Antes que el agua llegó el viento.

Era un viento insistente y monótono; un «barinés» que avanzaba llorando entre los pajonales, inclinaba las copas de las «moriches», desmelenaba las cabelleras de los aсosos robles y los altivos paraguatanes, y cubría la sabana de un polvo amarillento y áspero que irritaba los ojos y crujía entre los dientes.

El viento era el último castigo que el Creador lanzaba sobre los Llanos como colofón de una larga sequía, y el polvo — que era el resultado lógico de la unión de viento y sequía — martirizaba de tal forma a hombres y bestias bajo un sol de fuego y una sed angustiosa, que podría pensarse que incluso el sentido de la conservación dejaba de ser válido, pues más lógico era dejarse morir en paz que continuar soportando tan injustificados sufrimientos.

Qué razones tenía la Naturaleza para querer mostrarse aсo tras aсo tan dura y cruel, nadie podría saberlo, pero lo cierto era que allí, en las llanuras del cajón del Arauca, sol, viento y polvo se confabulaban cada mes de abril para transformar la inmensidad de la sabana en una exhibición a cielo abierto de los martirios del más profundo infierno.

Ni tan siquiera una casa tan inteligentemente construida como la de los Báez permanecía a salvo de las furias de los elementos durante ese mes de abril, pues aunque se alzase dando la espalda al «barinés» se diría que éste conseguía que el intangible y desesperante polvo penetrase a través de los muros de gruesa madera, naciendo que muebles, camas — y hasta la comida cuando permanecía unos instantes sobre la mesa—, aparecieran recubiertos de una fina película amarillenta y rasposa.

¡Y sus gemidos!

El llanto del viento en la sabana apureсa, era como el angustiado lamento de todos los torturados de todas las cárceles del mundo que unieran sus voces para entonar un sollozo interminable, que cuando descendía de tono era tan sólo para quebrantar aún más los nervios a la espera de que retornara con inaudita violencia.

— ¡Es para volverse loco! ¿Hasta cuándo va a durar?

— Hasta que entren las lluvias.

— ¡Dios!

Pero ningún dios habitaba en aquellos momentos en el llano, tal vez porque el viento lo había arrastrado al igual que arrastraba a las aves que venían a estrellarse contra las paredes de la casa o contra las ramas del viejo roble que parecía a punto de escapar de la eterna esclavitud de sus raíces y lanzarse a volar en busca de las espesas selvas del Sur.

Ya no había día ni noche. Sólo había viento.

Ya no había alba ni ocaso. Sólo había polvo.

Ya no había hoy ni maсana. Sólo había espera.

— ¿Hasta cuándo?

— Hasta que entren las lluvias.

— A veces pienso que es mentira; que en este lugar maldito nunca lloverá.

Tumbados en la estancia, en penumbra, dejando pasar las horas sudorosos y muy quietos, porque cualquier movimiento obligaba a sudar aún más, Sebastián y Asdrúbal se limitaban a leer, charlar o dormir largas siestas a la espera de que el sol desapareciera en el horizonte y dejara de achicharrar la casa y la sabana con el furor con que venía haciéndolo casi desde el momento mismo en que nacía.

— Tiene que llover — sentenció Sebastián—. O llueve, o pronto no quedará aquí bicho viviente.

— ¿Por qué permanecen en un lugar tan inhóspito? ¿Por qué no se han ido a las selvas o al mar?

— Por la misma razón que nosotros seguíamos en Lanzarote. También había sol y viento, y sequía, pero habíamos nacido allí y no lo cambiábamos por nada. ¿Ya no te acuerdas?

— Sí me acuerdo. Por desgracia me acuerdo demasiado.

Sebastián se irguió a medias apoyándose en el codo, y observó con atención a su hermano menor.

— ¿Aún sientes nostalgia? — quiso saber.

— ¿Tú no?

— Procuro evitarlo. Algo me dice que jamás volveremos, y Lanza — rote es para nosotros como la infancia que quedó atrás definitivamente. Rememorarla es causarse un daсo inútil.

