Capítulo 5

Pescado en salazón y té negro

1963

I

Era la tarde del 4 de diciembre; de eso Paddy Meehan estaba seguro; en cambio, no sabía en qué lugar del mundo se encontraba: no le habían dicho adonde volaban, pero había visto la fecha en un periódico alemán doblado bajo el brazo de un hombre que subía la escalerilla delante de ellos para embarcar. Rolf se había dado cuenta de lo que estaba haciendo, y cambió de lado para bloquearle la vista, pero lo hizo graciosamente, mientras le sonreía.

El avión iba lleno. Cuarenta chicos de todas las edades, vestidos con uniforme rojo y beis, jugaban de un asiento al otro a un juego de preguntas y respuestas en ruso. Rolf se detuvo junto a una hilera de tres asientos y comparó los números varias veces con los billetes antes de apartarse para dejarlos pasar. Meehan se deshizo de su rígido sobretodo gris y se apresuró a sentarse en el asiento de ventanilla, pero el joven lugarteniente lo apartó y se le coló, sin dejar de reírse mientras se apoderaba del asiento. Hasta la tapicería era de lujo. Meehan y el lugarteniente colocaron las manos en el dorsal del asiento de enfrente y se pusieron a juguetear, clavando las uñas en la gruesa textura azul y naranja, riéndose por su deliciosa densidad. El hecho de estar en un avión los llenaba de emoción. Rolf sonreía ante sus juegos mientras doblaba su abrigo con delicadeza y lo colocaba en el compartimiento superior. Se sentó en el asiento del pasillo y se arregló un poco el pelo, la chaqueta y, por último, el bigotito.

El ruido ensordecedor de los motores aumentó hasta componer un nervioso aullido; entonces, se dirigieron a la pista y, finalmente, despegaron, lo que provocó gritos y ovaciones entre los niños.

Una vez en el aire, y cuando el avión ya había corregido su preocupante inclinación hacia arriba, Rolf sacó la petaca y tres vasitos de plástico de su maletín. La petaca estaba muy abollada y usada, con una curva ovalada de plata desconchada que salía de debajo. Sirvió una buena dosis de vodka en cada vaso y se los ofreció en orden, el primero al lugarteniente, el segundo a Meehan, el tercero para él mismo. Meehan ofreció cigarrillos, como contribución a la celebración, y todos se encendieron uno, al tiempo que abrían las tapas de los pequeños ceniceros de los brazos, y dejaron que el aroma dulzón de cien hilillos de humo invadiera la cabina.

– Salud -dijo Meehan jovial, mientras levantaba el vaso para brindar.

Rolf y el lugarteniente levantaron sus vasos en respuesta y repitieron «Salud» inocentemente, como si no lo entendieran. Los tres hombres sonrieron y bebieron a la vez.

– Bueno, compañeros, y ahora, ¿adonde nos dirigimos?

Rolf lo miró con el ceño fruncido.

– Lo llevamos a Scotland Yard, amigo.

El joven lugarteniente se rió, golpeándose el muslo con fuerza. Seguía emocionado por volar.

– Vamos a Rusia, ¿no? – Dijo Meehan-. Los chicos hablan todos en ruso, así que supongo que me lleváis a Rusia.

Rolf levantó una ceja y se acomodó de nuevo en su asiento, estirando un brazo, como solía hacer, para separarse las nalgas. Era una costumbre que resultaba curiosa en un hombre tan elegante como él. Meehan se preguntaba si tenía hemorroides.

– Sí -dijo Rolf-, tal vez vayamos a Rusia, pero después de pasar por Scotland Yard.

– Usted, springe aus dem fenster -dijo Meehan, señalando la ventana con la punta naranja del cigarrillo.

Rolf asintió educadamente, reconociendo la broma sin tomarse la molestia de reírse. Meehan todavía se peleaba con su acento alemán, a pesar de haberlo estudiado intensamente durante los últimos nueve meses. No tenía nada más con que llenar el tiempo que transcurría entre las comidas y los interrogatorios.

