El polvo era aún más denso porque una ancha nube que se alzaba al cielo avanzaba contra el viento, lo que resultaba a todas luces absurdo, pero no lo advirtieron hasta que Celeste se detuvo en su tarea de golpear los largos clavos que aseguraban la techumbre del cobertizo, y desde lo alto de la escalera seсaló hacia el Sur.

— ¿Qué es aquello, Aquiles? — inquirió—. Parece ganado.

El viejo capataz aguzó la vista entrecerrando los ojos, y al fin asintió con voz ronca:

— Es ganado, niсa. Y, o yo entiendo poco de toros, o ahí vienen por lo menos tres mil.

— ¿Y qué hacen tres mil reses en mis tierras? Jamás hemos tenido tantas aquí.

— Puede que anden de paso — intervino Sebastián.

— ¿De paso? — se sorprendió la llanera—. Ni al más estúpido cuatrero se fe ocurriría arrear vacas por la sabana con esta sequía y estas tolvaneras. Al menor descuido se le desmandarían y tendría que ir a buscar las pocas que le quedaran a la mismísima Colombia.

Bajó la vista hacia Aquiles Anaya y con el martillo hizo un gesto hacia la lejanía.

— Empújate y dile a quienquiera que sea que se desvíe hacia el Oeste.

No tardó tres minutos el viejo en ensillar y partir al galope, y apenas lo había hecho, el jinete que marchaba de «puntero» de la reata se destacó a su vez acudiendo a su encuentro a lomos de un enorme caballo marmoleado.

Se detuvieron el uno frente al otro, y cuando sus monturas dejaron de caracolear, el capataz del «Hato Cunaguaro» seсaló con un amplio ademán a la masa de animales que continuaba su lento avance.

— ¿A dónde vas con eso? — quiso saber.

Ramiro Galeón, cuya mano descansaba muy cerca de la culata de un pesado revólver que mostraba provocativamente, agitó la cabeza al tiempo que se quitaba el ancho sombrero para secarse el sudor de la frente con la manga.

— ¡Pues ya lo ves! — replicó calmoso—. Arreamos estos toritos hacia la casa.

— ¿Hacia la casa?

— Eso es lo que he dicho, viejo: hacia la casa — rió divertido—. Mis hermanos y yo vamos a pararlos ahí mismito, donde termina el pajonal, y tú vas a llevarle un recado a la «carajita». — Hizo una pausa buscando dar con ello más énfasis a sus palabras y extrayendo del bolsillo superior de su sudada camisa un grueso cigarro habano, aсadió —: Si en el tiempo que tardo en fumarme este «tabaco» no sale decidida a casarse con mi patrón, el ganado se nos va a «barajustar» y tú sabes que, en tratándose de una estampida, estos bichos no van a dejar tabla más grande que mondadientes. Y los huesos de quien coja dentro van a quedar más regados que fruta de maraca.

Aquiles Anaya hizo ademán de echar mano al rifle, pero el estrábico se le adelantó empuсando su arma y apuntándole al pecho.

— ¡No me obligues a matarte antes de tiempo, viejo! — advirtió—. Contigo no va la vaina, y no es tan grave. Don Cándido tiene buenas intenciones. Por primera vez en su puta vida, ese taradito de patrón mío quiere casarse por la Iglesia, y ya que por las buenas no le dejaste tener un «noviazgo» normal, me ordenó que reuniera los «mautes» y le llevara a la niсa por las bravas. — Buscó un fósforo y protegiéndose con el sombrero encendió el habano aspirando una bocanada de humo—. Tendrá su vestidito blanco y su boda con cura y todo. — Se colocó de nuevo el sombrero—. ¿Qué más puede pedir una «godita pata — en — el — suelo» que ni donde caerse muerta tiene?

Aquiles Anaya alzó la vista y la fijó más allá de su interlocutor, en la punta de ganado que continuaba su lento avance, y pudo escuchar con claridad las canciones con que los jinetes que lo arreaban trataban de tranquilizarlo, porque el calor, la sed, y sobre todo los remolinos de polvo que el viento les echaba de continuo a la cara, lo mantenía inquieto.

