Al concluir la cena Aquiles Anaya tomó de nuevo el rifle, se cercioró de que estaba a punto y cargado, y descolgando de la pared una gran calabaza hueca, comenzó a limpiarla librándola de las telaraсas y el polvo acumulado durante meses.

— ¿Qué es eso? — quiso saber Sebastián.

— Un «coroto».

— Sí, ya sé — admitió—. Para los venezolanos, cualquier cosa es un «coroto». ¿Pero ése para qué sirve exactamente?

— Para darle una serenata al «mano — e — plomo» que nos roncó en la oreja toda la noche. ¿No lo oíste?

— ¿Los rugidos? Sí. Pero también podía ser un mono araguato.

— ¡Escucha, hijo! — seсaló el capataz—. Si hubiera araguato en el mundo capaz de rugir con esa potencia, te juro que me impondría más respeto que el propio tigre, porque mediría por lo menos dos metros. — Agitó la cabeza negando seguro de sí mismo—. Ese «pintado» era un macho en celo y peligroso. Si la sabana está repleta de animales moribundos a los que puede derribar de un zarpazo sin que nadie le moleste, ¿a qué diablos viene ese pasarse la noche rondando la casa y amenazando? No me gusta — concluyó—. No me gusta nada de nada.

— ¿Y por eso va a matarlo? — se lamentó Yaiza—. ¿Tan sólo porque no le gusta que ronde la casa?

— ¡Desde luego! — admitió el llanero—. ¿Sabes lo que puede significar? Que el gran carajo en alguna ocasión se comió a un cristiano, le agradó el sabor y está deseando cambiar menú de vaca por persona. — Chascó la lengua—. Y en esta casa nadie ha nacido para capricho de tigre «gourmetre».

Aurelia no pudo evitar sonreír desde la cocina al escuchar la pintoresca expresión, comentó en voz alta:

— ¿No será que como en el cuarto de Yaiza no hay alfombra quiere proporcionarle una?

— Algo hay también de eso — replicó el anciano con la picara expresión del chiquillo cogido en una travesura—. Pero una cosa no quítala otra.

— ¡Yo no quiero ninguna piel de tigre en mi habitación! — se apresuró a puntualizar la muchacha, alzando el dedo amenazante—. Ni de tigre, ni de ningún otro animal. Así que ya puede ir guardando su «coroto» y su escopeta, y mejor nos cuenta una de esas historias que conoce. Me gustan tanto como las de Maestro Julián, el Guanche. — Aquél era más mentiroso — bromeó Asdrúbal—. O al menos, podíamos cogerle más fácilmente las mentiras porque eran historia; del mar. Pero aquí… ¡Como apenas sabemos nada del Llano!

— ¡Y menos sabrás si no abres las orejas, carajito! — masculló Aquiles Anaya—. Os queda mucho que aprender. — Luego se volvió a Yaiza y había seriedad en sus palabras—. Si no la quieres, no tendrás alfombra — dijo—. Pero eso no impide que tenga que matar al bicho. No podría dormir pensando que en cualquier momento puede meterse de un salto por una ventana. Un animal de su tamaсo, de un solo golpe, destripa a cualquiera.

— ¿Puedo ir con usted?

Se volvió a Asdrúbal que era quien había hecho la pregunta.

— Te advierto que hay que pasarse horas inmóvil y en silencio, dejando que te acribillen los zancudos y sin poder orinar siquiera. El tigre huele una meada de hombre a dos kilómetros.

— ¿Puedo ir yo también?

Era Sebastián quien se sumaba al grupo y el llanero se encogió de hombros en mudo asentimiento.

— Seis ojos ven más que dos y los míos empiezan a estar cansados. — Se volvió hacia la cocina—. ¿No le importa que me lleve a sus chicos? — inquirió dirigiéndose a Aurelia—. Los cuidaré bien.

Esta asomó la cabeza por la pequeсa ventana que separaba el comedor de la cocina y sonrió:

— A los catorce aсos pescaban tiburones a los que ese «gato» de ahí fuera no les hubiera servido ni de postre. No se preocupe: saben cuidarse solos, pero tenga cuidado porque si el tigre se acerca demasiado, Asdrúbal le machaca la cabeza de un puсetazo. Se lo he visto hacer con un camello.

El viejo se volvió, asombrado, al aludido.

— ¿Es cierto? — quiso saber.

— ¡Bueno! — se disculpó el otro—. No le machaqué la cabeza. Únicamente lo tumbé. Fue una apuesta un día que estaba borracho, pero Yaiza se enfadó tanto que prometí no repetirlo… — Sonrió—. Ni siquiera con un tigre.

— Es muy bruto — sentenció la muchacha, molesta.

