Después de la lectura, Ruth se quedó para firmar ejemplares y, a continuación, cenó con los patrocinadores del acto. La noche siguiente, en Utrecht, tras la lectura en la universidad, también firmó ejemplares. Maarten y Sylvia le echaron una mano, deletreándole los nombres holandeses
Los muchachos querían que les dedicara el libro: "A Wouter", o a Hein, Hans, Henk, Gerard o Jeroen. Los nombres de las chicas no eran menos extraños al oído de Ruth. "A Els", o a Loes, Mies, Marijke o Nel. Otros lectores deseaban que su apellido también figurase en la dedicatoria. (Los Overbeek, los Van der Meulen y los Van Meur, los Blokhui y los Veldhuizen, los Dijkstra, los De Groot y los Smit.) Las firmas de ejemplares constituían un ejercicio de ortografía tan arduo que Ruth terminó ambas sesiones de lectura con dolor de cabeza
Pero Utrecht y su antigua universidad eran hermosas. Antes de la lectura, la escritora había cenado temprano con Maarten, Sylvia y sus hijos, ya adultos. Ruth los recordaba de cuando eran unos chiquillos, y ahora la superaban en altura y uno de ellos lucía barba. Para ella, todavía sin hijos a los treinta y seis años, uno de los aspectos chocantes que tenía la relación con matrimonios era el inquietante fenómeno de ver crecer a los niños
En el tren, durante el viaje de regreso a Amsterdam, Ruth les contó a Maarten y Sylvia el poco éxito que había tenido con los chicos de la edad de sus hijos, es decir, cuando ella era de su edad. (El verano en que viajó a Europa con Hannah, los chicos más atractivos siempre preferían a su amiga.)
– Pero ahora resulta embarazoso, ahora les gusto a los chicos que tienen la edad de los vuestros
– Eres muy popular entre los lectores dijo Maarten
– Ruth no se refiere a eso, Maarten -terció Sylvia. Ruth admiraba a aquella mujer inteligente y atractiva, que tenía un buen marido y una familia feliz
– Ah -dijo el marido, un hombre muy decoroso, tanto que se había ruborizado
– No quiero decir que atraiga a vuestros hijos de esa manera -se apresuró a decirle Ruth-. Me refiero a algunos chicos de su edad
– ¡Creo que a nuestros hijos también los atraes de esa manera! -exclamó Sylvia, riéndose de lo pasmado que se había quedado su marido
Maarten no había reparado en la cantidad de jóvenes que rodearon a Ruth durante sus dos sesiones de firma de libros. También había muchas chicas, pero Ruth las atraía como un modelo que podían imitar, no sólo porque era una autora de éxito, sino también una mujer soltera que había tenido varias relaciones y que, no obstante, seguía viviendo sola. (Ruth no sabía por qué razón esta circunstancia era atractiva. ¡Si supieran lo poco que a ella le gustaba su presunta vida personal!) Siempre había un joven, por lo menos diez años y a veces hasta quince menor que ella, que trataba de seducirla torpemente
("Con tan poca maña que casi te parten el corazón", les dijo Ruth a Maarten y Sylvia.) Como tenía hijos de esa edad, Sylvia sabía exactamente qué quería decir Ruth. Maarten, como padre, había prestado más atención a sus hijos que a los jóvenes desconocidos que se afanaban demasiado en torno a la escritora
En esta ocasión no faltó uno de tales jóvenes. Hizo cola para que ella le firmara su ejemplar, después de las dos lecturas, en Amsterdam y en Utrecht. Ruth leía el mismo pasaje cada noche, pero al joven no pareció importarle. En el acto de Amsterdam le presentó un ejemplar muy manoseado de una edición de bolsillo, y en Utrecht le tendió la edición en tapa dura de No apto para menores. En ambos casos se trataba de la edición en inglés
– Es Wim, con W -le dijo la segunda vez, porque el nombre se pronunciaba Vim
En la ocasión anterior ella había escrito su nombre con V.
– ¡Ah, eres tú otra vez! -le dijo al muchacho. Era demasiado guapo, y se veía con demasiada claridad que estaba chalado por ella para que lo hubiera olvidado-. De haber sabido que venías, habría leído otro pasaje
El joven bajó los ojos, como si le doliera mirarla cuando ella le devolvía la mirada
– Estudio en Utrecht, pero mis padres viven en Amsterdam y crecí allí -le dijo. (¡Como si eso diera cumplida explicación a su asistencia a las dos lecturas!)
– ¿No hablaré de nuevo mañana en Amsterdam? -preguntó Ruth a Sylvia
– Sí, en la Vrije Universiteit -le dijo Sylvia al joven
– Sí, lo sé, estaré allí -replicó el chico-. Llevaré un tercer libro para que me lo firme
Mientras Ruth firmaba más ejemplares, el joven cautivado permanecía junto a la cola, contemplándola con anhelo. En Estados Unidos, donde Ruth Cole casi siempre se negaba a firmar libros, aquella mirada de adoración la habría asustado. Pero en Europa, donde normalmente accedía a firmar ejemplares, nunca se sentía amenazada por las miradas amorosas de sus jóvenes admiradores
La lógica de que se sintiera nerviosa en su país y cómoda en el extranjero era cuestionable. Sin duda consideraba romántica la servil lealtad de sus jóvenes lectores europeos, aquellos chicos chalados por ella que formaban una categoría irreprochable: hablaban inglés con acento extranjero, habían leído todas sus novelas y, además, en sus torturadas mentes juveniles, ella encarnaba la figura de la mujer mayor en la que centraban sus fantasías. Ahora también ellos se habían convertido en la fantasía de Ruth, y a propósito de esa fantasía, durante el trayecto en tren hacia Amsterdam, bromeaba con Maarten y Sylvia
El viaje en tren era demasiado corto para que Ruth les hablara por extenso de la nueva novela que estaba gestando, pero al reírse juntos sobre los jóvenes disponibles, la escritora se dio cuenta de que quería cambiar su relato. La protagonista no debería conocer a otro escritor en la Feria del Libro de Francfort, al que luego llevaría con ella a Amsterdam. No, tenía que ser uno de sus admiradores, un aspirante a escritor y a joven amante. En la nueva novela, la escritora reflexionaría en que ya era hora de casarse, e incluso, como le sucedía a Ruth, sopesaría la proposición matrimonial de un hombre impresionante y mayor que ella al que tendría mucho cariño
La insufrible guapura del muchacho llamado Wim no le permitía quitárselo fácilmente de la cabeza. De no estar todavía muy reciente su desdichado encuentro con Scott Saunders, a buen seguro se habría sentido tentada a disfrutar (o a ponerse en un aprieto) con Wim. Al fin y al cabo, estaba sola en Europa, y lo más probable era que al regresar a Estados Unidos se casara. Una aventurilla sin consecuencias con un hombre joven, con un hombre mucho más joven…, ¿no era eso lo que hacían las mujeres mayores que iban a casarse con hombres aún más mayores que ellas?
Lo que Ruth les dijo a Maarten y a Sylvia fue que le gustaría visitar el barrio chino de la ciudad, y les contó esa parte de su relato, o por lo menos todo lo que sabía hasta entonces: un joven convence a una mujer mayor que él para pagar a una prostituta y contemplarla cuando está con un cliente. Después sucede algo y la mujer se siente muy humillada, hasta el extremo de que eso cambia su vida
– La mujer mayor se le entrega en parte porque cree que es ella quien domina la situación y porque ese joven es precisamente la clase de chico guapo que le resultaba inalcanzable cuando ella tenía su edad. Pero no sabe que el joven puede causarle dolor y angustia…, por lo menos creo que eso es lo que sucede -añadió Ruth-. Todo depende de lo que le ocurra con la prostituta
– ¿Cuándo quieres ir al barrio chino, Ruth? -le preguntó Maarten
Ruth respondió como si la idea fuese tan reciente para ella que no hubiera pensado todavía en los detalles
– Pues… cuando os vaya bien a vosotros
– ¿Cuándo visitarían a la prostituta la mujer mayor y el chico? -inquirió Maarten
– Probablemente de noche -respondió Ruth-. Es muy posible que estén un poco bebidos. Creo que ella debería estarlo, para tener el valor de hacer una cosa así
– Podríamos ir allí ahora mismo -sugirió Sylvia-. Tendremos que dar un rodeo para volver a tu hotel, pero sólo es un paseo de cinco o diez minutos desde la estación
A Ruth le sorprendió que a Sylvia le apeteciera acompañarles. Debían de ser pasadas las once, cerca de medianoche, cuando su tren llegó a Amsterdam
– ¿No es peligroso salir a estas horas de la noche? -les preguntó Ruth
– Hay tantos turistas que los rateros son el único peligro -dijo Sylvia con desagrado
– También te pueden robar el bolso durante el día -terció Maarten
De Walleties, o De Wallen, como lo llamaban los habitantes de Amsterdam, estaba mucho más concurrido de lo que Ruth suponía. Había drogadictos y jóvenes borrachos, pero por las callejuelas pululaba otra clase de gente, muchas parejas, en su mayoría turistas, algunas de las cuales entraban en los espectáculos sexuales, e incluso uno o dos grupos. De no ser tan tarde, Ruth se habría sentido segura a solas en aquellos parajes. El espectáculo, muy sórdido, atraía a una masa de personas que, como ella, lo contemplaban embobadas. En cuanto a los hombres que se dedicaban a la tarea, por lo general prolongada, de elegir a una prostituta, su búsqueda furtiva destacaba en medio de aquel turismo sexual sin inhibiciones
Ruth decidió que la escritora y el joven no encontrarían el tiempo y el lugar adecuados para abordar a una prostituta, aunque desde la habitación de Rooie le había parecido evidente que, cuando te hallabas en el aposento de una de aquellas mujeres, el mundo exterior se desvanecía rápidamente. O la pareja acudiría al distrito antes de que amaneciera, cuando todo el mundo excepto los drogadictos empedernidos (y los adictos al sexo) se había ido a dormir, o irían a primera hora de la noche, o durante el día
Lo que había cambiado en el barrio chino desde la visita anterior de Ruth a Amsterdam era la proporción de prostitutas de razas distintas a la blanca. En una de las calles, la mayoría de las mujeres eran asiáticas, probablemente tailandesas, debido al número de salones de masaje tailandeses que había en los alrededores. Maarten le dijo que, en efecto, eran tailandesas, y también que algunas de ellas habían sido hombres. Al parecer, se sometieron a operaciones de cambio de sexo en Camboya
En el Molensteeg y en los alrededores de la antigua iglesia en la Oudekerksplein, todas las chicas eran de piel morena, dominicanas y colombianas, según Maarten. Las procedentes de Surinam, que acudieron a Amsterdam a fines de los años sesenta, habían desaparecido por completo
Y en la Bloedstraat había chicas que parecían hombres, mujeres altas de manos grandes y con nuez de Adán. Maarten le comentó a Ruth que en su mayoría eran hombres, travestidos ecuatorianos, de los que se decía que azotaban a sus clientes
Por supuesto, había algunas mujeres blancas, no todas ellas holandesas, en la Sint Annenstraat y el Dollebegijnensteeg, así como en la calle a la que Ruth habría preferido que Maarten y Sylvia no la llevaran. El Trompetterssteeg era un callejón demasiado estrecho que no permitía la ventilación de las casas. En el salón al que subieron el aire estaba estancado y en aquella atmósfera quieta se libraba una constante batalla de olores: orina y perfume, tan densamente mezclados que el resultado final era un olor que recordaba el de la carne en mal estado. Flotaba también un olor seco, a quemado, debido a los secadores de pelo de las putas, un olor que parecía incongruente porque el callejón, incluso en una noche sin lluvia, estaba mojado. Nunca hacía el suficiente aire para que se secaran los charcos sobre el pavimento siempre húmedo
Las paredes, sucias y húmedas, dejaban marcas en las espaldas, pechos y hombros de las chaquetas masculinas, pues los hombres tenían que pegarse a las paredes para ceder el paso. Las prostitutas, en sus escaparates o en los vanos de sus puertas abiertas, estaban lo bastante cerca para poder olerlas y tocarlas, y no había ninguna parte donde mirar, salvo la cara de la siguiente o de la que estaba apostada más allá, o a los hombres que las examinaban y cuyas caras eran las peores de todas, atentos a los gestos de las prostitutas que los llamaban y con las que entraban en contacto una y otra vez. El Trompetterssteeg era un mercado. La mercancía estaba casi al alcance de la mano, y el comprador establecía con ella un contacto muy directo
Ruth se percató de que, en De Wallen, no hacía falta pagar a una prostituta para ver a alguien realizando el acto sexual. Por tanto, la motivación para hacer eso debía proceder del mismo joven y del carácter de la escritora madura, o sólo de ésta. En su relación debería haber un elemento especial o una carencia. Al fin y al cabo, en el Centro de Espectáculos Eróticos uno podía pagar por entrar en una cabina de video. SENCILLAMENTE Los MEJORES, decía el anuncio. El Show de Porno en Vivo prometía ACTOS SEXUALES AUTÉNTICOS, y el anuncio de otro local decía SEXO REAL SOBRE EL ESCENARIO. Allí no era necesario hacer ningún esfuerzo especial para practicar el voyeurismo
Una novela siempre es más complicada de lo que parece al principio. La verdad es que ha de ser más complicada de lo que parece al principio
Por lo menos Ruth se consoló un poco al comprobar que los artículos "especiales para SM" de la sex shop no habían cambiado. La vagina de goma que la vez anterior le pareció una tortilla seguía suspendida del techo de la tienda, aunque la liga de la que ahora pendía era negra, no roja. Y nadie había comprado el cómico consolador con un cencerro sujeto a aquél con una correa de cuero. Los látigos aún estaban expuestos, y las peras para enemas se presentaban en el mismo orden de tamaños (u otro similar). Incluso el puño de goma había resistido el paso del tiempo sin que nadie lo tocara, tan desafiante y tan rechazado como siempre, pensó Ruth…, es decir, confió en que así fuera
Pasada la medianoche, Maarten y Sylvia acompañaron a Ruth a su hotel. La escritora se había fijado atentamente en la ruta seguida. Una vez en el vestíbulo, se despidió de ellos al estilo holandés, besándolos tres veces, pero de una manera más rápida y prosaica que cuando Rooie la besó a ella. Entonces subió a su habitación y se cambió de ropa. Se puso unos tejanos más viejos y descoloridos y una sudadera azul marino que le iba demasiado grande. No le sentaba bien, pero casi le disimulaba los senos. También se puso los zapatos más cómodos que tenía, unos mocasines de ante negro
Aguardó durante quince minutos en su habitación antes de abandonar el hotel. Era la una menos cuarto de la madrugada, pero no tardaría ni cinco minutos en llegar hasta la calle de las prostitutas más prósperas. No se había propuesto visitar a Rooie a aquellas horas, pero quería tener un atisbo de ella en su escaparate, y se decía que tal vez podría ver cómo atraía a un cliente a su habitación. Al día siguiente, o al otro, le haría una visita
La experiencia que hasta entonces había tenido Ruth con las prostitutas debería haberla aleccionado. Era evidente que su capacidad de prever lo que podía suceder en el mundo de la prostitución no estaba tan desarrollada como sus habilidades de novelista. Cabría esperar de ella cierta cautela, que fuese consciente de su poca preparación para relacionarse con esa clase de mujeres… pues allí, en la Bergstraat, en el que creía que era el escaparate de Rooie, estaba sentada una mujer mucho más vulgar y joven que Rooie. Ruth reconoció el top que había visto colgado en el estrecho ropero de la prostituta. Era negro y el escote se abrochaba con unos cierres a presión de plata, pero la muchacha tenía un pecho demasiado abundante para que pudiera abrocharse del todo la prenda. Por debajo de la profunda hendidura entre los senos, por debajo del top, el fofo vientre de la muchacha pendía sobre una braguita negra, que estaba rota y tenía la cintura desgarrada. La cinta elástica blanca contrastaba con la negrura de la braga y con el michelín de carne cetrina que formaba el amplio vientre de la gorda muchacha. Tal vez estuviera embarazada, pero de las bolsas grisáceas bajo los ojos de la joven prostituta se deducía que estaba tan dañada interiormente que su capacidad reproductiva era mínima
– ¿Dónde está Rooie? -le preguntó Ruth
La chica gorda bajó del taburete y entreabrió la puerta.
