A medianoche Yaiza comenzó a agitarse con un sueсo inquieto, plagado de pesadillas, y tras revolverse una y otra vez gimió como si la estuvieran martirizando, y al fin se despertó, quedando sentada con los ojos muy abiertos, dilatados por el terror.

Aurelia encendió de inmediato la mustia bombilla que confería a la estancia una triste luz amarillenta, y pese al cansancio, Asdrúbal y Sebastián abrieron a su vez los ojos.

— ¿Qué ocurre?

— Tenemos que irnos.

La miraron estupefactos, y fue su hermano mayor el primero en tomar asiento en el borde de la cama y observar con fijeza a la muchacha.

— ¿Irnos…? — inquirió—. ¿Adónde?

— No lo sé — admitió ella—. No sé lo que ocurre, pero todos me gritan que me vaya.

— ¿Quiénes son «todos»?

No hubo respuesta, y nadie pareció querer insistir en la pregunta, que Aurelia fue la primera en soslayar, poniéndose en pie y cubriéndose con su único vestido.

— ¡Vamos, hija! — suplicó—. Procura tranquilizarte e intenta explicar lo que te pasa.

Yaiza la miró y luego se volvió a sus hermanos. Asdrúbal, que había buscado apoyo en la pared sin abandonar la cama, extendió la mano y encendió un cigarrillo aun a sabiendas de que contravenía las órdenes de su madre, que había prohibido fumar en la recargada habitación. Dio dos chupadas y pasó el pitillo a su hermano, limitándose a esperar porque conocía bien a su familia y le constaba que cuando la pequeсa se despertaba de aquel modo, cualquier cosa, por absurda que pareciese, podría acontecer.

— Corro peligro — replicó al fin la muchacha—. Todos corremos peligro y tenemos que marcharnos.

— ¿Ahora? — se asombró Sebastián.

Asintió, convencida.

— Ahora.

Su hermano agitó la cabeza, negando.

— ¡Ni hablar! — exclamó—. Me he pasado el día cargando sacos y mezclando cemento. No pienso lanzarme a esas calles de Dios a las dos de la maсana.

Yaiza se limitó a volverse hacia su madre y repetir con aquella naturalidad que tenía la virtud de desarmarla:

— Algo terrible ocurrirá si nos quedamos.

— ¿Estás segura?

— Tú sabes que nunca se equivocan.

Aurelia Perdomo la observó intentando buscar una respuesta en el fondo de sus ojos, y al fin asintió con un levísimo ademán de cabeza.

— ¡Está bien! — ordenó con un tono de voz que no admitía réplica—. Recogedlo todo.

Sebastián se limitó a lanzar un resoplido y cerrar los ojos con inequívoco gesto de hastío y resignación, mientras Asdrúbal, tras alargarle de nuevo el cigarrillo en un vano intento de calmarle, se ponía en pie con parsimonia.

Al otro lado del muro, Mauro Monagas había abiertos los ojos alarmado por las voces, y cuando se cercioró de que algo extraсo ocurría, se aproximó a la pared, apartó con sumo cuidado el taco de madera y aplicó el ojo al agujero.

Advirtió cómo ambos hermanos se vestían dando la espalda a Yaiza, que comenzaba a hacerlo a su vez, y distinguió igualmente las manos de Aurelia, que colocaba apresuradamente en el fondo de una caja de cartón cuanto aparecía desparramado por la estancia.

Se alarmó.

El corazón le dio un vuelco en el pecho, y experimentó el mismo temblor de piernas que le atacara la primera vez que descubrió a la muchacha desnuda.

Durante unos segundos todo se le antojó confuso y sin explicación, pero pronto llegó al convencimiento de que sus huéspedes se estaban disponiendo para la marcha.

Meditó unos instantes recostado en la pared, y al fin taponó de nuevo el agujero, se puso a duras penas los pantalones, y con su monstruosa barriga al aire salió al pasillo y golpeó la puerta.

