Tenía razón Celeste Báez, y en el Llano los Perdomo encontraron por un tiempo la paz que estaban necesitando y que se les había mostrado esquiva desde aquella noche de San Juan en que Asdrúbal le partiera el corazón de un mal golpe a uno de los agresores de su hermana.

El Llano y dentro de sus confines desmesurados aquel lugar concreto, a la vez áspero y tranquilo, hermoso y desolado, vitalista y moribundo, brindó a la familia y en especial al más sensitivo de sus miembros, Yaiza, el espacio ideal y el tiempo de paso lento necesarios para tomar conciencia del cambio que se había efectuado en su cuerpo y su mente, transformándola de niсa alborotadora y fantasiosa, en mujer madura y sosegada.

No había hombres allí que la acosaran porque tan sólo estaban sus hermanos, la tierna afabilidad del viejo capataz, y la distante indiferencia de dos indios que habitaban con sus familias en la ranchería cercana, y que cumplían como buenamente podían las funciones de peones de un «Hato» semiabandonado en el que ningún auténtico llanero aceptaba trabajar por falta de incentivos.

En «Cunaguaro» no había bestias cimarronas a las que «cachilapear» corretéandolas incansablemente por la llanura hasta conseguir que el lazo hábilmente lanzado las derribara en un santiamén dejándolas empaquetadas y listas para que el hierro al rojo les grabara la marca del nuevo dueсo. En «Cunaguaro» no se domaban ya en espectacular rodeo los potros más cerreros hasta convertirlos en mansas monturas que volaran más tarde sobre la sabana o fueran enviados a los mejores hipódromos del Continente. En «Cuna — guaro» no se organizaban partidas a la caza del caimán, el tigre, el puma o la anaconda. En «Cunaguaro» no había ron ni canciones en torno al fuego al final de una larga jornada de trabajo en el pastizal o el monte bravío, y sobre todo, en «Cunaguaro» no quedaban más hembras que dos tristes indias de pechos por la cintura y niсos en los brazos.

No. En el «Hato Cunaguaro» no había hombres que pudieran inquietarla, y aquel no sentirse eternamente espiada, perseguida, acosada, requebrada, silbada, pellizcada y hasta manoseada, constituía una sensación tan placentera y tan profunda, que apenas la primera claridad del alba doblaba la esquina de la tierra allá por donde decían que se encontraba el gran Orinoco, Yaiza se lanzaba a recorrer incansable el río, el monte o la sabana, sorda a las advertencias de Aquiles Anaya que le prevenía contra las mil bestias del Llano, pues Yaiza sabía desde que apenas levantaba un metro del suelo, que no existía en este mundo bestia alguna de la que ella tuviera que cuidarse.

Cruzaba los esteros con el agua a media pierna sin que jamás una raya, un yacaré o un «temblador» la inquietara, y avanzaba entre bandadas de garzas, garzones, y rojos «coro — coro» sin que alzaran el vuelo, e incluso los tímidos chigьires, cuya única defensa estuvo siempre en la huida, permanecían tranquilos cuando la veían llegar y pasar de largo como si su instinto les anunciara que de aquel ser humano jamás deberían temer nada.

Aquiles Anaya la observaba a menudo, acomodado en lo alto de su montura, con el eterno cigarrillo amarillento entre los labios, rebuscando en su memoria entre tantas historias como corrían por sabanas y selvas, alguna que hiciera referencia a un ser remotamente semejante a aquella isleсa llegada del otro lado del mundo, que nunca había visto una vaca, ni un caballo, venado, puma, jaguar, anaconda o cualquiera de los mil habitantes de los «caсos», los esteros y los ríos, pero que parecía haberse convertido, sin el menor esfuerzo, en dueсa de todas sus voluntades.

La encontraba a veces muy de maсana sentada al pie de un paraguatán aсejo que dominaba el recodo del río, observando atenta la vida de las aguas, o la descubría caminando a lo lejos, cruzando entre manadas de un ganado que sin ser cimarrón sí era aún bravío, y se le antojaba ilógico que se aproximara a acariciar a los terneros sin que un toro acudiera a cornearla o tan siquiera la vaca le lanzara un mugido de protesta.

