Capítulo 16

Safari de microbios

I

Los bloques de apartamentos Drygate parecían turistas americanos extraviados. Pintados de un rosa Miami desconchado, estaban acabados con desenfadados sombreritos al estilo Frank Lloyd Wright y envueltos de balconadas. Su arquitecto había pasado por alto el entorno, una ladera muy típica de Glasgow, brutalmente ventosa, que daba al hotel Great Eastern, un refugio de borrachos teñido de hollín.

La madre de Thomas Dempsie había sido trasladada por el distrito poco después de que su marido fuera declarado culpable del asesinato de Thomas. Estaba a menos de un kilómetro de su antiguo hogar, justo debajo de Townhead. Paddy supuso que el distrito la debía trasladar por su propia seguridad. El News publicó su nueva dirección cuando Alfred se mató en la cárcel.

Paddy esperó cinco minutos en el vestíbulo, observando el panel de luces encima de las puertas metálicas que le indicaba que el ascensor se movía solamente entre las plantas cuarta y séptima, antes de aceptar que tendría que subir andando. No le gustaba ni correr, ni trepar pendientes, ni subir escaleras. No le gustaba la sensación de tener michelines rebotando en su barriga y en sus caderas. Creía que los delgados no sudaban nunca, y que no se quedaban sin aliento, y, cuando ella lo hacía, tenía la sensación de llamar la atención sobre su peso.

Todo lo que podía estar roto en aquellas escaleras que apestaban a orines estaba roto: la goma había sido arrancada de la barandilla y ahora quedaba una asquerosa sustancia negra que se pegaba a las manos; las losetas del suelo habían sido despegadas y ahora quedaban unos cuadrados con manchas cutres de adhesivo. Varios de los descansillos estaban atiborrados de bolsas de plástico llenas de pegamento, con latas vacías tiradas, algunas de las cuales desprendían todavía un penetrante olor. Paddy tuvo que parar un par de veces para recobrar el aliento de camino a la octava planta y, cada vez que se detenía, oía el vivo traqueteo y las conversaciones susurradas de la gente a través de las paredes que la rodeaban, olía las cenas que se preparaban y la basura mohosa que bloqueaba las trampillas de los desperdicios. Llegó a la planta octava e hizo una pausa ante la puerta de incendios gris, respiró hondo de nuevo y recordó por qué había ido y el asunto por el que quería preguntar. Tenía una misión que cumplir, iba a convertirse en reportera. Ilusionada con el juego, abrió la puerta de un tirón y salió a la ventosa balconada.

La hilera de puertas estaba pintada del color rojo típico de los buzones. Entre puerta y puerta, estaba la ventana del salón de cada apartamento, por la cual los vecinos podían mirar al interior, y otra más pequeña de cristal esmerilado que correspondía al baño. Mientras esperaba frente al 8F a que alguien respondiera a su llamada, Paddy se fijó en que las cortinas de red de ambas ventanas estaban grisáceas y desgastadas. En el sucio alféizar de la ventana del baño, había una botella vacía junto a una mancha que parecía de pasta de dientes seca. Sintió que se le arrugaba el labio de asco, pero logró recomponerse. No podía ser prejuiciosa sobre la manera en que vivían los demás, no era asunto suyo. Miró a la puerta concentrada y se dio cuenta de que el viento del descansillo había llevado pelos, polvo y mugre cuando la pintura estaba todavía fresca, y eso le había dado al acabado una textura como de safari de microbios. Alguien abrió la puerta con cautela.

– Vaya. -Paddy soltó una pequeña exclamación de sorpresa por la extraña apariencia de la mujer-. Hola.

Tracy Dempsie había hecho un gran esfuerzo para esconder cualquier resquicio de atractivo que hubiera podido tener en el pasado. Llevaba el pelo teñido de color berenjena y recogido en una coleta muy apretada que le tensaba las facciones del rostro; eso le daba un aspecto de máscara muy poco favorecedor. Tenía una espesa capa de rimel y de lápiz de ojos negro desdibujada bajo los ojos, y las pupilas tan dilatadas que su iris azul era poco más que un halo. Tracy parpadeó lentamente, apartando el mundo terrorífico durante un delicioso momento, consciente de que la acechaban todos los abismos si en algún momento se quedaba sin sus medicamentos.

