Capítulo 2

La verdadera Paddy Meehan

I

Si la historia de Brian Wilcox se podía ver desde otro ángulo, nadie en la redacción del Scottish Daily News era capaz de hacerlo. Habían entrevistado a la familia y a los vecinos del niño desaparecido, habían trazado de nuevo todas las rutas posibles, y habían encargado fotografías aéreas de la zona. Asimismo, habían descrito los rasgos de los niños desaparecidos en el pasado, habían publicado innumerables artículos sobre el futuro de los niños desaparecidos, y, a pesar de todo, el pequeño todavía no había aparecido.

Paddy Meehan estaba en la barra del Press Bar cuando oyó que Dr. Pete les decía a un grupo de borrachos que sería capaz de estrangular al chaval de tres años con sus propias manos si con ello pudiera poner punto y final a aquella historia. Los hombres que lo rodeaban se rieron y se callaron, y, después, se volvieron a reír de manera desigual. Dr. Pete seguía entre ellos, con un aspecto todavía más seco que el habitual, con las facciones dibujándole una sonrisa alrededor de los ojos desconsolados. Miró su propia imagen en el espejo de detrás de la barra. Sus cejas desordenadas sobresalían de una cara surcada por una resaca que duraba toda una década. Se llevó la copa a los labios, con los ojos cerrados, y tocó el borde con la punta grisácea de su lengua. Se rumoreaba que era bígamo.

A Paddy no le gustaban aquellos hombres, ni se sentía a gusto en su compañía, pero sí quería tener un lugar entre ellos y ser periodista en vez de chica de los recados. En aquel bar se habría sentido como una intrusa de no ser porque estaba por un asunto del News, concretamente para rellenar la jarra del editor de imágenes. Frente a ella, McGrade, el encargado del bar, lavaba los tubos de los surtidores, y tardaba horas en conseguir que la cerveza saliera de los ruidosos grifos a presión. Había varias jarras de espuma blanca jabonosa alineadas sobre la barra situada frente a él.

El Press Bar estaba pintado con un pragmático amarillo que recordaba al color de la cerveza, y estaba amueblado con sillas pequeñas y mesillas miserables llenas de ceniceros y posavasos. En las paredes colgaban fotografías de archivo de agencias de noticias y de periodistas mostrando ejemplares importantes del Chicago Tribune y del New York Times: del día del Armisticio, de Pearl Harbour, de la muerte de Kennedy. Las fotografías eran de otra época, de otro lugar, y tenían muy poco que ver con Glasgow, pero representaban un juramento de lealtad hacia la clientela principal del bar y la justificación de su permiso especial. Era uno de los pocos pubs de Glasgow que no cerraba a las dos y media de la tarde, pero el bar estaba demasiado lejos del centro urbano como para atraer a los paseantes, y lo bastante cerca como para no ser el bar habitual de nadie, por lo que dependía del News para su supervivencia. Tan sólo los separaba una pared, y la ausencia de una entrada interna era a menudo objeto de lamentos, en especial en invierno.

Sólo una mesa del bar estaba ocupada. Los hombres sorbían sus cervezas de media mañana, envueltos por una humareda azul. Eran los del primer turno, hombres de edad indeterminada, todos ellos borrachos y renegados a los que no salía a cuenta despedir por los años que llevaban prestando sus servicios. Hacían el trabajo mínimo indispensable, y lo hacían con rapidez antes de salir corriendo hacia el pub, la casa o el despacho en el que se celebraba la siguiente juerga.

Hoy, el representante del sindicato, el padre Richards, se encontraba bien protegido en el centro del grupo, cuyas ovaciones recibía. Richards no solía estar en el grupo de los borrachos. Era un buen cura de sus parroquianos y había negociado vacaciones más largas y el derecho a fumar en cualquier lugar del edificio, hasta en la sala de máquinas. De barriga cervecera, tenía la palidez carcelaria de un hombre que trabajaba encerrado todo el día. Acostumbraba a llevar unas gafas de aviador de gruesa montura metálica, pero ese día no las llevaba y, en su lugar, tenía un corte largo en diagonal debajo del ojo, que dibujaba perfectamente la ausencia de la lente. Alguien le había dado un puñetazo en las gafas.

