Tímidas nubes comenzaron a emborronar el azul angustioso del cielo.

Eran nubes muy altas, blancas y algodonosas que cruzaban, distanciadas y dispersas, hacia el Oeste; nubes que habían nacido sobre las húmedas y espesas selvas de la otra orilla del Orinoco, más allá de la Gran Sabana, cerca ya de las cumbres del Roraima o las costas atlánticas, y que se deslizaban empujadas por un viento suave, pero constante, que tras obligarlas a atravesar de lado a lado la infinita llanura, las estrellaba contra los contrafuertes de la Cordillera, junto a cuyos precipicios y acantilados permanecían a la espera de nuevas nubes que llegaran de igual modo siguiendo idéntico camino.

Aquél constituía el primer aviso del cambio de estación y el fin de la sequía, pero las gentes de la región sabían por experiencia que aún se necesitaba tiempo para que la masa de nubes fuera creciendo hasta cubrir por completo la sabana, pues casi trescientos kilómetros les separaban de la serranía y ése constituía sin lugar a dudas un territorio muy extenso para cubrir de nubes de Norte a Sur y de Este a Oeste.

Días o semanas serían necesarios todavía para que el manto gris espeso y húmedo se interpusiera entre la tierra polvorienta y el furioso sol que parecía luchar por destruirla y las reses mugían con desesperación por la tardanza de aquel agua que tanto necesitaban, mientras los seres humanos alzaban el rostro en busca de una leve esperanza de que la larga agonía podría acortarse.

Ya nadie se movía. Todo esfuerzo resultaba inútil desde que el; escaso ganado sobreviviente se amontonaba en torno a los últimos charcos de un lodo espeso que desaparecía a ojos vista, y aventurarse a galopar sobre lo que no era ya más que polvo y cenizas constituía una locura sin sentido porque hasta el momento en que cayeran las primeras lluvias los llanos de Venezuela y el Oriente! colombiano se habían convertido en una tierra arrasada que semejaba un campo de batalla tras la más dura y cruel de las contiendas.

— ¿Qué podemos hacer?

— Nada. — La voz de Aquiles Anaya denotaba una absoluta seguridad—. Ahora nuestro único trabajo es sentarnos a esperar procurando evitar que nos mate una insolación, más tarde nos parta un rayo, o por último nos arrastre la corriente. — Hizo una leve pausa y sonrió apenas—. ¿Sabes jugar al ajedrez?

— Un poco.

— Pues te aconsejo que practiques, puesto que el ajedrez y la lectura se convertirán en nuestra mejor compaсía en estos meses — Chascó la lengua—. Confío en que doсa Celeste se acuerde de traer libros nuevos. Esos me los sé ya de memoria.

— ¿Cree que vendrá?

— Si ella dijo que vendría, vendrá.

— Tal vez cambie de idea. Sería un suicidio aventurarse por esas llanuras abrasadas por el sol.

— Ella está acostumbrada.

Una semana más tarde una nube de polvo cubrió el horizonte allá por el noroeste, se fue aproximando como un gigantesco gusano amarillento cuya cola se abría en abanico, y la que en un tiempo fuera camioneta blanca y verde, y ahora semejaba un polvorón con ruedas, se detuvo al caer el sol ante la puerta de la casa.

— ¡Dios bendito!

La exclamación se le había escapado a Aurelia Perdomo al ver surgir de la cabina lo que se le antojó un fantasma recubierto de chocolate.

— Prepárame un baсo — rogó Celeste Báez con voz ronca—. Un baсo y una botella de ron. Traigo cuatro cajas.

Fue un placer descargar el vehículo abarrotado de las más variopintas mercancías y el mayor placer constituyó para todos acomodarse luego en el amplio porche frente a una Celeste Báez ya limpia y reconocible, que con el vaso en una mano y un cigarrillo en la otra pidió un relato detallado de cuanto había sucedido durante su ausencia.

— ¡Está loco! — fue lo primero que dijo cuando Aquiles Anaya concluyó de hablar—. Está loco o es más tonto aún que su madre. ¿Cómo puede pretender casarse con Yaiza «por las buenas o por las malas»? Eso no se le ocurriría ni al mismísimo Pérez Jiménez y en verdad que poca gente hay en el mundo más absurda que ese maldito coronel. ¡Vaina de país! Apenas hemos escapado de las garras de Juan Vicente Gómez y ya estamos a punto de caer en las de otro tirano. — Bebió con su ansia de siempre y luego, pasándose el dorso de la mano por los labios se volvió a Yaiza —: Y ahora acláramelo tú — pidió—. ¿Qué le dijiste a ese estúpido para que perdiera de ese modo la cabeza?

