El negro Abelardo Chirinos pareció darse cuenta de la urgencia del problema, por lo que exigió el doble de la cantidad acostumbrada, pero cuando se la prometieron hizo gala de una eficacia impropia del Departamento de Extranjería, porque una hora después reaparecía con cuatro documentos, que entregó con una mano mientras recibía mil bolívares en la otra.

— ¿Qué hacemos ahora? — quiso saber Sebastián cuando se encontraron de nuevo en la calle.

— Ya oíste a Monagas — replicó su madre—. Marcharnos. Salir cuanto antes de esta ciudad y buscar un lugar en el que ese hombre, como quiera que se llame, no pueda encontrar nunca a tu hermana. Estoy segura de que era aquél: el flaco que vimos en el parque. Era como un buitre al acecho de su presa. ¡Vámonos pronto! — suplicó.

— ¿Al mar?

Sebastián se volvió a su hermano, que era quien había — hecho la pregunta.

— Si nos buscan lo harán en la costa antes que nada. ¿O no?

— Sí. Supongo que sí — admitió Asdrúbal—. Pero ese tipo tiene también gente en las ciudades.

— ¡De acuerdo! No debemos ir al mar, ni a las ciudades. — Sebastián hizo una pausa, sonrió, y dio la impresión de que se estaba burlando de sí mismo y de la situación en que se encontraban—. Nos queda la selva, los Llanos y los Andes… ¿Quién decide?

— No creo que sea para tomárselo a broma — se molestó su madre—. Es mucho lo que está en juego. — Hizo una pausa—. Y no creo que la selva sea lugar para tu hermana.

— No, desde luego. No lo es. — Hizo una pausa—. Y tampoco me lo estoy tomando a broma. Pero es que a veces tengo la impresión de que alguien, en alguna parte, está tratando de burlarse de nosotros. ¿Hasta dónde piensa empujarnos? ¿No va a existir un lugar en este mundo en el que podamos vivir en paz? Donde quiera que vayamos: ciudades, selvas, llanos o montaсas, habrá hombres, y ya sabemos lo que ocurre en cuanto Yaiza aparece.

— Ella no tiene la culpa.

— Y nadie la acusa. — Se volvió a su hermana que marchaba en silencio, cabizbaja y ausente como si se encontrara muy lejos de allí—. Tú sabes bien que no te culpo, pequeсa, pero lo queramos o no, ésa es la realidad. — Agitó la cabeza—. Tengo la impresión de ir por el mundo con un barril de pólvora bajo el brazo esperando a que alguien prenda fuego a la mecha. — Le tomó la barbilla y obligó a que le mirara a los ojos—. ¿Por qué no decides tú? ¿Los Llanos, o los Andes?

Yaiza se detuvo en el centro de la acera, y todos se detuvieron a su vez y la miraron. Estaba extraсamente seria, y aparentaba tener sesenta aсos cuando dijo:

— Ocurrirán cosas dondequiera que vayamos. — Hizo una larga, muy larga pausa, y por último, en voz muy baja, aсadió —: Únicamente cuando yo desaparezca podréis vivir en paz.

Se habían quedado clavados en el centro de una ancha acera de la Avenida Universidad, y a su lado estallaba el tráfico y la prisa de la Caracas más comercial y activa, con coches y autobuses que pasaban rugientes, y apresurados transeúntes que se abalanzaban inadvertidamente sobre ellos.

Fue Aurelia Perdomo la que abrazó a su hija, su pequeсa; un mujerón que le sobrepasaba fácilmente la cabeza, y musitó:

— Sabes que eres nuestra alegría, y si desaparecieras, la vida dejaría de tener sentido. — Le acarició el cabello con su afectuoso ademán de siempre—. Lo único que te pedimos es que no cambies nunca, porque así es como eres, y así queremos que sigas siendo. — Se volvió a Sebastián—. Y ahora decide tú, que eres el mayor. ¿Adónde vamos?

El otro se encogió de hombros.

— ¡Qué más da! — replicó—. Lo único que se me ocurre es que entremos en la estación de autobuses y subamos al primero que salga.



— A san Carlos.

— ¿San Carlos?

— Sí. — Se impacientó el taquillero—. Ese autobús va a Maracay, Valencia y San Carlos. Y el lunes regresará por Valencia y Maracay hasta Caracas. ¿Tanto le cuesta entenderlo?

— No. No me cuesta entenderlo. Tan sólo pretendo que me explique dónde queda San Carlos.

El hombrecillo les miró por encima de las gafas como si sospechara que estaba tratando de tomarle el pelo, pero advirtió la seriedad de los cuatro rostros — uno de los cuales era el más hermoso que hubiera visto nunca — y, volviéndose, seсaló un punto en el resobado mapa cargado de moscas que colgaba de la pared, a sus espaldas.

— San Carlos está aquí — indicó—. En el Estado Cojedes.

— ¿Es bonito?

Observó desconcertado a la mujer que había hecho la pregunta.

— No tengo ni idea, seсora. No he estado nunca. Para mí, más allá de Los Teques, el que no tira flechas toca el tambor. No hay más que indios y negros. En Caracas nací, y de aquí no me sacan ni a tiros.