– Hola, ¿señora Dempsie? Soy Heather Allen -dijo Paddy, medio esperando que todo saliera mal y que Tracy llamara al periódico para quejarse de ella, agravando su despido-. Soy periodista del Daily News.

Tracy abrió la puerta a regañadientes y una ráfaga de viento empujó a Paddy hacia el recibidor.

La decoración era tan chabacana como la propia señora Dempsie. La moqueta de motivos ondulantes parecía la representación abstracta de una pelea entre el rojo y el amarillo. Las paredes estaban cubiertas de papel plastificado de un amarillo moteado. Tracy volvió a meterse en el salón arrastrando los pies. Paddy se detuvo en la entrada y, después, supuso que estaba siendo invitada a seguirla.

En una esquina, había un televisor portátil en blanco y negro por el que daban un documental sobre focas, que se deslizaban dentro y fuera del agua. Alrededor del aparato, perdidos sobre la misma moqueta chillona que en el recibidor, había varios paquetes de cigarrillos y platos sucios; al lado del solo, un plato con un trozo de tostada y tres restos de salchicha. También había dos tendederos de ropa plegables dispuestos alrededor de la estufa, con sábanas colgadas que escupían vahos de calor húmedo al salón.

Tracy advirtió que las miraba.

– Los bloques de apartamentos, ya se sabe, no tienen tendederos. Y no puedes tender la ropa en el terrado porque te la roban.

– Usted tenía una casa, ¿no?

– Sí, en Townhead. Arriba en la colina, ¿sabes? -Tracy levantó la mano lentamente y la volvió a bajar, señalando el lugar donde vivía la maldad-. El distrito nos trasladó aquí cuando Alfred fue a la cárcel. Luego, tu pandilla publicó esta dirección. -Frunció el ceño con una expresión amarga.

– Están obligados a hacerlo por ley -dijo Paddy-, para identificarla. Por si acaso alguien piensa que es otra persona con el mismo nombre.

– Bueno, todos sabían dónde nos trasladaban. Perdimos la casa de Kennedy Street para nada, ¿sabes?

Estaban una enfrente de la otra, Paddy con el abrigo y la bufanda todavía puestos y la ropa interior humedecida por el esfuerzo de las escaleras. Tracy volvió a parpadear, ignorando la incomodidad de su huésped, y su mirada se posó en el televisor.

– ¿Nos trasladaban? -dijo Paddy-. ¿A usted y a quién más?

– A mí y al crío.

– No sabía que tenía otros hijos.

– Tuve un hijo antes. Estuve casada antes de conocer a Alfred. No me las arreglo demasiado bien, así que ahora vive con su padre. -Tracy asintió con fuerza con la cabeza-. Puedes sentarte, si quieres.

Miraron al sofá a la vez. Tracy había dejado unas prendas húmedas encima, y todavía olía un poco amargo.

– Gracias.

Paddy se quitó la trenca y se sentó encima de una rodilla, preocupándose de no tocar la fuente del mal olor. Tracy se sentó a su lado, con la rodilla apoyada perezosamente en el muslo de Paddy. No parecía ni darse cuenta; tenía los ojos clavados en el televisor y cogió un paquete plateado de Lambert and Butler de la mesilla.

– ¿Fumas?

Paddy advirtió exactamente por dónde chupaba sus cigarrillos: sus dos dientes de delante tenían una pequeña redonda estampada.

– No, gracias -dijo Paddy mientras sacaba su cuaderno vacío del bolso y se recostaba para que Tracy no pudiera ver lo que anotaba. Pasó deliberadamente varias páginas hasta el centro, como si estuvieran repletas de información vital sobre otros casos.

