Capítulo 30

Los señores Patterson

I

Terry la esperaba en el coche, con un brazo apoyado en al respaldo de su asiento con fingida despreocupación, y vigilaba la puerta de la estación para verla. Ella llegó con veinte minutos de retraso y él tenía aspecto de haberla estado esperando un buen rato. Se había lavado el pelo y afeitado, y sin la sombra en el mentón tenía un aire más aniñado e impaciente. Al verlo, Paddy se sintió sin aliento e ilusionada. Mientras cruzaba la calle, desvió la vista y respiró profundamente. Él se inclinó sobre el asiento del copiloto y le abrió la puerta, y ella se deslizó a su lado.

– Hola.

– Hola.

Se miraron un momento tenso, con los ojos atrapados.

– ¿Cómo tienes la rodilla?

– Bien.

Se quedaron en silencio. Terry avanzó la mano, invisible bajo el salpicadero, y le cubrió la suya.

– Anoche me lo pasé increíblemente bien.

– Yo también.

Le apretó la mano.

– De hecho, hubo cuatro momentos increíbles anoche.

– No es necesario que te vanaglories de nada, Terry; yo también estaba.

– Ya lo sé. -Mostró los dientes-. Pero es que es un récord personal y no se lo puedo contar a nadie más. ¿Nos vamos?

Paddy asintió, temiendo que separara la mano de ella, mientras saboreaba el calor del centro de su palma. Él se volvió a mirar la carretera, puso ambas manos en el volante y suspiró satisfecho.

Ninguno de los dos sabía a qué comisaría ir, y tampoco se acordaban de qué departamento había hecho el interrogatorio. Condujeron hasta el Press Bar, que abría los domingos, algo que a Paddy no se le había ocurrido nunca. Terry le explicó que era para el personal que se encargaba de la edición de los lunes, y estaba seguro de que alguien allí sabría qué comisaría se había encargado del asunto. Descendió lentamente por Albion Street, con Paddy con el asiento reclinado a su lado, tratando de localizar el furgón de víveres.

Había unos cuantos coches aparcados cerca del aparcamiento, y los furgones de distribución del News estaban estacionados a lo largo de Albion Street, cerrados y a la espera de la nueva edición. Preocupado todavía por su seguridad, Terry se detuvo frente a la puerta del bar y la dejó bajar por su puerta y entrar en el local mientras él se iba a aparcar. Ella cruzó la puerta con la respiración entrecortada de nervios, un rostro agitado en una sala llena de hombres ablandados por la bebida.

Richards se sentaba a solas en la barra, y aburría a McGrade con chistes de segunda mano y comentarios de perogrullo. Tres impresores se sentaban alrededor de una mesa, relajados, hablando lo justo para acompañar a la cerveza. Dr. Pete estaba solo en una mesa cerca del fondo. En los tres días transcurridos desde la última vez que se vieron, su piel parecía haber envejecido una década. Al beber, se sorbía las mejillas hacia adentro y la piel marchita alrededor de los labios se arrugaba irradiando mil líneas. Aunque en el bar se estaba calentito, el llevaba el abrigo bien abrochado.

Paddy se encaminó hacia él. Tenía la intención inicial de preguntarle sutilmente por su salud, pero era un disparate tan obvio que un hombre en su estado estuviera sentado en un pub, que le soltó:

– Tiene un aspecto muy jodido.

Él levantó la vista, le sonrió y parpadeó lentamente.

– ¿Jodido? ¿De veras? -dijo arrastrando las palabras al tiempo que se recogía los extremos del abrigo encima de los muslos-. Te diré lo que es jodido. Thomas Dempsie, asesinado en 1973, hallado en Barnhill junto a la estación de tren. El padre, Alfred Dempsie, declarado culpable, se colgó, un caso triste y bla, bla, bla. -Le volvió a sonreír y le dedicó un pequeño saludo garboso-. ¿Lo ves, no? Me acuerdo de ti, recuerdo sobre qué me hacías preguntas. Lo recuerdo todo.

– ¿No se ha movido de aquí desde el jueves?

– ¿Fue el jueves? -Pareció bastante sorprendido y se encendió un cigarrillo para marcar el momento.

– Si sigue así, se morirá en un mes.

