Capítulo 18

Chicas Killy y chicos de campo

1969

I

Meehan se pasaría los veinticinco años que le quedaban de vida revisando minuciosamente los detalles de la noche en la que no mató a Rachel Ross. Contaba la historia tan a menudo que ésta iba cambiando de significado: los nombres de las chicas se convertían en súplicas de comprensión; el tiempo, los lugares en los que los coches habían sido aparcados, las horas en las que las luces se habían encendido y apagado en el hotel: todo se convirtió en un mantra absurdo que volvía a entonarse cada vez que un nuevo periodista o abogado demostraba algún interés por el caso.

Por aquel entonces, la noche no parecía nada más que otro reconocimiento decepcionante, como miles de otras noches en la vida de un profesional del crimen.

Permanecieron tres horas en el aparcamiento del hotel, contemplaron a la gente entrar y salir del bar, se agacharon cada vez que aparecía algún hombre paseando a un perro, vigilaron y esperaron a que las luces se apagaran para poder controlar la vecina oficina de licencias de vehículos. James Griffiths estaba encogido dentro de su rígida chaqueta de conductor y no paraba de hablar de lo mismo.

– Robaré uno para ti -decía con su denso acento de Rochdale que enfatizaba el final de las frases, lo que las convertía en interrogativas-. Encantado, encantado. -Apagó su Woodbine en el cenicero. Hasta que James se apoderó del Triumph 2000 azul turquesa enfrente del hotel Royal Stewart de Gretna, el cenicero de aquel coche de cuatro años no se había utilizado nunca. Ahora desbordaba de colillas y de ceniza hojaldrada.

Meehan suspiró.

– No pienso llevármelos de vacaciones a Alemania del Este en un coche robado, por el amor de Dios. No llegaríamos demasiado lejos, porque los del Servicio Secreto me tienen vigilado.

– No te van a trincar -le dijo Griffiths con aire desenfadado-. A mí no me han trincado nunca. Llevo años en esto y nunca me han pillado.

– ¿Nunca te han pillado? -Meehan lo miró.

– Jamás -dijo Griffiths con una levísima incomodidad por la mentira descarada.

– Y, entonces, ¿qué hacías en mi celda de la isla de Wight? ¿De visita, tal vez?

– Claro. -Griffiths se rio, pero Meehan no lo imitó.

La primera vez que se vieron fue en la isla de Wight, donde Griffiths cumplía una condena de tres años por robo de vehículo. A veces Griffiths era medio bobo. Hacía y decía lo primero que le venía a la cabeza en cada momento; por eso, cuando estaba dentro, le atizaban tan a menudo con la correa. Paddy lo había visto sin camisa bastantes veces y su espalda parecía un confuso cruce de caminos.

Meehan necesitaba el coche para llevar a su familia de vacaciones a Alemania del Este. Él no deseaba realmente unas vacaciones; lo que quería en realidad era demostrar a sus hijos que sabía hablar alemán y ruso, que recibía un sueldo de un gobierno extranjero y que no era un vulgar matón de Glasgow. Antes de que se hicieran mucho más mayores, quería que tuvieran algunos buenos recuerdos de su padre. Se pasó el invierno anterior sentado junto a la cama de hospital de su propio padre mientras un cáncer lo devoraba, y, durante aquellas largas noches, no fue capaz de recordar ni un solo momento feliz a su lado, ni uno solo. No había ni un solo momento de los que pasó con su familia que no hubiera sido mejor sin la presencia de su padre. Meehan quería ser más que eso para sus hijos, y por eso no podía llevarlos en un coche robado. Estaba convencido de que los pillarían antes de llegar a Carlisle, de que los obligarían a parar a un lado de la autopista, y de que terminarían mandándolos a casa sin su padre. Ya podía verlos, heridos y humillados, mirándolo desde el asiento de atrás de un coche de policía.

– No sé qué es lo que te preocupa -dijo Griffiths-. He robado tantos coches aquí que he tenido que tirar muchos al mar por el acantilado porque no tenía dónde venderlos. Y algunos eran buenos, Jaguars y así, no mierdecillas. Robaré uno para ti.