– Con su hija -respondió en un tono de fatiga
Ruth se había ya alejado unos pasos cuando oyó un ruido sordo contra el vidrio de la ventana. No era el familiar tamborileo con una uña, una llave o una moneda, que Ruth había oído en las ventanas de otras prostitutas. La chica gorda golpeaba la ventana con el grueso consolador rosado que Ruth vio la ocasión anterior en la bandeja de aspecto quirúrgico, sobre la mesa al lado de la cama. Cuando la joven prostituta captó la atención de Ruth, se metió el consolador en la boca y le dio un brusco tirón con los dientes. Entonces, mirando a Ruth, hizo un gesto con la cabeza, una desganada invitación, y finalmente se encogió de hombros, como si la energía que le quedaba sólo le permitiera esa promesa limitada: que trataría de satisfacerla tanto como Rooie
Ruth rechazó la invitación sacudiendo la cabeza, pero sonrió amablemente a la prostituta. La patética muchacha se golpeó varias veces la palma de la mano con el consolador, como si marcara el ritmo de una música que sólo ella podía oír
Aquella noche Ruth soñó con el guapo chico holandés llamado Wim, un sueño tremendamente excitante. Se despertó azorada, convencida de que el ligue detestable de la novela que estaba concibiendo no debía ser pelirrojo, e incluso dudaba de que debiera ser del todo "malo". Si la escritora madura iba a sufrir una humillación que la haría cambiar de vida, la mala sería ella. Uno no cambia de vida porque otra persona haya sido mala
A Ruth no se la podía convencer fácilmente de que las mujeres eran víctimas; al contrario, estaba convencida de que las mujeres eran tan a menudo víctimas de sí mismas como lo eran de los hombres. A juzgar por el comportamiento de las mujeres a las que mejor conocía, ella misma y Hannah, eso era del todo cierto. (No conocía a su madre, pero sospechaba que probablemente Marion sí era una víctima, una de las muchas víctimas de su padre.)
Además, Ruth se había vengado de Scott Saunders. ¿Por qué arrastrarle a él, o a un pelirrojo similar, a su novela? En No apto para menores, la novelista viuda, Jane Dash, tomaba la decisión correcta, la de no escribir sobre su adversaria Eleanor Holt. ¡Ruth ya había escrito sobre ese particular! ("Como novelista, la señora Dash despreciaba escribir acerca de personas reales, le parecía un fracaso de la imaginación, pues todo novelista digno de ese nombre debería ser capaz de inventar un personaje más interesante que cualquier persona de carne y hueso. Convertir a Eleanor Holt en personaje literario, aun cuando fuese con el propósito de burlarse de ella, sería una especie de halago.")
Ruth se dijo a sí misma que debería practicar lo que predicaba
Dada la insatisfactoria selección de alimentos en el comedor de los desayunos, y tras recordar que su única entrevista del día tendría lugar durante la comida, Ruth se tomó media taza de café tibio y un zumo de naranja cuya temperatura era no menos desagradable y salió en dirección al barrio chino. A las nueve de la mañana no era aconsejable pasear por el distrito con el estómago lleno
Cruzó la Warmoesstraat, donde había una comisaría de policía que a ella le pasó desapercibida. En lo primero que se fijó fue en una prostituta callejera joven y drogadicta que estaba en cuclillas en la esquina del Enge Kerksteeg. La joven tenía dificultades para mantener el equilibrio y, a fin de no caerse, sólo podía aplicar las palmas de ambas manos en el bordillo de la acera mientras orinaba en la calle
– Por cincuenta guilders puedo hacerte cualquier cosa que te haga un hombre -propuso la joven a Ruth, pero ésta no le hizo caso
A las nueve en punto sólo estaba abierto uno de los escaparates de prostitutas en la Oudekerksplein, al lado de la vieja iglesia. A primera vista, la prostituta podría ser una de las mujeres dominicanas o colombianas a las que Ruth había visto la noche anterior, pero aquella mujer tenía la piel mucho más oscura. Era muy negra y muy gorda, y permanecía de pie, con una confianza campechana, en el umbral de su habitación, como si por las calles de De Wallen avanzaran oleadas de hombres. Lo cierto era que las calles estaban prácticamente desiertas, con excepción de los barrenderos, que recogían los desperdicios acumulados durante el día anterior
En los cubículos desocupados de las prostitutas se afanaban numerosas mujeres de la limpieza, y el ruido de los aspiradores se imponía a las charlas que entablaban de vez en cuando. Incluso en el estrecho Trompetterssteeg, donde Ruth no pensaba aventurarse, el carrito de una mujer de la limpieza, que contenía el cubo, la fregona y las botellas de productos de limpieza, sobresalía de una estancia que daba al callejón. También había un saco de colada lleno de toallas sucias y una abultada bolsa de plástico, de esas que encajan en una papelera, sin duda llena de condones, toallitas y pañuelos de papel. Ruth pensó que sólo la nieve recién caída podría dar al distrito un aspecto de auténtica limpieza a la luz matinal, tal vez el día de Navidad por la mañana, cuando ni una sola prostituta estaría trabajando allí. ¿O sí estaría?
En el Stoofsteeg, donde predominaban las prostitutas tailandesas, sólo dos mujeres ofrecían sus servicios desde las puertas abiertas. Al igual que la mujer en cuclillas junto a la vieja iglesia, eran muy negras y muy gordas. Charlaban entre ellas en una lengua que no se parecía a ninguna de las que Ruth había oído jamás, y como se interrumpieron para saludarla cortésmente con una inclinación de cabeza, ella se atrevió a detenerse y preguntarles de dónde eran
– De Ghana -dijo una de ellas
– ¿Y tú de dónde eres? -le preguntó la otra a Ruth
– De Estados Unidos -replicó Ruth
Las mujeres africanas murmuraron apreciativamente y, restregándose los dedos, hicieron el gesto universal que significa dinero
– ¿Quieres algo que podamos darte? -preguntó Ruth
– ¿Quieres entrar? -inquirió la otra
Las dos se echaron a reír ruidosamente. No se percataron de que Ruth no tuviera verdadero interés en acostarse con ellas. Lo que sucedía, ni más ni menos, era que la famosa riqueza de Estados Unidos las llevaba a intentar atraer a Ruth con sus muchos ardides
– No, gracias -les dijo Ruth y, sin dejar de sonreír cortésmente, se alejó
Allí donde, la noche anterior, los hombres ecuatorianos exhibían el atractivo de su equívoco sexual, sólo había ahora mujeres de la limpieza. Y en el Molensteeg, donde antes había más dominicanos y colombianos, otra prostituta de aspecto africano, ésta muy esbelta, permanecía en un escaparate mientras una mujer de la limpieza trajinaba en otro cubículo
La escasez de gente en el distrito reforzaba el ambiente en el que Ruth siempre pensaba: el aspecto de abandono, que era el aspecto del sexo indeseado, era mejor que el incesante turismo sexual que invadía el distrito por la noche
Impulsada por su irresistible curiosidad, Ruth entró en una sex shop. Como en una tienda de video convencional, cada categoría tenía su propio pasillo. Estaba el pasillo de los azotes y los pasillos para el sexo oral y anal. Ruth no exploró el pasillo de la coprofilia, y la luz roja sobre la puerta de una "cabina de video" le hizo abandonar la tienda antes de que saliera el cliente del recinto privado donde veía las películas. Le bastaba con imaginar la expresión del hombre
Durante algún tiempo creyó que la seguían. Un hombre fornido, con tejanos azules y sucias zapatillas deportivas, caminaba siempre detrás de ella o en la acera de enfrente, a su altura, incluso después de que diera dos veces la vuelta a la misma manzana. Sus facciones eran toscas, tenía barba de dos o tres días y sus ojos traslucían irritación. Llevaba una cazadora holgada que tenía la forma de esas chaquetas que usan los jugadores de béisbol para calentarse. No daba la impresión de que pudiera permitirse ir con una prostituta, pero seguía a Ruth como si creyera que ella lo era. Finalmente lo perdió de vista, y ella dejó de preocuparse por él
Estuvo dos horas paseando por el distrito. Hacia las once, varias tailandesas regresaron al Stoofsteeg. Las africanas ya se habían ido y, alrededor de la Oudekerksplein, la media docena de negras gordas, posiblemente también procedentes de Ghana, fueron sustituidas por una docena o más de mujeres de piel morena: de nuevo las colombianas y dominicanas
Ruth se metió por error en un callejón sin salida frente al Oudezijds Voorburgwal. El Slapersteeg se estrechaba enseguida y al final había tres o cuatro escaparates de prostitutas con una sola puerta de acceso. En el vano de la puerta abierta, una puta corpulenta con un acento que parecía jamaicano tomó a Ruth del brazo. Una mujer de la limpieza todavía trabajaba en las habitaciones, y otras dos prostitutas se estaban arreglando ante un largo espejo de maquillaje
– ¿A quién buscas? -le preguntó la corpulenta mujer morena.
– A nadie -respondió Ruth-. Me he perdido
La mujer de la limpieza seguía trabajando con expresión malhumorada, pero las prostitutas que estaban ante el espejo, y la corpulenta que había tomado a Ruth del brazo y no se lo soltaba, se echaron a reír
– Sí, se nota que te has perdido -le dijo la mujerona, y la condujo fuera del callejón
Cada vez le apretaba más el brazo, como si le hiciera un masaje que ella no le había pedido o como si amasara pasta de una manera cariñosa, sensual
– Gracias -le dijo Ruth, fingiendo que realmente se había perdido y la habían rescatado de veras
– No hay ningún problema, encanto
Esta vez, cuando Ruth cruzó de nuevo la Warmoesstraat, reparó en la comisaría. Dos policías uniformados conversaban con el hombre fornido de la cazadora que la había seguido. ¡Vaya, le habían detenido!, se dijo Ruth. Entonces conjeturó que aquel hombre con cierto aspecto de matón era un policía de paisano, pues parecía dar órdenes a dos agentes uniformados. ¡Ruth se sintió avergonzada y apretó el paso como si fuese una delincuente! De Wallen era un distrito pequeño. Se había pasado la mañana allí y, al final, había llamado la atención; la consideraban sospechosa
Y a pesar de que prefería De Wallen por la mañana a lo que se convertía de noche, dudaba que fuese el lugar o la hora del día adecuados para que sus personajes abordaran a una prostituta y le pagaran a fin de que les permitieran mirarla mientras estaba con un cliente. ¡Podían pasarse toda la mañana esperando al primer cliente!
