Por primera vez en su vida llamó a un muerto, pero el muerto no acudió.

Por primera vez suplicó a los que tantas veces había ayudado que acudieran en su ayuda, pero ninguno la ayudó.

Estaba sola; sola en el gran dormitorio en cuya silla del rincón no volvió a sentarse nunca Feliciana Galeón, y pese a que cerraba una y otra vez los ojos para que de ese modo cualquiera de sus difuntos acudiese a visitarla, como tenían por costumbre, no consiguió conciliar un sueсo profundo y todo se limitó a agitadas duermevelas de las que emergía sobresaltada, buscando a su alrededor la presencia del abuelo Ezequiel, «Seсá» Florinda, o incluso su padre, Abel Perdomo, para encontrarse frente a una habitación más vacía que nunca.

Ni siquiera don Abigail Báez, el tuerto llanero de las tres balas en el pecho se dignó hacer su aparición, y podría pensarse que los difuntos habían decidido abandonarla a su suerte como justo castigo por las muchas veces que les suplicó que regresaran a su mundo de sombras para no volver nunca.

¡Ya estaba sola!

Ya estaba sola y cayó en la cuenta de lo desamparada que se sentía sin el respaldo de aquellos poderes de los que siempre había abominado, sobre todo cuando quien se encontraba frente a ella era un hombre como Goyo Galeón, en cuyos dorados ojos descubría a cada minuto que pasaba una decisión más firme.

Perdió su aplomo. En el transcurso de cuarenta y ocho horas y tal vez debido a la falta de sueсo, el cansancio, la excesiva presión del cúmulo de acontecimientos que había soportado, o al hecho evidente de que aquellos con quienes había convivido desde que tenía memoria la habían abandonado, Yaiza Perdomo, la menor de la estirpe Maradentro, «la que atraía a los peces, aplacaba a las bestias, aliviaba a los enfermos y agradaba a los muertos», dejó de poseer aquella confianza en sí misma que constituía una de las características primordiales de su carácter, y fue como si de pronto cayera en la cuenta de que había pasado a formar parte del mundo de los mortales, a los que individuos como Goyo Galeón podían destruir de un manotazo.

Y él lo captó de inmediato.

Le bastó con mirarla a la cara durante el almuerzo para descubrir que un velo de preocupación y desconcierto ensombrecía sus ojos y crispaba la hasta aquel momento inmutable serenidad de sus facciones, y casi al instante comprendió que tenía ganada la partida y ya no debía preocuparse por la presencia de Feliciana Galeón.

Pero no hizo ningún comentario. Comió en silencio, estudiando aquel rostro del que podía asegurarse que incluso había ganado belleza al humanizarse, analizando cada mirada y cada gesto de una niсa — mujer que en cierto modo aborrecía, pero por la que se sentía irremisiblemente atraído.

Había vencido. Una vez más había vencido, y experimentaba la dulce y relajante sensación del jugador que presiente que ya todas sus cartas serán buenas, y lo único que tiene que hacer es esperar a que su contrincante acepte la derrota.

La vio luego pasear por la orilla del río como si buscara en sus aguas respuesta a su desconcierto, y aguardó paciente, seguro de que aquella última noche concluiría por vencer toda su resistencia.

A la maсana siguiente podría creerse que Yaiza Perdomo había envejecido veinte aсos, y cuando, durante el desayuno, le preguntó si tenía alguna noticia que darle, ella se limitó a negar con la cabeza sin apartar la vista de la taza.

— El tiempo se acaba.

— Lo sé.

— ¿Tienes miedo? — Ante su silencio Goyo Galeón extendió la mano sobre la mesa y tomó una de las de ella—. No hay motivo — dijo—. Eso es algo que le ocurre a todas las mujeres. — Sonrió con cierta ternura—. Y seré bueno contigo — aсadió—. Bueno, paciente y dulce… Al fin y al cabo, no soy tan bestia como dicen. Cierto que he matado a demasiada gente, pero la mayoría de ellos se lo buscaron y merecen estar muertos. — Lanzó lo que pretendía ser una carcajada divertida—. A mí, lo que en realidad me hubiera gustado es ser médico… ¿Te imaginas? ¡Médico! Hubiera podido matar lo mismo, pero con diplomacia. — Rió de nuevo—. En serio, soсaba con estudiar y ser útil a la gente, pero mi madre lo más que pudo enseсarme fue a leer y escribir. El resto tuve que aprenderlo solo — continuó con un cierto deje de orgullo en la voz—. ¿Has visto mi biblioteca?

— La he visto.

— ¿Qué te parece?

— Interesante.

— ¿Sólo interesante? ¡Es magnífica! ¿Sabes lo que me ha costado reunir todos esos libros? ¡Aсos! Hago que me los traigan desde Caracas y Bogotá, y a veces tardan meses en llegar. Seguro que nadie tiene tantos como yo.

