Yaiza se encerró en su habitación, y su madre y sus hermanos parecieron comprender que en aquellos momentos prefería quedarse sola.

Desde la ventana distinguía las bandadas de aves carroсeras que se cebaban en los destrozados cuerpos que la masacre había desparramado por la llanura, y le constaba que entre aquel revoltijo de carne desgarrada se encontraban los cadáveres de cuatro hombres; cuatro hermanos que habían encontrado la muerte por su causa.

No quería tener en cuenta que aquellos hombres fueran los temidos Galeones, cuatreros, ladrones y asesinos de los que la Humanidad necesitaba librarse, ni se detenía tampoco a meditar en el hecho de que estaban decididos a lanzarle encima una manada de toros cimarrones. Para Yaiza lo único que importaba era la certeza de que una vez más había sido la causante del trágico fin de unos seres humanos, y aquélla venía siendo una constante que se repetía en su vida con obsesiva insistencia.

Cualquier razonamiento que tratara de hacer resultaba por tanto inoperante, pues concluía por estrellarse contra el hecho innegable de que allí, a setecientos metros de la casa, Asdrúbal, Sebastián y Aquiles Anaya se afanaban en depositar sobre la camioneta que conducía Celeste Báez los restos de cuatro difuntos que habrían de enterrar en confuso revoltijo en una polvorienta fosa común.

Tuvo que escuchar luego durante casi toda la noche cómo arrastraban llano adentro cadáveres de toros y caballos, mientras los faros iluminaban fantasmagóricamente la sabana tapizada de ensangrentados bultos que a menudo aún se agitaban, y eso le producía un insoportable dolor avivado por el hecho de que abrigaba la seguridad de que aquella escena habría de perdurar en su memoria hasta el fin de sus días.

Buscó en la imagen que le devolvía el espejo razones válidas para el cúmulo de desgracias que la seguían de continuo, y no acertó a distinguir más que un rostro triste y fatigado, unos ojos enrojecidos por el llanto, y unos hombros que empezaban a sentir el tremendo peso de la absurda carga de muertos que el destino estaba arrojando sobre ellos.

Se fue estirando la noche, no disminuyó el calor, pero sí aumentó la tensión de un ambiente excesivamente cargado de electricidad, y advirtió cómo chorros de un sudor que manaba lentamente de cada poro se deslizaban a lo largo de su cuerpo mientras un silencio angustioso heredaba el lugar que hasta poco antes había ocupado el tétrico runrunear del motor que alejaba los restos de las reses.

La casa estaba muy quieta; el viento debía haberse alejado arrastrando muy lejos las almas de los cuatro jinetes, y ni siquiera los «yacabó» cantaban en el pajonal, como si a ellos también les hubiera impresionado la magnitud de la tragedia que había tenido lugar en la sabana.

El primer resplandor arrastró de un manotazo las tinieblas, y a su deslumbrante fulgor pudo distinguir a Abel Perdomo que la observaba sentado en la afta silla del rincón.

El rayo partió en dos una palmera a un tiro de piedra de su ventana, y el horrísono estruendo estremeció la casa que por una décima parte de segundo pareció haber sido desgajada de sus cimientos y lanzada a Tos aires por una fuerza irresistible.

Entraba el agua.

Entraba el agua y entraba anunciando su llegada con la más espectacular de las tormentas, pues al primer resplandor siguieron cientos y el primer rayo precedió a un ejército furioso que asaeteó la sabana rompiendo a su vez el cielo en mil pedazos, de modo que durante casi tres horas hubo más luz que sombras en la noche, más ruido que silencio, y más temor a un final apocalíptico que alegría por el término de la larga sequía.

Cansadas de correr las bestias reiniciaron sin embargo la estampida, pero desparramadas como se encontraban por la llanura, cada una se lanzó locamente en una dirección distinta y a los toros y vacas se unieron los caballos salvajes, los ágiles venados, los temibles jaguares e incluso los asustadizos «chigьires», mientras rayos asesinos iban eligiendo aquí y allá a sus víctimas y todo a lo largo y ancho del cajón del Arauca quedaba sembrado de calcinados cadáveres humeantes.

Llovía.