Pero ahora, poco antes del mediodía, apenas tenía tiempo para seguir andando más allá de la zona de su hotel, y se dirigió a la Bergstraat, donde esperaba encontrar a Rooie en su escaparate. Esta vez la prostituta había sufrido una transformación más ligera. El cabello pelirrojo tenía un tono menos anaranjado, menos cobrizo, y era más oscuro, más castaño rojizo, casi rojo oscuro, mientras que el sostén y las bragas eran blancuzcos, marfileños, y acentuaban la blancura de la piel de Rooie
A la mujer le bastó con inclinarse para abrir la puerta sin bajar del taburete. Así pudo permanecer sentada en el escaparate mientras Ruth, que no estaba dispuesta a cruzar el umbral, asomaba la cabeza
– Ahora no tengo tiempo de quedarme, pero quiero volver -le dijo a la prostituta
– Muy bien -replicó Rooie, encogiéndose de hombros
Su indiferencia sorprendió a Ruth
– Anoche te busqué, pero había otra mujer en tu ventana -siguió diciendo Ruth-. Me dijo que estabas con tu hija
– Todas las noches estoy con mi hija, y también los fines de semana. Sólo vengo aquí cuando ella está en la escuela
– ¿Qué edad tiene tu hija? -inquirió Ruth, esforzándose por ser amistosa
La prostituta suspiró. -Oye, no voy a hacerme rica hablando contigo
– Perdona
1º
Ruth se retiró del umbral como si la otra la hubiera empujado
– Ven a verme cuando tengas tiempo -le dijo Rooie antes de inclinarse y cerrar la puerta
Sintiéndose estúpida, Ruth se reprendió a sí misma por esperar tanto de una prostituta. Por supuesto, el dinero era lo que ocupaba el lugar principal en la mente de Rooie, si no era lo único que le importaba. Ella intentaba tratarla como a una amiga, cuando todo lo que realmente había sucedido era que le había pagado por su primera conversación
Ruth había caminado demasiado, sin haber desayunado siquiera, y a mediodía tenía un hambre voraz. Estaba segura de que en la entrevista había dado una imagen desorganizada. No pudo responder a una sola pregunta referente a No apto para menores ni a sus dos novelas anteriores sin abordar algún elemento de la novela que tenía entre manos: la ilusión de comenzar su primera novela en primera persona, la irresistible idea de una mujer que, al cometer un error de juicio, se humilla hasta tal extremo que emprende una vida del todo nueva. Pero mientras Ruth hablaba, se decía: "¿A quién pretendo engañar? ¡Todo esto trata de mí! ¿No he tomado ciertas decisiones erróneas? (Por lo menos una, hace poco…) ¿No voy a emprender una vida del todo nueva? ¿O acaso Allan no es más que la alternativa "segura" a una clase de vida que me atemoriza?". Durante su conferencia, que impartió al atardecer en la Vrije Universiteit (en realidad, fue su única conferencia; la revisaba una y otra vez, pero en esencia seguía siendo la misma), sus palabras le parecieron poco sinceras. Allí estaba ella, mostrándose partidaria de la pureza de la imaginación opuesta a la memoria, ensalzando la superioridad del detalle inventado en contraposición a lo meramente autobiográfico. Allí estaba ella, entonando un canto a las virtudes de crear unos personajes totalmente imaginados en vez de poblar la novela de amigos personales y miembros de la familia ("ex amantes y esas otras personas, limitadas y decepcionantes, de la vida real"), y, sin embargo, de nuevo la conferencia le salió francamente bien. Al público siempre le gustaba. Lo que había comenzado como una discusión entre Ruth y Hannah le había prestado un gran servicio como novelista. La conferencia se había convertido en su credo
Ruth afirmaba que su mejor detalle en la narración era un detalle seleccionado, no uno recordado, pues la verdad de la ficción no era tan sólo la verdad de la observación, que es tan sólo la del periodismo. El mejor detalle de la ficción era el que debería definir al personaje, el episodio o el ambiente. La verdad de la ficción era lo que debería haber sucedido en un relato, no necesariamente lo que sucedía en realidad o lo que había sucedido
El credo de Ruth Cole era una declaración de guerra contra el roman á clef, e implicaba el rechazo de la novela autobiográfica, cosa que ahora la avergonzaba, porque sabía que se estaba preparando para escribir su novela más autobiográfica hasta la fecha. Si Hannah siempre la había acusado de escribir sobre dos personajes, que correspondían a ellas dos, ¿sobre qué escribía ahora? ¡Estrictamente sobre un personaje correspondiente a Ruth que toma una decisión errónea, al estilo de Hannah!
Por ello le resultaba doloroso sentarse en un restaurante y escuchar los cumplidos de los que habían organizado la conferencia en la Vrije Universiteit, todos bienintencionados, pero unos tipos de lo más académico, que preferían las teorías y los comentarios teóricos a los aspectos prácticos de la narración. Ruth se reprendía a sí misma por proporcionarles una teoría de la ficción sobre la que ella albergaba ahora considerables dudas
Las novelas no eran razonamientos. Una historia funcionaba o no por sus propios méritos. ¿Qué importaba que un detalle fuese real o imaginado? Lo que importaba era que el detalle pareciese real y que fuese sin discusión el mejor detalle para las circunstancias relatadas. Eso tenía poco de teoría, pero era todo a lo que Ruth podía comprometerse en aquellos momentos. Era hora de retirar su vieja conferencia, y su penitencia consistía en soportar los cumplidos que le dirigían por un credo superado
Cuando, en vez de postre, pidió otro vaso de vino tinto, Ruth supo que había bebido más de la cuenta. En aquel mismo instante recordó también que no había visto al guapo muchacho holandés en la cola de personas que le pedían su autógrafo tras la disertación, lograda pero humillante. El chico le había dicho que estaría allí
Ruth tenía que admitir que había esperado ver de nuevo al joven Wim… y tal vez hacerle hablar un poco. Desde luego, no se había propuesto coquetear con él, por lo menos en serio, y ya había decidido no acostarse con él. Tan sólo quería disponer de un poco de tiempo para charlar con él a solas, tal vez mientras tomaban un café por la mañana, a fin de descubrir qué le interesaba de ella, imaginarle como su admirador y, tal vez, su amante, fijarse en más detalles con respecto al guapo muchacho holandés. Pero él no se había presentado
Supuso que al final se había cansado de ella, en cuyo caso lo comprendería, pues nunca se había sentido tan cansada de sí misma
Ruth rechazó el ofrecimiento que le hicieron Maarten y Sylvia de acompañarla a su hotel. Por culpa de la novelista habían trasnochado el día anterior, y todos necesitaban acostarse temprano. Le pidieron un taxi y dieron instrucciones al taxista. Al otro lado de la calle, frente al hotel, en la parada de taxis del Kattengat, Ruth vio a Wim de pie bajo una farola, como un chico perdido que se hubiera separado de su madre en medio de una muchedumbre que luego se había dispersado
"¡Piedad!", se dijo Ruth, mientras cruzaba la calle en busca del muchacho
Por lo menos no se acostó con él… en el sentido habitual de esa expresión. Es cierto que pasaron la noche en la misma cama, pero Ruth no tuvo una verdadera relación sexual con él. También es cierto que se besaron y arrullaron, que ella permitió que le tocara los pechos, pero le paró los pies cuando el muchacho se excitó demasiado. Ruth se acostó con bragas y camiseta, no estuvo desnuda con él. No tenía la culpa de que el chico se hubiera desnudado por completo. Ella había ido al baño a cepillarse los dientes y ponerse las bragas y la camiseta, y cuando volvió a la habitación, él ya se había desvestido y metido en la cama
Hablaron mucho. El joven se llamaba Wim Jongbloed y había leído varias veces todas las obras de Ruth. Quería ser escritor, como ella, pero no se había acercado a Ruth después de la conferencia en la Vrije Universiteit porque las opiniones de la novelista le habían anonadado. El chico escribía sin cesar una logorrea autobiográfica, y jamás había "imaginado" un relato o un personaje. Lo único que hacía era consignar sus tristes anhelos, su desdichada y vulgar experiencia. Cuando finalizó la conferencia deseaba suicidarse, pero lo que hizo fue ir a casa y destruir todos sus escritos. Arrojó a un canal sus diarios, pues eso era cuanto había escrito: diarios. Entonces telefoneó a todos los hoteles de primera clase de Amsterdam, hasta que descubrió dónde se alojaba Ruth
Se sentaron a charlar en el bar del hotel, hasta que resultó evidente que iban a cerrarlo. Entonces ella lo llevó a su habitación
– No soy mejor que un periodista-dijo Wim Jongbloed, con el corazón partido
Ruth se estremeció al oír su propia frase en labios del muchacho. Durante la conferencia había dicho: "Si eres incapaz de inventar algo, no eres mejor que un periodista"
– ¡No sé inventar un relato! -exclamó Wim, compungido. Lo más probable era que tampoco supiera escribir una frase aceptable, pero Ruth se sentía totalmente responsable de él. Y era muy guapo, con el espeso cabello castaño oscuro, los ojos también castaños y unas pestañas larguísimas. Tenía la piel muy suave, la nariz recta, el mentón fuerte, la boca en forma de corazón. Y aunque de cuerpo demasiado liviano para el gusto de Ruth, era ancho de hombros y pecho. Aún no había terminado de crecer
Ruth empezó por hablarle de la novela que tenía entre manos, de los cambios constantes que introducía y de que eso era precisamente lo que una hacía para inventar una historia. Narrar no era más que una especie de sentido común intensificado. (Se preguntó de dónde había sacado esta idea, que sin duda no era suya.) Incluso confesó que había "imaginado" a Wim como el joven de su novela. Eso no significaba que fuera a hacer el amor con él. De hecho, quería que comprendiera que no iban a hacer el amor. Le bastaba con haber fantaseado al respecto
Él le dijo que también había fantaseado… ¡durante años! En una ocasión se masturbó mientras contemplaba su foto en la sobrecubierta de un libro. Al oír esto, Ruth fue al baño, se cepilló los dientes y se puso unas bragas limpias y una camiseta. Y al salir del baño allí estaba él, desnudo en su cama
No le tocó el pene ni una sola vez, aunque lo notó contra su cuerpo cuando se abrazaron. Era agradable tener al chico entre sus brazos. Y él fue muy cortés cuando abordó el tema de la masturbación, por lo menos la primera vez
– Tengo que hacerlo -le dijo-. ¿Me permites?
– De acuerdo -respondió ella, y le dio la espalda.
– No, mirándote -le rogó el muchacho-. Por favor…
Ella se volvió en la cama para mirarle. Y le besó una vez en los ojos y en la punta de la nariz, pero no en los labios. Él la miraba con tal intensidad que Ruth casi podía creer que tenía de nuevo la edad del chico, y le resultaba fácil imaginar que así fue la relación de su madre con Eddie O'Hare. Éste no le había contado tales pormenores, pero ella había leído todas las novelas de Eddie y sabía bien que no se había inventado las escenas de masturbación. La capacidad de invención del pobre Eddie era prácticamente nula
Wim Jongbloed movió rápidamente los párpados al correrse. Ella le besó entonces en los labios, pero no fue un beso largo, pues el azorado muchacho corrió al baño para lavarse la mano. Cuando regresó a la cama, se durmió con tal rapidez, la cabeza sobre los senos de Ruth, que ella se dijo: "¡Quizá me habría gustado probar también qué tal se me da eso!"
Llegó a la conclusión de que se alegraba de no haberse masturbado. De haberlo hecho, la relación con el chico habría sido más sexual, más cercana al acto. Le pareció irónico que necesitara establecer sus propias reglas y definiciones. Se preguntó si su madre habría necesitado un comedimiento similar con Eddie. Si Ruth hubiera tenido madre en los momentos en que más falta le hacía, ¿se habría encontrado en una situación como aquélla?
Una sola vez retiró la sábana y contempló al muchacho dormido. Habría podido mirarle durante toda la noche, pero incluso restringió el tiempo en que estuvo mirándole. Era una mirada de despedida, y bastante casta, por cierto, dadas las circunstancias. Decidió que no admitiría de nuevo a Wim en su cama, y a primera hora de la mañana el muchacho le afianzó en su resolución. Creyendo que ella aún dormía, volvió a masturbarse a su lado, y esta vez deslizó la mano bajo la camiseta y le apretó un seno. Cuando Wim fue al baño para lavarse la mano, ella fingió que seguía durmiendo. ¡Vaya con el pequeño sátiro!