— Seguro.

Goyo Galeón hubiera continuado hablando de los miles de ejemplares de novelas del Oeste que componían su biblioteca,

pero se interrumpió al advertir que un «bongó» hacía su aparición aguas arriba y se aproaba directamente a la pequeсa cala en que se alzaba el samán y constituía el desembarcadero natural de la isla.

Aguzó la vista preocupado en un primer momento, pero pareció tranquilizarse al reconocer a su único ocupante, un negro alto y escuálido que hizo un amistoso gesto con la mano, mientras varaba la embarcación en tierra, a la que saltó con la agilidad de un simio.

Mientras ascendía sin prisas por el minúsculo sendero que conducía a la casa, saludó con un sonoro vozarrón, aunque resultaba evidente que no se le advertía feliz por la visita.

— ¡Buenos días, patrón! — dijo—. ¡Buenos días la compaсía!

— ¡Buenos días, Palomino…! ¿Qué te trae por aquí con este tiempo?

— Malas noticias, patrón… Bastante malas. — Había llegado hasta ellos, y tomando asiento sin esperar a que se lo indicaran, extendió la mano y se sirvió un generoso vaso—. ¡Con su permiso! — dijo y tras bebérselo de un golpe, soltó lo que traía dentro —: El Ramiro se murió.

— ¿Mi hermano? — se asombró Goyo Galeón.

— El mismo, patrón. Por eso me lancé río abajo con ese «palo de agua» que casi me quita el negro de la piel. Me enteré en Buena Vista. Un rayo lo alcanzó por los rumbos de Elorza y pajarito lo dejó. — Hizo una pausa que aprovechó para llenar de nuevo su vaso y servirle uno a Goyo Galeón que parecía estar necesitándolo—. Por lo que me contaron, ahí mismito le echaron tierra, porque como cadáver ni para velorio servía de chamuscado que estaba.

— Ahórrate los detalles — le interrumpió el dueсo de la casa tras apurar de un solo trago su ron—. Mi hermano se murió y punto—. Se volvió a Yaiza y su tono era claramente agresivo—. ¡Estarás contenta! — le espetó—. Una vez más se cumplen tus augurios… Ramiro se murió y murió tal como habías predicho. ¡Maldita seas! — exclamó con rencor—. Maldita tú y todas las de tu raza agorera… Ganas me dan de sentarte en una hoguera, que es donde realmente deberías estar… ¡Vete! — ordenó bruscamente—. ¡Vete antes de que te vuele los sesos de un tiro! — Le apuntó con un dedo, acusadoramente—. ¡Y recuérdalo! Se ha cumplido el plazo, y te juro, como Goyo Galeón que me llamo, que ni el virgo ni el culo te van a llegar sanos a esta noche…

Yaiza se puso en pie y se encaminó a la parte trasera de la casa, desde donde descendió hacia la ancha playa que dominaba los raudales de la angostura por la que el río, ahora en crecida, se precipitaba sonoro y turbulento. Le bastaría con dejar que la corriente la arrastrara para poner fin a todo, pero era aquélla una solución que había decidido no adoptar, porque era Yaiza Perdomo, la menor de la estirpe Maradentro, la única mujer nacida en el seno de su familia en el transcurso de las cinco últimas generaciones, y tenía que hacer honor a dicha condición.

Tomó por lo tanto asiento en un tronco caído que la corriente había depositado sobre la arena, y esperó. Esperó meditando, y ni tan siquiera hizo el esfuerzo de llamar de nuevo a Feliciana Galeón o a cualquier otro difunto, porque le constaba — tenía la absoluta certeza — de que ninguno vendría en su ayuda. No podía contar más que consigo misma, porque había dejado de ser la niсa que atraía a los peces para convertirse en una mujer que desquiciaba a los hombres.

Permaneció por lo tanto pensativa, perdida la noción del tiempo e incluso del lugar en que se encontraba, con la mente puesta en «Cunaguaro», Lanzarote o aquella inolvidable y trágica travesía del Océano, y tan sólo salió de su abstracción cuando escuchó, bronca y aguardentosa, una imperativa orden que no admitía réplica:

— ¡Desnúdate!

Estaba borracho. Tenía los ojos inyectados en sangre, apestaba a alcohol, hacía equilibrios para mantenerse en pie y probablemente le dolía la cabeza, pero se le advertía más decidido que nunca, y mientras comenzaba a desabrocharse torpemente la camisa, repitió:

— ¡Desnúdate! porque te juro que si en cinco minutos no te la he metido hasta los huevos, te pego un tiro… — Hizo una cruz con los dedos y se los besó—. ¡Por mi madre! Por Feliciana Galeón que en cinco minutos tengo que verte cogida o muerta… — Hipó sin poder contenerse y echó mano a su revólver amenazadoramente—. ¡Venga! ¡Espabila! ¡Fuera esa ropa!

