Noche tras noche yacía dormida, temiendo que Daniel averiguara algún día que Charlie no era su padre.
Siempre que estaban juntos (Daniel, alto y delgado, de ondulado cabello rubio y profundos ojos azules; Charlie, unos ocho centímetros más bajo, como mínimo, corpulento, de cabello fuerte y oscuro y ojos pardos), pensaba que Daniel no tardaría en observar la diferencia. No ayudaba en absoluto que mi tez también fuera oscura. Las diferencias resultarían cómicas, de no ser tan serias las implicaciones. Con todo, Daniel jamás se ha referido a las diferencias físicas o de carácter que exiten entre él y Charlie.
Charlie quiso que le contáramos a Daniel la verdad sobre Guy desde el primer momento, pero yo le convencí de que esperásemos a que el chico fuera lo bastante mayor para comprender todas las implicaciones. Cuando Guy murió, nos pareció que ya no tenía sentido agobiar a Daniel con hechos del pasado.
Después, tras años de angustia y continuas protestas de Charlie, accedí finalmente a contarle la verdad a Daniel. Telefoneé al Trinity la semana antes de que zarpara hacia Estados Unidos y le pregunté si podía llevarle en coche a Southampton; de esta manera sabía que pasaríamos a solas varias horas, sin temor a ser interrumpidos. Añadí que debía decirle algo importante.
Salí hacia Cambridge un poco antes de lo necesario y llegué a tiempo de ayudar a Daniel a hacer el equipaje. Hacia las once nos dirigimos a la Al. Durante la primera hora charlamos sobre su trabajo en Cambridge (demasiados estudiantes, poco tiempo para la investigación), pero en cuanto la conversación derivó hacia el problema de los pisos, supe que se me presentaba por fin la oportunidad de decirle la verdad acerca de su padre. De pronto, cambió de tema, y mi determinación se esfumó. Juro que habría abordado el problema sin ambages, pero el momento había pasado.
A causa de los disgustos que nos ocasionó la señora Trentham durante el viaje de Daniel por Estados Unidos, consideré que la mejor oportunidad de sincerarme con mi hijo no había sido aprovechada. Supliqué a Charlie que olvidáramos el asunto para siempre. Tengo un marido estupendo. Me dijo que yo estaba equivocada, que Daniel era lo bastante maduro para asumir la verdad, pero que aceptaba mi decisión. Nunca volvió a hablar del tema.
Cuando Daniel regresó de Estados Unidos, fui a buscarle a Southampton. No sé qué había ocurrido, pero el chico parecía cambiado. Parecía diferente, más sereno, y me dio un gran abrazo nada más verme, lo cual me sorprendió. Durante el trayecto de vuelta a Londres hablamos de los Estados Unidos, que le habían gustado mucho, y le informé, sin entrar en detalles, de los problemas que acuciaban a nuestra solicitud de permiso para construir en Chelsea Terrace. No aparentó excesivo interés por mis noticias, pero, para ser justa, Charlie nunca le había tenido al corriente de los progresos de «Trumper's», en cuanto ambos se dieron cuenta de que Daniel estaba destinado a una carrera universitaria.
Daniel pasó con nosotros las dos semanas siguientes, antes de volver a Cambridge, y hasta Charlie, que no era el más observador de los hombres, comentó que lo encontraba muy cambiado. Seguía siendo tan serio y tranquilo, e incluso introvertido, como siempre, pero nos trataba con tanta ternura que me pregunté si habría conocido a una chica durante su ausencia. Así lo esperé, pero Daniel no mencionó a nadie en particular, a pesar de las trampas que le tendí. Pocas veces había traído chicas a casa en el pasado, y siempre se comportaba con timidez cuando le presentábamos a las hijas de nuestros amigos. De hecho, desaparecía sin dejar rastro cuando Clarissa Wiltshire hacía acto de presencia, lo que ocurría con bastante frecuencia en los últimos tiempos, pues durante las vacaciones del colegio los gemelos trabajaban detrás del mostrador del número 1.
Un mes después del regreso de Daniel, Charlie me dijo que la señora Trentham había retirado todas sus objeciones a nuestro proyecto de enlazar las dos torres. Salté de alegría. Cuando añadió que tampoco iba a reconstruir los pisos, me negué a creerle y supuse al instante que se trataba de una trampa.
– Esta vez, no tengo ni idea de lo que se propone -admitió el propio Charlie. Ninguno de los dos compartíamos la teoría de Daphne de que, con la vejez, se estaba reblandeciendo.
El CML confirmó dos semanas más tarde que todas las objeciones a nuestro proyecto habían sido retiradas y que podíamos iniciar el programa de construcción. Ésta era la señal que Charlie esperaba para informar al mundo exterior de que íbamos a convertirnos en empresa pública.
Charlie convocó una asamblea plenaria para que se aprobaran las resoluciones necesarias.
El señor Merrick, a quien Charlie no había perdonado que le obligara a vender el van Gogh, nos aconsejó que, a fin de reflotar la deuda, eligiésemos el banco mercantil Robert Fleming. El banquero expresó su esperanza de que la empresa recién formada seguiría utilizando Child y Compañía como banco de liquidación. Charlie le hubiera mandado a la mierda de buena gana, pero sabía muy bien que, si cambiaba de banco diez semanas antes de convertirse en sociedad anónima, provocaría inquietud en la City. La junta aceptó por unanimidad ambos consejos, e invitó a Tim Newman, del banco Robert Fleming, a engrosar el consejo de administración. Newman llevó una bocanada de aire puro a la empresa: representaba a la nueva generación de banqueros. Sin embargo, aunque Tim Newman me cayó bien desde el primer momento, no ocurría lo mismo con Paul Merrick.
A medida que se acercaba el día de emitir las obligaciones, Charlie pasaba más tiempo con el banquero mercantil. Entretanto, Tom Arnold asumió la responsabilidad de controlar todas las tiendas, así como de supervisar la construcción del edificio, a excepción del número 1, que aún era mi dominio personal.
Yo había decidido, varios meses antes del anuncio definitivo, que quería montar una gran venta en la casa de subastas, coincidiendo con la declaración de Charlie anunciando que nos convertíamos en empresa pública, y confiaba ciegamente en que la colección italiana, a la que había dedicado gran parte de mi tiempo, sería la oportunidad ideal para que Chelsea Terrace, 1, cobrara la importancia que merecía.
Mi jefe de investigaciones, Francis Lawson, había tardado casi dos años en reunir cincuenta y nueve lienzos, pintados entre 1519 y 1768. Nuestra mejor pieza era un Canaletto (La basílica de San Marcos), un cuadro que una anciana tía de Daphne, residente en Cumberland, le había legado.
– No es tan bueno como los dos que Percy tiene en Lanarkshire -nos dijo, con su estilo inimitable-. De todos modos, confío en que el cuadro alcance un precio justo, querida. Si no es así, en el futuro tendré que visitar Sotheby's con más asiduidad.
Fijamos un precio mínimo para el cuadro de treinta mil guineas. Insinué a Daphne que se trataba de una cifra muy sensata, recordándole que el precio máximo obtenido por un Canaletto se elevaba a treinta y ocho mil guineas, subastado en Christie's el año anterior.
Mientras ultimaba los preparativos de la venta, Charlie y Tim Newton dedicaban casi todo su tiempo a visitar instituciones, bancos, compañías financieras y grandes inversores, informándoles de por qué arriesgaban su dinero en «el carretón más grande del mundo».
Tim se sentía optimista sobre el desenlace y creía que el número de peticiones superaría al de las acciones en venta. Aun así, consideraba que Charlie y él debían ir a Nueva York para despertar el interés de los inversores norteamericanos. Charlie calculó que debía volver del viaje a los Estados Unidos el día anterior a la subasta, y tres semanas antes de que nuestra oferta de obligaciones se abriera al público.
Sucedió un lunes de enero por la mañana. Es posible que no me encontrara en mi mejor momento, pero habría podido jurar que reconocí a una clienta que charlaba animadamente con una de nuestras empleadas nuevas. Lamenté no conseguir ubicar a aquella mujer madura, cuyo aspecto indicaba que se encontraba en dificultades de índole económica, y que tal vez se vería obligada a vender parte de su herencia.
En cuanto se marchó me acerqué al escritorio y pregunté a Cathy quién era.
– Una tal señora Bennett -contestó la muchacha. Como el nombre no significó nada para mí, le pregunté qué deseaba.
Cathy me tendió un pequeño óleo de la Virgen María y el Niño.
– La señora me preguntó si esta pintura podía aún incluirse en la subasta de piezas italianas. Ignoraba su procedencia, y por su aspecto pensé si no se trataría de una obra robada.
Miré el pequeño óleo y comprendí al instante que la mujer era la hermana menor de Charlie.
– Yo me ocuparé de esto.
– Por supuesto, señora Trumper.
Subí en ascensor a la última planta, pasé junto a Jessica Allen y entré en el despacho de Charlie. Le di el cuadro para que lo examinara y le expliqué cómo había venido de nuevo a parar a nuestras manos.
