Capítulo 7

Los temores crecen

I

Paddy, de pie junto a la tumba abierta de la abuela Annie, se protegía los ojos del aguanieve mientras observaba una cuerda sedosa que se deslizaba por la pared grumosa de tierra negra; de pronto, recordó que en un cazo, junto a la cocina, se había olvidado los seis huevos duros que necesitaba para su dieta. Se pasaría el día como gorda sin derecho a indulto. Estuvo a punto de jurar en voz alta. Sean sintió que se ponía tensa a su lado y confundió su agitación con empatía. Le puso un brazo alrededor de los hombros y la atrajo hacia él. Le cubrió la cabeza con la barbilla con un gesto protector, pero no se dio cuenta de que le estaba clavando los dedos en la grasa del brazo, con lo que no sólo le recordaba que era gorda y baja, sino también que era gorda, baja y, además, tenía unos brazos horriblemente gordos.

II

Empujó las puertas y entró en la redacción; luego, colgó su abrigo acolchado mojado en un gancho junto a la puerta. Dub ya estaba sentado en el banquillo de los chicos de los recados. Keek, el jefe de ellos, estaba de pie frente al banco, balanceándose sobre un pie de manera inestable, mientras Dub lo miraba con desagrado.

– No -le dijo Dub con paciencia burlona-, no tienes ninguna gracia. Una broma o un chiste son los prerrequisitos para ser gracioso; tú, al contrario, estás siendo penosamente desagradable.

Ken hizo una mueca para fingir despreocupación, y se acercó a la mesa de deportes.

– ¿De qué iba todo esto?

Paddy cogió un ejemplar del News y ojeó la portada. La noticia de Brian Wilcox llevaba la firma de J.T.: dos muchachos jóvenes estaban siendo interrogados sobre su desaparición.

– Ese tío es un gilipollas -dijo Dub a media voz, mientras miraba si había alguna llamada por la redacción. Cuando vio que no la había, se acomodó otra vez para leer, con una pierna larguirucha apoyada sobre la otra. Llevaba unos pantalones de cuadros rojos y verdes y un cárdigan marrón con el frontal de piel. Un lunes por la mañana, Paddy le había descubierto restos de lápiz de ojos entre las rubias pestañas. Dub se conocía los nombres de todos los grupos de música locales, en cuya existencia Paddy sólo reparaba cuando se deshacían o se marchaban a Londres.

Se puso otra vez a leer el periódico. Habían arrestado a los muchachos y los habían interrogado durante la noche. Había dos testigos que afirmaban haberlos visto llevarse al niño del jardín de la casa de su madre. Paddy volvió a leer el artículo. Notaba que J.T. se había dejado algo. Los abogados del Daily News solían censurar partes importantes de información una vez redactada, y notaba que allí lo habían hecho. Estaban los chicos, y estaba el niño, y, de pronto, el pequeño estaba muerto; la noticia se leía como si le faltara el párrafo causal. A última hora, se había añadido un encarte, justo antes de sacar la edición, en el que se leía que los dos chicos habían sido trasladados a un lugar secreto después de que se hubiera formado una turba de gente frente a la comisaría de policía. Cuando fue arrestado en 1969, Meehan había sufrido el acoso de una turba frente a los Juzgados de Ayr, y ella había ido de peregrinaje el sábado, cuando todavía estaba en el colegio, para ver el ancho patio en el que se había congregado aquella masa de gente. La muchedumbre le pegó a Meehan un susto de muerte, a pesar de que era un criminal endurecido. No podía imaginarse cómo podrían soportarlo los muchachos.

Tocó a Dub con el codo.

– ¿Qué pasa con el caso Wilcox? ¿Qué es lo que no están contando?

Dub se encogió de hombros.

– ¿Están buscando a los hombres que están detrás de todo, o ya los han encontrado?

– Que yo sepa, tan sólo están buscando el cuerpo del niño -dijo él, antes de volver a su lectura.

Dub no escuchaba nunca los rumores que circulaban por la redacción. Ella no entendía por qué quería trabajar en el periódico; ni siquiera parecía que le interesaran las noticias.

Golpeó por debajo la revista de música del muchacho.

– Alguien debe de haber dicho algo.

– Están buscando al niño -repitió él indignado-. ¿Qué quieres que te diga?

El movimiento repentino que se extendió por la redacción hizo que levantaran la vista. Había un grupo de hombres agolpados alrededor de un teléfono en la mesa de sucesos, absortos, observando a un hombre de pie que recibía noticias que le hacían sonreír, asentir y gesticular al grupo con el pulgar hacia arriba.