Le venía entonces a la mente una y otra vez aquella extraсa pregunta que hiciera Celeste Báez:

— ¿Quién eres, di…? ¿Quién eres?

Y se creería que, al igual que el viejo capataz, también Yaiza, marchaba en pos de esa pregunta, como si presintiera que aquel tiempo de estancia en la sabana era un paréntesis que le habían concedido para que tuviera la oportunidad de encontrarse a sí misma y averiguar si deseaba quedarse para siempre allí, como prisionera voluntaria de una cárcel que no conocía más rejas que las distancias.

O tal vez Yaiza pedía a su futuro un retorno a su pasado; a los tiempos en que sus hermanos aún se revolcaban con ella sobre la arena sin sentirse nerviosos, la subían a caballo sobre su cuello, ó no experimentaban temor a la hora de entrar en su dormitorio sin necesidad de llamar a la puerta.

¿De qué le valía el «Don» si no le había ayudado a detener su desarrollo? ¿Qué utilidad tenía su amistad con los difuntos si éstos no eran capaces de indicarle cómo continuar para siempre en un paraíso infantil en el que podía sentarse durante horas sobre las rodillas de su padre? ¿De qué le servía que la respetaran las bestias de los Llanos, si el tiempo no quería respetarla?

El mundo de los adultos; aquel inquietante mundo edificado sobre el sexo la asustaba, y ese miedo se había iniciado una calurosa maсana en que al cepillarse el cabello ante el espejo de su madre presintió que llevaba camino de convertirse en una mujer capaz de desatar lo mejor y lo peor que había en los hombres.

Fueron aquellos los ya lejanos días en que tomó conciencia de que su cuerpo existía con independencia de su mente, como algo más que un conjunto de piel, músculo y huesos que servían para correr, nadar o jugar, y que ese conjunto se rebelaba ya y comenzaba a adquirir su propia personalidad y consistencia.

Como un extraсo monstruo llegado de lugares ignotos, la Yaiza mujer se iba apoderando con rapidez de la Yaiza niсa, y el error estuvo en que se posesionó de su cuerpo muchísimo tiempo antes que de su espíritu, lo que precipitó aquel sentimiento de terror que aún vivía en ella.

Luego los acontecimientos se acumularon y resultó evidente que todas las tragedias emanaban del mismo punto de partida: la exuberancia de su cuerpo y la confusión de su mente y hasta el momento en que pudo pasear por las llanuras sin más testigos que las aves y las bestias, no gozó de tranquilidad para aceptar que ya no era tan sólo mujer exteriormente.

— Pero es triste.

— ¿Por qué? Yo me sentí orgullosa el día que comprendí que sentía y actuaba como una mujer.

— Tal vez tú no tuviste una infancia como la mía y no sufrías al tener que abandonarla.

Aurelia sonrió agradecida.

— Me alegra saber que, pese a lo poco que poseíamos, fuimos capaces de proporcionarte una infancia feliz.

Estaban sentadas al pie del viejo paraguatán del recodo del río, adonde Aurelia acudía a buscarla cuando la había oído levantarse muy temprano y salir sin haber desayunado, y les gustaba permanecer allí observando cómo las «babas», los yacarés y los morrocoyes emergían con los primeros rayos de sol, los peces saltaban escapando del acoso de saurios y piraсas, y las innumerables aves, cuya variedad de nombres jamás conseguirían aprender, picoteaban en la orilla, se sumergían en las aguas profundas, o cantaban y parloteaban en el pajonal y las matas del ribazo.

— Fue muy reliz, desde luego… — admitió la muchacha—. En aquel tiempo ni siquiera el «Don» me daba miedo, e incluso me divertía saber cuándo iban a entrar los peces o hablaba con el abuelo.

— ¿Ya nunca viene a verte?

— Menos que antes. Este no es su ambiente y alega que pierde el rumbo y le confunden tantas vacas y caballos. — Sonrió—. Sigue siendo un excéntrico.

— ¿Y papá? — Era la primera vez que Aurelia se atrevía a preguntar directamente por Abel Perdomo y resultaba evidente que se sentía azorada—. ¿Nunca lo has visto?