Springe aus dem fenster -se repitió en voz baja para sus adentros, a modo de práctica.

Pensó en los Gorbals y en el Tapp Inn, donde conocía a todos y cada uno de los granujas que entraban por su puerta, o que podían hacerlo. Se preguntó qué pensarían de él si lo vieran sentado en un avión de Alemania Oriental, conversando en la jerga de camino a Rusia. No le habían desvelado el motivo de su traslado; por lo poco que sabía, podía hasta estar de camino a recibir un tiro en la cabeza, pero, a pesar de todo, no podía evitar sonreír.

Se bebieron el vodka y Meehan se durmió rápidamente; la cabeza se le quedó colgando del cuello torcido, y la baba se le caía sobre el traje de sarga azul que le habían dado.

El aterrizaje lo arrancó del sueño, y se incorporó sorprendido e irritado. Se puso contento cuando se dio cuenta de que estaba en un avión.

– Bueno, ya hemos aterrizado -dijo Rolf.

Tras la ventana estaba oscuro, pero ocasionalmente se veían pasar algunas luces por el horizonte. La tropa de escoltas también se había dormido, y ahora se despertaban quejumbrosos, irascibles, mirando alrededor de la cabina, estirándose y bostezando. Sus rostros hinchados y tristes le recordaron a Meehan los de sus propios hijos que estaban en Canadá, donde lo esperaban con Betty. Llevaban nueve meses allá, con la esperanza de empezar de nuevo en otro continente con el dinero que él les había prometido llevarles a su vuelta. Les había prometido un hogar y un pequeño negocio, tal vez un comercio: un nuevo comienzo en el que él no estuviera todo el tiempo entrando y saliendo de la cárcel. Era más listo que el criminal medio; se había fugado de la cárcel de Nottingham y había logrado llegar a Alemania Oriental, pero éste era un juego totalmente distinto y su plan estaba lleno de puntos flacos. No tenían motivos para darle dinero a cambio de su información; no era más que una hormiga, un don nadie. Lo podían matar sin problemas: el gobierno británico no protestaría por la pérdida de un reventador de cajas fuertes de poca monta; con suerte, saldría vivo de Alemania Oriental. Le daban miedo Canadá y los reproches de Betty; los ojos decepcionados y tristes de sus hijos, que sabían, mucho antes de lo habitual, que su padre no era infalible.

El avión se detuvo y Meehan se inclinó para intentar leer algún nombre en el edificio de la terminal, pero estaban estacionados con el morro hacia delante y la vista desde su ventana no ofrecía ninguna pista. Los niños de uniforme saltaron de sus asientos, se pusieron a buscar sus equipajes por encima y por debajo de las butacas, peleando y empujándose el uno al otro por llegar los primeros al pasillo.

– Debemos esperar hasta que desembarquen todos los demás -dijo Rolf, explicando así por qué seguía sentado.

Finalmente el avión se vació y Rolf se levantó, desplegó su abrigo y les lanzó a Meehan y al lugarteniente los suyos. Recogieron sus cosas y Rolf esperó a que el sobrecargo de la puerta les hiciera una señal.

– Sí -dijo-. Ahora nos vamos.

En la escalerilla, Mechan advirtió que hacía más frío y más viento que en el lugar del que procedían, pero allí era de noche y cuando despegaron era de día, así que no era una comparación demasiado útil. Al pie de la escalerilla los esperaba un furgón sin ventanas. Había tres hombres con abrigos largos y gorros de piel junto al vehículo, mirándolos expectantes. Rolf los saludó y les presentó a Paddy como el «camarada Meehan». Ninguno de los hombres lo saludó ni le tendió la mano. En todos los sitios del Este en los que había estado, le hablaban de tú a tú, pero le trataban como a un prisionero. Al menos, en casa los maderos te odiaban sinceramente.