– Que se vayan todos al cuerno -dijo en voz baja.

– Oiga, ¿se mencionó alguna vez que se hubiera visto un furgón de venta ambulante de víveres, cuando desapareció Thomas Dempsie?

Dr. Pete reflexionó un momento, pestañeó ante su vaso de cerveza y luego se lo llevó a la boca y lo apuró.

– No.

– ¿Está seguro?

La puerta del bar se abrió detrás de ella y sintió una brisa helada en el cuello. Los pies avanzaron hacia ella y supo que se trataba de Terry.

– Seguro.

– ¿Ha oído hablar alguna vez de un tipo llamado Henry Naismith?

Terry llegó al canto de la mesa, y Pete levantó la vista hacia él.

– ¿Cómo está, Pete? ¿Todo bien?

Pete asintió con la cabeza, sonriendo vagamente a la pared.

– ¿Puedo ofrecerle una copa?

Pete asintió de nuevo y Terry señaló interrogativamente a Paddy. Ella pidió una limonada y se mantuvo firme cuando le insistieron que tomara otra cosa. Dijo que su estómago no lo aguantaba; una vez a la semana le resultaba más que suficiente.

Terry se acercó a la barra, y Pete hizo una sonrisita de suficiencia y se mordió la mejilla por dentro un momento.

– Has de tener cuidado. En este negocio, una mujer no puede permitirse una mala reputación.

– ¿No se me permite tener amigos de mi edad?

– Se nota. La manera en que un hombre le mantiene la mirada a una mujer así, directamente, como si el mundo entero fuera un secreto entre ellos dos. -Era así como acostumbraba a escribir, Paddy pudo distinguir su tono único, pero, en vez de proseguir durante diez párrafos, se detuvo de golpe y miró su vaso.

Terry llegó de vuelta a la mesa con un paquete de diez de Embassy Regal y las copas: limonada para Paddy, media pinta para él, y media y media para Dr. Pete. Dejó el paquete de cigarrillos delante de Paddy.

– Esto es por anoche -dijo, ante lo cual ella aguantó sin rechistar frente a Dr. Pete-. ¿De qué hablabais?

– De si hay alguna relación entre Naismith y Tracy Dempsie -dijo Paddy, cambiando de tema cautelosamente.

El Dr. Pete tenía los ojos abiertos y húmedos. Tomó su vaso de whisky y se echó el contenido al fondo de la garganta mientras el labio se le encorvaba, de asco o de dolor, Paddy no supo adivinarlo. Luego recogió la media pinta de cerveza para ver si un sorbo de aquello podía aliviarlo. No fue así.

– ¿Sabes lo que me apetece ahora? -Pete miró a Paddy y sólo a Paddy-. Me apetece un buen plato de cordero. -Dejó caer la cabeza y se sumergió en la cerveza.

Terry tuvo que darle unos golpecitos al codo y decir su nombre un par de veces para que le hiciera caso, y, entonces, le preguntó el nombre de la comisaría que llevaba el caso del asesinato de Heather. Pete les dijo que era la comisaría de Anderston y que se aseguraran de preguntar por David Patterson: Pete conoció a su padre. Paddy le sonrió agradecida, pero sin ninguna intención de preguntar por el policía de rostro rechoncho. No era posible que fuera el único que formaba parte del equipo de investigadores.

Cuando levantó la vista, advirtió que Pete la estaba mirando otra vez.

– Henry Naismith -le dijo- fue el primer marido de Tracy Dempsie.

– ¿Su marido? ¿Al que dejó por Alfred Dempsie?

Él se dejó caer en la silla y asintió, mirando su vaso de cerveza con ojos tristes:

– Eso mismo.

II

Las paredes del vestíbulo estaban revestidas con paneles de chapa barata y oscura, que contrastaba de manera estridente con el turquesa amarillento del falso mármol del suelo. La comisaría de Anderston tenía el doble de sillas que la que había visitado con McVie, con tres filas de cinco atornilladas al suelo.

La mesa del sargento estaba colocada en un podio tan alto que Paddy se asomaba hacia arriba como un niño en una tienda de chucherías. Un joven agente cansado y vestido de uniforme se sentaba en una silla de madera que crujía ruidosamente cada vez que el tipo se movía más de tres centímetros hacia cualquier lado. Era domingo, les informó, y no había nadie. Podrían hablar con alguien si estaban dispuestos a esperar, pero no sabía cuándo habría alguien disponible. Les sugirió que llamaran al día siguiente.