Se apaciguaron las risas y los chicos se reclinaron en sus sillas. Paddy percibió que buscaban algún objetivo en el local sobre el que centrar la atención, algo, cualquier cosa, de la que pudieran mofarse. Ella solía quedar a salvo por su edad y por su cargo miserable, pero cuando habían bebido eran capaces de meterse con cualquiera. Se puso en guardia, jugueteando con su anillo de compromiso de brillantes de baratillo, mientras deseaba intensamente que el camarero acabara con sus grifos y le sirviera de una vez. Tres segundos le chirriaron en los oídos. Sentía cómo un rubor preventivo le subía por el cuello. Empezaba a dolerle el dedo del anillo.

Uno de los bebedores de la mesa rompió el silencio:

– ¡Que le den por culo al Papa!

Los otros se rieron, observando cómo el frágil Richards tomaba su bebida sin sonreír. Cuando la pinta le alcanzaba los labios, una sonrisa burlona le estalló en el rostro y se tomó la cerveza de un trago, dejando que pequeños hilillos del líquido le cayeran por los mofletes. Los hombres lo aclamaron.

Por un reflexivo sentido de lealtad, Paddy no veía correcto que Richards no hubiera dicho nada. No hacía ni diez años que los anuncios de ofertas de trabajo todavía llevaban pequeñas notas en las que se advertía que no hacía falta que los católicos se presentaran. La vivienda y los colegios estaban segregados, y los católicos no podían caminar tranquilamente por determinadas calles de Glasgow; sin embargo, ahí estaba Richards, sentado a la mesa de unos protestantes, alineándose con ellos y en contra de los suyos.

– El Papa me importa un comino -gritó Richards-. No es amigo de los trabajadores.

Dr. Pete esperó a que los hombres se hubieran calmado:

– No tenemos nada que perder, excepto nuestros rosarios.

Volvieron a reírse.

Richards se encogió de hombros para demostrar que no le importaba ni lo más mínimo. Tomó otro trago y, tras notar su hostilidad, miró a los pies de Paddy, con lo que atrajo la mirada de los hombres hacia ella.

– ¡Eh, tú! -dijo-. ¿Eres papista, o marxista?

– Dejadla en paz -dijo Dr. Pete.

Pero Richards insistió:

– ¿Papista o marxista?

Por su nombre, sabían que era católica; incluso parecía irlandesa, con el pelo negro y la piel blanca como la luna. Ella no quería hablar del tema, pero Richards la presionó:

– ¿Eres religiosa, Meehan?

Los hombres miraban sus copas, incómodos pero sin estar dispuestos a intervenir: era algo entre dos papistas; por tanto, no era asunto suyo. Paddy intuyó que era mejor que hablara antes de que olieran su miedo.

– ¿Y cómo es que se preocupa usted de mi conciencia? -La voz le salió más alta de lo que había pretendido.

– ¿Vas a ir a misa mañana? ¿Comulgas? ¿Te confiesas? ¿Colaboras en la colecta de los domingos y te cuelgas del cura de tu parroquia? -La voz de Richards subía de tono a medida que hablaba. Estaba un poco borracho y confundía el hablar mucho con el hablar bien-. ¿Conservas la virginidad para cuando te cases? ¿Rezas cada noche para tener hijos que profesen la fe de tus padres? -Se detuvo para recuperar el aliento y abrió la boca para hablar de nuevo, pero Paddy lo interrumpió.

– ¿Y usted qué, padre Richards? ¿Asiste a las reuniones semanales y a las manifestaciones? ¿Dedica una parte de su salario a los fondos para la revolución y se enamora de todas las jovencitas marxistas? -No podía recordar la forma de su siguiente interpelación, de modo que fue directa al grano-: Su trabajo consiste básicamente en interceder ante Dirección de parte de los proletarios. Va usted por ahí haciendo respetar las normas y distribuyendo dinero a los necesitados. No es usted más que un cura en mangas de camisa.

Sin tener realmente en cuenta lo que ella le acababa de decir, los hombres se rieron de Richards porque lo hubiera ridiculizado una mujer, y además una mujer joven. Richards sonrió y no levantó la mirada de su vaso; mientras tanto, Dr. Pete se mantenía muy quieto, mirando a Paddy como si acabara de descubrir que existía. Tras la barra, McGrade resoplaba afablemente; tomó la jarra del editor de imágenes de las manos de Paddy y la llenó tres cuartos de su capacidad con cerveza de 80 chelines y, al final, le añadió dos chupitos de whisky.