Llovía, pero nadie se atrevería a afirmar que era lluvia lo que caía del cielo, porque aquel cielo cuarteado por los rayos derramaba sobre la tierra todo el inmenso mar que había estado atesorando durante largos meses.

Lluvia eran gotas, pero lo que se precipitaba sobre la gran llanura no eran gotas, sino un ininterrumpido chorro de agua semejante a una cascada de mil metros de altura, a través de la cual el fulgor de los relámpagos cobraba a veces fantasmagóricas tonalidades, y sentados uno en la cama y otro en la silla, Yaiza y su padre contemplaban en silencio el portentoso espectáculo de aquella Naturaleza desmelenada.

No hablaban porque entre ellos no eran necesarias las palabras, y a Yaiza le bastaba con verle y saber que estaba haciéndole compaсía y protegiéndola, mientras con los ojos se decían todo cuanto hubieran deseado decirse durante los largos meses que permanecieron separados.

Abel Perdomo no se quejaba y no era un muerto desorientado como solían serlo los que a menudo la visitaban, pues había sido un hombre que eligió el fin que tuvo, consciente de que con su desaparición salvaba a los seres que amaba.

Abel Perdomo estaba bien donde estaba, a la espera paciente del día en que Aurelia quisiera reunírsele, y si no había venido antes a decírselo fue porque no quiso ser un muerto más de los que de continuo inquietaban a su hija.

Abel Perdomo volvió cuando se le necesitó y, ahora, en aquella terrible noche interminable, brindaba su apoyo y se mantenía a la espera tal vez para evitar que otros muertos más recientes pretendieran hacer acto de presencia.

Y siguió lloviendo.

Llovió y llovió incluso cuando una lechosa claridad había vencido ya el resplandor de las centellas, y sobre la llanura ahora empapada de la que el viento había huido destacaban los hinchados cadáveres de las bestias muertas por la estampida, los rayos, o el invencible miedo que las había nevado a caer reventadas más allá de los lejanos araguaneys en los que comenzaban las tierras de «Morrocoy».

Y seguía lloviendo cuando entrado el día Ramiro Galeón se aventuró a abandonar el minúsculo refugio en el que había pasado la noche más alucinante de su existencia, para buscar, renqueante y empapado, el camino de regreso a su «caney».

Jamás hubiera imaginado que una distancia que tantas veces recorriera a caballo pudiera alargarse de aquel modo, porque una pierna le dolía cediendo de improviso y obligándole a caer de tanto en tanto, y el barro que comenzaba a formarse en la sabana se aferraba a sus botas como si intentara clavarle al suelo para siempre.

Maldiciendo, gimiendo, aullando o llorando por el recuerdo de sus hermanos pisoteados por mil vacas, avanzó arrastrándose, levantándose de nuevo o gateando, y cubierto de barro de los pies a la cabeza — aquel al que no abatían las balas — daba tumbos como un borracho por un llano azotado por el agua.

Y tenía miedo.

El, que se había enfrentado tantas veces a la muerte viniera disfrazada de sequía, inundación, hombre o bestia, sentía ahora miedo porque comprendía que aquella terrorífica muerte que en cuestión de segundos se había adueсado de sus hermanos, nada tenía en común con cuantas le habían rondado a lo largo de su aguadísima existencia.

¿De dónde había surgido?

Había pasado la noche en vela viendo caer los rayos y la lluvia y escuchando el galopar de las bestias enloquecidas, preguntándose una y otra vez cómo era posible que sus cuatro hermanos — ¡los cuatro! — , acostumbrados desde niсos a robar reses y lidiar con toros cimarrones o vacas resabiadas se hubieran dejado sorprender por la estampida sin que tan sólo uno de ellos consiguiera ponerse a salvo.

Ramiro Galeón sabía por experiencia que cuando una punta de ganado se «barajustaba» sin razón aparente, cada animal emprendía la huida sin rumbo fijo, pero podría creerse que en aquella ocasión un infranqueable muro de cristal había frenado su lógica progresión, y ni tan siquiera un toro o la más inofensiva de las becerras había osado atravesar una línea imaginaria, más allá de la cual Yaiza Perdomo y él mismo se encontraban.

Gracias a ello seguía con vida, y pese a que estaba habituado al hecho de que siempre escapaba ileso de los infinitos problemas en que se había metido, se le antojaba milagroso que, desmontado y a menos de cincuenta metros de la manada, ni una sola de aquellas fieras cornilargas hubiera decidido arremeter contra él.