Ruth le llevó a desayunar a un café, y luego fueron a un local al que él llamó "café literario" en el Kloveniersburgwal, para tomar más café. De Engelbewaarder era un establecimiento oscuro, con un perro pedorreante y dormido bajo una mesa y, en las únicas mesas a las que llegaba luz de las ventanas, media docena de hinchas de fútbol ingleses que bebían cerveza. Sus camisetas de futbolista, de un color azul brillante, promocionaban una marca de cerveza inglesa, y cuando otros dos o tres compañeros entraban y se unían a ellos, los saludaban con un fragmento de una canción llena de vigor. Pero ni siquiera esos esporádicos arranques melódicos podían despertar al perro o impedir su pedorreo. (Si De Engelbewaarder respondía a la idea que tenía Wim de un café "literario", Ruth no quería ver por nada del mundo lo que consideraba un bar de mala muerte.)
Por la mañana Wim parecía que le deprimieran menos sus problemas literarios. Ruth creía que le había hecho lo bastante feliz para esperar de él más ayuda en la investigación
– ¿Qué clase de "ayuda en la investigación"? -preguntó el joven a la escritora
– Bueno…
Ruth recordaba su fuerte impresión al leer que Graham Greene, cuando estudiaba en Oxford, había experimentado con la ruleta rusa, ese juego suicida con un revólver. Esa información desmentía la imagen que ella se había formado de Greene como un autor con un dominio absoluto de sí mismo. En la época en que se entregaba a ese peligroso juego, Greene estaba enamorado de la institutriz de su hermana menor. La mujer tenía doce años más que el joven Graham y ya estaba prometida en matrimonio
Si bien Ruth Cole era capaz de imaginar a un joven idólatra como Wim Jongbloed jugando a la ruleta rusa por ella, ¿qué creía estar haciendo cuando fue con él al barrio chino y, casi al azar, abordó primero a una prostituta y luego a otra proponiéndoles que le permitieran observarlas cuando estaban con un cliente? Aunque Ruth le había explicado a Wim que planteaba la pregunta "hipotéticamente", pues en realidad no quería ver a una prostituta mientras realizaba uno o más actos, las mujeres con las que Ruth y Wim hablaron malentendieron o interpretaron mal a sabiendas la proposición
Las mujeres dominicanas y colombianas que estaban en los escaparates y umbrales aledaños a la Oudekerksplein no atraían a Ruth, pues temía, acertadamente, que su conocimiento del inglés fuese deficiente. Wim le confirmó que entendían todavía peor el holandés. En el vano de una puerta, frente al Oudekennissteeg, había una rubia alta e impresionante, pero no hablaba inglés ni holandés. Wim le dijo a Ruth que era rusa
Finalmente encontraron una prostituta tailandesa en un sótano del Barndesteeg. Era una joven corpulenta, de pechos caídos y abdomen prominente, pero tenía un rostro sorprendente, en forma de luna, la boca sensual y los ojos anchos y hermosos. Al principio su inglés parecía pasable, mientras les conducía a través de un laberinto de habitaciones subterráneas donde todo un pueblo de mujeres tailandesas les miraban con gran curiosidad
– Sólo hemos venido para hablar con ella -dijo Wim en un tono poco convincente
La robusta prostituta los acompañó a una habitación mal iluminada, con una cama doble en cuya colcha naranja y negra destacaba la figura de un tigre rugiente. El centro de la colcha, que era la boca del tigre, estaba parcialmente cubierto por una toalla verde con manchas de lejía en algunos lugares y un tanto arrugada, como si la pesada mujer hubiera estado tendida allí hacía un momento
Todas las habitaciones del sótano estaban divididas por tabiques que no llegaban al techo. La luz procedente de otras habitaciones mejor iluminadas se filtraba por encima de los delgados tabiques. Las paredes circundantes temblaron cuando la prostituta bajó una cortina de bambú que cubría el vano de la puerta. Ruth atisbó, por debajo de la cortina, los pies descalzos de otras prostitutas que deambulaban sin hacer ruido
– ¿Cuál de los dos mirará? -les preguntó la tailandesa
– No, no es eso lo que queremos -respondió Ruth-. Deseamos preguntarte por las experiencias que has tenido con parejas que te han pagado por verte con un cliente. -No había ningún lugar en la habitación donde alguien pudiera esconderse, por lo que Ruth añadió-: ¿Y cómo lo harías? ¿Dónde se ocultaría alguien que quisiera mirar?
La maciza tailandesa se desnudó. Llevaba un vestido sin mangas de una tela delgada y seductora, de color naranja. Se quitó los tirantes y el vestido se deslizó a lo largo de su cuerpo hasta quedar arrugado en el suelo. Estuvo desnuda antes de que Ruth pudiera decir otra palabra
– Te sientas en este lado de la cama -le dijo la prostituta a Ruth-, y yo me acuesto con él en el otro lado
– No… -repitió Ruth
– O puedes quedarte de pie donde quieras -concluyó la tailandesa
– ¿Y si los dos queremos mirar? -inquirió Wim, pero sólo logró confundir más a la puta
– ¿Queréis mirar los dos?
– No es exactamente eso -dijo Ruth-. En quisiéramos mirar, ¿cómo lo arreglarías?
La mujer desnuda suspiró. Se tendió boca arriba sobre la toalla, ocupándola en su totalidad
– ¿Quién quiere mirar primero? -les preguntó-. Creo que os costará un poco más…
Ruth ya le había pagado cincuenta guilders
La oronda tailandesa abrió los brazos, en actitud suplicante.
– ¿Los dos queréis hacerlo y mirar?
– ¡No, no! -exclamó Ruth, irritada-. Sólo quiero saber si alguien te ha mirado antes y cómo lo ha hecho
La perpleja prostituta señaló la parte superior de la pared. -Alguien nos está mirando ahora. ¿Es así como quieres hacerlo?
Ruth y Wim miraron el tabique que servía de pared en el lado más próximo a la cama y vieron, cerca del techo, el rostro de una tailandesa más delgada y mayor que les sonreía.
– ¡Dios mío! -exclamó Wim
– Esto no marcha -dijo Ruth-. Hay un problema de lenguaje. Le dijo a la prostituta que podía quedarse con el dinero. Ya habían visto todo lo que tenían que ver
– ¿Sin mirar ni hacer nada? -replicó la prostituta-. ¿Qué pasa?
Ruth y Wim avanzaban por el estrecho pasillo con la mujer desnuda a sus espaldas, preguntándoles si era demasiado gorda, si era eso lo malo, cuando la prostituta más delgada y mayor, la mujer que les había sonreído desde lo alto de la pared, les cerró el paso
– ¿Quieres algo diferente? -le preguntó a Wim. Le tocó los labios y el muchacho retrocedió. La mujer guiñó un ojo a Ruth-. Seguro que sabes lo que quiere este chico -le dijo mientras acariciaba la entrepierna de Wim-. ¡Vaya! -exclamó la menuda tailandesa-. ¡Qué grande la tiene! ¡Pues claro que quiere algo especial!
Wim, asustado y deseoso de protegerse, se llevó una mano a la entrepierna y la otra a la boca
– Nos vamos -dijo Ruth con firmeza-. Ya he pagado
La mano pequeña y como una garra de la puta estaba a punto de cerrarse sobre un pecho de Ruth, cuando la gruesa tailandesa desnuda que les seguía se interpuso entre ella y la agresiva y madura prostituta
– Es nuestra mejor sádica -le explicó a Ruth la mujer maciza-. No es eso lo que queréis, ¿verdad?
– No -respondió Ruth
Wim, a su lado, parecía un niño agarrado a las faldas de su madre
La prostituta robusta dijo algo en tailandés a la otra, la cual entró de espaldas en una habitación en penumbra. Ruth y Wim aún podían verla. La mujer les sacó la lengua mientras ellos avanzaban rápidamente por el pasillo hacia la tranquilizadora luz del día
– ¿La tenías empalmada? -le preguntó Ruth a Wim una vez estuvieron a salvo en la calle
– Sí -confesó el muchacho
Ruth se preguntó qué podía haber estimulado al chico para que tuviera una erección. ¡Y el pequeño sátiro se había corrido dos veces la noche anterior! ¿Acaso todos los hombres eran insaciables? Pero entonces pensó que a su madre debía de haberle gustado la atención amorosa de Eddie O'Hare. El concepto de "sesenta veces" cobraba un nuevo significado
– Mitad de precio por ti y por tu madre -le dijo a Wim una de las prostitutas sudamericanas que estaban en el Gordijnensteeg
Por lo menos hablaba bien el inglés, mejor que el holandés, por lo que fue Ruth quien le respondió
– No soy su madre, y sólo queremos hablar contigo, nada más que hablar
– No importa lo que hagáis, cuesta lo mismo -replicó la prostituta
Llevaba un sarong con un sujetador a juego, cuyo estampado de flores pretendía representar la vegetación del trópico. Era alta y esbelta, la piel de color café con leche, y aunque la alta frente y los pómulos muy marcados daban a su rostro un aspecto exótico, había algo demasiado prominente en su osamenta facial
Condujo a Wim y Ruth escaleras arriba, a una habitación que formaba ángulo. Las cortinas eran diáfanas y la luz del exterior prestaba a la estancia escasamente amueblada una atmósfera campesina. Incluso la cama, con cabecera de pino y un edredón, tenía todo el aire de la habitación para invitados en una casa de campo. No obstante, en el centro de la cama de matrimonio estaba la ya familiar toalla. No había bidé ni lavabo, ni tampoco lugar alguno donde uno pudiera ocultarse
A un lado de la cama había dos sillas de madera de respaldo recto, el único lugar donde dejar la ropa. La exótica prostituta se quitó el sujetador, dejándolo en el respaldo de una silla, y luego el sarong. Al sentarse en la toalla no llevaba más que unas bragas negras. Dio unas palmadas a la cama, invitándoles a sentarse a su lado
– No es necesario que te desnudes -le dijo Ruth-. Sólo queremos hablar contigo
– Lo que tú digas -replicó la mujer exótica
Ruth tomó asiento en el borde de la cama, a su lado. Wim, que era menos cauto, se dejó caer más cerca de la prostituta de lo que Ruth hubiera deseado. ¡Probablemente ya la tenía empalmada!, se dijo. En ese instante vio con claridad lo que debía ocurrir en su relato
¿Y si la escritora tuviera la sensación de que no atraía en grado suficiente al hombre, mucho más joven que ella? ¿Y si la perspectiva de hacer el amor con ella parecía dejarle casi indiferente? Lo hacía con ella, por supuesto. Y ella tenía claro que el chico sería capaz de pasarse el día y la noche haciéndolo. No obstante, siempre la dejaba con la sensación de que no se excitaba demasiado. ¿Y si esa actitud del joven le provocaba tal inseguridad acerca de su atractivo sexual que nunca se atrevía del todo a mostrar su propia excitación (a fin de no parecer una necia)? El joven personaje de la novela sería muy distinto a Wim en ese aspecto, un muchacho totalmente superior. No sería tanto un esclavo del sexo, como le habría gustado a la escritora madura…
Pero cuando contemplan juntos a la prostituta, el joven, de una manera muy lenta e intencionada, hace saber a su acompañante que está excitado de veras. Y consigue que ella, a su vez, se excite tanto que apenas pueda mantenerse quieta en el reducido espacio del ropero, donde se ocultan; ella apenas puede esperar a que el cliente de la prostituta se haya ido, y cuando éste por fin se marcha, la mujer tiene que acostarse con el joven allí mismo, sobre la cama de la puta, mientras ésta la contempla con una especie de desdén y de hastío. La prostituta podría tocar la cara de la escritora, o los pies…, o incluso los pechos. Y la escritora está tan absorta en la pasión del momento que ha de limitarse a dejar que todo suceda
– Ya lo tengo -dijo Ruth en voz alta
Ni Wim ni la prostituta sabían de qué estaba hablando.
– ¿Qué es lo que tienes? -inquirió la prostituta. La desvergonzada mujer tenía la mano en el regazo de Wim-. Tócame las tetas. Anda, tócamelas -le dijo al muchacho
Wim miró a Ruth, inseguro, como un niño que busca el permiso materno. Entonces aplicó una mano titubeante a los senos pequeños y firmes de la mujer, y la retiró nada más establecer el contacto, como si la piel de aquellos senos estuviera fría o caliente de una manera antinatural. La prostituta se echó a reír. Su risa era como la de un hombre, áspera y profunda
– ¿Qué te ocurre? -preguntó Ruth a Wim.
– ¡Tócalos tú! -replicó el muchacho
La prostituta se volvió hacia Ruth con una expresión incitadora
– No, gracias -le dijo Ruth-. Los pechos no son ningún milagro para mí
– Éstos sí que lo son -replicó la mujer-. Anda, tócalos. Aunque la novelista ya conociera la línea argumental de su relato, la invitación de la furcia despertó por lo menos su curiosidad. Aplicó con cautela la mano al seno más próximo de la mujer. Estaba duro como un bíceps en tensión o como un puño. Daba la sensación de que la mujer tuviera una pelota de béisbol bajo la piel. (Sus senos no eran más grandes que pelotas de béisbol.)