Tracy sacó un cigarrillo del paquete con una mano fláccida, se lo encendió con una cerilla y dio tres caladas seguidas; luego, levantó la cabeza hacia atrás para expandir los pulmones.

– Bueno, ¿dijiste por teléfono que querías verme por lo de Thomas?

– Así es. -Paddy preparó el bolígrafo-. Por lo del caso del pequeño Brian…

– Muy trágico.

– Lo ha sido.

– Deberían colgar a esos pequeños bastardos. -Tracy se tocó la boca a modo de reproche-. Perdóname, pero yo culpo a las madres. ¿Dónde estaban? ¿Quién puede permitir que su hijo le haga algo así al pequeño de otra madre?

– Bueno, debido a este caso, estamos preparando una serie sobre historias similares, y su hijo Thomas fue uno de los nombres que encontramos. ¿Le parecería bien que habláramos de eso?

Tracy cerró los ojos con fuerza, apretando los párpados.

– No es fácil, ¿sabes? Porque primero perdí a mi pequeño y luego perdí a mi hombre. Alfred era inocente. -Tracy se movió incómoda en su asiento-. Él siempre lo dijo. Aquella noche estaba jugando en el pitch and toss, por eso no tenía coartada.

Los pitch and toss eran centros ilegales de apuestas, partidas improvisadas organizadas por gángsteres en bares y antros y parcelas al aire libre, repartidos por toda la ciudad. Los hombres eran capaces de jugarse la paga semanal de toda su familia a cambio de cuatro chavos.

– Seguramente alguien lo habría reconocido.

– Nadie lo recordaba en el pitch and toss. Los jugadores no se fijan si no haces apuestas grandes. Alfred no era un tipo del que te acordaras.

Los ojos de Tracy reflejaban un sufrimiento muy vivo, y de pronto Paddy dejó de sentirse como una reportera júnior; ahora se sentía como una simple chica gorda que disfrutaba interrogando a una mujer desesperada sobre sus asuntos privados.

Tracy dejó la colilla del pitillo demorarse en sus labios.

– No te fijabas en él, pero era un buen padre, un padre muy bueno. Amaba a sus pequeños, nos daba el dinero, ¿sabes? -Tenía los ojos húmedos, y las lágrimas amenazaban con llenarle la cara de rimel.

Paddy dejó el cuaderno en su regazo.

– Me siento fatal por haber venido aquí a recordarle todo esto de nuevo.

– No te preocupes. -Tracy tiró la ceniza de su pitillo en un plato sucio del suelo-. No me importa. De todos modos, es algo que está siempre conmigo, cada día.

Paddy miró el televisor. Una voz explicaba los ciclos de cría de las focas.

– Si Alfred no mató a su hijo, ¿quién cree que lo hizo?

Tracy aplastó la colilla en el plato.

– ¿Sabes lo que le ocurrió a Thomas?

– No.

– Lo estrangularon y lo dejaron en la vía del tren para que lo atropellaran. Cuando lo recuperé estaba hecho pedazos. -El mentón se le contrajo en un círculo de hoyuelos blancos y rojos, y el labio inferior se le empezó a retorcer. Para evitar echarse a llorar, cogió otra vez el paquete, abrió la tapa y sacó otro cigarrillo, al tiempo que recogía la caja de cerillas-. Ningún hombre es capaz de hacerle esto a su hijo. -Al rascar, el fósforo salió disparado de la cerilla y cayó en la moqueta, fundiendo un pequeño cráter en la tela hecha a mano. Tracy lo pisó para apagar la llama contra el suelo-. Malditas cerillas. Hechas en Polonia, por Dios, como si aquí no supiéramos hacer cerillas.

– No sabía eso de Thomas. Los viejos periódicos no lo contaron nunca.

– Aquí están cerrando todas las fábricas, y les compramos esta mierda a los malditos polacos. La mitad de mis vecinos han sido despedidos. ¿Y por qué iba Alfred a dejar a Thomas en Barnhill? Nunca iba en aquella dirección; ni siquiera conocía a nadie allí.