Se estaba disculpando, Meehan lo sabía. A lo largo de los años, habían pasado mucho tiempo juntos, y conocía la manera de lamentarse de Griffiths. Se estaba disculpando porque el trabajillo de la placa de impuestos que había traído a Meehan hasta Stranraer no podría llevarse a cabo. A medida que las luces del hotel se iban apagando gradualmente, y que los clientes salían de uno en uno o de dos en dos, seguidos del personal, se hizo evidente que el foco en la azotea de la oficina de impuestos seguiría encendido. Y aunque se apagara, en el hotel había perros, y bastante fieros, a juzgar por sus ladridos. Así que permanecieron en el lado oscuro del aparcamiento, fumando y al acecho; Meehan, en silencio para ocultar su desánimo; Griffiths, por su parte, sin parar de hablar para disimular su vergüenza.

Entre la oficina de impuestos y el hotel, podían ver el Loch Ryan, y, más allá de las colinas, el mar líquido y oscuro. Grandes transbordadores en dirección a Belfast y la isla de Man cabeceaban sobre el suave vaivén del agua. Había unos cuantos camiones que ya habían aparcado ahí, y los camioneros dormían en sus cabinas a la espera del primer transbordador.

– A la mierda -exclamó Meehan mientras apagaba la colilla en el cenicero-, eso no tiene ningún sentido. Volvamos a Glasgow y desayunemos en el mercado de la carne.

El café de los carniceros abría a las cuatro de la madrugada. Sus fritangas tenían lonchas gruesas de beicon como filetes de cerdo, y vendían jarras de whisky barato. Griffiths dio otra calada a su cigarrillo y sacudió la cabeza mientras exhalaba un hilillo de humo. Habían compartido celda durante dos meses y eran capaces de leerse la respiración. Griffiths estaba enojado. Miró con una media sonrisa a Paddy que movía otra vez la cabeza, y accedió:

– Está bien, está bien. -Giró la llave, puso en marcha el motor, y dejó las luces apagadas mientras hacía marcha atrás para salir del oscuro rincón-. Vayamos a desayunar.

II

A ochenta kilómetros al norte de Stranraer, en el pequeño y rico suburbio de Ayr, Rachel y Abraham Ross se encontraban en el dormitorio de su chalet y se disponían a acostarse. Rachel, con un batín azul cielo, estaba sentada a un lado de su cama individual y miraba cómo su marido se quitaba el reloj. Una tos aislada y convulsiva la sacudió de pronto. La reprimió e hizo un ademán de quitarle importancia:

– No es nada.

– ¿Estás segura? -dijo Abraham mientras dejaba el reloj en su mesilla de noche.

Rachel dio unos golpecitos a su cima.

– Estoy bien, estoy bien -dijo-. El doctor Eardly dijo que persistiría durante un tiempo después de la operación, ¿no? Estoy bien.

Sonrió a su marido para tranquilizarlo, mostrando las encías rosadas. Habían pasado el último mes acostados en sus respectivas camas, escuchando la textura de la tos bronquítica de Rachel. Eso los había dejado agotados a los dos. La tos era tan violenta que le agrietó una de las costillas y tuvieron que operarla. El día anterior, Abraham se había dormido en su despacho del Alambra Bingo Hall y había soñado que Rachel expectoraba un río en su habitación. Ella había sido siempre la más fuerte de los dos, a pesar de que tenía cinco años más y era estéril; pero, en la mente de ambos, era la más fuerte.

Apartó las mantas de su cama y se quitó el batín; lo dobló por la mitad con cuidado y lo colocó a los pies de la cama.

– Buenas noches, cariño. -Se besó la palma de la mano y le tocó la mejilla con la punta de los dedos para evitar agacharse.

– Buenas noches, querida.

Él esperó a que estuviera bien arropada y, luego, tiró del cordón que tenía encima de la cabeza para apagar la luz. Un azul cálido inundó la habitación, interrumpido tan sólo por una mancha de luz amarillenta que venía del vestíbulo. Al unísono, se quitaron las gafas, las doblaron y las pusieron, unas al lado de las otras, sobre la mesilla. Rachel estaba recostada sobre unos almohadones, puesto que le aconsejaron dormir lo más vertical posible para permitir que el líquido que tenía en los pulmones se asentara en la parte de abajo y así ocupara menos superficie de los órganos. Dobló las manos delante de ella sobre la sábana.