Entonces la prostituta se dio unas palmaditas en la V de sus bragas
– ¿Queréis ver lo que tengo?
El desconcertado muchacho dirigió una mirada suplicante a Ruth, pero esta vez lo que quería no era su permiso para tocar a la prostituta
– ¿Nos vamos ya? -preguntó Wim a la escritora
Cuando bajaban a tientas por la escalera a oscuras, Ruth preguntó a la puta (o puto) de dónde era
– De Ecuador -les informó
Salieron a la Bloedstraat, donde había más ecuatorianos en los escaparates y umbrales, pero aquellos travestidos eran más corpulentos y tenían una virilidad más visible que el guapo con quien habían estado
– ¿Qué tal tu erección? -preguntó Ruth a Wim.
– Sigue ahí
Ruth tenía la sensación de que ya no necesitaba al muchacho. Ahora que sabía lo que quería que sucediera en la novela, su compañía la aburría. Además, no era el joven ideal para el relato que se proponía escribir. Sin embargo, aún tenía que resolver la cuestión del lugar donde la escritora y el joven se sentirían más cómodos para abordar a una prostituta. Tal vez no sería en el barrio chino…
La misma Ruth se había sentido más cómoda en la parte más próspera de la ciudad. No le haría ningún daño pasear con Wim por el Korsjespoortsteeg y la Bergstraat. (La idea de dejar que Rooie viese al guapo muchacho le parecía a Ruth una especie de provocación perversa.)
Tuvieron que pasar dos veces ante el escaparate de Rooie en la Bergstraat. La primera vez, la cortina de Rooie estaba corrida, lo cual significaba que debía de hallarse en plena faena con un cliente. Cuando recorrieron la calle por segunda vez, Rooie estaba en su escaparate. La prostituta no pareció reconocer a Ruth y se limitó a mirar fijamente a Wim. Ruth, por su parte, no hizo gesto alguno con la cabeza o la mano, ni siquiera sonrió. Lo único que hizo fue preguntarle a Wim con naturalidad, de pasada:
– ¿Qué te parece esta mujer?
– Demasiado mayor -respondió el joven
Entonces Ruth tuvo la certeza de que había terminado con él. Pero aunque ella tenía planes para cenar aquella noche, Wim le dijo que la esperaría después de la cena en la parada de taxis del Kattengat, frente al hotel
– ¿No te esperan tus estudios? -le preguntó-. ¿Y tus clases en Utrecht?
– Pero quiero volver a verte -dijo él en tono suplicante.
Ruth le advirtió que estaría demasiado cansada para que pasaran la noche juntos. Tenía que dormir, era una necesidad auténtica
– Entonces sólo te veré en la parada de taxis -le dijo Wim. Parecía un perro apaleado que quería ser azotado de nuevo. Ruth no podía saber entonces cómo se alegraría más tarde al ver que la estaba esperando. No tenía ni idea de que aún no había terminado con él
Encontró a Maarten en un gimnasio del Rokin, cuya dirección él le había dado. Ruth quería comprobar si ése podría ser un buen lugar para el encuentro de la escritora y el joven. Era perfecto, lo cual significaba que no se trataba de un lugar demasiado elegante. Había allí varios levantadores de pesas que se entregaban con gran concentración a los ejercicios. El joven en el que Ruth pensaba, un chico mucho más frío e indiferente que Wim, podría dedicarse al culturismo
Ruth les dijo a Maarten y a Sylvia que "había pasado casi toda la noche" con aquel joven admirador suyo, y que le había sido útil, pues le convenció para que la acompañara a "entrevistar" a un par de prostitutas en De Wallen
– Pero ¿cómo te libraste de él? -le preguntó Sylvia
Ruth confesó que no se había librado por completo de él. Cuando les dijo que el chico la estaría esperando después de la cena, la pareja se echó a reír. Tras estas confidencias, si la acompañaban al hotel después de cenar, no tendría que explicarles la presencia de Wim. Ruth se dijo que todo cuanto había querido realizar le había salido bien. Lo único que faltaba era visitar de nuevo a Rooie. ¿No había sido ésta quien le dijo que podía suceder cualquier cosa?
Ruth prescindió del almuerzo y, en compañía de Maarten y de Sylvia, acudió a una librería del Spui para firmar ejemplares. Comió un plátano y bebió un botellín de agua mineral. Luego dispondría de toda la tarde para sus cosas…, es decir, para visitar a Rooie. Su única preocupación era que no sabía a qué hora la prostituta abandonaba el escaparate para ir a recoger a su hija a la escuela
Durante la firma de ejemplares tuvo lugar un episodio que Ruth podría haber tomado como un augurio de que no vería de nuevo a Rooie. Entró una mujer de la edad de Ruth con una bolsa de la compra, sin duda una lectora que había comprado toda la producción de Ruth para que se la firmara. Pero además de las versiones en holandés e inglés de las tres novelas de Ruth, la bolsa también contenía las traducciones al holandés de los libros infantiles, mundialmente famosos, de Ted Cole
– Lo siento, pero no firmo los libros de mi padre -le dijo Ruth-. Son sus obras, no las he escrito yo y no debo firmarlas
La mujer pareció tan pasmada que Maarten le repitió en holandés lo que Ruth había dicho
– ¡Pero son para mis hijos! -le dijo la mujer a Ruth
Ruth se preguntó por qué no iba a hacer lo que quería aquella dama. Es más fácil ceder a lo que quiere la gente. Además, mientras firmaba los ejemplares de su padre, tuvo la sensación de que uno de ellos era su obra. Allí estaba el libro que ella había inspirado: Un ruido como el de alguien que no quiere hacer ruido
– Dime este título en holandés -le pidió a Maarten.
– En holandés suena fatal
– Dímelo de todos modos
– Het geluid van iemand die geen geluid probeert te maken. Incluso en holandés, el título hacía estremecerse a Ruth. Debería haberlo tomado como una señal, pero lo que hizo fue consultar su reloj. ¿Qué le preocupaba? Ya sólo quedaba menos de una docena de personas en la cola ante la mesa en que firmaba los libros. Dispondría de tiempo más que suficiente para ver a Rooie
En aquella época del año, hacia media tarde, en la Bergstraat sólo había algunos trechos iluminados por la luz del sol. La habitación de Rooie estaba sumida en la penumbra. Ruth encontró a la mujer fumando
– Fumo cuando me aburro -le dijo, haciendo un gesto con la mano que sostenía el cigarrillo
– Te he traído un libro… -le dijo Ruth-. Leer es algo más que puedes hacer si te aburres
Le había llevado la edición inglesa de No apto para menores. El inglés de Rooie era tan bueno que una traducción holandesa habría sido insultante. Tenía la intención de dedicarle la novela, pero aún no había escrito nada en el ejemplar, ni siquiera lo había firmado, porque ignoraba cómo se escribía el nombre de Rooie
Rooie tomó la novela, le dio la vuelta y miró atentamente la foto de Ruth que había en la contracubierta. Entonces la dejó sobre la mesa al lado de la puerta, donde estaban las llaves
– Gracias -le dijo la prostituta-. Pero aun así, tendrás que pagarme
Ruth abrió el bolso y echó un vistazo al billetero. Tuvo que esperar a que sus ojos se adaptaran a la penumbra, porque no podía leer el valor de los billetes
Rooie se había sentado ya en la toalla, en el centro de la cama. Se había olvidado de correr la cortina del escaparate, posiblemente porque suponía que no iba a acostarse con Ruth. Aquel día, su actitud práctica y flemática parecía indicar que había renunciado al juego de la seducción con respecto a Ruth, resignada a que su visitante no quisiera más que hablar con ella
– Qué guapo era ese chico que te acompañaba -comentó Rooie-. ¿Es tu novio, o tu hijo?
– Ninguna de las dos cosas -replicó Ruth-. Es demasiado mayor para ser mi hijo. Vamos, si fuese mi hijo, lo habría tenido a los catorce o los quince
– No serías la primera que tiene un bebé a esa edad -dijo Rooie. Reparó en que la cortina estaba descorrida y se levantó de la cama-. Es lo bastante joven para ser mi hijo -añadió
Estaba corriendo la cortina cuando algo o alguien que se encontraba en la Bergstraat atrajo su mirada. Sólo corrió la cortina las tres cuartas partes de la longitud de la barra
– Espera un momento… -le dijo a Ruth, antes de acercarse a la puerta y entreabrirla
Ruth aún no se había sentado en la butaca de las felaciones. Estaba de pie, en la habitación a oscuras, con una mano en el brazo de la butaca, cuando le llegó desde la calle la voz de un hombre que hablaba en inglés
– ¿Vuelvo más tarde? ¿Me espero? -preguntó el hombre a Rooie
Hablaba inglés con un acento que Ruth no lograba identificar.
– Enseguida estoy contigo -le dijo Rooie. Cerró la puerta y corrió la cortina hasta el final
– ¿Quieres que me marche? -susurró luego…
Pero Rooie, a su lado, se cubría la boca con la mano
– Es la situación perfecta, ¿no? -susurró a su vez-. Ayúdame a colocar los zapatos
Rooie se arrodilló junto al ropero y dio la vuelta a los zapatos, de modo que asomaran las puntas por debajo de la cortina. Ruth permaneció inmóvil al lado de la silla. Su vista no se había adaptado todavía a la penumbra, aún no podía ver para contar el dinero con que pagar a Rooie
– Me pagarás luego -dijo la prostituta-. Date prisa y ayúdame. Ese hombre parece nervioso, quizá sea la primera vez que hace una cosa así. No se pasará todo el día esperando
Ruth se arrodilló al lado de la prostituta. Le temblaban las manos, y dejó caer el primer zapato que cogió
– Lo haré yo -dijo Rooie, malhumorada-. Métete en el ropero. ¡Y no te muevas! Los ojos sí que puedes moverlos, pero nada más que los ojos
Rooie dispuso los zapatos a ambos lados de los pies de Ruth. Ésta podría haberla detenido, podría haber alzado la voz, pero ni siquiera movió los labios. Luego, y durante cuatro o cinco años, estuvo convencida de que no habló porque temía decepcionar a Rooie. Era como reaccionar a un desafío infantil. Un día Ruth comprendería que el temor a dar la impresión de que eres un cobarde es el peor motivo para hacer algo
Enseguida lamentó no haberse bajado la cremallera de la chaqueta, pues el reducido espacio del ropero era sofocante, pero
Rooie ya había franqueado la entrada al cliente en la pequeña habitación roja
El hombre parecía desconcertado por todos aquellos espejos. Ruth sólo tuvo un breve atisbo de su cara antes de desviar la vista a propósito. No quería ver aquel semblante, de una inexpresividad que, por alguna razón, parecía inapropiada, y prefirió concentrarse en Rooie
La prostituta se quitó el sostén, que era negro. Cuando estaba a punto de quitarse las medias, también negras, el hombre la detuvo
– No es necesario -le dijo, y Rooie pareció decepcionada, probablemente, se dijo Ruth, porque pensaba en la espectadora oculta
– Toques o mires, cuesta lo mismo -le dijo Rooie al hombre de semblante inexpresivo-. Setenta y cinco guilders
Pero el cliente parecía saber lo que costaba, pues tenía el dinero en la mano. Había llevado los billetes en el bolsillo del abrigo, y debía de haberlos sacado de la cartera antes de entrar en la habitación
– No voy a tocarte, sólo quiero mirar -le dijo
Por primera vez Ruth pensó que hablaba inglés con acento alemán. Rooie intentó palparle la entrepierna, pero el hombre le apartó la mano y no permitió que le tocara
Era calvo, de facciones suaves, con la cabeza ovoide, y en el resto de su cuerpo, más bien poco pesado, no había nada destacable, como tampoco lo había en sus ropas. Los pantalones del traje gris carbón le iban grandes, incluso tenían forma abolsada, aunque estaban bien planchados. El sobretodo negro tenía un aspecto voluminoso, como si fuese de una talla más grande que la que le correspondía. Llevaba desabrochado el botón superior de la camisa blanca y se había aflojado el nudo de la corbata.