– No sé cómo puedes leer esta bazofia -dijo Paddy, señalando la revista de música-. Está escrita por un puñado de idiotas con pretensiones.

– ¿Esto es una mierda? Pues tú lees libros de crímenes de verdad y ni siquiera puede decirse que sean textos.

– No seas estúpido; si está escrito, es texto.

– Son libros sensacionalistas, están impresos sobre papel de envolver de la carnicería. Eso no es literatura.

Ella le dio una patada en el tobillo.

– Dub, Macbeth es una historia criminal. El Nuevo Testamento es una historia criminal.

Él había perdido la discusión, pero no estaba dispuesto a reconocerlo.

– Jamás me fiaría del gusto de una mujer que lleva botines de goma.

Paddy sonrió, mirándose los pies. Sus botines eran tan sólo de cartón laminado, pero eran baratos, negros y combinaban con todo.

Al otro lado de la redacción, Keck soltó una carcajada servil por algún comentario hecho en la mesa de deportes. Llevaba cuatro años tratando de meterse en el periodismo deportivo, pero jamás había escrito nada. Su estrategia consistía en merodear por la sección de deportes y reírles las bromas.

Terry Hewitt, el caradura cretino con cuerpo de botijo que la había llamado gordinflona en el Press Bar, había sido ascendido desde el banquillo el año anterior; la promoción dependía de lograr publicar una serie de artículos antes de que los editores ni siquiera te tomaran en consideración.

Paddy hojeó las páginas interiores del periódico en busca de cualquier crónica criminal interesante que pudiera seguir. Dub dejó que se pusiera cómoda, esperó a que bajara la guardia, y luego le devolvió la patada. Por suerte, llevaba ese tipo de zapatos con suela blanda de crepé de tres centímetros.

– Uy, sí, qué daño me has hecho, ¿ha llegado Heather?

– Está por ahí, en el edificio.

La cavernosa redacción estaba dividida en tres departamentos: sucesos, especiales y deportes. En el centro de cada departamento, había una mesa grande, unas cuantas máquinas pesadas de escribir Atex de metal gris, y espacios vacíos destinados a los editores. Cada departamento tenía características distintas: el de Especiales se consideraba intelectual; Sucesos era pomposo y engreído; y Deportes era el enrollado de la redacción, la mesa en la que siempre había buenas meriendas y risas, y en la que siempre parecían estar masticando cementosas tabletas contra la indigestión que dejaban descuidadas por encima de la mesa.

Paddy encontró a Heather sentada al borde de una de las mesas vacías, en el rincón frío y alejado del despacho en el que los periodistas especializados y los freelance pulían sus artículos. Revisaba un sobre de recortes sobre la Gran Depresión que un corresponsal de Economía estaba usando. Heather trabajaba sólo a tiempo parcial, el resto de la semana lo invertía en estudiar en el politécnico que había arriba de la colina, donde hacía de editora de la revista de estudiantes. Mientras Paddy se avergonzaba de su ambición, Heather se mostraba deliciosamente grandilocuente sobre la suya: había convencido a Farquarson de que la dejara investigar un artículo para la revista estudiantil sobre los periodistas, y de ello había obtenido un carné del sindicato y una columna mensual sobre la vida de los estudiantes. Al lado de Heather, Paddy se sentía lumpen y torpe. Era ese tipo de mujer capaz de distinguir entre los distintos tipos de flores y que lleva suelta la larga melena. No les hacía la pelota a los borrachos y tenía el aspecto seguro de alguien que está de paso hacia un periódico de ámbito nacional. Hasta Terry Hewitt parecía un poco intimidado a su lado.

A Heather le resbaló la carpeta de acordeón de la rodilla. A siete metros de distancia, era perfectamente evidente que estaba coqueteando con el tipo de Economía, rozándole el brazo mientras lo escuchaba establecer paralelismos entre esa recesión y la otra. Era bajo y tenía los hombros de un niño de doce años.

– Dios mío -Heather se deslizó una mano por debajo de la melena rubia y ondulada, que colocó por encima del hombro-, es asombroso. -Levantó la vista, vio a Paddy y le sonrió.

– Eh.

– Eh, Paddy, ¿te vienes a fumar un cigarrillo conmigo?