– ¿Has tenido una noche agitada?

– Sí, una buena noche.

– ¿ Buenas ganancias?

– Seis mil, todo o nada.

– ¿Como el viernes pasado?

– Exacto, eso es -dijo, y ella le oía sonreír-, casi lo mismo.

Ella también sonrió y buscó su cama con la mano, pero, al no alcanzarla, dio unas palmaditas al aire.

– Bien hecho.

Volvieron a recostarse, escuchando las respiraciones del otro; la de Rachel carraspeaba de vez en cuando pero era homogénea, Abraham hacía respiraciones largas y profundas para dar ejemplo. Ahora dormían poco pero les gustaba estar en la cama, escuchándose el uno al otro, sin necesidad de hablar o de estar siempre haciendo cosas. Estuvieron cuarenta minutos acostados juntos en la suave penumbra azulada. Una vez, Rachel estiró el brazo y volvió a dar palmaditas al aire, impulsada por la ternura de algún recuerdo.

De pronto, un fuerte chasquido frente a la puerta del dormitorio le hizo volver la cabeza con fuerza a Rachel.

Los dos contemplaron cómo una sombra negra cruzaba la mancha de luz desde el vestíbulo y, de pronto, la puerta se abrió de un golpe, chocando contra la pared. Dos figuras, o tal vez tres, entraron corriendo. Una llevaba una manta levantada y se tiró encima de Abraham, tapando la cabeza del viejo con ella. El otro se subió a la cama de Abraham y se impulsó al otro lado de la habitación, en dirección a Rachel.

Agarró a la mujer por las dos muñecas, la arrancó de la cama y la arrastró al suelo hasta el fondo de la habitación; se arrodilló sobre la cicatriz de su operación y la hizo gritar de dolor. El hombre le apoyó todo su peso sobre el pecho. Retrajo el brazo por el codo y le dio un puñetazo en la mandíbula. La podía ver iluminada por la luz del vestíbulo, con la boca desdentada, el pelo lacio y el cuello nervudo. Le dio otro puñetazo, en la mejilla, en el cuello y, de nuevo, en la mandíbula.

Abraham oía a su mujer desde debajo de la manta y utilizó todos sus cincuenta y cinco kilos de peso para luchar contra el hombre que lo inmovilizaba. Oía la respiración entrecortada del hombre, notaba su asombro. Tenía los dedos fuertes de contar el dinero todas las noches y encontró el brazo del tipo, le clavó los dedos en el blando antebrazo, lo apretó con fuerza. El hombre gritó:

– ¡Sácame a ese hijo de puta de aquí, Pat!

Era de Glasgow, del sur, posiblemente de Gorbals, donde tanto Rachel como Abraham se habían criado.

De pronto, Rachel volvió a respirar con normalidad y Abraham dejó de luchar. No había logrado sacarse la manta de encima y permanecía inmóvil, aferrado al brazo del tipo, al tiempo que escuchaba atentamente, preguntándose qué era aquel ruido como un silbido. Una barra de hierro rompió el aire y se estrelló contra su espalda, sus piernas, sus brazos, su espalda de nuevo.

Se lo llevaron todo: el dinero, los cheques de viaje, las pocas joyas que había y el reloj de Rachel, arrancado de su brazo mientras ella estaba tendida en el suelo, sangrando y llorando. Cuando hubieron acabado, los ataron; Abraham estaba lleno de golpes y magulladuras bajo la manta, su esposa gimoteaba a su lado. Permaneció tumbado bajo la manta, tratando de recordar cosas de los hombres. Eran los dos de Glasgow, uno se llamaba Jim o Jimmy, y el otro, Pat; uno era alto y robusto, y el otro, flaco.

Los hombres decidieron no marcharse hasta el amanecer para no levantar sospechas. Se instalaron en el salón y se bebieron los restos de una botella de Glenmorangie de quince años que Abraham guardaba para las buenas ocasiones.

