Capítulo 8

Y la gente es gilipollas

I

George McVie no tenía permiso para conducir el coche de la unidad móvil, ni siquiera para sentarse delante junto a Billy, porque en una de sus discusiones había agarrado el volante y habían estado a punto de matarse. Ni él ni Billy hablaban entre ellos en el sentido habitual: McVie le gruñía cuando quería seguir una llamada del radioteléfono; a veces, le gritaba cuando quería que Billy llamara a la oficina para que les mandaran un fotógrafo; aparte de esto, no se decían nada. Llevaban cinco meses trabajando juntos de noche y estaban dispuestos a matarse entre ellos.

Billy, con su melenilla ondulada y engominada, larga hasta los hombros, estaba ya en el coche; sintonizaba la radio y colocaba sus pitillos en el salpicadero; luego, comprobó que llevaba monedas para el carrito de hamburguesas. McVie, por su parte, vestido con una gabardina arrugada y un peto acrílico barato, esperaba junto al coche bajo un cielo cargado de nubes.

– ¿Quiere decir que no viene? -Fulminó a Paddy por encima del capó del coche con sus ojos agotados y con pronunciadas ojeras.

– No va a salir esta noche en la unidad móvil; pero lo consulté con Farquarson y con el padre Richards, y ambos dijeron que estaba bien que viniera yo.

Ella trató de sonreír, pero el hombre no estaba convencido. Desvió la mirada al edificio, en concreto a la ventana de la redacción y a la del despacho de Farquarson, como si esperara ver a su jefe allí, de pie frente a la ventana, riéndose de él mientras se follaba a Heather Alien.

– Farquarson me dijo que viniera yo -repitió.

McVie volvió a mirarla, sólo para constatar que Paddy era realmente tan regordeta y tan poco parecida a Heather como le había parecido inicialmente. Chasqueó la lengua amargamente y se inclinó hacia ella por encima del capó del coche.

– Mira, tengo muchas cosas que hacer. Cuando haya llamadas de radio, te quedarás calladita, y cuando lleguemos a cualquier parte, te quedarás en el coche. No pienso hacerte de canguro toda la maldita noche. Limítate a cerrar la boca y nos llevaremos la mar de bien.

Paddy se apartó con exagerado asombro.

– Ahora escúchame tú a mí. No hay absolutamente ninguna necesidad de ser tan grosero, yo te he tratado con perfecta educación, ¿no es cierto?

McVie la miró.

– ¿No es cierto? -Estaba decidida a hacérselo admitir-. ¿No te he tratado con educación?

McVie se encogió de hombros de mala gana.

– Eres un cerdo ignorante. -Abrió la puerta y se metió en el coche.

No había visto nunca a Billy, pero se presentó; le estrechó la mano por encima de su hombro mientras él le sonreía por el retrovisor, satisfecho por haber escuchado el sonido de alguien que se peleaba con McVie.

Aguardaron un rato allí sentados mientras McVie se desfogaba con un par de golpes en el capó del coche. A cada golpe, Billy levantaba las cejas alegremente mirando a Paddy. Al final, McVie abrió la puerta de un manotazo y se metió dentro; luego, sacó furiosamente su McKintosh de debajo de su asiento.

– ¿Qué narices significa «cerdo ignorante»?

– Tú -le contestó Paddy también a gritos, mientras lo señalaba con un dedo-, no tienes ni idea de cómo debes comportarte con la gente.

Billy musitó un «amén», y giró la llave para poner el motor en marcha. La radio cobró vida, y ahogó cualquier esperanza de diálogo. Permanecieron unos cuantos minutos escuchando largas pausas y solicitudes de que los coches de policía regresaran a la comisaría. Lívido por haber sido víctima de una confabulación, McVie dio una patada al respaldo del asiento, y Billy sacó el coche a la calle.

