Capítulo 22

La pista de Heather

I

Paddy se quedó mirando la ranura del buzón, mientras la lluvia fina le caía sobre la capucha y los oficinistas del centro, procedentes de los arrabales, pasaban por su lado, de camino al trabajo. La tarjeta de san Valentín que le enviaba a Sean había caído como un peso de plomo en el agujero oscuro, y ahora no sabía si había hecho bien. La recibiría antes de fecha; la había mandado demasiado pronto. Ahora deseaba no haber mandado una tarjeta tan ñoña. Temía que llevara implícita el tufo de la desesperación, y que Sean adivinara cuánto necesitaba verlo. Paddy no se sentía capaz de asimilar lo que le había ocurrido a Heather hasta poder contárselo a él, hasta que él estuviera a su lado para cogerla de la mano y consolarla.

Seguía preocupada por lo de la tarjeta cuando llegó a la oficina. Su último turno empezaba a las diez, durante la pausa que precedía a la reunión editorial, y la redacción estaba más bien tranquila. Keck le hizo señas para que se acercara al banco y le contó ilusionado que la policía había vuelto a preguntar por ella. Habían estado dando el coñazo a todo el mundo durante toda la mañana, haciendo bajar al personal a las salas de entrevistas para hacerles interrogatorios de tres minutos, comprobando los horarios de cada uno con los registros de personal. Interrumpieron a alguien que estaba en una complicada conferencia telefónica con Polonia, insistiendo en que los acompañara abajo. Farquarson estaba indignado. Lo habían oído gritar a McGuigan al teléfono que quería que echaran a la policía del edificio.

– Les dije que te mandaría abajo nada más verte -dijo Keck mientras observaba cómo se acercaba a la puerta de Farquarson-. Tienes que bajar ahora mismo.

Paddy asintió con la cabeza mientras llamaba a la puerta de cristal.

– Sí, en un minuto.

Farquarson le dio permiso para entrar.

– ¿Puedo hablar con usted un minuto?

– ¿Un minuto literalmente?

– Sí.

– Está bien. -Dejó la hoja de papel que estaba leyendo-. Pues venga, empieza.

Ella se inclinó sobre la mesa del despacho, curvó los dedos hacia atrás y empezó a hablar al tiempo que se balanceaba.

– Se me ha ocurrido que hay otra historia oculta dentro del caso del pequeño Brian, porque el caso se parece mucho a otro que le ocurrió a otro niño que vivía en Townhead, en la misma finca; pero ocurrió hace ocho años; yo fui a Steps en tren, y no tiene ningún sentido que los chicos cogieran el tren para salir de Barnhill a esconder al niño, cuando Barnhill está lleno de edificios abandonados y solares vacíos. -Levantó la vista-. ¿Qué le parece?

Farquarson miraba más allá de ella, a la puerta.

– Liddle ha llamado a Polonia y le va a entregar una copia al editor ahora mismo. ¿Quiere darle prioridad?

Terry Hewitt se encontraba detrás de ella y copaba toda la atención de Farquarson. Le dedicó una sonrisa a Paddy que le hizo bajar la mirada y volverse bruscamente.

– Veamos primero qué es lo que tiene -dijo Farquarson-. Pero sí, tráemelo antes de que empiece la reunión.

Hewitt se retiró, dejando a Paddy de pie y despistada sobre lo que había dicho y lo que no.

Farquarson levantó los ojos hacia ella.

– Estoy harto de este tema. Todo el mundo entra aquí con un punto de vista distinto sobre el caso del pequeño Brian. -Se hurgó los dientes y se quedó mirando a la pared unos segundos-. Está bien. Nadie ha dicho nada de ese caso anterior. Averigua lo que puedas sobre él, redáctalo y, tal vez, lo podamos sacar como contraste, o algo así, cuando se celebre el juicio.

Paddy no pudo evitar bajar saltando los dos tramos de escalera hasta la policía, que seguía en la planta editorial.

El pasillo estaba sobrecalentado, con el aire espeso, lleno de fibras y polvo de aquella moqueta lujosa y tan poco usada. Paddy oyó voces amortiguadas al otro lado de la puerta. Aguardó en el pasillo, y se quedó mirando por la ventana. Los coches de policía ya no estaban en la calle; había furgones del Scottish Daily News aparcados el uno contra el otro cual tropa de elefantes, esperando los fardos de la última edición. Sus conductores estaban reunidos en uno de los primeros furgones, que estaba vacío, protegidos de la lluvia, riendo y fumando juntos.

