Capítulo 3

La tiranía de los huevos

Paddy se había pasado la hora del almuerzo paseando por la ciudad, cuyas tiendas estaban cerradas por ser domingo; no dejaba de mordisquear unos huevos duros que llevaba envueltos en papel de aluminio, ni de evitar cuidadosamente los kioscos en los que vendían golosinas. Colgó el abrigo acolchado en el gancho que había junto a la puerta, llevó el bolso de lona hasta el banco del chico de los recados y lo dejó debajo. Tenía aquel bolso desde hacía dos años, y le gustaba. En su tela, había escrito a bolígrafo nombres de grupos de música, no de grupos que necesariamente le gustaran, sino de grupos con los que le gustaba que la asociaran: grupos de chicos como Staff Little Fingers, los Exploited y Squeeze.

Desde su banco de la esquina, Paddy divisaba la redacción entera, de treinta metros de largo y planta abierta, y veía cuándo alguien levantaba la mano o los llamaba con la mirada para mandarlos a hacer algún recado. Se deslizó por la suave madera de roble y se acercó a Dub.

– ¿Todo bien?

– Odio los turnos de fin de semana -Dub levantó los ojos de la revista de música que estaba leyendo-. Son aburridos.

Paddy escrutó la sala en busca de manos levantadas o caras atentas; nadie pedía nada. Se encontró pasando la uña del pulgar por una ranura que había surcado en la madera. Le gustaba pasar la uña por la suave textura, mientras se imaginaba a sí misma en el futuro como una periodista adulta con traje elegante y zapatos de verdad, saliendo a investigar una historia dura, o en una velada del Club de Prensa, pasando de largo o mirando aquellas pequeñas ranuras que le recordarían de dónde venía.

Murray Farquarson, conocido como el Señor Bestia, gritó desde su despacho:

– ¿Meehan? ¿Está aquí?

– Sí, está aquí -gritó Dub, apremiándola a ir.

Paddy se levantó y suspiró, con fingida reticencia, como hacían todos cuando les llamaban para cualquier tarea. Musitó entre dientes:

– Por Dios, si acabo de volver -mientras arrastraba los pies hasta la puerta de Farquarson, secretamente encantada de que la hubiera llamado a ella. Farquarson siempre llamaba a Paddy cuando necesitaba que algún trabajo se hiciera con discreción. Confiaba en ella porque no era fiel a nadie; ninguno de los periodistas la había seducido para convertirla en acólito porque todos presuponían que no iba a quedarse. No habrían sabido de qué hablar con ella si hubieran querido reclutarla: no le gustaba el deporte, y no sabía nada de la poesía de Hugh McDermid. Los periodistas tenían muchas ideas extrañas sobre las mujeres; ella siempre tenía que quedarse hasta tarde y levantar cajas pesadas para demostrar que era capaz de hacerlo. Las otras únicas mujeres en la redacción eran Nancy Rilani y Kat Beeseley, una reportera genuina que había ido a la universidad y trabajó en un periódico en Inglaterra antes de volver a casa. Nancy era una mujer de pechos grandes, descendiente de italianos, que redactaba la columna de gente desaparecida y la mayoría de páginas semanales para mujeres. No hablaba nunca con Paddy ni con Heather Alien, la estudiante a tiempo parcial: ni siquiera las miraba; daba la impresión de que estaba dispuesta a cambiar a cualquier otra mujer por un hombre a cambio de obtener paz y favores. Kat era orgullosa; llevaba siempre pantalones, el pelo muy corto y se sentaba con las piernas separadas. Cuando se dignaba a hablar con Paddy, le miraba las tetas, y ella no entendía muy bien cuáles eran sus intenciones.

Miró dentro de la oficina oscura y encontró a Farquarson sentado frente a su mesa, repasando recortes sobre Brian Wilcox. Era un hombre flaco, nervioso, anguloso, cuya dieta se componía de azúcar, té y whisky. Cuando la oyó llamar a la puerta, no levantó la mirada.

– J.T. está en alguna parte de esta oficina. Tráemelo ipso facto. Lo más probable es que esté en la cantina.

– Enseguida, jefe.

Algo importante acababa de ocurrir en el caso Wilcox o no estaría pidiendo por el reportero jefe.

– Y quiero recortes sobre niños desaparecidos que hayan muerto en accidentes, vías de tren, pozos, canteras, cosas así. Mira a ver qué tiene Helen. -La señaló con un dedo acusador-. Dile que los recortes son para un free lance y no hables con nadie del tema.

– De acuerdo.

Paddy cruzó la redacción apresuradamente, salió a las escaleras y subió los dos pisos que la separaban de la cantina.

