alcance, junto con todos los negativos, y se marcha para ser escritora, porque la muerte de los chicos es el único tema que se le ocurre, pero no puede escribir sobre eso. Sí… tiene mucho sentido, ¿verdad?
– No lo sé. -Toda teoría sobre Marion presentaba siempre algún fallo, una brecha en lo que cualquiera sabía o decía de ella-. No la conozco lo suficiente para juzgarla.
– Voy a decirte una cosa, Eddie. Tampoco yo la conozco lo suficiente para juzgarla.
Eddie podía creerlo, pero no estaba dispuesto a permitir que Ted se sintiera virtuoso.
– No olvides que es a ti a quien abandona realmente -señaló Eddie-. Supongo que ella te conocía muy bien.
– ¿Quieres decir lo bastante bien para juzgarme? ¡Sí, claro! -convino Ted. Ya había tomado más de la mitad de su bebida. Chupaba los cubitos de hielo, los escupía en el vaso y entonces bebía un poco más-. Pero también te abandona a ti, ¿no es cierto, Eddie? -le preguntó al muchacho-. No esperarás que te llame para tener una cita, ¿verdad?
– No, no espero tener noticias de ella -admitió Eddie. -Bueno…, yo tampoco -dijo Ted. Escupió varios cubitos en el vaso-. Uf, esto sabe fatal.
– ¿Tienes dibujos de Marion? -le preguntó Eddie de improviso-. ¿La has dibujado alguna vez?
– Hace mucho tiempo. ¿Quieres verlos?
Incluso en la semioscuridad, pues la única luz en el jardín procedía de las ventanas de la cocina, Eddie percibió la renuencia de Ted.
– Claro -le dijo, y siguió a Ted al interior de la casa. Encendieron la luz del vestíbulo y entraron en el cuarto de trabajo de Ted. El brillo de las lámparas fluorescentes del techo era muy intenso tras la oscuridad del jardín.
Había, en conjunto, menos de una docena de dibujos de Marion. Al principio Eddie creyó que, debido a la luz, los dibujos parecían poco naturales.
– Éstos son los únicos que conservo -replicó Ted, poniéndose a la defensiva-. A Marion nunca le gustó posar.
También era evidente que Marion no quiso desvestirse, pues entre los dibujos no había ningún desnudo, o por lo menos Ted no conservaba ninguno. Marion aparecía sentada con Thomas y Timothy, y debía de ser muy joven, porque los niños eran muy pequeños, pero para Eddie la belleza de Marion era atemporal. Aparte de su encanto, lo que Ted había captado realmente era su retraimiento. Sobre todo cuando estaba sentada a solas, parecía distante, incluso fría.
Entonces Eddie comprendió cuál era la diferencia entre los dibujos de Marion y los demás dibujos de Ted, en particular los de la señora Vaughn. Los primeros no reflejaban la inquieta lujuria del artista. A pesar de lo antiguos que eran los dibujos de Marion, Ted ya no sentía ningún deseo por ella. Por eso Marion no parecía ella misma… o al menos no se lo parecía a Eddie, que sentía por Marion un deseo ilimitado.
– Si quieres uno, puedes quedártelo -le ofreció Ted.
El muchacho no quería ninguno de aquellos dibujos, pues no representaban a la Marion que él conocía.
– Creo que Ruth debería quedárselos -respondió. -Buena idea. Estás lleno de buenas ideas, Eddie.
Ambos repararon en el color de la bebida de Ted. El contenido del vaso, casi vacío, tenía un tono tan sepia como el del agua del surtidor de la señora Vaughn. En la cocina, a oscuras, Ted se había equivocado de bandeja y había añadido al whisky con agua cubitos de tinta de calamar, que se habían semifundido en el vaso. Los labios, la lengua e incluso los dientes de Ted tenían un color pardo negruzco.
A Marion le hubiera gustado la escena: Ted de rodillas ante la taza del váter. Desde el cuarto de trabajo, donde seguía mirando los dibujos, el muchacho oyó cómo vomitaba.
– Mierda… -decía Ted, entre arcadas-. No voy a tomar más cosas fuertes. De ahora en adelante sólo beberé vino y cerveza. A Eddie le extrañó que no mencionara la tinta de calamar. Había sido eso y no el whisky lo que le había provocado náuseas.
Poco le importaba a Eddie que Ted cumpliera o no su promesa. Sin embargo, tanto si lo hacía de una manera consciente como si no, prescindir del licor fuerte estaba en consonancia con la advertencia de Marion sobre la bebida. Ted Cole no volvería a perder temporalmente el permiso de conducir por dar positivo en la prueba de alcoholemia. No siempre conducía sin haber probado una sola gota de alcohol, pero por lo menos nunca bebía cuando llevaba a Ruth en coche.
Lamentablemente, la moderación en la bebida no hacía más que exacerbar su faceta donjuanesca, cuyos efectos a largo plazo serían más arriesgados para él que la bebida.
En aquella ocasión, la escena parecía el final adecuado de una jornada larga y exasperante: Ted Cole de rodillas, vomitando en el váter. Eddie deseó las buenas noches a Ted en un tono de superioridad. Por descontado, Ted no pudo responderle debido a la violencia de su vómito.
El muchacho fue a comprobar cómo estaba Ruth, sin pensar que aquel breve atisbo de la niña, que dormía apaciblemente, sería el último durante más de treinta años. No podía saber que se marcharía antes de que Ruth se despertara.
Supuso que, por la mañana, le daría a Ruth el regalo de sus padres y un beso de despedida. Pero Eddie suponía demasiadas cosas. A pesar de su experiencia con Marion, todavía era un chico de dieciséis años que subestimaba la crudeza emotiva del momento, pues, a fin de cuentas, él no había conocido hasta entonces tales momentos. Y, desde el umbral del dormitorio de Ruth, mientras la veía dormir, a Eddie le resultaba fácil especular con que todo saldría bien.
Pocas cosas parecen menos afectadas por el mundo real que una criatura dormida.