Los domingos eran días especialmente hermosos en la vida de Yaiza, no sólo por el hecho de que sus hermanos descansaran de aquella dura labor de cargar y descargar ladrillos, sino también porque era la única ocasión que tenía de abandonar su encierro y disfrutar de un poco de aire puro.

Muy de maсana, antes de que las pandillas de gamberros y ladronzuelos comenzaran a invadir las calles, abandonaban el barrio y se adentraban en aquella otra Caracas de urbanizaciones residenciales, el Parque del Este, o incluso los frondosos bosques de las faldas del Avila, allá por San Bernardino.

Eran largos paseos los cuatro juntos, disfrutando de la presencia de los seres amados y el paisaje, pues Caracas se les antojaba una ciudad maravillosamente enclavada y hermosa pese a que los hombres pareciesen aquejados de una frenética pasión por destrozarla.

Había un lugar al pie del Avila en que una alta cascada caía rumorosa por entre las copas de majestuosas ceibas y caobos que daban luego sombra al riachuelo que allí nacía, y Yaiza amaba ser la primera en llegar a ella para disfrutar a solas de una indescriptible ducha de agua helada que parecía librarla de todo el sudor, la hediondez y la tensión que había ido acumulando encerrada en la sucia habitación durante tantos días.

Luego, ya limpia, se tumbaba sobre la hierba de un rincón apartado a disfrutar del copioso desayuno que Aurelia había traído; desayuno en el que las típicas «arepas» criollas rellenas de queso se alternaban con el «gofio» isleсo que habían encontrado en una tienducha regentada por un palmero, y era aquélla la hora de hacer proyectos para cuando se hubieran quitado de encima la pesada carga de legalizar su estancia en el país, y pudieran buscar acomodo en una zona de la ciudad en que Yaiza no tuviera que ver transcurrir su existencia como reclusa voluntaria.

— ¡Si me dejarais trabajar, todo sería más rápido! — insistía una y otra vez—. ¡Me siento inútil!

Pero Sebastián, que por ser el mayor se había convertido indiscutiblemente en el cabeza de familia» negaba convencido, secundado en este caso por su madre y su hermano:

— No, hasta que nos hayamos mudado y conozcamos mejor la vida aquí. Esto no es Lanzarote y continuamente oigo hablar de muchachas que desaparecen. A unas las violan y las matan; a otras se las llevan a los prostíbulos de los campos petroleros o las pasan a Colombia y Brasil. ¡Quién sabe lo que ocurriría cuando no estuviéramos nosotros para protegerte!

— ¡No soy una niсa!

— ¡No! — replicaba Sebastián—. Por desgracia no eres una niсa, pero éste no es nuestro mundo y aún no hemos aprendido a desenvolvernos en él. Aquí llegan gentes de todas partes, y los hay que no son pobres emigrantes como nosotros que únicamente pretenden ganarse la vida y salir adelante. Con los campesinos, os obreros y los exiliados se han infiltrado también los ladrones, los asesinos, los estafadores y los proxenetas escapados de todas las cárceles de Europa.

— ¿Qué es un proxeneta? — quiso saber su hermana.

— Alguien que anda a la búsqueda de muchachas para explotarlas prostituyéndolas — intervino Aurelia—. Algo que, gracias a Dios, no teníamos en Lanzarote.

— ¿Cómo puede un hombre obligar a prostituirse a una mujer si ella no quiere? — inquirió Yaiza sorprendida—. No lo entiendo.

— Yo tampoco lo entendí nunca, pero ocurre — replicó su madre convencida—. Las drogan, las emborrachan o las pegan, no lo sé muy bien, pero es algo que ha existido siempre, y Sebastián tiene razón: esta ciudad no es segura, y hasta que no sepamos más de ella tenemos que mantenerte apartada.

— ¡Pero las demás chicas…!

Aurelia Perdomo cortó el inicio de protesta extendiendo la mano y acariciando dulcemente el rostro de su hija.

— Tú no eres como las demás chicas, Yaiza — dijo—. Lo hemos discutido muchas veces. Los hombres se sienten demasiado atraídos por ti, y esa atracción ha provocado excesivos problemas. — Sonrió levemente—. Confía en tus hermanos — suplicó—. Están haciendo todo lo que pueden por sacarnos de este lugar. ¡Será cuestión de días!

Pero los días llevaban rumbo de convertirse en semanas, y éstas en meses, porque nuevos gastos venían a sumarse a los anteriores, y en más de una ocasión tuvieron que acostarse sin cenar puesto que los dos jornales y lo que las mujeres ganaban cosiendo alguna ropa no bastaba, y conseguir un alojamiento decente lejos de aquel espantoso barrio y aquel tétrico edificio se encontraba por el momento fuera de sus posibilidades.