Apartó los papeles del escritorio a un lado y contempló el cuadro durante un rato, sin decir una palabra.
– Bien, una cosa es cierta -dijo por fin-. Kitty nunca nos dirá cómo o dónde lo consiguió, pues de lo contrario habría acudido directamente a verme.
– ¿Qué vamos a hacer?
– Ponerlo a la venta, tal como ha dicho, porque te aseguro que nadie va a pujar por él más que yo.
– Pero si lo único que quiere es algo de dinero, ¿por qué no le haces una oferta justa por el cuadro?
– Si Kitty quisiera dinero, habría acudido directamente a mí. No, nada le gustaría más que verme de rodillas ante ella, para variar.
– ¿Y si robó el cuadro?
– ¿A quién? Y aunque lo haya hecho, nada nos impide indicar en el catálogo la procedencia auténtica. Al fin y al cabo, la policía guardará todavía los detalles del robo en sus expedientes.
– ¿Y si Guy se lo dio?
– Guy está muerto -me recordó concisamente.
El interés que la prensa y el público dedicaban a la venta me complajo en extremo. Se produjo otro buen augurio cuando algunos conocidos críticos de arte y coleccionistas fueron vistos la semana anterior, examinando los cuadros que se exhibían en la galería principal.
Empezaron a aparecer artículos, primero en las secciones económicas, y después en las principales columnas, que también hablaban de Charlie y de mí. No me entusiasmó mucho el titular «Los triunfantes Trumper», pero Tim Newman nos explicó la importancia de las relaciones públicas, cuando se trata de obtener grandes cantidades de dinero. A medida que nuevos artículos aparecían en diarios y revistas, nuestro joven director se fue convenciendo de que el lanzamiento de la nueva empresa iba a constituir un enorme éxito.
Francis Lawson y su nueva ayudante, Cathy Ross, trabajaron durante varias semanas en el catálogo, redactando concienzudamente la historia de cada cuadro, de sus anteriores dueños y de las galerías y exhibiciones por las que habían pasado antes de terminar en la subasta de «Trumper's». Ante nuestra sorpresa, lo que causó sensación entre el público no fueron los cuadros en sí, sino la presentación de nuestro catálogo, el primero que incluía láminas en color. Costó una fortuna imprimirlo, pero como tuvimos que reimprimirlo dos veces antes del día de la venta y vendimos todos los catálogos a cinco chelines, no tardamos en amortizar los gastos. Durante la siguiente asamblea del consejo, tuve el placer de informar que, tras dos reimpresiones más, ya habíamos obtenido unos modestos beneficios.
– Tal vez deberías cerrar la galería de arte y abrir una editorial -fue el comentario constructivo de Charlie.
La nueva sala de subastas del número 1 tenía capacidad para doscientas veinte personas. Nunca habíamos conseguido llenarla, pero ahora, a juzgar por las demandas de entradas que nos llegaban por correo, nos vimos forzados a eliminar a los curiosos para dejar paso a los auténticos interesados.
A pesar de cortar, podar, improvisar y hasta tratar con rudeza a uno o dos individuos persistentes, nos encontramos con casi trescientas personas que confiaban en lograr un asiento. Había varios periodistas entre ellos, pero el golpe final se produjo cuando el director de la sección de arte del Tercer Programa llamó para preguntar si podían retransmitir la subasta por radio.
Charlie volvió de Estados Unidos dos días antes de la venta y me confirmó, durante los breves momentos que estuvimos a solas, que el viaje se había saldado de forma muy satisfactoria… No me aclaró el significado de estas palabras. Añadió que Daphne le acompañaría a la subasta. «Hay que tener contentos a los clientes fieles,» No dije que había olvidado por completo reservarle un asiento, pero Simón Matthews encajó un par de sillas suplementarias en la octava fila, rezando para que ningún miembro del cuerpo de bomberos se encontrara entre los postores.
Decidimos celebrar la venta a las tres de la tarde del martes. Tim Newman nos había advertido que, si queríamos conseguir la máxima publicidad en los periódicos del día siguiente, la hora era de importancia capital.
Simón y yo pasamos en pie toda la tarde anterior a la subasta con nuestro personal, quitando los cuadros de las paredes y colocándolos en el orden correcto. Después, comprobamos la iluminación del caballete donde se exhibirían y, por fin, situamos las sillas, lo más juntas posible. Empujamos hacia atrás el estrado desde el que Simón dirigiría la subasta y conseguimos añadir una fila más. Quedó menos espacio para los observadores, que siempre permanecían de pie junto al subastador, localizando a los postores, pero nos solucionó catorce otros problemas.
Por la mañana efectuamos un ensayo: los porteros colocaban cada cuadro en el caballete cuando Simón anunciaba el número del lote, y lo quitaban cuando bajaba el martillo y anunciaba el siguiente lote. Por fin, izaron el Canaletto al caballete; el cuadro exhibía toda la técnica refinada y minuciosa observación que constituían la marca del maestro. Sonreí cuando, un momento después, la obra maestra fue sustituida por el cuadro de la Virgen y el Niño que pertenecía a Charlie. A pesar de las intensas investigaciones efectuadas por Cathy no había conseguido rastrear sus antecedentes, de modo que nos limitamos a cambiar el marco de la pintura y atribuirlo en el catálogo a la escuela del siglo XVII. Consigné en mi libro un precio aproximado de doscientas guineas, aunque sabía muy bien que Charlie tenía la intención de volver a adquirir el óleo al precio que fuera. Seguía preocupándome la forma en que Kitty lo había conseguido, pero Charlie me repitió varias veces que «dejara de comerme el coco». En cualquier caso, tenía problemas más importantes en su cabeza que el de saber cómo había llegado a manos de su hermana el regalo de Tommy.
A las dos y cuarto ya había algunas personas sentadas en la sala de subastas. Reconocí a más de un comprador importante y propietario de galería que nunca se había encontrado con una sala tan repleta, y acabó de pie en la parte de atrás o apoyado contra una pared lateral.
A las tres menos cuarto sólo quedaban algunos asientos libres, y las personas que habían llegado a última hora se hallaban apretujadas contra las paredes laterales; una o dos estaban en cuclillas en la fila central. Daphne entró a las tres menos cinco, vistiendo un elegante traje de cachemira azul oscuro que yo había visto anunciado en Vogue el mes pasado. Charlie, con aspecto de cansancio, la seguía a un paso de distancia. Tomaron asiento en el extremo de la octava fila. Daphne parecía muy satisfecha consigo misma, y Charlie se removía inquieto.
A las tres en punto ocupé mi sitio, junto al estrado del subastador, en tanto Simón subía los escalones de su pequeño palco, se detenía un momento para buscar con la mirada a los compradores importantes y daba varios golpes de martillo.
– Buenas tardes, damas y caballeros. Bienvenidos a «Trumper's», los subastadores de obras de arte, logrando subrayar el «los» de una forma muy agradable. Cuando anunció el lote número 1, un murmullo recorrió la sala. Consulté mi catálogo, aunque me sabía de memoria los detalles de los cincuenta y nueve lotes. Era una obra de Giovanni Battista Crespi, fechada en 1617, que plasmaba a San Francisco de Asís. El pequeño óleo estaba marcado en nuestro código con QIHH libras, de modo que cuando Simón lo adjudicó por dos mil doscientas, setecientas libras más de lo que yo esperaba, no pude ocultar mi alegría.
El Canaletto ocupaba el número 37 de las cincuenta y nueve obras en venta, pues yo deseaba crear una atmósfera de excitación mucho antes de que subiera al estrado, pero evitando que saliera a última hora, cuando los clientes empezaban a marcharse. Cuarenta y siete mil libras se lograron en la primera hora, antes del Canaletto. Cuando el lienzo de un metro y veinte de ancho se situó a la luz del foco, los espectadores que veían por primera vez la obra maestra jadearon.
– Una pintura de la basílica de San Marcos, obra de Canaletto -dijo Simón-, fechada en 1741 -como si tuviéramos media docena más guardadas en el sótano-. Esta pieza ha despertado un considerable interés, y abro la puja con diez mil libras.
Sus ojos exploraron la sala, mientras mis observadores y yo vigilábamos la procedencia de la segunda puja.
– Quince mil -dijo Simón, mirando a un representante del gobierno italiano, sentado en la quinta fila.
– Veinte mil libras en la parte de atrás.
Tenía que ser el representante de la colección Mellon. Siempre se sentaba en la segunda fila empezando por atrás, con un cigarrillo colgando de los labios para indicarnos que continuaba pujando.
– Veinticinco mil -dijo Simón, mirando de nuevo al representante del gobierno italiano.
– Treinta mil. -El cigarrillo seguía desprendiendo humo. Mellon continuaba la caza.
– Treinta y cinco mil.
Localicé a un nuevo postor, sentado en la cuarta fila a mi derecha: el señor Randall, el director de la galería Wildenstein, de la calle Bond.