Yaiza negó en silencio con la mirada fija en una gigantesca hormiga que ascendía velozmente por la pernera de su pantalón, y ante la terquedad de ese mutismo, su madre insistió:

— ¡Me gustaría tanto saber algo de él!

— No puedo hacer nada. Son ellos los que vienen. Yo nunca los llamo.

— ¿Lo has intentado?

— No. Ni quiero. — La miró de frente—. ¡Entiéndelo! No es por papá. También a mí me gustaría saber que se da cuenta de cuánto le necesitamos, pero si tomo la iniciativa me adentraré en un mundo del que jamás sabré salir.

Aurelia le acarició la mano con ternura.

— Lo sé, hija — seсaló—. Y eso es algo que no quiero pedirte. Lo único que pretendo es que si algún día sabes algo me lo cuentes. — Hizo una pausa y marcó las palabras con intención—. Sea lo que sea.

Yaiza no deseaba continuar hablando de aquel tema porque resultaba difícil y doloroso explicarle a su madre que el hombre que había amado tanto y junto al que tan segura se sintió durante aсos, probablemente vagaba ahora entre tinieblas perdido y asustado al igual que lo estaban la mayoría de los difuntos que en alguna ocasión la visitaron.

Yaiza sabía mejor que nadie cuánto le había correspondido sufrir a su madre en los últimos tiempos, y cuánto tendría que sufrir aún en el futuro, y se le antojaba demasiado cruel hacerle partícipe de su convencimiento de que ningún muerto encontraba la paz mientras hubiera dejado atrás a los seres que amaba.

De las largas conversaciones que mantuviera en los amaneceres con el abuelo Ezequiel, «Seсá» Florinda, o tantos otros como acudían en busca de un consuelo que ella apenas sabía proporcionarles, había ido extrayendo la conclusión de que los muertos no querían descansar hasta sentirse de nuevo acompaсados por quienes más amaron en vida y jamás se atrevían a iniciar a solas el largo viaje hacia la nada.

— ¿Crees que estoy loca?

— Ser diferente no significa en absoluto estar loco, a menos que comiences a obsesionarte con la idea. Si para ti resulta lógico hablar con los muertos o aplacar a las bestias, continúa haciéndolo y no le des más vueltas.

Pero resultaba difícil aceptarlo, sobre todo desde que al otro lado de la mosquitera que cubría su ventana la observaba a menudo el tuerto Abigail Báez que jamás accedió a descender de su caballo como si se hubiera ido al otro mundo atado a su montura, o una india muy joven y de ojos redondos y asustados, que tardó una semana en confesarle que era Naima, a quien la tuberculosis arrastró a su tumba bajo el samán a los dos aсos de casarse con Aquiles Anaya.

No quiso decirle nada al viejo capataz. No quiso turbar su limpia y tranquila mirada de llanero dispuesto a emprender en paz su última galopada confesándole que aquella mujer, cuyo recuerdo con tanto amor conservaba, le culpaba por haberla sacado de sus lejanas selvas del Roraima para traerla a una «civilización» frente a cuyas enfermedades su cuerpo carecía de defensas.

— El no quiso quedarse allí con los míos — le había dicho—. No me amaba lo suficiente para compartir mi mundo. Yo sí le amé para seguirle al suyo, y ahora estoy muerta. ¡Llevo ya tanto tiempo muerta y esperando…!

De día, al cruzar en sus paseos no lejos de la tumba y el samán, Yaiza se preguntaba si en verdad la esposa del capataz habría sido una india tuberculosa o se trataba únicamente de otra de las absurdas fantasías que poblaban sus sueсos y su mente, pero en su fuero interno «sabía» que de la misma manera que Abigail Báez había existido tal como lo describiera: tuerto y con su «liquiliqui» blanco ensangrentado, Naima había habitado también aquella casa, y se había sentado en el mismo porche a contemplar la soledad de la sabana y escuchar cómo la tisis le devoraba los pulmones.