– Sus creencias tienen exactamente la misma forma de cuando practicaba -prosiguió Paddy-. Sólo que ahora ha sustituido usted el texto de base: un error típico de los católicos fracasados. Es probable que usted sea más religioso que yo.

La puerta que había detrás de ella se abrió de pronto, golpeó la pared y una ráfaga de aire frío penetró en la estancia, provocando remolinos en el humo gris. Terry Hewitt llevaba el pelo negro muy corto, como si fuera un soldado estadounidense, de manera que se podían ver las cicatrices rosa pálido que tenía en la cabeza. Eso le hacía parecer un poco peligroso. Era regordete y claramente paticorto, pero había algo en él, un aura de chico malo, que a Paddy le hacía babear cada vez que se atrevía a mirarlo. Se lo imaginaba volviendo cada noche a la casa de una familia acomodada, con unos padres que leían novelas y apoyaban sus ambiciones. Él no tenía que preocuparse nunca porque perdiera su pase mensual Transcard, o porque llevara zapatos baratos y permeables a la lluvia.

– ¡Ey, Hewitt! -Le gritó Dr. Pete, a la vez que lo saludaba con la mano-. Cierra esa puerta; esta mujer está intentando que Richards vuelva al redil.

Los hombres se rieron mientras Paddy llevaba la jarra hacia la puerta, y le gritaban cosas como «Mujer, sálvanos a todos».

Ella se volvió a decirles:

– ¿Sabéis qué? Un día os explotarán los hígados a todos a la vez, y eso parecerá Jonestown.

Los hombres gritaban y se reían mientras Paddy salía por la puerta. Estaba encantada: ser una pobre chica de los recados era una posición precaria, porque una mala elección, un momento de debilidad, y podías verte condenada al acoso de por vida.

Justo en el momento en que la puerta se cerraba tras ella, oyó a Terry Hewitt que preguntaba:

– ¿Quién es esa gordinflona?

II

Iba sentada en la plataforma de arriba, desde donde contemplaba el bullicio de la calle mientras masticaba su tercer huevo duro consecutivo. Era una dieta asquerosa, y no estaba muy segura de que le estuviera funcionando.

Fuera, los transeúntes iban bien abrigados, y en su rostro se reflejaba el frío causado por el viento punzante que se les colaba a través de las bufandas, las medias y los ojales. En los tramos abiertos de carretera, el viento golpeaba a rachas la parte más alta del autobús de dos pisos, y eso hacía que los pasajeros se sujetaran con fuerza al respaldo del asiento de enfrente y sonrieran mansamente cuando la sensación de peligro había pasado.

Richards la había irritado. No dejaba de repasar mentalmente la conversación, de pensar en réplicas mejores y más rápidas, de rehacer su discurso para que contestara mejor al del hombre. Pensó que había dejado clara su postura, aunque el comentario final de Terry Hewit parecía haber arruinado totalmente su efecto.

Clásico error de papista fracasado. Esa frase le retumbaba en la cabeza, no dejaba de darle vueltas y más vueltas, y se repetía con el rumor rítmico del autobús. Sabía perfectamente en qué consistía eso de sustituir el texto de base. Al menos, la sustitución que había hecho Richards lo había convertido en alguien más útil para el mundo. Ella no podía hablar con ninguno de sus seres queridos del agujero negro que tenía en el corazón de su fe. No podía contárselo a Sean, su novio, ni a su hermana favorita, Mary Ann, y sus padres jamás deberían saberlo, puesto que les rompería el corazón.

Al doblar por la curva cerrada de Rutherglen Main Street, y acelerar para aprovechar el semáforo en verde, el autobús se inclinó. Paddy se levantó y bajó las escaleras. De nuevo, dispuesta a perjurar, se dirigía al rezo del rosario en casa de la abuela muerta de Sean.

La abuela Annie acababa de morir a los ochenta y cuatro años. No había sido una mujer cálida, ni especialmente agradable. Cuando Sean lloró por ella, Paddy adivinó que, en realidad, lloraba por su padre, que había muerto de un infarto cuatro años atrás. A pesar de su espalda ancha y de su voz grave, con dieciocho años seguía siendo un niño que todavía almorzaba los bocadillos hechos por su madre y que se ponía los calzoncillos preparados por ella la noche anterior.