– Cuarenta mil -anunció Simón, cuando otra nube de humo se elevó de la parte trasera. Habíamos sobrepasado las estimaciones de Daphne, aunque ninguna emoción se reflejó en su rostro.
– Cincuenta mil.
En mi opinión, era una puja difícil de superar. Miré al palco y vi que la mano izquierda de Simón temblaba.
– Cincuenta mil -repitió, con cierto nerviosismo, cuando un nuevo postor de la primera fila, al que no reconocí, empezó a cabecear furiosamente.
El cigarrillo echó otra nube de humo.
– Cincuenta y cinco mil.
– Sesenta mil. -Simón concentró su atención en el postor desconocido, quien confirmó su insistencia con un brusco asentimiento.
– Sesenta y cinco mil.
El representante de Mellon continuaba echando humo, pero cuando Simón miró al postor de la primera fila recibió una vigorosa sacudida de cabeza.
– Sesenta y cinco mil, en la parte de atrás. Sesenta y cinco mil, ¿alguien ofrece más? -Simón miró al postor de la primera fila-. Ofrezco el Canaletto por sesenta y cinco mil libras, sesenta y cinco mil libras a las dos, vendido por sesenta y cinco mil libras. -Simón dio el martillazo definitivo antes de que hubieran transcurrido dos minutos desde la primera oferta, y yo marqué ZIHHH en mi catálogo, mientras una espontánea salva de aplausos brotaba del público…, lo nunca visto en el número 1.
Todo el mundo se puso a hablar en voz alta. Simón se volvió hacia mí.
– Lamento la equivocación, Becky -susurró. Entonces comprendí que el salto de cuarenta a cincuenta mil se debía a que los nervios habían traicionado al subastador.
Reflexioné sobre los posibles titulares de los periódicos que aparecerían al día siguiente: «Precio récord por un Canaletto en la subasta celebrada en Trumper's». A Charlie le gustaría.
– No creo que el cuadro de Charlie alcance esa cantidad -añadió Simón con una sonrisa. La Virgen María y el Niño reemplazó al Canaletto en el estrado, y Simón se dirigió al público de nuevo.
– Silencio, por favor. La siguiente pieza, número 38 del catálogo, es de la escuela de El Bronzino. -Paseó la mirada por la sala-. Inicio la subasta con ciento cincuenta -hizo una breve pausa -libras por este lote. ¿Quién da ciento setenta y cinco? -Daphne, que debía ser el señuelo de Charlie, levantó la mano. Intenté contener una carcajada-. Ciento setenta y cinco guineas. ¿Quién ofrece doscientas? -Simón escudriñó al público, pero nadie se movió-. En tal caso, la ofrezco, a la una, por ciento setenta y cinco libras, a las dos, a las tres y…
Pero antes de que Simón bajara el mazo, un hombre corpulento, de bigote pardusco, vestido con una chaqueta de tweed, camisa a cuadros y corbata amarilla, se levantó y gritó:
– Esa pintura no es de la escuela de, sino del propio Bronzino, y fue robada de la iglesia de St. Augustine, cerca de Reims, durante la Primera Guerra Mundial.
Se produjo una gran confusión. La gente miró primero al hombre de la corbata amarilla, y después se volvió para examinar el cuadro. Simón descargó repetidas veces su mazo, incapaz de recuperar el control, mientras los lápices de los periodistas corrían frenéticamente sobre el papel. Vi a Charlie y a Daphne que, con la cabeza gacha, sostenían una intensa conversación.
Una vez dominado el clamor, la atención se concentró en el hombre que había lanzado la acusación y que seguía de pie en su sitio.
– Creo que está en un error, señor -dijo Simón con firmeza-. Le aseguro que la galería conoce esta pintura desde hace años.
– Le aseguro, señor -contestó el hombre- que el cuadro es un original, y aunque no acuso a su dueño anterior de ser un ladrón, puedo demostrar que fue robado.
Muchos espectadores consultaron en su catálogo el nombre del antiguo propietario. En la primera línea, impreso en negrita, se leía: «De la colección privada de sir Charles Trumper».
El griterío se recrudeció, pero el hombre continuó de pie. Me incliné hacia adelante y tiré a Simón de la pernera del pantalón. Se agachó y le susurré mi decisión al oído. Dio varios golpes de mazo y el público se fue callando. Miré a Charlie, que estaba blanco como la cera, y a Daphne, que continuaba serena y le apretaba la mano. Como yo estaba convencida de que debía existir una explicación sencilla, me sentía curiosamente indiferente.
– Me han indicado que este lote será retirado hasta nuevo aviso -anunció Simón, después de restaurar el orden-. Lote número 3 -se apresuró a añadir, cuando el hombre de la chaqueta de tweed salió de la sala, perseguido por una nube de periodistas.
Ninguna de las restantes veintiuna piezas alcanzaron el precio mínimo fijado, y cuando Simón bajó el martillo por última vez, y aún a pesar de que habíamos roto todos los récords de cualquier subasta por una obra italiana, sabía muy bien lo que dirían los periódicos al día siguiente. Miré a Charlie, quien hacía lo posible por aparentar calma. Me giré de forma instintiva hacia la silla que había ocupado el hombre de la chaqueta de tweed marrón. La sala empezaba a vaciarse, y reparé por primera vez en la mujer sentada directamente detrás de aquella silla, muy erguida, inclinada hacia adelante, con las dos manos descansando sobre el pomo de un parasol. Me estaba mirando.
En cuanto la señora Trentham estuvo segura de que yo la había visto, se levantó con serenidad y salió sin prisa de la galería.
La prensa del día siguiente obtuvo un gran éxito. A pesar de que ni Charlie ni yo habíamos hecho declaración alguna, nuestra foto ocupaba todas las portadas, excepto la del limes. Apenas se mencionaba al Canaletto en los diez primeros párrafos de todos los artículos.
El hombre que había lanzado la acusación se había esfumado sin dejar rastro, y el episodio se habría olvidado de no ser porque monseñor Pierre Guichot, obispo de Reims, había accedido a ser entrevistado por Freddie Barker, el corresponsal especializado en salas de subastas del Daily Telegraph. Había sacado a la luz el hecho de que Guichot era el párroco de la iglesia donde había colgado el cuadro original. El obispo confirmó a Barker que el cuadro había desaparecido de forma misteriosa durante la Gran Guerra, y que, en su momento, había denunciado el robo a la sección correspondiente de la Sociedad de Naciones, responsable de velar, atendiendo a la convención de Ginebra, por la devolución a sus legítimos propietarios tras el cese de las hostilidades de las obras de arte robadas. El obispo continuaba diciendo que reconocería la pintura si la viera de nuevo; los colores, los trazos, la serenidad del rostro de la Virgen, todo el genio de la composición de El Bronzino seguirían grabados en su memoria hasta el día de su muerte. Barker le citó textualmente.
El corresponsal del Telegraph llamó a mi oficina el día que apareció la entrevista y me informó de que su diario tenía la intención de trasladar al distinguido sacerdote, corriendo con los gastos, para que examinara la pintura y se aclarara el misterio de una vez por todas. Nuestros consejeros legales nos advirtieron de que sería poco inteligente por nuestra parte impedir al obispo que viera el cuadro; negarle el acceso sería tanto como reconocer que intentábamos ocultar algo. Charlie accedió sin vacilar.
– Dejemos que vea el cuadro -se limitó a añadir-. Estoy seguro de que lo único que se llevó Tommy de aquella iglesia fue un casco alemán.
Al día siguiente, en la intimidad de su despacho, Tim Newman nos advirtió que, si el obispo de Reims identificaba el cuadro como el Bronzino original, se debería retrasar un año, como mínimo, el lanzamiento de «Trumper's» como empresa pública, y la sala de subastas jamás se recuperaría de aquel escándalo.
El obispo de Reims llegó en avión a Londres el jueves. Fue recibido por una hilera de fotógrafos que dispararon sin cesar sus flashes antes de que se trasladara en coche a Westminster, donde se alojaría como huésped del arzobispo.
El obispo accedió a visitar la galería a las cuatro de aquella misma tarde, y podía disculparse a cualquiera que paseara por Chelsea Terrace si creía que Frank Sinatra estaba a punto de aparecer en persona. Tres filas de gente esperaban ya en el bordillo la llegada del sacerdote.
Recibí al obispo en la entrada de la galería y le presenté a Charlie, quien se inclinó y le besó el anillo episcopal. Creo que el obispo se quedó algo sorprendido al averiguar que Charlie era católico. Dediqué una sonrisa al obispo, cuyo rostro parecía brillar… Un rostro enrojecido por los efectos del vino, no del sol, sospeché. Se deslizó por el pasillo con su larga sotana púrpura. Cathy le guió hasta mi despacho, donde la pintura le aguardaba. Barker, el reportero del Telegraph, se presentó a Simón y le trató como si fuera un personaje del hampa. Me abstuve de ser cordial cuando Simón trató de entablar conversación con él.