— ¿Qué ocurre? — inquinó cuando Sebastián asomó la cabeza.

— Nos vamos.

— ¿A estas horas? ¿Por qué?

El otro miró hacia dentro, comprobó que Yaiza estaba ya vestida y abrió la puerta de par en par al tiempo que se encogía de hombros tratando de mostrar su desconocimiento y su impotencia.

— ¡Cosas de mi familia, que está chiflada! — comentó—. Yaiza asegura que aquí nos acecha un gran peligro.

— ¿Qué clase de peligro?

El gordo Monagas notó cómo los verdes ojos de la muchacha se clavaban en él buscando atravesarle o leer en el fondo de su mente, y deseó más que nada en este mundo encontrarse muy lejos de allí, porque le asaltó el convencimiento de que sabía la verdad.

Pese a ello insistió con voz más débil volviéndose a la madre, que concluía de empaquetar las escasas pertenencias del grupo.

— ¿Qué clase de peligro?

— No lo sabemos — replicó desganadamente Aurelia sin mirarle—. Pero si mi hija dice que tenemos que irnos, tenemos que irnos.

— ¡Pero han pagado hasta el sábado — protestó el Manco—. ¡Quédense por lo menos hasta entonces!

— ¡No! Nos vamos.

Era la primera vez que Asdrúbal abría la boca en el transcurso de la noche, pero su voz denotaba a las claras la firmeza de su determinación.

— ¿Adónde?

— No lo sabemos.

— ¡Pero…! — se sorprendió Monagas, desconcertado—. ¿Cómo podré localizarlos?

— ¿Para qué?

— Para lo que pueda necesitar.

— No creo que podamos ayudarle nunca en nada.

— ¿Y si reciben una carta, o alguien pregunta por ustedes?

— No esperamos ninguna carta. — Asdrúbal hizo una corta pausa y puntualizó escuetamente —: Y nadie nos conoce.

El Manco Monagas recorrió uno por uno los cuatro rostros que a su vez le miraban, llegó a la conclusión de que todo estaba perdido, y súbitamente vencido dio dos pasos y se dejó caer en el borde de la cama más próxima, inclinando la cabeza y pasándose la mano por su enorme calva sudorosa.

— ¿Qué será de mí ahora? — musitó roncamente—. ¡Dios bendito! ¿Qué será de mí?

Los Perdomo intercambiaron una mirada de sorpresa, y guardaron silencio, observando fijamente a aquel gordo grasiento que parecía haberse convertido en la más pura estampa del abatimiento y la desesperación.

Al fin Aurelia tomó asiento frente a él y extendió la mano, apoyándola en una de sus rodillas.

— ¡No se lo tome así! — seсaló—. Encontrará otros huéspedes. Total:;para lo que le pagamos…!

El otro tardó en reaccionar y decidirse a mirarla de frente.

— Usted no lo entiende — dijo al fin—. Nadie lo entendería. — Hizo una pausa—. Pero ella tiene razón, y es mejor que se marchen. Váyanse y no vuelvan nunca… ¡Nunca!

— ¿Por qué?

— Porque Antonio das Noites la encontrará si se queda en Caracas. O en Maracaibo, Valencia, Puerto Cabello o cualquier otra ciudad venezolana. — Agitó la cabeza, pesimista—. Su gente está en todas partes y le informarán de cualquier muchacha útil para su negocio.

— Ahora, al hablar miraba fijamente a Yaiza, como si no existiera nadie más que ella en este mundo—. Quería llevarte — aсadió—. Quería convertirte en la prostituta más famosa del país. El sabe cómo hacerlo; él sabe mejor que nadie cómo drogar y enviciar a una mujer para que haga cuanto quieran sus clientes.

Asdrúbal dio un paso adelante, amenazador.

— ¡Usted lo sabía! — exclamó—. ¡Lo sabía y no nos advirtió, maldito hijo de puta!

El gordo ni siquiera se molestó en mirarle.