Yaiza obedeció; se despojó primero de las botas y luego de la blusa, y al quedar al aire su portentoso pecho, erguido y desafiante, Goyo Galeón agitó la cabeza tratando quizá de alejar el dolor y encontrarse más lúcido para disfrutar plenamente del momento.

— ¡Vaina! — exclamó—. Eres algo único. ¡Venga! Sigue. Sigue desnudándote y ponte de rodillas… ¡Rápido…! ¡Rápido, caraja de mierda!

Parecía otro hombre. Parecía realmente la bestia humana de la que tantas historias de violencia y muerte se contaban, y Yaiza experimentó un profundo terror porque se dio perfecta cuenta de que en aquellos momentos a Goyo Galeón le daba lo mismo poseerla que pegarle un tiro.

Se desnudó por tanto sin decir una sola palabra, permitió que la abrazara, besara y mordiera hasta casi hacerla gritar de dolor, y sólo en el momento en que pretendió colocarla de rodillas sobre la arena, suplicó:

— ¡Vamos entre esas matas! No quiero que aquel hombre nos vea…

El busca con la mirada en la orilla opuesta del río, y al no ver nada, inquirió agresivo:

— ¿Hombre? ¿Qué hombre?

Ella pareció sorprenderse y alzó el brazo seсalando:

— ¡Aquél! El jinete junto al paraguatán… El que lleva de la rienda otros dos caballos iguales.

Goyo Galeón que aguzaba la vista y trataba de distinguir a alguien, se volvió como si le hubiera mordido una víbora:

— ¿Tres caballos iguales? — exclamó excitado—. ¿De qué color?

— Alazanes… — replicó Yaiza con naturalidad—. Sus tres caballos son alazanes…

— ¿Alazanes tostados? «Tres alazanes tostados, hermanos los tres de padre»… — recitó quedamente Goyo Galeón cuyo rostro parecía haberse transfigurado—. ¿Cómo es…? ¿Cómo es el hombre?

— No lo distingo. Está a la sombra del árbol.

— ¿Es moreno?

— No. Más bien rubio… — Fingió aguzar la vista avanzando unos pasos hacia el agua—. Ahora lo veo: es rubio.

— ¡Rubio! — exclamó Goyo Galeón como en éxtasis—. ¡El Catire! ¡El Catire Rómulo! ¡No podía ser otro! Estaba seguro de que no podía ser otro… ¡El Catire Rómulo!

— ¿Quién? — inquirió ella mostrando ignorancia.

— El Catire Rómulo: El hombre más grande que ha dado el Llano en este siglo… — Se volvió a mirarla como si no la reconociera—. El mejor jinete, el más valiente, el más noble, aquel a quien únicamente la traición pudo vencer… — Movió de un lado a otro la cabeza y sonrió levemente como si fuera la confirmación de algo que siempre había sabido—. Mi padre.

— ¿Su padre? — se asombró ella alzando la mano hacia el supuesto jinete—. ¡No puede ser su padre! ¡Es muy joven…!

— ¡Es que está muerto! ¿No te das cuenta? ¡Está muerto…! Lo mataron hace más de treinta aсos… Está muerto pero al fin ha venido a decírmelo… — Avanzó hasta el agua y se introdujo en ella, gritando hacia el paraguatán de la otra orilla—. ¿Has venido a decírmelo? ¿Verdad? ¿Has venido a decirme que yo, Goyo Galeón, soy tu hijo? ¡Tu hijo…! ¡Dímelo! — suplicó—. ¡Dímelo de una vez!

— Se marcha.

Se volvió a ella y sus ojos parecían querer saltársele de las órbitas.

— ¡No puede marcharse! — aulló—. ¡Dile que no se marche…! — Avanzó aún más dentro del agua hasta que ésta le alcanzó casi la cintura y alzó un brazo hacia la otra orilla—. ¡No te vayas! — rogó—. No puedes irte después de haber estado esperándote toda la vida… ¡Por favor! ¡Por favor, padre…! — sollozó—. ¡Nunca hice otra cosa que esperarte…! ¡Dios mío…! Otra vez vuelve a estallarme la cabeza…

Yaiza sintió pena. Pena y vergьenza por haber empujado a un hombre hasta aquella situación, a la vez ridícula y patética, y pena y vergьenza porque por primera vez en su vida estaba haciendo mal uso del «Don» que le había sido concedido.

— Se ha ido — dijo al fin con un esfuerzo—. Se ha ido.

Goyo Galeón ni siquiera se volvió a mirarla y continuó adentro en el río.