El obispo entró en mi pequeño despacho y aceptó un café. Yo había dispuesto la pintura sobre un caballete y, a instancias de Charlie, había repuesto el antiguo marco negro. Todos nos sentamos alrededor de la mesa en silencio, mientras el sacerdote contemplaba a la Virgen María.
– ¿Me permiten? -preguntó, extendiendo los brazos.
– Desde luego -contesté, y le acerqué el pequeño óleo.
Clavé la vista en sus ojos, mientras el hombre sostenía el cuadro frente a él. Al principio, dedicó el mismo interés a Charlie, al que nunca había visto tan nervioso. También echó un vistazo a Barker, cuyos ojos, en contraste, brillaban de esperanza. Después, el obispo concentró su interés en el cuadro, sonrió y pareció quedar fascinado por la Virgen María.
– ¿Y bien? -preguntó el periodista.
– Bellísima. Una inspiración para cualquier no creyente.
Barker también sonrió y copió las palabras.
– Este cuadro me trae muchos recuerdos -añadió el sacerdote. Vaciló un momento y yo creí que mi corazón iba a dejar de latir-, pero debo decirle, señor Barker, que no es el auténtico. Una simple copia de la pintura que yo conocía tan bien.
El periodista dejó de escribir.
– ¿Una copia?
– Sí, eso temo. Una copia excelente, pintada probablemente por un joven discípulo del maestro, pero una copia, en fin de cuentas.
Barker, incapaz de ocultar su decepción, dejó el cuaderno sobre la mesa. Parecía que tuviera ganas de protestar.
El obispo se puso en pie e inclinó la cabeza en mi dirección.
– Lamento que le hayan causado tantos problemas, lady Trumper.
Yo también me levanté y le acompañé a la puerta, donde se enfrentó de nuevo a la prensa congregada. Los periodistas guardaron silencio, a la espera de que el obispo hiciera alguna revelación. Pensé por un momento que se lo estaba pasando en grande.
– ¿Es auténtica, obispo? -gritó un periodista.
– Es un retrato de la Santísima Virgen, en efecto -sonrió el obispo-, pero temo que se trata de una copia de escaso valor. -Subió a su coche sin decir nada más y desapareció.
– Qué alivio -exclamé, cuando el coche se perdió de vista. Me volví, pero no vi a Charlie por ninguna parte. Corrí a mi despacho y le encontré allí, sujetando el cuadro con ambas manos. Cerré la puerta para estar solos.
– Qué alivio -repetí-. Ahora, la vida recobrará la normalidad.
– Te habrás dado cuenta, por supuesto, de que éste es el Bronzino -dijo Charlie, mirándome a los ojos.
– No seas tonto. El obispo…
– ¿Te fijaste en cómo lo cogía? Nadie acaricia una falsificación de esa forma. Además, observé sus ojos mientras tomaba la decisión.
– ¿La decisión?
– Sí, la de arruinar o no nuestras vidas, a cambio de su amado Bronzino.
– ¿Quieres decir que hemos poseído una obra maestra durante veinte años sin saberlo?
– Eso parece, pero no estoy seguro de quién se llevó la pintura de la capilla.
– No pensarás que Guy…
– Convengo en que Tommy es más plausible, aunque estoy convencido de que ignoraba el auténtico valor del cuadro…
– ¿Y cómo descubrió Guy dónde estaba, aparte de su valor?
– Tal vez mediante los registros de la compañía, o puede que una conversación casual con Daphne le pusiera sobre la pista.
– Eso no explica cómo descubrió que se trataba de un original.
– Estoy de acuerdo. Sospecho que no lo descubrió, sino que vio en la pintura otra manera de desacreditarme.
– Entonces, ¿cómo…?
– La señora Trentham ha tenido varios años para averiguarlo.
– Santo Dios. ¿Qué papel ha jugado Kitty?
– Una mera distracción que la señora Trentham utilizó para perjudicarnos.
– ¿Hasta dónde llegará esa mujer con tal de destruirnos?
– Lo único que sé es que no se alegrará cuando descubra que su gran proyecto se ha ido al traste.
Me derrumbé en la silla, al lado de mi marido.
– ¿Qué haremos ahora?
Charlie continuaba aferrando la pequeña obra de arte como si temiera que alguien se la fuera a quitar.
– Sólo podemos hacer una cosa.
Aquella noche nos dirigimos en coche a casa del arzobispo y aparcamos frente a la puerta de servicio.
– Es más apropiado -indicó Charlie, antes de llamar a la vieja puerta de roble. Un sacerdote nos abrió y, sin pronunciar una palabra, nos condujo a presencia del arzobispo, que estaba tomando una copa de vino con el obispo de Reims.
– Sir Charles y lady Trumper -anunció el sacerdote.
– Bienvenidos, hijos míos -dijo el arzobispo, levantándose para recibirnos-. Es un placer inesperado -añadió, después de que Charlie le besara el anillo-, ¿Qué os trae a mi casa?
– Tenemos un pequeño regalo para el obispo -dijo, tendiéndole un paquete envuelto en papel a su Excelencia.
La sonrisa del obispo fue idéntica a la que había aparecido en su rostro cuando afirmó que la pintura era una copia. Abrió el paquete poco a poco, como un niño que recibe un regalo sin ser su cumpleaños. Sostuvo la pequeña obra maestra en sus manos durante un rato, antes de ofrecerla a la consideración del arzobispo.
– Verdaderamente magnífica -comentó el arzobispo, examinándola con atención. Después, la devolvió al obispo-. ¿Dónde la colgará?
– Creo que el lugar apropiado será sobre la cruz de la capilla de St. Augustine. Dentro de un tiempo, alguien mucho más versado que yo en estas materias declarará que el cuadro es un original. -Levantó la vista y sonrió, una sonrisa demasiado perversa para venir de un obispo.
El arzobispo se volvió hacia mí.
– ¿Les apetece a usted y a su marido quedarse a cenar con nosotros?
Le agradecí su amabilidad, pero aduje un compromiso previo. Los dos nos despedimos de ellos y salimos de la casa en silencio.
Cuando la puerta se cerró a nuestras espaldas, me pareció oír decir al arzobispo.
– Has ganado la apuesta, Pierre.
– ¿Veinte mil libras? -preguntó Becky, parándose frente al número 141 -, Estás bromeando.
– Es el precio que pide el agente -dijo Tim Newman.
– Pero si la tienda no puede valer más de tres mil libras -dijo Charlie, contemplando el único edificio de la manzana que aún no le pertenecía-. En cualquier caso, firmé un acuerdo con el señor Sneddles…
– Pero no por los libros -señaló el banquero.
– Pero si no queremos los libros -protestó Becky, advirtiendo por primera vez que una pesada cadena y un cerrojo impedían el paso al local.
– En ese caso, no podrá entrar en posesión de la tienda, pues su acuerdo con el señor Sneddles no entrará en vigor hasta que se venda el último libro.
– ¿Tanto valen esos libros? -preguntó Becky.
– El señor Sneddles, con su estilo habitual, ha escrito el precio a lápiz en cada uno de ellos -explicó Tim Newman-, Su colega, el doctor Halcombe, me ha dicho que el total asciende a unas cinco mil libras, a excepción…
– Pues compra el lote -intervino Charlie-, porque conociendo a Sneddles, es probable que los haya tasado a la baja. Becky subastará toda la colección a finales de año. Así, el déficit no sobrepasará las mil libras.
– A excepción de un conjunto de primeras ediciones de Blake -añadió Newman-. Encuadernadas en pergamino y valoradas en el inventario de Sneddles en quince mil libras.
– Quince mil libras en un momento en que debo contar hasta el último penique. ¿Quién se imagina que…?
– Alguien muy consciente de que usted no puede llevar adelante la construcción de los grandes almacenes hasta ser el propietario de esta tienda en particular -insinuó Newman.
– ¿Cómo pudo ella…?
– Porque las obras de Blake fueron adquiridas previamente en la librería Heywood Hill de la calle Curzon por la principesca suma de cuatro libras y diez chelines, y sospecho que la dedicatoria aclara la mitad del misterio.
– La señora Ethel Trentham, si no me equivoco -dijo Charlie.
– No, pero casi. Las palabras exactas que constan en la guarda, si no recuerdo mal, dicen: De tu nieto que te quiere, Guy. 9 de mayo de 1917.
Charlie y Becky se quedaron mirando a Tim Newman durante unos instantes.
– ¿Qué quiere decir, la mitad del misterio? -preguntó Charlie.
– También sospecho que ella necesita el dinero -dijo el banquero.
– ¿Para qué? -preguntó Becky, incrédula.
– Para adquirir acciones del «Trumper's» de Chelsea.
