– Mi propósito al invitarte este fin de semana a Yorkshire es informarte con todo detalle de la decisión que he tomado respecto a ti en mi testamento.
Mi padre estaba sentado detrás de su escritorio, en tanto yo me había acomodado en una butaca de piel frente a él, la que mi madre siempre había utilizado. Le observé mientras introducía con gran cuidado un poco de tabaco en la cazoleta de su pipa de brezo, y me pregunté qué iba a decir. Tardó bastante en volverme a mirar de nuevo.
– He decidido legar todas mis propiedades a Daniel Trumper -anunció.
Me quedé tan estupefacta ante sus palabras que tardé algunos segundos en poder hablar.
– Pero, padre, ahora que Guy ha muerto, Nigel es el legítimo heredero.
– Daniel habría sido el legítimo heredero si tu hijo se hubiera comportado como un caballero. Guy tenía que haber regresado de la India para contraer matrimonio con la señorita Salmon en cuanto recibió la noticia de que estaba embarazada.
– Pero Trumper es el padre de Daniel -protesté yo-. Siempre lo ha admitido. La partida de nacimiento…
– Nunca lo ha negado, lo admito, pero no me tomes por idiota, Ethel. La partida de nacimiento sólo demuestra que, al contrario que mi nieto, Charlie Trumper posee cierto sentido de la responsabilidad. En cualquier caso, aquellos de nosotros que vimos a Guy en sus años de formación y hemos seguido también los progresos de Daniel no podemos albergar dudas sobre la auténtica relación entre los dos hombres.
Yo no estaba segura de haber escuchado bien las palabras de mi padre.
– ¿Quieres decir que has visto a Daniel Trumper?
– Oh, sí -replicó, cogiendo una caja de cerillas que había sobre el escritorio-. Procuré visitar San Pablo en dos ocasiones diferentes. Una, cuando el chico tocaba en un concierto. Le estuve observando de cerca durante dos horas… Era bastante bueno, de hecho. Y la segunda vez, un año después, el Día de los Fundadores, en que recibió el galardón de matemáticas Newton. Le observé durante toda la tarde, mientras acompañaba a sus padres en una recepción que tenía lugar en el jardín del rector. Te aseguro que no sólo se parece a Guy, sino que ha heredado algunos gestos de su padre.
– Nigel, en cualquier caso, merece ser tratado por igual -insinué, intentando pensar en algo que hiciera cambiar de opinión a mi padre.
– Nigel no es su igual y nunca lo será -replicó mi padre, encendiendo una cerilla antes de proceder a las interminables chupadas con las que atacaba siempre la pipa en los primeros instantes-. No nos engañemos, Ethel. Ambos sabemos desde hace tiempo que el chico no se merece ni un puesto en la junta directiva de «Hardcastle's» ni, mucho menos, ser considerado mi sucesor natural.
Mientras mi padre lanzaba bocanadas de humo, clavé la vista en el cuadro de Stubbs que colgaba en la pared detrás de él, y traté de ordenar mis ideas.
– Estoy seguro de que no habrás olvidado, querida, que Nigel ni siquiera logró aprobar en Sandhurst, pues, al parecer, exige cierto esfuerzo actualmente. También me han informado hace poco de que conserva su empleo actual en Kitcat & Aitken porque hiciste creer al socio mayoritario que, en su momento, administrarían la cartera de «Hardcastle's». Te doy mi palabra de que no será así. -Puntuaba cada afirmación con una bocanada de humo.
Me sentía incapaz de mirarle a la cara. En lugar de ello, mis ojos vagaban del cuadro situado detrás de él a las interminables hileras de libros que había ido coleccionando a lo largo de su vida. Todas las primeras ediciones de Dickens, Henry James, un autor moderno al que admiraba, e incontables Blakes de todas clases, desde valiosas cartas escritas de su puño y letra hasta ediciones conmemorativas.
– Como no existe ningún miembro de la familia que pueda reemplazarme al frente de la firma -continuó-, he llegado de mala gana a la conclusión de que, ahora que la guerra es cada día más probable, debo reconsiderar el futuro de «Hardcastle's».
– ¿Vas a permitir que el negocio caiga en manos extrañas? -pregunté, incrédula-. Tu padre se…
– Mi padre habría hecho lo más pertinente para todos los interesados, y no cabe duda de que los parientes expectantes ocuparían los últimos lugares en su lista de prioridades -. Su pipa se negó a continuar encendida, de modo que una segunda cerilla entró en acción. Dio algunas chupadas más y una expresión satisfecha inundó su rostro. Prosiguió hablando-. Me siento en el consejo de administración de Harrogate Haulage y el banco de Yorkshire desde hace varios años, y también en la de John Brown Engineering, donde me parece que he encontrado por fin a mi sucesor. El hijo de sir John tal vez no sea un presidente de la empresa muy inspirado, pero es competente y, sobre todo, es de Yorkshire. De cualquier forma, he llegado a la conclusión de que una fusión con esa empresa será lo mejor para todos.
Intentaba asimilar todo cuanto decía, pero todavía no era capaz de mirarle a la cara.
– Me han hecho una generosa oferta por mis acciones -añadió-, que con el tiempo os proporcionarán a ti y a Amy unos ingresos más que suficientes para cubrir todas vuestras necesidades cuando yo ya no esté.
– Pero, padre, las dos confiamos en que vivirás muchos años más.
– Es inútil que pierdas el tiempo, Ethel, en tratar de camelar a un viejo que presiente su cercana muerte. Es posible que sea anciano, pero senil todavía no.
– Padre -volví a protestar pero él se limitó a chupar su pipa, demostrando un total desinterés hacia mis opiniones, así que jugué otra baza.
– ¿Significa eso que Nigel no recibirá nada?
– Nigel recibirá lo que yo considere justo y adecuado, dadas las circunstancias.
– Creo que no te entiendo bien, padre.
– En ese caso, te lo explicaré. Le he dejado cinco mil libras, con las cuales podrá hacer lo que le dé la gana cuando yo me muera.
– Hizo una pausa, como si dudara en añadir algo más-. Te he ahorrado, al menos, una vergüenza. Aunque Daniel Trumper herede todos mis bienes después de tu fallecimiento, no tendrá noticia de su buena suerte hasta el día en que cumpla treinta años, cuando tú tengas bastantes más de setenta y, tal vez, te hayas acostumbrado a vivir con mi decisión.
Doce años más, pensé, mientras una lágrima caía de mi ojo y resbalaba sobre mi mejilla.
– No te molestes en llorar, Ethel, o en ponerte histérica, o en discutirme. -Lanzó una larga bocanada de humo-. He tomado mi decisión, y nada de lo que hagas o digas logrará cambiarla.
Su pipa echaba humo como un tren expreso cuando sale de la estación. Saqué un pañuelo de mi bolso, con la esperanza de que me diera tiempo para pensar.
– Y si se te pasa por la cabeza intentar revocar el testamento más adelante, sobre la base de que estoy loco -le miré horrorizada-, de lo cual eres muy capaz, debo decirte que mi testamento definitivo ha sido redactado por el señor Harrison, y actuaron como testigos un juez retirado, un ministro del gabinete y, lo más importante, un especialista en enfermedades mentales de Sheffield.
Iba a protestar cuando sonó un golpe suave en la puerta y Amy entró en la habitación.
– Lamento interrumpirte, papá, pero ¿quieres que sirva el té en la sala de estar o prefieres tomarlo aquí?
Mi padre sonrió a su hija mayor.
– La sala de estar me parece muy bien, querida -dijo, en un tono mucho más cariñoso que el que solía adoptar conmigo. Se levantó con movimientos inseguros, vació la pipa en el cenicero más cercano y, sin más palabras, siguió a mi hermana hasta salir de la habitación.
