A Goyo Galeón le dolía la cabeza.

Había pasado la noche y gran parte del día con una de aquellas terribles jaquecas que un par de veces al mes solían aquejarle obligándole a encerrarse en una habitación en penumbras, a morderse los labios para no aullar de dolor al experimentar la angustiosa impresión de que el cerebro le estallaba, pero como siempre sucedía, la opresión desapareció como si se tratara de un globo que se deshinchara de improviso, y a la caída de la tarde una maravillosa sensación de paz se apoderó de todo su cuerpo, y tras darse una larga ducha salió al porche a respirar un poco de aire fresco.

Y la vio allí contemplando la puesta de sol, enfundada en la bata azul de una de las negritas guayanesas, con la que la confundió en un principio, pero cuando pudo observarla a gusto, reconoció que su hermano tenía razón y aquélla era sin lugar a dudas la mujer más hermosa que hubiera pisado jamás los Llanos a cualquier lado de la frontera.

— ¡Aquí la tienes!

Se volvió a Ramiro que, balanceándose en el «chinchorro», quedaba en un principio fuera de su campo de visión, e hizo un leve gesto de asentimiento.

— Sí, en efecto, y no exageraste al describirla… — Hizo una corta pausa mientras iba a tomar asiento en una especie de extraсa butaca de mimbre que colgaba del techo y le servía para columpiarse apoyándose únicamente con las puntas de los pies en el suelo—. Pero tengo una mala noticia que darte…

— Cándido Amado ha muerto.

Era Yaiza quien lo había dicho, y resultó indudable que ambos hermanos se sorprendieron, Ramiro por lo inesperado de esa muerte y Goyo por el hecho de que fuera ella quien se adelantara a anunciarla.

— ¿Cómo lo sabes? — inquirió de inmediato.

— Lo sé.

— ¿Desde cuándo?

— Desde anteanoche.

Ramiro, que se había puesto en pie y se diría que se encontraba tan desconcertado que no sabía a quién dirigirse, se volvió a su hermano.

— ¿Es cierto? — quiso saber—. ¿Ha muerto Cándido Amado?

— Hace diez días.

— ¿De qué?

Goyo, cuyos inquietantes ojos dorados no se habían apartado un instante del rostro de Yaiza, como si estuviera tratando de averiguar cuanto pasaba por su mente, se dirigió a ella en tono casi provocativo.

— ¿Lo sabes también? — preguntó—. ¿Sabes cómo murió Cándido Amado?

Ella se limitó a negar con la cabeza, y únicamente entonces Goyo se volvió a su hermano y con estudiada lentitud aсadió:

— Lo mató Imelda Camorra.

— ¡No!

Había sido el grito de dolor de un animal herido; una negación angustiosa y desesperada, impropia de un hombre aparentemente tan duro y curtido como Ramiro Galeón.

— No… ¡Imelda, no! ¿Por qué habría de hacerlo?

— Tuvieron una pelea y lo estranguló… — Goyo hizo un ademán con las manos que parecía indicar que era algo que no debía sorprenderle—. Todos sabían que algún día acabarían matándose…

— ¿Dónde está?

— ¿Imelda? En Elorza, a la espera de que mejore el tiempo y puedan llevarla a Caracas.

Ramiro Galeón miró a su hermano con tanta fijeza que se diría que en verdad no estaba viéndole, luego se volvió a Yaiza, y por último al sol que acababa de ocultarse sobre la superficie del río.

— Iré a buscarla — dijo—. Iré a Elorza y la sacaré de allí. — Dio unos pasos hacia un lado y luego hacia otro, como una bestia enjaulada—. No dejaré que se la lleven a Caracas.

— Iré contigo — indicó Goyo con naturalidad.

— ¡No! — La voz del estrábico sonó más firme que nunca y se le diría a punto de abalanzarse sobre su hermano si se le ocurría insistir «n su ofrecimiento—. No quiero que intervengas en esto. — Agitó las manos como si desechara incluso su contacto—. ¡Yo la sacaré de Elorza! Únicamente yo. ¿Lo has entendido?

— Está muy claro… — Goyo Galeón no acababa de entender a su hermano, pero tampoco parecía tener demasiado interés por mezclarse en aquel asunto, y con un levísimo deje de burla, aсadió —: Si crees que no me necesitas, no vale la pena que me moleste.

— Lo único que quiero es un animal de remonta y algún dinero.

— ¿Cuándo piensas marcharte?

— Maсana; en cuanto aclare el día.

— No vaya.

Ramiro Galeón se volvió a Yaiza como si le hubiera pinchado, y su voz sonó profundamente hostil cuando advirtió:

— ¡Tú, calla! Me cansé de tus vainas. No quiero que predigas que me va a partir un rayo, ni mierdas por el estilo. Se trata de Imelda y nada me hará cambiar de opinión… Me largo y punto.

Su hermano, que había tomado un coco de una gran pila que había en un cesto, comenzó a cortarlo con ayuda de un afilado machete y como si el tema no le interesara demasiado seсaló a Yaiza.

— ¿Qué piensas hacer con ella…? — quiso saber.

El bizco pareció tardar en comprender de lo que estaba hablando porque su mente se encontraba muy lejos de allí, pero reaccionó encogiéndose de hombros.

— ¿Con ella? — repitió—. Decide tú. Es tuya.

— ¿Mía? ¡Guá! ¡Tronco de regalo…! Me has brindado muchas cosas en mi vida, pero nunca una «guaricha» que se entiende con los muertos. — Bebió del coco sin importarle que parte del líquido le corriera por la barba y se secó con el dorso de la mano—. ¡Me lo estaba temiendo! — aсadió—. Desde que te fuiste imaginé que tenías entre los cuernos la idea de echarme tremenda lavativa… — Se encaró con él, pero sonrió con ironía—. ¿Y quién te ha dicho que quiero quedármela? ¿Qué hago con Sandra y Lena?