La escena pasaba una y otra vez por su mente, tan confusa como la más absurda pesadilla — polvo, viento, mugidos, y los gritos de Florencio, que fue el único al que dieron tiempo de comprender que lo mataban—, pero no era la estampida en sí lo que con más insistencia volvía a su memoria, sino la imagen de la muchacha del traje rosa, cuya presencia parecía haber provocado tan terrible tragedia.

¿Estaba sola?

Ramiro Galeón tenía la absoluta seguridad de que sola había salido de la casa y sola había avanzado por la sabana hasta casi donde él se encontraba, y pese a la certeza de que nadie podía habérsele unido surgiendo de la nada en una llanura sin accidentes, como entre sueсos se le aparecía en ocasiones la figura de un hombre alto y fuerte que la tomaba de la mano.

¿Qué explicación tenía?

¿De que rincón perdido de su cerebro nacía aquella imagen, si estaba claro que cuando todo había pasado y se le aproximó hasta casi tocarle no había nadie con ella?

Vio cómo se alejaba de regreso a la casa, y cómo de ésta surgían, angustiados, su madre y sus hermanos, pero estaba convencido de que ningún hombre alto y vestido de dril rondaba por los alrededores, y aquella aparición era fruto tan sólo de su mente trastornada.

¿Ó era aquél un «Espanto de la Sabana» de los que hablaban los viejos llaneros y de los que se aseguraba que hacían acto de presencia precediendo a las desgracias?

Pero nadie tenía noticias de un «Espanto de la Sabana» a plena luz del día, porque ni tan siquiera el «Anima Sola», la «Llorona» o «El Bongó del Diablo», por nombrar a tres de los más afamados, habían tenido nunca la osadía de presentarse ante cristiano alguno mientras brillaba el sol.

— Fue imaginación — se dijo, tratando de calmarse a sí mismo—. Al caer me golpeé la cabeza, y al igual que otros ven las estrellas, yo vi a un hombre que la llevaba de la mano.

Pero estaba asustado.

Reiniciaba su dolorosa peregrinación camino de «Morrocoy», pero no podía evitar volver de tanto en tanto la cabeza a cerciorarse de que un gigante de cuadradas espaldas no surgía de pronto de la tierra empapada a enviarle una nueva desgracia.

Seguía lloviendo.

El agua era como un millón de cortinas que se interpusieran entre él y su destino; los rayos continuaban buscando las copas de «moriches» y «chaguaranos» como objetivo de su furia, y llegó a preguntarse por qué razón uno de ellos no le escogía como víctima, poniendo así colofón a todas sus desgracias.

Pero también los rayos le respetaban, y poco a poco se fueron alejando con su acompaсamiento de truenos y chasquidos, para que al fin el diluvio degenerara en una mansa llovizna sin aspavientos, que le permitió fijar el rumbo y llegar jadeante y destrozado a la vista de la casa.

Cándido Amado le aguardaba en el porche. La tarde anterior había visto llegar el caballo marmoleado y comprendió al instante que algo terrible tenía que haber ocurrido para que un jinete como Ramiro Galeón hubiera sido desmontado. Luego pasaron algunos toros desmandados, a lo lejos distinguió la nube de polvo que alzaban otros muchos en la loca carrera, y cuando cayó la noche y estalló la tormenta, abrigó absoluta certeza de que había perdido a los hombres y al ganado.

Con el día, la llanura sin límites que circundaba la casa se quedó incluso sin horizontes a causa de la lluvia, y ahora que ésta disminuía, todo lo que alcanzaba a contemplar era la doliente y derrotada figura de Ramiro Galeón que se acercaba.

— ¿Qué pasó?

— Murieron todos. Ceferino, Nicolás, Florencio y Sancho. ¡Todos! Los «mautes» se «barajustaron» y no tuvieron tiempo ni de rezar un padrenuestro. ¡Todos, patrón! Mis cuatro hermanos.

— ¿Y ella? ¿Y Yaiza?

— Ella fue la culpable. En cuanto se aproximó, el ganado inició la atropellada como si estuviera venteando al mismísimo demonio.

— ¿La mataron?