Apenas dije nada durante el té, intentando pensar en las implicaciones de lo que mi padre me había revelado. Amy, por su parte, parloteaba alegremente sobre el efecto de la reciente falta de lluvia sobre las petunias del macizo de flores situado bajo la habitación de mi padre.
– No les llega el sol a todas horas del día -nos confió en tono preocupado, mientras su gato saltaba sobre el sofá y se acomodaba en su regazo. El maldito animal, cuyo nombre nunca era capaz de recordar, siempre me había crispado los nervios, pero nunca lo admití abiertamente porque sabía que, después de Amy, la persona que quería más al bicho era mi padre. Amy se puso a acariciarlo, ignorante de la tensión causada por la conversación que acababa de tener lugar en el estudio.
Aquella noche me retiré pronto a la cama, pero no pude dormir, pensando en lo que iba a hacer. Confieso que no había esperado nada sustancial del testamento para Amy o para mí, ya que ambas teníamos más de sesenta años y no precisábamos grandes ingresos suplementarios. Sin embargo, siempre había dado por sentado que heredaríamos la casa y las propiedades, mientras que la empresa quedaría en manos de Guy y, tras su muerte, en las de Nigel.
Por la mañana había llegado a la reacia conclusión de que poco podía hacer contra la decisión de mi padre. Si el testamento había sido redactado por el señor Harrison, su abogado y amigo desde hacía mucho tiempo, ni siquiera F. E. Smith sería capaz de descubrir un fallo. Empecé a comprender que mi única esperanza de que Nigel recibiera la herencia que le correspondía por derecho consistía en involucrar al mismísimo Daniel Trumper.
Al fin y al cabo, mi padre no viviría eternamente.
Se puso a chasquear los nudillos de la mano derecha uno a uno.
– ¿Dónde se encuentra en este momento? -pregunté, mirando al hombre a quien había pagado miles de libras desde nuestro primer encuentro, veintipico años antes. Aún seguía acudiendo a nuestra entrevista semanal en el St. Agnes con la misma chaqueta de tweed marrón y la chillona corbata amarilla, aunque, por lo visto, había adquirido recientemente una o dos camisas nuevas. Nos sentábamos en el rincón más oscuro de la sala. Dejó sobre la mesa su whisky, sacó un paquete envuelto en papel marrón de debajo de su silla y me lo tendió.
– ¿Cuánto tuvo que pagar para recuperarlo?
– Cincuenta libras.
– Le dije que no le ofreciera más de veinte libras sin consultarme.
– Lo sé, pero en aquel momento había un comerciante del West End metiendo las narices en la tienda. No podía correr el riesgo, ¿verdad?
No creí ni por un momento que le hubiera costado cincuenta libras. Sin embargo, acepté que él intuía la importancia del cuadro para mis futuros planes.
– ¿Quiere que le entregue a la policía el cuadro desaparecido? -me preguntó-. Podría insinuar algo que tal vez…
– Por supuesto que no -contesté sin vacilar-. La policía es demasiado discreta en estos asuntos. Además, lo que tengo en mente para el señor Trumper será mucho más humillante que una entrevista privada en la intimidad de Scotland Yard.
El señor Harris se reclinó en la vieja butaca de cuero y empezó a chasquear los nudillos de su mano izquierda.
– ¿Alguna información más?
– Daniel Trumper ha tomado posesión de su plaza de profesor en el colegio Trinity. Se le puede encontrar en la escalera B, aula siete.
– Eso ya constaba en su último informe.
Ambos dejamos de hablar cuando un huésped de avanzada edad cogió una revista de una mesa próxima.
– También sale mucho con una chica llamada Marjorie Carpenter. Estudia tercer año de matemáticas en el colegio Girton.
– ¿Eso es cierto? Bien, si continúa en serio comuníquemelo al instante y abra un expediente sobre la chica -. Paseé la mirada por la sala para asegurarme de que nadie escuchaba nuestra conversación. Aparté la vista y descubrí que Harris me miraba con cierta intensidad.
– ¿Le preocupa algo? -pregunté, sirviéndome otra taza de té.
– Bien, para ser sincero con usted, señora Trentham, sí. Creo que ha llegado el momento de solicitarle un pequeño aumento en mi tarifa por horas. Después de todo, se espera de mí que guarde muchos secretos… -vaciló un momento-…secretos que podrían.,.
– ¿Podrían qué?
– Ser de incalculable valor para otras partes igualmente interesadas.
– Me está amenazando, señor Harris?
– Desde luego que no, señora Trentham, sólo que,…
– Se lo diré una vez y no volveré a repetirlo, señor Harris, Si alguna vez le cuenta a alguien lo que nos llevamos entre manos, no va a preocuparse por la tarifa, sino por la cantidad de tiempo que pasará en la cárcel. Porque yo también guardo un expediente sobre usted, y sospecho que alguno de sus antiguos colegas podrían estar interesados en leerlo; en especial, lo de haber empeñado un cuadro robado y de disponer de un chaquetón del Ejército. ¿Me he expresado con claridad?
Harris no replicó; se limitó a chasquear de nuevo los dedos uno por uno.
Algunas semanas más tarde estalló la guerra, y me enteré de que Daniel Trumper había eludido ser llamado a filas. Por lo visto, servía tras un escritorio de Brechtley Park y no era probable que experimentara la ira del enemigo, a menos que una bomba le cayera en la cabeza.
Los alemanes consiguieron dejar caer una bomba, justo en medio de mis pisos, destruyéndolos por completo. Mi cólera inicial ante este desastre en cuanto vi el caos que había provocado en Chelsea Terrace se desvaneció al ver, durante varios días, la obra de los alemanes desde el otro lado de la calle.
A las pocas semanas le tocó al «Mosquetero» y a la verdulería de Trumper experimentar la fuerza de la Luftwaffe. El único resultado de este segundo bombardeo fue que Trumper se alistara en los Fusileros a la semana siguiente. Por más deseos que albergara de ver a Daniel derribado por una bala perdida, necesitaba que Charlie Trumper continuara con vida; yo había planeado para él una ejecución pública.
No fue preciso que Harris me informara sobre el nuevo cargo de Trumper en el ministerio de Alimentación, porque todos los periódicos nacionales lo airearon. Sin embargo, no intenté aprovecharme de su prolongada ausencia, pues razoné que carecía de sentido adquirir más propiedades en Chelsea Terrace mientras la guerra continuara y Trumper siguiera perdiendo dinero.
Entonces, cuando estaba menos preparada, mi padre murió de un ataque al corazón. Lo dejé todo enseguida y me dirigí a Yorkshire para supervisar los preparativos del entierro.
Dos días después conduje a los miembros de la comitiva fúnebre al funeral, que se celebró en la iglesia parroquial de Watherby. Como cabeza de familia oficial ocupé el extremo izquierdo del banco delantero, con Gerald y Nigel a mi derecha. A la ceremonia asistieron la familia, los amigos y los socios del negocio, incluyendo al solemne señor Harrison, con el cual logré evitar toda conversación. Amy, sentada en la fila anterior a la mía, se mostró tan afligida durante el sermón del archidiácono que no habría logrado reponerse en todo el día si yo no hubiera estado a su lado para consolarla.
Acabada la ceremonia, decidí quedarme unos días en Yorkshire, mientras Gerald y Nigel volvían a Londres. Amy se pasó casi todo el tiempo en su habitación, y eso me permitió examinar la casa de arriba abajo y comprobar si podía rescatar algo de valor antes de regresar a Ashurst. Al fin y al cabo, ambas íbamos a compartir la propiedad.
Encontré las joyas de mi madre, que nadie había tocado desde su muerte, y el Stubbs que aún colgaba en el estudio de mi padre. Me llevé las joyas del dormitorio de mi padre y Amy accedió, mientras tomábamos una cena ligera en su cuarto, a que el cuadro colgara en Ashurst en lo sucesivo. El único objeto de valor que quedaba era la magnífica biblioteca de mi padre. Sin embargo, ya había forjado planes para la colección, que no comportaba la venta de un sólo libro.