— A mí me gusta hacerlo. Me gusta recordar cuando salíamos a pescar en los amaneceres o cuando íbamos a cantarle serenatas a las mozas.

— ¡Mozas…! — Sebastián lanzó un leve silbido—. ¿Cuánto tiempo hace que no tocamos una?

— ¡No lo menciones!

— ¿Te acuerdas de Pinito, la de Femés? ¡Menudo culo tenía!

— Para culo el de Manuela. — Se volvió a mirarle de reojo—. ¿Por qué no te casaste con Manuela?

— Tal vez porque presentía que algo de esto iba a ocurrir — fue la respuesta—. No debía atarme a nadie porque la vida se encargaría de llevarme muy lejos.

— ¡Se pasó de lejos! Como diría el viejo Aquiles: «Por mi "taita" que se pasó de maraca.» — Asdrúbal permanecía con las manos bajo la nuca contemplando con fijeza el alto techo de gruesas vigas—. En realidad también a mí me ocurría algo semejante — admitió—. También, desde que tuve uso de razón y comprendí que Yaiza era distinta, empecé a hacerme a la idea de que cosas sorprendentes nos sucederían. De hecho venían sucediendo desde el momento mismo en que nació.

— ¿Por qué?

Se hizo un largo silencio durante el cual resultaba evidente que ambos trataban de hallar respuesta convincente a una pregunta que llevaban toda la vida repitiéndose.

— Tendríamos que haber estudiado muchísimo más de lo que lo hicimos para saberlo — admitió por último Asdrúbal—. Aunque siempre he creído que no hay nadie en el mundo que pueda saberlo con exactitud. «Nos echaron tremenda lavativa», y no queda más que resignarse.

— ¿Y nunca te rebelas?

— ¿Contra quién? ¿Contra Yaiza que es quien más padece las consecuencias o contra la Naturaleza que complica las cosas? ¡Mira lo que está haciendo aquí la Naturaleza, y a ver qué sacamos con rebelarnos!

— Puedes rebelarte contra el destino.

— ¿El destino? Nadie sabe cuál es su destino hasta que ha llegado al final y para entonces ya es demasiado tarde. ¿Quién nos asegura que todo esto no es más que un camino para llegar a algo fabuloso?

— ¿Como qué?

— ¡Ni idea! — Asdrúbal giró el rostro para mirar de nuevo a su hermano mayor—. ¿Sabes por qué quiero seguir siendo pescador? Porque cuando estás en el mar siempre alimentas la ilusión de que bajo tus pies se oculta algo maravilloso que puedes izar con tus redes. En tierra no existen sorpresas ni misterios. Bajo la tierra sólo hay tierra.

— ¡Eso son chiquilladas!

— Probablemente, pero lo único que puedo decirte es que en estos últimos tiempos hemos conocido grandes ciudades, islas tropicales, algunas selvas y llanuras sin límite, pero no cambiaría todo ello por un solo día en el mar viendo cómo cabrillean las olas, el agua cambia de color, el aire trae olor a limpio y las nubes corren por el horizonte. No hay nada, ¡nada! comparable a la pelea con un buen atún o un mero gigante, sintiendo en la mano cómo el pez está tratando de zafarse del anzuelo.

— Volverás a sentirlo.

— ¿Cuándo? A menudo tengo la impresión de que nos hemos enterrado para siempre aquí y jamás sabremos encontrar el camino de regreso.

Sebastián rió divertido.

— ¡Mira ese río que corre a espaldas de la casa! — dijo—. En cuanto empiece a llover se llenará de agua y te bastará subirte a un tronco para que te arrastre hasta el mar.

Asdrúbal Perdomo fue a decir algo pero de improviso se ir — guió dando un portentoso salto y quedó de pie en el centro de la estancia con los ojos casi desorbitados.

— ¿Te das cuenta de lo que has dicho? — casi gritó—. Cuando ese río crezca puede llevarnos hasta el mar. — Avanzó un metro y se arrodilló junto a la cama de su hermano—. ¡Piénsalo! — exclamó—. Si en lugar de ir en un tronco, lo hacemos en muchos, ¡muchos! troncos, llegaremos al mar en nuestro propio barco.