Dentro del furgón, las filas de asientos estaban clavadas al suelo y la cabina estaba separada del conductor por una mampara de madera. Después de cerrar firmemente las puertas tras ellos, avanzaron un par de cientos de metros y luego volvieron a detenerse. En aquel lugar había un ruido distinto, que parecía interno: había un goteo de agua que sonaba muy fuerte, un zumbido distante, como el de un motor fuera borda que, al rebotar entre los dos muros, se amplificaba. Los seis hombres aguardaron dentro del furgón; se hacían gestos de simpatía con la cabeza, sin dejar de fumar, ni de mirar sus relojes. Un golpe seco en el lateral del furgón hizo que el conductor gritara algo y que el hombre que estaba más cerca de la parte trasera abriera la puerta. Estaban aparcados dentro de un hangar. Mientras les entregaban su equipaje del avión, Meehan advirtió una boca de riego contra incendios en una pared encima de un cubo de arena y vio que las instrucciones estaban escritas en alfabeto cirílico: estaba en Rusia.

Llevaba diez minutos dando vueltas arriba y abajo por la pequeña celda, cuando una arisca guardiana de unos cuarenta años le llevó una bandeja. Tenía el pelo rubio y los ojos muy azules, pero, cuando le dejó la bandeja sobre la cama, no lo miró, y ni siquiera se volvió rápidamente para encerrarlo de nuevo. La comida consistía en un pescado en salazón, grasiento y todavía en su lata, pan negro seco y té con limón. El pescado estaba incomible, pero se comió todo el pan y se bebió el té amargo. En el mismo momento en que apartaba la bandeja por encima de la cama, la misma guardiana abrió la puerta y le hizo un gesto para que la siguiera.

El pasillo era largo y sencillo, con tuberías que lo recorrían por el techo. Contando su propia celda, del pasillo sólo salían tres puertas. La guardiana lo guió hasta un extremo, se detuvo ante una puerta grande, gris y de metal y llamó. Se oyó al metal deslizarse por encima del metal y que los cerrojos se liberaban. A continuación, se abrió la ventana, y un guardián los observó, a la vez que miraba cuidadosamente detrás de ellos antes de abrir la puerta y dejarlos entrar. Bajaron por una escalera abierta, y sus pasos sonaban tensos y estridentes, secos contra el cemento. Un piso más abajo, se detuvieron frente a una puerta, llamaron y esperaron. Se abrió una ventanita más pequeña, alargada, de metal, y un guarda bien parecido y vestido con un elegante uniforme azul claro los miró. Cerró la puerta abruptamente y tiró de la pesada puerta de metal para dejarlos pasar.

Cuando salieron de las escaleras, se encontraron en lo que parecía ser un palacio rococó. El pasadizo de techo alto era de un tono azul toscano, con detalles de ribetes dorados y tracería de yeso blanco. El suelo era de una madera de caoba oscura que hacía más grave el sonido de sus pasos, volviéndolos importantes y dignos. La mujer guardiana guió a Paddy a través del vestíbulo hasta una puerta doble de cinco metros de altura, flanqueada por guardas en uniforme militar. Hizo una pausa antes de entrar y se arregló la túnica y el peinado.

Cuando les hizo un gesto, los guardas abrieron las dos puertas al unísono, como en la secuencia de una coreografía de Hollywood. Era un salón de baile, cuyo techo estaba pintado con dioses, mujeres y bebés regordetes, todos enmarcados en trampantojos dorados. Al fondo del salón, tres ventanas largas hubieran llevado a un jardín o a un balcón si no fuera porque estaban cubiertas con grandes estores opacos, disimulados tras unas cortinas sucias de redecilla.

En el centro del salón, frente a Meehan, había una mesa larga en la que se sentaban siete personas, todos vestidos de civil, aunque su postura rígida y sus peinados estrictos dejaban bien claro que eran militares. A su izquierda, sentados a una mesa aparte, había tres mecanógrafas: dos de ellas eran jóvenes y guapas; la tercera, mayor y seca. Rolf y el lugarteniente, intimidados por el entorno, estaban encaramados en unos asientos contra la pared opuesta. Ahora el joven lugarteniente no ejercía de intérprete; había sido sustituido por una mujer bajita y fortachona que llevaba un vestido con cinturón, con el pelo negro y lacio recogido en un moño del tamaño de un bombón.