Paddy se encogió de hombros. No fumaba, pero Heather nunca se acordaba. Después de dejar los periódicos en la mesa del hombrecito, Heather se levantó y siguió a Paddy hasta un rincón, donde se acomodaron en el alféizar de la ventana, sentadas rodilla con rodilla. Heather se abrió un paquete de diez de Embassy Regal, sacó uno de los gruesos cigarrillos y se lo encendió.

– Ah, por cierto, ¿a qué hora sales hoy?

– A las cuatro -dijo Paddy-, ¿por qué?

– Me han invitado a salir en la unidad móvil con George McVie. ¿Quieres venir?

Paddy sintió una punzada de envidia en la nuca. El coche de la unidad móvil disponía de una frecuencia de radio policial y circulaba de noche recogiendo incidentes y tragedias por toda la ciudad. Prácticamente un cuarto de las noticias de sucesos del periódico podían llenarse con estas historias de la unidad móvil. Todos los periodistas habían hecho ese turno en algún momento. Había historias increíbles de saltos de un edificio de apartamentos a otro, de fiestas donde el alcohol manaba hasta del baño, de altercados caseros que habían derivado en disturbios callejeros. A pesar de toda la acción del lado más duro de la ciudad, nadie quería trabajar en el coche: la cultura laboral del Daily News prohibía el entusiasmo, y aquello era un trabajo mucho más duro que estar sentado en la oficina toda la noche, recogiendo alguna llamada ocasional.

Sin embargo, secretamente, Paddy se moría de ganas de que le tocara a ella. Lo que más le gustaba de lo que se recogía en el coche eran las historias más insignificantes, imágenes agridulces de la vida callejera de Glasgow que nunca alcanzaban las páginas del periódico: una mujer con un hacha clavada en el cráneo, todavía en estado de choque, y que conversaba tranquilamente con un conductor de ambulancia; un hombre que se masturbaba en un cuarto de las basuras y que había muerto porque un palomar se le cayó encima y lo aplastó; una violenta discusión entre una pareja que desembocaba en el asesinato de él a golpes de costillar de cerdo congelado.

– ¿Cómo has conseguido que te invitaran? -Preguntó, intentando disimular su malicia-. ¿Te ha pedido Farquarson que fueras?

– McVie dijo que podía acompañarle un par de horas. Estoy pensando en escribir un artículo sobre el turno de unidad móvil para la revista del politécnico.

Paddy sólo fue capaz de no poner los ojos en blanco. Heather escribía el mismo par de artículos una y otra vez: escribía sobre el hecho de ser estudiante periodista para el Daily News y, luego, escribía sobre ser estudiante de periodismo para la revista del politécnico.

– Vale, está bien. -Intentó actuar con desenfado-. Me gustaría acompañaros.

Pero Heather adivinó que estaba encantada.

– Pero no te hagas muchas ilusiones. Puede que me raje si el artículo no me sale. Tengo que encontrarme con él en el coche, aquí delante, a las ocho en punto.

Se separó del alféizar con un impulso y se alejó dejando un rastro de humo por la redacción. Se le había caído un pelo largo y rubio en el alféizar. Paddy lo cogió y se lo enrolló en un dedo, sin dejar de mirar a Heather, que se movía sigilosamente por entre las mesas, con su culito apretado que llamaba la atención de los hombres a su paso.

Paddy se bajó torpemente del alféizar, levantando bien las piernas para no rasgarse los leotardos negros de lana con el borde de metal. Se había puesto los leotardos recién lavados por la mañana, y ya estaban un poco deformados por las rodillas.

III

La puerta del despacho de Farquarson se cerró para la reunión editorial de las dos de la tarde, y todos los que estaban en la redacción se relajaron; aquel momento era una especie de descanso no oficial que algunos aprovechaban para hacer llamadas personales. Uno de los chicos de Sucesos cogió la llamada.

– Se confirma que Brian Wilcox está muerto -anunció al colgar el teléfono.

Alguien en la redacción murmuró un leve «hurra», y los otros periodistas se rieron.

Keck le dio un golpecito a Paddy con el codo.

– Tienes que fingir que te ríes -dijo en voz baja-. Es lo que hacemos cuando ocurren estas cosas.

Paddy lo intentó. Estiró las comisuras de los labios con fuerza, pero no fue capaz de sonreír de manera convincente.

– Nadie te obliga -le murmuró Dub, por encima de la cara de Keck-. Perder la humanidad no resulta esencial, aunque ayude.

Enfurruñado, Keck respondió a una llamada y los dejó solos en el banco. El periodista que había cogido la llamada sobre Brian arrancó la hoja de su cuaderno con un gesto teatral y se levantó, se dirigió a grandes zancadas al despacho de Farquarson, llamó y, luego, abrió la puerta.