Paddy se recostó y observó a la ciudad a oscuras deslizarse tras la ventanilla, mientras gozaba de la rara sensación de estar en un coche. Pasaron frente a un pub de mala muerte en el Salt Market. Fuera, dos borrachos se peleaban; uno llevaba una cazadora gris de aviador y apretaba el cuello del otro, que iba ataviado con chaqueta de lana; lo sujetaba fuerte con el brazo mientras su oponente se debatía frenéticamente, para tratar de buscar el aire y alcanzar la cara de su agresor. Ambos eran demasiado mayores como para protagonizar una pelea callejera con dignidad; sus barrigas y sus piernas agarrotadas les limitaban los movimientos y convertían la escena en un baile descompasado y rígido. Detrás de ellos, tres hombres más permanecían apoyados en la pared exterior del pub, mirando la pelea, distanciados como si estuvieran haciendo un castin. Si Paddy llega a encontrarse en la parada del autobús, la escena le habría dado un miedo tremendo, pero dentro del coche se sentía segura y capaz de contemplarla, metida en la piel de un periodista. Soñaba con tener aquella sensación desde que iba al colegio, desde que Paddy Meehan obtuvo el perdón real gracias a la labor de un periodista combatiente.

II

Era la primera de sus rondas nocturnas; Billy detuvo el coche en una calle ancha, en la acera norte, donde se alineaban unos cuantos almacenes industriales, y McVie se apeó del vehículo pegando un portazo detrás de él. Tenía la mano en la puerta de la comisaría cuando se dio cuenta de que Paddy lo seguía.

– Quédate en el coche.

– Farquarson me dijo que te acompañara, y eso es lo que estoy haciendo.

McVie suspiró, hizo una caída de ojos y se detuvo de manera teatral, como si ser agradable con Paddy fuera la misión más difícil de su vida. Levantó la mano y tiró de una de las puertas dobles; luego, la dejó caer en la cara de ella.

Una vez dentro, Paddy se encontró en una sala de espera con sillas sucias de plástico colocadas a lo largo de las paredes, algunas ligeramente manchadas de hollín porque alguien había usado un encendedor por debajo a los lados. En las paredes, unos carteles gritones advertían contra los pequeños hurtos, los robos domésticos y las fugas de gas. Había dos jóvenes cansados desplomados desconsoladamente en las sillas, esperando, esperando y esperando.

Detrás de un mostrador, había un policía de mediana edad de tez rosada y salpicada de acné. Se daba toquecitos con un kleenex en el cuello, sobre un grano que le supuraba justo debajo de la oreja, mientras escribía en un cuaderno grande y negro en la mesa.

– Dios mío -le dijo Paddy a McVie cuando lo alcanzó frente al mostrador-, eres un horrible cascarrabias.

– ¿Quién es cascarrabias? -El policía de guardia levantó la vista de su cuaderno.

– Éste -dijo Paddy a la vez que señalaba a McVie- es un triste pringado.

El agente sonrió divertido y se dio nuevos toquecitos con el kleenex, estremeciéndose levemente cuando el papel le tocaba la piel abierta.

– ¿Qué pasa? -McVie le hizo un gesto hacia el cuaderno negro de la mesa.

– Nada, un par de suicidios: en primer lugar, una colegiala que ha sido encontrada con el uniforme en el Clyde, parece ser que había suspendido los exámenes preliminares; el otro… -miró en el cuaderno, guiando la mirada con el dedo-, el otro se trata de un tipo que se ha colgado en Townhead.

Paddy esperaba que McVie se decidiera por la colegiala; ésa era la elección más obvia: una historia trágica y emotiva que provocaría artículos derivados sobre la presión de los exámenes; una familia en duelo que casi seguro haría declaraciones para echar la culpa a terceros, y una buena excusa para publicar la foto de una niña en uniforme de colegiala. McVie abrió su bloc.

– ¿En qué lugar de Townhead?

El agente también se quedó sorprendido y tuvo que encontrar con el dedo otra vez la entrada en el cuaderno.

– Kennedy Street, hace tan sólo una hora; suicidio callejero: se colgó de una farola.

– ¿Cómo se llamaba?

El agente volvió a consultar el cuaderno.