– Tenemos una información bastante importante sobre el asesinato de Heather Allen. Creemos que debemos contársela a alguien de inmediato -dijo Terry animado por la expectativa de que alguien importante le iba a escuchar.

El sargento de guardia puso una expresión desconfiada.

– ¿Heather Allen, ha dicho?

A Paddy le quedó claro que no sabía a quién se referían.

– Sí, Heather Allen -dijo Terry-. La chica que fue hallada en el río el fin de semana pasado, con la cabeza aplastada. Sabemos algo sobre el caso y tenemos que contárselo a alguien.

El sargento asintió. Su silla soltó un chirrido furioso mientras él les señalaba la pared del fondo.

– Vayan y esperen allí. Alguien les atenderá enseguida.

Cruzaron la sala hasta el primer grupo de sillas y se sentaron al tiempo que veían desaparecer al sargento por una puerta a su derecha.

Al cabo de dos minutos volvió a aparecer, con las cejas unidas por la sorpresa, y les hizo un gesto con un dedo para que se acercaran a él.

– Ahora mismo salen -dijo.

Esperaron diez minutos y, en ese tiempo, se fumaron un cigarrillo a medias. Terry estaba apagándolo en el suelo cuando detrás de la mesa del sargento se abrió una puerta. Patterson y McGovern aparecieron andando a trompicones, con expresión juguetona y traviesa, como si acabaran de pasarse un buen rato riendo. Al parecer, todos los caminos del caso Heather Allen pasaban por Patterson. Paddy se desanimó, y él tampoco se alegró de verla. Él se atrincheró y extendió una mano para evitar que McGovern se tomara la molestia de bajar de la tribuna; entonces le gritó:

– Ah, sí; ¿qué quieres?

Paddy se levantó. No quería ir hasta donde estaba él, quería que él se acercara.

– Me manda Pete McIltchie -dijo ella, tratando de dejarle claro que ella tampoco tenía ningunas ganas de verlo-. Necesito decirle a alguien algo sobre Heather.

Él no se le acercó pero se quedó muy tieso, mientras tocaba una marca que había en el pupitre de delante de él.

– ¿McIltchie?

– Me dijo que viniera a verlo.

– ¿Es información nueva?

– Sí. -Y pese a esta última revelación, él permaneció a diez metros, forzándola a hablarle por encima de las cabezas de Terry y del sargento. Ella decidió limitarse a gritar-. Alguien en Townhead me recogió en su vehículo, y encontré un pelo de Heather en una toalla. El tipo intentó atacarme.

Patterson le hizo un gesto hacia la mesa del despacho y, luego, volvió a mirar a McGovern. Si llegan a estar solos, si McGovern y el sargento y Terry no llegan a estar, Paddy estaba convencida de que la hubiera mandado a la mierda.

– Está bien -murmuró él-. Ven a una sala de interrogatorios.

McGovern siguió a Patterson desde detrás de la mesa, ambos bajaron para estar al nivel de Paddy, y le señalaron unas puertas laterales. Patterson la cogió con firmeza del brazo, como si ella necesitara que la convencieran. Terry trató de seguirlos pero McGovern le puso una mano firme en el pecho.

– No tardaremos.

Terry miró a Paddy con ganas de protegerla.

– Me gustaría estar con ella.

Patterson apretó los labios.

– No -dijo con firmeza.

A McGovern le brillaron los ojos de manera triunfante, complacido ante aquella pequeña victoria, y Paddy lo interpretó como un mal augurio.

Tras las puertas, el ancho pasillo estaba revestido con los mismos paneles de chapa de madera oscura que la sala de espera. El suelo turquesa estaba manchado con una veta amarillenta en el centro. Paddy percibió un olor de té y tostadas. El turno de domingo parecía ser un momento apacible, pero eso no se traducía en un sentimiento bondadoso hacia ella. Mientras caminaban pasillo abajo, frente a ella, los dos corpulentos policías casi se tocaban por los hombros. Ninguno de ellos quería mirarla.