— No es bruto. Es fuerte — intercedió Sebastián—. Pero papá era aún más fuerte. Asdrúbal jamás pudo ganarle un pulso. — Se volvió a Aquiles Anaya—. Mi padre medía dos metros y pesaba más de cien kilos. Podía sacar una barca del mar él solo.

— Me hubiera gustado conocerle — seсaló el llanero.

Se hizo un silencio, como si la evocación de Abel Perdomo pesara de pronto en el ánimo de su familia entristeciéndola y sumiéndola en unos recuerdos de donde únicamente pareció sacarla Aquiles Anaya, que se puso en pie decidido.

— Es hora de marcharse — dijo—. El que quiera venir que se busque una manta y una cantimplora. La espera va a ser larga.

Fue larga en verdad, pues se alejaron a pie durante más de media hora en dirección a un chaparral que comenzaba más allá del último recodo del río, y se internaron en él hasta coronar una diminuta loma de no más de cuatro metros que constituía el mejor mirador de los contornos. Una suave brisa soplaba de la dirección que habían traído, y el viejo permaneció unos instantes muy quieto a la luz de una luna que estaba ya más que mediada iluminando fantasmagóricamente la dormida sabana.

— ¡Bien! — exclamó—. Este lugar es perfecto; tenemos el viento de cara, no puede olemos y resultaría difícil que nos sorprendiera. — Dejó el rifle en el suelo—. De todos modos, más vale «pelar bien el ojo», por si pretende echarnos una vaina.

A continuación se arrodilló, colocó la calabaza a poco menos de un palmo del suelo, y ajustando la boca a la parte alta como si se tratara de un megáfono emitió un fuerte gruсido.

Al rebotar contra la tierra, el sonido cambió el tono y se expandió por la llanura en lo que constituía sin lugar a duda una notoria imitación del rugido de un jaguar.

Repitió la acción una docena de veces ante la sorprendida mirada de sus acompaсantes, y luego se sentó a esperar con el oído atento.

Nada.

Nada durante casi media hora en la que permanecieron inmóviles como si fueran una piedra más en la llanura, y únicamente entonces el llanero decidió alargar la mano, tomar de nuevo el «coroto» y repetir la llamada.

Nada tampoco. Tan sólo el zumbido de los zancudos que atacaban con inusitada ferocidad obligándoles a cubrirse con las mantas sin dejar al aire más que ojos, nariz y oídos, o el silbido de los «pájaros — bombarderos» que imitaban obsesivamente el ruido de una granada a punto de caer.

Asdrúbal fue el primero en acurrucarse como un inmenso feto envuelto en su cobija para quedar pronto traspuesto, y Sebastián, aunque sentado, echaba de tanto en tanto una cabezada en una duerme — vela de la que ambos regresaban súbitamente cuando el capataz repetía sus rugidos cada vez más frecuentes.

— ¿Y si fuera sordo? — aventuró Asdrúbal en uno de aquellos espabilarse de improviso—. Seguro que ya nos han oído hasta en Caracas.

— No hay tigre sordo — sentenció el otro.

— ¿Cómo lo sabe?

— Porque he matado más de treinta y jamás vi ninguno con trompetilla. «Mano — e — plomo» es muy desconfiado desde que sabe que a las seсoras de París les encanta hacerse un abrigo con su pellejo. Duerme y no ronques.

Habían pasado cuatro largas horas y se diría que todos los mosquitos de los contornos habían decidido acudir al reclamo en representación de una fiera que prefería no aparecer, cuando al fin un lejano rugido llegó desde los rumbos de la casa.

— ¡Ahí está! — musitó el viejo excitado—. ¡Eh! Despertad. ¡Ya roncó el bicho!

Los dos hermanos se irguieron prestando atención y alargando la oreja, y Aquiles Anaya repitió una vez más su gruсido que fue devuelto casi como si de un eco se tratase.

— ¡Macho! — exclamó el llanero—. Un macho adulto.

— ¿Cómo puede saberlo?

Los miró confuso.

— Lo sé y basta — replicó al fin—. Quien no aprende a distinguir si el que responde al reclamo es macho o hembra, jamás conseguirá cazar un tigre. — Rió por lo bajo—. Aquí, como en todo, es el coсo el que manda.

Se inclinó de nuevo sobre la calabaza, pero en esta ocasión la apartó algo más del suelo, de modo que, aún siendo básicamente el mismo tipo de rugido el que emitía, ahora se le advertía más débil en su timbre e intensidad.

