Eran las cuatro; el último resquicio de sol se posaba en el horizonte, con una luz amarillenta que se colaba por las ventanas sucias del piso de arriba. En las tres últimas filas de asientos, un grupo de adolescentes se pegaban patadas mientras algunas muchachas inseguras fumaban, sonreían y fingían no mirarlos.
Paddy estaba sola, y comía a escondidas de un envase de plástico. Los tres huevos duros fríos habían estado todo el día dentro de su bolso, en la calurosa oficina, y su textura era a ratos gomosa, a ratos como de arcilla seca. Para deshacerse de su regusto, sólo contaba con un pomelo cortado a cuartos. Se tomaría el café cuando volvieran de la capilla. La dieta había sido ensayada científicamente en América: tres huevos duros, pomelo y café solo tres veces al día provocaban una reacción química que realmente lograba quemar la grasa a un ritmo de tres kilos por semana, garantizado. Dentro de un mes, sería capaz de decirle a Terry Hewitt que se fuera a tomar viento de una vez. Se vio a ella misma con un nuevo corte de pelo (todavía no sabía cuál, pero seguro que mejor que el actual), de pie en el Press Bar, vestida con la falda verde de tubo de la talla 38 que con tanto optimismo se había comprado en Chelsea Girl.
– De hecho, Terry, ya no estoy gorda.
No era muy ocurrente. En esencia, le había dicho lo que quería, pero no sonaba muy real.
– ¿Sabes qué, Terry? Incluso diría que ahora tú estás más gordo que yo.
Ahora había estado mejor, pero seguía sin ser un comentario ingenioso. Si los periodistas le oían decir esto, sabrían que se preocupaba por su peso y jamás dejarían de molestarla.
– Terry, por tu cara, parece que lleves un cubo pegado a cada mejilla.
Su estrategia funcionaba; Paddy sonrió. Llevaría la minifalda verde, zapatos puntiagudos y un jersey negro de cuello alto, bien ajustado: un conjunto irresistible. Necesitaría estar realmente delgada para llevarlo. Ahora sólo llevaba faldas de tubo negras con leotardos de lana, y jerséis lo bastante gruesos como para disfrazar sus distintos bultos y protuberancias.
Paddy se consideraba gorda antes de oír el comentario de Terry Hewitt -de lo contrario, jamás habría aceptado someterse a la odiosa dieta de la clínica Mayo-, pero le dolía que su peso fuera lo único en lo que se hubiera fijado de ella. El Scottish Daily News era un público fresco y, sin necesidad de tener más de setenta parientes precediéndola, sentía que podía llegar a ser quien quisiera. No quería volver a ser la gordita lista en esta nueva encarnación.
Mientras se tomaba el último trozo de pomelo, volvió a tapar el envase de plástico, lo metió en su bolso y se advirtió a ella misma: cuando volvieran de la capilla habría mucha comida, pilas de bocadillos de queso, panecillos con salchichas picantes, tostadas de jamón con mantequilla. Sería mejor que evitara la proximidad física con todos ellos si quería ceñirse a su dieta. Tampoco debería acercarse a las rosquillas de azúcar o a las bolitas de coco, ni tampoco a las galletas de mermelada ni a los bizcochos o el pastel glaseado. Estaba salivando profusamente cuando una mano la agarró por el hombro.
Paddy se dio la vuelta para encontrarse cara a cara con una mujer que tenía el rostro como una gamuza seca.
– Ah, hola, señora Breslin. ¿Va al velatorio de la abuela Annie?
– Así es.
La señora Breslin trabajó con la madre de Paddy en la cooperativa de Rutherglen cuando ambas acabaron la escuela. Tenía siete hijos, cinco chicos y dos chicas, todos ellos considerados un poco peligrosos por el resto de chicos de la zona. Se rumoreaba que los chicos Breslin habían sido los responsables del incendio que quemó la cabina de las basuras del local del Ejército de Salvación.
La señora Breslin se encendió un cigarrillo con la colilla del anterior.
– Dios tenga en su gloria a la abuelita Annie.
– Sí -dijo Paddy-. Era una buena mujer, eso es verdad.
Evitaron mirarse a los ojos. La abuela Annie no había sido nunca amable, pero estaba muerta y no parecía correcto decir lo contrario. La señora Breslin asintió con la cabeza y también alabó su bondad.
– ¿Así que eres periodista, me han dicho?
– No exactamente-dijo Paddy, halagada por el error-. Hago recados en el Daily News; pero sí que me gustaría llegar a ser periodista algún día.
