A el Manco Monagas le temblaron las piernas y estuvo a punto de desmayarse cuando al abrir la puerta se encontró allí, en el pestilente descansillo de su miserable fonducho, la impresionante y siempre angustiosa figura de don Antonio Ferreira, más conocido por su popular sobrenombre de Don Antonio das Noites, un hombre altísimo, que adornaba su cetrino rostro con un enorme bigote caído y unos ojos tan negros e inexpresivos que jamás se lograba averiguar en ellos si estaba a punto de estrechar una mano o asestar una puсalada.

El gordo Mauro Monagas conocía de vista, y en especial de oídas, a Don Antonio das Noites, y lo último que hubiera imaginado en este mundo era que algún día iba a encontrarlo — alto como un ciprés y serio como un búho — plantado ante su puerta, y acompaсado por Lucio Larraz, su inseparable chófer y guardaespaldas.

Por unos instantes permaneció levemente desconcertado, como si sospechara que se trataba de una aparición o de un incomprensible error impropio de semejante personaje, y tuvo que ser el mismo brasileсo el que le obligara a reaccionar extendiendo la mano para apartarle a un lado con suavidad y firmeza.

— ¡Buenos días! — saludó con voz cavernosa que parecía emerger más de su estómago que de su garganta—. Dile a la chica que salga.

— ¿Qué chica?

Habían hecho su entrada sin ser invitados, y el matón cerró la puerta mientras Don Antonio das Noites se volvía levemente a el Manco y lo observaba desde su increíble altura como quien mira a una cucaracha que corretea por la cocina.

— La carajita esa de la que todo el mundo habla — musitó.

— ¿Yaiza?

— No sé cómo se llama. Sólo sé que cada vez que pone el pie en la calle, el barrio se alborota, y por lo que cuentan vive aquí. — Hizo una corta pausa—. ¡Llámala!

Mauro Monagas estuvo a punto de negarse porque se había hecho a la idea de que la muchacha le pertenecía y nadie tenía derecho a verla o espiarla, pero le venció el temor que el brasileсo y su bronco guardaespaldas producían, y avanzando por el húmedo y sombrío pasillo golpeó levemente una puerta.

— ¡Yaiza! — susurró—. Yaiza; un seсor quiere verte.

Pero la puerta no se abrió y al cabo de unos instantes, una voz inquirió desde dentro:

— ¿Quién es?

— Don Antonio das… — Dudó, y al fin salió del paso como pudo—. Es un seсor muy importante — dijo—. Quiere hablarte.

La pregunta sonó seca y precisa:

— ¿De qué?

El gordo se volvió inquisitoriamente a los dos hombres que aguardaban bajo la única bombilla del pasillo, y fue don Antonio Ferreira el que replicó con toda la naturalidad que permitía su profundísima voz:

— De trabajo. Tengo un trabajo que ofrecerle.

De nuevo se hizo un largo silencio, y resultaba evidente que la muchacha dudaba, pero al fin replicó, segura de sí misma:

— Vuelva por la noche. Cuando estén mis hermanos.

El brasileсo no pudo evitar un leve gesto de desconcierto y por unos segundos se diría que iba a enfurecerse, pero antes de que pudiera reaccionar, el Manco se precipitó a golpear nuevamente la puerta.

— ¡Pero Yaiza! — exclamó—. ¡No seas niсa! Don Antonio es un hombre muy ocupado y no puede perder su tiempo volviendo cuando a ti te apetezca. ¡Sal un momento! ¡Sólo un momento!

— ¡Si no quiere volver, que no vuelva! — fue la respuesta—. Pero yo no salgo.

Don Antonio Ferreira hizo un brusco gesto con la cabeza y Lucio Larraz se dispuso a derribar la puerta, pero Mauro Monagas le detuvo alzando su única mano y pidió que le siguieran en silencio a la estancia vecina.

Una vez en ella, apartó con sumo cuidado el pequeсo taco de madera que cubría el agujero de la pared, permitiendo que contemplaran tranquilamente el espectáculo de una Yaiza que, sentada semidesnuda muy cerca de la ventana, se afanaba en remendar unos viejos pantalones de su hermano mayor.

La escena tuvo la virtud de impresionar incluso a un hombre que había visto tantas mujeres desnudas como Don Antonio das Noites, que permaneció largo rato muy quieto, fascinado por la serenidad que se desprendía del cuerpo y el rostro de la mujer — niсa. Al fin se apartó a un lado, colocó de nuevo el taco de madera en su sitio, y se encaminó a la puerta, pensativo.

Ya en la escalera se volvió al dueсo de la casa e inquirió con extraсeza:

— ¿Nunca sale de esa habitación?

— Tan sólo los domingos. Se van muy temprano y regresan al oscurecer…

El brasileсo hizo un mudo gesto de comprensión con la cabeza y comenzó a descender los peldaсos en pos de su guardaespaldas para desaparecer en el rellano sin despedirse siquiera.