– Eddie McIntyre, pero no vive allí. Lo hizo delante de la casa de una amiga -recorrió otra vez la entrada con el dedo-, se llama Patsy Taylor.

McVie apuntó los nombres y direcciones.

– Bien, Donny, dime, ¿están aquí?

El agente se resistió y miró detrás de McVie para asegurarse de que los hombres en la sala de espera no podían oírle.

– Oficialmente no te estoy respondiendo. -Apenas movía los labios-. Lo que no queremos es que se repita lo de anoche.

McVie asintió:

– ¿Presentarán cargos contra ellos?

Donny se encogió de hombros y asintió al mismo tiempo, mientras se secaba el líquido amarillento que le brotaba del cuello.

– ¿De qué los acusan?

Donny mantuvo los labios cerrados.

– De homicidio.

McVie se inclinó hacia él.

– ¿Cómo son sus familias?

– Hum, sí, bueno, una es normal; la otra, tipo Far West -dijo, como si el pecado de faltar a una confidencia profesional pudiera aliviarse por medio del lenguaje codificado.

McVie se apartó un paso del mostrador y sonrió con calidez al oficial.

– Donny, eres un buen amigo. -Se volvió y se dirigió al coche, olvidándose de momento de odiar a Paddy-. Vamos.

Paddy tenía sus sospechas, pero se las guardó hasta que estuvieron sentados en el asiento de atrás del coche.

– ¿Quiénes son los que están ahí?

McVie miró por la ventana.

– Qué más da.

Ella cruzó la mirada con la de Billy en el retrovisor.

– Los chicos del pequeño Brian -dijo Billy mientras ponía el motor en marcha.

Sonaban como una banda de jazz siniestra. Supo de inmediato que aquel nombre quedaría para siempre.

La calle estaba a oscuras, invadida por sombras agudas y profundas. Mientras se ponían en marcha, Paddy levantó la mirada hacia las diminutas ventanas de las celdas e imaginó a un niño allí solo, sin nadie para defenderlo. Para un adulto habría sido una perspectiva aterradora.

Trató de adoptar un tono intrascendente:

– ¿Están buscando a los hombres que hay detrás?

– No. -McVie sonaba convencido-. Si buscaran a un adulto, los acusarían de conspiración para cometer homicidio, no de homicidio directamente.

– ¿Qué diferencia hay?

– Conspiración significaría que no eran los cerebros detrás del crimen y, por tanto, no serían tan culpables. En términos de sentencia, representa una diferencia de unos diez años.

Paddy miró a través de la ventanilla y pensó en cuando Paddy Meehan fue acosado frente a los juzgados de Ayr. Alguien consiguió avanzar entre la turba y le propinó una patada tan fuerte en la espinilla que le hizo sangre. Se preguntaba si esa persona que lo agredió se sintió avergonzada cuando lo declararon inocente.

Pasaron por la iluminada parada de autobuses. Billy conducía por una ancha carretera secundaria que llevaba a Townhead, rodeando por detrás de la parada, vadeando el distrito cerrado y vacío.

– Y, de todos modos, ¿por qué vamos a cubrir esta historia? -Preguntó Paddy-. La de la chica era una noticia mejor.

Ninguno de los dos le respondió. Billy cruzó en el semáforo y se metió en las calles. Townhead estaba en una suave colina entre el centro urbano y la autopista. Sus casas eran de buena calidad; estaban construidas con materiales de calidad en pequeña escala, ya que los urbanistas habían aprendido la lección después de las demoliciones de tugurios. Su gama de viviendas comprendía desde casas individuales con jardines diminutos hasta bloques bajos de apartamentos e incluso cuatro rascacielos gigantes. La zona circundante estaba cuidadosamente ajardinada con verdes laderas pronunciadas llenas de árboles, lo cual daba a la zona una falsa perspectiva de mansión de lujo o de minigolf. Sus respetuosos residentes cuidaban el barrio con mucho celo: las casas podían quedar vacías durante semanas sin que nadie les rompiera los cristales.