– Bueno, eres afortunada. Yo tengo a cuatro hijos que ya han acabado la escuela, y ninguno de ellos ha encontrado trabajo. ¿Cómo lo conseguiste? ¿Te recomendó alguien?
– No. Simplemente llamé y pregunté si necesitaban a alguien. Había redactado artículos para el periódico del colegio, y cosas así. Les di algunas cosas que había escrito.
La señora Breslin se le acercó un poco más, y su aliento, que apestaba a tabaco, asfixió a Paddy con más eficacia que un almohadón.
– ¿Necesitan a más gente, ahora? ¿No podrías recomendar a mi Donal?
Donal llevaba navaja y se tatuaba desde que tenía doce años.
– Ahora no contratan a nadie.
La señora Breslin apretó los ojos y se volvió un segundo.
– Está bien -dijo desdeñosa-. Ayúdame, que ya llegamos.
La señora Breslin estaba más gorda de lo que Paddy recordaba. Tenía la cara y los hombros engañosamente delgados, pero el culo extraordinariamente gordo: los hombros de su impermeable verde claro reposaban sobre los codos para que la prenda pudiera acomodarse a su forma. Paddy vigilaba la estrecha escalerilla mientras la señora Breslin rebotaba de un lado al otro, cuando el autobús doblaba la esquina, y se preguntó si ella misma podría llegar a ser tan gorda después de tener siete niños, o a vivir tan engañada sobre la verdadera naturaleza de sus hijos.
El autobús se detuvo en medio de la calle, y cortó el tráfico. Paddy ayudó a la señora Breslin a bajar de la estrecha escalerilla hasta la calle y la guió por en medio del tráfico detenido y entre los coches humeantes.
Todos los católicos del barrio vestían de negro y se habían congregado frente a la casa de la abuelita Annie. Bajaban de coches, aparecían andando por las esquinas, bajaban por la calle principal. El humo y los alientos helados se levantaban como el vapor que suelta el ganado, mientras el negro asfalto helado lanzaba destellos plateados a su alrededor.
Cincuenta metros más arriba de la calle, la señora Breslin vio a alguien que le fastidiaba todavía más que Paddy y se fue decidida a arruinarle el día.
Paddy, a la vez que se afanaba por buscar la coronilla aplanada de Sean con la mirada, saludaba con la mano a los primos al otro lado de la calle y, accidentalmente, se cruzó con la mirada a lo lejos de la señora McCarthy, una vecina muy emotiva que gritaba de alegría cada vez que la encontraba. La señora McCarthy había hecho una novena no solicitada de todo un mes para que Paddy obtuviera el puesto de trabajo en el Daily News y, en consecuencia, tenía la sensación de que podía reclamar algún derecho sobre ella, puesto que le había conseguido el trabajo con tanta eficacia. La señora McCarthy vociferó un «Gracias a Dios», y Paddy asintió fríamente, agradecida por la mano que se le tendía. Sean Ogilvy, un hombre alto y moreno, y cuyos hombros formaban un ángulo de noventa grados, se inclinó un poco y tomó la mano de Paddy entre las suyas.
– Maldita sea, me he encontrado a la plasta de la señora Breslin en el autobús, luego me ha visto la señora McCarthy y, anoche, me pilló Matt el Rata y tuve que soportar otra vez todo el rollo sobre Paddy Meehan.
– Antes te encantaba hablar del caso Paddy Meehan.
– Ya, pero ahora me aburre. -Le esquivó la mirada y miró a la gente de su alrededor, lo que le hizo advertir que buena parte de su familia política estaba allí-. Estoy harta de conocer a todo el mundo y de que todo el mundo me conozca a mí.
– ¿Y por qué ya no te interesa Paddy Meehan? Pensaba que querías intentar entrevistarle.
– Hay cosas que se superan, ¿sabes? -dijo, incómoda-. Ahora ya no me interesa.
– Lo que tú digas. -Le quitó uno de los guantes de lana rojos, se lo puso en el bolsillo del abrigo y deslizó la mano caliente por la suya, en un gesto de reconciliación-. Pensé que estarías interesada en conocerle después de saber tantas cosas de su historia y haberlo seguido desde hace tanto tiempo.
– Ahora es sólo un viejo gordo. -Chasqueó la lengua y desvió la mirada-. Se dedica a beber por la ciudad. Todos los vagos del trabajo le conocen. No puedo permitirme que me molesten con esto.
– Bueno, bueno, bueno -dijo Sean, al tiempo que le apretaba la mano con un gesto juguetón-, ahora no te me pongas borde.
