— A la mitad de los que no arrastró el agua durante las últimas inundaciones, los matará la sed en los próximos meses, y aquellos potros y becerros que no devoraron los tigres o las alimaсas a poco de nacer, se los llevarán a Colombia los cuatreros o los marcarán con sus hierros los vecinos… — Hizo una pausa, mientras concluía de liar uno de sus amarillentos cigarrillos—. Por contentos podemos darnos si salvamos dos de cada diez animales que nacen en el «Hato», y eso nunca lo hará rentable. — Miró directamente a Celeste Báez que ocupaba la otra cabecera de la larga y pesada mesa de caoba—. Tal vez haría mejor en ceder de una vez y vendérselo a su primo.

— ¡Nunca! — fue la seca respuesta que no admitía discusión—. Aunque toda mi vida pierda dinero, jamás consentiré que uno de esos «amados de los "zamuros" y los buitres» ponga el pie en esta casa como dueсo. — Dedicó una sonrisa de agradecimiento a Yaiza, que le cambiaba en ese momento el plato, y continuó con voz firme —: Ese fue siempre el sueсo del «sacristán», que se murió sin conseguirlo, y lo es también de la babosa de su hijo que está convencido que el hecho de vivir en «Cunaguaro» le convertiría de la noche a la maсana en llanero y hombre de pelo en pecho. ¡Nunca! — repitió—. Antes lo regalo.

— Pues seguirá echando lavativas hasta aburrirnos.

— A mí «pata — e — rolo» — sentenció Celeste—. Si algún día me hincha las pelotas mando para acá una docena de mis muchachos a que recuperen por las bravas todas las bestias que se me han llevado y algunas más. En cuánto le enseсe las uсas, Candidito se mea los pantalones porque al fin y al cabo no lleva en la sangre más que el vino de misa que bebía su padre y el agua bendita con que se lavaba el culo la retrasada de su madre. ¿Cómo es personalmente?

— Como mango pasado: amarillo, blando, relamido y fibroso. Le sudan las manos, cuando habla te escupe y le queda siempre saliva en la comisura de los labios.

Celeste Báez abrió mucho la boca y sacó la lengua mientras lanzaba una exclamación gutural que mostraba a las claras su repugnancia y luego se volvió a Asdrúbal y Sebastián que se sentaban a la derecha de la mesa, entre ella y el viejo capataz.

— ¡Ya lo han oído! — dijo—. Ese es su vecino y el que intentará jeringarles. Olviden que es mi primo, y no consientan nunca que traspase las lindes de mis tierras.

— Lo hace en cuanto me descuido — le recordó Aquiles Anaya—. A veces creo que piensa que esto es suyo, y que muy pronto «Hato Cunaguaro» y «Hato Morrocoy» volverán a unirse para convertirse de nuevo en la «Hacienda El Tigre». — Encendió su cigarrillo—. Y que él será el patrón.

— ¡Ni muerta! — replicó la llanera mientras golpeaba con el dedo la mesa, segura de sí misma—. De mi abuelo aprendí un truco: cuando tuvo que repartir la herencia y vio que no le quedaba más remedio que cederle algo a mi tía Esmeralda y al ladino ladrón de su marido, les entregó «Morrocoy» con la condición claramente estipulada de que no la podrían vender: ni ellos, ni sus hijos, ni sus nietos. De ese modo condenó al «sacristán», que estaba convencido de haber hecho su fortuna preсando a una pobre retrasada mental, a pasarse el resto de su vida en una tierra que odiaba. — Sonrió—. Yo haré lo mismo: quien herede algún día «Cunaguaro», jamás podrá venderlo.

— ¿Por qué? — quiso saber Aurelia, que al igual que sus hijos había permanecido en silencio durante el largo almuerzo—. ¿Qué más da quien ocupe unas tierras o una casa que sólo le proporcionan pérdidas y disgustos?

Celeste Báez la observó unos instantes mientras se servía un generoso vaso de ron, pareció aguardar a que Yaiza regresara de la cocina y tomara asiento junto a su madre y por último, pausadamente, replicó:

— Usted quizá no lo entiende, pero los Báez hemos sido, desde muy antiguo, una familia de pura estirpe llanera. Ha habido Báez buenos, y Báez malos, como en toda gran familia, pero siempre fueron hombres bragados y mujeres de coraje. — Bebió con el ansia con que parecía hacerlo siempre—. Pero siendo muy mayores, mis abuelos cometieron el error de tener una hija que les salió, por desgracia, retrasada. No se nota mucho, pero lo cierto es que nunca fue agraciada y su edad mental no supera la de una niсa de once aсos. Su único consuelo y su refugio eran los santos y la Iglesia, y aprovechándose de ello un sacristán la embarazó en un confesionario con el único y exclusivo propósito de entrar a formar parte de los Báez. Ese fue el tal Cándido Amado, y el fruto del confesionario su hijo, Candidito.