Billy se detuvo frente a la entrada del bloque de apartamentos de Patsy Taylor. Las escaleras quedaban al aire libre. Cada apartamento tenía una ventana frontal que bordeaba la esquina del edificio, una galería al lado y un ojo de buey junto a la puerta principal.

– ¿Quieres ver cómo es realmente esta maldita ciudad? -preguntó McVie de manera vengativa-. Pues, entonces, sígueme.

Los muros del cercado eran de color verde y crema, pero los peldaños eran de hormigón armado de un frío tono gris. El apartamento que buscaban estaba en el primer descansillo y tenía la puerta flanqueada por unos trípodes con macetas que contenían hierbas mustias. En la puerta, había colgada una placa de falsas madreperlas con el nombre gravado. McVie hizo una mueca de decepción.

– Bueno, al menos no vuelve a ser Sawney Bean -murmuró, en referencia a un famoso caníbal escocés que había vivido en una cueva, había devorado a viajeros de Inglaterra y se había reproducido con sus quince hijas. Bean era un personaje de ficción, una torpe leyenda de propaganda anti escocesa del siglo XVIII que salió mal: a los escoceses les encantó Sawney desde el momento en que se lanzó a la escena terrorífica internacional, y lo adoptaron con cariño para sus pesadillas pervertidas privadas, extrapolándolo desde su vida desenfrenada y fuera de la ley para desarrollar a partir de él una personalidad nacional.

McVie respiró profundamente y llamó a la puerta con tres golpes firmes y autoritarios. Les abrió un hombre bajo, fornido y con la calva rodeada de un aro de pelo blanco muy corto. Chupaba una pipa recién vaciada y llevaba un albornoz de lana tosca sobre la ropa de calle.

– ¿En qué puedo ayudarle, amigo?

– Buenas noches, señor Taylor. Me llamo George McVie y soy el reportero jefe del Scottish Daily News. Se me ha informado de que esta noche ha habido un incidente aquí. Me pregunto si me podría dedicar diez minutos de su tiempo para hacerle unas cuantas preguntas.

Paddy se quedó pasmada ante el buen hacer y la gracia de McVie. El señor Taylor también se sintió cautivado y halagado porque el Daily News mandara a su reportero jefe para su historia, algo que McVie ya preveía cuando le dijo la mentira.

El señor Taylor los invitó a pasar a su salón formal y guardó la pipa en su bolsita de goma amarillenta mientras su silenciosa esposa preparaba té y ofrecía magnánimamente unas galletas de mantequilla. La chimenea de fuego eléctrico no estaba encendida, pero la luz roja giraba lentamente bajo una montaña polvorienta de carbón, regular como una sirena.

El señor Taylor ocupó el sillón grande y sentó a McVie a su lado en el sofá. Paddy quedó relegada al otro extremo, junto a la puerta, lo más lejos posible de la conversación principal. Mientras los escuchaba por encima del tic-tac del reloj, a Paddy le pareció oír a alguien que sollozaba al fondo del pasillo, leve y acompasadamente como una tetera cuando se entibia.

Bajo la sorprendentemente delicada presión de McVie, el señor Taylor contó que, cuando su esposa se encontraba lavando los platos hacia las ocho, había oído griterío en la calle. Ambos se asomaron a la ventana y vieron un cuerpo que colgaba de una farola delante de su casa. La señora Taylor llamó a la policía y a una ambulancia desde el teléfono del vecino, pero, para entonces, el hombre ya estaba muerto. Pegada a su pecho con una aguja, encontraron una carta dirigida a Patsy, la hija del señor Taylor. Cuando la policía llegó a su puerta, Patsy confesó haber recibido otra carta en el trabajo aquella misma mañana. El chico que se había colgado era Eddie, un tipo de su trabajo que estaba enfadado porque no quería salir con él. Mientras lo contaba, el señor Taylor tenía la mirada fija en la taza de té, y Paddy tuvo la fuerte sensación de que estaba mintiendo.