Al recordar la mirada de Terry Hewitt, se dio cuenta de que estaba babeando. Entonces se corrigió: no era más guapo que Sean. Tal vez fuera más atractivo, pero no más guapo. Había elegido mal la tarjeta de san Valentín para Sean. Estaba forrada de seda azul y dentro ponía «Te quiero»; la había comprado de manera impulsiva aquella misma mañana. La emoción abierta y desnuda no era típica de ella, pero era como se sentía respecto a él. En ese momento, él no le respondía las llamadas: tendría que haber respondido a su frialdad con dignidad, pero sólo esperaba que no le mostrara la tarjeta a Mimi.

A través de una de las puertas cerradas, le llegaron unas voces y, cuando se volvió, se dio cuenta de que estaba abierta. Un policía calvo acompañaba a una de las mujeres de Personal que sollozaba tras sus gafas de lentes gruesos, con los ojos como agujeritos llenos de enrojecido lamento. El agente le dio unas palmaditas al codo y le murmuró unas palabras absurdas de consuelo.

– No quiero su… -Rompió a llorar.

El impaciente agente llevó a la llorona del brazo hacia fuera, al pasillo, y dobló la esquina con ella hacia los ascensores. La mujer se volvió y cruzó la puerta, todavía gimoteando y tapándose la boca con un pañuelo, mientras se dirigía a las escaleras traseras. Él la observó retroceder y pareció sorprendido.

– No estamos autorizados a usar los ascensores -explicó Paddy.

El hombre sacudió la cabeza y la miró por primera vez.

– ¿Quién es usted?

– Paddy Meehan. -Se sintió como si hubiera hecho algo malo, pero no se le ocurría qué podía ser-. ¿Preguntaban por mí arriba? Acabo de llegar.

No parecía contento de verla y miró a alguien que estaba sentado a la mesa. Era Patterson, el matón de cara rechoncha del día anterior. Al verla, Patterson pareció ponerse un poco colorado.

– ¿Tiene usted alguna otra idea brillante que ofrecernos?

– Si quieren, me voy.

El agente calvo se apartó para dejarla entrar, mientras miraba tras ella para asegurarse de que no se estaba formando una cola.

Era obvio que los policías llevaban toda la mañana allí: había cuatro tazones blancos y grandes de té de la cantina vacíos y sucios; a un lado de la mesa, había envoltorios de galletas rojos y dorados doblados con formas interesantes, y, al otro, otros enrollados en bolas pequeñas y apretadas.

Mientras Paddy se acercaba, Patterson se levantó y sacó una silla para ella, con lo que logró hacerla sentir como si los hubiera decepcionado a todos por no estar ocupándola desde mucho antes. En la hoja de papel que el agente tenía delante, había diagramas trazados con un bolígrafo, con círculos unidos y solapados con líneas entre ellos, repasados una y otra vez. En una hoja aparte, había una larga lista de nombres escritos con caligrafía ilegible, algunos con vistos, otros con cruces al lado.

– Bueno… -Patterson se acomodó en su asiento y la miró de arriba abajo como si le hubieran contado algo de ella. Dejó la pausa colgada en el aire entre ellos.

– ¿Por qué me quería ver? -preguntó ella llanamente, decidida a actuar con más astucia que el día anterior.

– Queremos preguntarle por la unidad móvil y por la noche en que usted y Heather tenían que salir a hacer la ronda nocturna. ¿Qué ocurrió?

– ¿A qué se refiere?

– ¿No se suponía que tenían que ir las dos?

– Ella se rajó.

– ¿Por qué?

Paddy meditó un momento. Iban a por McVie.

– No sé. No quiso molestarse, no creyó que hubiera nada de interés en ello.

Patterson asintió con la cabeza y vaciló, al tiempo que daba golpecitos a su dibujo con el bolígrafo.

– ¿Ah, sí? -Sacó el labio inferior y volvió a asentir lentamente con la cabeza, como si sopesara seriamente el comentario-. Mire, he oído que Heather pensaba que McVie estaba colado por ella.

Paddy chasqueó la lengua y sacudió la cabeza.

– ¿Sabe usted la cantidad de hombres que creía que estaban colados por ella? Todos los del despacho, y casi siempre tenía razón. McVie es inofensivo; con eso no quería expresar ninguna intención.

– ¿Es un obseso?

Paddy se rio sola un momento.

– ¿Cuánto tiempo lleva usted en este edificio? Aquí son todos unos obsesos. La sala de máquinas está empapelada con pornografía. La mayoría de ellos es incapaz de mantener una conversación con una mujer sin mirarle las tetas. Si eso fuera preocupante, habría que fomentar la política de confinamiento para todo el periódico.