Tan sólo cuando desde la ventana de su habitación los vio subir a un lujoso «Cadillac» gris y alejarse calle abajo, el Manco Monagas lanzó un largo suspiro de alivio, y se dejó caer con todo su peso sobre el sufrido y maltratado sillón que crujió una vez más sonoramente. Había pasado un miedo espantoso, puesto que por unos minutos llegó a temer que le arrebataran por la fuerza lo más preciado que había poseído nunca.

Aquella niсa, aquella criatura intangible y casi etérea, suave, dulce y lejana que se movía en silencio o permanecía muy quieta durante horas en su encierro, había trastornado hasta límites insospechados su monótona existencia y no concebía que pudieran regresar los amargos tiempos en que el vacío y la frustración que continuamente le invadía no desapareciesen por el simple hecho de apartar un taco de madera y contemplar a un ser que amaba con toda la violencia y la ternura de quien no ha amado antes jamás en este mundo.

Ya la mayoría de las veces ni siquiera experimentaba la necesidad de masturbarse o manosearse mecánicamente mientras permanecía con el ojo pegado a la pared, porque le bastaba aprenderse de memoria cada gesto, extasiarse con el ademán con que Yaiza se apartaba el largo cabello de los ojos; la forma en que de tanto en tanto volvía el rostro hacia la luz de la ventana; la majestuosidad con que permanecía erguida, alzados siempre el busto y la barbilla, y la felina y provocativa gracia en su andar o de inclinarse para arreglar una cama.

A menudo se preguntaba, admirado, cómo era posible que jamás lograra sorprender en ella un gesto brusco o carente de armonía; un dejarse caer desmaсadamente en una silla; una expresión de aburrimiento o un ademán carente de sentido.

Era — podría creerse — como si Yaiza Perdomo hubiese sido educada por los mentores de una reina y viviese con el convencimiento de saberse continuamente observada, y en realidad era así porque, desde muy niсa, Yaiza supo que a todas horas la observaban los muertos, aquellos muertos a los que agradaba entre otras muchas cosas por la serena y dulce armonía de sus gestos; gestos que había heredado, junto al «Don» de algún muerto perdido ya en la noche de los tiempos.

¿Con quién hablaba a veces?

No pronunciaba palabra, ni tan siquiera sus labios se movían, pero el gordo Monagas descubría de tanto en tanto expresiones de sus ojos o formas de mirar a un punto de la estancia que le obligaban a imaginar que estaba manteniendo un silencioso diálogo con alguien muy concreto; alguien al que nunca llegó a ver, pero cuya presencia parecía a punto de materializarse a cada instante.

En tales ocasiones, el Manco se apartaba del muro, angustiado y sudoroso, iba a tumbarse en su sucio camastro bebiendo largos tragos de tibia cerveza. Era miedo entonces también lo que sentía y una especie de agobiante desasosiego en el que el corazón le latía con tal ímpetu que parecía siempre a punto de estallarle en el pecho, como si estuviera aguardando la caída de un rayo que acabara por fulminarle por su incalificable osadía de espiar a tan maravillosa criatura.

¿De dónde había salido?

Todos sus esfuerzos por aproximarse a ella o incluso a sus hermanos y a su madre habían resultado estériles, pues, cuando se encontraba a solas, Yaiza apenas ponía el pie fuera de la habitación, y cuando la familia se reunía conformaban un bloque monolítico en el que resultaba evidente que ningún elemento extraсo — y él menos que nadie — tendría nunca cabida.

Asdrúbal y Sebastián trabajaban de sol a sol y regresaban reventados de cansancio, mientras Aurelia recorría los alrededores buscando algún comercio que fregar, alguna casa en la que ayudar, o alguna ropa que llevarle a su hija para coser, sin dedicar nunca a su casero más que un cortés saludo al cruzarse por los pasillos.

Resultaban por completo inabordables, y cuanto Mauro Mona — gas había logrado saber sobre ellos era que procedían de la canana isla de Lanzarote y habían atravesado el Océano en una minúscula goleta en cuyo naufragio había desaparecido el padre. Los cuatro parecían vivir para el recuerdo de ese padre, la nostalgia por el hogar perdido, y la preocupación por el futuro — al parecer siempre amenazado — de la menor de los miembros de la familia.

Los hermanos, dos hombretones en edad de divertirse y que en cualquier otra circunstancia deberían pasar más tiempo consumiendo ron en los «botiquines» que en su casa, actuaban como si hubieran renunciado de modo voluntario a sus propias vidas y éstas no tuvieran sentido más que en función de su hermana, pero no con el absurdo y folklórico sentimiento de «honra» tan arraigado entre emigrantes de la Italia meridional, sino más bien con la entrega de quien tiene el convencimiento de estar en posesión de algo sumamente valioso que amerita cualquier sacrificio.

Para el Manco Monagas, cuya madre le echó al mundo a patadas y había pasado el resto de sus días dándole más patadas en el gordo trasero sin dedicarle apenas una caricia o una frase de cariсo, aquel inquebrantable espíritu familiar y el desbordado amor que se advertía en cada uno de sus miembros, constituía una novedad desconcertante, hasta el punto de que, en lo más profundo de su ser experimentaba una mayor sensación de culpabilidad cuando espiaba la intimidad de la familia que cuando tan sólo se deleitaba con la inquietante desnudez de Yaiza.

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