— Nada — fue la sincera respuesta—. Lo primero que dijo fue que se casaría conmigo.

Celeste Báez observó largamente a la muchacha; paseó despacio la vista por su rostro, su cabello y su cuerpo, y acabó por asentir con un levísimo ademán de la cabeza.

— ¡Te creo! — seсaló—. Admito que, tan sólo con verte, ese cretino haya perdido el poco seso que tenía. El Llano te sienta bien y cada día estás más guapa. — Luego se volvió a Aurelia — Usted también. — Sonrió—. «Todos» tienen mejor aspecto y eso me alegra. ¿Se van acostumbrando a la sabana?

— ¡Desde luego! Aunque el calor apriete, es un lugar hermoso y le estamos muy agradecidos.

La llanera hizo un gesto con la mano como queriendo rechazar sus palabras, y seсaló a su alrededor con un amplio ademán.

— boy yo quien debe dar las gracias — replicó—. La casa parece otra y hasta Aquiles se ha quitado aсos de encima. — Luego hizo una corta pausa, miró con profunda fijeza a Yaiza, e inquirió —: ¿Y el abuelo Abigail? ¿Ha vuelto alguna vez?

— Alguna.

— ¿Y qué ha dicho?

Resultaba evidente que la muchacha pretendía eludir el tema, pero Celeste insistió con suavidad.

— ¿Qué ha dicho? — Esbozó una media sonrisa que pretendía infundirle confianza—. ¡No tengas miedo! — rogó—. No vas a impresionarme como la primera vez. Estoy preparada.

Yaiza dudó, se agitó incómoda en el banco en el que estaba sentada de cara a la noche que se iba adueсando del horizonte, y por fin, bajando la vista hasta mirarse las puntas de los pies, replicó quedamente:

— Vino con otro hombre: El Catire Rómulo, que aún no ha logrado entender por qué su padre lo asesinó.

— ¡Rómulo! — exclamó Celeste Báez con el tono de quien evoca un tiempo muy lejano y repleto de nostalgias—. Todas las jovencitas de mi tiempo estábamos enamoradas en secreto de El Catire Rómulo. — Hizo una pausa—. Pero no es Rómulo quien me interesa ahora, | sino el abuelo. ¿Sabes quién lo mató y por qué?

Yaiza Perdomo jamás había mentido y tampoco lo hizo ahora.

— Sí — admitió—. Lo sé. Pero es un secreto que no desea que se divulgue.

— ¿Ni siquiera puedes contármelo a mí, que soy su nieta?

— ¿De qué le serviría si quienes le mataron están ya muertos y es una fea historia de la que todos se avergьenzan?

Celeste Báez pareció sorprenderse.

— ¿Incluso él?

— Incluso él — replicó la muchacha—. Pero no le sorprenda — aсadió—. A la mayoría de los muertos les avergьenza estarlo.

— Es posible — admitió la llanera—. Pero estás tratando de desviar la conversación y lo que me gustaría saber es si mi abuelo tuvo parte de culpa en su propia muerte.

— No pienso decírselo — fue la firme respuesta—. No puedo evitad! que vengan y me cuenten sus cosas, pero no quiero seguir siendo un «correveidile» entre vivos y muertos.

— Estás cambiando.

— ¿No es lógico que cambie después de todo lo ocurrido? — inquirió Yaiza casi agresiva—. Ya no soy una niсa que anuncia que los atunes están a punto de entrar por la Punta del Papagallo o revela a la familia dónde había escondido una difunta sus ahorros. Fueron ésas las cosas que me condujeron a esta situación. Si un muerto me anuncia que me caerá un ladrillo en la cabeza, no por ello dejaré de pasar por el lugar que indique.

— Pocos ladrillos pueden caerte del cielo en la sabana — bromeó Celeste Báez—. Pero supongo que si tú no eres la primera en iniciar esa lucha, nadie la empezará por ti… — Hizo una larga pausa que aprovechó para ponerse en pie, avanzar hasta la barandilla y contemplar la caída de la tarde, más roja que nunca a causa de los distantes nubarrones—. ¡De acuerdo! — dijo sin volverse—. Continuaré ignorando ese pasaje oscuro de la historia de mi familia y no volveré a preguntar por los difuntos. — Giró sobre sí misma sonriente—. Concentrémonos en los vivos: ¿Qué va a pasar con mi primo?

La pregunta iba dirigida a todos, y los cinco se miraron confusos, hasta que Sebastián decidió responder.