Quince metros pasillo abajo, Patterson tocó diligentemente a una puerta, hizo una pausa y la abrió; luego echó un vistazo para comprobar que estaba vacía. Le hizo un gesto a Paddy con el dedo.

– Entra.

Paddy se metió en la sala, no muy convencida de que no fueran a encerrarla allí y marcharse. Oyó una voz por el pasillo que llamaba a Patterson, una voz baja que le pedía algo.

– Acaba de llegarme un contacto, señor. -La voz de Patterson parecía más alta que cuando hablaba con ella-. Se trata del asesinato de Heather Allen.

El hombre de pelo blanco que había competido con McGuigan para captar la atención de la redacción miró dentro de la sala. Iba vestido de fin de semana, pantalones azul marino y cazadora gris, pero tan rígido y formal como si fuera en uniforme.

– Hola -dijo ella.

El tipo le miró el abrigo acolchado, puso cara de desconfianza y luego se dirigió a Patterson.

– No tardéis mucho. Tengo trabajo para darte.

Patterson asintió, gozando con la desconfianza que le dedicaban a Paddy. La siguió al interior de la sala y se sentó a la mesa sin ofrecerle asiento a ella. Paddy se sentó igualmente. McGovern se sentó delante de ella y se encendió un cigarrillo.

– Dime -dijo reprimiendo una sonrisa-, ¿Por qué te presentas como Paddy Meehan?

Patterson, a su lado, esbozó una sonrisita.

– Porque es mi nombre.

– No, no es cierto -dijo McGovern-. Te llamas Patricia Meehan. Tú elegiste llamarte Paddy Meehan.

Siempre supo que su nombre levantaría comentarios, que la delataba como papista y la hacía distinta en el trabajo, pero no había anticipado que la policía lo considerara un motivo de reproche. Los dos hombres la miraron, estaban disfrutando por hacerla sentir tan incómoda.

– Siempre me han llamado así. ¿Por eso no les caigo bien? ¿Porque me llamo Paddy Meehan?

Fue una equivocación. Se había quedado con el culo al aire. Ahora le podían dedicar todo tipo de insultos: no nos gustas porque eres gorda, no nos gustas porque eres fea. Pero McGovern y Patterson ni siquiera se molestaron en aprovecharlo. Se rieron burlonamente de su error.

– He venido a contarles algo importante -dijo ella a media voz.

Patterson asintió con la cabeza.

– Dispara.

No sabía por dónde empezar, así que respetó el orden cronológico. Les habló de las paradas del furgón de víveres y del heladero, y de la toalla apestosa en el suelo del furgón y el pelo de Heather, y el hombre que había intentado cogerla de la oreja y que, posteriormente, la había esperado delante del trabajo. Se escuchaba hablar a sí misma y se daba cuenta de que todo parecía carente de sentido y circunstancial. McGovern le preguntó si la toalla seguía en el furgón y ella tuvo que admitir que la había cogido y que, luego, la había perdido por la calle. El recogió sus cigarrillos de encima de la mesa, metió el mechero dentro del paquete y se los puso en el bolsillo, preparado para marcharse. Ella se puso a hablar más rápido, dejando de lado el dato de que había dado el nombre de Heather a varias personas. Hasta que nombró a Henry Naismith no vio un destello de algo parecido al interés. Patterson la miró.

– ¿Naismith?

– Es el tipo que conduce el furgón de víveres. Fue el primer marido de Tarcy Dempsie. Podría haber matado a Thomas y luego al pequeño Brian.

– Él no mató al pequeño Brian; lo hizo tu primo.

– No es mi primo.

– Naismith no mató a Thomas Dempsie -dijo Patterson muy seguro.

– ¿Cómo puede estar tan seguro?

– Tenía una coartada. Estaba en una celda cuando el chico fue asesinado.

Cruzó la mirada con la de Paddy y cierto rubor asomó por sus mejillas. Conocía los detalles del caso tan bien como conocía los del caso Paddy Meehan.

– ¿Y cómo puede saberlo? -dijo ella a media voz.

McGovern salió en defensa de su compañero, añadiendo otro dato sin meditarlo demasiado:

– Resulta que su viejo trabajó en el caso.

– ¿En el caso Thomas Dempsie?