– ¿Podría enseñarme la carta, por favor? -Preguntó de golpe-. Es para ver cómo se escribe el nombre de Eddie, porque, si lo escribo mal, los abogados me echarán una bronca terrible.

Ambos hombres se habían olvidado de que estaba. Se incorporaron y la miraron sorprendidos.

– ¿Esta es tu parte del trabajo, no es así? -le dijo el señor Taylor.

Paddy asintió y se sacó un bloc de notas del bolso. Estaba prístino, con su tapa azul marino de cartón duro con una goma elástica envolviéndolo. Acababa de robarlo del armario del material aquella misma tarde.

El señor Taylor vaciló un momento antes de buscar la carta.

– Hay mucho vocabulario grosero en ella.

– Eso no me preocupa. -Paddy sonrió con gallardía-. En este trabajo ya he visto de todo, así que me limitaré a ignorarlo.

El hombre buscó debajo de su cojín y sacó un sobre amarillo claro que le entregó a Paddy.

– ¿Tú no debes de ser periodista?

Ella miró a McVie. Si él era el reportero jefe, ella podía ser periodista.

– Sí -dijo-, lo soy.

McVie desvió su atención y le pidió que repitiera de nuevo su historia porque era vital que tuvieran bien anotados los hechos minuto a minuto.

Paddy sacó del sobre la hoja doblada y la abrió. Deslizó el lápiz por encima de su bloc, como si estuviera copiando el nombre, mientras leía la carta rápidamente. La hoja era de una libreta de niña pequeña, tal vez de una hermana menor. Tenía la silueta de un caballo negro en la parte de delante, como si galopara por un campo lleno de niebla. Resultaba obvio que Patsy y Eddie habían sido más que meros conocidos. El tipo hacía referencia a salidas anteriores, y a su padre, a quien llamaba fanático. Pero Eddie era un hombre enfurecido. Le decía a Patsy que era una zorra y que se mataría si no quedaba con él esa noche. Paddy dobló la carta con cuidado y la deslizó por entre las páginas de su bloc y, luego, volvió a dejar el sobre vacío sobre la mesa, a la vista de todos.

McVie se dio cuenta, se levantó y le hizo un gesto a Paddy para que también se levantara.

– Gracias por su tiempo, se lo agradecemos muchísimo.

El señor Taylor miró el sobre y se dio cuenta de que estaba vacío. Supo que había cometido un estúpido error. Se abalanzó delante de McVie y agarró el bloc con una mano y la muñeca de Paddy con la otra, intentando separarlos.

– Señor Taylor, suéltela ahora mismo -dijo McVie, indignado como un cura en un bar de cabareteras-. Es sólo una niña.

– ¡Malditos demonios! -El señor Taylor se lo arrancó y encontró la carta dentro-. ¡Sucios y mentirosos demonios! ¡Fuera de aquí!

Los persiguió hasta la entrada, los empujó a través de la puerta y la cerró de un portazo detrás de ellos. McVie miró a Paddy, resoplando y con expresión de euforia.

– ¿Entonces fue el padre el que los separó?

Ella asintió.

– Ya me lo había parecido. -Estuvo a punto de sonreír pero se refrenó-. Esta vez no la has fastidiado demasiado.

– Gracias -dijo Paddy, tomando el cumplido en la medida de su intención-, asqueroso ignorante.

Mientras salían de la zona ajardinada y bajaban por la avenida, Billy dio marcha atrás lentamente, dejando que el coche se deslizara hasta el final del sendero. Paddy no tenía ganas de volver a entrar en el coche con Billy, con toda aquella animosidad y clima desagradable.

– Es una cosa bien tonta -aminoró el paso hasta convertirlo en un paseo- matarse para enojar a alguien.

– Sí, bueno -McVie se ajustó a su paso-, eso no será noticia. No vamos a sacar un artículo que diga «Pequeño lunático atontado se suicida». Son los detalles los que configuran la verdadera historia. La verdad es cruel y escurridiza, eso es lo que nos enseña este juego, eso, y a no fiarte nunca de los jefes. -Levantó la vista hacia la farola en la que se había colgado Eddie, y valoró con cuidado si tenía alguna información importante más para transmitir a la generación siguiente-. Ah, y, desde luego, te enseña que la gente es gilipollas.