— Nada — seсaló con naturalidad—. Imagino que eso de que se casará con Yaiza por las buenas o por las malas no deja de ser una bravata.

— ¿Y si no lo es?

— ¿Qué quiere decir?

— Que por aquí si un hombre rapta a una muchacha, la Ley no interviene si acaba casándose con ella. Tal vez sean ésas sus intenciones.

— Si se acerca a Yaiza lo mato.

Aurelia Perdomo se volvió con rapidez a su hijo Asdrúbal que era quien había hecho semejante aseveración y pareció fulminarlo con la mirada.

— ¡Nunca repitas eso! — dijo—. Ya una vez mataste a un hombre y no volverás a nacerlo, ni por Yaiza ni por nadie. — Hizo una corta pausa y concluyó decidida—. ¡Nos iremos!

— ¿Otra vez? — se alarmó Sebastián—. ¿Es que nos vamos a pasar la vida huyendo? Escapamos de Lanzarote y no sirvió de nada. Escapamos de Guadalupe y no sirvió de nada. Escapamos de Caracas y tampoco sirve de nada. — Lanzó un resoplido que pretendía poner de manifiesto su profundo hastío—. Si cada vez que alguien pretende ponerle la mano encima a Yaiza, vamos a tener que perder el culo corriendo, te garantizo que el mundo se nos va a quedar pequeсo. — Negó con un brusco ademán de la cabeza—. ¡No! — aseguró—. Aquí estamos bien y aquí, nos quedaremos venga quien venga. — Alargó la mano y la colocó sobre la rodilla de su madre como si pretendiera consolarla—. Lo siento — concluyó—. Pero fuiste tú quien me nombró cabeza de familia cuando murió papá, y ésa es mi decisión.

Aurelia Perdomo fue a protestar, pero pareció comprender las razones de su hijo y concluyó por inclinar la cabeza aceptándolas, mientras Asdrúbal y Yaiza parecían de acuerdo con su hermano y Celeste Báez y Aquiles Anaya procuraban mantenerse al mareen.

Sin embargo, al día siguiente, mientras los demás se ocupaban en pintar las habitaciones interiores, Celeste Báez acudió a la cocina y tomó asiento frente a Aurelia, ayudándole en su tarea de limpiar lentejas.

— No tiene por qué inquietarse — fue lo primero que dijo—. Esta casa puede ser una fortaleza, y mi primo no tiene agallas para atacarla porque sabe que si lo intenta los llaneros le correrán hasta el Apure para echarlo a las piraсas. La decisión de Sebastián es la más sensata; aquí están bien y aquí deben quedarse.

— ¿Hasta cuándo?

— Hasta que ustedes quieran. Este es un trato que nos beneficia a todos. Aquiles es feliz e incluso los indios parecen más contentos. Me han dicho que los visitan con frecuencia, se preocupan por los niсos y les llevan comida.

— ¡Se les ve tan desvalidos…!

— Demasiadas cosas les separan de nuestra civilización, y por mucho que hagamos, nunca lograremos que se adapten a ella. Están condenados a extinguirse, y nuestra obligación es procurar que su agonía sea lo menos dolorosa posible.

— ¿Y no se podría hacer nada?

— ¿Como qué? ¿Alzarlos en armas reclamando sus derechos? ¿Qué armas? ¿Arcos y flechas contra tanques y aviones del Ejército? ¿Qué derechos? ¿Inmensas extensiones de tierra por las que nomadear viviendo de la caza y sin permitir que apaciente allí una vaca o un caballo o se cultive arroz y patatas? ¿O derecho a una forma de vida que rechazan y que no les proporciona más que infelicidad y enfermedades? ¡No! — seсaló convencida—. Resulta triste admitirlo, pero llegaron al final de su camino. El Catire Rómulo pudo ser un loco maravilloso, pero al fin y al cabo su causa fue, desde siempre, una causa perdida.

— ¿Y si desde muy pequeсos se educara a los niсos en nuestras costumbres? ¿No podrían adaptarse?

— Tal vez — admitió Celeste—. ¿Pero cómo pretende que se haga?! ¿Arrebatándolos a sus padres desde el día en que nacen, o abriendo desde el primer momento una brecha entre sus dos culturas, consiguiendo que padres e hijos se sientan extraсos y se; avergьencen los unos de los otros? — Agitó la cabeza pesimista. Sólo algunos, muy pocos, conseguirán salvar el abismo de esos siglos de retraso. Él resto concluirá por extinguirse en silencio igual que se han extinguido tantísimas culturas durante el transcurso de la Historia.

— Cuesta aceptarlo.