A primeros de mes se desplazó a Londres para visitar las oficinas de Harrison, Dickens & Cobb, a fin de que la informaran oficialmente sobre el contenido del testamento.
El señor Harrison pareció lamentar que Amy se hubiera sentido incapaz de hacer el viaje, pero aceptó el hecho de que mi hermana aún no se hubiera recuperado lo suficiente de la conmoción sufrida por la muerte de mi padre. Varios parientes, la mayoría de los cuales sólo veía en bautizos, bodas y funerales, se hallaban sentados con aire esperanzado. Yo sabía exactamente lo que les aguardaba.
El señor Harrison ejecutó durante una hora lo que me pareció una ceremonia bastante sencilla, aunque, para ser justa, consiguió con notable destreza no revelar el nombre de Daniel Trumper cuando explicó lo que iba a ocurrir con las propiedades. Mi mente se distrajo mientras informaba a los parientes lejanos de las inesperadas mil libras que les habían tocado en suerte, y sólo volvió al presente cuando la voz monótona del señor Harrison pronunció mi nombre.
– Tanto la señora de Gerald Trentham como la señorita Amy Hardcastle recibirán durante el resto de su vida una parte igual de los ingresos derivados del consorcio -. El abogado hizo una pausa para volver una página y posó las palmas de las manos sobre el escritorio-, Lego la casa, la finca de Yorkshire con todo lo que contiene y veinte mil libras -continuó- a mi hija mayor, la señorita Amy Hardcastle.
– Buenas noches, señor Sneedles.
El viejo bibliófilo se quedó tan sorprendido de que la mujer conociera su nombre que, por un momento, permaneció inmóvil, mirándola.
Por fin, se precipitó a saludar a la mujer, inclinándose ante ella. Al fin y al cabo, era el primer cliente que tenía en una semana, sin contar al doctor Halcomber, el rector jubilado que se pasaba horas curioseando en la tienda, pero que no había comprado un libro desde 1937.
– Buenos días, señora. ¿Busca algún volumen en particular? -Miró a la dama, que vestía un traje largo de encaje y un gran sombrero de ala ancha, con un velo que imposibilitaba ver su rostro.
– No, señor Sneddles -dijo la señora Trentham-. No he venido a comprar ningún libro, sino a recabar sus servicios -. Contempló al encorvado anciano, ataviado con chaqueta de lana, abrigo y mitones. La señora Trentham supuso que llevaba tal indumentaria porque ya no podía pagarse la calefacción de la tienda. Aunque su espalda parecía adoptar un perpetuo semicírculo y su cabeza sobresalía del abrigo como la de una tortuga, sus ojos brillaban de inteligencia y su mente aparentaba conservar toda su lucidez y agudeza.
– ¿Mis servicios, señora? -repitió el anciano.
– Sí. He heredado una inmensa biblioteca que debe ser catalogada y valorada. Me han hablado muy bien de usted.
– Es muy amable por su parte, señora.
La señora Trentham se sintió muy tranquilizada cuando el señor Sneddles no le preguntó quién le había recomendado.
– ¿Me permite preguntarle dónde se halla esta biblioteca?
– Algunos kilómetros al este de Harrogate. Enseguida comprobará que se trata de una colección extraordinaria. Mi difunto padre, sir Raymond Hardcastle, de quien sin duda habrá oído hablar, dedicó una gran parte de su vida a reuniría.
– ¿Harrogate? -preguntó Sneddles, como si ella hubiera dicho Bangkok.
– Pagaré todos sus gastos, desde luego, independientemente del tiempo que tarde.
– Pero eso significaría tener que cerrar la tienda -murmuró el hombre, como hablando para sí.
– Le compensaré por sus pérdidas, naturalmente.
El señor Sneddles sacó un libro del contador y examinó el lomo.
– Temo que es imposible, señora, absolutamente imposible…
– Mi padre se especializó en William Blake. Comprobará que consiguió adquirir todas las primeras ediciones; algunas están como nuevas. Incluso logró obtener un original manuscrito de…
Amy Hardcastle se fue a la cama antes de que su hermana regresara a Yorkshire aquella noche.
– Últimamente está muy cansada -explicó el ama de llaves.
A la señora Trentham no le quedó otro remedio que cenar a solas y retirarse a su alcoba, pocos minutos después de las diez. Nada había cambiado: la vista de los valles de Yorkshire, las nubes negras, el cuadro de York Minster que colgaba sobre la cama con marco de nogal. Durmió bastante bien y bajó a las ocho de la mañana. La cocinera le explicó que la señorita Amy aún no se había levantado, así que desayunó sola.
Una vez que recogieron la mesa, la señora Trentham se sentó en la sala de estar y leyó el Yorkshire Post, mientras esperaba a que su hermana apareciera. El gato entró una hora después, y la señora Trentham lo ahuyentó con un extravagante movimiento de su brazo. El reloj de péndulo del vestíbulo ya había dado las once cuando Amy entró por fin en la sala. Caminó lentamente hacia su hermana con la ayuda de un bastón.
– Me sabe muy mal no haberte recibido anoche, Ethel -empezó-, Creo que la artritis me la está jugando de nuevo.
La señora Trentham no se molestó en responder, pero observó los pasos vacilantes de su hermana, incapaz de creer en el cambio producido en menos de tres meses.
Aunque Amy siempre había parecido débil, ahora era frágil. Y si antes hablaba en voz baja, ahora resultaba inaudible. Su palidez había virado a un tono grisáceo, y sus arrugas eran tan pronunciadas que aparentaba muchos más años de los sesenta y nueve que en realidad tenía.
Amy se sentó en la silla situada junto a su hermana y respiró pesadamente durante varios segundos, como para dejar bien claro que desplazarse desde el dormitorio hasta la sala de estar había constituido una especie de proeza.
– Has sido muy amable al abandonar a tu familia y venirte a Yorkshire conmigo -dijo Amy, mientras el gato saltaba sobre su regazo -. Debo confesar que desde la muerte de papá estoy como perdida.
– Es muy comprensible, querida -sonrió la señora Trentham-, pero consideré mi deber estar contigo…, tanto como un placer, por supuesto. En cualquier caso, padre me advirtió que esto podía ocurrir después de su fallecimiento. Me dio instrucciones específicas para obrar en tales circunstancias.
– Me alegra mucho saberlo -. El rostro de Amy se iluminó por primera vez-, Dime lo que papá había pensado, por favor.
– Padre se empeño en que vendieras la casa lo antes posible y vinieras a vivir con Gerald y conmigo en Ashurst…
– Oh, nunca se me ocurriría causarte tal molestia, Ethel.
– …o bien mudarte a uno de esos agradables hotelitos de la costa, dedicados especialmente a parejas jubiladas y solteros. Pensaba que, de esta forma, podrías hacer nuevas amistades y volver a disfrutar de la vida. Yo preferiría que te reunieras con nosotros en Buckingham, pero con las bombas…
– Nunca me habló de vender la casa -murmuró Amy, angustiada-. De hecho, me suplicó…
– Lo sé, querida, pero sabía muy bien cuánto te afectaría su muerte y me pidió que te diera la noticia con delicadeza. Recordarás, sin duda, la larga entrevista que mantuvimos en su estudio la última vez que vine a Yorkshire.
Amy asintió, pero la expresión de perplejidad no abandonó su rostro.
– Recuerdo cada palabra que dijo -prosiguió la señora Trentham-. Haré cuanto esté en mi poder para que sus deseos se respeten, naturalmente.
– Pero yo no sabría por dónde empezar o cómo.
– No hace falta que pienses más querida. -Palmeó el brazo de su hermana-. Para eso estoy aquí.