;Qué terror experimentaría una pobre criatura semisalvaje nacida en los bosques más espesos al esperar así, tan lejos de su mundo, el avance incontenible de una de aquellas enfermedades que espantaban y diezmaban sin compasión a los de su raza?

En ocasiones Yaiza se acercaba hasta la ranchería en que los indios se hacinaban rodeados de cerdos, perros y gallinas, e intentaba una estéril aproximación a aquellas mujeres que, sin haber superado los treinta aсos eran ya ancianas de pechos caídos, piel ajada y ojos que no parecían esperar de la vida nada más que la muerte.

Fieras tribus que antaсo dominaron la sabana habían ido quedando reducidas por el empuje del hombre blanco a jirones dispersos, que se escondían aquí y allá, en lo más espeso del monte bravo, cerca de cimarroneras que les proporcionaban alguna vaca con que aplacar su hambre, o familias que se habían rendido sin condiciones, limitando su existencia a una semiesclavitud a merced del capricho o la buena voluntad de sus patrones.

Dueсos indiscutibles en otro tiempo de la inmensidad de las llanuras que se extendían desde las faldas de la cordillera a las márgenes del Orinoco, los terratenientes ansiosos de acrecentar sus haciendas los habían ido diezmando a base de perseguirlos a tiros o proporcionarles aguardiente envenenado y ropas contaminadas en la más cruel forma de exterminio que el ser humano hubiera sido capaz de imaginar.

— No puedo creerlo.

— No lo creas si no quieres — había replicado Aquiles Anaya indiferente—. Pero hace treinta aсos los «cuibás» eran aún temidos y admirados y se les encontraban en todas partes, altivos, libres y orgullosos. — Seсaló hacia la ranchería—. Eso es lo mejor de lo que queda.

— ¿Por qué?

— ¿Por qué, qué?

— ¿Por qué esa necesidad de destruirlos? Aquí hay sitio para todos. Nunca he visto una tierra tan vacía. ¿Acaso no cabían unos cuantos indios?

— Sí, desde luego — admitió el capataz—. Esta es una de las tierras más deshabitadas del mundo, pero por esa misma razón resulta ingobernable. Tiene sus leyes propias: «La Ley del Llano» que no se parece a ninguna otra porque no existe ningún otro lugar semejante.

— ¿Y no protege al indio?

— ¿Al indio? — rió irónicamente el anciano—. ¡No, desde luego! Puede que especifique a quién pertenece cada ternero nacido en libertad en cimarroneras jamás exploradas por ningún hombre blanco, pero no menciona al indio, porque el indio, simplemente, ante la ley, no existe.

— ¿Quién hizo esa ley?

— Los hacendados. Los dueсos de «Hatos» tan extensos como algunos países europeos. Esa ley está pensada para entenderse entre ellos y no tener que pleitear en caso de que un determinado rebaсo esté pastando en tierras de otro, o se planteen problemas de límites o aguas, pero no para tener en cuenta los derechos de los auténticos propietarios de esas haciendas: los indios.

— ¿Y el Gobierno no hace nada?

De nuevo aquella sonrisa escéptica.

— Jamás vi a un indio sentado en el Congreso.

— ¿Y nadie les defiende? ¿Nadie les representa?

— Una vez hubo un hombre: Rómulo. El Catire Rómulo, le llamaban, porque era muy rubio a pesar de ser llanero de pura cepa. Había estudiado Medicina en Europa y al regreso alzó su voz en favor de los que consideraba tan venezolanos como el mismísimo Bolívar, pero a Gómez no le gustaba que nadie alzara la voz por ninguna razón y mandó en su busca. Los hacendados proporcionaron los caballos y fue cosa de asombro ver a más de mil jinetes acosando a uno sólo sabana adentro. Cincuenta «Morocotas» de oro ofrecieron por su cabeza, y eso era más de lo que podía ganar un peón en seis vidas que tuviera. ¡Dios, qué cacería! Rómulo tenía tres remontas; tres alazanes tostados, hermanos los tres de padre, y saltaba al galope de uno a otro sin permitir que ninguno se cansara. ¿Quién podía soсar con atraparle? Siempre se perdía de vista en el horizonte, y cuando las cosas se le ponían difíciles buscaba refugio en Colombia.

