Era domingo y el calor se había convertido en el único dueсo de las calles de San Carlos.

Muy de maсana, antes de que el sol se elevara lo suficiente como para resecar un aire que no corría de esquina a esquina, familias que lucían sus mejores galas habían acudido a misa saludándose bajo soportales o a la sombra de floridos araguaneys, pero pasado el mediodía no quedaban a la intemperie más que algunos perros y sufridos caballos que espantaban nerviosamente las moscas coceando hasta sacar chispas a los adoquines que empedraban la mayor parte de la ciudad.

Incluso las «pulperías» de los portugueses o las «fuentes de soda» de italianos y criollos cerraron sus puertas hasta que un aire fresco llegara desde el Norte haciendo salir de nuevo a las gentes de sus casas, y por contentos pudieron darse al conseguir unas «arepas» del último «botiquín», aún abierto, teniendo que consumirlas acomodados en el desportillado banco de azules losetas que circundaban una gruesa y copuda ceiba.

Nada tenía que ver San Carlos con Caracas, y se podría pensar que pertenecía a otro país e incluso a otro Continente, pues era aquella una pequeсa ciudad tranquila y recoleta que parecía íntimamente orgullosa de su pasado colonial sin haber recibido aún la agresiva influencia del «boom» petrolero y la invasión masiva de inmigrantes.

San Carlos encaraba la segunda mitad del siglo XX sin las locas prisas ni el agobio de la capital, y continuaba siendo una inviolable tradición el hecho de que los domingos las familias se recogiesen temprano en sus hogares a disfrutar de un copioso almuerzo de carne asada, dulces caseros, abundante cerveza y café negro y tuerte.

Se encendían luego los habanos, se servía ron a los hombres y un licor dulce a las mujeres, y se alargaba la sobremesa escuchando al abuelo que contaba sus historias o hacía discursos hasta que la cabeza se le doblaba sobre el pecho y comenzaba a roncar.

Las casas de San Carlos, de gruesos muros y altos techos, sombrías por dentro en contraste con los vivos colores de sus luminosas fachadas, eran casas en cuyo interior parecían conservarse a propósito la oscuridad y el frescor de las noches, pues la penumbra era la única forma conocida de luchar allí contra el tórrido calor tropical.

San Carlos, sus edificios y sus gentes se mantenían anclados en tiempos remotos, como si el peso de los aсos o la historia no corriesen sobre sus tejados a la misma velocidad con que corrían por el resto del mundo, y continuaban desconfiando de aquellos «misiús» zarrapastrosos que se acomodaban en un banco de la plaza a devorar «arepas», porque los consideraban muy capaces de entrar a robar sigilosamente en sus hogares en cuanto los supieran dormidos.

Yaiza presentía que tras las celosías de balcones y ventanales, ojos cargados de malicia espiaban constantemente cada uno de sus movimientos, y no le dolía por ella, que estaba acostumbrada a vivir espiada por hombres excitados y mujeres envidiosas, sino por sus hermanos y en especial su madre, a la que aquel fisgoneo y aquel rechazo herían profundamente.

Se habían convertido en parias; ellos, los Maradentro, orgullosos desde siempre de su estirpe afincada a través de generaciones en un mismo lugar con una sólida casa y un bien ganado prestigio de gente honrada, estable y trabajadora, se veían condenados a vagar ahora, sin rumbo, sin destino y sin patria de pueblo en pueblo y de paisaje en paisaje, durmiendo en fonduchos y comiendo en plazas públicas ante la despectiva mirada de los lugareсos.

No tenían adonde acudir a asearse o hacer sus necesidades, y todo cuanto poseían entre los cuatro se amontonaba en una caja de cartón malamente amarrada que Sebastián y Asdrúbal se turnaban en cargar sin gran esfuerzo.

Eran emigrantes y en cierto modo compartían el amargo destino de tantos como les precedieron o vendrían más tarde, pero se sentían los más desgraciados de entre todos los que hubieran existido o pudieran existir, porque ellos jamás anhelaron una vida diferente a la que siempre habían tenido, ni en sus mentes anidaron sueсos de poder y riqueza.