– Han encontrado el cuerpo de Brian Wilcox -dijo, y Paddy pudo oír a Farquarson soltando una maldición fuerte y sincera. Nadie deseaba tener un titular recién aparecido en medio de una reunión editorial-. Lo estrangularon y lo dejaron al lado de una vía del tren, cerca de la estación de Steps.

Paddy le hizo un gesto a Dub. Steps estaba a muchos kilómetros, demasiado lejos como para que los dos muchachos hubieran podido ir andando desde Townhead.

– Los llevó un adulto.

Dub sacudió la cabeza.

– Eso no lo sabes.

– Te apuesto lo que quieras.

– Vale, lo que quiera.

A través de la puerta abierta, Paddy oyó como Farquarson soltaba tacos y ordenaba reorganizar su agenda, que dejaran eso, que metieran la declaración policial en primera página, y le decía a alguien que llevara a J.T. a Steps con un fotógrafo:

– Comprobad que los dos muchachos siguen detenidos y pedidle a alguno de los chicos que me suba un whisky doble del Press Bar.

Un subeditor de Especiales asomó la cabeza por la puerta y miró a Paddy.

– ¿Lo has oído?

Ella asintió, se levantó y se dirigió a las escaleras.

Abajo, en el bar, McGrade llenaba tranquilamente los estantes del fondo con botellitas tintineantes de refrescos. Había dos periodistas calentando motores para la hora punta de la tarde. Cuando se enteró de que era para Farquarson, McGrade le dio un Famous Grouse doble y lo apuntó en la libreta grande y azul que guardaba debajo del mostrador.

Cuando volvió a subir a la redacción, los pocos que no se habían marchado estaban pegados al teléfono. Farquarson estaba solo en su despacho, con la cabeza entre las manos. Le deslizó la copa entre los codos y él levantó la vista, agradecido.

– Avíseme cuando se la acabe, jefe. McGrade quiere que le devuelva el vaso.

– Gracias, Meehan.

– ¿Eh, jefe? Heather y yo vamos a salir en la unidad móvil con George McVie, si le parece bien, tan sólo un par de horas, para coger experiencia.

Farquarson sonrió irónicamente sin dejar de mirar su copa.

– McVie es muy buena persona, ¿no crees? Antes avisad al padre de la parroquia para aseguraros de que no hay ningún problema con el sindicato. Y, ¿Meehan? La unidad móvil es complicada, el turno nocturno es complicado. Puede que George se sienta solo. Mantén las piernas bien cerradas cuando estés con él.

Ella asintió con la cabeza.

El padre Richards estaba en la cantina, tomándose un pastel de carne con alubias y fumando al mismo tiempo. El corte que tenía debajo del ojo le cicatrizaba bien, pero todavía tenía que apañárselas sin sus gafas. Sin ellas, su rostro parecía desnudo.

– Ah, aquí está -dijo al ver a Paddy de pie junto a su mesa-, recién salida de la Liga de Madres Católicas.

Paddy no le hizo caso. Le explicó que McVie había invitado a Heather Alien, quien a su vez la había invitado a ella. Richards dejó el tenedor en el plato con un fuerte golpe y le dio una chupada lasciva a su Sénior Service.

Ella levantó la mano.

– Basta, no tiene que decírmelo. Farquarson ya me lo ha advertido. Sólo quiero asegurarme que los del sindicato no se van a molestar.

– ¿Por qué iba a molestarse el sindicato porque McVie intente matar dos pájaras de un tiro? -dijo Richards, que se rio hasta que la cara se le puso rosada.

Paddy cruzó los brazos y esperó a que terminara.

– Entonces, ¿puedo ir?

– Claro -dijo Richards-. Haced lo que queráis; pero si fueras mi hija, te diría que no.

Para enmascarar su ilusión, Paddy le señaló el ojo herido y le dijo:

– Espero que esta herida se la hiciera la última mujer de la que se rio.

Él le dio una nueva chupada lúgubre a su cigarrillo y la miró de arriba abajo.

– Eres la última mujer de la que me he reído, ¿te gustaría golpearme?

Eran palabras inofensivas, pero la hicieron sentirse incómoda, como si de alguna manera le estuviera haciendo proposiciones.

– No -le dijo, y luego le amenazó de la única manera que sabía-, pero me gustaría hacer el trabajo que hace usted.

Загрузка...