El 19 de marzo de 1948, dos semanas después de que el obispo regresara a Reims, la emisión de acciones de «Trumper's» fue aireada en la prensa, junto con anuncios a toda página en el Times y el Financial Times. Lo único que podían hacer Charlie y Becky era sentarse y aguardar la respuesta del público. Al cabo de tres días del anuncio, la suscripción de bonos había superado la emisión y, pasada una semana, el banco mercantil había recibido el doble de las peticiones necesarias. Después de contar las solicitudes, un sólo problema se planteó a Charlie y a Tim Newman: cómo distribuir las acciones. Ambos estuvieron de acuerdo en aceptar de entrada a las instituciones que habían solicitado un paquete sustancioso, pues eso facilitaría al consejo de administración conseguir la mayoría de las acciones, si se producían problemas en el futuro.
La única solicitud que intrigó a Tim provenía de Hambros & Cía., que, sin explicación alguna, deseaba adquirir cien mil acciones, que significaba controlar el diez por ciento de la empresa. Tim, no obstante, recomendó al presidente que aceptara la solicitud, ofreciéndoles al mismo tiempo un puesto en el consejo. Charlie accedió a ello, pero sólo después de que Hambros confirmara que la propuesta no procedía de la señora Trentham o alguno de sus allegados. Dos instituciones más solicitaron el cinco por ciento: Prudential Life, que había trabajado al servicio de la empresa desde el principio, y una fuente de los Estados Unidos. Becky no tardó en descubrir que era una tapadera de un monopolio familiar de los Field. Charlie aceptó con agrado ambas peticiones, y el resto de las acciones fue dividido entre otros mil setecientos inversores ordinarios, incluyendo cien acciones, el mínimo permitido, que pasaron a manos de una viuda residente en Chelsea. La señora Symonds había escrito una nota a Charlie, recordándole que había sido una cliente habitual desde que abrió su primera tienda.
Una vez distribuidas las acciones, Tim Newman creyó conveniente que Charlie pensara en nuevos nombramientos para el consejo. Hambros propuso al señor Robert Harrison, un socio mayoritario de los abogados Harrison, Dickens & Cobb, a quien Charlie aceptó sin más. Becky sugirió que se nombrara a Simón Matthews, que dirigía la sala de subastas durante sus ausencias. Charlie aceptó también, hasta conformar una junta de nueve miembros.
Un par de semanas más tarde, Becky dio una fiesta para celebrar la inauguración de la casa de Eaton Square. Unos cien invitados acudieron a la cena, que fue necesario servir en cinco salas diferentes.
Daphne llegó tarde, aduciendo un embotellamiento de tráfico, pero el coronel llegó desde Skye sin el menor problema. Daniel vino de Cambridge acompañado de Marjorie Carpenter y, ante la sorpresa de Becky, Simón Matthews apareció con Cathy Ross del brazo.
Después de la cena, Daphne pronunció un breve discurso y ofreció a Charlie una caja de plata para puros que representaba a escala «Trumper's».
Becky consideró que el regalo había sido un éxito porque, cuando el último invitado se marchó, Charlie se llevó la caja al dormitorio y la depositó sobre la mesilla de noche.
Charlie se acostó y echó un último vistazo a su nuevo juguete, mientras Becky salía del cuarto de baño.
– ¿Has considerado la posibilidad de nombrar a Percy director?
Charlie la miró con escepticismo.
– A los accionistas les gustará que conste un marqués en el papel impreso de la empresa. Les dará sensación de confianza.
– Eres tan presuntuosa, Rebecca Salmon. Siempre lo has sido y siempre lo serás.
– No dijiste eso cuando sugerí, hace veinticinco años, que el coronel fuera nuestro primer presidente.
– Muy cierto, pero estaba seguro de que se negaría. En cualquier caso, prefiero invitar a Daphne a formar parte del consejo. De esta manera, tendremos el apellido y su particular sentido común.
– Tenía que haberlo pensado, pero no estoy segura de cómo responderá a la sugerencia.
Cuando Becky invitó a Daphne a incorporarse a la junta de «Trumper's» como director no ejecutivo, se sintió abrumada y, ante la sorpresa general, asumió sus nuevas responsabilidades con inmensa energía y entusiasmo. Nunca se perdía una asamblea, siempre leía los periódicos de cabo a rabo y, cuando consideraba que Charlie no había abordado en profundidad alguno de los temas tratados o, aún peor, intentaba dar largas sobre algún asunto, le asediaba hasta que explicaba en detalle sus proyectos.
– ¿Todavía confías en construir «Trumper's» por el precio que recomendaste en tu primer documento de propuesta, señor presidente? -le preguntó una y otra vez durante los siguientes dos años.
– No estoy seguro de que tuvieras una buena idea cuando ofreciste una participación a Daphne -gruñía Charlie a Becky después de cada asamblea tumultuosa en que la marquesa le había vencido con creces.
– No me eches a mí la culpa -contestaba Becky-. Yo habría invitado a Percy, pero tú dijiste que era una presuntuosa.
Fue Daphne quien reveló a Becky que el 17 de Eaton Square se ponía a la venta. Charlie sólo necesitó ver una vez la casa de ocho habitaciones para decidir que allí quería pasar el resto de su vida. No pensó en que alguien debía supervisar la mudanza, paralelamente a la construcción de «Trumper's». Becky no se quejó porque también se había prendado de la casa.
Los arquitectos tardaron casi dos años en terminar las torres gemelas de «Trumper's», el pasadizo colgante que las comunicaba y las cinco plantas de oficinas que se elevaban sobre el solar de la señora Trentham. La tarea no resultó sencilla, pero Charlie confiaba en que el negocio continuaría en las demás tiendas como si nada ocurriera a su alrededor. Todos los implicados quedaron maravillados cuando, durante el período de transición, las pérdidas de «Trumper's» fueron mínimas.
Charlie se propuso supervisarlo todo, desde el emplazamiento exacto de los ciento dieciocho departamentos hasta el color de las catorce hectáreas de alfombra, desde la velocidad de los doce ascensores hasta el voltaje de las cien mil bombillas, desde los expositores de los noventa y seis escaparates hasta los uniformes de los setecientos empleados, cada uno de los cuales llevaba un pequeño carretón de plata en la solapa.
Los costes sobrepasaron en mucho el presupuesto inicial cuando Charlie calculó la cantidad de espacio que necesitaría para el almacén, sin contar el aparcamiento subterráneo, ahora que tantos clientes poseían su propio automóvil. Sin embargo, los contratistas lograron concluir el edificio el 1 de septiembre de 1949, en especial porque Charlie aparecía en las obras a las cuatro y media de la mañana, y no solía regresar a casa antes de la medianoche.
La marquesa de Wiltshire, acompañada de su marido, celebró la ceremonia oficial de inauguración el 18 de octubre de 1949.
Un millar de personas alzaron sus gafas cuando Daphne declaró inaugurado el edificio. Los invitados hicieron lo que pudieron por dilapidar los beneficios de la empresa correspondientes al primer año a base de comer y beber. Charlie no aparentó darse cuenta. Se desplazaba de una planta a otra lleno de alegría, comprobando que todo estuviera exactamente como él quería, mientras vigilaba que los principales proveedores fueran debidamente atendidos.
Amigos, parientes, accionistas, compradores, vendedores, periodistas, curiosos, gorrones y hasta clientes celebraban el acontecimiento en todas las plantas. A la una, Becky se sintió tan cansada que decidió ir en busca de su marido, con la esperanza de que consintiera en volver a casa. Encontró a su hijo en la sección de electrodomésticos, examinando un frigorífico que era demasiado grande para su habitación del Trinity. Daniel le dijo a su madre que había visto a Charlie salir del edificio media hora antes.
– ¿Salir del edificio? -preguntó Becky, incrédula-. ¿Es posible que tu padre haya vuelto a casa sin mí? -Cogió el ascensor hasta la planta baja y se dirigió a toda prisa hacia la entrada principal. El portero la saludó, abriendo una de las enormes puertas dobles que daban a Chelsea Terrace.
– ¿Ha visto a sir Charles, por casualidad? -le preguntó Becky.
– Sí, señora. -Señaló con un movimiento de cabeza al otro extremo de la calle.
Becky vio a Charlie sentado en su banco, acompañado de un anciano. Ambos charlaban animadamente, contemplando «Trumper's». El anciano señaló algo que había atraído su atención y Charlie sonrió. Becky atravesó la calle, pero el coronel ya se había puesto firmes mucho antes de que llegara a su lado.
– Cuánto me alegro de verte, querida -dijo el hombre, inclinándose para besar a Becky en la mejilla-. Ojalá Elizabeth hubiera vivido para verlo.
– En mi opinión, se trata de un chantaje -dijo Charlie-. Quizá ha llegado la hora de someter el tema a votación.
Becky paseó la mirada por la mesa, preguntándose cuál sería el resultado. La junta había trabajado al completo durante tres meses, desde que «Trumper's» había abierto las puertas al público, pero éste era el primer tema de importancia que ocasionaba disensiones graves.