Los agentes la miraron intencionadamente por un momento. Sólo alguien de formación republicana utilizaría una palabra como confinamiento. Ella sabía que seguía siendo poco frecuente que un católico trabajara en una profesión de clase media como el periodismo, o incluso la policía. Paddy pertenecía a una generación nueva y no era consciente de que la hubieran discriminado por ser católica, pero, aun así, disfrutaba de su estado de desamparo. Puso los hombros rectos y miró a Patterson directamente a los ojos, levantando una ceja y empujándolo a proseguir.

– Así que usted salió en la unidad móvil -dijo mientras cuatrocientos años de sangre derramada permanecían sin reconocimiento entre ellos-. ¿Y qué pasó?

Paddy se encogió de hombros.

– Nada. Acudimos a un par de llamadas, un suicidio y una pelea entre bandas en Govan. Fue interesante.

– ¿Qué día era?

– El lunes de la semana pasada.

Se lo apuntó dentro de una de sus redondas interconectadas.

– Ahora piense bien su respuesta: ¿conocía Heather a alguien que viviera en Townhead?

– ¿Townhead? No lo creo. Era muy pija.

– ¿Nunca le habló de nadie de allí? Algún amigo, alguien a quien pudiera haber ido a visitar…

– No, ¿por qué?

– ¿No se le ocurre por qué pudo haber subido hasta allí el jueves por la tarde?

Era la misma noche en la que Paddy había estado allí visitando a Tracy Dempsie. Se alegraba de no haberse topado con Heather; no habría sabido qué decirle.

– No sé por qué estaba allí -le dijo a Patterson-. Tiene que ser por algo relacionado con el caso del pequeño Brian.

– ¿«Tiene que ser»? Parece usted muy segura de sus motivos.

Tenía aquel brillo especial en los ojos. La estaba buscando otra vez, pero esa vez no la pillaría fuera de juego.

– ¿Qué problema tiene usted conmigo? -le replicó furiosa-. ¿Por qué siempre me está acusando?

Patterson pareció un poco sorprendido.

– Solamente le estoy haciendo preguntas.

– Y yo solamente se las estoy contestando. -Lo había asustado y estaba encantada.

– Bien. -Patterson se levantó y tiró del respaldo de la silla de Paddy-. Eso es todo. Fuera.

Ella se levantó.

– Es usted un mequetrefe maleducado.

– Váyase, o la arrestaré por altercado.

Paddy miró a su colega calvo, que le confirmó con un gesto de la cabeza que Patterson estaba lo bastante enojado para cumplir su amenaza y que debía salir mientras todavía tuviera la oportunidad de hacerlo.

Patterson señaló a la puerta.

– Volveremos a buscarla si es necesario.

La echó al pasillo con un manotazo al aire y le cerró la puerta en la cara, con un golpe añadido como para evitar que pudiera volver a entrar.

Ella gritó «gilipollas» a la puerta, pero eso no le sirvió de consuelo.

Una vez en las escaleras traseras, cogió un ejemplar de la nueva edición de la pila y se encerró en los lavabos de la planta de edición. Se pasó diez minutos mirando a la puerta sin pensar, medio sudada. Ahora le parecía que Heather estaba muy muerta. Aquella tarde podían haberse encontrado; incluso, habría sido posible que Heather hubiera estado en Townhead, en la casa de Thomas Dempsie; ella misma podía haber encontrado el recorte, a veces era más lista de lo que parecía. Paddy se encendió un cigarrillo e inhaló el humo con fuerza hasta los pulmones para despertarse. La nicotina le hizo efecto, irritándole los nervios y provocándole una punzada detrás del cráneo.

Miró el periódico. La fotografía con marco negro de Heather en la portada era una toma formal, posada. Era muy guapa: tenía una naricita delicada y chata y los dientes bonitos, y un cabello espeso sin ser áspero. Paddy recordó haberse desenrollado mechones largos y dorados de los dedos antes de entrar en la redacción. Se le ocurrió que los editores debían de estar peleándose por utilizar el enfoque directo con el pequeño Brian cuando con Heather lo podían haber utilizado casi de manera justificada. Había pasado de paria a hija predilecta del Daily News en menos de una semana. En las páginas interiores, la madre de Heather hablaba de su desconsuelo, subrayando todo lo extraordinario de la vida de Heather: su aptitud académica, su bondad, su sentido del humor y sus tres premios Duque de Edimburgo. Se preguntaba cómo podía alguien querer acabar con todo esto, como si el asesino, creyéndose un dios, hubiera sopesado cada uno de sus logros, la hubiera juzgado y hubiera decidido matarla igualmente. La madre aparecía fotografiada frente a la enorme casa georgiana de los Allen con expresión agotada y furiosa.