Sonrieron ante el comentario jocoso y se quedaron de pie, apoyados hombro con hombro, mientras miraban a la gente y pensaban el uno en el otro. Paddy se sentía arropada cuando Sean estaba con ella. Se sentía de pronto más alta, más delgada y más graciosa porque él la quería y porque estaban prometidos.
Los trabajadores de la funeraria estaban sacando el ataúd de la casa. Entre los dolientes se hizo un silencio respetuoso. Los que estaban enfrascados en conversaciones demasiado apremiantes bajaron la voz. El jefe de los operarios se puso al frente de la comitiva, y el coche fúnebre inició su avance por la calle silenciosa, reuniendo a la gente tras su estela. El séquito estaba formado por el orden natural de familia, luego iban los amigos, seguidos de los vecinos y compañeros de parroquia; entre todos hacían un total de ciento cincuenta personas agrupadas detrás del coche. La madre y los hermanos de Sean iban adelante, pero él permaneció atrás, apretando fuerte la mano de Paddy. Ella vio cómo parpadeaba con fuerza y la punta de la nariz se le oscurecía a medida que se esforzaba por respirar. Con dieciocho años, Sean era tan alto como grave su voz; pero a veces, bajo toda su bravuconería, veía al chaval dulce que había conocido en el colegio, antes de que el estirón lo hubiera convertido en un hombre de metro ochenta y cinco, antes de que trabajar para Shug le hubiera desarrollado tanto los hombros.
El coche fúnebre dobló a la derecha, hacia Main Street, y la fila de dolientes se protegió, adoptaron posturas más firmes y colocaron a los niños en el centro del grupo. Ahora conversaban en voz más alta, como si estuvieran tratando de dar la impresión de que habían aumentado sus efectivos. Para una procesión católica, ése era un momento de tensión: el pastor Jack Glass daba discursos por toda la ciudad sobre la puta de Roma, y en Irlanda se producían enfrentamientos feroces. Una diputada republicana recibió un disparo en la puerta de su domicilio, delante de su hijo, y los presos de la Maze iniciaban su segunda huelga de hambre para exigir que se los reconociera como presos políticos. Se estaba organizando una manifestación escocesa a favor de estos hombres, y todo el mundo sabía que habría alborotos. Siempre que los ánimos se calentaban en los seis condados, Glasgow estaba al borde de la violencia. Dado que era la ciudad extranjera más próxima a Belfast, tan sólo a unos ciento setenta kilómetros al otro lado del mar de Irlanda, Glasgow era el lugar de exilio tradicional para los unionistas que habían perdido su puesto, pero con los que nadie podía acabar por ser demasiado beligerante. Bebían en los pubs de Dennistoun y organizaban rifas por la causa. Los bribones republicanos salían mejor parados y eran exilados a Estados Unidos.
El séquito descendió por un lado de Main Street, y los vehículos al otro lado disminuían la velocidad como muestra de respeto. Un par de conductores aceleraron, y cruzaron de un lado a otro de los carriles. Otro pasó sacando la cabeza por la ventanilla y gritó algo insultante y ofensivo sobre el Papa. Los peatones protestantes observaban en silencio desde la acera; algunos se saludaban mientras caminaban, otros parecían incómodos o burlones porque no entendían aquella tradición.
El coche fúnebre se detuvo frente a la moderna capilla amarilla de Saint Columbkill, y el ataúd de Annie fue transportado con cuidado a través de un patio de muros bajos; luego, por unas escaleras y a través de unas enormes puertas de madera amarillenta. La confiaban al abrigo de la capilla para pasar la noche, para protegerla de que el diablo le robara el alma antes de la celebración de la misa de funeral y de recibir sepultura por la mañana. Paddy reparó en la presencia de un grupo de cuatro chicas con las que había ido a la escuela primaria; estaban de pie en las escaleras, con las manos recogidas delante piadosamente, y con la mirada baja en señal de respeto. Sus dos hermanos, Marty y Gerald, aguardaban tras ellas; más allá, había una anciana vecina que estaba en el grupo de labores de su abuela Meehan.
– Dios mío, esto es como la maldita secuencia de un sueño -dijo, en voz baja-. Todas las personas a las que he conocido en mi vida están aquí congregadas.
Sean asintió:
– Sí, es agradable. -Suspiró y se puso más firme-. Vayamos donde vayamos en esta vida, éste siempre será nuestro lugar. -Le apretó la mano-. Ésta es nuestra gente.
Ella supo que tenía razón, no había escapatoria. Aunque viajara a dos mil kilómetros y no volviera nunca más, aquél seguiría siendo su sitio. Sean le tiró de la mano con delicadeza y la guió escaleras arriba hasta el oficio de difuntos.