Capítulo 13

El colmado Vaughan

1981

En casa de los Wilcox, estaban todas las luces encendidas y las cortinas abiertas. Paddy estaba en la acera de enfrente, su aliento se cristalizaba en nubes de vaho, y se preguntaba por qué había venido. No era periodista, ni tenía una razón legítima para estar allí. Era sólo una chica gorda y estúpida que tenía miedo de volver a casa y enfrentarse a su madre.

La fachada de la casa era un rectángulo gris con un gran ventanal en la planta baja, y la puerta principal de color marrón. Delante, había una pequeña parcela de jardín fangoso, con parches de césped en los extremos que los zapatos del bebé Brian no habían desgastado. El jardín estaba rodeado por una verja de tres tiras metálicas, pintadas de verde y desconchadas. El pequeño Brian podía haber saltado fácilmente por entre los barrotes y haberse alejado hacia la animada salida de la carretera que había cerca; cualquiera podía habérselo llevado.

Paddy había estado en el parque de los columpios y allí confirmó todo lo que le parecía haber visto hacía un par de noches. Estaba bien escondido dentro del complejo de viviendas y Callum no podía haberlo visto por casualidad. Y aunque hubiera sido así, tampoco habría querido jugar en él: era un parque de columpios para niños muy pequeños, con muy pocas atracciones para chavales más mayores.

Pensó en su casa y sintió una bola acida en la boca del estómago. Se dejó caer contra la farola. Si hubiera tenido dinero, se habría ido a pasar la velada al cine.

Al otro lado de la calle, vio un parpadeo de sombras en la ventana. Gina Wilcox estaba de pie en la esquina del salón. Se miraba las manos, y Paddy vio que sostenía una tela entre ellas y la acariciaba. Parecía una chica delgada y normal que limpiaba su casa, pero, incluso desde la distancia a la que se encontraba, Paddy podía ver que la mujer tenía los ojos tan rojos como un anochecer veraniego.

Gina se quedó quieta, tirando un momento de la tela. Tenía el pelo castaño y mojado, y cuando levantó la mano y se lo alisó, Paddy entendió el porqué. Debía de haberse pasado el día lavándoselo con distintos productos, para intentar quitarse de la cabeza la conciencia de que su bebé no iba a volver nunca más.

Un furgón anticuado azul marino, con letras blancas y violeta en los laterales, avanzaba lentamente hacia abajo detrás de ella. La adelantó y aparcó en el bordillo a cien metros de ella. La leyenda del lateral, pintada a mano, anunciaba que era un vendedor de víveres ambulante y que estaba conducido por Don Henry Naismith. La puerta trasera del furgón estaba cubierta por adhesivos de vivos colores de importadores de fruta y marcas de galletas. Pegado en la parte de arriba, desgastado por el viento y levantado por un lado, había un adhesivo en forma de tira con las palabras «AMIGO DE BlLLY GRAHAM».

Con el silencio de la noche, pudo oír el suave crujido del freno de mano y, luego, el rumor de la interpretación de las tres primeras estrofas de Dixie, que salía de una pequeña caja musical, por un pequeño altavoz en el capó. Dentro del furgón, había alguien que se movía, y lo agitaba; y la luz de dentro titiló insegura. Se abrió la puerta y Paddy vio a un hombre que daba un paso hacia la calle. Dentro, la luz encontró su tono y se iluminó mientras el hombre se incorporaba. Era delgado, con patillas pronunciadas y un pequeño tupé canoso. Algunos clientes lo persiguieron, y lo arrinconaron en las escalerillas. Sacó un estante de madera de dentro del furgón y montó un mostrador que se interponía entre él y el mundo exterior.

Se organizó una cola ordenada alrededor del peldaño, un grupo de cinco mujeres y un hombre. Las mujeres se saludaban las unas a las otras e intercambiaban bromas, e ignoraban al hombre, quien fingía contar las monedas que llevaba en la mano. Paddy sabía que las escalerillas del furgón eran terreno femenino, de la misma manera que el pub era terreno masculino. En la cola, se hacían amistades, se intercambiaban cotilleos y se organizaba el cuidado recíproco de los niños.

Ella permaneció atrás y aguardó mientras compraban pan y botellas de cristal de zumos refrescantes; algunas pedían detergente en polvo; otras iban a por la bandejita de dulces que el tipo ofrecía como si fuera un mostrador de Tiffany's. Esperó a que la cola se dispersara antes de acercarse.

El furgón olía a jabón y a dulces. El vendedor llevaba un delantal mugriento de colmadero con surcos amarillos alrededor de los bolsillos. Le cruzaba el cuello la cicatriz roja de una cuchillada antigua, y su piel estaba blanda y arrugada en los bordes de la raya brillante.

Él le sonrió expectante.

– ¿En qué puedo ayudarte?

– Un paquete de Refreshers, por favor.

Él estiró el brazo hacia la derecha, tan seguro de su mercancía como para no necesitar mirar los estantes, y puso el paquete reluciente de caramelos ácidos sobre el mostrador.

– Bien, señorita. ¿Le hace ilusión algo más? ¿Una barra de pan? ¿Una botella de gaseosa? -Señaló la hilera de botellas de refrescos de cristal y le hizo un guiño.

Ella sonrió ante su falso acento americano.

– Disculpe, ¿puedo preguntarle algo? Esos chicos que fueron arrestados por… -no sabía cómo decirlo- por hacerle daño al pequeño Brian ¿conocían a alguien del barrio?