A la mesa central, en el asiento del medio, se sentaba un hombre de complexión gris y cejas negras muy pobladas. Tenía el cuerpo y la cabeza cuadrados, como un cubo equilibrado encima de un cubo más grande. Tenía un aire de sobrada autoridad, como si fuera un juez con tanto poder que ni siquiera tuviera que molestarse en resultar severo. Arrastraba las palabras en voz alta, en ruso; su voz profunda resonó por el enorme salón, y la intérprete se volvió hacia Meehan.

– Está usted invitado a tomar asiento -dijo, a la vez que señalaba una silla sucia de lona y metal.

Meehan se sentó; estaba en el centro del salón, todos lo miraban, y su silla no tenía brazos.

El hombre cuadrado le hizo un gesto de asentimiento y habló durante un buen rato. La mujer dijo:

– Afirma usted que ha venido a darnos información sobre prisiones británicas. Quiere ayudarnos a liberar a camaradas encarcelados en Occidente. ¿Por qué querría hacerlo?

– Yo mismo soy comunista -dijo Meehan-. Durante años he simpatizado con sus ideas; en concreto, desde que trabajé en los astilleros de Glasgow.

La intérprete le tradujo al hombre importante lo que había dicho, y él volvió a hablar, sin dejar de mirar a Meehan a los ojos.

– Sin embargo, usted no está registrado como militante del partido en su país -transmitió la mujer.

– Sí, bueno -dijo Meehan a la vez que se encogía de hombros, y pensaba que, en realidad, probablemente aquello les parecería raro-. No suelo asociarme a nada.

Al oírlo, el hombre sonrió y volvió a hablar, pero su sonrisa era forzada.

– Si está usted motivado por sus simpatías políticas -dijo la mujer-, ¿por qué nos ha pedido dinero a cambio de la información?

– Necesito empezar de nuevo en Canadá; tengo esposa e hijos.

– Dice que… -La mujer hizo una pausa, para decidir cómo decirlo-. ¿Qué hemos de pensar de un comunista que, al mismo tiempo que no quiere afiliarse al partido, pide dinero a cambio de cumplir con su deber?

Meehan sonrió tímidamente. Miró a Rolf, pero ni él ni el lugarteniente lo querían mirar. Iban a matarlo. El hombre cuadrado volvió a hablar.

– No se sienta usted amenazado -le ordenó la intérprete yendo al grano-. Somos amigos.

Pero Meehan estaba mareado; pensó en Betty y en sus decepcionados hijos. Tenía ganas de llorar o de rezar, no sabía qué hacer. El hombre cuadrado se inclinó hacia delante, ahora con aire enfurecido, y Paddy tardó un minuto en darse cuenta de que estaba hablando en inglés.

– Es muy bueno -dijo el hombre, arrastrando las palabras mientras acomodaba la lengua al desconocido sonido de las vocales abiertas del inglés-. Glasgow Rangers… Es muy bueno.

Paddy Connolly Meehan asintió; ya fuera por miedo o como reflejo de su fidelidad, sintió que se estaba calentando y le soltó:

– Los Glasgow Celtic son mejores.

El tribunal pareció asombrado durante unos instantes, hasta que el hombre cuadrado se rió; entonces, ellos lo imitaron nerviosamente, y empezaron a mirar a un lado y al otro, y casi llegaron a creer que lo encontraban divertido, porque la escala de autoridad así lo exigía.