Charlie se sentaba a la cabecera de la mesa y parecía particularmente irritado por la idea de que no iba a salirse con la suya. A su derecha se hallaba la secretaria de la empresa, Jessica Allen. Jessica no tenía voto, pero estaba presente para el recuento de votos. Arthur Selwyn, que había trabajado con Charlie en el ministerio de Alimentación, había dejado la administración pública en fecha reciente para sustituir al ya jubilado Tom Arnold como director gerente. Selwyn había demostrado ser una elección inspirada; perspicaz y minucioso, era el contraste ideal del presidente, pues siempre intentaba evitar la confrontación. Tim Newman, el joven banquero mercantil de la empresa, era sociable, cordial y casi siempre apoyaba a Charlie, aunque no desdeñaba ofrecer un punto de vista contrario si creía que peligraban las finanzas de la empresa. Paul Merrick, el nuevo director financiero, no era sociable ni cordial, y no dejaba de afirmar que debía su lealtad al banco Child y a su inversión. En cuanto a Daphne, pocas veces votaba como se esperaba de ella, y no seguía la corriente a Charlie…, ni a nadie. El señor Harrison, un abogado silencioso y de edad avanzada, que representaba el diez por ciento de la empresa en nombre de Hambros, hablaba muy poco, pero cuando lo hacía todo el mundo escuchaba, incluida Daphne.
Ned Denning y Bob Makins, que llevaban casi treinta años al servicio de Charlie, no solían contradecir los deseos de su presidente, mientras Simón Matthews exhibía a menudo rasgos de independencia que confirmaban la alta opinión que Becky tuvo de él desde el principio.
– Lo último que necesitamos ahora es una huelga -dijo Merrick-. Justo cuando parece que hemos superado el punto crítico.
– Pero las exigencias del sindicato son insultantes -intervino Tim Newman-. Un aumento de diez chelines, una semana laboral de cuarenta y cuatro horas antes de que se instauren las horas extras… Repito, es insultante.
– La mayoría de los grandes almacenes han accedido a sus peticiones -recalcó Paul Merrick, revisando un artículo del Financial Times que tenía frente a él.
– Tirar la toalla sería un error -insistió Newman-, Debo advertir a la junta que significaría incrementar nuestros gastos de personal en veinte mil libras, para este año…, y eso antes de tener en cuenta las horas extras. A la larga, los que padecerán las consecuencias serán nuestros accionistas.
– ¿Cuánto gana actualmente un dependiente? -preguntó el señor Harrison en voz baja.
– Doscientas cincuenta libras al año -dijo Arthur Selwyn de memoria-. Teniendo en cuenta los aumentos, si han cumplido quince años de servicios en la empresa, esa cantidad puede ascender a cuatrocientas libras al año.
– Hemos repasado las cifras en incontables ocasiones -dijo Charlie con aspereza -. Ha llegado el momento de tomar una decisión: ¿nos mantenemos firmes, o accedemos a las exigencias del sindicato?
– Es posible que estemos exagerando, señor presidente -intervino por primera vez Daphne-, Es posible que la situación no sea tan grave como usted imagina.
– ¿Ha pensado en una alternativa? -Charlie no intentó ocultar su incredulidad.
– Quizás, señor presidente. En primer lugar, pensemos en las consecuencias de aumentar el sueldo a nuestro personal. Una obvia disminución de nuestros recursos, dejando aparte lo que los japoneses llaman «prestigio». Por otra parte, si no accedemos a sus demandas es posible que perdamos algunos de nuestros mejores empleados, y no descarto que los más débiles se pasen a la competencia.
– ¿Qué sugiere, pues, lady Wiltshire? -preguntó Charlie, que siempre se dirigía a Daphne por su título cuando deseaba demostrarle que no estaba de acuerdo con ella.
– Tal vez un compromiso -contestó Daphne, sin enfadarse-, si el señor Selwyn lo considera todavía posible a estas alturas. Por ejemplo, ¿aceptarían los sindicatos negociar directamente con nuestro director gerente una propuesta alternativa sobre salarios y horario?
– Podría hablar con Don Short, el dirigente de la U.S.D.A.W., si así lo desea la junta -dijo Arthur Selwyn-. Siempre le he considerado un hombre honrado e imparcial, y ha demostrado una constante lealtad a «Trumper's» durante todos estos años.
– ¿Que el director gerente negocie directamente con los representantes de los sindicatos? -ladró Charlie-. La próxima vez querrás que se incorpore a la junta.
– El señor Selwyn podría hacerle una propuesta informal -dijo Daphne-, Estoy segura de que podrá manejar al señor Short con suma habilidad.
– Estoy de acuerdo -intervino el señor Harrison. Daba su opinión tan pocas veces que, cuando lo hacía, todo el mundo le prestaba atención.
– Propongo, pues, que autoricemos al señor Selwyn a negociar en nuestro nombre -continuó Daphne-, Confiemos en que halle una forma de evitar la huelga general, sin acceder a todas las exigencias del sindicato.
– Me gustaría intentarlo -dijo Selwyn-, Informaré a la junta en la siguiente reunión. -Becky admiró una vez más la pericia con que Daphne y Arthur Selwyn habían desmontado una bomba de relojería que el presidente habría dejado estallar alegremente sobre la mesa de conferencias.
– Gracias, Arthur -dijo Charlie, algo a regañadientes-. Adelante con ello. ¿Algún otro tema?
– Sí -contestó Becky-. Deseo informar a la junta de que celebraré una subasta de plata georgiana a final de mes. Los catálogos se enviarán dentro de un par de días, y espero la asistencia de todos los directores que estén libres en esa fecha.
– ¿Cómo se saldó la última venta de antigüedades? -preguntó el señor Harrison.
Becky consultó su carpeta.
– La subasta recaudó cuarenta y cuatro mil setecientas libras, de las que el siete y medio por ciento corresponden a «Trumper's».
Sólo tres objetos no alcanzaron el precio mínimo fijado, y fueron devueltos.
– Mi curiosidad por el éxito de la subasta -indicó el señor Harrison- se debe a que mi querida esposa compró un aparador Carlos II.
– Uno de los objetos más bellos que se subastaban -comentó Becky.
– Mi esposa pensó lo mismo, porque pujó mucho más alto de lo que pensaba en un principio. Le estaré muy agradecido si no le envía el catálogo de la subasta de plata.
Los demás miembros de la junta estallaron en carcajadas.
– He leído en algún sitio -dijo Tim Newman -que «Sotheby's» está considerando la idea de elevar al diez por ciento su comisión por cada venta.
– Lo sé -contestó Becky-. Por eso me niego a imitarles hasta dentro de un año, como mínimo. Si quiero seguir robándoles sus mejores clientes, he de mostrarme competitiva a corto plazo.
Newman asintió con la cabeza.
– Sin embargo -prosiguió Becky-, si mantengo el siete y medio durante 1950, mis beneficios no serán tan altos como había pensado, pero mientras los principales vendedores sigan acudiendo a nosotros, seguiré haciendo frente al problema.
– ¿Y los compradores? -preguntó Paul Merrick.
– No constituyen ningún problema. Si tenemos el producto que desean, los compradores no dejarán de llamar a nuestra puerta. Son los vendedores el fluido vital de nuestra sala de subastas y, por lo tanto, tienen tanta importancia como los compradores.
– Menudo negocio te has montado -sonrió Charlie-. ¿Algún otro tema?
Como nadie habló, Charlie agradeció a todos los miembros de la junta su asistencia.
– La reunión de la junta se celebrará a las diez, seguida de la asamblea general a las doce. -Se levantó de su asiento, la señal habitual de que la reunión había concluido.
Becky recogió sus papeles y volvió a la galería en compañía de Simón.
– ¿Has hecho el recuento para la subasta de la plata? -preguntó ella, entrando en el ascensor.
– Sí. Terminé anoche. Ciento treinta y dos objetos en total. Calculo que obtendremos unos beneficios aproximados de siete mil libras.
– He visto el catálogo esta mañana -dijo Becky-. Me da la impresión de que Cathy ha hecho un trabajo excelente. Sólo descubrí uno o dos errores, pero me gustaría examinar las pruebas definitivas antes de enviarlo a la imprenta.
– Por supuesto. Le diré que le lleve las hojas sueltas a su despacho esta tarde.
Salieron del ascensor.
– Esa chica es un auténtico hallazgo -comentó Becky-, Dios sabe lo que hacía trabajando en ese hotel antes de acudir a nosotros. La echaré mucho de menos cuando vuelva a Australia.
– Corren rumores de que piensa quedarse.
– Una buena noticia. Creía que pensaba pasar un sólo año en Londres, antes de regresar a Melbourne.
– Es lo que ella había planeado en un principio. Sin embargo, es posible que la haya convencido de prolongar su estancia.
Becky quiso pedirle más detalles a Simón, pero cuando puso el pie en la galería se vio rodeada de empleados, ansiosos de llamar su atención.
Tras solucionar varias dudas, Becky preguntó a una de las chicas que atendían en el mostrador que localizara a Cathy y la enviara a su despacho.
– No está aquí en este momento, lady Trumper. La vi salir hace una hora.