Paddy sintió de pronto que tenía la cara helada. Barnhill era donde vivía Callum Ogilvy.

– ¿Dónde exactamente de Barnhill?

– En las vías del tren, antes de llegar a la estación. -Tracy miraba fijamente el televisor-. Pasó allí toda la noche antes de que lo encontraran. El primer tren de la mañana le pasó por encima.

– No lo sabía. Lo siento -musitó Paddy. La muerte de Thomas se había vuelto ahora demasiado real, y deseó no haber venido hasta aquí. Deseó que a Tracy le hubiera pasado algo agradable-. ¿Ha vuelto usted a casarse?

– No. Estuve casada dos veces, ya tuve bastante. Me quedé embarazada con quince años, me casé a los dieciséis. Él mismo no era más que un niño; no estaba nunca, porque siempre estaba entrando y saliendo de la cárcel de Barlinnie. Un gamberro. -Hizo una sonrisa como una mueca-. Siempre nos liamos con los malos, ¿no?

No era el caso de Paddy, pero asintió para ser amable.

– Fue un golpe enorme lo de la muerte de Thomas, decidió ir por el buen camino. Intentó ser un padre para su propio hijo. Se quedaba con él cuando los vecinos atacaban la casa de la carretera. Todavía está con él.

Paddy asintió con la cabeza para animarla.

– Al menos se esfuerza.

– Oh, sí se esfuerza. Eso sí -admitió Tracy a la vez que bajaba la voz hasta el susurro.

– A Brian lo secuestraron el mismo día que a Thomas, ¿se había dado usted cuenta?

– Pues claro, era el octavo aniversario. -Tracy dio una calada al cigarrillo y contempló las focas, se quedó como sedada por el televisor-. La muerte de un hijo se queda contigo; no parece abandonarte nunca, como si siempre acabara de ocurrir esa misma mañana.

II

Cuando Paddy salió al ventoso balcón, advirtió que había una franja de luz verde en el suelo, que empalidecía entre las puertas del ascensor que se cerraban. Impulsada por su miedo a las lúgubres escaleras, corrió a meterse dentro, logró colarse entre las puertas cuando estaban a un centímetro de cerrarse del todo y tocó el botón de la pared.

En el ascensor había dos chicos, ambos de unos trece años, que hacían guardia a un lado y otro de la puerta. Paddy se metió dentro y oyó que las puertas se cerraban antes de tener la lucidez de cambiar de idea.

Eran dos chicos pobres, eso le parecía evidente; los dos llevaban parcas de forro naranja gastado y con un fino ribete de piel sintética en las capuchas, los dos con pantalones de colegial demasiado cortos y con marcas de rayas que atestiguaban la altura por donde les habían alargado el dobladillo.

La luz que entraba por la ventanita del ascensor indicó que pasaban por el séptimo piso, con un dígito grande e industrial estampado en la pared del fondo que pasó de largo y quedó gravado en la retina de Paddy. Los chicos se miraron entre ellos y luego se volvieron a mirarla.

Uno de ellos llevaba la capucha levantada que le cubría todo menos la nariz y la boca. El otro llevaba el pelo tan corto que se le podían ver antiguas señales de tiña en el cuero cabelludo. Los dos intercambiaban miradas rápidas, como si se hicieran señas de algo rastrero y malicioso.

Lo más valioso que tenía Paddy era el pase mensual de transporte público que llevaba en el bolso. Se pasó la tira del bolso por encima de la cabeza y lo sujetó por abajo, por si los chicos tenían intención de estirárselo.

Pasaron por el quinto piso, el ascensor tomaba empuje y se oía crujir el cable por encima de sus cabezas.

Los chicos se volvieron a mirar, intercambiaron sonrisitas, se pusieron las manos detrás de la espalda y se impulsaron con la pared como si se prepararan para el ataque. De pronto, a Paddy se le ocurrió que uno de ellos podía ser el otro hijo de Tracy Dempsie. Ambos parecían lo bastante pobres.