El humor de McVie se había suavizado, hasta el punto de llegar a hablar con Billy.

– Bueno -dijo mientras se dirigía otra vez al coche-, en realidad, sí que había una historia.

Billy se encogió de hombros.

– De todos modos, ¿quieres ir?

– Claro, por qué no.

– ¿Ir adonde? -preguntó Paddy.

Ninguno de los dos le respondió.

Billy no iba a más de veinte por hora, dejando deslizar el coche lentamente durante un par de calles. En el centro del barrio, pasaron junto a un parque de columpios a oscuras con toboganes pequeños y columpios con cinturones para bebés que brillaban por la escarcha. Billy tomó una curva cerrada un poco demasiado rápido y siguió avanzando unos cien metros antes de aparcar.

A Paddy le llevó un minuto ubicarse. Siguió la mirada de McVie por la suave pendiente de la calle y reconoció la verja de cintas verdes antes que nada.

Fuera de la casa de los Wilcox, no había nadie, pero las luces del salón estaban encendidas. Lo único que la destacaba de las otras casas de la modesta hilera eran las cintas amarillas atadas al azar a la barandilla, los lazos sucios, empapados por la exposición a los elementos. Uno de ellos era un lazo grande y jovial de un ramo de flores que resultaba obscenamente alegre, colgado de un ángulo cerca de la puerta.

– La casa de Gina Wilcox -dijo Paddy.

Billy sonrió al espejo.

– Estamos aquí para buscar una noticia que le pueda salvar la carrera -dijo mirando a McVie-. Quiere dejar el turno de noche, pero se ha puesto en contra a demasiada gente. Sobre estos muchachos se construirán carreras: podrían ser más importantes que el Destripador.

– Sí, tú sabes mucho de eso -dijo McVie-, porque eres un maldito taxista. Bueno, chica, tú quieres ser periodista, ¿no? ¿Qué ves aquí?

Paddy lo miró medio divertida, esperando verlo reír ante la endeble artimaña, pero McVie no se rio. Esperaba, de verdad, que ella le dijera todo lo que podía deducirse de la escena. Nerviosa, fijó de nuevo la mirada en la casa.

– Hum… No lo sé. -Tal vez hubiera alguna norma no escrita sobre el hecho de dar información y nadie se la había contado. Paddy veía el interior del salón vacío. Las cortinas de la ventana no tenían visillo, los objetos decorativos eran pequeñas baratijas-. No demasiado.

El sofá y el sillón eran marrones y viejos, con tapetes que protegían los gastados respaldos y apoyabrazos. Era un juego de butacas de persona mayor, tal vez donado a la pariente pobre por un familiar o, quizá, comprado de segunda mano. En el centro de la pared, encima de la repisa de la chimenea de gas, había un reloj de madera con la silueta de África y con puntos rojos en la costa sur. Había alguien en la familia Wilcox que había emigrado a Sudáfrica. Hubo muchas familias de clase trabajadora que lo hicieron, atraídas por historias de antiguos conductores de autobús que ahora tenían casas con piscina, o de antiguos lampistas que ahora viajaban en avión privado.

– No veo nada de nada. ¿Los dos muchachos son de este barrio?

– No, de Barnhill -dijo McVie.

Paddy conocía la zona. Había ido una vez, a un funeral.

– Está a unos tres kilómetros al norte. ¿Así que vinieron aquí, cogieron al niño, fueron a Steps, lo dejaron allí y volvieron a casa solos? ¿Qué edad tienen?

– ¿Diez? ¿Once?

Paddy sacudió la cabeza.

– Y, de entrada, ¿qué hacían aquí, si viven en Barnhill? ¿Conocen a alguien de aquí?

McVie sacudió la cabeza.

– No. La policía cree que vinieron a usar los columpios, después de verlos desde la carretera, tal vez desde un autobús que los llevaba al centro; entonces, vinieron a jugar, vieron al pequeño Brian y, bueno, ya sabes.