– ¿A qué te dedicas? -le preguntó Rooie
– Sistemas de seguridad -musitó el hombre, y Ruth creyó oírle añadir "SAS", pero no estaba segura. ¿Se refería a las líneas aéreas?-. Es un buen negocio -le oyó decir Ruth-. Tiéndete de lado, por favor -pidió a Rooie
Rooie se acurrucó sobre la cama como una chiquilla, de cara al hombre. Alzó las rodillas hasta los senos y se las rodeó con los brazos, como si tuviera frío, mirando al cliente con una sonrisa coqueta
El hombre permanecía en pie, contemplándola. Había dejado un maletín que parecía pesado sobre la butaca de las felaciones, donde Ruth no podía verlo. Era un maletín de cuero algo deteriorado, el que podría usar un profesor o un maestro de escuela
Como si hiciera una reverencia a la figura acurrucada de Rooie, el hombre se arrodilló al lado de la cama, arrastrando el abrigo por la ancha alfombra. Exhaló un hondo suspiro, y fue entonces cuando Ruth percibió su jadeo. La respiración de aquel hombre se caracterizaba por un silbido, un sonido bronquial
– Endereza las piernas, por favor -le pidió a la prostituta-, y pon las manos por encima de la cabeza, como si te estirases. Imagina que te despiertas por la mañana -añadió, casi sin aliento
Rooie se enderezó, de una manera atractiva, a juicio de Ruth, pero el asmático no estaba satisfecho
– Intenta bostezar -le sugirió. Rooie fingió un bostezo-. No, un bostezo auténtico, con los ojos cerrados
– Lo siento, pero no voy a cerrar los ojos -replicó Rooie. Ruth percibió que la mujer tenía miedo, lo supo de una manera repentina, como cuando te das cuenta de que han abierto una ventana o una puerta debido a un cambio en el aire. -¿Podrías arrodillarte? -preguntó el hombre, todavía jadeante
La nueva posición pareció aliviar a Rooie. Se arrodilló sobre la toalla, en la cama, apoyando los codos y la cabeza en la almohada. Miró de reojo al hombre. El cabello se había deslizado un poco hacia delante y le cubría parcialmente el rostro, pero aún podía verle. No le quitaba los ojos de encima en ningún momento
– ¡Así! -exclamó el hombre, entusiasmado. Palmoteó dos veces y osciló de un lado a otro sobre las rodillas-. ¡Ahora sacude la cabeza! -le ordenó a Rooie-. ¡Mueve la cabellera!
En un espejo situado en el lado más alejado de la cama, Ruth tuvo, a su pesar, un segundo atisbo del rostro enrojecido del hombre. Tenía parcialmente cerrados los ojos estrábicos, como si los párpados le crecieran encima de los globos; eran como los ojos ciegos de un topo
Ruth miró el espejo frente al ropero. Temía ver algún movimiento detrás de la cortina mínimamente entreabierta, o que hubiera un temblor perceptible en sus zapatos. Las prendas de vestir en el armario parecían amontonarse a su alrededor
Tal como el cliente le había pedido, Rooie sacudió la cabeza y la cabellera se agitó ante su cara. Durante un segundo, o quizá dos o tres, el pelo le cubrió los ojos, pero ése fue todo el tiempo que el hombre topo necesitaba. Se abalanzó sobre ella, cubrió con su pecho la nuca y el cuello de Rooie, y apoyó el mentón en la espina dorsal. Le rodeó la garganta con el brazo derecho y, aferrándose la muñeca derecha con la mano izquierda, apretó. Fue alzándose lentamente de la postura arrodillada, hasta ponerse en pie, con la nuca y el cuello de Rooie presionados contra su pecho y el antebrazo derecho aplastándole la garganta
Transcurrieron varios segundos antes de que Ruth comprendiera que Rooie no podía respirar. El silbido bronquial del hombre era el único sonido que llegaba a sus oídos. Rooie agitaba silenciosamente en el aire sus delgados brazos. Tenía una de las piernas doblada sobre la cama y pataleaba hacia atrás con la otra pierna, de manera que el zapato de tacón alto izquierdo salió despedido y golpeó la puerta del lavabo, parcialmente abierta. El ruido llamó la atención de su estrangulador, el cual volvió la cabeza, como si esperase ver a alguien sentado en la taza del inodoro. Al ver el zapato de Rooie que había volado hasta allí, sonrió aliviado y volvió a concentrarse en estrangular a la prostituta
Un riachuelo de sudor fluía entre los senos de Ruth. Pensó en la posibilidad de correr hasta la puerta, pero sabía que estaba cerrada y no sabría abrirla. Imaginó que el hombre la hacía volver a la habitación y también le rodeaba la garganta con el brazo, hasta que sus brazos y piernas quedaran tan fláccidos como los de Rooie
Ruth abrió y cerró la mano derecha sin darse cuenta. (Ojalá hubiera tenido una raqueta de squash, se diría más adelante.) Pero el temor la inmovilizó de tal manera que no hizo nada por ayudar a Rooie. jamás olvidaría ese momento de parálisis, y jamás se lo perdonaría. Era como si las prendas de la prostituta la retuvieran en el estrecho ropero
Rooie había dejado de patalear. El tobillo del pie descalzo rozaba la alfombra mientras el hombre jadeante parecía bailar con ella. Le había soltado la garganta, y la cabeza cayó hacia atrás y quedó apoyada en el brazo doblado. Con la nariz y la boca le acariciaba el cuello mientras se movía adelante y atrás con la mujer en brazos. Los brazos de Rooie le colgaban a los lados y los dedos le rozaban los muslos desnudos. Con una suavidad extrema, como si pusiera el máximo cuidado para no despertar a una niña dormida, el hombre topo volvió a tenderla en la cama y se arrodilló una vez más junto a ella
Ruth no pudo evitar la sensación de que los ojos desmesuradamente abiertos de la prostituta miraban la estrecha fisura en la cortina del ropero, recriminándole que no hubiera hecho nada. Tampoco al asesino parecía gustarle la expresión de los ojos de Rooie, pues se los cerró con delicadeza, utilizando el pulgar y el dedo índice. Entonces tomó un pañuelo de papel de la caja que estaba sobre la mesilla de noche y, con el pañuelo como una barrera protectora entre sí mismo y alguna enfermedad imaginaria, introdujo la lengua de la prostituta dentro de la boca
La boca de Rooie no se cerraba, lo cual era un problema. Los labios habían permanecido abiertos y el mentón estaba caído sobre el pecho. Jadeando, el hombre movió con impaciencia la cara de Rooie a un lado, apoyándole el mentón en la almohada. Era evidente que la falta de naturalidad de la pose que había adoptado la mujer le irritaba. Exhaló un suspiro breve e irritado, seguido por un resuello agudo y desapacible, y después trató de ocuparse de los miembros desmadejados de Rooie, pero no consiguió doblarla para que quedara en la posición que él deseaba. Cuando no era un brazo que se deslizaba por un lado, era una pierna que caía por el otro. En un momento determinado, el hombre topo se exasperó tanto que clavó los dientes en el hombro desnudo de Rooie. Le desgarró la piel, pero la mujer sangró muy poco, pues su corazón ya se había detenido
Ruth contuvo la respiración, y poco después se dio cuenta de que no debería haberlo hecho. Cuando el aire le faltaba, tuvo que aspirar a fondo, casi resollando. Por la manera en que el asesino se puso rígido, Ruth tuvo la seguridad de que la había oído. El hombre, que trataba de colocar a Rooie en la postura más deseable, se detuvo, y también dejó de jadear. Contuvo la respiración a su vez y aguzó el oído. Aunque Ruth llevaba varios días sin toser, ahora la tos amenazaba con volver. Notaba un cosquilleo revelador en el fondo de la garganta
El hombre topo se levantó lentamente y examinó todos los espejos de la habitación roja. Ruth sabía muy bien lo que el asesino creía haber oído: el ruido de alguien que no quiere hacer ruido…, eso era lo que había oído. Y así, el asesino retuvo el aliento, dejó de jadear y miró a su alrededor. Por la manera en que arrugaba la nariz, a Ruth le pareció que el hombre topo también estaba husmeando, a fin de dar con ella gracias al olfato
Ruth se dijo que, si no le miraba, se calmaría. Desvió los ojos del hombre y miró el espejo frente al ropero. Procuró verse en la estrecha ranura divisoria de la cortina. Distinguió sus zapatos entre los demás pares con las puntas hacia fuera bajo la cortina. Al cabo de un rato, Ruth vio el dobladillo de sus tejanos azules. Si miraba con suficiente atención, veía sus pies en un par de aquellos zapatos, y los tobillos, las canillas…
El asesino fue presa de un repentino acceso de tos, y produjo un terrible sonido de succión que le sacudía todo el cuerpo. Cuando el hombre topo dejó de toser, Ruth había recuperado el dominio de su respiración
El secreto de la inmovilidad absoluta es una concentración absoluta. Recordaba que, cuando era niña, Eddie O'Hare le había dicho: "Durante el resto de tu vida, si alguna vez tienes que ser valiente, sólo has de mirarte la cicatriz". Pero Ruth no podía mirarse el dedo índice sin mover al mismo tiempo la cabeza o la mano. En vez de hacer eso, se concentró en Un ruido como el de alguien que no quiere hacer ruido. De todos los relatos de su padre, que ella se sabía sin excepción de memoria, aquél era el que conocía mejor. Y en ese cuento aparecía un hombre topo
"Imagínate un topo cuyo tamaño es dos veces el de un niño, pero de la mitad del tamaño que tienen la mayoría de los adultos. Caminaba erguido, como un hombre, por lo que le llamaban el hombre topo. Llevaba unos pantalones abolsados que le ocultaban la cola y usaba unas viejas zapatillas de tenis que le ayudaban a ser rápido y silencioso."
En la primera ilustración aparecen Ruth y su padre ante la puerta de la casa de Sagaponack. Están a punto de entrar en el vestíbulo, iluminado por el sol. Ruth y su madre, que se dan la mano, ni siquiera miran el perchero del rincón. Ahí, de pie y parcialmente oculto, está el gran topo
"El hombre topo se dedicaba a cazar niñitas. Le gustaba atraparlas y llevárselas a su escondrijo bajo tierra, donde las tenía una o dos semanas. A las niñas no les gustaba estar allí. Cuando por fin el hombre topo las dejaba en libertad, tenían tierra en las orejas y los ojos, y debían lavarse el pelo a diario durante diez días antes de que dejase de oler a lombriz de tierra."
La segunda ilustración es un primer plano intermedio del hombre topo oculto detrás de la lámpara de pie del comedor, mientras Ruth y su padre cenan. La cabeza del hombre topo es curva, sus lados se unen en un punto, como una pala, y carece de orejas. Los ojos, pequeños, meros vestigios, no son más que unas sutiles hendiduras en su cara peluda. Los cinco dedos con anchas garras de las patas delanteras les dan a éstas un aspecto de canaletes. El hocico, como el de un topo de hocico estrellado, está formado por veintidós órganos del tacto rosados en forma de tentáculos. (El rosa del hocico estrellado del hombre topo es el único color, aparte del marrón o el negro, que aparece en todos los dibujos de Ted Cole.)
"El hombre topo era ciego y tenía las orejas tan pequeñas que estaban encajadas dentro de la cabeza. No podía ver a las niñitas, y apenas las oía, pero podía olerlas con el hocico estrellado, sobre todo cuando estaban solas. Y su pelaje era aterciopelado y se podía cepillar en todas las direcciones sin que ofreciera resistencia. Si una niñita se le acercaba demasiado, no podía evitar tocarle el pelaje. Y entonces, claro, el hombre topo sabía que la pequeña estaba allí
"Cuando Ruthie y su papá terminaron de cenar, el papá dijo:"
"Nos hemos quedado sin helado. Iré a la tienda a comprarlo, siempre que recojas los platos de la mesa"
"Bueno, papá", respondió Ruthie”
"Pero eso significaba que se quedaría a solas con el hombre topo. Ruthie no se dio cuenta de que éste se encontraba en el comedor hasta después de que su papá se fuera."
En la tercera ilustración Ruth lleva los platos y los cubiertos a la cocina. Mira cautelosa al hombre topo, que ha salido de su escondite detrás de la lámpara de pie, con el hocico estrellado proyectado adelante, husmeándola
"Ruthie puso mucho cuidado para que no se le cayera un cuchillo o un tenedor, pues incluso un topo puede oír un sonido tan agudo. Y aunque la niña podía verlo, sabía que el hombre topo no la veía. Al principio Ruthie fue directamente al cubo de la basura y se puso en el pelo cáscaras de huevo y posos de café, para no oler como una niñita, pero el hombre topo oyó el crujido de las cáscaras de huevo y, además, le gustaba el olor de los posos de café. "¡Es algo que huele como las lombrices de tierra!", se dijo el hombre topo, husmeando cada vez más cerca de Ruthie."
Hay una cuarta ilustración en la que Ruth sube corriendo la escalera enmoquetada y los posos de café y fragmentos de cáscara de huevo le caen del pelo. Al pie de la escalera, mirándola ciegamente, con el hocico estrellado apuntando hacia arriba, está el hombre topo. Uno de sus pies, calzados con zapatillas de tenis, ya se apoya en el primer escalón
"Ruthie corrió escalera arriba. Tenía que librarse de los posos de café y las cáscaras de huevo. ¡Intentaría oler como su papá! Y así se vistió con la ropa de él que estaba sin lavar y se puso su crema de afeitar en el pelo. Incluso se restregó la cara con las suelas de sus zapatos, pero se dio cuenta de que ésa había sido una mala idea, porque a los topos les gusta la tierra. Se quitó los granitos de tierra adheridos a la cara y se puso más crema de afeitar, pero tenía que apresurarse… No sería muy buena idea quedarse atrapada en el piso de arriba con el hombre topo, así que intentó pasar sigilosamente por su lado en la escalera."