– Conozco a tu madre -dijo Paddy, mirando a la pared.

Algo desconcertados, los chicos volvieron a mirarse entre ellos.

– ¿Eh?

Miró al chico de la tiña que había hablado.

– ¿Tu madre se llama Tracy?

Él sacudió la cabeza.

– La mía está muerta -dijo el de la capucha, con tanto deleite que ella dudó de que fuera cierto.

Paddy se metió la mano en el bolsillo y por encima de los trozos de kleenex roto alcanzó las llaves de casa, que rodeó con el puño bien cerrado por si acaso tenía que utilizarlo como arma de defensa. Trató de hablar de nuevo, pensando que cualquier cosa que la asociara con el lugar le podía servir de protección.

– ¿Conocéis a Tracy Dempsie, del octavo?

Los dos chicos se rieron.

– Es una furcia más fea que el culo -dijo el de la capucha.

Paddy se sintió de pronto obligada a proteger a Tracy.

– ¿Furcia? ¿De dónde has sacado esta palabra, de la tele?

El ascensor se detuvo con un bote en la planta baja. Los chicos se quedaron inmóviles, mirándola a los pies mientras las puertas se abrían. El de la capucha echó la cabeza hacia atrás y entreabrió la boca, expectante por ver lo que ella haría.

Paddy se cogió el bolso con una mano y mantuvo la otra en el bolsillo. Se esforzaba por no girar el hombro ni cederles el paso, y andar derecha entre ellos dos. Levantó un pie, pero tropezó antes de dar el primer paso, lo que provocó la risa de uno de los chicos. Mientras salía al vestíbulo, sintió un sudor frío que le caía por su nuca. La podían haber acuchillado, violado o atracado, y ella no habría podido hacer nada para defenderse. Habría estado perdida.

Se escabulló del vestíbulo y del edificio, escapando de la sombra que proyectaba el bloque a través de una mancha de césped; pasó frente a un grupo de viejos borrachines reunidos alrededor de una fogata en el parque que habían llegado demasiado tarde o demasiado bebidos al registro de las siete del hotel Great Eastern.

III

Distraída con el recuerdo de la mirada vacía de Tracy, Paddy remontó la cuesta empinada que llevaba a la catedral ennegrecida y tomó un atajo por detrás del complejo de Townhead hasta la antigua casa de los Dempsie. Andaba rápido, como si intentara escapar al miedo que le habían provocado los chicos y a la tristeza que desprendía la casa de Tracy.

Estaba convencida de haber dado con algo importante. Alguien había matado a Thomas Dempsie y lo había abandonado en Barnhill. Si la misma persona hubiera matado al pequeño Brian el día del aniversario de Thomas, no podía ser que lo abandonara en Barnhill; lo tendría que haber dejado en otro lugar para no llamar la atención sobre las similitudes. Ese podía ser el motivo por el que lo llevaron a Steps: disimular el hecho de que se trataba de un asesinato repetido. Pero no era exactamente repetido: Callum Ogilvy y su amigo habían matado al pequeño Brian. Tenían sangre del niño en la ropa y sus huellas estaban ahí, y ellos mismos eran chiquillos cuando Thomas murió. No obstante, eso podía jugar a favor de Paddy: si Farquarson hubiera pensado que el caso de Thomas Dempsie era lo bastante relevante, habría metido a otro periodista a investigarlo. Para que ella pudiera encargarse de redactarlo, tenía que tener sólo cierto interés. Y aun así, no debería ni siquiera considerarlo. Si su nombre aparecía publicado en cualquier artículo relacionado con el pequeño Brian, su madre la echaría de casa.