Habían pasado por el parque de los columpios, y Paddy se dio cuenta de que era para bebés, para niños de hasta cinco años. Los columpios tenían una pendiente más suave que el horizonte. Hasta había una caja con arena, y los caballitos estaban rodeados de material de goma acolchado para que los pequeños pudieran caer dando volteretas sin hacerse daño. Paddy miró a su alrededor. Al otro lado de la calle, sobre un borde de césped, y más allá de una ancha avenida, estaba la pared alta trasera de la estación de autobuses. El parque de los columpios no era ni tan siquiera visible desde la carretera: estaba bien protegido en el centro del terreno.

Paddy estaba convencida de que alguien que conocía la zona había llevado a los chicos: los había llevado un adulto.

– Bueno -dijo Paddy a la vez que se reclinaba-, yo no veo nada.

Billy sacó el coche y Paddy miró la zona alejarse por la ventana. Gotitas de una fina lluvia empezaron a manchar el parabrisas. Se tapó la boca con la mano, tratando de no sonreír. Era capaz de leer la intriga. Veía pautas ante las que McVie y Billy estaban ciegos.

III

Estaban en el puente de Jamaica Street cuando lo oyeron por la radio. En Govan, un bautizo se había convertido en una reyerta de bandas y, de momento, ya se había saldado con un muerto. McVie dio una patada al respaldo del asiento delantero, y Billy pegó un volantazo, le cerró el paso a un autobús que venía en dirección contraria y recibió un bocinazo por su cara dura. Empezó a nevar con fuerza; copos del tamaño de pétalos de rosa caían graciosamente de un cielo negro como el tizón. Los peatones se evaporaron de las calles, y los coches aminoraron la marcha hasta adoptar un ritmo precavido. En los diez minutos que les llevó llegar a la dirección que buscaban, la capa de nieve se hizo más espesa y se pegó como parches a las paredes oscurecidas de hollín.

Cuando llegaron a Govan, las bandas ya se habían dispersado. La imponente calle estaba despojada de coches y formaba un valle profundo entre dos largas hileras de casas residenciales de ladrillo rojo. La capa crujiente de nieve que cubría el suelo estaba puntuada regularmente por los lunares cálidos naranja de las farolas. Había todavía unos cuantos policías sueltos dispersos bajo la nieve que caía; apuntaban nombres y direcciones de un puñado de testigos muertos de frío y que deseaban desesperadamente volver a meterse en sus casas, arrepentidos de haber salido a mirar al chico muerto.

Billy acercó el coche a la acera. Invitada por él, Paddy siguió a McVie fuera del coche. Los enormes copos de nieve se le pegaban al pelo y a la cara, y se posaban en sus hombros y pecho, empapando su abrigo acolchado. Miró al suelo y vio unas gotas frescas de color carmesí que se fundían con la nieve de la acera.

McVie se acercó a uno de los policías.

– Alistair, ¿qué pasa?

El policía señaló la esquina y le explicó que un chico de dieciocho años había sido acorralado en casa de una familia inocente por un grupo de cinco miembros de una banda rival. El chico había intentado huir saltando por la ventana, pero se le había enganchado el pie, y eso había hecho que se cayera de bruces. A continuación, chocó de cabeza con el suelo y murió al instante.

Mientras el policía hablaba, Paddy permanecía a dos metros; miraba las manchas oscuras de sangre que se colaban por la blanca nieve hasta alcanzar el pavimento negro de debajo, y seguía el rastro del cuerpo hasta las marcas de las ruedas de la ambulancia marcadas en la calle.

– Vamos. -McVie hizo un gesto con el dedo, y Paddy lo siguió hasta el callejón que se abría entre dos bloques de apartamentos.