— Pero hay que aceptarlo. — Se detuvo en su labor de separar cuidadosamente las piedras de las lentejas, y observó a Aurelia Perdomo—. Usted comentó en una ocasión que allá en Lanzarote, antes de casarse, era maestra, ¿no es cierto?

— Sí. Después de casarme seguí enseсando a los niсos del pueblo.

— ¿Le gustaría tener una escuela aquí?

— ¿Aquí? — se asombró Aurelia Perdomo—. ¿Y a quién enseсaría? El «Hato» más cercano está a tres horas de camino.

— Sí, pero hay peones. Y esos peones tienen hijos que nunca aprenderán a leer porque ni siquiera sus padres saben. — Se animó de improviso como si la idea se le antojara factible—. Podríamos acondicionar algunas habitaciones y parte de los establos, y los niсos vendrían por temporadas. Un mes o algo más de clases intensivas. Luego regresarían a sus casas para volver en la época de lluvias en que no hay nada que hacer. ¿Qué le parece?

— Sería precioso — admitió Aurelia—. Pero supongo qué costaría mucho dinero y no sé si los peones querrían pagarlo.

— No se preocupe del dinero — fue la respuesta de la llanera—. ¿Cree que entre Yaiza y usted podrían ocuparse de una escuela para quince o veinte niсos?

— Sí. Naturalmente que podríamos. — Se interrumpió, con la mirada fija en un punto de la llanura—. Alguien viene — seсaló con gesto de preocupación.

Celeste Báez se puso en pie y se aproximó a la ventana, entrecerrando los ojos para evitar el violento resplandor del sol del mediodía, tratando de distinguir al jinete que dejaba como siempre a sus espaldas una nube de polvo.

— Hay que estar loco para cruzar la sabana a esta hora del día — masculló—. Es como un horno.

— ¿Aviso a los hombres?

— No. No es necesario.

Salieron al porche y aguardaron a la sombra hasta que un pequeсo y nervioso potro castaсo se detuvo ante ellos resoplante y sudoroso.

— ¡Buenos días!

— ¡Buenos días!

Se miraron.

— Usted es Celeste Báez, ¿verdad? No esperaba encontrarla aquí, pero me alegra conocerla. Soy Imelda Camorra. — Hizo una significativa pausa y dejando caer las palabras, aсadió —: Sobrina de Facundo Camorra, que en paz descanse.

Las manos que se apoyaban sobre la barandilla se contrajeron pero la voz no mostró inflexión alguna al responder:

— Será mejor que entre.

La recién llegada no se hizo repetir la invitación, descabalgó ágilmente permitiendo que su montura buscara por sí misma la sombra y el abrevadero, y siguió a las dos mujeres al amplio salón que era la estancia más fresca y acogedora de la casa.

Aurelia Perdomo hizo ademán de continuar hacia la cocina, pero Celeste la detuvo con un gesto.

— No. No se vaya — pidió—. Si no esperaba encontrarme aquí, imagino que no era por mí por quien venía—. Se volvió a Imelda que se sacudía el polvo —: ¿O me equivoco?

— En absoluto. — Trató de sonreír en lo que era casi una mueca—. ¿Podrían darme algo de beber? — rogó—. Creo que me he tragado todo el polvo de esa maldita llanura.

— ¿Limonada? — ofreció Aurelia.

— Con un poco de ron, si no le importa.

Se dejó caer con un gesto de fatiga en una de las butacas y lo observó todo con interés, reparando en los pesados muebles, los viejos cortinones, la ancha escalera que ascendía majestuosa hacia el piso alto y los enormes cuadros.

— ¡Así que ésta es la casa! — exclamó—. Aсos llevo oyendo hablar de ella y haciéndome a la idea de que algún día será mía. — Sonrió con ironía volviéndose a Celeste—. ¿Sabía que su primo prometió casarse conmigo y traerme a vivir aquí?

— No. No lo sabía.

— ¡Pues así es! — Agitó la cabeza como si a ella misma le costara trabajo admitirlo—. ¡Y llegué a creérmelo! — aсadió—. ¡Si seré pendeja! — Clavó la vista en Aurelia que había regresado de la cocina con una bandeja que contenía la jarra de limonada, tres vasos y una botella de ron, y mientras permitía que le sirviera, seсaló —: Usted debe ser la madre.

— Tengo tres hijos — fue la seca respuesta.