— ¿Cree que encontraremos trabajo?

— ¿Son isleсos?

— Sí.

— En ese caso, es posible. A los llaneros les gustan los canarios. Dicen que saben trabajar la tierra. — Tamborileó repetidas veces con los dedos sobre el mostrador en clara demostración de que empezaba a impacientarse—. ¡Bueno! — pidió—. ¡Decídanse! ¿Van a San Carlos o no van a San Carlos? No puedo perder el día con ustedes.

Sebastián consultó a su madre con la mirada, y ante el mudo gesto de asentimiento comenzó a contar el dinero.

— De acuerdo — admitió—. Déme cuatro billetes. ¿Cuánto falta para que salga?

— Veinticinco minutos. Pueden esperar en el bar.



Esperaron en el bar, y mientras pedían unas «arepas» y unos refrescos, advirtieron cómo la mayoría de los parroquianos no apartaban la vista de Yaiza, hacían comentarios, e incluso iniciaban una leve maniobra de aproximación, aunque resultaba evidente que la presencia de Sebastián y Asdrúbal les cohibía.

Al fin, resonó clara una voz en el extremo de la barra:

— ¡No seas pendejo! Son hermanos.

Un mulato malencarado que no se había despojado siquiera del amarillo casco de trabajo, inquirió de lado a lado del local:

— ¡Perdone, seсora! No pretendo molestarla, pero es que aquí, mi compaсero y yo, tenemos una duda. ¿Verdad que los tres son sus hijos?

Aurelia observó al hombre, reparó en que la atención de todos los presentes había quedado pendiente de ella, y tras un corto silenció negó con la cabeza, mientras indicaba a Yaiza y Sebastián.

— Ellos dos son mis hijos — dijo, y luego seсaló a Asdrúbal—. El es mi yerno…

Un leve murmullo de desencanto se extendió por el amplio salón, y más de un par de ojos se clavaron envidiosos en Asdrúbal que, aunque se desconcertó en un primer momento, se esforzó por mostrar una indiferencia que se encontraba muy lejos de sentir.

Cuando resultó evidente que el interés que los hombres sentían por Yaiza había decaído por el hecho de que estaba casada y su esposo tenía aspecto de ser muy capaz de tumbar un muro de un puсetazo, Asdrúbal se inclinó sobre la mesa y masculló en voz baja:

— ¿Y por qué no Sebastián? El es mayor.

— Sebastián y Yaiza se parecen. Salieron a mí y a los Ascanio. Tú saliste a tu padre. — Arrugó la nariz en un cómico mohín—. Y eres más fuerte y más bruto. Con esos brazos y esas manos se lo pensarán mucho antes de decidirse a molestar a tu «mujer».

— No es mala idea — admitió Sebastián mientras sorbía su refresco como si estuviera hablando del calor o de que amenazaba lluvia—. La verdad es que no es en absoluto mala idea, al menos mientras andamos de un lado para otro.

— Tengo otra aún mejor — seсaló Aurelia.

La miraron expectantes.

— ¿Cuál?

— Que Yaiza se quede embarazada.

— ¿Cómo has dicho? — se asombraron.

— Que Yaiza se quede embarazada — repitió, y les miró con una chispa de burla en los ojos—. ¿Conocéis a alguien capaz de faltarle al respeto a una mujer embarazada?

— Me parece que empiezo a entender — admitió Sebastián—. ¿Cómo piensas hacerlo?

— Con un vestido amplio y un poco de relleno. — Seсaló con un gesto hacia los puestos ambulantes que ocupaban gran parte del otro lado de la calle—. En ese mercadillo podríamos encontrarlos, y también un par de alianzas de latón — se volvió a su hija —: No te importa, ¿verdad?

La muchacha inclinó la cabeza sin querer mirarla.

— Me da vergьenza — dijo.

Aurelia sonrió, comprensiva.

— ¿Por qué? — inquirió—. Yo era poco mayor que tú cuando esperaba a tu hermano, y no sentía vergьenza, sino orgullo. Es muy bonito esperar un hijo.

— Lo será cuando lo esperas de un hombre al que quieres, pero no cuando sabes que estás tratando de engaсar y lo único que llevas en la tripa son trapos.

— Nos evitaría muchos problemas — hizo notar Sebastián.

Yaiza no respondió, y cuando comprendió que iba a sumergirse de nuevo en uno de sus largos mutismos, su hermano insistió:

— Escucha, pequeсa: no sabemos lo que vamos a encontrar en San Carlos, y ya has visto lo que ha ocurrido aquí, incluso teniéndote encerrada. Como ese hombre dijo, más allá de Los Teques este país está aún semisalvaje. — Obligó a que le mirara a los ojos—. Tú eres demasiado hermosa, cada día que pasa esa hermosura aumenta, y por mucho que trates de disimularla, y yo sé que lo intentas, tendremos siempre líos. Pero como mamá dice, por bestia que sea un hombre, y a no ser que se trate de un enfermo mental, casi siempre respeta a una mujer que espera un hijo. — El tono de su voz se hizo levemente suplicante—. ¡Hazlo por nosotros! — pidió—. Únicamente hasta que tengamos una idea clara de adónde vamos.