En el estrecho y oscuro paso, la nieve apenas había llegado al suelo. Estaba iluminado por el reflejo en las ventanas de las cocinas de más arriba. McVie se detuvo delante de ella y emitió distraídamente un chasquido de disgusto con los dientes. Paddy miró alrededor de sus piernas y vio un revoltijo pegajoso y desigual que formaba un halo alrededor de un punto central de contacto. Un montón de pelos largos y castaños chupaba la sangre. Ella pensó que debía de tener el pelo muy seco. Se quedó mirándolo, sin sentir emoción alguna, sorprendida por su propia reacción de frialdad. No sintió nada, tan sólo una fuerte ilusión de estar ahí, de ser testigo de unos hechos que habrían ocurrido de todos modos.

McVie levantó la vista hacia la ventana abierta de una cocina y trazó la trayectoria del chico desde la ventana del tercer piso hasta el suelo. La ventana seguía abierta de par en par y dentro había un grupo de gente reunido. Un policía de uniforme miró hacia ellos y, al advertir que se trataba de McVie, los saludó alegremente. McVie estaba ocupado apuntando cosas en su cuaderno, de modo que fue Paddy quien respondió al saludo con la mano. Se le empezaban a dormir los pies y estaba hambrienta. Miró otra vez la sangre de un chico de su misma edad. Esto era exactamente lo que quería hacer el resto de su vida. Exactamente esto.

McVie cerró el cuaderno de golpe y le indicó con un gesto que volvían al coche.

– Ya está bien; por hoy, hemos acabado, así que te dejaremos en casa.

– Yo no me voy a casa. El turno todavía no ha acabado.

– Mira, está cayendo un montón de nieve y nos vamos a quedar colgados. -La empujó hasta fuera del callejón, pero ella supo que lo hacía de manera simpática-. Con este tiempo, todo el mundo se queda en casa, ni siquiera se pelean entre ellos. Todas las llamadas serán de coches atrapados. Volveremos a la redacción y recogeremos el resto de noticias de la noche por teléfono.

Paddy no sabía si creerlo o no. Dio unos golpecitos a la ventanilla de Billy y, cuando éste la bajó, le preguntó si volvían a la redacción. Billy miró al cielo.

– Claro -dijo-, de lo contrario nos quedaremos colgados por la nieve.

La nieve amortizaba el ruido de la ciudad nocturna. La poca gente que vieron por la calle intentaba cobijarse del tiempo, y avanzaba con cuidado como si anduvieran de puntillas por una gran mancha de aceite. Billy se concentraba en la carretera mientras McVie y Paddy escuchaban los avisos por la radio, que cada vez eran menos y más espaciados entre ellos. La ciudad se echaba a dormir. Pasaron frente a los Gorbals y las luces estridentes del complejo residencial de Hutchie E, pasado el borde del Glasgow Green y del canódromo del Shawfield Stadium, y, luego, enfilaron por Rutherglen. Cuando llegaron a Eastfield, había al menos tres centímetros de nieve.

La nieve había dejado la Estrella de Eastfield impoluta. Los tejados de las casas se veían uniformes, y los desaliñados jardines parecían ordenados. Con aquella capa de nieve, el diseño general del complejo era claro y coherente. Las luces brillaban con fuerza y calidez desde todas las casas. Paddy se sintió orgullosa de proceder de un lugar tan sólido de clase trabajadora. Deseó que McVie hubiera tenido algunos amigos en el trabajo a los que pudiera contárselo. Tal vez, entonces, se hablaría de ello y la respetarían; tal vez, Billy se lo contara a alguien.

Salió del coche y, luego, volvió a inclinarse hacia la puerta para decirles a Billy y a McVie que volvieran a su casa si se quedaban colgados en la nieve; les dijo que serían más que bienvenidos si tenían que pasar la noche allí, no tenían que dudarlo ni un instante.

– Lárgate -le dijo McVie-. No vamos a volver a tu casita roñosa.

Contempló al coche alejarse hasta que se lo tragó la blanca cortina de nieve. Sólo sonrió cuando se volvió de espaldas y tuvo el rostro escondido en su abrigo acolchado. Era periodista. Tuvo que dar dos vueltas a la manzana antes de entrar en casa para que se le pasara el subidón.

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