— ¿Qué fue de él?

— Un día acudió a verle su padre y le dijo: «Hola, Rómulo: me siento muy orgulloso de ti», y sin mediar más palabra sacó un revólver y le pegó dos tiros.

— ¿Su propio padre?

— El mismo.

— ¿Por qué?

— Porque Juan Vicente Gómez le había llamado y le había dicho: «O me traes la cabeza de tu hijo, o te envío las de sus cuatro hermanos. Cuatro por uno: elige.» — Aquiles Anaya lanzó lejos un escupitajo—. Y todos sabían que aquel viejo tirano cumplía sus amenazas.

— ¿Qué fue del padre?

— Metió la cabeza de Rómulo en un saco, se la llevó al dictador y al día siguiente y con el mismo revólver se levantó la tapa de los sesos.

— ¡Es una historia horrible!

— ¡Cosas del Llano! Nadie más habló en defensa de los indios. Al menos mientras Gómez vivió.

A partir de aquel día a Yaiza no le sorprendió que los habitantes de la ranchería se mostraran tan esquivos cada vez que trataba de ayudarles o acariciar a uno de sus chicuelos. Para ellos, todo hombre blanco, exceptuando, quizás, Aquiles Anaya, que se había unido aсos atrás a una de su raza, era un enemigo en potencia, pues además nadie podía garantizar que no acabaría por contagiarles una de aquellas cuatro enfermedades contra las que carecían de defensas: tuberculosis, sífilis, gripe y sarampión.

— ¿Cómo luchar contra ellas?

— No hay forma — había sido la segura respuesta de Celeste—. Habría que vacunarlos masivamente, pero es tanto el daсo que les hemos hecho, que creen que lo que pretendemos es aniquilarlos. Dudo que alguna vez seamos capaces de recuperar su confianza.

Celeste Báez se había marchado a la «Hacienda Madre» días más tarde prometiendo regresar con provisiones para el largo invierno antes de que se iniciaran las lluvias, por lo que Yaiza no pudo insistir en el tema de los indígenas, ya que Aquiles Anaya procuraba evitarlo, quizá por temor a tener que confesar que su propia esposa había sido uno de ellos.



Casi desde la primera noche en que pareció captar qué clase de gente eran los Perdomo Maradentro, el viejo capataz asumió sin reservas el papel de protector de los «isleсos» en un duro esfuerzo por adaptarlos a la primitiva existencia de la sabana, un lugar en el que paisaje, clima, habitantes, costumbres e incluso parte de las palabras nada tenían en común con las que conocían desde siempre, y los caballos fueron, lógicamente, el principal objeto de atención del llanero, puesto que en torno a ellos giraba la razón misma de la precaria existencia del «Hato Cunaguaro».

Para Aquiles Anaya — y en eso coincidía con su ama—, los caballos constituían la especie animal más noble y hermosa que el Creador había puesto sobre la tierra — muy superior en casi todo al ser humano — y conocía por sus hábitos y características a cada uno de los que poblaban — domados o cimarrones, mansos o cerreros — hasta el último confín de la hacienda e incluso a la mayoría de cuantos valía la pena ser conocidos a todo lo largo y ancho de las llanuras apureсas.

— Candidito Amado tiene una yegua, hija de Torpedero en Caradeángel que, con un buen entrenador y un jinete decente ganaría el «Grand Nacional» por seis cuerpos de ventaja — decía—. Pero ese «huevón» nunca ha sabido lo que tiene entre las piernas, y sólo sabe sacarle provecho con espuelas.

Para la mayoría de los llaneros, que cabalgaban descalzos sujetando los estribos entre los dedos de los pies, utilizar espuelas y castigar con ellas al animal era una muestra, no ya de crueldad, siendo como era la suya una existencia por lo general dura y cruel, sino en especial de ineficacia, puesto que un jinete que no consiguiera hacer galopar a su montura sin necesidad de espolearla, no era merecedor siquiera de tal nombre.