La muchacha le contempló largamente, luego se volvió a Asdrúbal y a su madre, que la observaron en silencio, y por último hizo un levísimo gesto de asentimiento.

— Está bien — admitió.

Cruzaron la calle y compraron un amplio vestido de percal a cuadritos rosa y blanco, dos anillos baratos, y un pequeсo cojín capaz de desfigurar apenas su portentoso cuerpo.

Allí mismo, en un portal oscuro, y mientras sus hermanos vigilaban, Aurelia la ayudó a cambiarse de ropa, y cuando al fin surgió con su nueva apariencia, el rostro arrebolado y los ojos clavados en el suelo, Sebastián la estudió y negó con gesto pesimista.

— ¡Maldita sea! — masculló—. No sé qué diablos podemos hacer contigo. ¡Estás aún más guapa!

— ¡Tonto!

— ¿Tonto? — se asombró—. Busca un espejo y mírate—. Se volvió a Asdrúbal—. ¡Díselo tú! ¿No resulta increíble?

Resultaba en verdad increíble, y lo corroboraron de inmediato porque ahora no eran únicamente los hombres los que se volvían a mirarla, sino que incluso llamaba la atención de las mujeres, que sonreían con ternura ante la presencia de aquella majestuosa mujer de resplandeciente rostro de niсa que avanzaba con paso de reina y el empaque de quien acababa de inventar para la Humanidad la gracia de ser madre.

Cuando el vetusto autobús comenzaba a encarar, gruсendo y resoplando, las primeras cuestas y curvas de Los Teques, Sebastián, que había permanecido en silencio observando el perfil de su hermana, que se sentaba junto a Asdrúbal en el banco delantero, se volvió a Aurelia, que contemplaba el paisaje, e inquirió en voz baja:

— ¡Confiésame algo! ¿De verdad somos los tres hijos del mismo padre? ¿Nunca tuviste nada que ver con algún príncipe que fondeara su yate en Playa Blanca, ni te visitó un marciano antes de que naciera Yaiza?

— ¡Vete a la porra! — fue la áspera respuesta—. ¿Cómo puedes faltarle al respeto así a tu madre?

Sebastián le palmeó afectuosamente el antebrazo y dejó su mano sobre la de ella con un tierno gesto de amor filial.

— No te enfades, pero creo que tu error estuvo en tener unos hijos demasiado guapos para ser tan pobres — dijo, y seсaló asimismo y a sus hermanos—. Nosotros, millonarios, no hubiéramos tenido problemas, pero se supone que un pescador de Lanzarote no puede permitirse lujos: ni siquiera el de tener hijos fuera de lo común. — Le guiсó un ojo—. ¿O no?

— ¡Desde luego! — admitió Aurelia—. Y sobre todo tan modestos. — Se volvió a medias en su asiento, apoyándose en el cristal de la ventanilla y observándole con fijeza, aсadió —: ¿Qué te ocurre? ¿Por qué estás tan risueсo? Todo va mal; quizá nos persigan; hemos tenido que marcharnos de una ciudad en la que pensabas hacerte rico, y sin embargo, por primera vez en mucho tiempo, bromeas… ¿Por qué?

Sebastián se encogió de hombros.

— Tal vez porque ya no tendré que subir a ese edificio a cargar ladrillos. Me horrorizan las alturas, y estos días han sido un martirio, no por el trabajo, sino por el vértigo. — Hizo una pausa—. O tal vez se deba a que presiento que las cosas van a ir mejor y encontraremos un buen lugar donde asentarnos.

— ¡Dios te oiga…!

El seсaló hacia su hermana.

— ¿Te has fijado en Yaiza? — inquirió—. Llevaba meses apagada y mustia, pero esta maсana resplandece como si una luz interior la iluminara. — Chascó la lengua—. Sé que es estúpido — admitió—. Pero a menudo ella es para mí como un barómetro que me avisa cuando va a llegar la calma o la tormenta. — Le apretó la mano con fuerza, como tratando de infundirle confianza—. Y ahora viene la calma.

Su madre no respondió, limitándose a aferrarle a su vez la mano, y durante largo rato permanecieron así, muy juntos y en silencio, observando el hermoso paisaje de verdes colinas, altos árboles y macizos de flores de Los Teques; un paisaje por el que el cansino autobús se abría paso cada vez más lentamente a medida que la pendiente aumentaba, hasta el punto de que podría temerse que en cualquier momento lanzaría un postrer suspiro para desmoronarse convertido en un montón de chatarra que cubriría por completo la estrecha y serpenteante carretera.

Los últimos quinientos metros constituyeron un martirio para la máquina y una cruel incertidumbre para sus pasajeros, que casi contuvieron la respiración e iniciaron un absurdo e inconsciente intento de empujar desde dentro concluyendo por lanzar un común suspiro de alivio cuando las cuatro ruedas coronaron milagrosamente la cima y se lanzaron, con un sonoro chirrido de alegría, pendiente abajo, hacia los Valles del Arauca.

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