— Volvamos.

Era Asdrúbal quien lo había dicho.

— ¿Adónde?

— A Lanzarote. A casa, de donde nunca debimos salir.

— Sabes que no puedes volver, y tu destino es el de todos. Siempre fue así.

— Prefiero la cárcel que vernos de este modo. ¿Por qué tenéis que pagar los tres lo que hice solo?

— Lo hemos discutido y no vale la pena hablar siquiera del asunto — replicó su madre—. Seguiremos juntos y jamás volveremos.

Asdrúbal seсaló con un ademán la desolada plaza recalentada por el sol.

— ¿Es esto mejor? — inquirió acusadoramente—. ¿Sabes lo que conseguirás si continuamos así? Que un día desaparezca de vuestro lado. Me iré adonde no podáis encontrarme o me pegaré un tiro para que regreséis a casa en paz y sin miedo al castigo.

— No lo harás… — replicó Aurelia tranquila—. Eres mi hijo y sé que no lo harás. No serías capaz de abandonarnos en estas circunstancias, porque nunca volveríamos sin ti y no pararíamos hasta encontrarte. — Sonrió con amargura—. ¡En cuanto a suicidarte! Yo te eduqué de otra manera.

— La desesperación hace cambiar.

— Aún no estamos desesperados — intervino su hermano—. Continuamos juntos y estamos sanos. Ahora tenemos incluso algún dinero y permiso de residencia. Maсana, cuando esta ciudad deje de estar dormida encontraremos trabajo, estoy seguro.

— ¿Y esta noche?

— Volveremos a la fonda.

— ¿A esa fonda? — se asombró Asdrúbal—. ¿Le llamas fonda? Nos comían los mosquitos y las chinches, las cucarachas correteaban por la cama y el calor casi nos ahoga. ¿Cómo puedes pretender volver a meter a mamá y a Yaiza en ese sitio?

— ¿Prefieres dormir aquí, en la plaza con esa gente acechando?

— Tal vez. Tal vez, ¿por qué no? — repitió—. En el fondo, ¿qué me importa la gente? Si aquí corre más aire y no me pasan las cucarachas por la cara, prefiero dormir en el banco. — Hizo una pausa y se volvió a Yaiza que permanecía, como de costumbre, silenciosa y absorta, como si viviera en un mundo diferente —: ¿Y tú qué piensas? — quiso saber—. A veces se diría que todo esto nada tiene que ver contigo.

La muchacha pareció salir de un profundo ensoсamiento y tras mirar largamente a su hermano concluyó por dedicarle una leve sonrisa que iluminó su rostro y fue como si una ráfaga de aire fresco barriera la caliente plaza llevándose muy lejos las palabras amargas y los tristes presagios.

— Si tenemos que desaparecer, desapareceremos juntos — replicó con su voz cálida y grave—. Y si nos tenemos que suicidar, lo haremos juntos. Pero no temas: ese día aún no ha llegado. Tranquilízate y disfruta del lugar y del momento. ¡Me gusta esta plaza! — aсadió girando la vista a su alrededor—. Me gustan esas casas de colores alegres, y las flores, las palmeras y este árbol tan grande y tan copudo. — Sonrió de nuevo—. Me gusta sentarme en este banco y esperar.

— ¿Esperar qué?

Se encogió de hombros y se sumió de nuevo en el mutismo, con la atención pendiente de un diminuto colibrí que se mantenía quieto en el aire agitando un millón de veces sus frágiles alas mientras introducía su largo y afilado pico en una flor de un rojo intenso.

Asdrúbal Perdomo se volvió a su madre y a su hermano en busca de aclaración, pero comprendió al primer golpe de vista que se encontraban tan desconcertados como él mismo, por lo que se limitó a recostarse de nuevo en el asiento y mostrarle la lengua a una ventana tras cuyas persianas tuvo la sensación de que un par de oscuros ojos le observaban.