A lo largo de un lado de Kennedy Street, había una larga pared de contrachapado que bloqueaba la entrada a uno de los muchos emplazamientos de bombardeos que todavía recordaban la segunda guerra mundial en la ciudad. En el otro lado, una hilera de casas serpenteaba por el borde de un canal de tierra. Eran calcos idénticos de la casa de Gina Wilcox, desde los peldaños de hormigón que llevaban a la estrecha puerta hasta las verjas verdes de tres bandas. Cerca de allí, había una casa que se había tomado el verde de las verjas como ofensa, por sus connotaciones republicanas irlandesas, y se había pintado la suya de azul monárquico. Aparte de una casa que usaba su parcela de jardín como almacén de neumáticos, el barrio tenía un aspecto cuidado y, vistos desde la fría calle, los salones de las casas parecían acogedores y tranquilos.

En mitad de la media luna que dibujaba la calle, apareció un hombre de mediana edad con abrigo azul marino que andaba hacia ella con las manos en los bolsillos. Paddy anduvo hacia él y lo vio vacilante y ansioso por evitarla.

– Perdone.

El hombre aceleró el paso.

– ¿Puedo hablar con usted, señor?

Él se detuvo y se volvió a mirarla.

– ¿Es usted de la policía?

– No -respondió ella-, ¿qué le hace pensarlo?

– Me ha llamado señor. ¿No es de la policía?

– No. Soy Heather Allen, del Daily News. He venido por el caso Thomas Dempsie, ¿lo recuerda?

– Ah, sí, el pequeño al que mataron hace años, ¿no?

– Sí. ¿Sabe usted en qué casa vivía?

– En ésa. -Señaló la casa del jardín lleno de neumáticos-. Después de aquello su familia se mudó. La madre vive en los bloques de apartamentos de Drygate. Fue el padre quien lo mató, ¿sabe?

Paddy asintió:

– Eso dicen.

– Luego se colgó en Barlinnie.

– Sí, eso también lo he oído.

Miraron a la casa al mismo tiempo. Detrás de las ruedas y el césped fangoso, unas cortinas desgastadas de redecilla formaban un arco en la ventana.

El hombre hizo un gesto con la cabeza.

– Nunca sabes lo que pasa dentro de las casas, nunca lo sabes. Al menos se arrepintió lo bastante como para matarse.

– Sí. ¿ No creían que se habían llevado al niño del jardín?

– Al principio, es lo que supusieron, pero luego resultó que el padre lo había estado escondiendo todo el tiempo.

– Ya.

El hombre se movió con inseguridad.

– ¿Es todo? ¿Puedo marcharme?

– Oh. -Paddy se dio cuenta pronto de que el hombre, de la edad de su padre, esperaba que le diera permiso para marcharse-. Gracias, eso era todo lo que quería saber.

Él asintió con la cabeza y retrocedió antes de volverse y seguir su camino. Lo observó marcharse, sorprendida del poder que emanaba al presentarse como periodista.

Kennedy Street tenía que tener una vista abierta sobre la nueva autopista a Edimburgo, pero ahora estaba tapada por una barrera provisional. Había trozos de contrachapado que habían sido arrancados, y Paddy cruzó a mirar por los boquetes. El suelo era irregular y estaba lleno de lodo. Había una pared rebelde de planta baja que seguía erguida de un antiguo bloque, con un melancólico papel pintado color cereza con la huella de una chimenea.

Nunca había conocido a alguien como Tracy Dempsie. Toda la gente que conocía que había sufrido tragedias terribles las ofrecía a Jesucristo. Se acordó de la señora Lafferty: era una mujer de su parroquia cuyo único hijo murió atropellado, cuyo marido había sufrido una larga agonía antes de morir de cáncer de pulmón; asimismo, más tarde, ella misma contrajo la enfermedad de Parkinson, de manera que tenían que llevarle la comunión a su banco durante la misa; no obstante, la señora Lafferty era toda ella ánimo y alegría. Coqueteaba con los curas jóvenes y vendía boletos de las rifas. A Paddy le inquietaba la posibilidad de que el sufrimiento pudiera hundir a la gente. La única otra persona de la que tenía referencias y que podía parecerse a Tracy era el viejo Paddy Meehan. Se suponía que los desafortunados tenían que levantarse por encima de la adversidad, y no convertirse en hombres gordos y amargados con abrigos cutres que se dedicaban a dar la paliza a la gente por los sucios bares del East End.