– ¿Y qué pasará con los criados y mi querido Garibaldi? -preguntó Amy con nerviosismo, mirando al gato-. Padre nunca me perdonaría que los tratara de cualquier manera.
– No puedo estar más de acuerdo. Sin embargo, pensó en todo como siempre, y me dio instrucciones explícitas sobre lo que debía hacerse con toda la servidumbre.
– Papá era muy considerado. Aun así, no estoy muy segura…
La señora Trentham todavía tardó dos días en convencer a Amy de que sus planes para el futuro redundarían en beneficio de todos y, además, sólo se limitaba a cumplir la voluntad de su padre.
Desde aquel momento, sólo bajaba por las tardes a dar un breve paseo por el jardín y cuidar de las petunias. Siempre que la señora Trentham se encontraba con su hermana, le rogaba que no se agotara.
Tres días después, Amy renunció a su paseo de las tardes. El lunes siguiente, la señora Trentham anunció a la servidumbre que tenía una semana para marcharse, a excepción de la cocinera, que se quedaría hasta que la señorita Amy se trasladara a otro sitio. Aquella misma tarde buscó un agente de bienes raíces y puso en venta la casa y el terreno de treinta y cinco hectáreas.
La señora Trentham se entrevistó el martes con el señor Althwaite, un abogado de Harrogate. Durante una de las raras apariciones de Amy, le explicó que no había sido necesario molestar al señor Harrison. Al fin y al cabo, estaba segura de que cualquier problema relativo a la propiedad lo llevaría mejor un hombre del lugar.
Tres semanas más tarde, la señora Trentham logró trasladar a su hermana, junto con sus escasas pertenencias, a un hotelito residencial que dominaba la costa este, a pocos kilómetros al norte de Scarborough. Coincidió con el propietario en que era lamentable no aceptar animales domésticos, pero estaba segura de que su hermana lo comprendería. La orden final de la señora Trentham consistió en que enviaran las facturas mensuales a Coutts & Cía, en el Strand, que las abonarían de inmediato.
Antes de despedirse de su hermana, la señora Trentham le hizo firmar tres documentos.
– Así ya no tendrás que preocuparte por nada, querida -explicó cariñosamente la señora Trentham.
Amy firmó los tres papeles colocados frente a ella sin molestarse en leerlos. La señora Trentham se apoderó enseguida de los tres documentos redactados por el abogado de la localidad y los guardó en su bolso.
– Hasta pronto -se despidió de su hermana, y besó a Amy en la mejilla. Pocos minutos después emprendió el viaje de regreso a Ashurst.
La campanilla situada sobre la puerta sonó ruidosamente en el polvoriento silencio cuando la señora Trentham entró en la tienda. Al principio no percibió el menor movimiento, hasta que el señor Sneddles salió de la pequeña habitación de atrás, con tres libros bajo el brazo.
– Buenos días, señora Trentham -dijo-. Ha sido muy amable al responder a mi nota con tanta rapidez. Consideré necesario hablar con usted, pues ha surgido un problema.
– ¿Un problema? -. La señora Trentham retiró el velo que ocultaba su rostro.
– Sí. Como ya sabrá, casi he terminado mi trabajo en Yorkshire. Lamento haber tardado tanto, señora, pero creo que he sido muy indulgente con mi tiempo, porque…
La señora Trentham indicó con un ademán que no estaba disgustada.
– Y temo que, a pesar de solicitar los buenos servicios del doctor Halcombe para que me ayudara, y teniendo en cuenta el tiempo que ocupa ir y venir de Yorkshire, es posible que aún nos lleve a los dos varias semanas más catalogar y valorar una colección tan excelente…, sin olvidar que su difunto padre empleó toda su vida en reuniría.
– No hay problema -le aseguró la señora Trentham-. No tengo prisa. Tómese su tiempo, señor Sneddles, y llámeme cuando haya terminado el trabajo.
El anticuario sonrió ante la idea de poder continuar la catalogación.
Acompañó a la señora Trentham a la puerta y la abrió para que saliera. Nadie que les viera pensaría que tenían la misma edad. La mujer miró en ambas direcciones de Chelsea Terrace y ocultó el rostro con el velo.
El señor Sneddles cerró la puerta y se frotó los mitones; luego, volvió a su habitación para reunirse con el doctor Halcombe.
Cada vez le molestaba más que un cliente entrara en la tienda.
– Después de treinta años, no tengo la menor intención de cambiar de corredores de bolsa -dijo con firmeza Gerald Trentham, antes de servirse el segundo café.
– ¿No te das cuenta, querido, del impulso que daría a Nigel conseguir que pasaras tu cuenta a su empresa?
– ¿Y el golpe que supondría para David Cartwright y Vickers da Costa perder un cliente al que han servido con tanta honradez durante cien años? No, Ethel, ya es hora de que Nigel haga su trabajo sucio sin delegarlo en nadie. Maldita sea, cumplirá cuarenta dentro de unos meses.
– No se me ocurre un regalo de cumpleaños mejor -insinuó su esposa, untando con mantequilla una segunda tostada.
– No, Ethel. Te repito que no.
– ¿No ves que una de las responsabilidades de Nigel es conseguir nuevos clientes para la firma? Es muy importante en este momento, porque, ahora que ha terminado la guerra, no tardarán en hacerle socio.
El mayor Trentham no intentó disimular su incredulidad ante esta noticia.
– Si ése es el caso, será mejor que utilice sus propios contactos, en especial los que hizo en el colegio y en Sandhurst. Supongo que no pretenderá seguir apoyándose en los amigos de su padre.
– Eres injusto, Gerald. Si no puede confiar en los de su sangre, ¿cómo va a esperar que le ayuden los extraños?
– ¿Que le ayuden? Esto es el colmo -. Gerald fue alzando la voz a cada palabra-. Eso es exactamente lo que has hecho desde el día que nació; quizá sea ése el motivo que le impide andar por su propio pie.
– Gerald -dijo la señora Trentham, sacándose un pañuelo de la manga-, jamás pensé…
– En cualquier caso -replicó el mayor, intentando recobrar la serenidad -, mi cartera no es tan importante como todo eso. Como tú y el señor Attlee sabéis bien, todo nuestro capital está invertido en tierras, y así ha sido durante generaciones.
– No es la cantidad lo que importa -le increpó la señora Trentham -, sino el ejemplo.
– Estoy totalmente de acuerdo contigo -dijo Gerald. Dobló la servilleta, se levantó de la mesa y salió del comedor antes de que su esposa pudiera pronunciar una palabra más.
La señora Trentham cogió el periódico y recorrió con el dedo la lista de cumpleaños de celebridades. Su dedo tembloroso se detuvo a llegar a las «tes».
Según Max Harris, Daniel Trumper se embarcó en el Queen Mary con rumbo a Estados Unidos, el segundo verano después del armisticio. Sin embargo, el detective privado fue incapaz de responder a la siguiente pregunta de la señora Trentham: ¿por qué? Lo único que Harris le pudo asegurar es que el colegio esperaba el regreso del joven profesor a principios del nuevo curso.
Durante las semanas que Daniel estuvo en Estados Unidos, la señora Trentham pasó gran cantidad de tiempo reunida con sus abogados en Lincoln's Field Inn, preparando la solicitud de construcción.
Ya había contratado a tres arquitectos, todos recién titulados. Les ordenó que preparasen los planos para un bloque de pisos que se construiría en Chelsea. El ganador se haría cargo del proyecto, en tanto los otros dos recibirían cien libras cada uno de compensación. Los tres aceptaron sus condiciones, muy complacidos.
Unas doce semanas después los tres presentaron sus trabajos, pero sólo uno aportó lo que la señora Trentham buscaba.
En opinión del socio mayoritario del bufete, la propuesta del más joven de los tres, Justin Talbot, lograría que la central eléctrica de Battersea se pareciera al palacio de Versalles. Sin embargo, la señora Trentham no admitió al abogado que en su decisión había influido el hecho de que el tío del señor Talbot era miembro del Comité Urbanístico del Consejo Municipal de Londres.