Sebastián sacó un cigarrillo y como siempre lo compartieron en silencio dispuestos a permitir que el tiempo transcurriera más lento en aquel lugar que en ningún otro del planeta, tratando de contagiarse del estado de espíritu de quien consideraba que aquella desolada plaza era en verdad un lugar hermoso rodeado de casas de colores llamativos, altivas palmeras, colibríes diminutos y gigantescas y frondosas ceibas.

Una hora más tarde, cuando el bochorno cobró mayor presencia y todos excepto Yaiza dormitaban, una silenciosa camioneta hizo su aparición en el extremo de la estrecha y empedrada calle, y avanzó despacio, como si le asustara inquietar la siesta ciudadana o buscara una dirección desconocida.

Al llegar a la plaza se detuvo, el motor se apagó, y Celeste Báez descendió y se les quedó mirando apoyada en la ventanilla del vehículo.

— ¡Hola! — saludó con timidez.

— ¡Hola! — replicó Yaiza mientras su madre y sus hermanos abrían los ojos.

— He vuelto.

La muchacha no dijo nada, limitándose a asentir sin que se pudiera interpretar si estaba contrastando un hecho evidente, o confirmando algo que sabía de antemano.

La recién llegada cruzó la acera buscando la acogedora sombra y se detuvo frente a ellos. Se la advertía desconcertada, como si estuviera preguntándose a sí misma qué demonios hacía allí en aquellos momentos.

Al fin, y al advertir que cuatro pares de ojos estaban fijos en ella, inquirió aún a sabiendas de la ingenuidad de su pregunta:

— ¿Encontraron trabajo?

Sebastián seсaló con un amplio gesto a su alrededor:

— Aquí, en domingo, ni las moscas trabajan.

— Tengo un pequeсo «Hato» muy lejos, Llano adentro, a orillas de un afluente del Arauca — dijo entonces ella—. Es un lugar solitario con no más de quinientas reses y cien caballos que cada día disminuyen porque abundan los ladrones de ganado y el capataz es viejo! y no puede hacerles frente. — Su vista estaba fija en Aurelia, aunque! ella hubiera deseado mirar a Yaiza o a aquel Asdrúbal que tanto leí recordaba a Facundo Camorra—. La casa es muy antigua, perol grande y cómoda. No puedo pagarles mucho porque aquello no me da más que pérdidas, pero tendrán techo y comida y ahorrarán algún dinero.

— Usted sabe que no entendemos de tierras ni ganado — le respondió Aurelia.

— Lo sé. — Tomó asiento a su lado y le golpeó con afecto la rodilla—. Lo sé, pero también sé que son capaces de aprenderlo. Hay dos peones indios algo flojos, pero de confianza. Lo que necesitan es una mano más fuerte que la de Aquiles. — Guiсó un ojo tratando de infundirles confianza—. Y yo iré de vez en cuando. Si se deciden, nos vamos ahora mismo.

Aurelia Perdomo se volvió a mirar a su hijo Sebastián, brindándole la decisión puesto que era el mayor y el cabeza de familia. Este observó a su vez a Asdrúbal que se limitó a encogerse de hombros evidenciando que le daba igual una cosa que otra, y por último todos los ojos se clavaron en Yaiza como si tuvieran la seguridad de que era la única que podía adivinar si la propuesta convenía a la familia.

Su expresión, distendida, era de buen augurio.

— Al menos no tendré que vivir eternamente embarazada — dijo—. Me gustarán los Llanos — aсadió—. Me gustarán, pero no por mucho tiempo. Asdrúbal quiere volver al mar.

Sebastián asintió y se dirigió directamente a Celeste Báez.

— Nos agradaría probar — dijo.

La mujer extendió la mano en seсal de aceptación y cierre de trato.

— Los gastos pagados, mil bolívares mensuales, y el cinco por ciento de los beneficios, aunque dudo mucho que los haya. ¿De acuerdo?

Sebastián estrechó la mano en nombre de toda la familia:

— De acuerdo.

Minutos más tarde la blanca camioneta se alejaba por la larga calleja empedrada, dejando la plaza, el banco y la ceiba más solitarios que nunca.

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