McGovern asintió con inocencia.

– Por eso conoce a Pete McIltchie. Su padre lo conocía de entonces.

Patterson se sonrojó un poco y asintió mirando a la mesa, apretó los labios y levantó las cejas.

– Naismith estaba entre rejas la noche en que el pequeño fue asesinado.

– ¿Lo habían arrestado?

– Era un matón. Era el cabecilla de una banda callejera que hizo mucho daño. Cuando el chico murió, se quedó destrozado. Al poco tiempo, empezó a interesarse por la religión y pasó por una profunda conversión.

– ¿Tiene un historial de violencia?

– Era un matón de barrio a finales de los sesenta y a principios de los setenta, pero ahora es un viejo agradable, no le haría daño a nadie.

– Pues a mí me intentó agredir.

Patterson sacudió la cabeza.

– Mira, sabemos que Naismith no ha matado a nadie.

– ¿Y Alfred Dempsie sí?

Era sólo una insinuación por implicación, pero, cuando vio la reacción, deseó no haber hablado abiertamente mal del padre de Patterson. El tipo apretó sus ojillos maliciosos, y el rubor de su rostro se intensificó.

– Tú no sabes nada de esto -dijo.

– Sé lo bastante.

McGovern los observaba con una sonrisa leve, sin saber muy bien qué estaba ocurriendo. Patterson deslizó las manos fuera de la mesa, pegó un golpe encima de ella y chasqueó la lengua.

– ¿Así que crees que Heather Allen estuvo en el furgón, pero te llevaste la prueba y la perdiste por la calle, y ahora estás convencida de que tiene algo que ver con el caso Thomas Dempsie? ¿Y qué vas a hacer con todo esto?

La miró con atención. Pensó que iba a escribir un artículo en el que pusiera en evidencia a su padre por haber enredado a Alfred Dempsie. A lo largo de los años, debía de haber repasado los detalles del caso cientos de veces y debía de tener claro que su padre le había tendido una trampa a Dempsie. Paddy podía ver la vergüenza brillar en sus ojos. Se sentía halagada y complacida de que no supiera que era una simple chica de los recados y que no tenía la suficiente credibilidad para hacerlo.

– Todavía no sé lo que voy a hacer.

De pronto, Patterson se levantó. Abrió la puerta de un manotazo, la dejó rebotar contra la pared mientras le arrancaba el abrigo del respaldo de la silla y se lo lanzaba a los brazos.

– Mire -dijo ella en un último intento-, lo del pelo y lo de que intentó atacarme me lo pude haber imaginado, lo sé, pero ayer, cuando volví al trabajo, me estaba esperando frente a la oficina. ¿Cómo podía saber dónde trabajo?

Patterson la sacó al pasillo, tirándole del brazo.

– Por desgracia, no podemos arrestar a nadie por el mero hecho de aparcar frente a tu trabajo. Lo ocurrido entre Naismith y tú fue sólo un malentendido. A lo mejor, te dejaste algo en su cabina y quiere devolvértelo, o algo así.

– Claro, seguramente esa es la razón por la que tiene pelos de Heather Allen en el furgón, ¿no?

Dejando atrás a McGovern, Patterson llevó a Paddy por la puerta a la sala de espera, actuando como si lo hubiera ofendido. Todavía aferrado a su brazo, tiró de ella de un extremo al otro de la sala y depositó su brazo en las tiernas manos de Terry.

– No se preocupe -le dijo a Terry-, al tipo en cuestión lo conocemos. Tendremos unas palabritas con él; le diremos que se largue y que no se acerque más ni a ella ni al periódico.

– ¡Oiga! ¡Hable conmigo, no con él!

Patterson se volvió con cara de asco.

– No deberías subir a los furgones de tipos a los que no conoces. Los viejos como Naismith tienen tendencia a interpretar mal las cosas y luego no podrías culpar a nadie más que a ti misma si lo hiciera.

Se volvió y se alejó; golpeó las puertas de la sala de espera con tanta fuerza que rebotaron sonoramente contra las paredes del pasillo. El sargento levantó una ceja divertido. Terry la miró.

– Supongo que no ha ido demasiado bien.

– Supones bien.