La quinta ilustración: el hombre topo ha subido hasta el descansillo central de la escalera, mientras que Ruth, con la ropa sucia de su padre y cubierta de crema de afeitar, ha bajado hasta el mismo lugar. Están lo bastante cerca para poder tocarse
"El hombre topo notó como un olor a adulto y retrocedió. Pero a Ruth le había entrado un poco de crema de afeitar por una fosa nasal y tenía necesidad de estornudar. Incluso un topo puede oír un estornudo. Ruthie intentó contenerlo tres veces, algo que no resulta nada divertido y te causa una sensación terrible en los oídos. Y cada vez que producía un ligero ruido, el hombre topo podía oírlo débilmente. Irguió la cabeza en dirección a la niña
"¿Qué ha sido ese ruido?", se preguntaba. ¡Cuánto deseaba tener orejas y oír bien los sonidos externos! Había sido un ruido como el de alguien que no quiere hacer ningún ruido. Siguió escuchando atentamente, y también siguió husmeando, mientras Ruthie no se atrevía a moverse. Permanecía allí inmóvil, tratando de evitar el estornudo. También tuvo que hacer un gran esfuerzo para no tocar al hombre topo. ¡Su pelaje parecía tan aterciopelado!"
"¿Qué es este olor?", seguía diciéndose el topo. "¡Vaya! ¡Alguien necesita cambiarse de ropa! Y debe de haberse afeitado tres veces al día. Y alguien ha tocado la suela de un zapato. Además, alguien ha roto un huevo… y derramado café. ¡Alguien es un desastre!", pensó el topo. Pero en alguna parte, en medio de todo ese desbarajuste, había una niñita que olía casi como si estuviera sola. El hombre topo lo sabía porque notaba el olor de los polvos de talco, y pensaba que, después de bañarse, la pequeña se ponía polvos de talco en los sobacos y entre los dedos de los pies. Era una de esas cosas maravillosas propias de las niñitas que impresionaban mucho al hombre topo."
"Su pelaje es tan suave… Creo que voy a desmayarme o a estornudar", se decía Ruth."
En la sexta ilustración, un primer plano de Ruth y el hombre topo en el descansillo de la escalera, la pata delantera en forma de canalete se extiende hacia ella, una larga garra está a punto de tocarle la cara. La niña también alarga una manita, dispuesta a tocar el pelaje aterciopelado que cubre el pecho del hombre topo"
"¡Soy yo! ¡Ya estoy aquí!", gritó el padre de Ruthie. "¡Los he traído de dos sabores!"
"Ruthie estornudó y parte de la crema de afeitar roció al hombre topo. Éste detestaba la crema de afeitar, y no es nada fácil correr si uno está ciego. El hombre topo chocó con el poste al pie de la escalera. Una vez más intentó esconderse en el vestíbulo, detrás del perchero, pero el papá de Ruthie lo vio y, agarrándolo por el fondillo de los pantalones abombados, donde estaba la cola, lo arrojó fuera de casa por la puerta abierta
"Entonces Ruthie se lo pasó en grande. Su padre le permitió comer helados de dos sabores y bañarse al mismo tiempo, porque nadie debe acostarse oliendo a ropa sucia, crema de afeitar, cáscaras de huevo y posos de café… y sólo un poquitín a polvos de talco. Las niñitas, cuando se acuestan, tienen que oler mucho a polvos de talco y a nada más."
En la séptima ilustración ("una para cada día de la semana", había dicho Ted Cole) Ruth está arropada en la cama. Su padre ha dejado abierta la puerta del baño principal, de modo que se ve la luz piloto del baño. A través de una abertura en la cortina de la ventana, se ve la noche oscura, y una luna lejana, y, en el saliente de la ventana, acurrucado, se ve al hombre topo, que duerme con tanta tranquilidad como si estuviera bajo tierra. Las patas en forma de canalete, con sus anchas garras, le ocultan el rostro, a excepción de la carnosa y rosada estrella del hocico. Por lo menos once de los veintidós órganos del tacto parecidos a tentáculos rosados presionan el cristal de la ventana de Ruth
Durante meses, entre los demás modelos que posaban para su padre, una serie de topos de hocico estrellado muertos volvieron el cuarto de trabajo de Ted tan inaccesible como lo había vuelto la tinta de calamar. Y una vez, cuando buscaba un polo, Ruth encontró en el congelador del frigorífico, metido en una bolsa de plástico, un topo de hocico estrellado
Sólo a Eduardo Gómez no había parecido importarle, pues el jardinero sentía un odio implacable hacia los topos de cualquier clase. La tarea de proporcionar a Ted un número suficiente de topos de morro estrellado había complacido no poco a Eduardo
Eso sucedió mucho después de que la madre de Ruth y Eddie O'Hare se marcharan
Ted escribió y reescribió el relato durante el verano de 1958, pero hizo las ilustraciones más adelante. Todos los editores de Ted Cole, así como sus traductores, le habían rogado que cambiara el título. Querían que el libro se titulara El hombre topo, pero Ted había insistido en que el título debía ser Un ruido como el de alguien que no quiere hacer ruido, porque su hija le había dado la idea
Y ahora, en la pequeña habitación roja donde estaba el asesino de Rooie, Ruth Cole intentaba tranquilizarse pensando en la valiente chiquilla llamada Ruthie que cierta vez compartió el descansillo central de la escalera con un topo que doblaba su tamaño. Por fin Ruth se atrevió a mover los ojos, sólo los ojos. Quería ver qué hacía el asesino, cuyo jadeo era enloquecedor; también le oía moverse de un lado a otro, y la habitación en penumbra se había vuelto un poco más oscura
El asesino había desenroscado la bombilla de la lámpara de pie que había junto a la butaca de las felaciones. Era una bombilla de tan pocos vatios que la disminución de la luz se notaba menos que el hecho de que la habitación era manifiestamente menos roja. (El hombre también había quitado la pantalla de cristal coloreado.)
Entonces, del voluminoso maletín que había dejado sobre la butaca de las felaciones, el hombre topo sacó una especie de proyector de alto voltaje y lo enroscó en el portalámparas de la lámpara de pie. La habitación de Rooie se inundó de luz, una nueva luz que no mejoraba ni el aspecto de la estancia ni el cuerpo de Rooie, y que además iluminaba el ropero. Ruth veía claramente sus tobillos por encima de los zapatos. Y en la estrecha ranura de la cortina también veía su cara
Por suerte el asesino había dejado de examinar la habitación. Lo único que le interesaba era la manera en que la luz incidía en el cuerpo de la prostituta. Dirigió el potentísimo foco de modo que iluminara al máximo la cama, y con un gesto de impaciencia golpeó el brazo insensible de Rooie, pues no se había mantenido en la posición en que él lo había colocado. También parecía decepcionado porque los pechos estuvieran tan caídos, pero ¿qué podía hacer? Le gustaba más tendida de lado, con sólo uno de los senos a la vista
Bajo aquella luz deslumbrante, la calva del asesino relucía de sudor. Su piel tenía una tonalidad grisácea, en la que Ruth no había reparado antes, pero el jadeo había disminuido
El asesino parecía más relajado. Examinó el cuerpo de Rooie a través del visor de su cámara. Ruth reconoció la cámara, una Polaroid anticuada, de formato grande…, la misma que usaba su padre para hacer fotos de las modelos. Era necesario preservar el positivo en blanco y negro con el maloliente revestimiento Polaroid
El asesino tardó poco tiempo en tomar una sola foto, tras lo cual la pose de Rooie no pareció importarle lo más mínimo. La desalojó de la cama, empujándola bruscamente, a fin de usar la toalla que estaba debajo del cuerpo para desenroscar el proyector, que guardó de nuevo en el maletín. (Aunque sólo había estado encendido unos minutos, sin duda el proyector estaba muy caliente.) El asesino también utilizó la toalla para limpiar las huellas dactilares que había dejado en la pequeña bombilla que antes había desenroscado de la lámpara de pie. También eliminó las huellas de la pantalla de vidrio coloreado
El hombre sacudió la foto que se estaba revelando y que tenía más o menos el tamaño de un sobre. No esperó más de veinte o veinticinco segundos antes de abrir la película. Se acercó a la ventana y descorrió un poco la cortina a fin de juzgar la calidad del positivo con luz natural. Pareció muy satisfecho de la foto. Cuando regresó a la butaca de las felaciones, guardó la cámara en el maletín. En cuanto a la fotografía, la limpió cuidadosamente con el maloliente revestimiento de positivos y la agitó para secarla
Además de su jadeo, ahora muy reducido, el asesino tarareaba una tonada cuyo hilo era imposible seguir, como si estuviera preparando un bocadillo que esperaba comerse a solas. Sin dejar de sacudir la foto ya seca, se acercó de nuevo a la puerta principal, manipuló la cerradura hasta encontrar la manera de abrirla y, entreabriéndola un poco, echó un rápido vistazo al exterior. Para poder tocar la cerradura y el pomo de la puerta sin dejar huellas, se metió la mano en la manga del abrigo
Cuando el asesino cerró la puerta, vio la novela de Ruth Cole No apto para menores sobre la mesa donde la prostituta había dejado las llaves. Tomó el libro, le dio la vuelta y contempló la fotografía de la autora. Acto seguido, sin leer una sola palabra de la novela, abrió el libro por el centro e introdujo la fotografía entre las páginas. Metió la novela de Ruth en el maletín, pero éste se abrió al alzarlo de la butaca de las felaciones. La lámpara de pie estaba apagada y Ruth no pudo ver el contenido del maletín que había caído sobre la alfombra, pero el asesino se arrodilló. El esfuerzo de recoger los objetos y devolverlos al maletín afectó a su jadeo, que volvió a adquirir la agudeza de un silbato cuando por fin se levantó y cerró firmemente el maletín
Entonces el asesino dio un último vistazo a la habitación. Ruth se sorprendió al ver que no miraba por última vez a Rooie. Era como si ahora la prostituta sólo existiera en la fotografía. Y casi con la misma celeridad con que la había matado, el topo de semblante grisáceo se marchó. Abrió la puerta de la calle sin detenerse a observar si pasaba alguien por la Bergstraat o si una prostituta vecina estaba en su umbral. Antes de cerrar la puerta, inclinó la cabeza como si Rooie estuviera dentro, despidiéndole. Volvió a cubrirse la mano con la manga del abrigo para tocar la puerta
A Ruth se le había dormido el pie derecho, pero esperó un minuto o más en el ropero, por si el asesino volvía. Entonces salió cojeando del ropero y tropezó con la hilera de zapatos. Se le cayó al suelo el bolso, que como de costumbre estaba abierto, y tuvo que palpar la alfombra en la penumbra, buscando cualquier cosa que pudiera haberse caído. Comprobó que dentro del bolso estaba todo lo que era importante para ella (o que tenía su nombre inscrito). Su mano encontró en la alfombra un tubo de algo demasiado graso para ser abrillantador de labios, pero lo metió en el bolso de todos modos
Aquello que más adelante consideraría una cobardía vergonzosa (su pusilánime inmovilidad en el ropero, donde había permanecido paralizada de miedo) se acompañaba ahora de una cobardía distinta. Ya estaba cubriendo sus huellas, deseando primero no haber estado nunca allí y luego fingiendo que así era en efecto
No pudo dirigir una última mirada a Rooie. Se detuvo en la puerta y durante un tiempo que pareció eterno aguardó en la habitación con la puerta entreabierta, hasta que no vio a ninguna prostituta en los demás umbrales ni transeúnte alguno en la Bergstraat. Entonces salió a la calle y echó a andar con paso enérgico bajo la luz del atardecer, esa luz que tanto le gustaba en Sagaponack pero que allí no tenía más rasgos distintivos que el frío de un fin de jornada otoñal. Se preguntó quién repararía en que Rooie no había recogido a su hija en la escuela
Durante diez, tal vez doce minutos, intentó convencerse de que no estaba huyendo. Ése fue el tiempo que tardó en caminar hasta la comisaría de la Warmoesstraat en De Wallen. Cuando volvió a encontrarse en el barrio chino, Ruth redujo considerablemente la rapidez de sus pasos. Tampoco abordó a los dos primeros policías que vio. Montaban a caballo, a una altura notable por encima de ella. Al llegar a la entrada de la comisaría, en el número 48 de la Warmoesstraat, no se decidió a entrar y dio media vuelta para regresar al hotel. Empezaba a comprender no sólo lo cobarde que era, sino también su nulidad como testigo
Allí estaba la famosa novelista con su propensión al detalle. No obstante, en sus observaciones de una prostituta con un cliente, no se había fijado en el detalle más importante de todos. Nunca podría identificar al asesino, pues apenas era capaz de describir su aspecto. ¡Se había propuesto no mirarle! Los ojillos con su aspecto de vestigios oculares, que tan vivamente le habían recordado al hombre topo, casi no eran una característica identificadora. Lo que Ruth había retenido mejor del asesino era lo más corriente, su inexpresividad
¿Cuántos hombres de negocios calvos con maletines grandes había por ahí? No todos ellos jadeaban ni tenían cámaras Polaroid de formato grande. Desde luego, hoy en día esa cámara anticuada es por lo menos un detalle definitorio. Ruth suponía que era un modo de fotografiar que sólo interesaba a los profesionales. Pero ¿hasta qué punto reducía ese detalle el campo de los sospechosos?