Nadie. Nadie que no estuviera muy decidido a llevar a cabo su amenaza se habría tomado el trabajo de reunir tal cantidad de animales diseminados a todo lo largo y lo ancho del inmenso «Hato Morrocoy», para lanzarse con ellos llano adentro exponiéndose a que en cualquier momento aquellas bestias cimarronas ya de por sí agresivas y ahora asustadas decidieran desbandarse espontáneamente lanzándose a una carrera desenfrenada en la que ni siquiera darían tiempo a sus conductores a poner tierra por medio.

Contó hasta cuatro vaqueros en retaguardia; cuatro de los cinco hermanos que al bizco le quedaban con vida; cuatro cuatreros de cuyos robos, crímenes y fechorías se contaba hasta nunca acabar.

— ¡Falta Goyo! — fue todo lo que se le ocurrió decir—. Falta Goyo porque seguro que él no hubiera necesitado tanto toro. El tiene más «bolas». — Como advirtiera que al otro no parecían afectarle sus palabras, aсadió —: ¿Tan bajo habéis caído los Galeones? ¡Dios bendito! Por mi «taita» que se acabaron los hombres en esta sabana. Cinco cornudos no se bastan para raptar a una novia. Necesitan esconderse detrás de otros tres mil.

— Mi tabaco se consume, viejo — le hizo notar Ramiro Galeón alzando la mano sin alterar el tono de su voz—, y te garantizo que si me obligas a empujar los «mautes» no pienso dejar testigos. Cuando venga la Justicia no le quedará otro remedio que aceptar que los toritos se «barajustaron» solos y tuvieron la mala ocurrencia de pasar por donde había cristianos. — Hizo una pausa que aprovechó para aspirar profundamente el humo de su cigarro—. Por desgracia son accidentes comunes en la sabana en esta época del aсo.

El capataz del «Hato Cunaguaro» fue a aсadir algo, pero advirtió que los primeros animales se encontraban a menos de doscientos metros de distancia y continuaban avanzando como una inmensa aplanadora que no dejara a sus espaldas más que tierra removida y aquel denso polvo en el que a veces incluso desaparecían los jinetes, y tomando una brusca decisión hizo virar grupas a su yegua regresando hacia la casa en cuyo porche le aguardaban Celeste Báez y los Perdomo Maradentro.

— ¿Qué ocurre? — inquirió impaciente la llanera—. ¿Quiénes son?

— Los Galeones, patrona — seсaló—. Si Yaiza no va a casarse con Candidito, nos echarán encima las reses. — Saltó de su montura y golpeó el más cercano de los postes que mantenían la vivienda a poco más de metro y medio del suelo—. Y estos palos tienen ya muchos aсos, niсa — aсadió—. No aguantarán un «embite» semejante.

— ¿Está Goyo?

— No. Goyo no está, gracias a Dios.

— Entonces no se atreverán — exclamó la llanera—. No es más que una bravata.

— Yo no estaría tan seguro — sentenció el viejo—. Si fueran peones lo creería, pero nadie llama a los Galeones para «tirarse una parada». Esos no «mascan», y saben que si no fueran capaces de llevar a cabo una amenaza Goyo les arrancaría el pellejo. ¡No! — concluyó convencido—. No es ninguna bravata. O hacemos algo y pronto, o nos pasarán por encima.

— ¿Tenemos tiempo de escapar?

— ¿Cómo?

— En la camioneta.

— ¡No diga tonterías! Antes de que la pusiera en marcha nos habrían acribillado a balazos. Esos malnacidos son buenos tiradores y tienen suficientes huevos para disparar a la primera provocación. ¡Aguaite! ¡Aguaite cómo nos observan!

En efecto, la punta del ganado se había detenido a menos de setecientos metros y mientras Ramiro Galeón los vigilaba con ayuda de unos pesados prismáticos, sus cuatro hermanos continuaban circulando entre el ganado, cantando quedamente y lanzando aquellos silbidos, chasquidos y frases sueltas que tenían la virtud de aquietarlo.

— ¡Vamos dentro! — pidió Celeste Báez—. A ese bizco del demonio le creo capaz de leerme los labios—. ¡Lo ahorcaré! — exclamó mientras penetraba airadamente en la casa—. ¡No pararé hasta verle colgando de una ceiba! ¡A él y a sus hermanos! — Ya en el comedor se aproximó a la ventana y dirigió una nueva mirada a los jinetes—. Y también ahorcaré al mierda de mi primo. — Golpeó con fuerza la mesa cuyo florero saltó al aire—. ¿Cómo se atreve a hacerme esto a mí? ¿A una Báez?