— ¿Pero y su tía? — quiso saber Aurelia—. ¿Qué culpa tiene?

— A mi tía la han mantenido contenta con una habitación llena de santos, y eso le basta. La pobrecita es como un mueble, y aquí no la tratarían mejor de lo que la han tratado hasta el presente. — Seсaló a su alrededor con un amplio gesto de las manos—. Esta es una casa llena de historia y de recuerdos, y aquí nació mi abuelo Abigail, que galopó toda una noche con tres balas en el cuerpo antes de quedarse frío sobre la silla, y ni aun muerto lo derribó el caballo.

— ¿Era tuerto?

Celeste Báez se volvió con rapidez a Yaiza Perdomo y la miró con sorpresa:

— ¿Cómo lo sabes?

Se hizo un silencio; un silencio tenso en el que sus hermanos y su madre la miraron acusadoramente, y Yaiza pareció darse cuenta de lo improcedente de su pregunta porque se sonrojó, inclinó la cabeza y la mano que sostenía el cuchillo tembló ligeramente antes de apoyarse en la mesa.

Tanto Aquiles Anaya como la dueсa de la casa percibieron que algo ocurría; observaron con detenimiento a Asdrúbal, Sebastián y Aurelia, y por fin Celeste inquirió de nuevo:

— ¿Cómo lo sabes?

La muchacha no dijo nada. Aún con la cabeza gacha jugueteó unos instantes con el cuchillo y por último se volvió a mirar a su madre en busca de ayuda. Ante la seriedad de su expresión hizo un gesto de impotencia.

— Lo lamento — dijo—. Me salió sin pensar.

Aurelia inclinó la cabeza comprensiva y le acarició con ternura el antebrazo:

— Lo sé, hija. No te inquietes. — Hizo una pausa y con un supremo esfuerzo, aсadió —: Responde a la pregunta.

Pero Yaiza se mordió los labios y alzó ahora el rostro hacia sus hermanos. Se diría que estaban a punto de saltársele las lágrimas, y su súplica iba dirigida preferentemente a Sebastián:

— ¡No te enfades! — pidió—. No es mi intención complicar las cosas.

— ¡Está bien, pequeсa! Está bien — fue la amistosa respuesta—. Al fin y al cabo, pronto o tarde tenía que saberse.

— ¿Pero qué es lo que ocurre? — se impacientó Celeste Báez visiblemente nerviosa—. ¿A qué viene tanto secreto? ¿Y cómo es posible que sepas que mi abuelo era tuerto, si desde que le saltaron el ojo nunca permitió que le fotografiaran y es algo que incluso yo tenía olvidado?

Yaiza meditó aún unos segundos; la miró, miró luego al viejo capataz que no había abierto la boca limitándose a analizar cada uno de sus gestos, y al fin, con cierta timidez, comenzó:

— La primera noche que dormimos en la casa vino a verme un jinete. Montaba un caballo negro y vestía una camisa blanca, abotonada hasta el cuello y manchada de sangre por tres partes. Permaneció un largo rato al otro lado de la ventana, mirándome con su único ojo: el izquierdo. Luego dijo algo y se marchó.

— ¿Qué dijo?

La menor de los Perdomo Maradentro se sonrojó, inclinó de nuevo la cabeza y por último casi con un susurro, aсadió:

— «Hubieras sido una digna madre de los Báez, pero al último Báez que hubiera sido digno de tal nombre, lo devoraron los caimanes de ese río.»

Con el aullido de un animal al que le hubieran abierto las entraсas con un cuchillo helado, Celeste se dobló sobre sí misma y cayó de su asiento, revolcándose en el suelo y dando patadas a diestro y siniestro como presa de un ataque epiléptico.

Se precipitaron sobre ella, tratando de calmarla; la obligaron a beber un largo vaso de agua, y Aurelia la abrazó y acarició hasta que cesó de estremecerse.

Cuando dejó de hipar y de sorber mocos, Celeste Báez fijó los ojos en Yaiza y entrecortadamente, musitó:

— Era un niсo. Era un niсo y he tenido que esperar tantos aсos para saberlo. ¡Mi niсo! — sollozó de nuevo—. Mi niсo, al que se lo comieron los caimanes. — Hizo una pausa, se pasó el dorso de la mano por la nariz, y sin apartar los ojos de la muchacha inquirió agresiva —: ¿Quién eres? ¿Quién eres, que apareces de pronto y todo lo transformas…? — Agitó la cabeza como si tratara inútilmente de ordenar las ideas—. Desde que te conozco todo en mí se confunde. ¿Quién eres, di? ¿Por qué amansas a los caballos? ¿Por qué enloqueces a las personas? ¿Por qué te hablan los muertos? — Alzó suplicantes los ojos hacia Aurelia e insistió —: ¿Por qué?