El hijo de tres años de Gina y David Wilcox llevaba casi cuatro días desaparecido. En la foto del Daily News, Brian aparecía con una mata de pelo blanco y una sonrisa rígida y forzada en los labios. Lo mandaron a jugar al jardín de delante a las doce del mediodía y estuvo allí sólo cuatro minutos, mientras su madre hablaba por teléfono con el médico sobre un asunto personal. Cuando Gina colgó y miró por la puerta principal, el niño ya no estaba. Los padres del niño estaban divorciados, algo poco frecuente en el oeste de Escocia. Eso se mencionaba en la mayoría de noticias, como si no fuera muy difícil descuidar a un niño en el caos decadente de dos hogares separados. La noticia saltó a todos los periódicos: era un niño hermoso, y resultaba un paréntesis agradecido en los cuentos de creciente desempleo, del destripador de Yorkshire y de la sonrisita de lady Diana Spencer.

La cantina self-service de la planta de arriba era luminosa, con una larga y ancha ventana que daba sobre el aparcamiento de tierra del otro lado de la calle. Era mediodía, y en la cola de los platos calientes había ya unos quince hombres. Eran trabajadores de la imprenta, con monos azules y los dedos manchados de tinta, conversando entre ellos sobre banalidades; estaban acostumbrados a gritar porque las máquinas con las que trabajaban todo el día hacían mucho ruido. A Paddy no le gustaba bajar a su planta porque tenían fotos de mujeres desnudas colgadas en las paredes y los linotipistas le miraban las tetas. J.T. no estaba en la cola. Por costumbre y por afinidades, las filas ordenadas de mesas y sillas estaban separadas, a un lado los operarios de la imprenta, al otro los periodistas. J.T. no estaba en ninguno.

Bajó tres tramos de escalera. Al personal no se le permitía usar los ascensores, ni tampoco era costumbre dejarlos entrar o salir del edificio por la recepción de mármol negro, pero ella iba en una misión urgente del News.

Las dos Alison, impecablemente vestidas, que estaban al mando de la recepción y la centralita dejaron de hablar para mirar cómo se escabullía hacia la puerta principal, colocándose la chaqueta por encima de los hombros mientras abandonaba el edificio. Fuera había una fila de furgones de distribución del Daily News colocados marcha atrás; sus puertas traseras estaban levantadas, con lo que se podían ver sus suelos metálicos vacíos, con sacos y cinta adhesiva desparramados. Paddy pasó de largo y recorrió apresurada los cuatro pasos de calle que la separaban de la puerta del Press Bar.

En el pub había el trajín habitual de la hora del almuerzo. Los hombres se gritaban con un aire de frivolidad forzada, mientras bebían ansiosamente todo lo que el tiempo les permitía. Paddy se coló por el lado de Terry Hewitt, y se ruborizó al recordar lo que la había llamado; encontró a J.T. de pie al final del pub, vestido con una camisa azul bajo una cazadora de piel marrón. Se estaba tomando lentamente media pinta de bíter [2]. Paddy lo había estado observando: sabía que no le gustaba mucho beber, pero, a veces, tenía que hacerlo si no quería que los alcohólicos del periódico lo odiaran todavía más. Se reía sin ganas de una de las bromas de Dr. Pete, y sus ganas de adaptarse lo alejaban todavía más del grupo. Cuando Paddy le dijo que tenía que acompañarla de inmediato pareció aliviado, y dejó su copa con una prontitud indecente, sin hacer siquiera un amago de acabársela o de tomar un último y precioso sorbo. Paddy vio que Dr. Pete vigilaba la copa fresca abandonada descuidadamente en la mesa. Apretó los ojos y, luego, miró otra vez a J.T., con la cara arrugada de asco. Sin prestar atención, J.T. siguió a Paddy hasta la calle.

– ¿Qué ocurre?

– No lo sé. -Paddy no quiso mencionar los recortes sobre muertes accidentales por si acaso alguien los escuchaba-. Puede tratarse del niño Wilcox.

– Vale -dijo J.T., al tiempo que bajaba la voz-. No lo comentes con nadie.

La esquivó y corrió hacia el vestíbulo para subir las escaleras. Paddy lo siguió de cerca y alcanzó el despacho de Farquarson en el momento justo en que J.T. cerraba la puerta. A través de las rendijas de los estores venecianos, veía a Farquarson explicar algo, mirando enojado e irritado a J.T, quien asentía excitado mientras daba golpecitos a la mesa con un dedo y le sugería un plan. No se había encontrado muerto al niño; de ser así, ahora no estarían excitados, se estarían moviendo con más lentitud. Algo distinto había sucedido.

Farquarson vio que Paddy estaba plantada al otro lado de la puerta, y chasqueó los dedos en dirección a ella, para indicarle que fuera a buscar los recortes. Ella los observó un segundo más, anhelante por degustar la gloria, sin saber que J.T. y Farquarson estaban hablando de un giro en el caso del pequeño Brian que desgarraría su plácida vida para siempre.

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