En Rutherglen, la muerte de la anciana era un gran acontecimiento. Algunas noches, el rosario se llenaba tanto que una parte de los dolientes tenían que permanecer en la calle con los abrigos puestos y rezar de cara a la casa. Cuando decían sus plegarias por el reposo del alma de Annie, los jóvenes mantenían la voz baja, mientras que los más mayores suspiraban con acento irlandés, como les habían enseñado sus párrocos.

Annie Ogilvy había llegado a Eastfield en un carrito de bebé en los últimos años del siglo XIX. La familia de Paddy, los Meehan, llegó el mismo año procedente de Donegal, y conservaba su amistad con los Ogilvy desde entonces: los deberes religiosos y las extrañas costumbres de inmigrantes mantuvieron el vínculo entre las familias; de igual modo, la escasez de oportunidades laborales que tenían los católicos conllevaba que la mayoría de hombres acabaran siendo compañeros en las minas o en las fundiciones.

Annie creció en Glasgow pero siempre arrastró un acento irlandés, como se esperaba de las chicas inmigrantes de su época. Con los años, su acento se fue haciendo más pronunciado, de manera que avanzaba unas cuantas millas al año, desde el suave acento de Dublín hasta la especie de gárgara estrangulada del Ulster. Ya de mayor, sus hijos la llevaron a una excursión en autobús por Irlanda y descubrieron que allí tampoco nadie era capaz de entenderla. Sus gustos, sus canciones y su manera de cocinar, aunque mantenían cierta relación con referentes irlandeses, no se reproducían en ninguna parte. Annie había añorado toda su vida el recuerdo de un hogar entrañable que jamás existió.

A Paddy, la presencia del cadáver en la casa le puso los pelos de punta y se mantuvo a distancia de él. Cuando empezaba la oración, se sentaba en el suelo de la sala de delante, de cara al sofá, mirando cada noche una configuración distinta de piernas hinchadas embutidas en medias ortopédicas, de piel blancuzca manchada de venas azulosas, divididas por el elástico del calcetín.

El autobús se acercaba al final de Main Street. Era un autobús con la parte trasera descubierta, y la noche fría y ventosa mantenía un duro cuerpo a cuerpo con la calefacción de la cabina del vehículo. Paddy colocó un pie a cada lado del poste, apoyó la pelvis en él y dejó que su peso la hiciera balancearse por el tramo descubierto del autobús, colgando sobre el vacío ventoso. Ráfagas cruzadas le azotaron la corta melena, despeinándola todavía más. Desde allí, ya empezaba a divisar la muchedumbre que se concentraba frente a la pequeña casa de protección oficial del otro lado de la calle.

Todavía no había cruzado la puerta del jardín cuando alguien la agarró de un brazo. Era Matt Sinclair: un hombre bajito, de cincuenta años y que solía llevar unas gafas de cristales oscuros.

– Aquí está mi amiguita -dijo, a la vez que se cambiaba el cigarrillo de mano y tomaba la mano de Paddy, dándole un fuerte apretón-. Justo ahora estaba hablando de ti. -Se volvió y se dirigió a otro hombre, también bajito y fumador, que estaba detrás de él-. Desi, ésta es la pequeña Paddy Meehan de la que te he hablado.

– Oh, Dios -dijo Desi-. Entonces querrás conocerme: yo conozco al verdadero Paddy Meehan.

– Soy yo, la verdadera Paddy Meehan -dijo Paddy tranquilamente, avanzando hacia la casa, con ganas de entrar y ver a Sean antes de que empezara la plegaria.

– Así es; yo antes vivía en los apartamentos de los Gorbals y la esposa de Paddy Mechan, Betty, vivía en el mismo rellano. -Asintió con firmeza con un gesto de la cabeza, como si ella le hubiera expresado desconfianza-. Sí, y conocía a su colega, Griffiths.

– ¿Y quién es ése? -preguntó Matt.

– Griffiths era el loco del rifle, el tirador.

– ¿Y también era espía?

Desi se ruborizó, enojado repentinamente.

– Por el amor de Dios, Meehan no fue nunca espía. No era más que un maldito matón de los Gorbals.

Matt se quedó con los labios apretados y en voz baja, sin dejar de mirar a la gente a su alrededor, dijo:

– Vamos, cuidado con lo que dices. Estamos en medio de un rosario.