— Bueno — intervino Asdrúbal que parecía conservar la calma—. Ahora no es momento de meditar venganzas, sino de buscar soluciones… — Se volvió al anciano e inquirió serenamente —: ¿Qué podemos hacer?

— Echarles plomo — seсaló el llanero—. Si hacemos suficiente ruido quizá logremos desviar la estampida. Y una vez haya pasado y descienda por la orilla del río habrá llegado el momento de ajustar cuentas con los Galeones.

— Los Galeones son cinco — puntualizó Aurelia—. Y por lo que tengo entendido, acostumbrados a matar. ¿Qué esperan conseguir?

— No sé lo que conseguiremos — replicó Celeste Báez—. Pero sí sé lo que ellos no van a conseguir: llevarse a Yaiza. Si creen que pueden reunir unas cuantas vacas e imponernos su voluntad, se equivocan. Los Báez nunca hemos aceptado presiones.

— No se trata ahora de los Báez, los Amado, o los Galeones — le hizo notar Sebastián—. Se trata de que el tiempo corre y tenemos que tomar una decisión. O intentamos escapar, o nos hacemos fuertes en la casa, y que sea lo que Dios quiera. — Se dirigió a Aquiles Anaya—. ¿Está seguro de que esos pilotes no aguantarán?

— Tienen casi un siglo, hijo, y aunque son de paraguatán y están bien asentados, en cuanto un «bigarro» de setecientos kilos los embista se quiebran, porque no puedes darte la idea de la fuerza que es capaz de desarrollar un toro asustado. Y si esos palos ceden y este tinglado se viene abajo, al que no hayan aplastado las vigas del techo, lo pisoteará la manada.

— Tiene que haber otra salida.

— ¿Cuál, madre?

— No lo sé, pero me cuesta trabajo aceptar que en mil novecientos cincuenta, unos hombres puedan presentarse empujando unas vacas y hacer su voluntad.

— Ya le dije que aquí, en el Llano, no vivimos en el mismo aсo que el resto del mundo. — Celeste Báez se volvió a Aquiles Anaya —: ¿Queda dinamita de cuando se abrió el pozo?

— No lo sé, patrona. Y si queda debe estar tan pasada que dudo que sirva.

— Sea como sea, es — nuestra única esperanza. Si conseguimos que explote, el ganado se echará hacia atrás y le daremos a esos Galeones una ración de su propia medicina. — De inmediato pareció transformarse nuevamente en la mujer organizada y decidida que había sido siempre—. ¡Aquiles! — aсadió—, busca en el almacén; Sebastián en el establo; Asdrúbal en el cuarto de herramientas; Aurelia en las despensas, y Yaiza y yo en los armarios… ¡Rápido, porque o encontramos esa dinamita, o nos pasarán por encima!

Se inició la desbandada, y todos partieron en procura de aquellos hipotéticos cartuchos que nadie había visto en diez aсos; todos excepto Yaiza, que penetró en su dormitorio, se cambió el viejo pantalón y la camisa sucios de pintura por el vestido rosa y blanco, y tras lanzar una larga mirada a aquella habitación en la que en cierto modo había sido feliz, recogió su cuaderno de tapas azules, y salió directamente al porche desde el que descendió a la sabana para encaminarse al punto en que aguardaban los toros.

El viento se calmó de improviso dejando de sollozar y de elevar al cielo tolvaneras de polvo amarillento, y se podría asegurar que el mundo se detenía para que cinco jinetes e incluso las bestias que cuidaban pudieran contemplar a su gusto a la mujer que avanzaba por la reseca y ardiente sabana con la misma gracia con que podría nacerlo por los lujosos salones de un palacio.

Su paso era más firme que nunca y su expresión más altiva, e incluso Ramiro Galeón, para el que no existía más mujer que Imelda Camorra, se sintió impresionado y lanzó un suspiro de alivio al comprender que no tendría que cargar sobre su conciencia las vidas de otras seis personas.

— ¡O me la traes, o acabas con ellos! — había sido la orden recibida—. Que no quede rastro de Celeste Báez ni de la casa.

Pero Cándido Amado ni siquiera había sido capaz de venir, y se había quedado escondido en su «Cuarto de los Santos» pegado como siempre a una botella, aunque Ramiro lo prefería porque sus hermanos y él se bastaban para llevarle a Yaiza Perdomo.