— ¿A ésa? A ésa no se atreve a tocarla ni el «bigarro» más arrecho. — Se había dejado caer sobre los escalones, incapaz de dar un paso, y apoyando la espalda en uno de los postes alzó un desencajado y sucio rostro que parecía haber envejecido en horas—. Esa bruja es una «ojeadora» que ha hecho un pacto con las bestias y el Infierno.

— ¡No digas pendejadas!

— ¿Pendejadas? — Con un significado gesto de la mano, el estrábico se indicó a sí mismo de los pies a la cabeza, y por último seсaló hacia la llanura—. ¿Es esto una pendejada? ¿Lo es que a mis hermanos los hayan dejado como mascada de tabaco, o esa sabana esté sembrada de toros destripados? — Negó con un violento gesto de cabeza—. ¡No! No era fácil acabar con los Galeones, y ella acabó de un solo carajazo.

Cándido Amado, cuyas manos temblaban de modo perceptible, tomó una botella de ron, llenó hasta el borde los dos mayores vasos que encontró, y entregando uno a su capataz se bebió el otro de un golpe.

— Cuéntamelo despacio — pidió, tomando asiento frente a él—. Aún no he conseguido enterarme de qué es lo que pasó.

Ramiro Galeón bebió a su vez, se limpió la boca con el antebrazo, alargó el vaso para que se lo llenara de nuevo, y tras un hondo suspiro, con el que pareció serenarse y reencontrar el hilo de sus ideas, replicó:

— Tal como usted ordenó, nos echamos al monte y juntamos el ganado que pastaba entre las matas de totumo donde usted tumbó al indio y el «lambedero» del Noroeste. Casi la mitad de los toros del «Hato». Pasado el mediodía nos presentamos ante la casa y le transmití a Aquiles su recado. Al rato, cuando el plazo se cumplía salió ella. Hasta ese momento todo iba «chévere», porque aunque los «mautes» estaban algo inquietos, mis hermanos conseguían sujetarlos. Pero en llegando ella como de aquí al «caney», fue como si la atómica hubiera estallado entre las patas de los bichos, que se echaron pa'trás, y ésa fue la «rochela» más arrecha que yo haya visto en mi vida. Al primer envite aplastaron los caballos, y cuando quise darme cuenta ya no quedaba más que aquel muertero y la caraja, que me miraba como si yo fuera un pendejo por haber intentado echarle semejante lavativa. — Apuró de un trago su ron—. ¡Lo sabía! Estoy seguro de que lo sabía, porque ni un solo momento tuvo miedo.

— ¿Y mi prima Celeste?

— La vi de lejos. — Chascó la lengua, incrédulo—. Y me sorprendió que ni ella ni Aquiles vinieran a retarme cuando me supieron desmontado y cojeando.

— ¿Estás seguro de que te vieron?

— ¡Guá! ¿Pues no iban a verme? ¡Ni ciegos que fueran! Yo estaba como de aquí a la cabaсa de Imelda, y salieron a comprobar que de mis hermanos no quedaba ni envoltura. Me fui alejando y me miraban. Les hubiera bastado con echar mano a un rifle y ahí mismo fe me tumban como a tigre renco. ¡Menudo «tiro — fijo» es Aquiles Anaya!

— Si saben que estás vivo, mandarán a la Justicia a por ti.

— ¡Y a por usted, patrón! ¡Y a por usted! Al fin y al cabo es siempre el patrón quien da las órdenes. — Agitó la cabeza con gesto de incredulidad—. ¡Vaina de carajita! — exclamó—. Hay que ver cómo nos embromó la vida.

— Tienes que irte.

Ramiro Galeón contempló incrédulo a Cándido Amado.

— ¡Menuda noticia! Ya sé que me tengo que ir porque la Guardia Nacional vendrá dispuesta a enchironarme, así que en cuanto usted me suelte la plata, agarro mis «macundos» y me va a faltar sabana hasta llegar a Colombia.

— ¿Plata? ¿Qué plata?

— La que me va a dar para que yo me eche encima toítos los muertos y no lo encierren en mi misma celda. Y la que me va a dar por mis hermanos. Diez mil «bolos» por cada Galeón atropellado, y otros diez mil por éste, que sigue vivo. En redondo, cincuenta mil bolívares con los que podré fundar mi propio «Hato» allá en Colombia.