Ruth Cole era novelista, y los novelistas no dan lo mejor de sí cuando actúan precipitadamente. Creía que debía preparar lo que diría a la policía, preferiblemente por escrito. Pero cuando llegó a su hotel, era consciente de la precariedad de su situación una novelista renombrada, una mujer de gran éxito, pero soltera, es la atemorizada testigo del asesinato de una prostituta mientras estaba oculta en el ropero de ésta. Y pediría tanto a la policía como al público que creyeran que estaba observando a la prostituta y a su cliente con vistas a una "investigación"… ¡cuando había afirmado hasta la saciedad que la experiencia de la vida real era secundaria en comparación con lo que una podía imaginar!
No le resultaba difícil prever la respuesta a esas pretensiones. Por fin había encontrado la humillación que buscaba, pero, naturalmente, era una humillación sobre la que nunca escribiría
Cuando se dio un baño y se preparó para la cena con Maarten, Sylvia y los directivos del club del libro, ya había tomado algunas notas sobre lo que diría a la policía. No obstante, a juzgar por su aturdimiento durante la cena celebrada en el club del libro, Ruth supo que no había logrado convencerse a sí misma de que limitarse a escribir su explicación del asesinato era tan correcto como presentarse en persona a la policía. Mucho antes de que finalizara la cena, se sentía responsable de la hija de Rooie. Y mientras Maarten y Sylvia la conducían de regreso a su hotel, su sentimiento de culpabilidad era cada vez más intenso. Por entonces ya sabía que no tenía la menor intención de ir a la policía
Los detalles de la habitación de Rooie, desde el punto de vista íntimo del ropero, permanecerían en su memoria durante mucho más tiempo del que la novelista necesitaría para captar la atmósfera apropiada del lugar de trabajo de una prostituta. Los detalles de la habitación de Rooie se mantendrían tan cerca de Ruth como el hombre topo acurrucado en el saledizo, al otro lado de la ventana de su cuarto infantil, el hocico estrellado pegado al vidrio. El horror y el miedo que le producían los relatos infantiles de su padre habían cobrado vida en una forma adulta
– Vaya, ahí lo tienes…, tu eterno admirador -le dijo Maarten al ver que Wim Jongbloed aguardaba en la parada de taxis del Kattengat
– Qué pesadez -replicó Ruth con un deje de fatiga, aunque pensaba que nunca se había alegrado tanto de ver a alguien. Sabía lo que deseaba decir a la policía, pero no podía decírselo en holandés. Wim lo haría por ella. Se trataba tan sólo de hacer que aquel joven bobo creyera que estaba haciendo otra cosa. Cuando les dio a Maarten y Sylvia sendos besos y les deseó buenas noches, no le pasó inadvertida la mirada inquisitiva de Sylvia
– No -le susurró Ruth-, no voy a acostarme con él
Pero el enamorado muchacho que la estaba esperando tenía sus propias expectativas. También había traído un poco de marihuana. ¿Creía Wim de veras que iba a seducirla drogándola primero? Desde luego, Ruth logró que él se drogara. Entonces no fue difícil hacerle reír
– Hablas de una manera divertida -le dijo-. Anda, dime algo en holandés, cualquier cosa
Cada vez que el muchacho hablaba, Ruth trataba de repetir lo que había dicho. Era así de sencillo. Wim le comentó que su pronunciación le parecía histérica
– ¿Cómo se dice "el perro se comió eso"? -le preguntó. Y le planteó una serie de frases antes de pasar a la que le interesaba-. "Es un hombre calvo, de cara tersa, el cuerpo sin rasgos destacables, no muy grueso." Apuesto a que no puedes decirlo con tanta rapidez -le dijo. Entonces Ruth le pidió que lo escribiera, a fin de que ella pudiera pronunciarlo
– ¿Cómo se dice "no hace el amor"? -preguntó Ruth al chico-. Ya sabes, como tú -añadió
Wim estaba tan drogado que incluso eso le hizo reír, pero le tradujo la frase y puso por escrito todo cuanto ella le pidió. Ruth le decía una y otra vez que escribiera las palabras con claridad
Aún creía que iba a acostarse con ella más tarde. Pero Ruth había obtenido lo que necesitaba. Cuando fue al lavabo y buscó en el bolso el abrillantador de labios, encontró un tubo de revestimiento de positivos Polaroid, que al parecer había recogido, por error, del suelo en la habitación de Rooie. En la penumbra de la estancia, Ruth creyó que se le había caído del bolso, pero en realidad cayó del maletín del asesino. El objeto tenía las huellas dactilares de éste y las suyas, pero ¿qué importaban las de Ruth? El tubo de revestimiento era la única prueba auténtica procedente de la habitación de Rooie, y como tal debía entregársela a la policía. Salió del baño y engatusó a Wim para que encendiera otro porro, que ella sólo fingió fumar
– "El asesino dejó caer esto" -le dijo entonces-. Dime esta frase y escríbemela
Una llamada telefónica de Allan la libró de tener que hacer el amor con Wim o de soportar que volviera a masturbarse a su lado. El chico comprendió que Allan era alguien importante
– Te añoro más que nunca -le dijo Ruth sinceramente a Allan-. Deberíamos habernos acostado antes de marcharme. Quiero hacer el amor contigo en cuanto regrese… Volveré pasado mañana, ¿sabes? Irás a recibirme al aeropuerto, ¿verdad?
Wim, incluso drogado, captó el mensaje. El muchacho miró a su alrededor como si en aquella habitación hubiera extraviado la mitad de su vida. Ruth aún estaba hablando con Allan cuando Wim se marchó. Podría haber hecho una escena, pero no era mal chico, tan sólo un joven vulgar y corriente. El único gesto de enojo que hizo al marcharse fue sacarse un condón del bolsillo y arrojarlo sobre la cama, al lado de Ruth, mientras ella seguía hablando con Allan. Era uno de esos preservativos aromatizados, en este caso con aroma a plátano. Ruth se lo regalaría a Allan, diciéndole que era un pequeño recuerdo del barrio chino de Amsterdam. (Ya sabía que no iba a hablarle de Wim ni de Rooie.)
La novelista se sentó para pasar a limpio lo que Wim había escrito, un mensaje de ideas ordenadas, escrito de su puño y letra, y en letras mayúsculas. Trazó cada letra de la lengua extranjera con el máximo cuidado, pues no quería cometer ningún error. Sin duda la policía llegaría a la conclusión de que había sido testigo del asesinato de Rooie, pero no quería que supieran que la testigo no era holandesa. Así podrían suponer que se trataba de otra prostituta, tal vez una de las vecinas de Rooie en la Bergstraat
Ruth tenía un sobre de papel manila, tamaño folio, que Maarten le había dado, con el itinerario de su viaje en el interior. Introdujo las notas para la policía en el sobre, junto con el tubo de revestimiento Polaroid. Sólo tocó el tubo por los extremos, sujetándolo con el pulgar y el índice. Había tocado el cuerpo del tubo al recogerlo de la alfombra, pero confiaba en no haber echado a perder las huellas del asesino
A falta del nombre de algún policía, supuso que bastaría con dirigir el sobre a la comisaría de Warmoesstraat, 48. Por la mañana, antes de escribir nada en el sobre, bajó al vestíbulo del hotel y pidió el franqueo correcto en la recepción. Entonces salió a comprar los periódicos de la mañana
El suceso aparecía en la primera plana de por lo menos dos periódicos de Amsterdam. Ruth compró el periódico que publicaba una foto bajo el titular. Era una foto de la Bergstraat de noche, no muy nítida. La policía había acordonado la acera delante de la puerta de Rooie. Detrás de la barrera, un hombre que parecía un agente de paisano hablaba con dos mujeres con aspecto de prostitutas
Ruth reconoció al policía. Era el hombre macizo con sucias zapatillas deportivas y una chaqueta parecida a la prenda para calentamiento que utilizan los jugadores de béisbol. En la imagen daba la sensación de estar bien afeitado, pero Ruth no tenía duda alguna de que se trataba del mismo hombre que la había seguido durante un rato en De Wallen. Estaba claro que su ronda se centraba en la Bergstraat y el barrio chino
El titular decía: MOORD IN DE BERGSTRAAT
Ruth no necesitaba saber holandés para entenderlo. En la noticia no mencionaban a "Rooie", el apodo de la prostituta, pero decían que la víctima era Dolores de Ruiter, de cuarenta y ocho años. Sólo aparecía otro nombre, que también figuraba en el pie de foto, y era el del policía, Harry Hoekstra, al que se referían con dos títulos diferentes. En un lugar era un wijkagent y en otro un hoofdagent. Ruth decidió retrasar el envío del sobre hasta que hubiera consultado con Maarten y Sylvia sobre la noticia del periódico
Guardó el artículo en el bolso y se fue a comer. Sería su última comida con sus editores antes de partir de Amsterdam, y había ensayado cómo abordaría con naturalidad el asunto de la prostituta asesinada: "¿Es ésta una noticia sobre lo que creo que es? He paseado por esa calle"
Pero no tuvo necesidad de sacar el tema a colación, pues Maarten ya había leído la noticia y traía consigo el recorte del periódico
– ¿Has visto esto? ¿Sabes lo que es?
Ruth fingió que lo ignoraba, y sus amigos le contaron todos los detalles
La novelista ya había supuesto que la joven prostituta que usaba la habitación de Rooie por la noche, la muchacha con un top de cuero a quien había visto tras el escaparate, habría descubierto el cadáver. El único elemento sorprendente de la noticia era que no mencionaba a la hija de Rooie
– ¿Qué es un wijkagent? -preguntó Ruth a Maarten.
– El policía que hace la ronda, el oficial de distrito.
– Entonces, ¿qué es un hoofdagent?
– Ése es su rango -respondió Maarten-. Es un oficial de policía veterano…, no exactamente lo que vosotros llamáis un sargento
Al día siguiente, en el vuelo de última hora de la mañana, Ruth Cole partió de Amsterdam rumbo a Nueva York. Primero pidió al taxista que la conducía al aeropuerto que la llevara a la estafeta de correos más cercana, y allí envió el sobre a Harry Hoekstra, que era casi un sargento de la policía de Amsterdam, destinado en el segundo distrito. Tal vez Ruth se hubiera llevado una sorpresa de haber conocido el lema del segundo distrito, inscrito en latín en los llaveros de los oficiales de policía
ERRARE HUMANUM EST SIS
Ruth Cole sabía que errar es humano. Su mensaje, junto con el tubo de revestimiento Polaroid, le diría a Harry Hoekstra mucho más de lo que ella había querido decir. El mensaje, en un holandés escrito con esmero, decía lo siguiente:
i. De moordenaar liet dit vallen. [El asesino dejó caer esto.]
2. Hij is kaal, met een glad gezicht, een eivormig hoofd en een onopvallend lichaam, niet erg groot [Es un hombre calvo, de rostro lampiño, con la cabeza en forma de huevo y el cuerpo sin rasgos destacables, no muy corpulento.]
3. Hij spreekt Engels met, denk ik, een Duits accent. [Habla inglés, creo que con acento alemán.]
4. Hij heeft geen seks. Hij neemt één foto chaam nadat hij het lichaam heeft neergelegd [No realiza el acto sexual. Toma una foto del cuerpo después de haberlo colocado en cierta postura.]
5. Hij loenst, zijn ogen bijna belemaal dichtgeknepen. Hij ziet eruit als een mol. Hij piept als hij ademhaalt. Astma misschien. [Es estrábico y cierra los ojos casi del todo. Parece un topo. Jadea. Tal vez asma…]
6. Hij werkt voor SAS. De Scandinavische luchtvaartmaatschappij? Hij heeff iets te maken met beveiliging
[Trabaja para SAS. ¿La línea aérea escandinava? Tiene algo que ver con seguridad.]
Este texto, junto con el tubo de revestimiento Polaroid, fue la declaración completa que, como testigo ocular del crimen, ofreció Ruth. Tal vez le habría preocupado el comentario que, más o menos al cabo de una semana, hizo Harry Hoekstra a un colega de la comisaría de la Warmoesstraat
Harry no era un detective. Más de media docena de detectives estaban ya buscando al asesino de Rooie. Harry Hoekstra sólo era un policía callejero, pero el barrio chino y los alrededores de la Bergstraat eran su zona de ronda desde hacía más de treinta años. Nadie en De Wallen conocía a las prostitutas y su mundo mejor que él. Además, el texto del testigo presencial iba dirigido a su nombre. Al principio había parecido plausible suponer que el testigo era alguien que conocía a Harry, con toda probabilidad una prostituta
Sin embargo, Harry Hoekstra nunca suponía nada. Harry tenía su propia manera de hacer las cosas. El trabajo de los detectives consistía en dar con el asesino, y habían dejado a Harry la cuestión secundaria del testigo. Cuando le preguntaban si avanzaba en las investigaciones relativas al asesinato de la prostituta, si estaba más cerca de encontrar al criminal, el casi sargento Hoekstra replicaba:
– El asesino no es asunto mío. Estoy buscando al testigo