Una vez fuera de la comisaría subieron al coche y se quedaron mirando un rato por el parabrisas; Paddy, atónita, y Terry, paciente.

– El tío ese de la cara roja -dijo ella finalmente-, parece ser que su padre investigó el caso Thomas Dempsie. No hay ni la más remota posibilidad de que la policía vuelva a abrir el caso.

– ¿Y si hablamos con Farquarson?

– Terry -dijo volviéndose hacia él-, escúchame bien. No somos nadie. McGuigan y Farquarson no publicarán un artículo denunciando a la policía de Strathclyde porque nosotros lo decimos.

– No lo publicarán, ¿verdad?

– No publicarán una historia llena de especulaciones. Necesitamos pruebas irrefutables. Y, mientras tanto, nadie tiene el menor interés en registrar el furgón de Naismith. Esos muchachos van a cargar con la culpa.

– No podemos permitirlo.

– Lo sé. -Miró por la ventanilla, y siguió el rastro de un paquete de patatas fritas que volaba por la carretera-. Lo sé.

III

La planta editorial estaba siempre tranquila, pero la ausencia de puertas que se abrían o de movimiento por los pasillos daba al aire una pesadez especial. Paddy se mantuvo cerca de la pared, lejos de las ventanas, mientras se acercaba a la última puerta antes de llegar o las escaleras traseras. Sus dedos tocaban ya el pomo de la puerta cuando se le ocurrió que hasta los lavabos podían estar cerrados durante el fin de semana.

El pomo cedió, sintió un pequeño clic y la puerta del lavabo de chicas se abrió. Echó una última ojeada al pasillo y entró. No sabía si lo olía realmente o lo recordaba, pero la esencia del perfume Anaïs Anaïs de Heather se le metió en la garganta y tuvo que cerrar los ojos con fuerza y respirar profundamente antes de poder seguir avanzando.

Las limpiadoras habían pasado: habían lavado las picas, habían retirado las toallas usadas de la papelera de rejilla, y habían vuelto a colocar las papeleras de las compresas en la esquina del cubículo del fondo, cuya esquina todavía estaba hundida por el peso de Heather. Paddy se agachó y pasó el dedo por el agujero. Naismith iba a salir libre, mientras que Callum Ogilvy y el otro chico podían acabar encerrados durante años porque las limpiadoras habían pasado. Se volvió para irse y se vio reflejada en el espejo de cuerpo entero que había junto a la puerta. La barbilla le bajaba directamente sobre el pecho. Estaba engordando. Se volvió, se alejó del espejo, y su mirada aterrizó en el suelo; detrás del inodoro, un brillo perdido la hizo quedarse helada. Sonrió. Esa limpiadora era una vaga de remate. Había fregado el suelo sin barrerlo antes, y había dejado la mugre pegada a la pared, debajo de la cisterna, convencida de que nadie miraría allí abajo entre turno y turno.

Paddy se agachó un poco y sonrió. Pudo ver los mechones, apagados con motas de polvo pegados, pero ahí estaban: un pequeño revoltijo dorado de pelos de Heather Allen.

IV

Terry se sentó en su cama con la cabeza inclinada sobre el listín de teléfonos, recorrió la lista de nombres con el dedo mientras Paddy se apoyaba en la pared y lo observaba. Las sábanas estaban arrugadas por el centro desde la noche anterior. No quería sentarse a su lado, no quería acercarse a la cama ni tocar las sábanas. Con la luz del techo encendida, pudo ver que, en el centro, donde Terry dormía, se había formado una mancha ovalada y gris. Apenas podía creer que la noche antes había yacido ahí, y que su piel desnuda había tocado unas sábanas tan sucias, que sus manos se habían movido lentamente encima de él, mientras fingía placer. Buscó en su alma la vergüenza atroz que le habían advertido que debería sentir, pero no fue capaz de encontrarla. Cruzó los brazos, se abrazó y trató de no sonreír.

– Hay unos cuantos en Baillieston -dijo él-, tres en Cumbernauld.

– Debe de ser una familia.

– Debe de serlo. -Siguió los dedos con los ojos hasta la esquina inferior del listín y luego giró la página-. Aquí: H. Naismith.

Paddy se acercó rápidamente a él.

– ¿Hay uno ahí?

– Sí, H. Naismith, en Dykemuir Street.