– ¿Sabes adonde fue?
– Ni idea, lo siento.
– Bien, dile que vaya a mi despacho en cuanto vuelva. Entretanto, ¿puedes enviar estas pruebas del catálogo de la plata?
Becky se paró varias veces para hablar de algunos problemas surgidos en su ausencia, de modo que cuando se sentó ante su escritorio las pruebas ya la estaban esperando. Pasó las páginas poco a poco, examinando la foto de cada objeto y la detallada descripción. Estuvo de acuerdo con Simón: Cathy Ross había realizado un trabajo excelente. Estaba estudiando la fotografía de un bote de mostaza georgiano, adquirido por Charlie en «Christie's», cuando una joven llamó a la puerta y asomó la cabeza.
– ¿Quería verme?
– Sí. Entra, Cathy. -Becky miró a la muchacha alta, delgada, de rubio cabello rizado y un rostro que aún no había perdido todas sus pecas. Le gustaba pensar que, en otro tiempo, su silueta había sido tan esbelta como la de Cathy, pero el espejo del cuarto de baño le recordaba sin piedad que se estaba acercando a su cincuenta cumpleaños. Sólo quería examinar las pruebas definitivas del catálogo de la plata antes de enviarlas a la imprenta.
– Siento no haber estado aquí cuando volvió de la reunión. Sucedió algo que me preocupó. Tal vez exagere, pero creo que debo contárselo.
Becky se quitó las gafas, las dejó sobre el escritorio y la miró con gravedad.
– Te escucho.
– ¿Se acuerda de aquel hombre que provocó tanto alboroto durante la subasta italiana acerca del Bronzino?
– ¿Crees que puedo olvidarle?
– Bien, esta mañana volvió a la galería.
– ¿Estás segura?
– Bastante. Corpulento, cabello castaño, bigote pelirrojo y tez cetrina. Hasta tuvo la cara dura de llevar otra vez aquella espantosa chaqueta de tweed y la corbata amarilla.
– ¿Qué quería esta vez?
– No estoy segura, aunque le vigilé todo el rato. No habló con ningún empleado, pero se interesó mucho por algunos objetos de la subasta de plata… El lote 19, en particular.
Becky volvió a calarse las gafas y pasó las páginas del catálogo hasta localizar el objeto en cuestión: «Servicio de té georgiano compuesto de cuatro piezas, tetera, azucarero, colador y tenacillas para el azúcar, circa 1820. Valor estimado, setenta libras».
Becky reparó en las letras «AH» impresas en el margen.
– Uno de nuestros mejores artículos.
– Y él está de acuerdo con usted, por lo visto, porque pasó mucho tiempo examinando cada pieza por separado y tomando gran cantidad de notas antes de irse. Incluso comparó la tetera con una fotografía que había traído.
– ¿Nuestra fotografía?
– No, la trajo él.
– ¿De veras? -Becky estudió de nuevo la foto del catálogo.
– Y la razón por la que yo no estaba cuando usted llegó de la reunión es que decidí seguirle cuando se marchó de la galería.
– Buenos reflejos -sonrió Becky-, ¿Adonde se dirigió nuestro hombre misterioso?
– A Chester Square. Una casa grande situada a mano derecha. Dejó un paquete en el buzón, pero no entró.
– ¿El número diecinueve?
– Exacto -se sorprendió Cathy-. ¿Le conoce?
– En persona no -contestó Becky, sin más explicaciones.
– ¿Puedo ayudarla en algo más?
– Sí. ¿Te acuerdas algo del cliente que trajo ese lote en concreto para la subasta?
– Desde luego, porque me llamaron al mostrador principal para atender a esa dama. -Hizo una pausa -. No me acuerdo del nombre, pero era mayor…, «muy fina». -Cathy vaciló antes de continuar-, Si no recuerdo mal, había viajado desde Nottingham. La dama me dijo que había heredado de su madre el servicio de té. Explicó que no le gustaba vender un recuerdo familiar, pero «las circunstancias mandan». Recuerdo la expresión, porque nunca la había oído.
– ¿Y qué opinó el señor Fellowes cuando le enseñaste el servicio?
– El mejor ejemplo del período que había visto en una subasta, sobre todo porque cada pieza está en perfectas condiciones. Peter está convencido de que el lote alcanzará un buen precio, y así lo ha estimado en el catálogo.
– Lo mejor será que llamemos a la policía ahora mismo -dijo Becky-. No deseo que nuestro hombre misterioso se levante otra vez para anunciar que este artículo también ha sido robado.
Descolgó el teléfono del escritorio y pidió que la comunicaran con Scotland Yard. Momentos después, el inspector Deakins del C.I.D. [24] habló con ella y, tras enterarse de lo ocurrido aquella mañana, accedió a visitar la galería por la tarde.
El inspector llegó poco después de las tres, acompañado por un sargento. Becky les condujo ante Peter Fellowes, el cual señaló la raya diminuta de una bandeja de plata que estaba examinando, Becky frunció el ceño. Fellowes se interrumpió y se acercó al centro de la mesa, donde ya se hallaba el servicio de té.
– Muy hermoso -dijo el inspector, inclinándose para estudiar las piezas-. Debe datar de 1820, aproximadamente.
Becky enarcó una ceja.
– Es mi afición favorita -explicó el inspector-. Por eso siempre me acaban adjudicando este tipo de trabajos.
Sacó una carpeta de su maletín y estudio varias fotografías, junto con detalladas descripciones de objetos de plata desaparecidos en fecha reciente del área londinense. Una hora después se mostró de acuerdo con Fellowes: ninguna de ellas concordaba con la descripción del servicio de té georgiano.
– Bien, no nos han informado de nada robado que coincida con este lote en particular -admitió-. Los ha pulido de una forma tan admirable -dijo, volviéndose hacia Cathy- que es imposible identificar ninguna huella.
– Lo siento -dijo Cathy, enrojeciendo un poco.
– No, señorita, no es culpa suya. Ha hecho un trabajo excelente. Ojalá mis humildes piezas tuvieran ese aspecto. De todos modos, me pondré en contacto con la policía de Nottingham, no sea que encuentren algo en sus archivos. Si no es así, enviaré una descripción a todas las fuerzas del Reino Unido, por si acaso. Y también les pediré que investiguen a la señora…
– Dawson -dijo Cathy.
– Señora Dawson. Tardarán un poco, por supuesto, pero la informaré en cuanto sepa algo.
– La subasta tendrá lugar dentro de tres semanas, a partir del próximo martes -le recordó Becky.
– Bien, traté de que todo esté aclarado para ese momento -prometió el inspector.
– ¿Dejamos la página en el catálogo, o prefiere que retiremos las piezas? -preguntó Cathy.
– Oh, no, no retiren nada. Dejen el catálogo exactamente como está, por favor. Alguien podría reconocer el servicio y ponerse en contacto con nosotros.
Alguien ya ha reconocido el servicio, pensó Becky.
– A propósito -continuó el inspector-, le agradecería que me diera una copia de la foto del catálogo, así como los negativos.
Cuando Charlie se enteró de lo ocurrido, mientras cenaban, su consejo fue retirar el servicio de té georgiano de la subasta… y ascender a Cathy.
– Tu primera sugerencia no es tan fácil de llevar a cabo -contestó Becky-. El catálogo estará a disposición del público mañana. ¿Qué explicación le daríamos a la señora Dawson por haber retirado la reliquia familiar de su querida madre?
– Que, en primer lugar, no era de su querida madre, y que lo retiraste por estar convencida de que es un objeto robado.
– Si lo hiciéramos, nos podría acusar de incumplimiento de contrato, cuando se descubriera más tarde que la señora Dawson era inocente de la acusación. Si nos llevara a los tribunales, no tendríamos a dónde cogernos.
– Si esta tal señora Dawson es tan inocente como tú piensas, ¿por qué demuestra la señora Trentham tanto interés por el dichoso servicio de té? Me cuesta creer que no tenga uno.
– Claro que lo tiene -rió Becky-, Lo sé, porque lo he visto, aunque jamás me sirvieron la taza de té prometida.
El inspector Deakins telefoneó tres días después a Becky para comunicarle que en los archivos de la policía de Nottingham no constaba ninguna referencia a un servicio de té que se ajustara a la descripción del que se iba a subastar. También le confirmaron que la señora Dawson no constaba en sus archivos. Ya había dado aviso a todas las comisarías del país.
– Pero -añadió- las fuerzas ajenas no cooperan mucho con la metropolitana en lo referente a intercambiar información.
Cuando Becky colgó el teléfono, decidió dar luz verde y enviar los catálogos, pese a los temores de Charlie. Se mandaron el mismo día, junto con invitaciones a la prensa y a ciertos clientes elegidos.
Un par de periodistas solicitaron entradas para la subasta. Una Becky inusualmente suspicaz ordenó que les investigaran, sólo para averiguar que trabajaban para periódicos nacionales, y que habían cubierto las subastas de «Trumper's» en ocasiones anteriores.