Sebastián tomó asiento, y en su mente comenzó a abrirse paso la idea que intentaban transmitirle.

— ¡Nuestro propio barco! — repitió—. ¿Me estás proponiendo que construyamos un barco al igual que hizo el abuelo?

— ¡Mejor! — fue la entusiasmada respuesta—. Mucho mejor, porque él tuvo que aprovechar los «jallos» que traía el mar, mientras que aquí disponemos de las mejores maderas del mundo. Por todas partes, en las márgenes de los ríos, o abandonados en medio de la llanura, aparecen troncos de roble, caoba, paraguatán, ceiba o samán… ¡Toneladas y toneladas de magnífica madera seca y lista para ser aprovechada…!

— ¡Pero nosotros nunca hemos construido un barco! No sabemos cómo se hace.

— Tampoco el abuelo sabía y el Isla de Lobos navegó treinta aсos — le hizo notar Asdrúbal—. Recuerdo el barco palmo a palmo y cuaderna a cuaderna. Sería capaz de dibujarlo con los ojos cerrados y no tenemos más que copiarlo.

— ¿Un velero? — se asombró su hermano—. Pretendes que construyamos un velero.

— ¿Por qué no? Para adaptarle un motor siempre estaremos a tiempo. El abuelo decía que si el Isla de Lobos no fuera tan viejo le acoplaría un motor — asintió convencido—. El nuestro lo tendrá.

— Pero muy pronto entrarán las aguas.

— ¡Mejor aún! Ya oíste a Aquiles: Tendremos meses para aburrirnos. ¡Bien! No nos aburriremos; construiremos un barco. — Había ido a tomar asiento en su propia cama y su mente trabajaba con rapidez—. Antes de que empiece a llover iremos a buscar la madera y la pondremos a cubierto. Luego alzaremos un cobertizo a la orilla del río y trabajaremos en él. Cuando suba la corriente no tendremos más que empujar el barco y ponerlo a flote.

Sebastián, cabeza de familia de los Perdomo Maradentro, meditó unos instantes. Había tanto entusiasmo en las palabras de su hermano que comprendió que sería capaz de nevar adelante aquel proyecto aunque tuviera que arrastrar él solo los troncos a través de la sabana. Al fin afirmó muy despacio:

— De acuerdo. Le pediremos permiso a Celeste, y si no se opone, maсana mismo salaremos a buscar esa madera aunque tengamos que llenarnos de piedras los bolsillos para que el maldito viento no nos lleve. — Golpeó con afecto la rodilla de Asdrúbal y sonrió—. ¡Bueno! — dijo—. ¿Cómo se va a llamar?

— Yaiza.

Pero Yaiza se opuso.

Le fascinó la idea de construir un barco, puesto que su mayor ilusión era que sus hermanos volvieran al mar y tal vez algún día pudieran regresar juntos a Lanzarote, pero se negó en redondo a que llevara su nombre alegando que eso tan sólo atraería la desgracia sobre él.

— No quiero que se nos llene de difuntos — concluyó con un levísimo deje de humor—. Yo creo que el nombre que mejor le cuadra es el de la familia: Maradentro.

— Está bien — aceptó Asdrúbal—. Me gusta el nombre. Se llamará Maradentro — Se volvió a su hermano—. ¿De acuerdo?

— De acuerdo — replicó Sebastián—. Aunque teniendo en cuenta que lo vamos a construir a mil kilómetros del mar, tal vez debiera amarse Tierradentro. Ahora tan sólo nos falta el permiso de Celeste… — Hizo una pausa—. Y construirlo.

Celeste Báez les dio permiso y puso a su disposición las cuadras, las herramientas y toda la madera aprovechable que pudieran encontrar dentro de los límites del «Hato», aunque lo primero que hizo fue advertirles que si la necesitaban muy seca tendrían que apresurarse a resguardarla antes de que comenzara a diluviar.

— Les ayudaré con la camioneta — concluyó—. Pronto tendré que regresar a la «Hacienda Madre» si no quiero arriesgarme a quedar empantanada, pero antes les echaré una mano.