Recordó la dirección de la tarjeta del funeral que habían mandado después de la muerte del padre de Callum Ogilvy.

– Es la calle de Callum Ogilvy -dijo Paddy-. Naismith vive en el maldito Barnhill.

V

De todas las casas de la calle, era la menos visible. La casa de Naismith era modesta y pulcra, con las cortinas limpias y bien colgadas. El breve jardín frontal se había pavimentado con losas rojas que se habían asentado de manera irregular sobre la arena de debajo, y los cantos asomaban por arriba o por abajo. Un cesto vacío de colgar plantas se mecía junto a la puerta principal con la suave regularidad de un metrónomo al viento del anochecer. El furgón de víveres estaba orgullosamente aparcado delante.

A veinte metros al otro lado de la carretera, en la pendiente de la colina, estaba la casa de los Ogilvy. Paddy, al mirar por la ventanilla de su lado cuando pasaron por delante, pudo ver que los hierbajos y el paso del tiempo estaban carcomiendo los ladrillos del murete del jardín, y el peso de la tierra los forzaba a combarse hacia el pavimento.

Barnhill no era el lugar de residencia predilecto de la gente motorizada. Terry había aparcado cerca de casa de los Ogilvy, pero su Volkswagen blanco seguía siendo el único coche de la calle aparte del furgón de víveres de Naismith. Llamaban muchísimo la atención.

– Mierda. Casi podríamos haberle anunciado por teléfono que veníamos.

– Ya -dijo Terry mientras miraba por el parabrisas a la calle desierta. Volvió a poner el motor en marcha y sacó el coche a la carretera, saliendo rápidamente como si se dirigieran a algún sitio concreto.

– ¿Qué te parece aquí? -dijo Paddy, al pasar frente al aparcamiento vacío de un pub que estaba dos calles más abajo.

Terry sacudió la cabeza.

– No es mucho mejor; aquí hay más testigos.

Pasaron por delante del local, y Paddy vio en la ventana a un hombre y a una mujer de espaldas, sentados muy juntos bajo la cálida luz ámbar, con las cabezas apoyadas la una contra la otra. Siguieron avanzando por una amplia carretera que salía en dirección a la circunvalación de Springburn. Junto a la carretera, había una franja de terreno baldío a oscuras, y cerca no había más que un edificio abandonado de apartamentos con las ventanas tapiadas y el pavimento que salía de él. Terry redujo la velocidad del coche y la miró inquisitivamente.

– No, se nos ve demasiado.

El aceleró, y volvió a alejarse.

– Pero, Terry, cuanto más nos alejemos del furgón, más tendremos que andar para volver hasta él. Correremos más riesgos de ser vistos.

– Sí, tienes razón. -Se acercó lentamente al lateral de la carretera y dibujó un círculo cerrado con el coche-. Vamos allá.

Bajó por la calle de Callum Ogilvy, aparcó el coche siete metros por detrás del furgón y apagó el motor. Se subió la cremallera de la cazadora de cuero y comprobó el botón de arriba dos veces para asegurarse de que estaba bien abrochado. Paddy lo observaba. Terry sudaba de nervios. Habían acordado previamente que aquella sería su misión, conscientes de que, si Naismith veía a Paddy, la atacaría; pero Terry estaba muy inquieto. Paddy no sabía si sería capaz de hacerlo.

– ¿Estamos seguros de lo que vamos a hacer? -dijo él con rapidez, como si tuviera miedo de dejar escapar el aire.

– Yo sí, ¿y tú?

Asintió con la cabeza mientras miraba por la ventana ansiosamente.

– Pero estaba encarcelado cuando Thomas Dempsie desapareció.

– Pudo habérselo llevado y haberlo escondido antes. Tracy Dempsie no sería la persona más fiable para confirmar los horarios. Dr. Pete dijo que, cuando la interrogaron, cambió las horas varias veces.

– Cierto. -Le hizo otro gesto hacia la ventana-. ¿Estás segura?

– Terry, mira dónde vive: conoce a Callum Ogilvy, Thomas Dempsie era el crío que su ex esposa había tenido con su nueva pareja, y su zona de reparto está en Townhead. Debía de ver al pequeño Brian cada día. Encaja todo a la perfección.