– Disculpa. -Desi miró a Paddy-. Lo siento, querida, pero no era un espía soviético: es de los Gorbals.

– Los espías no tienen por qué ser gente encopetada, ¿no? -preguntó Paddy, tratando de ser respetuosa, aunque le estuviera corrigiendo.

– Bueno, necesitan una formación. Tienen que hablar varios idiomas.

– Al fin y al cabo -dijo Matt, al tiempo que la miraba-, el Daily Record dijo que lo trincaron por el asesinato de Ross para desacreditarlo, porque era un espía.

Desi volvió a ruborizarse y estalló indignado:

– Repetían las palabras de Meehan y, de todos modos, nadie le cree. -Levantó la voz enojado-. ¿Qué tendría que decirles un vulgar ladrón a los soviéticos?

Paddy lo sabía.

– Bueno, les facilitó los planos de la mayoría de cárceles británicas, ¿no es cierto? Fue así como ayudó a escapar a sus espías.

Matt parecía interesado.

– ¿Así que era un espía?

Paddy volvió a encogerse de hombros.

– Puede que les soplara secretos a los soviéticos, pero creo que la investigación del caso Ross fue sencillamente incompleta. No creo que una cosa tuviera que ver con la otra.

Abandonando todo argumento razonable, Desi levantó la voz:

– El tipo era famoso por sus mentiras.

– Cierto. -Matt miró a Paddy de manera inexpresiva, y ella tuvo la sensación de que deseaba no haberle presentado nunca a su imprevisible amigo-. Bueno, he oído que vuelve a vivir en Glasgow.

Ella asintió con la cabeza.

– Está dándose la gran vida en el Carlton y tomando copas por la ciudad.

Ella volvió a asentir.

Más tranquilo, Desi trató de recuperar su participación en la conversación:

– ¿Y cómo es que acabaste llevando el mismo nombre que él? -Miró a Matt para rematar su pregunta-. ¿Es que tus padres te odian?

Matt Sinclair intentó reírse, pero la flema de sus pulmones le hizo toser.

– Desi -dijo con solemnidad, cuando se hubo recuperado-, eres muy gracioso.

– Cuando el otro Paddy Meehan fue arrestado, yo tenía seis años -dijo Paddy-, y a mi madre todo el mundo la llama Trisha.

Una vez reconciliados, Matt y Desi asintieron al unísono.

– Así pues, ¿te quedaste con «Paddy»?

– Sí.

– ¿Y cómo es que no te rebautizaste «Pat»?

– Porque no me gusta -dijo rápidamente. A partir de un chiste muy famoso sobre el homosexual irlandés Pat McGroin, algunos de los chicos mayores del colegio la llamaban Pat MacHind [1]; era un nombre que ella odiaba y cuyas veladas connotaciones sexuales temía tanto como el rubor incontrolado que le subía al rostro cuando la llamaban a gritos así.

– ¿Y paky?

– Humm -exclamó, esperando que no soltaran ningún comentario sobre los morenitos-, creo que ahora este nombre significa otra cosa.

– Es cierto -explicó Matt, haciéndose el listo-, ahora paki significa «paquistaní».

Desi asintió, interesado en esa útil información.

– Llamar a alguien así es de mala educación -dijo Paddy.

– Big Mo, el encargado de la lavandería -explicó Matt-, es paki.

– En realidad, no -dijo Paddy, incómoda-. Se lo pregunté y es de Bombay, así que es indio.

– Eso es. -Matt asintió y miró a Desi, para ver si eso había aclarado algo las cosas.

– Pero los indios y los paquistaníes no son exactamente lo mismo… -dijo Paddy, con una fingida inseguridad-. Porque, ¿no se enfrentaron en una gran guerra, los indios y los pakistaníes? Creo que eso sería como decir que una persona del Ulster es lo mismo que un republicano.

Los hombres asintieron, pero ella notó que habían dejado de escucharla.

Desi se aclaró la garganta:

– En fin -dijo, sin haber captado para nada su punto de vista-, todo se complica cuando intervienen los morenitos, ¿eh?

Paddy sintió vergüenza ajena.

– Este comentario no tiene gracia -dijo.

Los hombres pusieron cara de perplejidad mientras ella se dejaba arrastrar hacia el interior de la casa por la oleada de dolientes. Sintió sus miradas clavadas en la espalda, que la juzgaban y la tomaban por una pequeña arpía arrogante.

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