— Tu caballo debe ser parte de ti — advirtió a Yaiza en el momento de buscarle montura—. Y no debes elegirlo por su estampa sino por su temperamento y la capacidad que demuestre de adaptarse a tu forma de ser. Un animal tranquilo montado por un jinete nervioso es como «un arroz con mangos», y lo más probable es que cualquiera de los dos termine histérico. Aunque si los dos tienen exceso de nervio, la bestia se volverá loca de remate y es posible que cualquier día se lance a un abismo. — Rió divertido—. Aunque aquí, en los Llanos, pocos abismos hay.

Se encontraban los cinco junto a la empalizada de los mansos y aunque Aurelia se negaba a aprender a cabalgar, el capataz insistió con el argumento de que una vez que Celeste Báez se había llevado la camioneta, el caballo era el único medio de transporte existente, va que dada la magnitud de las distancias a nadie se le podía ocurrir la idea de intentar llegar a pie a parte alguna.

— A todos los «pata — en — el — suelo» acaba matándoles una cascabel o una «mapanare», así que elija: caballo o serpiente.

— Caballo.

Aquiles Anaya sonrió mientras seсalaba con la cabeza un bayo que apenas superaría el metro y medio de altura y lucía largas crines.

— Ese es un animal tranquilo, que nunca le dará problemas — dijo—. No corre, pero es capaz de mantener el mismo paso hora tras hora sin incomodar a quien lo monta.

— Es muy pequeсo — seсaló Aurelia—. En realidad, aquí casi todos los caballos son pequeсos. Quizá sea idea mía, pero en Tenerife eran más grandes.

— Es la raza — puntualizó el capataz—. Los caballos criollos suelen ser bajos pero duros y andarines, buenos para largos viajes. No es el que yo escogería para perseguir a una yegua cimarrona o un toro bravo, pero sí para ir hasta Bruzual y regresar borracho.

— Nunca espero regresar borracha de Bruzual.

El llanero sonrió:

— Pero menos la imagino acosando reses monte adentro. ¡Hágame caso! Ese bayo le conviene.

No era cosa de ponerse a discutir con alguien que lo sabía todo sobre caballos y que se volvió a Yaiza, la miró largamente, como si la descubriera una vez más, y dando la espalda al cercado, inquirió con intención:

— ¿Cuál es el mejor animal de los que hay ahí?

— El pelirrojo.

— Eso es un alazán. Un alazán que lleva fuego en las venas y en la capa. Cuando murió el Catire Rómulo, los Báez buscaron sus tres caballos hermanos y los cruzaron con yeguas de la «Hacienda El Tigre». De su sangre provienen Torpedero, Barragán, Caraegato y muchos otros que se hicieron famosos. Ese es hijo de Barragán y nació para que tú lo montaras.

— ¿Cómo se llama?

— Sólo su dueсo tiene derecho a bautizar a un caballo. ¿Cómo quieres llamarle?

La muchacha meditó unos instantes mientras el llanero, su madre y sus hermanos la observaban, y por último sonrió.

— Timanfaya — dijo—. Se llamará Timanfaya.

— ¿Qué significa? — quiso saber Aquiles Anaya.

— Son las Montaсas de Fuego de Lanzarote; una región de volcanes en la que, en cuanto se escarba un poco, afloran temperaturas de cientos de grados. Y en los atardeceres cobra ese color rojizo.

— Timanfaya — repitió el llanero como tratando de acostumbrar su oído al nombre—. ¡De acuerdo! Eres tú quien decide. Ahora tan sólo falta que él no se oponga. — Seсaló el animal—. ¡Ve y dile su nombre!

Yaiza se inclinó cruzando entre los palos de la cerca, se aproximó al alazán que la vio llegar sin hacer gesto alguno y cuando estuvo a su lado, acarició su ancho cuello murmurándole algo al oído. La bestia lanzó un resoplido sacudiendo la cabeza y la muchacha lanzó una corta carcajada.

— ¡Le gusta! — exclamó—. Le parece un poco largo, pero le gusta.

Aquiles Anaya emitió un sonoro gruсido.

— ¡Déjate de vainas! — rezongó—. Lo único que falta es que me hagas creer que también hablas con los animales. Aunque viniendo de ti me espero cualquier cosa.

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