– Sí -dijo mientras seguía mirando a la calle con el ceño fruncido.

– Sólo intentamos que registren su furgón. Si no encuentran ninguna otra prueba, se librará.

– Se librará -asintió Terry-. Se librará.

– Pero encontrarán pruebas. Estoy segura de que lo harán. Encontrarán pruebas del asesinato del pequeño Wilcox y también del de Heather, estoy segura.

– Estás segura. -Asentía con la cabeza cada vez más rápido, y empezó a balancearse ligeramente sobre su asiento-. Estás segura.

Abrió la puerta de un manotazo y salió a la calle; caminó a grandes zancadas hacia el furgón con la cabeza agachada. Se quedó de pie en la carretera, con el furgón entre él y la puerta principal de la casa de Naismith, se subió al peldaño de borde cromado que daba acceso al lado del conductor y se equilibró con la barriga contra la puerta, apoyado sobre la cabina.

Paddy miraba fijamente al furgón, pero si no hubiera sabido que Terry estaba, no lo hubiera visto. El chico levantó un codo, y ella vio un destello de su destornillador cuando se lo sacaba del bolsillo. Terry bajó la ventana con la manivela, vació el contenido de la toalla de mano verde dentro de la cabina y se apartó de la cabina. Entonces volvió andando hacia ella, con los hombros todavía encogidos hasta las orejas y la vista fija en el suelo. Paddy le miró la cara y vio que sonreía.

VI

Se apretaba el auricular con fuerza al oído dubitativa. Terry la miraba desde el coche. Cuando estaba con él, estaba convencida de que hacían lo correcto, pero ahora que se encontraba sola en la cabina y marcando el número de la comisaría de Anderson, se preguntaba si la idea era sensata, porque quería presumir ante él, y fingir seguridad ante los hechos de la misma forma que había fingido en el encuentro sexual de la noche anterior en su cama. Sentía que el pulso le latía con fuerza en la garganta mientras le soltaba la historia al agente al otro lado del teléfono: había visto a Heather Allen aquel viernes noche subiendo a un furgón de víveres frente al Pancake Place de Union Street; no sabía de quién era el furgón pero era lila y viejo, y lo había visto repartiendo por Townhead. Cuando el agente le preguntó el nombre y la dirección, colgó el teléfono.

Mientras volvía al coche con aire resuelto, tenía la esperanza de parecer tan segura como Terry parecía cuando volvió del furgón de Naismith.

– ¿Ya está?

– Hecho -dijo mientras recuperaba el aliento-, punto y final.

Terry la acompañó hasta la primera franja de la estrella, y a ella no le importó si la veían con él. En los alrededores de la estrella, las luces de los salones se veían encendidos mientras las familias se acomodaban alrededor de los televisores después de Songs of Praise [8]. Terry sonrió ante la visión de las casitas y dijo que le gustaba.

– Pero todas las casas se miran las unas a las otras. ¿No se vigilan los vecinos entre ellos?

– Claro -dijo Paddy-. Todo el mundo lo sabe todo. Hasta los Prod saben quién ha faltado a misa. Gracias por acercarme a casa.

Se miraron el uno al otro, con una mirada directa y sincera, y a ella le decepcionó percibir un pequeño rictus de duda en su mentón.

– Lo que hemos hecho hoy está bien, Terry.

– Eso espero.

Estarían unidos para siempre por lo que habían hecho, y los dos lo sabían.

Paddy se bajó del coche, pesarosa de que su gordo culo fuera lo último en abandonar el campo de visión de él, y luego se inclinó para volver a mirarlo. Lo vio sentado en el asiento hundido, con su barriguita embutida en la camiseta, ella misma se mostraba reticente a abandonar su compañía. Si Pete pudiera ver lo que había entre ellos, otros lo podían también ver. A Sean le dolería hasta en los huesos.

– De todos modos, por la mañana sabremos algo. Te veo entonces. -Se apartó y cerró la puerta de golpe.

Le veía la cara mientras el coche giraba por la rotonda. Parecía asustado, pero, al pasar por su lado, le mostró los dientes con una sonrisa. Ella le despidió con la mano y se quedó mirando el óxido de la parte de atrás del coche hasta que se perdió de vista.

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