Aunque el tío de Talbot la apoyara, la señora Trentham aún no veía claro que la mayoría del Comité votara a favor de un proyecto tan insultante. Recordaba a un búnker, y hasta el propio Hitler lo hubiera rechazado. No obstante, los abogados sugirieron que hiciera constar en la solicitud, como principal propósito, que el nuevo edificio se destinaría a viviendas de bajo coste, para ayudar a estudiantes y a hombres solteros en situación de desempleo, necesitados de alojamiento temporal. En segundo lugar, cualquier ingreso derivado de los pisos sería destinado a una organización de caridad, para ayudar a familias que padecieran el mismo problema. Por último, llamaría la atención del Comité sobre el detalle de haber buscado jóvenes talentos, merecedores de una oportunidad para trabajar de arquitectos.
La señora Trentham no supo si alegrarse u horrorizarse cuando el Consejo Municipal de Londres le aseguró la aprobación. Tras largas deliberaciones que ocuparon varias semanas, insistieron en que introdujeran pequeñas modificaciones en los planos del joven Talbot. Ordenó de inmediato a su arquitecto que despejaran el solar bombardeado, para empezar a construir sin más demora.
La petición que sir Charles Trumper presentó al CML para erigir unos nuevos grandes almacenes en Chelsea Terrace recibió una considerable publicidad a nivel nacional, en su mayor parte favorable. Sin embargo, la señora Trentham observó que, en varios artículos escritos a propósito del nuevo edificio, se mencionaba a un tal Martin Rutheford, que se autodenominaba Presidente de la Federación por la Salvaguardia de las Pequeñas Tiendas, una organización que se oponía al proyecto de «Trumper's». El señor Rutheford afirmaba que, a la larga, perjudicaría a los pequeños comercios; su medio de vida se encontraba en peligro. Continuaba haciendo hincapié en la injusticia de que ninguno de los comerciantes del barrio podía enfrentarse a un hombre tan poderoso y rico como sir Charles Trumper.
– Oh, sí, ya lo creo que pueden -dijo la señora Trentham, durante el desayuno de aquella mañana.
– ¿Pueden qué?
– No tiene importancia -tranquilizó a su marido, pero por la tarde proporcionó al señor Harris los medios económicos necesarios para que el señor Rutheford presentara una objeción oficial al proyecto de Trumper. La señora Trentham también accedió a sufragar todos los gastos que el señor Rutheford efectuara para la consecución de su objetivo.
Siguió en la prensa diaria los resultados logrados por el señor Rutheford. Confesó a Harris que no le importaría pagar al hombre una recompensa adicional por los servicios que le prestaba, pero, como casi todos los activistas, sólo estaba interesado en la causa.
En cuanto los bulldozers penetraron en el solar de la señora Trentham y los trabajos de «Trumper's» se paralizaron, la mujer volvió su atención a Daniel y al problema de su herencia.
Sus abogados le confirmaron que no existía forma de revocar el testamento, a menos que Daniel Trumper renunciara voluntariamente a todos sus derechos. Incluso le entregaron un borrador de las frases que debería firmar en tal circunstancia, y dejaron a la señora Trentham la ingente tarea de lograr que firmara el documento.
A la señora Trentham no le cabía en la cabeza que Daniel y ella llegaran a encontrarse alguna vez, pero, por si acaso, guardó el borrador en el cajón inferior de su escritorio.
– Me alegro de volver a verla, señora -dijo el señor Sneddles-. No encuentro excusas para mi tardanza en finalizar su encargo. Le cobraré únicamente la cantidad que acordamos en nuestra primera entrevista, por supuesto.
El librero no pudo distinguir la expresión de la señora Trentham, pues no se había quitado el velo. Siguió al hombre, dejando atrás interminables estanterías de libros cubiertos de polvo, hasta llegar a la pequeña habitación de atrás. Allí fue presentada al doctor Halcombe que, como el señor Sneddles, llevaba un grueso sobretodo. Declinó tomar asiento cuando observó que la silla estaba cubierta por una fina capa de polvo.
El viejo señaló con orgullo las ocho cajas que descansaban sobre su escritorio. Tardó casi una hora en explicarle, con ocasionales intervenciones del doctor Halcombe, cómo habían catalogado toda la biblioteca de su difunto padre, primero por orden alfabético de autores, después por temas y, finalmente, por títulos. En la esquina inferior izquierda de cada ficha habían añadido el valor aproximado de cada uno.
La señora Trentham demostró una sorprendente paciencia con el señor Sneddles, haciendo de vez en cuando preguntas cuya respuesta la tenía sin cuidado, pero consciente de que daría pie al hombre para entregarse a largas y complicadas explicaciones sobre cómo había empleado su tiempo en los últimos cinco años.
– Ha llevado a cabo un trabajo notabilísimo, señor Sneddles -dijo, tras echar un vistazo a la última ficha, «Zola, Emile (1840-1902)»-. No podía pedir más.
– Es usted muy amable, señora -dijo el viejo, haciendo una reverencia- pero siempre he demostrado un auténtico interés por este tema. Su padre no pudo encontrar a nadie más adecuado para hacerse cargo del trabajo de su vida.
– Convinimos unos honorarios de cincuenta guineas, si no recuerdo mal -dijo la señora Trentham, sacando un cheque del bolso y entregándolo al librero.
– Gracias, señora -contestó el señor Sneddles. Cogió el cheque y lo puso distraído, en un cenicero. Se abstuvo de añadir «Le habría pagado con gusto el doble por el privilegio de efectuar este trabajo».
– Veo que ha valorado toda la colección por una cantidad ligeramente inferior a cinco mil libras -dijo la señora Trentham, examinando con atención los papeles que acompañaban a las cajas.
– En efecto, señora. Debo advertirla, sin embargo de que he sido un poco conservador. Algunos de estos volúmenes son tan peculiares que cuesta calcular el precio que obtendrían en el mercado.
– ¿Significa eso que estaría dispuesto a ofrecerme esa cantidad por la biblioteca si yo quisiera venderla? -preguntó la señora Trentham, mirándole sin pestañear.
– Nada me proporcionaría mayor placer, señora, pero temo que no puedo permitírmelo.
– ¿Cómo reaccionaría usted si le encargara la responsabilidad de su venta? -insistió la señora Trentham sin apartar la vista del anciano.
– Lo consideraría un enorme privilegio, señora, pero quizás tardaría meses, o tal vez años, en coronar la empresa.
– Es posible que podamos llegar a un acuerdo, señor Sneddles.
– ¿Algún acuerdo? No estoy seguro de entenderla bien, señora.
– ¿Qué le parecería una sociedad, señor Sneddles?
La señora Trentham dio su aprobación a la novia elegida por Nigel, pero porque había sido ella la primera en seleccionarla.
Verónica Berry poseía todos los atributos que su futura suegra consideraba necesarios para convertirse en un Trentham. Era de buena familia; su padre era un vicealmirante que aún no había pasado a la reserva, y su madre, la bija de un obispo sufragáneo. Vivían bien sin ser ricos y, sobre todo, de sus tres hijas, Verónica era la mayor.
La boda se celebró en la iglesia parroquial de Kimmeridge, en Dorset, donde Verónica había sido bautizada por el vicario, confirmada por el obispo sufragáneo y, ahora, casada por el obispo de Bath y Wells. La ceremonia fue espléndida, pero sin exagerar, y «los niños», como la señora Trentham les llamaba, pasarían la luna de miel en la finca de Aberdeen, antes de regresar a la casa de Cadogan Place que ella les había elegido. Era lo más conveniente para Chester Square explicaba cuando se lo preguntaban.
Todos los treinta y un socios de Kitcat & Aitken, los corredores de bolsa para quienes trabajaba Nigel, fueron invitados al banquete nupcial, pero sólo cinco aceptaron la amable invitación.