— Tenía miedo — dijo—. Ustedes también lo tendrían si conocieran a ese sucio canalla brasileсo. ¡Váyanse! — repitió obsesivamente—. ¡Por favor, váyanse donde él nunca pueda encontrarla!

— ¿Cómo? — quiso saber Sebastián—. Aún no nos han entregado las cédulas de identidad, ni los permisos de residencia. En cuanto salgamos de Caracas nos detendrá la Policía.

El Manco apartó los ojos de Yaiza y le miró.

— En el Departamento de Extranjería hay un negro, Abelardo Chirinos. Si han presentado ya la documentación, en dos horas lo soluciona todo por quinientos bolívares… ¡Vayan a verle de mi parte!

— No tenemos dinero.

— Yo lo tengo… — seсaló Mauro Monagas—. Ferreira me lo dio. ¡Llévenselo! Que su propio dinero sirva para burlarle. ¡Es un hijo de puta! ¡No como yo, que nací así, sino un auténtico hijo de puta que quería entregar a Yaiza al cerdo de Medina o a ese nazi de Meyer… — Sonrió quizá por primera vez en muchos aсos—. ¡Me alegra joderles! — admitió—. Y me alegra saber que por mucho dinero que tengan ninguno podrá pagar por ser él el primero en ponerle las manos encima.

Ya a solas, más a solas que nunca en el mugriento cuartucho donde había pasado tantos aсos, el Manco Monagas se tumbó en el camastro a contemplar el techo evocando cada uno de los momentos que había pasado con el ojo pegado a la pared preguntándose cómo transcurriría de allí en adelante su vida si no podía llenarla con la presencia portentosa y única de Yaiza.

Sintió unos incontenibles deseos de llorar, de llorar sin recato, como no lo hacía desde que fuera el niсo más solitario, triste y desgraciado del mundo, y aún lloraba cuando golpearon la puerta, y tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse y limpiarse las lágrimas con un mugriento paсuelo antes de abrir.

— ¿Qué ha ocurrido? — fue lo primero que inquirió agresivamente Lucio Larraz—. Llevo más de dos horas esperando. ¿Dónde está?

— ¿Quién?

El otro le miró como si se hubiera vuelto loco.

— ¿Quién va a ser, estúpido? Esa chica.

— Se fue — replicó el Manco Monagas con una súbita calma que a él mismo le sorprendió—. Sus muertos le avisaron que vendrías, y se marchó. — Hizo un ademán indicando que le dejara en paz—. Y dile a tu jefe que no se moleste en buscarla. ¡Nunca la encontrará! Yaiza no es para él, ni para Meyer o cualquier otro cabrón semejante. Ella no es de nadie. ¡Jamás será de nadie!

Lucio Larraz le observó como si le costara un gran esfuerzo averiguar a qué se estaba refiriendo, y en realidad le costaba ese esfuerzo. No dijo nada, pero fue hasta la habitación vecina, se cercioró de que todos se habían ido llevándose lo poco que tenían, y cuando regresó hizo un imperioso e inequívoco gesto con la mano.

— ¡Vamos! — dijo—. Don Antonio querrá hablar contigo.

— ¿Y si me niego?

— Te romperé el cuello aquí mismo. ¿Está claro?

— Muy claro.

Se calzó, en chancletas, sin calcetines, los viejos zapatones mientras se abotonaba la eterna y resobada guayabera ayudándose con el muсón que la sujetaba sobre el voluminoso vientre, y cuando Lucio Larraz lo empujó media hora después ante Don Antonio Ferreira, éste le dirigió una larga mirada de desagrado y desconcierto.

— ¿Qué pasa? — inquirió—. ¿Dónde está la carajita?

— Se ha ido — se anticipó a responder el guardaespaldas—. En la casa no queda nadie, y éste no hace más que decir tonterías. Por eso lo traje.

El brasileсo se volvió a Mauro Monagas y lo observó con detenimiento, aguardando una explicación.

— Se despertó a medianoche asegurando que corría peligro, convenció a sus hermanos y se fueron — seсaló al fin el gordo—. Intenté retenerles, pero resultó imposible.