La otra hizo un gesto de profunda resignación:

— Tiene el «Don».

— ¿El «Don»?

— Un poder superior a ella misma que no puede controlar. Le obedecen las bestias y le hablan los muertos. A veces cura a los enfermos y presiente las desgracias.

— ¿Es «ojeadora»?

Todos se volvieron a Aquiles Anaya que era quien había hecho la pregunta y que no parecía alterado, como si todo aquello fuera algo que no estuviera en absoluto reсido con la lógica.

— ¿«Ojeadora»? — repitió Aurelia molesta.

— Que tiene relación con hechiceros y «ojeadores» que enferman a un animal o a un cristiano tan sólo con mirarlo. — Hizo un gesto con la cabeza hacia el horizonte—. Allá, en las selvas del Orinoco vive «Camajay — Minaré», la diosa que obliga a que se maten por su amor los hombres. — Hizo una corta pausa y lanzó la colilla de su cigarrillo al fondo de la taza que había contenido café—. Aquí en el llano cuenta con muchos seguidores — concluyó—. En especial entre los «baqueanos» y los indios.

— Mi hermana no tiene nada que ver con brujos ni hechicerías — intervino seco y malhumorado Sebastián—. Tan sólo percibe cosas que a otros les están vedadas. — Se volvió a Celeste y resultó evidente que estaba tratando de desviar la atención—. Lo que me sorprende,

es que le impresione tanto lo que ha dicho — comentó—. ¿Acaso tiene algún significado?

La aludida, que había logrado recuperar en parte la calma tomando asiento nuevamente para reconfortarse con un largo trago de ron pese a que aún le temblaba el pulso, respondió sin mirarle, pues su vista continuaba pendiente de Yaiza:

— Sí. Naturalmente que lo tiene, pero prefiero no hablar de ello. — Llenó de nuevo el vaso—. ¿Qué más sabes de esta casa? — inquirió por último.

A Yaiza le molestó la pregunta, pareció rechazarla en un principio, pero al fin giró la vista a su alrededor como si viera por primera vez aquellas paredes y aquel techo o estuviera tratando de leer un mensaje que únicamente ella sabía descifrar.

— Es muy antigua y ha nacido mucha gente en ella — dijo—. Pero aún está viva, porque aquí nunca murió nadie.

— Eso no es cierto — replicó Celeste Báez y con el dedo indicó directamente a Aquiles Anaya—. Su esposa murió aquí.

La muchacha guardó silencio y volvió a mirar las paredes como si ella misma se sorprendiera por su error, pero no le dejaron mucho tiempo para hacerlo, porque el anciano capataz, que había re — iniciado la tarea de liar uno de sus cigarrillos, comentó sin alzar la cabeza:

— Perdone, ama, pero lo que ha dicho no es exactamente así. Naima padeció aquí toda su enfermedad, pero una tarde salió a dar un paseo y cuando regresé me la encontré dormida para siempre allí, bajo el samán que tanto le gustaba. — Encendió con serena calma su cigarrillo—. La acompaсé toda la noche, allí la enterré y allí sabe usted que quiero que me entierren. — Indicó con un leve ademán a Yaiza—. Por lo que puedo recordar, ella tiene razón: nadie ha muerto aún en esta casa.

Se hizo un silencio en el que no se escuchó más que el resoplar de los caballos que habían quedado junto a la baranda y el cacareo de una gallina que buscaba gusanos. Cuando al fin se decidió a hablar, se diría que el tono de Celeste sonaba marcadamente agresivo.

— Dime… — inquirió—. ¿Nunca te equivocas?

Ella la miró con fijeza, directamente a los ojos, y con infinita calma replicó:

— Me gustaría equivocarme siempre. Sería más fácil para todos.

— No he pretendido molestarte.

— No me molesta. Estoy acostumbrada.

La llanera fue a decir algo tratando quizá de disculparse, pero Aurelia la interrumpió con un gesto de la mano.

— ¡No se preocupe! — dijo—. Es lógico que estas cosas inquieten y sorprendan. — Intentó sonreír con innegable esfuerzo—. Me ocurre incluso a mí, que la conozco desde que nació. A la mayor parte de la gente le extraсa que ella misma rechace esos poderes, pero es que resultan incontrolables y casi nunca sirven para nada.

— ¿Han consultado a algún especialista?

— ¿Qué clase de especialista? Mi hija no está enferma.

— No, ya lo sé — admitió Celeste Báez—. No está enferma, pero habrá quien se ocupe de esta clase de fenómenos: Parapsicólogos, psiquiatras, sociólogos…, ¡qué sé yo!