Durante la recepción, que tuvo lugar en el jardín que rodeaba la casa del vicealmirante, la señora Trentham se propuso hablar con todos los socios presentes. Para su consternación, ninguno fue muy optimista sobre el futuro de Nigel.
La señora Trentham confiaba en que su hijo se convertiría en socio de la firma antes de cumplir los cuarenta y cinco años, pues todo el mundo sabía que varios hombres más jóvenes habían visto sus nombres impresos en el ángulo superior izquierdo del papel de carta a pesar de haber ingresado en la firma después que su hijo.
Poco antes de que empezaran los discursos, la lluvia obligó a los invitados a refugiarse bajo la marquesina. La señora Trentham lamentó que el discurso del novio fuera recibido con bastante frialdad. No obstante, decidió que era bastante difícil aplaudir mientras se sujetaba una copa de champagne en una mano y un emparedado de espárragos en la otra. A decir verdad, el padrino de boda de Nigel, Hugh Folland, no lo había hecho mucho mejor.
La señora Trentham localizó a Miles Renshaw, el socio mayoritario, después de los discursos. Le confesó en un aparte que tenía la intención de invertir una cantidad considerable de dinero en una empresa que se iba a convertir en pública. Por lo tanto, necesitaría que la aconsejara respecto a lo que ella describió como su estrategia a largo plazo.
Tal información no produjo ninguna respuesta concreta del caballero en cuestión, pues éste todavía recordaba las promesas de la mujer sobre la cartera de «Hardcastle», una vez que su padre muriera. Pese a todo, el señor Renshaw sugirió que se pasara por las oficinas de la City y le comunicara los detalles de la transacción en cuanto el delicado documento oficial hubiera sido redactado.
La señora Trentham dio las gracias al señor Renshaw y continuó atendiendo a los congregados, como si fuera ella la anfitriona.
No se dio cuenta de que Verónica manifestó en diversas ocasiones su desaprobación.
Fue el último viernes de setiembre de 1947 cuando Gibson llamó a la puerta de la sala de estar, entró y anunció:
– El capitán Daniel Trentham.
Cuando la señora Trentham vio al joven vestido con el uniforme de capitán de los Fusileros Reales, sus piernas le fallaron. El joven avanzó y se detuvo en el centro de la alfombra. La mente de la señora Trentham rememoró de inmediato la entrevista que había tenido lugar en la misma habitación veinticinco años antes. Consiguió recorrer unos metros antes de desplomarse sobre el sofá.
La señora Trentham, aferrándose al brazo del sofá para no perder el sentido por completo, contempló a su nieto. Habría jurado por un momento que le había visto anteriormente.
La primera reacción de la señora Trentham, después de serenarse, fue ordenar a Gibson que le echara, pero decidió esperar unos instantes, pues ardía en deseos de saber qué quería el joven. Mientras Daniel recitaba sus frases aprendidas, empezó a sospechar que el encuentro podía redundar en su favor.
El joven empezó diciendo que había estado en Australia aquel verano, y no en Estados Unidos, como ella había supuesto. A continuación, demostró que sabía muy bien cómo había adquirido ella los pisos e intentado paralizar el permiso para construir los grandes almacenes. También manifestó que conocía la inscripción que constaba en la tumba de Ashurst y detalles de sus encuentros en el hotel St. Agnes. Terminó afirmando que sus padres ignoraban que había ido a visitarla aquella tarde.
La señora Trentham concluyó que había averiguado la verdad sobre la muerte de su hijo en Melbourne. De lo contrario, ¿por qué habría recalcado que, si esa información caía en manos de la prensa, el resultado sería, por decirlo en términos suaves, muy embarazoso para todos los implicados?
La señora Trentham no hizo nada por impedir que Daniel siguiera hablando, y aguardó pacientemente a que terminara. Mientras desarrollaba sus pronósticos sobre el futuro de Chelsea Terrace, se preguntó cuánto sabía en realidad el joven erguido frente a ella. Decidió que sólo había una forma de averiguarlo, una forma que la obligaría a correr un gran riesgo.
– Con una condición -replicó la señora Trentham, cuando Daniel terminó su discurso con una exigencia específica.
– ¿Qué condición?
– Que renuncies a todos tus derechos sobre las propiedades de Hardcastle.
Daniel pareció vacilar por primera vez. No era lo que él esperaba. La señora Trentham se sintió segura en aquel momento de que ignoraba los detalles de la herencia. Al fin y al cabo, su padre había ordenado al señor Harrison que no informara al joven de su contenido hasta que cumpliera treinta años. El señor Harrison no era hombre que incumpliera su palabra.
– En primer lugar, no creo que tuvieras intención de legarme nada -respondió Daniel.
Ella no contestó. Esperó a que Daniel diera su consentimiento.
– Ha de ser por escrito -añadió la mujer.
– Y también mi parte del trato -exigió él con brusquedad. La señora Trentham se sintió segura de que ya no dependía de un guión preparado, sino que estaba reaccionando a tenor de los acontecimientos.
La mujer se levantó, caminó con parsimonia hacia su escritorio y abrió un cajón. Daniel se quedó en el centro de la sala, balanceándose sobre sus pies.
La señora Trentham localizó las dos hojas de papel, sacó el borrador preparado por el abogado del cajón inferior y procedió a escribir dos pactos idénticos, incluyendo la renuncia a construir los pisos y las objeciones al permiso de construir las Torres Trumper que había solicitado el padre de Daniel. También incluyó las frases exactas redactadas por el abogado, a fin de que Daniel renunciara a los derechos conferidos por el testamento de su abuelo.
Tendió el primer borrador a su nieto para que lo examinara. Temió que, en cualquier momento, descubriera lo que iba a sacrificar al firmar aquel documento.
Daniel terminó de leer la primera copia del pacto y después comprobó que ambos borradores fueran idénticos hasta el menor detalle. Aunque no dijo nada, la señora Trentham siguió temiendo que averiguara el motivo de su petición. De hecho, si le hubiera pedido que vendiera a su padre el terreno de Chelsea Terrace a precio de coste, habría accedido de muy buen grado, con tal de que la firma de Daniel constara al pie del acuerdo escrito.
En cuanto Daniel hubo firmado ambos documentos, la señora Trentham tocó la campanilla y llamó a Gibson para que actuara como testigo.
– Acompaña a este caballero, Gibson -ordenó, en cuanto hubo terminado el procedimiento.
Después de que la figura uniformada abandonase la sala, se preguntó cuánto tiempo tardaría el muchacho en darse cuenta de que había hecho un mal negocio.
Al día siguiente, los abogados de la señora Trentham examinaron el acuerdo, y la simplicidad de la transacción les dejó estupefactos. Sin embargo, la mujer no entró en explicaciones. Un leve cabeceo del socio mayoritario dio a entender que el trato estaba cerrado.
Todo hombre tiene su precio, y cuando Martin Crowe advirtió que su fuente de ingresos se había reducido a cincuenta libras, se convenció de que debería renunciar a sus objeciones hacia las Torres Trumper.
A partir del día siguiente, la señora Trentham dedicó su atención a otro asunto: el problema de comprender documentos de oferta.
Verónica se quedó embarazada demasiado pronto, en opinión de la señora Trentham. Su nuera dio a luz un hijo, Giles Raymond, en mayo de 1948, sólo nueve meses y tres semanas después de contraer matrimonio con Nigel. El niño, al menos, no nació prematuramente. Ya había observado en más de una ocasión que los criados contaban los meses con los dedos.
La señora Trentham sostuvo su primera discusión con Verónica cuando ésta volvió del hospital.
Verónica y Nigel llevaron a Giles a Chester Square para que su orgullosa abuela lo admirara. Tras dirigir al niño una mirada superficial, Gibson sacó el cochecito de la sala y entró el carrito de té.