— ¡¡NO!! ¡No puede irse…! ¡No puede irse sin confesar que soy su hijo..! ¡Espera! — llamó hacia el paraguatán—. ¡Espera, padre! ¡Espérame…!

Comenzó a cruzar el río nadando a grandes brazadas, sin escuchar a Yaiza, que desde la orilla suplicaba:

— Vuelva. Vuelva, por favor… ¡Es mentira! Todo es mentira… No hay nadie… ¡Le juro que no hay nadie…!

Pero sordo a todo cuanto no fuera la ilusión infantil de que un hombre como el Catire Rómulo era su padre, Goyo Galeón continuó adentrándose en el río hasta que la corriente lo tomó de pleno y lo arrastró braceando, debatiéndose y aún suplicando, hacia el violento raudal de la angostura.



— …Se lo tragó el remolino y no encontraron su cuerpo. — Yaiza hizo una corta pausa y apretó con fuerza la mano de su madre—. El negro Palomino aceptó llevarme de regreso a Buena Vista, y la Guardia Nacional me acompaсó hasta aquí. Ha sido un viaje muy largo — concluyó.

No habló más porque resultaba evidente que era un tema que deseaba eludir y su interés se centraba ahora en disfrutar de la presencia de los suyos, que con su regreso parecían haber vuelto a la vida tras aquellos interminables días de angustia e inquietud.

— Ahora lo que importa es preparar el viaje — seсaló Sebastián que parecía haber recobrado su calidad de cabeza de familia y no deseaba que la emoción prendiera en el ánimo de los suyos—. Ha dejado de llover y mamá también ha dejado de llorar, por lo que tenemos que darnos prisa o pronto los ríos comenzarán a bajar de nivel. El barco está listo.

Estaba listo en efecto, meciéndose sobre las aguas, en el diminuto remanso que formaba la gran curva, y era un hermoso navío pese a que aún le faltaran los mástiles que no hubieran hecho más que dificultar la navegación por unos ríos flanqueados de copudos árboles.

Disponía, eso sí, de timón, pértigas, toldilla y camaretas, y en proa y popa, cuidadosamente dibujado por la mano de Aurelia Perdomo, lucía orgullosamente su nombre: MARADENTRO. — ¡Es un gran barco! — sentenció Asdrúbal satisfecho de su trabajo mientras atraía hacia sí a su hermana, abrazándola por los hombros—. Aún no hemos podido probarlo, pero lo siento bajo los pies cuando le empuja el agua. Es un gran barco y nos llevará al mar.

Yaiza alzó el rostro hacia él.

— ¿No sientes irte? — inquirió con intención.

— Lo sentiría si no supiera que vamos al mar.

— El mar aún queda lejos — le advirtió suavemente mientras él le besaba la frente con ternura—. Queda muy lejos y pueden ocurrir muchas cosas antes de que lleguemos.

— Lo sé, pequeсa, lo sé. Pero por lejos que esté y muchas cosas que ocurran, siempre, te pongas como te pongas, al final de todo está el mar.

Al día siguiente, mientras Yaiza contemplaba desde la barandilla del porche cómo sus hermanos y el viejo Aquiles se afanaban transportando a bordo el equipaje y provisiones, Celeste Báez acudió a tomar asiento junto a ella y, tras permanecer unos instantes en silencio, comentó:

— Ahora el Llano se pondrá precioso. El sol hará crecer la hierba y millones de flores y parecerá en verdad el paraíso. Me gustaría que pudierais quedaros a verlo, pero comprendo que tengáis que marcharos. — Le acarició con ternura la mejilla—. Y me hubiera gustado conocerte mejor… — Sonrió con dulzura—. De todos modos — aсadió—, sé que por muchos aсos que viva y muchas cosas que ocurran, jamás podré olvidarte. Ni a ti ni a tu familia.

Yaiza la miró a los ojos y había una silenciosa complicidad en aquella mirada.

— Ya lo sé — admitió—. Al fin y al cabo, una parte de los Maradentro se queda aquí.

Una vez más Celeste Báez se sorprendió por algo que Yaiza había dicho; la observó con insistente fijeza e inquirió:

— ¿Tú lo sabes? — Ante el mudo gesto de asentimiento, insistió—. ¿Piensas decírselo a Asdrúbal?

— Ni a Asdrúbal, ni a nadie. Es su hijo; únicamente su hijo; el que siempre quiso tener en sustitución de aquel que le quitaron… — Extendió la mano y la colocó muy suavemente sobre el vientre de Celeste Báez—. Y será un niсo que llenará su vida y le dará infinitas alegrías. Será un digno descendiente de los Báez y los Perdomo Maradentro… — Sonrió con dulzura—. Pero se tiene que llamar Abel, como mi padre.


Lanzarote, agosto 1984


Libro tercero: MARADENTRO

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