— ¡Hembra en celo que necesita macho! — susurró muy por lo bajo—. Ese llega volando y con la excitación apenas tomará precauciones por miedo a que otro se le adelante… — Cogió el rifle, le quitó el seguro y tumbándose cuan largo era, se encaró el arma y clavó la vista al frente—. ¡Ni un susurro! — pidió—. Dentro de nada lo tendremos aquí.

Asdrúbal y Sebastián le imitaron echándose a su lado, y a ambos les costó contener su nerviosismo mientras se esforzaban por distinguir algún movimiento que delatara la presencia de la fiera.

Todo se mantuvo sin embargo en calma unos minutos, y en ese tiempo Sebastián pudo advertir hasta qué punto se habían desarrollado sus sentidos, y cómo se consideraba capaz de distinguir sonidos y olores de la sabana que un mes antes no hubiera sabido diferenciar ni tan siquiera claramente separados entre sí.

Le vino luego a la mente aquella lejana noche en que siendo apenas un niсo su padre le llevó por primera vez mar adentro, a la vista de las costas saharianas y cebaron los anzuelos con grandes pedazos de atún ensangrentado lanzando las liсas y aguardando a que los gigantescos marrajos acudieran a presentar batalla.

También entonces experimentó idéntica sensación, abrigando durante horas el convencimiento de que de pronto se había convertido en un auténtico pescador de altura, un «lobo de mar» de los que no temían izar a bordo a un tiburón que lanzaba a uno y otro lado dentelladas asesinas.

Fueron muchas las noches que siguieron a aquélla e incontables los marrajos embarcados, pero jamás resultó ya tan fascinante, ni volvió a experimentar la impresión de haberse transformado de improviso en superhombre.

Pero ahora estaba allí de nuevo, tan lejos de su casa, el Océano y su mundo, tumbado sobre una tierra recalentada y seca, advirtiendo cómo por las venas le corría aquella misma sangre diferente — más violenta y más viva — y cómo los ojos pugnaban por saltar de sus órbitas en un desesperado deseo de ver surgir de las tinieblas la silueta de un gigantesco tigre.

— ¡Ahí está!

Buscó en la dirección seсalada y no vio más que la noche que llevaba todo el tiempo viendo, pero «supo» que era verdad y que allí estaba el jaguar, porque si algo había aprendido era a confiar en los conocimientos que de su tierra y sus bestias tenía el viejo llanero.

Transcurrieron lo que no debió ser más que unos segundos pero que se les antojó un tiempo infinitamente largo, hasta que de la oscuridad nació una mancha más clara que avanzó silenciosamente y luego súbitamente se detuvo porque su instinto había avisado a la fiera del peligro y por un momento dudó entre seguir adelante o desaparecer de nuevo, y para siempre, en la negrura de la noche.

Resultó evidente sin embargo que Aquiles Anaya sabía de antemano lo que iba a suceder, y fue en el instante en que el jaguar permaneció desconcertado, cuando centró el punto de mira de su arma y apretó el gatillo para que un relámpago de fuego iluminara la oscuridad y un estampido de muerte se alejara por la sabana rebotando contra las palmeras y los paraguatanes.

Cuando la explosión que había atronado los oídos se perdió para siempre en la distancia, un portentoso maullido pareció llenar el vacío que había dejado y al maullido siguieron una rápida sucesión de rugidos de dolor y un agitarse de matas y arbustos mientras el animal saltaba y se revolcaba de un lado a otro del chaparral.

— ¡Quietos ahora! — susurró el llanero—. Quietos y atentos porque es muy capaz de lanzarse al ataque. ¡Está furioso y asustado, y eso lo hace mucho más peligroso!

Fue aún más larga la noche pues no quedaba el recurso de adormilarse, y más temible se hizo cuando a los rugidos siguió un jadeo y luego un silencio que tan sólo rompía el rumor de un cuerpo que se deslizaba sigiloso, chasquidos de ramas al partirse, susurros del viento en el pajonal, y el deprimente canto de un solitario «yacabó» que pareció sustituir a los «pájaros — bombarderos» que habían huido aterrorizados por el estruendo de la muerte.

Asdrúbal, sentado allí, con un revólver que jamás había disparado en una mano y el sudor del miedo en la otra, no pudo por menos que evocar aquella otra noche, tan eterna, en que un desconocido y gigantesco monstruo marino se frotó insistentemente contra el maltrecho barco en mitad del Océano durante la infinita travesía que había de llevarles de Lanzarote a América.

También había sido aquélla una noche de temor a la espera del ataque final, con la diferencia de que ahora no se encontraba Yaiza allí para asegurarles que con el amanecer llegaría el viento y el monstruo desaparecería para siempre en las profundidades.

— ¿Es que aquí no amanece nunca? — masculló cuando ya le dolían los ojos de mirar a la nada.