– Querréis, sin duda, que el niño sea inscrito en Asgarth y Harrow cuanto antes -dijo la señora Trentham, antes de darles tiempo a elegir un emparedado -. Al fin y al cabo, hay que asegurar la plaza.
– De hecho, Nigel y yo ya hemos decidido qué clase de educación recibirá nuestro hijo -contestó Verónica-, y no hemos tenido en consideración ninguno de esos colegios.
La señora Trentham dejó la taza sobe el platillo y miró a Verónica como si hubiera anunciado la muerte del rey.
– Lo siento, pero creo que no te he oído bien, Verónica.
– Vamos a enviar a Giles a una escuela primaria de Chelsea, y después a Bryanston.
– ¿Bryanston? ¿Puedo preguntar dónde está eso?
– En Dorset. Es la escuela donde se educó mi padre -añadió Verónica, cogiendo un emparedado de salmón.
Nigel miró con nerviosismo a su madre, acariciándose la corbata a rayas azules y plateadas.
– Es posible -contestó la señora Trentham-. Sin embargo, estoy segura de que necesitamos reflexionar un poco más sobre la forma de iniciar al joven Raymond en la vida.
– No, no será necesario -puntualizó Verónica-. Nigel y yo ya hemos pensado bastante en cómo ha de ser educado Raymond. De hecho, le inscribimos en Bryanston la semana pasada. Al fin y al cabo, hay que asegurarse de que tenga la plaza garantizada.
Se inclinó hacia delante y cogió otro emparedado de salmón.
El pequeño reloj que descansaba sobre la repisa de la chimenea, al otro lado de la habitación, dio tres campanadas.
Max Harris se levantó de la butaca que quedaba en un rincón del salón cuando vio entrar a la señora Trentham. Hizo una reverencia y esperó a que su cliente tomara asiento en la silla situada frente a él.
Pidió té para la mujer y otro whisky doble para él. La señora Trentham no ocultó su desaprobación y frunció el ceño cuando el camarero se marchó. Devolvió su atención a Max Harris en cuanto oyó los inevitables chasquidos.
– Imagino, señor Harris, que me ha hecho venir porque tiene algo importante que decirme.
– Creo que puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que soy portador de excelentes noticias. Una señora apellidada Bennet ha sido detenida recientemente por robar en una tienda. Una chaqueta de piel y un cinturón de cuero en Harvey Nicholls, para ser exacto.
– ¿Y cuál puede ser mi interés en esa dama? -preguntó la señora Trentham, mirando hacia atrás y comprobando con irritación que había empezado a llover.
– Resulta que mantiene una interesante relación con sir Charles Trumper.
– ¿Relación? -El desconcierto de la señora Trentham aumentó.
– Sí. La señora Bennet es, ni más ni menos, la hermana de sir Charles.
– Si no recuerdo mal, Trumper sólo tiene tres hermanas. Sal, que vive en Toronto y está casada con un vendedor de seguros; Grace, que acaba de ser nombrada jefe de enfermeras en el hospital de San Guido, y Kitty, que abandonó Inglaterra hace un tiempo para ir a vivir con su hermana en Canadá.
– Y que ahora ha regresado.
– ¿Regresado?
– Sí, como la señora Kitty Bennet.
– No acabo de entenderle -dijo la señora Trentham, exasperada al ver que Harris disfrutaba jugando al gato y al ratón con ella.
– Mientras estaba en Canadá -continuó Harris, indiferente a la irritación de su cliente-, se casó con un tal Bennett, un estibador. Igual que su padre, por cierto. El matrimonio duró casi un año, hasta terminar en un turbulento divorcio, en el que salieron a relucir varios hombres. Volvió a Inglaterra hace escasas semanas, después de que su hermana Sal se negara a acogerla de nuevo.
– ¿Cómo ha conseguido esta información?
– Un amigo mío de la prisión de Wandsworth me guió en la dirección correcta. Cuando levó la hoja de cargos contra la señora
Bennett, nacida Trumper, decidió investigar un poco más. La clave fundamental fue el nombre «Kitty». Me personé de inmediato para asegurarme de que teníamos a la mujer que nos convenía -. Harris se interrumpió para beber su whisky.
– Siga -le urgió la señora Trentham.
– Cantó como un canario por cinco libras. Si pudiera ofrecerle cincuenta, tengo el presentimiento de que trinaría como un ruiseñor.
Cuando «Trumper's» anunció los detalles de su emisión de acciones en la prensa nacional, la señora Trentham se hallaba de vacaciones en la finca de Aberdeenshire propiedad de su esposo. Se dio cuenta al instante de que, a pesar de que ahora controlaba los ingresos combinados de ella y de su hermana, más la cantidad inesperada de veinte mil libras, aún necesitaba todo el capital producido por la venta de la propiedad de Yorkshire si quería adquirir una participación voluminosa de la nueva empresa. Aquella mañana hizo tres llamadas telefónicas.
A principios de año había dado instrucciones para que su cartera de acciones fuera transferida a Kitcat & Aiken, y tras varios meses de acosar a su marido le había convencido de que hiciera lo mismo. A pesar de esta maniobra, a Nigel aún no le habían ofrecido ser socio de la firma. La señora Trentham le habría aconsejado presentar la renuncia si hubiera confiado en que encontraría mejores ofertas en otro sitio.
Pese a este revés, continuó invitando a cenar por turnos a los socios de Kitcat. Gerald dejó bien claro a su mujer que no aprobaba esa táctica, convencido de que no ayudaban a la causa de su hijo. No obstante, sabía muy bien que sus opiniones no impresionaban a su esposa. En cualquier caso, había alcanzado una edad en la que se sentía demasiado agotado para oponer otra cosa que no fuera una resistencia simbólica.
La señora Trentham estudió los detalles fundamentales del proyecto de «Trumper's» en la edición del Times que había comprado su marido, y dio instrucciones a Nigel de que adquiriera el cinco por ciento de las acciones de la nueva empresa bajo varios nombres falsos. Él cumplió sus deseos al pie de la letra.
Sin embargo, uno de los párrafos finales de un artículo aparecido en el Daily Mail, firmado por Vincent Mulcross y titulado «Los triunfantes Trumper», le recordó que todavía se hallaba en posesión de un cuadro que necesitaba ser vendido por un precio adecuado.
Siempre que el señor Harrison solicitaba una entrevista a la señora Trentham, ésta consideraba que se trataba más de una requisitoria que de una invitación. Tal vez se debiera al hecho de que había trabajado para su padre durante más de veinte años.
Sabía muy bien que, como albacea testamentario de su padre, el señor Harrison aún ejercía una influencia considerable, a pesar de que le había cortado las alas hacía poco con la venta de la propiedad.
El señor Harrison la invitó a sentarse frente a su escritorio, volvió a su silla, acomodó las gafas en el extremo de su nariz y abrió una de sus inevitables carpetas grises.
Daba la impresión de que se ocupaba de toda su correspondencia, por no mencionar sus entrevistas, de una forma que sólo podía ser descrita como distante. La señora Trentham se preguntaba a menudo si trataba a su padre de la misma manera.
– Señora Trentham -empezó, posando las palmas de las manos frente a él y repasando las notas que había escrito la noche anterior-, debo agradecerle en primer lugar que se haya tomado la molestia de acudir a mi despacho, y manifestarle mi tristeza por el hecho de que su hermana haya declinado mi invitación. Sin embargo, en una breve carta que recibí la semana pasada, expresaba con toda claridad su satisfacción porque usted la representara en ésta y en cualquier otra futura ocasión.
– La querida Amy. Esa pobre criatura acusó mucho la muerte de mi padre, aunque he hecho todo lo posible por suavizar el golpe.