Paddy volvió a mirar la foto de Heather. Habían estado merodeando por Townhead la misma tarde. Si Paddy se la hubiera encontrado, puede que hoy siguiera con vida. Tal vez se hubieran peleado y luego se hubieran reconciliado y Heather la hubiera invitado a ir con ella al Pancake Place para encontrarse con su contacto; pero la realidad era que jamás habrían hecho las paces y que Heather jamás habría compartido un contacto o cualquier ventaja si lo hubiera podido evitar.

Paddy dejó caer el cigarrillo entre sus piernas, dentro de la taza del inodoro, dobló el periódico con cuidado y subió al archivo de recortes.

II

Le dijeron que Helen estaba de baja por enfermedad, con gripe, y Paddy se alegró. Las otras bibliotecarias eran difíciles y maleducadas, pero sabía que le darían lo que pidiera. La mujer que la atendió era Sandy, la mano derecha de Helen en la biblioteca. En secreto, Sandy era muy agradable e útil, pero ése era un rasgo de su personalidad que sólo mostraba cuando no estaba Helen para despreciarlo.

Paddy le dijo que la policía le había pedido cualquier dossier que Heather Allen hubiera solicitado en la última semana y media.

– ¿Dossier?

– Sí, los recortes que pidió en la última semana, más o menos. Quieren que se los enseñe.

Sandy se mordió el labio.

– Dios, ¿no es algo muy triste?

– Su familia me da mucha pena -dijo Paddy.

– Lo sé, lo sé. -Abrió un cajón de debajo del mostrador y sacó una carpeta tamaño folio marcado con una «A», en la que buscó con dedos ágiles.

– Nada la semana pasada. Pero pidió muchas cosas dos semanas antes que ésa. -Tiró de las hojas y las revisó-. Sí, ésos los recuerdo. Era todo sobre Sheena Easton y Bellshill. -Sacó las hojas y las puso sobre el mostrador-. Estaba escribiendo un artículo.

– ¿Pero no hay nada de la semana pasada?

– En dos semanas, no nos pidió nada.

– Ah, y Farquarson quiere todos los recortes de un caso antiguo. -Paddy trató de adoptar una expresión despreocupada-. Thomas Dempsie. Es un asesinato antiguo. Algunos aparecerán bajo Alfred Dempsie.


Paddy tuvo una tarde movida y no pudo leer los recortes hasta que se marchó a casa. Los dejó escondidos en un cajón del despacho del fotógrafo, bajo la carpeta del editor de imágenes, porque sabía que allí estarían bien resguardados.

En el tren, de camino a casa, apoyó la cabeza en la ventana y se imaginó a Heather allí, en Townhead, la misma noche que ella, haciendo preguntas y llamando a puertas. Puede que también se encontrara con Kevin McConnell, pero Paddy lo consideraba poco probable. El tipo no habría perdido el tiempo coqueteando con ella si Heather hubiera estado allí.

En casa reinaba un ambiente incómodo. Llevaban ignorándola casi una semana, y Mary Ann no tenía idea de hasta cuándo lo harían. El silencio había pasado de la paz apesadumbrada al amargo desdén. Cuando se cruzaban por las escaleras, Marty le sonreía burlonamente; Trisha ya no le servía sus cuidadas cenas, sino que le enchufaba un plato de patatas demasiado hervidas y otro de sopa sin una pizca de sal; su padre y el resto de hermanos pasaban fuera de casa todo el tiempo que podían.

Las cosas empeoraban, pero Paddy llegó a disfrutar de la soledad y del silencio que conllevaba. Le dejaba espacio en la cabeza y podía circular por esas grandes praderas en las que avanzaba a trompicones, entre Thomas Dempsie hasta el plano de Townhead y la estación de Steps en la que encontraron al pequeño Brian. Los elementos estaban, pero su mente poco entrenada no lograba darles sentido.

Se sentó en su habitación y miró al jardín por la ventana, donde el vapor de la lavadora se levantaba formando rizos por la pared exterior. Se imaginó a Sean sentado a su lado, justo fuera de su campo de visión. Mentalmente, retrocedió y lo tocó para consolarse. Le besó el cuello y se transportó flotando a otra parte de la casa, embargada de calidez y felicidad. Empezaba a acostumbrarse a estar sola.

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