Tardó un momento en reconocer el sonido. Procedente de la otra esquina, hacia ella, se oía a alguien que corría apresurado y ligero. Sin ningún motivo, pensó en los chicos del ascensor y sintió una punzada de pavor en el estómago al imaginar que la empujarían por el boquete de la pared. Sin mirar atrás, corrió al otro lado de la calle y se paró junto a la farola más cercana, allí se calmó. No había nada que temer. Tracy la había alterado, eso era todo.

Aminoró el paso hasta recuperar el ritmo normal y se volvió a mirar a la persona que tenía detrás. El chico le sonrió con una calidez que la desarmó. Era alto, más alto que Sean incluso, con el pelo castaño y denso, y la tez de tono crema. Permanecía a dos metros de ella con las manos en los bolsillos.

– Disculpa, ¿te he asustado? Corría porque te he visto y pensaba que eras una amiga.

Paddy le devolvió la sonrisa.

– No.

– Es una chica a la que quiero conocer por accidente. -Hizo un gesto con la cabeza-. ¿Vives aquí?

– No -dijo ella-. Estoy trabajando.

– ¿En qué trabajas?

– Soy periodista del Daily News.

– ¿Eres periodista?

– Sí.

La miró de arriba abajo impresionado, y sus ojos se detuvieron en las botas de agua y el pelo engominado.

– ¿No te pagan o qué?

– Oye, estas botas son de Gloria Vanderbilt.

Él sonrió ante el comentario y la volvió a mirar con renovado interés. Le tendió la mano.

– Soy Kevin McConnell. -Se acercó a estrecharle la mano.

Podía tratarse de un nombre católico, Paddy no estaba segura.

– Heather Allen.

Su mano envolvió la de ella con una piel suave como el talco. Al acercarse, la luz le iluminó un aro dorado en la oreja. Paddy sólo había visto a hombres con pendientes en el mundo de la música pop, y Glasgow no era una ciudad que aceptara con facilidad las transgresiones resbaladizas de género: una vez se enteró de que a un chico le habían pegado por llevar paraguas. Lo miró con renovada admiración y advirtió que tenía los ojos pequeños y bonitos, y que los labios le brillaban.

– Tienes que tener cuidado cuando vengas por aquí a visitar a gente; es un barrio que no conoces.

– Sólo ha sido un minuto. -Se puso a pasear tranquilamente calle abajo con la esperanza de que él la siguiera.

– Un minuto es suficiente -dijo él detrás de ella-. Aquí arriba hay bandas, tienes que ir con cuidado.

– ¿Eres de alguna banda?

– No. ¿Escribes sobre las bandas? ¿Es eso lo que has venido a buscar?

Se aproximó un poco a ella, con lo que redujo el espacio que los separaba, como si así pudiera sentir las vibraciones que había entre sus cuerpos.

– Me ocuparé de que te marches sana y salva.

Ella le fue dando conversación: le preguntó si trabajaba, a lo que le respondió que no; también quiso saber adonde salía a bailar y qué tipo de música le gustaba. Cuando llegaron a Cathedral Street, ella ya no quería separarse de él. Era un hombre alto y guapo, como Sean, pero no estaba enfadado con ella, ni hablaba de su familia, ni estaba harto de su trabajo. La acompañó hasta la parada del autobús, la despidió con la mano desde la calle y la miró con una sonrisita coqueta antes de decirle que tal vez se volvieran a ver.

Mientras Paddy andaba por la calle hasta la parada del autobús, se le ocurrió que tal vez el mundo estuviera lleno de hombres entre los que podía elegir; que tal vez Sean fuera uno de los hombres buenos, en vez del único hombre bueno.

Como no tenía ganas de llegar a casa, deambuló un rato por la ciudad. Cuanto más se acercaba a la parada, más insignificante se sentía. No era Heather Allen. No era ni siquiera periodista. Era una simple gorda con miedo a volver a casa.