Los ojos del anciano abogado retornaron al expediente, que contenía una nota del señor Althwaite, de Bird Collingwood & Althwaite, de Harrogate, ordenándoles que, en el futuro, enviaran el cheque mensual de la señorita Amy a Coutts & Cía, del Strand, a un número de cuenta que sólo difería un dígito de aquella a la que el señor Harrison enviaba la otra mitad de los ingresos mensuales.
– Si bien su padre legó a usted y a su hermana las ganancias derivadas de su monopolio -continuó el abogado-, el grueso de su capital será entregado a su debido tiempo, como usted ya sabe, al doctor Daniel Trumper.
La señora Trentham asintió con la cabeza.
– Como también sabe, el monopolio se compone de valores, acciones y bonos del estado que nos administra la banca mercantil Hambros & Cía. Siempre que consideren prudente realizar una inversión considerable a favor del monopolio, nosotros consideramos igualmente importante mantenerla informada de sus intenciones, a pesar de que sir Raymond nos concedió plena libertad de maniobra en estos temas.
– Es usted muy considerado, señor Harrison.
El abogado consultó otra nota. Procedía en esta ocasión de un agente de bienes raíces de Bradford. La propiedad, la casa y contenido del difunto sir Raymond Hardcastle habían sido vendidos en fecha reciente por la cantidad de cuarenta y una mil libras. Tras deducir comisiones y honorarios, el agente había enviado la suma restante a la misma cuenta de Coutts que recibía la paga mensual de la señorita Amy.
– Teniendo esto presente -continuó el abogado de la familia-, considero mi deber informarla de que nuestros consejeros nos han recomendado una inversión considerable en una empresa que no tardará en salir al mercado.
– ¿Y qué empresa es ésa? -inquirió la señora Trentham.
– «Trumper's» -dijo Harrison, atento a la reacción de su cliente.
– ¿Y por qué «Trumper's» en concreto? -preguntó la mujer, sin alterar la expresión de su rostro.
– Principalmente, porque Hambros considera inteligente y prudente la inversión, pero, y tal vez es lo más importante, el grueso del capital perteneciente a la empresa, cuando llegue el momento, pasará a manos de Daniel Tumper, cuyo padre, como sin duda usted sabrá, es el presidente de la junta directiva.
– Lo sabía -dijo la señora Trentham sin hacer más comentarios. Se dio cuenta de que su serenidad preocupaba al señor Harrison.
– Es obvio que si usted y su hermana opusieran serios reparos a una inversión tan enorme, hecha en nombre del monopolio, es posible que nuestros consejeros reconsiderasen su postura.
– ¿Cuánto piensan invertir?
– Unas doscientas mil libras, lo cual permitiría al monopolio adquirir, aproximadamente, el diez por ciento de las acciones que se ofrecen.
– ¿No es una participación demasiado elevada en una sola empresa?
– Lo es, por supuesto, pero el presupuesto del monopolio se lo puede permitir.
– En este caso, acepto la decisión de Ambros, y estoy segura de que hablo también en nombre de mi hermana.
El señor Harrison miró una vez más el expediente y estudió una declaración jurada, firmada por la señorita Amy Hardcastle, concediendo virtualmente carte blanche a su hermana en todas las decisiones relacionadas con las propiedades del difunto sir Raymond Hardcastle, incluyendo la transferencia de veinte mil libras de su cuenta personal. El señor Harrison esperaba que la señorita Amy fuera feliz en el hotel residencia Cliff Top, como mínimo. Miró a la otra hija de sir Raymond.
– Entonces -concluyó, sólo me queda comunicar a Hambros su punto de vista acerca del tema e informarla a usted cuando «Trumper's» reparta sus acciones.
El abogado cerró el expediente, se levantó y caminó hacia la puerta. La señora Trentham le siguió, satisfecha de saber que tanto el monopolio Hardcastle como sus propios consejeros trabajaban en equipo para ayudarla a realizar su proyecto a largo plazo, sin que ninguna de ambas partes supiera lo que ella estaba tramando. Aún la complació más pensar que, el día en que «Trumper's» se convirtiera en empresa pública, obtendría el control del quince por ciento de las acciones.
Cuando llegaron a la puerta, el señor Harrison se volvió para estrechar la mano de la señora Trentham.
– Buenos días, señora Trentham.
– Buenos días, señor Harrison. Ha sido usted muy amable, como siempre.
Se encaminó al coche. El chófer le abrió la puerta. Mientras arrancaba, se volvió a mirar por la ventanilla trasera. El viejo abogado continuaba de pie ante la puerta de su oficina, con una expresión preocupada en el rostro.
– ¿A dónde, señora? -preguntó el chófer, zambulléndose en el tráfico de la tarde.
Consultó su reloj: la entrevista con Harrison no había durado tanto como había sospechado, y le quedaba algo de tiempo libre antes de su siguiente cita.
– Al hotel St. Agnes -ordenó, pese a todo, apoyando la mano sobre el paquete envuelto en papel marrón que descansaba en el asiento de al lado.
Había indicado a Harris que alquilara una habitación en el hotel e introdujera a Kitty en el ascensor cuando nadie se fijara en ellos.
Cuando llegó al hotel, aferrando el paquete, advirtió con desagrado que Harris no la esperaba como de costumbre en su lugar habitual. Detestaba profundamente aguardar sola en el pasillo. Se acercó de mala gana al portero del vestíbulo para preguntar el número de la habitación que Harris había alquilado.
– Catorce -contestó un hombre ataviado con un brillante uniforme azul, aunque los botones no brillaban -. Pero usted no puede…
La señora Trentham no estaba acostumbrada a que nadie le dijera «usted no puede». Dio media vuelta y empezó a subir con parsimonia la escalera que conducía a las habitaciones de la primera planta. El portero del vestíbulo se apresuró a descolgar el teléfono del mostrador.
La señora Trentham tardó varios minutos en localizar el número 14, casi el mismo tiempo que empleó Harris en responder a su llamada. Cuando la señora Trentham entró en la habitación se quedó sorprendida al ver lo pequeña que era; sólo había sitio para la cama, una silla y un lavabo. Sus ojos se clavaron en la mujer tendida en la cama. Llevaba una blusa de seda roja y un falda de cuero negra…, demasiado corta en opinión de la señora Trentham, por no mencionar el hecho de que los botones superiores de la blusa estaban desabrochados.
Como Kitty no hizo el menor movimiento para quitar un viejo impermeable tirado sobre la silla, a la señora Trentham no le quedó otro remedio que permanecer de pie.
Miró a Harris, que se estaba anudando la corbata. El hombre, obviamente, había decidido que cualquier presentación era superflua.
La única reacción de la señora Trentham consistió en ir directamente al grano para poder regresar a la civilización lo antes posible. No esperó a que Harris abriera el fuego.
– ¿Ha explicado a la señora Bennet lo que se espera de ella?
– Desde luego -contestó el detective, poniéndose la chaqueta-. Y Kitty se halla más que dispuesta a cumplir su parte del trato.
– ¿Podemos confiar en ella? -. La señora Trentham miró a la mujer tendida en la cama.
– Claro que sí, mientras haya dinero de por medio -fueron las primeras palabras de Kitty-. Lo único que quiero saber es cuánto voy a sacar en limpio.
– El precio de la venta, más cincuenta libras -contestó la señora Trentham.
– Entonces, espero veinte libras de entrada.
La señora Trentham vaciló un momento, y luego asintió.
– Bien, ¿cuál es el truco?
– Sólo que su hermano intentará disuadirla -explicó la señora Trentham-, Hasta es posible que trate de sobornarla a cambio de…
– Ni lo sueñe. Por mí, puede hablar por los codos, porque no me convencerá. ¿Sabe una cosa? Odio a Charlie casi tanto como usted.
Depositó el paquete envuelto en papel marrón en el borde de la cama. La señora Trentham sonrió por primera vez.
Harris también sonrió.
– Sabía que las dos tenían algo en común.