Yaiza había aprendido por tanto a resignarse y guardar silencio, aunque a menudo imaginara que acabaría volviéndose loca de depresión y abatimiento, sobre todo durante las largas horas en que su madre tenía que salir a entregar lo que habían cosido, o a hacer interminables colas ante las ventanillas de la Dirección de Extranjería, y experimentaba entonces la agobiante sensación de que las paredes se cerraban sobre ella, y un profundo desasosiego la invadía como si se sintiera constantemente espiada por ojos invisibles.

Se esforzaba sin embargo por rechazar tales ideas temiendo acabar por obsesionarse, pues esa impresión de saberse espiada la perseguía desde que se convirtió en la asombrosa mujer que era y allá en Playa Blanca los hombres la seguían con la vista a todas partes en cuanto ponía el pie fuera del umbral de su casa.

Había tenido entonces que abandonar su costumbre de pasear por la playa con el agua a media pierna, puesto que tales paseos parecían haberse convertido en el principal espectáculo de los mozos del pueblo, y le constaba también que cuando su madre la enviaba a buscar pan infinidad de ojos la acechaban tras los postigos de las ventanas.

La seguridad de que por mucho que pretendiera evitarlo su sola presencia provocaba a los hombres haciendo aflorar lo peor que había en ellos, y el convencimiento de que ésa y no otra había sido la causa que desencadenara el tremendo cúmulo de desgracias que habían aquejado a los suyos en los últimos tiempos, comenzaba a pesar como una losa sobre el ánimo de la muchacha, y pese a que sus hermanos y su madre se esforzaban por librarla de semejante sentimiento de culpabilidad, éste continuaba anidando en lo más íntimo de su ser.

Su cuerpo, su cara y aquel «Don» heredado de alguna desconocida bisabuela y que le permitía «Aplacar a las bestias, aliviar a los enfermos, atraer a los peces y agradar a los muertos» hacía de Yaiza Perdomo — la única hembra nacida en la familia de los Maradentro a lo largo de cinco generaciones — un ser absolutamente excepcional, pero también, y por todo ello, terriblemente vulnerable.

Su capacidad de hablar con los muertos la destacaba de los seres humanos, pero le confería al propio tiempo una apariencia de lejanía e intangibilidad que excitaba y atraía a los hombres, como si presintieran que jamás podrían alcanzarla, lo cual contribuía al hecho de que, desde el momento en que tuvo conciencia de que se había convertido en mujer, Yaiza Perdomo se sintiera como una bestia acosada a la que nadie parecía dispuesto a conceder un minuto de tregua.

— A veces me gustaría desfigurarme el rostro o cortarme los pechos — le confesaba a su madre con absoluta sinceridad—. Sería la única forma de conseguir paz para todos. ¿De qué me sirve cuanto la Naturaleza o quienquiera que sea me ha proporcionado, si me obliga a permanecer encerrada como una leprosa y no trae más que desgracia sobre nosotros? ¡Es como una maldición!

Aurelia trataba de obligarla a desechar tales ideas, pero en lo más íntimo de su ser se veía en la necesidad de admitir que si efectivamente su hija no hubiera sido tan hermosa aún vivirían felices en Lanzarote y Abel Perdomo, aquel gigante de dos metros al que tanto había amado, no habría muerto.

Pero nadie tenía la culpa de que Yaiza hubiera nacido así. Ni ella misma, ni sus padres, ni tan siquiera aquella lejanísima heredera de los poderes mágicos de la hechicera Armida, la primera de las brujas que se estableció en Canarias y de la que contaba la tradición que emanaba el origen de tales fuerzas ocultas.

¡Pero cómo librarse de esas fuerzas! ¿Desfigurándose la cara o cortándose los pechos, como en sus peores momentos de depresión apuntaba ella misma? Tal solución no dejaba de ser una rabieta infantil y lo sabían. Tan sólo el tiempo conseguiría anular la belleza de Yaiza Perdomo, y hasta que no fuera su propia naturaleza la que destruyera desde dentro la perfecta armonía de su cuerpo, estaba condenada a vivir con él por más que le pesara.

— Cuando dejemos este barrio todo será distinto — repetía una y otra vez Aurelia, machacona—. ¡Ten paciencia, hija! Tan sólo un poco de paciencia.

Pero Yaiza sabía que nada sería distinto; que los hombres no cambiaban con los barrios, de igual forma que no cambiaban por más que estuviera el Océano por medio, y continuaría siendo la principal víctima de su propia belleza y de su «Don» por larga que fuera su odisea a través de continentes, países y ciudades.

Y no era ella la única en saberlo, pues sus hermanos, acostumbrados desde que se hizo mujer a los estragos que causaba por donde quiera que fuese, comprendían cada vez con mayor claridad que la ciudad babélica y disparatada a la que habían ido a parar, constituía el lugar menos idóneo para proteger a una muchacha como Yaiza.