— En Lanzarote, por no haber, no había ni dentista — puntualizó Asdrúbal Perdomo interviniendo por primera vez en la conversación—. Y el médico era un viejo matasanos, más peligroso que la propia enfermedad. Yaiza nunca ha tenido ni siquiera un catarro. Lo que le ocurre es que le concedieron el «Don», y contra eso no hay nada que hacer. Si hubiera nacido bizca, chepuda o paticorta, sería una de las muchas mujeres que tuvieron el «Don» a lo largo de la historia de la isla—. Chascó la lengua fastidiado—. Pero lo malo es que se sumó a todo lo demás, y se pasó de rosca.

— No es su culpa.

Se volvió a su madre que era quien lo había dicho.

— ¡Lo sé! — admitió—. Nos pasamos la vida diciendo que no es su culpa, y yo soy el primero en reconocerlo, pero algún día, me gustaría que alguien me explicara quién diantres es responsable de que estas cosas ocurran. Me siento orgulloso de que mi hermana sea tan guapa. Y de que sea tan alta. Y de que tenga tan precioso cuerpo. Y de que sea tan dulce e inocente. Y de que alivie a los enfermos. Y de que los animales se amansen en su presencia. E incluso, si me apuras, de que algunos difuntos vengan a buscar consuelo en ella. Me siento orgulloso — repitió—. Pero lo cierto es que, todo eso, junto, acaba por joderme la vida. ¡Y a ti, y a ella, y a Sebastián, y al lucero del alba!

— Y a mí.

Asdrúbal se volvió a Celeste Báez, que era quien había hecho la corta afirmación.

— Y a usted, seсora, es cierto, y lo lamento.

— Creo que lo mejor sería que nos devolviera a San Carlos — seсaló Aurelia—. Ha sido muy generosa con nosotros, y no desearíamos complicarle la vida.

— ¡No! Eso nunca — protestó la llanera—. Que lo que ha dicho me haya impresionado no significa nada. Ha sido un mal momento, eso es todo. A veces nos conviene una sacudida porque nuestras vidas suelen volverse monótonas. — Acarició su vaso, pensativa, y sin beber, pero sin dejar de mirarlo al trasluz, como si en realidad estuviera hablando más para sí misma que para los presentes, continuó —: Hace aсos que tan sólo me dedicaba a criar caballos y administrar haciendas sin pensar en el futuro y, lo que es aún peor, ni siquiera en el pasado. — Guardó silencio pero nadie hizo comentario alguno y permanecieron a la expectativa porque resultaba evidente que Celeste Báez estaba tratando de sincerarse, o de justificar el incidente de minutos antes y del que sin duda se sentía en cierto modo avergonzada—. Yo era muy joven… — Se volvió a mirar directamente a Yaiza—. Tendría tu edad cuando tuve un hijo al que no me permitieron conocer porque ensuciaba el buen nombre de los Báez. — Sonrió con ironía—. Un nombre que mi padre había arrastrado por cien prostíbulos y mi tía Esmeralda por confesionarios y sacristías. Por eso nunca quise volver aquí. Temía enfrentarme a los recuerdos. — Ahora paseó la vista por Aurelia y sus hijos—. Pero cuando les encontré se me pasó ese miedo e incluso experimenté la necesidad de volver, como si presintiera que algo extraсo iba a ocurrir. Tal vez me hiera, pero siempre es mejor que continuar vegetando. — Se puso en pie y su expresión se serenó bruscamente—. ¡Quédense! — pidió—. Quédense, porque estoy convencida de que aquí encontrarán la paz que necesitan.

Se encaminó a la puerta sin que el menor de sus gestos denotara la cantidad de alcohol que había ingerido, que tan sólo se reflejaba, quizás en el inusual brillo de sus ojos, y ya a punto de salir, comentó:

— Les pido disculpas. Hacía muchos aсos que no había hablado tanto. — Ensayó su media sonrisa de siempre—. Y no volverá a repetirse.

Descendió rápidamente los escalones de madera, y escucharon la voz con que animaba a su caballo y el rumor de cascos que se alejaban, galopando, por la reseca llanura.

Durante unos minutos, nadie se movió, sorprendidos por el inesperado e inconsecuente monólogo impropio de quien había demostrado tanto carácter y una personalidad tan acusada, y al fin Aquiles Anaya, alargando el brazo para apoderarse de la cafetera, comentó:

— Por mi «taita» que jamás lo hizo. Ella siempre fue llanera y amiga de hablar poco. Pero lo entiendo. Nació para ser una mujer muy dulce y se crió en este ambiente, donde la primera virtud es ser muy macho. Fue como cruzar yegua con toro. Nunca vi un potrillo con cuernos.

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