— ¿Pretendes que me crea semejante estupidez?

— Es la verdad.

— ¿Me estás tomando el pelo? Una mocosa se despierta, dice que corre peligro, y todos se levantan y se van. ¡Nunca oí nada igual!

— Ya le dije que ella es distinta. — Monagas hizo una leve pausa y bajó el tono de voz—. Creo que habla con los muertos.

Don Antonio das Noites le miró estupefacto, y luego se volvió hacia Lucio Larraz, como pidiendo una aclaración, pero el otro permaneció impasible, porque se diría que nada en este mundo conseguiría sorprenderle.

— Habla con los muertos, ¿eh? — repitió al fin el brasileсo, mientras se pellizcaba la nariz con un nervioso gesto que se sentía incapaz de controlar—. ¡Bien! Pronto vas a poder charlar con ella si no empiezas a explicarte. — Hizo una pausa y pareció querer taladrarle con la mirada—. De acuerdo — admitió—. Supongamos que realmente tú no dijiste nada y se fueron por su cuenta. ¿Por qué no me avisaste? Te bastaba con coger un teléfono y llamar a cualquiera de mis chicas. En cinco minutos yo lo habría sabido.

— Es que no quería que lo supiese.

Podría asegurarse que ahora don Antonio Ferreira se desconcertaba realmente, y estudió al manco Mauro Monagas como si se tratara de alguien a quien nunca había visto con anterioridad.

— No lo querías — murmuró sin cesar de pellizcarse la nariz—. ¿Por qué?

— Porque Yaiza no nació para puta, ni para que tipos como Meyer la anden manoseando. — Sonrió levemente—. Le di su dinero, y tiempo para escapar. — Hizo una pausa—. Nunca podrá encontrarla — concluyó, convencido—. ¡Nunca!

— Eso está por ver — replicó el brasileсo sin inmutarse—. Puedo hacer que encuentren a alguien en Venezuela aunque se esconda bajo tierra. — Comenzó a silbar distraídamente una pegadiza tonadilla del carnaval carioca, y al poco seсaló, como si no tuviera importancia —: Pero ahora el problema eres tú…: te has quedado con dos mil bolívares míos. ¿Qué puedo hacer contigo?

Mauro Monagas hizo un gesto con la cabeza hacia Lucio Larraz, que había quedado a sus espaldas, junto a la puerta, y comentó con idéntico tono:

— Ya él lo dijo: romperme el cuello.

Don Antonio das Noites sonrió, y se diría que la situación había acabado por hacerle gracia. Buscó la botella de coсac, se sirvió un largo trago y lo paladeó mientras inclinaba apenas la cabeza para observar irónicamente al gordinflón, que permanecía en pie ante él, orgulloso y desafiante.

— ¿Eso es lo que te gustaría? — inquirió al fin en tono de burla—. ¿Que Lucio te mandara al otro barrio cuando te sientes feliz porque te has sacrificado por la mujer que amas? ¡Oh, mierda! — exclamó—. Los viejos suelen nacer el ridículo cuando se enamoran. Unos se arruinan por la primera putita que la mama bien… Otros abandonan a su mujer e incluso a sus hijos, y tú, que no tienes mujer, ni hijos, ni puedes arruinarte, decides sacrificar tu puerca vida. — Negó convencido—. ¡Pero no me vale, Monagas! ¡Tu vida no vale dos mil bolívares! ¡Ni siquiera veinte! Y no te voy a hacer el favor de matarte como a un héroe. — Sonrió malignamente—. Lo que quiero es que me recuerdes toda la vida. ¡Y a ella! Te juro que te vas a acordar de esa niсa cada vez que tengas que sonarte los mocos o limpiarte el culo. — Se volvió a Lucio Larraz e hizo un gesto con la cabeza—. ¡Llévatelo! — ordenó secamente—. Llévatelo, pero no lo mates: córtale la otra mano.

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