Durante las semanas siguientes, le preguntaron una y otra vez sobre la seguridad en las cárceles británicas; le hicieron dibujar planos de todas las cárceles en las que había estado y, también, lo obligaron a hablarles de la fragilidad de los barrotes de las ventanas y de los métodos que resultaban aceptables para sobornar a los guardias. Le plantearon un problema: cómo podía hacerse llegar una radio de doble recepción a un prisionero que estaba vigilado las veinticuatro horas del día. Meehan propuso dos transistores idénticos de radio, uno con la instalación del doble receptor y el otro sin ella. Si le mandaban el especial a cualquier otro prisionero que no corriera el riesgo de ser registrado escrupulosamente, y el normal al sujeto en cuestión, unos días más tarde, alguien que tuviera pase de entrada podía hacer el trueque. Le hicieron repasar el plan una y otra vez y aplicarlo con detalle a los planos de varias cárceles distintas.

Al cabo de tres semanas, Rolf y el lugarteniente lo acompañaron de regreso al lugar en el que habían estado cuando llegaron. Estaban volando antes de que Meehan tuviera la sensación de haberse relajado. Durante aquellas tres semanas, había oído a mucha gente ir y venir por las celdas contiguas; por las noches, había oído los delicados lamentos de las mujeres, y también a hombres sollozando mientras eran sacados de allí, en medio de gritos en dialectos rusos que él no comprendía, palabras desesperadas pronunciadas con arrepentimiento…, tal vez un nombre de mujer, un lugar. Meehan sabía que, si hubieran querido matarlo, no lo habrían metido en un avión. Sencillamente, se habrían deshecho de él en ese mismo momento y lugar.

Rolf sacó su vieja petaca y les ofreció vodka a todos. Volvieron a fumarse los cigarrillos de Meehan e hicieron un brindis por Scotland Yard. El joven lugarteniente miró a Rolf para obtener permiso y, luego, le dijo a Meehan que el presidente Kennedy había sido asesinado en Dallas hacía un mes.

II

Era un día de un sol cegador, y se encontraban donde media Alemania del Este deseaba estar: al lado occidental del muro, en el Check Point Charlie. Rolf se había pasado, Paddy podía verlo por las caras de agitación de los guardias del Este. Tenían ganas de desafiarlo, pero no podían debido a su rango. El cónsul británico, un hombre bajito, con sombrero marrón y un abrigo color camel que no era de su talla, los esperaba junto a un coche oficial con banderitas en el capó. Se mantenía a cuatro metros de distancia y esperaba a que Paddy se acercara en vez de ir él a juntarse con ellos, como si el comunismo fuera algo contagioso.

En el coche, de camino hacia allí, Rolf le había dado un cheque a Meehan, un cheque que sólo podía hacerse efectivo en un banco de Alemania del Este. En el Este, no era mucho dinero, pero fuera no valía nada. Lo único que tenía Meehan después de diecisiete meses de interrogatorios eran dos paquetes de cigarrillos y una tableta de chocolate. Tan sólo había obtenido aquella miseria, y ya había sido entregado de vuelta a las autoridades británicas, que lo interrogarían incansablemente antes de mandarlo directamente de vuelta a la cárcel a que acabara de cumplir su sentencia. Los comunistas lo devolvían como una paloma mensajera. Habían puesto información en su buche de una manera tan plausible que él estaba convencido de que era falsa. Cada uno de sus muchos compañeros de celda en el Este transmitió cuidadosamente la misma información no solicitada sobre los horarios de cambio de guardias y las medidas de seguridad.

Ya no lo podían alargar más: los guardias empezaban a ponerse nerviosos y a enfadarse con ellos. Había llegado el momento de separarse. Meehan le tendió la mano, y Rolf se la estrechó educadamente.

– Es usted un hombre listo, camarada Meehan.

Dos paquetes de pitillos y una tableta de chocolate. Rolf vio el giro en su mirada. Jamás lo habría sospechado antes, y se engañaría sobre ello el resto de sus días; pero, en un momento fugaz, supo a ciencia cierta que Rolf lo despreciaba; pensaba que Meehan era un asqueroso renegado de mierda.

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