— Junto al «morichal» que linda con «Morrocoy» hay un tronco inmenso en lo que debió ser tiempo atrás una laguna — seсaló Sebastián—. Estuve sentado en él un día en que me tiró el caballo. Sería una quilla perfecta.

— Al amanecer iremos a buscarlo.

— No creo que la camioneta pueda arrastrarlo.

— Inventaremos algo.

Lo inventaron, y fue un larguísimo y agotador día de trabajo bajo un viento que casi les lanzaba al suelo, un calor de horno, y un polvo amarillo y pegajoso que se agarraba a las gargantas, hacía llorar los ojos y se introducía en los oídos y las fosas nasales.

Resultó imprescindible el esfuerzo de todos, la colaboración de ocho caballos y la máxima potencia de la camioneta, para conseguir despegar el gigantesco tronco de casi veinte metros de su trampa de tierra y transportarlo a paso de procesión hasta el punto elegido para alzar, el cobertizo.

En especial a Asdrúbal se le diría atacado por el virus de una enfebrecida actividad, y desde el momento mismo en que puso manos a la obra pareció transformarse como si su infinita capacidad de trabajo aflorase de pronto ante el hecho de que trataba de construir un barco con el que lanzarse río abajo hacia el mar.

Se despojó de la camisa y su inmenso tórax y sus brazos que semejaban muslos impresionaron nuevamente a Celeste Báez, que en más de una ocasión quedó absorta y como idiotizada al observar cómo se contraía cada músculo de aquel cuerpo que parecía hecho de acero, y cómo con una sola mano era capaz aquel mocetón de cuadrada mandíbula de dominar al más rebelde y cerrero de los potros.

Nada parecía importarle; ni el viento huracanado y estruendoso, ni la pegajosa y cegadora polvareda, ni un sol que amenazaba chamuscarle los pensamientos, y el sudor corría por su velludo torso y su cuello de toro sin que reparara en ello, obsesionado por la certeza de que se estaba adueсando de la quilla de su nuevo navío.

El espíritu del abuelo Ezequiel, tan alejado últimamente «porque perdía el rumbo en aquellas sabanas», parecía haber regresado de improviso como si quisiera supervisar hasta el menor detalle del nacimiento de una goleta que sería gemela de la que él mismo diseсara tantísimos aсos antes, y Yaiza podía distinguirlo recostado en un merey observando con gesto aprobatorio el magnífico tronco de jabillo que habría de surcar las olas con tanta valentía como lo hiciera aquel que él encontrara un día en Roque del Este y toda una flotilla de chalanas tuvo que trasladar a las arenas de Playa Blanca.

Se repetía la historia y los Maradentro, pescadores desde el nacimiento de su estirpe volvían a sus orígenes al plantar los cimientos de su nuevo barco que algún día los llevaría al mar del que jamás debieron salir.

Era empezar de nuevo, renacer de sus propias cenizas, bucear en sus más puras raíces, y encontrar el punto de apoyo que les faltó desde el momento mismo en que el Isla de Lobos se fue al fondo arrastrando a Abel Perdomo que había sido hasta entonces el indiscutible cabeza de familia.

Al atardecer, cuando por unos instantes cambió el viento y el sol se dio una noche de descanso en su tarea de abrasar la llanura, Asdrúbal tomó asiento en uno de los escalones del porche no lejos de donde lo hacía el abuelo aunque él no pudiera verlo, y acarició la mano de su madre que permanecía en pie a su lado.

— Será un hermoso barco — dijo sin apartar la vista del tronco que parecía dotado de vida propia—. Un barco capaz de atravesar el Océano de vuelta a Lanzarote.

Aurelia recordó las veces que su esposo le había hecho el amor al timón del Isla de Lobos cuando en su viaje de bodas la llevó a pescar a las «Costas del Moro», y asintió convencida mientras acariciaba el ensortijado cabello de su hijo.

— ¡Muy hermoso! — replicó—. El más hermoso barco que se haya construido nunca en el corazón de los Llanos de Venezuela.

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