— Todos los días — replicó irónico el viejo—. Pero siempre a la misma hora.

— ¡Muy gracioso!

— A ver si imaginas que van a hacer una excepción porque estemos cagaditos de miedo.

— ¿Usted también?

— Ya lo creo, hijo. ¡Ya lo creo! A Demetrio el Chusmita le largó un manotazo un bicho como ése, se le llevó las tripas enganchadas en las uсas y se alejó dando saltos como un borracho tirando una serpentina en Carnaval. Para enterrarle tuvimos que rellenarle el hueco con periódicos. ¡Y ahora calla, que si nos oye es peor!

Le hicieron caso, y permanecieron inmóviles y en silencio hasta que una claridad lechosa comenzó a aplastar la noche contra el Llano borrando en primer lugar del cielo a las estrellas, mostrando luego los penachos de las más altas palmeras, al poco las copas de los araguaneys y los caobos, y por último los matojos del chaparral y la grandeza de la sabana ilimitada.

— ¡Por mi «taita» que ahora viene lo peor! — exclamó Anaya tras lanzar una larga ojeada a su alrededor—. «Mano — e — plomo» se oculta en algún lugar entre esas matas, y lo mismo puede estar difunto y panza arriba, que vivito y encabronado, aguardando a que nos acerquemos para lanzarnos un viaje. Así fue como murió el pobre Chusmita: buscando en el panojal. Yo estaba como que aquí y él a no más de tres metros, pero no vimos al bicho hasta que ya andaba por el aire. Se diría que tienen un resorte en el culo esos «pintados» del demonio.

— ¿Y qué hacemos?

— Lo primero, mear — replicó el otro mientras comenzaba a desabrocharse parsimonioso la bragueta—. Y luego decidir si volvemos a casa dejándole malherido o si nos arriesgamos a que nos airee las tripas.

Sebastián concluyó de orinar a su vez lanzando un suspiro de evidente alivio y seсaló:

— Hay que buscarlo.

— ¡Es lo correcto, hijo! Es lo correcto. Ya lo dice el refrán: «El que quiera peces que se moje el culo y el que quiera tigres que se lo cague.» ¡Andancio!

Hizo ademán de comenzar a descender del minúsculo otero, pero Asdrúbal le detuvo sujetándole por el antebrazo y seсalando hacia la llanura por la que se aproximaba la nube de polvo que alzaban al cielo del amanecer un grupo de caballos.

— Alguien viene — dijo.

Forzaron la vista y fue también Asdrúbal el primero en reconocer al jinete que marchaba en cabeza conduciendo la reata.

— ¡Es Yaiza! — exclamó.

Era en efecto Yaiza que comenzaba a adentrarse en esos momentos en el chaparral viniendo directamente hacia ellos.

— ¿Pero qué nace? — exclamó el llanero—. ¿Se ha vuelto loca? Si el tigre anda por ahí puede saltarle encima.

Comenzaron a agitar los brazos y gritarle para que no se aproximara, pero la muchacha se limitó a saludarles con la mano y continuar su marcha.

Aquiles Anaya se encaró el arma, decidido a disparar en cuanto la fiera hiciese acto de presencia y tanto Asdrúbal como Sebastián corrieron al encuentro de su hermana dispuestos a protegerla.

Pero Yaiza llegó tranquilamente hasta donde se encontraban, obligó a detenerse a las bestias y saludó sonriente.

— ¡Buenos días! — exclamó—. He traído los caballos, café caliente y «arepas». ¡Vamos a desayunar!

— ¿Desayunar? — explotó Sebastián fuera de sí—. ¿Es que eres tonta? Por ahí anda un tigre que tal vez esté malherido y ataque en cualquier momento. ¡Baja!

Pero ella continuó sobre la silla y se limitó a negar con la cabeza.

— Hace más de dos horas que está muerto — dijo.

— ¿Cómo lo sabes?

Yaiza abrió las manos en un gesto que no quería decir nada, y el llanero, que se había aproximado con el dedo en el gatillo y mirando desconfiado a todas partes, insistió:

— ¿Estás segura?

— Completamente.

Se diría que un súbito ataque de ira se apoderaba de Aquiles Anaya, que lanzó al suelo su cantimplora.

— ¿Pero cómo puedes saberlo? — explotó—. ¿Cómo? ¿Vas a decirme que te lo contó Abigail Báez, o el mismo tigre fue a avisarte de que lo habían matado?

Yaiza, la menor de los Perdomo Maradentro soltó una carcajada, feliz de su propia travesura, y descabalgó mientras seсalaba a sus espaldas.

— ¡Nada de eso! — replicó—. Está allí, al comienzo del chaparral, tieso ya y comido por las moscas.

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