A solas en el dormitorio, Abraham trataba de desatarse pero no lo conseguía.

– No. -Rachel luchaba por mantenerse despierta-. Por favor, no te muevas. Nos volverán a pegar.

Así que Abraham se quedó quieto porque se lo pedía su esposa. Permaneció quieto y escuchaba su respiración seca que vibraba por todo aquel dormitorio que habían compartido durante treinta años.

Finalmente, una luz blanca y acuosa empezó a filtrarse a través de la manta.

– ¿Se está haciendo de día? -preguntó, pero Rachel no respondió.

Los hombres volvieron a aparecer en la habitación y se acercaron a ellos. Abraham se apartó un poco, pero no habían entrado a pegarle. Ataron más cuerdas a su alrededor, después apretaron las que ya los unían de antes. Se levantaron para salir cuando Rachel volvió a hablar:

– Por favor -dijo casi sin aliento-, llamen a una ambulancia. Por favor.

No le contestaron. Se acercaron a la puerta.

Ella volvió a decir:

– Por favor, mándenme una ambulancia…

– Cállese, cállese. Mandaremos una ambulancia, ¿vale?

Se oyó un portazo detrás de ellos y se marcharon.

III

Meehan y Griffiths estaban a las afueras de Kilmarnock, en la carretera desierta que llevaba a Glasgow. Cantaban canciones guarras sobre los distintos colores que puede tener el pelo del coño de una furcia, satisfechos ambos por no haberse arriesgado a atracar la oficina, cuando pasaron frente a una chica que lloraba, vestida con minifalda y unas botas blancas y brillantes.

– ¡Para! -gritó Meehan-. Reduce un poco.

Griffiths se incorporó de pronto, vigilando que no hubiera ningún coche de policía.

– ¿La has visto? -Meehan señaló detrás de ellos-. Allí atrás había una chica llorando.

Griffiths redujo la marcha y se detuvo a un lado, mirando por el retrovisor. Puso la marcha atrás y aceleró hacia ella.

Irene Burns no tenía piernas para llevar minifalda. Tenía pantorrillas de tío pero unos pechos grandes que, a ojos de Meehan y Griffith, la compensaban un poco. Había bebido pero sólo tenía dieciséis años y no estaba acostumbrada. Sollozaba tan fuerte que apenas era capaz de explicar lo que había ocurrido. Estaban haciendo autoestop con su amiga Isobel cuando dos hombres se ofrecieron para llevarlas a casa. Subieron a su coche, un Anglia blanco, y uno de ellos sacó media botella de whisky. Iban en el coche, e Isobel empezó a calentar a uno de ellos, pero a Irene no le gustaba el otro, no quería dejarse tocar por él, de modo que el tipo se encabronó, paró el coche a un lado de la carretera y la echó del vehículo. Ahora Isobel estaba sola en un coche con dos extraños, Irene estaba a quince kilómetros de casa, borracha por primera vez en su vida, y no sabía qué le iba a decir a la madre de Isobel.

Meehan se inclinó hacia la parte trasera del Triumph y abrió la puerta.

– Entra, bonita -dijo-. Si alguien puede alcanzar ese coche, es él.

Griffiths sonrió a la muchacha. Le faltaban bastantes dientes y eso la hizo reír un poco. Él la saludó con una voz muy tonta, imitando a un personaje de una serie. Irene subió al asiento de atrás, ya un poco calmada.

Antes de hacerse ladrón, Griffiths había sido piloto de carreras y era un conductor bastante bueno. A los cinco minutos, divisaron el Anglia blanco delante de ellos en la carretera. Iba lento, a unos cincuenta por hora, haciendo eses. Grilliths aminoró y se arrimó hasta colocarse a su lado. El otro conductor era un tipo joven, de pueblo, acicalado para salir de marcha. En el asiento trasero había una chica con un moño chafado que se besuqueaba con otro tipo.

– ¡Isobel! -gritó Irene-. ¡Es ella! Es ella con el tipo.