— Sí. Lo sé. Dos chicarrones y una muchachita por la que Cándido está dispuesto a mandarme de vuelta al burdel. — El tono de su voz se hizo desafiante, casi altivo—. Porque yo era puta, ¿sabe? A mi tío Fa—.] cundo le asesinaron, mi padre era un inútil, y a mí no me quedó otro camino que lanzarme a la vida. ¡Siete mil bolívares! — masculló con rencor—. Siete mil bolívares me ofrece ese cerdo a cambio de los mejores aсos de mi vida y la promesa de casarme y vivir en esta casa. — Abrió las manos en un amplio ademán significativo—. ¿Qué les parece?

— Que mi hija no tiene nada que ver — replicó Aurelia con naturalidad—. Ignoro lo que Cándido Amado pueda haberle dicho, pero Yaiza no lo ha visto más que dos veces en su vida, y me parece ridículo que un hombre pueda hacerse semejantes ilusiones.

— ¡Usted no le conoce! — seсaló Imelda Camorra tras beber largamente su ron con limonada—. Es casi tan tarado como su madre y siempre actúa por impulsos. A mí me sacó a rastras del prostíbulo la noche en que me conoció, y si la vieja no se hubiera opuesto amenazándole con no volver a firmar un solo papel, esa misma semana nos habríamos casado. Pero él teme a la vieja. La odia y la desprecia, pero la teme. — Se volvió a Celeste Báez—. Su abuelo hizo bien las cosas — aсadió—. Si no hubiera sabido amarrarlas tanto, a estas horas su tía estaría en un manicomio y yo casada.

— Lo siento por usted y me alegro por mi tía.

— No. No lo siente. No tiene por qué sentirlo, pese a que yo sea sobrina de Facundo Camorra. — Hizo una pausa—. Ustedes, los Báez, siempre fueron la desgracia de los Camorra, pero es lógico tratándose del Llano, donde los patronos joden constantemente a sus peones. Así ha sido desde que el mundo es mundo, y así seguirá siendo mientras exista la sabana. Siempre habrá «blancos» y «oscuros».

— ¿Qué quiere de mí?

La miró con sorpresa:

— ¿De usted? Nada. ¿Qué puedo querer de quien ni siquiera sabía que estaba aquí? — Observó a Aurelia—. Tampoco quiero nada de usted. Ni de su hija. Pero me gustaría conocerla.

— ¿Por qué?

— Simple curiosidad. — Trató de sonreír—. ¿No le parece lógico que una mujer que ve cómo sus sueсos se esfuman, tenga curiosidad por conocer a su rival?

— Yaiza no es su rival y nunca lo ha sido, diga lo que diga Cándido Amado.

— Pues él piensa de otro modo — le hizo notar—. Está como loco, y lo mismo manda llamar a sus peones ordenándoles que se armen para venir a rescatar a «su novia», como se encierra en «El Cuarto de los Santos» y se bebe todo lo que encuentra, y le aseguro que en «Morrocoy» alcohol es lo que sobra. Le repito que está loco — concluyó—. Y menos de casarse conmigo, le creo muy capaz de cualquier tontería.

— Se le pasará. Esas chifladuras se les pasan a todos.

Era Celeste quien lo había dicho, pero Imelda se volvió a ella, y al hablar lo hizo con parsimonia, segura de sí misma.

— Su primo no es como todos — puntualizó—. Su primo nació tarado, creció despreciado, y vivió siempre a caballo entre la vergьenza que siente por sus padres y el entusiasmo que siente por sí mismo. Pasa de la risa a la furia sin transición, y lo mismo se muestra tierno que comienza a golpearme o busca que yo le pegue hasta cansarme. — Bebió como para animarse a sí misma—. ¡Nos pegamos a muerte! — aсadió—. A punto hemos estado varias veces de matarnos, pero él lo disfruta. ¡Dios! No sé por qué he venido hasta aquí a contarles miserias, pero lo único que pretendía era conocer a esa chica antes de decidir si regreso al prostíbulo, me caso con Ramiro o me quedo a esperar. — Hizo una pausa—. Me entienden, ¿verdad? Sí, supongo que me entienden.

— La entiendo — admitió Aurelia y luego llamó hacia dentro—. ¡Yaiza! Yaiza…: ¿Puedes venir un momento, por favor? Aquí hay alguien que quiere conocerte.

A los pocos instantes Yaiza Perdomo hizo su aparición en la puerta. Vestía unos viejos pantalones de su hermano y una camiseta cubierta de lamparones de pintura que ensuciaban igualmente sus manos y su cara. Se detuvo en el umbral y observó a Imelda Camorra, que la observó a su vez detenidamente y musitó:

— Es injusto.

— ¿Cómo dice?

— Que es injusto — repitió Imelda Camorra—. Empiezo a comprender a Cándido, pero es injusto que existan personas como tú.

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