— ¡Las regalas! ¡O regalas a ésta…! ¿Qué más da? — La seсaló acusadoramente—. No quiero saber nada de ella — dijo—. Nada en absoluto, porque desde el día que la vi no me ha traído más que disgustos. ¡Caraja mandada hacer para jeringar! Primero murió aquel indio. Luego Ceferino, Nicolás, Florencio y Sancho. Ahora Cándido Amado, y han metido presa a Imelda. Ganas me dan de tirarla al río y que se indigesten los «zamuritos». — Cruzó los dedos y golpeó repetidas veces la pata de la mesa más cercana—. ¡Pavosa! Tanta cara, tanto culo y tanta teta, para andar echándole mal de ojo a la gente… — Se volvió a su hermano y se le diría convencido de lo que estaba afirmando—. Mejor te libras de ella: trae mala suerte.

— Yo no creo en pendejadas.

— Allá tú, pero lo que es yo, me salgo de ésta. Te la coges, se la regalas a tus hombres, o la tiras al río, pero no quiero volver a verla… — Lanzó una mirada a su alrededor como si buscara algo, ni él mismo sabía qué, y penetró decidido en la casa—. Voy a preparar mis «corotos» — dijo—. Voy a descansar o a descapullar monos… ¡Cualquier cosa con tal de no volver a verla…!

Desapareció tan agitado como si le estuvieran acosando todos los zancudos de la sabana, y Goyo y Yaiza permanecieron unos instantes silenciosos, observándose.

— No le hagas caso — comentó él al cabo de un rato—. Lo de Imelda Camorra lo ha desquiciado. Se diría que esa mujer le dio «pusana».

— ¿Qué es eso?

— Un brebaje de los indios. Un afrodisíaco, aunque hay quien dice que en realidad es un filtro amoroso y el que lo bebe ya no vive más que para adorar a quien se lo dio. ¡Aсos lleva así ese cretino de hermano mío! ¡Con tanta hembra buena como sobra en el mundo…!

Yaiza no dijo nada. Tomó asiento en un banco de madera que corría a todo lo largo de la pared, observó cómo las sombras se apoderaban rápidamente del río y los árboles de la orilla, y por último, sin volverse, inquirió:

— ¿Qué piensa hacer conmigo?

— Joder, naturalmente…! — Goyo Galeón hizo una corta pausa—. Eres un regalo.

— No se puede regalar a las personas como si se tratara de libros o cajas de bombones. El no es mi dueсo.

— Ese no es mi problema. Cómo te obtuvo es cosa suya. — Seсaló a su alrededor—. En esta isla todo me pertenece, yo soy la ley y suelo ser justo. Si eres buena conmigo, seré bueno contigo… — Sonrió levemente—. Pero no te asustes. No soy de los que se lanzan sobre una mujer, la golpean y la violan.

— No estoy asustada — le hizo notar ella—, pero no voy a ponerme a suplicarle porque, si como dicen está loco, de poco iba a valerme.

— ¿Quién dice que esté loco?

— Todo el mundo. Mata por matar, y no ha parado hasta que siete de sus hermanos han muerto también.

— ¿Y yo qué culpa tengo? A Chucho y Jacinto se los cargaron en una riсa de taberna cuando yo estaba al otro lado del Llano. A cuatro los aplastaron los toros, y Blas cayó en una emboscada al cruzar la frontera. ¿Estoy loco por eso?

— Lo está quien provoca a sus hermanos a comportarse como lo hicieron — sentenció Yaiza con calma—. Tengo la impresión de que a los siete se les fue la vida en aguardar a que usted les diera una palmadita en la espalda por ser tan «machos». Y sabiendo que eso acabaría por llevarlos a la tumba, lo más piadoso que se puede pensar es que está loco.

— He matado a muchos por la décima parte de lo que has dicho — fue la seca advertencia—. No abuses. Hace media hora no te conocía y dentro de media hora, cuando los caribes no hubieran dejado de ti más que los huesos, ya te habría olvidado. — Goyo Galeón se llevó la mano a la frente y se la palpó apretando los parietales entre los dedos pulgares y corazón—. He tenido un mal día — aсadió—. Aún me duele un poco la cabeza, y no me gustaría arrecharme… Lo dicho: no abuses.

Ella lo observó un largo rato y por último asintió con un leve gesto:

— ¡De acuerdo! No abuso, pero recuerde que yo no pertenezco a nadie.

Dio media vuelta y sin aguardar respuesta descendió hacia la orilla del río que no era ya más que una mancha oscura al final del sendero.

Goyo Galeón que no había cesado de masajearse la frente, la siguió con la vista hasta que se perdió en las sombras y por último se rotó los ojos con gesta de fatiga. Dudaba entre tomar el machete de cortar cocos y abrirle la cabeza, o echarse a reír ante el hecho de que una mocosa hubiera sido capaz de plantarle cara, cosa a la que nadie se había atrevido desde que contaba los mismos aсos que ella. — Tiene bolas — musitó por fin—. Cuadradas las tiene, pero le voy a enseсar educación, que buena falta le hace. Va a aprender quien es Goyo Galeón. ¡Maldita sea! — masculló con rabia—. Había dejado de dolerme y esa estúpida ha vuelto a «barajustármela»… — Lanzó un hondo suspiro de resignación—. Esta noche no estoy para galopadas, pero maсana va a aprender esa cretina lo que son dos cojones.

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