— ¿Cincuenta mil bolívares? — se espantó Cándido Amado—. ¿Te has vuelto loco?

— ¿Loco? — fue la asombrada respuesta—. ¿Es que valen menos las vidas de mis hermanos? ¿Es que no lo valen veinte aсos de cárcel o tener que abandonar mi patria para siempre? Fue usted quien se enconó con esa «cuca» sin haberla olido siquiera, y quien organizó este «zaperoco». Fue usted quien ordenó que la trajera o los matara a todos, y era usted quien se beneficiaba si las cosas salían bien. Pero salieron mal, y lo lógico es que también pague las consecuencias. — Se encogió de hombros, como dando por concluida la conversación—. Ha sido un mal día — admitió—. Yo he perdido cuatro hermanos y mi trabajo, y usted ha perdido a esa carajita y cincuenta mil bolívares…

— ¡Pero no dispongo de tanto dinero! — protestó Cándido Amado.

El bizco le miró de medio lado, entre molesto y burlón.

— ¡Vamos, patrón! ¡No me venga con vainas! Yo sé cuántas veces hemos vendido — ganado suyo o de «Cunaguaro»—, y cuántas veces ha vuelto a casa con un saco repleto de billetes, «fuertes» de plata, e incluso «morocotas» de oro puro. Y también sé que jamás le vi ir con ellas a parte alguna, de modo que ahí dentro debe tener más de cien mil bolívares, si la memoria no me falla. — Se puso en pie apoyándose en el poste, y dejó a un lado su vaso vacío—. Voy a lavarme un poco, recoger mis «corotos» y ensillar.

Si cuando vuelva el dinero está sobre esa mesa, no tendremos problemas.

— ¿Me firmarás un documento declarando que actuaste por tu cuenta y eres el único responsable de lo ocurrido?

— Le firmaré incluso que tuve un hijo natural con Juan Vicente Gómez, pero tenga esa plata dentro de una hora o se va a enterar de quién es Ramiro Galeón.

Dio media vuelta y se encaminó renqueante hacia el «caney» de los peones, pero apenas había dado una docena de pasos cuando Cándido Amado extrajo muy lentamente su pesado revólver, se apoyó en la baranda, le apuntó con sumo cuidado a la espalda, justamente por debajo de la nuca, y apretó muy despacio el gatillo.

El estampido acalló el rumor de la lluvia.

Pero Ramiro Galeón no cayó muerto como hubiera sido su obligación, sino que se volvió con rapidez, se lanzó al suelo y buscó su arma para responder al asombrado Cándido Amado, que no podía entender cómo era posible que hubiera fallado semejante disparo a tan corta distancia.

El miedo fue en esta ocasión más veloz que la sorpresa, pues al advertir que su capataz se aprestaba a matarle, Cándido Amado se precipitó al interior de la casa al tiempo que una bala levantaba astillas de la puerta.

Ya desde dentro, sacando apenas la mano armada y siempre protegido, disparó una y otra vez sobre el estrábico tendido al descubierto en medio de la sabana, pero bien porque el pánico le impedía hacer blanco, o bien porque un extraсo sortilegio protegía a su enemigo, lo cierto fue que únicamente el barro de la llanura recibió los impactos, aunque hubo un par de ellos que se perdieron silbando en la distancia.

Ramiro Galeón pareció comprender que su posición resultaba insostenible, calculó que su pierna herida no le permitía correr hacia la casa para buscar también refugio en ella, y optó por retroceder arrastrándose como buenamente podía, atento siempre a no permitir que el otro tuviera la oportunidad de asomar la cabeza y afirmar su pésima puntería.

No fue al «caney» en busca de sus cosas, sino que se encaminó directamente a las cuadras, ensilló su caballo, montó de un salto y partió al galope.

Cándido Amado, que había cambiado el inútil revólver por un pesado rifle de cazar tigres, le disparó seis veces más, pero fue como dispararle a la luna, a una nube, o a la mismísima lluvia que de nuevo caía con violencia.

Ramiro Galeón, aquel al que evidentemente nunca abatirían las balas, se perdió pronto de vista, abriéndose camino entre cortinas de agua rumbo a Colombia.

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