El conductor se volvió a mirarlos, y Meehan le hizo un gesto para que se detuviera al otro lado. Vio que el pueblerino vacilaba, miraba a la carretera y a su coche, tratando de adivinar quiénes eran y si tenía que obedecerlos. Irene bajó la ventanilla y le gritó a su amiga, pero Isobel ignoró el grito y siguió besando al tipo con entrega, mientras la mano de su nuevo compañero se perdía entre su pelo enmarañado. El pueblerino aflojó la marcha y paró el coche a un lado. Apenas Griffith hubo parado el Triumph delante de él, Irene dio un empujón a la puerta y salió corriendo; luego abrió la puerta del Anglia y arrancó a su amiga del asiento de atrás hasta la carretera. Isobel la apartó con un solo gesto de la mano. Era una chica grandota que no parecía que fuera a necesitar nunca que la salvaran. Bajo la minifalda, los panties le formaban un puente entre las rodillas.

En el Triumph, Meehan suspiró.

– ¿Tú que crees? Tal vez deberíamos dejarlos.

Los observaron un minuto más. Isobel se subió los pantis por la cintura. Irene volvía a llorar con fuerza; parecía estar sufriendo su propio drama, como si estuviera en una película totalmente distinta.

– Si son sólo unas niñas -dijo Meehan.

Griffiths esbozó una sonrisita de sátiro.

– Pero Isobel está encantada, ¿eh?

Meehan le devolvió una sonrisa torcida. Se aclaró la garganta y se alisó el pelo. Exagerando su balanceo de tipo duro, salió del Triumph y se acercó a la ventanilla del conductor, interponiéndose entre las chicas y el vehículo, y con la mano siempre en el bolsillo de la cazadora, como si llevara una navaja.

– Esas chicas son demasiado jóvenes para estar en la calle a estas horas. Las acompañaré a su casa.

Los pueblerinos se miraron entre ellos con gesto resignado.

Meehan se inclinó, llenando el espacio de la ventanilla.

– ¿Tenéis algo que decir?

Los tipos sacudieron la cabeza.

Meehan indicó con un gesto a las chicas que subieran al Triumph. Isobel eructó y se bajó el jersey mientras Irene, demasiado bebida como para darse cuenta del peligro que la acechaba, sollozaba y la arrastraba hacia el coche.

– Está bien, chicos -dijo Meehan, disfrutando de la situación, ya que se sentía como un policía fuera de servicio-. Marcha atrás y andando. -Dio una palmada al techo del coche-. ¡Circulen!

Lejos de cumplir sus promesas de menor de edad tentadora, Isobel se quedó dormida nada más entrar en el coche. Se quedó con las piernas gordas despatarradas por el asiento de atrás y se puso a roncar con fuerza. Irene se quedó sollozando por el temor y por el alcohol hasta que llegaron a casa de Isobel, y luego hasta su casa. Cuando lograba parar de llorar, les decía a Meehan y a Griffiths que eran buenas personas, increíblemente amables, y eso la hacía volver a llorar.

Cuando llegaron a la hilera de casas prefabricadas marrones y blancas a las afueras de Kilmarnock, el sol empezaba a asomar por el cielo y los lecheros ya estaban acabando su reparto. En el salón de Irene, las cortinas estaban abiertas y las luces encendidas.

– Mi madre estará desesperada -dijo mientras se frotaba los ojos hinchados e irritados-. Debe de estar llamando a la policía y todo eso.

Al mencionar a la policía, la hicieron salir del coche rápidamente. Griffiths hizo el camino de vuelta a Glasgow a toda velocidad. Se quedaron sin mercado de carne y sin desayuno y se separaron medio hartos el uno del otro, pero sabiendo que volverían a ser amigos después de una buena siesta y una buena comida.

IV

El señor y la señora Ross permanecieron en el suelo dos noches y dos días más. Oyeron a niños jugando en la calle y coches que circulaban junto a su casa. El teléfono sonó en el vestíbulo. Un par de vecinos que paseaban a sus perros bajo la ventana de su habitación se detuvieron a charlar un rato. Ellos permanecieron en el suelo hasta el lunes por la mañana a las diez, cuando la señora de la limpieza se presentó a trabajar como de costumbre y usó su propia llave para entrar.

Rachel Ross exhaló su último suspiro cuando la ambulancia se detenía cuidadosamente frente al hospital.

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