Él sacó el cambio del bolsillo del cinturón y apretó los labios.

– Esos asquerosos pequeños cabrones. Yo los metería en la cárcel de mujeres; ¡ellas sabrían darles su merecido!

A Paddy no le pareció muy buena idea. Frunció el ceño, y él se dio cuenta.

– No -se corrigió él- tiene razón, tiene razón. Hay que saber perdonar.

– Sí, bien cierto -dijo ella con torpeza, tratando de avanzar en la conversación-. En fin, ¿estaban visitando a alguien del barrio?

– He oído que estaban en el parque de los columpios.

– Sí, eso es lo que he oído también; pero me extrañaba porque está un poco escondido. ¿No podría ser que estuvieran visitando a alguien?

Él tipo del furgón se encogió de hombros.

– No lo sé. Si hubieran estado en alguna casa, alguien lo sabría. Aquí todo el mundo lo ve todo. ¿Por qué lo pregunta?

– No sé. -Recogió el cambio del mostrador-. Simplemente me lo preguntaba. Parece extraño, ¿me entiende?

Él pareció desconfiar:

– Usted no vive aquí, ¿no? ¿Qué está haciendo, aquí?

– Soy periodista del Daily News -dijo con orgullo, y, al instante, recordó la advertencia de Farquarson-. Me llamo Heather Allen.

– ¿Ah, sí? -La miró de arriba abajo-. ¿Periodista, eh? Le digo una cosa, ¿podría ser el carrito de los helados? Tal vez estuvieran por aquí y oyeron pasar el carrito. Para siempre frente al jardín de los pequeños.

– ¿De veras? -Se alegraba de que no le hubiera hecho más preguntas sobre su profesión.

La apartó hacia el pavimento y levantó su mostrador plegable para luego seguirla escalerilla abajo e indicarle:

– Allí. -Miraba más allá de la casa de Gina Wilcox-. ¿Ve el pequeño callejón?

Al principio, Paddy no lo veía. Tuvo que apretar los ojos para ver a través de la espesa oscuridad la doble barandilla que había al final del jardín de Gina. Había un callejón que empezaba allí.

– Ese callejón lleva directo a la carretera principal. El carrito de los helados se para justo ahí. -Le señaló la acera al otro lado de la carretera de casa de Gina-. Se para allí, pasadas las doce de cada día, y luego a las tres y media. -La miró-. Justo a esa hora desapareció el hombrecito.

Paddy asintió:

– Sí, pasadas las doce, eso es. Aunque no sé si esos chicos tendrían dinero para el carrito.

– Sí, bueno, Hughie tiene un platito con monedas para los crios más pobres-. Ella se preguntaba cómo sabía tanto del tema, y él le notó la expresión intrigada-. Caímos en la cuenta -explicó él-. El platito de monedas, de entrada, fue idea mía. Él hace sus rondas antes que yo, así que se lleva todos los clientes. Es un cabronazo.

Ella le señaló el tupé.

– ¿Fue usted un teddy boy [4]?

– Yo soy un teddy boy -respondió, indignado-. No dejas de ser lo que eres simplemente porque pasa de moda.

Ella le miró los pies y sólo entonces advirtió que llevaba pantalones pitillo y zapatos de crepé.

– Dios mío, es usted muy fiel a su estilo.

– ¿Por qué no iba a serlo? Dígame una cosa: ¿Quién es capaz de igualar a Elvis, hoy en día? ¿Hay alguien capaz de cantar como Carl Perkins? ¡Nadie!

Paddy sonrió ante su energía repentina.

– ¿Cuál es su canción preferida de Frankie Vaughan?

Ella se encogió de hombros.

– No conozco ninguna.

Él tipo se quedó decepcionado. Había sido una pregunta de prueba, y ella se dio cuenta.

– ¿No sabes ninguna de Frankie Vaughan? ¿Ni siquiera Mr. Moonlight? Los jóvenes de hoy día, no sé… ¿No sabes lo que hizo por esta ciudad?

– Sí, lo sé, eso lo sé. -El cantante melódico Frankie Vaughan se había quedado tan impresionado con el nivel de violencia cuando actuó en Glasgow en los años cincuenta, que se reunió con los líderes de bandas para convencerlos de que depusieran las armas. Se convirtió en un icono de la paz, pero ahora era recordado principalmente por aquellos que al principio habían provocado los enfrentamientos.

– Vosotros, los jóvenes, no tenéis ni idea de música. Apuesto a que eres una de esas punkis.

Paddy se rió.

– El punk fue hace cien años.

– Música de drogadictos, eso es lo que es. Frankie debería volver a ponerlos en su sitio. -Simuló un pequeño paso de claqué, con una mano levantada, y un pie estirado, y se rieron juntos en medio de la suave oscuridad. Paddy deseó no tener que regresar a casa nunca más.

El hombre del furgón se despidió de ella con la mano y cerró el portón trasero. Se alejó calle arriba y la dejó allí sola.

Anduvo carretera arriba, mientras masticaba los espumosos Refreshers, y miró al callejón. Tras las casas y el pequeño jardín trasero, pudo ver las luces amarillas de la carretera principal y la parada del autobús de Barnhill. Los chicos podían haber bajado allí tranquilamente y haber ido caminando hasta el furgón de los helados. No había leído correctamente la estrategia en absoluto. Estaba perdiendo el tiempo.

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