El edificio en el que trabajaban y donde el arquitecto era alemán, los aparejadores criollos, los capataces italianos, y los albaсiles y peones húngaros, polacos, portugueses, colombianos, espaсoles y turcos, reflejaba ala perfección la totalidad de su entorno, porque la avalancha de gentes había sido tan rápida y tan fuerte que aún no habían tenido tiempo de conformar una sociedad nueva con usos y costumbres propios a los que atenerse, sino que cada grupo, y aun cada individuo, libraba una batalla tratando de imponer sus reglas y su forma de vida.

Lo que en un barrio estaba bien, tan sólo por el simple hecho de cruzar una calle estaba mal; lo que una determinada comunidad veía con buenos ojos, resultaba inaceptable a la comunidad vecina y al dios que unos rezaban, maldecían los de enfrente aunque trataran de convencerse sin embargo de que estaban esforzándose por construir una nación nueva y distinta.

Y si para algunos era en efecto una nueva patria a la que pensaban dedicar todos sus afanes echando en ellas raíces y olvidando para siempre la destrozada Europa, para otros no era más que un lugar aborrecible del que únicamente les interesaba un dinero con el que regresar a la tierra que aсoraban y a la que por aсos que pasaran siempre se sentirían profundamente arraigados.

Para estos últimos Venezuela, como lugar de paso, no merecía respeto y no estaban dispuestos a realizar esfuerzo alguno por adaptarse o mejorarla un ápice. Exprimirían de ella cuanto pudieran y se marcharían sin dedicarle tan sólo un pensamiento ni agradecerle que en un momento dado, cuando ninguna otra esperanza les quedaba, les había abierto sus puertas brindándoles la oportunidad de rehacer sus vidas.

Esos, los emigrantes temporales; los que tenían siempre el pensamiento puesto en el retorno, eran sin duda los peores, pues abrigaban el convencimiento de que algún día desaparecerían para siempre, y poco importaba el recuerdo que hubieran dejado de su estancia.

Chulos, prostitutas, ladronzuelos y estafadores se movían por el afán de conseguir la cifra que se habían fijado como meta y regresar a sus lugares de origen a convertirse nuevamente en personas decentes, y ello contribuía en gran parte a que en aquella ciudad y en aquellos momentos cualquier concepto de moralidad se encontrara por completo trastocado.

Asdrúbal y Sebastián lo comprendieron de inmediato, lo cual no significaba que no constituyese para ellos un choque violento, pues educados según las rígidas normas de su madre y las sencillas pero severas reglas de un pequeсo pueblo de pescadores, el desgarro y la desfachatez con que muchos de cuantos les rodeaban hacían y decían las cosas más inverosímiles tenían la virtud de dejarles a menudo estupefactos.

La simple obtención de un puсado de billetes justificaba cualquier acción, y las personas — especialmente las mujeres — parecían haberse transformado únicamente en objetos que se apartaban a un lado en cuanto perdían su utilidad.

Se iban deteriorando a pasos agigantados los conceptos de hogar y familia, y las alarmantes estadísticas seсalaban que de continuar semejante degradación muy pronto casi el setenta por ciento de los niсos nacidos en el país serían hijos naturales, la mitad de los cuáles quedarían abandonados a su suerte al poco tiempo, lo que provocaría sin duda un rápido crecimiento del desarraigo y la delincuencia entre la población juvenil. Ello desembocaría irremediablemente en un nuevo aumento de la tasa de crecimiento de hijos abandonados, lo que implicaba el riesgo de que, en el transcurso de dos generaciones, en Venezuela llegasen a existir más delincuentes que ciudadanos honrados.

¿Cuál era el remedio?

Ni Sebastián ni Asdrúbal se sentían en absoluto capacitados para opinar sobre el tema, porque en realidad su única preocupación por el momento era la de tratar de llevar a casa cada día un jornal que les permitiera subsistir, procurando evitar que la vorágine del ambiente que les rodeaba afectara su unidad familiar.

Los Maradentro fueron — desde que se tenía memoria de los orígenes de su estirpe y del sobrenombre que tan justificadamente habían ganado — un clan familiar indisoluble que ningún conflicto interno consiguió jamás resquebrajar ni ningún elemento externo desunir, pero ahora se enfrentaban a un universo diferente, y Sebastián, que había sido siempre el más inteligente de los hermanos, se sentía profundamente preocupado tanto por los riesgos que pudiera correr Yaiza rodeada de un ambiente agresivo y hostil, como por el rechazo que Asdrúbal, mucho más primitivo y más aferrado que él a lo que había sido su vida hasta entonces, llegara a sentir por un país con el que no conseguía de momento identificarse.

Sebastián sabía que, por extraсos y desplazados que se sintieran, estaban condenados a quedarse en Venezuela, porque ellos, los Perdomo Maradentro, jamás podrían regresar a Espaсa y Lanzarote.

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