IV

Cuando Paddy entró en casa, Trisha estaba sola y el ambiente había empeorado. Le sirvió un cuenco de caldo y un plato de carne picada con guisantes y patatas, dejó a Paddy comiendo sola y se marchó al salón a ver las noticias. Paddy la veía a través del pasaplatos de la cocina, sentada en la butaca, con su melena castaña salpicada de canas grises. Fingía escuchar un reportaje sobre la huelga de hambre en la cárcel de Maze, como si el mundo de fuera de Rutherglen no la aterrorizara.

Paddy se habría ido al cine, pero no tenía dinero. Consideró la posibilidad de utilizar su pase de autobús y hacer el trayecto circular por toda la ciudad en el 89 sólo para tener a su madre preocupada, pero sabía que aquello sería una venganza menor.

Se terminó la cena y se levantó, puso los platos en el fregadero con la intención de lavarlos más tarde como penitencia, pero su madre se levantó de la butaca y entró en silencio en la cocina, se coló entre Paddy y el fregadero, abrió el grifo del agua caliente y se puso a lavar los platos y los cubiertos con rapidez. Paddy se retiró cautelosamente al salón.

No quería ver las noticias. Movió el botón del dial hasta ITV y se sentó antes de que la imagen se hubiera definido del todo. Estaban haciendo un concurso. Una presentadora de esas que toman sacarina le hacía preguntas a una mujer corpulenta de Southampton sobre su flaco marido con gafas, aislado en una cabina y sonriente como un bebé en el orinal.

Ahora mismo Sean estaría cenando. Su mamá estaría sonriendo y conversando, contándole las noticias del día, como quién se había muerto en la parroquia o la astucia que el nieto de alguien había dicho. Paddy podía llamarlo para decirle que lo echaba de menos. Podía intentar disculparse de nuevo.

Esperó a que su madre hubiera cruzado el salón y subió las escaleras hasta el baño, luego salió a hurtadillas y marcó el número de Sean.

Mimi Ogilvy apenas pudo hablar cuando pidió por él.

– Por favor, señora Ogilvy, tengo algo importante que decirle.

Mimi le colgó sin dejar que acabara la frase.

V

Mary Ann subió a acostarse antes de lo normal, e hizo sus cosas en silencio; entró en el baño con su neceser y salió con el pijama puesto, se preparó la ropa para la mañana siguiente y puso las braguitas y la camiseta en la bolsa de la ropa sucia que tenía a un lado del armario. Mientras hacía cosas por la habitación, iba soltando risitas incontinentes.

Apagó el interruptor del lado de la puerta pero, en vez de acostarse, se subió a su cama y se sentó en la de Paddy, sacó una cajita de naipes de detrás de ella y un paquete de galletitas saladas con sabor a queso y cebolla. Sacó a Paddy de la cama y la llevó hasta la ventana, la hizo sentarse y tiró las cortinas. A la luz de la luna, Mary Ann abrió el paquete de galletitas para compartirlas con ella y repartió una mano de siete cartas para cada una. Abajo, al fondo del jardín, el único árbol ondeaba suavemente por la brisa, con la luz plateada de la luna reflejada en sus escasas hojas.

Estuvieron jugando casi una hora y se reían en silencio cada vez que las galletitas crujían ruidosamente en sus bocas, mientras anotaban los puntos de cada una en el cuaderno de Paddy. Mary Ann hacía las sumas con los dedos cada vez que terminaban una mano, se rascaba la cabeza y ponía cara de sorpresa, apuntando números ridículamente equivocados a favor suyo. Paddy la dejaba hacer cada vez, disfrutando más y más. Al final de la página, apuntaban los puntos reales.

Se quedaron despiertas hasta mucho después de que los ojos empezaran a escocerles de sueño, jugando, con los rostros junto al cristal de la ventana, frío e húmedo, con cuidado de silenciar sus risas de camaradería. Aquellos juegos silenciosos se convirtieron en un ritual, en una afirmación nocturna de fidelidad que las uniría durante muchas décadas.

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