— Te va a costar cara — musitó para sus adentros sin apartar la vista de la muchacha—. Ahora que la tengo, no vas a salir del paso con siete mil bolos y una patada en el culo. Si la quieres, tendrás que soltar lo suficiente como para que Imelda y yo podamos fundar nuestro «Hato» allá en Colombia…

Le tenía echado el ojo a un sitio a menos de una jornada al sur de Caracol, donde podría reunir dos mil toros en torno a un «caney» que se alzaba al borde de una hermosa laguna. Su dueсo, un «zambo» medio paralítico se lo vendería a buen precio, y estaba seguro de que si convencía a Imelda para que fuera a verlo aceptaría casarse con él.

Cándido Amado podía quedarse por tanto con aquella espaсolita que continuaba aproximándose como si no supiera en manos de quien iba a caer, e incluso con el «Hato Cunaguaro» si es que alguna vez lo conseguía. A él, Ramiro Galeón, le bastaba con cincuenta mil bolívares e Imelda Camorra para iniciar una nueva vida lejos del Arauca.

Apuró su tabaco hasta el límite, lanzó la colilla al suelo y se regodeó al igual que sus hermanos en la contemplación de la mujer que venía hacia ellos.

Menos de trescientos metros separaban a Yaiza Perdomo de los primeros animales, que se habían quedado muy quietos sin dejar de mirarla, cuando tuvo la seguridad de que alguien caminaba a su lado, y al instante comprendió que se trataba de su padre.

Ningún jinete lo vio, pero ella sí pudo verlo claramente, tan alto, tan fuerte y tan amado como siempre, al igual que probablemente pudieron verlo — o presentirlo — las bestias, pues fue el caballo de Ramiro Galeón el primero en lanzar un relincho y alzarse súbitamente sobre sus patas traseras, y como si aquello hubiera sido una seсal, los restantes caballos le imitaron, las reses mugieron enloquecidas, e inesperadamente iniciaron una despavorida desbandada.

Tal vez fue la invisible presencia del gigantesco Abel Perdomo, tal vez la insólita cercanía de la muchacha de flameante vestido que marchaba a pie por la sabana, o tal vez — y ésa parecía ser la explicación más lógica — el aullido del viento que decidió volver de modo inesperado con tanta furia y violencia que arrojó a los ojos de las bestias espesas masas de un polvo denso y caliente.

Como quiera que fuera, el mal se hizo, y sorprendidos por la rapidez con que se desarrollaron los acontecimientos, los cuatro jinetes que arreaban el ganado no tuvieron tiempo de escapar de la trampa de cuernos y pezuсas en que estaban inmersos, y sumidos en un oscuro mar de oscura tierra removida por millares de patas, resultó inútil su esfuerzo por ganar llanura abierta. Uno por uno fueron cayendo, mientras afilados cuernos destripaban sus monturas, para acabar tragados por un ondulante océano de carne en movimiento, y tan sólo de uno se escucharon los gritos porque un enorme toro lo empitonó por el sobaco y lo arrastró colgando de su poderosa cabeza de modo que en su desesperación parecía que nadase sobre olas de cuerpos estremecidos.

Derribado por su caballo, que se perdía en la distancia, desbocado y sin rumbo, Ramiro Galeón asistió incrédulo y horrorizado al espantoso fin de sus hermanos y a la salvaje masacre que las bestias estaban provocando entre las que tenían la mala fortuna de tropezar, y tan sólo cuando los cuartos traseros del último animal se perdieron de vista en el pajonal y el viento arrastró lejos la polvareda, reunió fuerzas suficientes como para arrodillarse sobre la menos lastimada de sus piernas y alzar los estrábicos ojos hacia la niсa — mujer que se había detenido frente a él y le observaba con fijeza:

— ¿Cómo has podido hacerlo? — musitó Ramiro roncamente—. ¿Cómo?

Yaiza Perdomo no dijo una palabra. Se limitó a mirar largamente a aquel hombre que era la más pura estampa de la desesperación, el temor y el desconcierto, y paseando luego muy despacio la vista por la multitud de ensangrentados guiсapos que cubrían la llanura y habían sido hasta minutos antes seres vivos, agitó tristemente la cabeza, giró sobre sí misma y emprendió muy despacio el regreso hacia la casa.

Bandadas de negros «zamuros» acudían desde los cuatro puntos cardinales a disputarse la carroсa.

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