Simón Matthews consideró que Becky se estaba pasando de la raya, en tanto Cathy daba la razón a sir Charles, reforzando la opinión de que la alternativa más inteligente era retirar el servicio de té de la subasta hasta que Deakins les confirmara que no había problemas.
– Si retiráramos un lote cada vez que un hombre se interesa en alguna de nuestras subastas, lo mejor sería cerrar las puertas y dedicarnos a la astrología -comentó Simón.
El inspector Deakins telefoneó el lunes anterior a la subasta para preguntar si podía ver a Becky cuanto antes. Llegó a la galería media hora después, acompañado de su sargento. Lo único que sacó de su maletín esta vez fue un ejemplar del Aberdeen Evening Express correspondiente al 15 de octubre de 1949.
Deakins solicitó examinar de nuevo el servicio de té georgiano. Comparó minuciosamente cada pieza con una fotografía reproducida en una página interior del diario.
– No cabe duda, son éstas -dijo, después de verificarlo por segunda vez. Enseñó a Becky la foto.
Cathy y Peter Fellowes compararon cada pieza con la foto del periódico, y convinieron en que el parecido era asombroso.
– El servicio fue robado del Museo de la Plata de Aberdeen hace tres meses -dijo el inspector-. La maldita policía local no se molestó en informarnos. Consideraron, sin duda, que no era asunto nuestro.
– ¿Qué haremos ahora? -inquirió Becky.
– La policía de Nottingham ha visitado ya a la señora Dawson, y encontraron en su casa otras piezas de plata y joyas ocultas en diversos escondrijos. La han conducido a la comisaría para que, como diría la prensa, ayude a la policía en sus pesquisas. -Guardó el periódico en el maletín-. Después de que les llame para darles la noticia, espero que la acusen formalmente antes de que termine el día. Sin embargo, temo que tendré que llevarme el servicio de té a Scotland Yard a efectos del proceso.
– Por supuesto -dijo Becky.
– Mi sargento le entregará un recibo, lady Trumper, y yo quisiera darle las gracias por su cooperación. -El inspector vaciló, mirando con ternura el servicio de té-. Dos meses de sueldo -suspiró-, y robado por nada. -Saludó con el sombrero y los dos policías salieron de la galería.
– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Cathy.
– No podemos hacer gran cosa -contestó Becky-, Seguir adelante con la subasta como si no hubiera pasado nada, explicando que el lote ha sido retirado cuando le toque el turno.
– Y nuestro hombre saltará y dirá: «¿No es un ejemplo de que están anunciando artículos robados, que esperan a retirar en el último momento?». Más que una sala de subastas, pareceremos una casa de empeños -comentó Simón, enfurecido-, ¿Por qué no ponemos frente a la puerta tres globos, y hasta una verja, para indicar el tipo de gente que deseamos atraer?
Becky no reaccionó,
– Si tan mal te sabe, Simón, ¿por qué no tratamos de darle la vuelta a la situación en beneficio nuestro? -sugirió Cathy.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Becky. Simón y ella miraron a la joven empleada.
– Hemos de conseguir el apoyo de la prensa, para variar.
– No estoy segura de entenderte.
– Telefonee a aquel periodista del Telegraph… ¿Cómo se llamaba? Barker…, y concédale la exclusiva de la historia.
– ¿En qué nos puede beneficiar? -preguntó Becky.
– Esta vez le daremos nuestra versión de los hechos, y estará muy contento de ser el único periodista que tenga la exclusiva, sobre todo después del fiasco del Bronzino.
– ¿Crees que le va a interesar un servicio de té valorado en setenta libras?
– ¿Estando mezclados un museo escocés y una perista profesional detenida en Nottingham? Se interesará en el acto. En especial, si no se lo decimos a nadie más.
– ¿Te apetece encargarte en persona del señor Barker, Cathy? -preguntó Becky.
– Deme la oportunidad.
A la mañana siguiente, el Daily Telegraph publicaba un breve- pero destacado artículo en la página tres, anunciando que «Trumper's», los subastadores de bellas artes, habían llamado a la policía después de tener dudas sobre la propiedad de un servicio de le georgiano que, posteriormente, resultó haber sido robado del mu seo de la Plata de Aberdeen. La policía de Nottingham había detenido a una mujer, a la que acusaron después de traficar con bienes robados. El artículo continuaba diciendo que el inspector Deakins de Scotland Yard había declarado al Telegraph-, «Ojalá todas las salas de subastas y galerías de Londres fueran tan concienzudas como Trumper's».
Acudió numeroso público a la subasta de aquella tarde y, pese a la pérdida de una pieza fundamental de la subasta, «Trumper's» logró superar el precio estimado de varios lotes. El hombre de la chaqueta de tweed y la corbata amarilla no hizo acto de presencia.
– ¿Así que no seguiste mi consejo? -preguntó Charlie aquella noche, cuando leyó el Telegraph en la cama.
– Sí y no -contestó Becky-, No retiré de inmediato el servició de té, pero ascendí a Cathy.
El 9 de noviembre de 1950 «Trumper's» celebró su segunda asamblea general. Los directores se encontraron a las 10 de la mañana en la sala de juntas para que Arthur Selwyn les explicara el procedimiento que iba a seguir en la asamblea general.
A las doce en punto guió a los siete directores a la sala principal, como escolares conducido en fila india al recreo de la mañana.
Charlie presentó cada miembro de la junta a los accionistas congregados, cuyo número se elevaba a ciento veinte: una concurrencia respetable para tal ocasión, susurró Tim Newman al oído de Becky. Charlie pasó revista al orden del día sin que Arthur Selwyn precisara recordarle nada, y sólo se le formuló una pregunta embarazosa.
– ¿Por qué, durante el primer año de ejercicio, los gastos han superado tanto el presupuesto?
Arthur Selwyn explicó que el coste del edificio había sobrepasado la primera estimación, y los gastos de puesta en marcha incluían ciertas facturas que no volverían a repetirse en el futuro. También señaló que, en un plano puramente económico, «Trumper's» había logrado igualar costes y beneficios en el primer trimestre del segundo año. Añadió que tenía plena confianza en el año actual, sobre todo gracias al aumento previsto de turistas que acudirían a Londres con motivo del Festival de Gran Bretaña. No obstante, advirtió a los accionistas de que la compañía necesitaría pedir prestado más capital, si esperaban aumentar sus servicios.
Cuando Charlie declaró clausurada la asamblea general, permaneció sentado, porque la junta recibió una breve ovación, que pilló desprevenido al presidente.
Becky estaba a punto de volver al número 1, para continuar trabajando en la subasta de impresionistas que proyectaba para la primavera, cuando el señor Harrison se acercó y la cogió por el codo.
– ¿Puedo hablar con usted en privado, lady Trumper?
– Por supuesto. -Becky buscó un sitio tranquilo donde pudieran conversar.
– Creo que mi despacho de High Holborn sería más apropiado -sugirió el hombre-. Es un asunto bastante delicado. ¿Le va bien mañana, a las tres de la tarde?
Daniel telefoneó desde Cambridge aquella mañana. Becky no recordaba haberle oído nunca tan sereno y reconciliado con el mundo. Ella, por su parte, no estaba serena ni en paz con nadie. Aún no se le ocurría por qué el socio mayoritario de Harrison, Dickens & Cobb quería hablar con ella sobre «un asunto bastante delicado».
Se negaba a creer que la esposa del señor Harrison quisiera devolver el aparador Carlos II o precisara más detalles sobre la próxima subasta de impresionistas, pero, como en su caso la angustia privaba siempre sobre el optimismo, Becky se pasó las veintiséis horas siguientes temiendo lo peor.
No quiso comunicarle sus preocupaciones a Charlie, porque lo poco que sabía del señor Harrison la inducía a creer que si su marido tuviera algo que ver, el abogado habría solicitado verles a ambos. En cualquier caso, Charlie ya tenía bastantes problemas para cargarle, además, con los de ella.
El señor Harrison la recibió con una sonrisa cordial, como si fuera una pariente lejana de su extensa familia. Le ofreció la silla opuesta a su amplio escritorio de roble.
El señor Harrison debía tener unos cincuenta y cinco años, quizá sesenta, un rostro redondo y amistoso y unas pocas guedejas de cabello gris que se peinaba con la raya en medio. Su atavío, compuesto de chaqueta, chaleco, pantalones a rayas grises y corbata negra, podía ser el de cualquier abogado en diez kilómetros a la redonda. El hombre ocupó su silla, estudió los documentos amontonados frente a él y se quitó las gafas.
– Lady Trumper, ha sido muy amable al venir a verme. -Aunque se conocían desde hacía tres años, nunca la había tuteado.
– Iré directamente al grano. Uno de mis clientes era el difunto sir Raymond Hardcastle. -Becky se preguntó por qué no se lo había dicho nunca, y estuvo a punto de protestar-. Me apresuraré a decir que la señora Trentham no es y nunca ha sido cliente de esta firma.
Becky no hizo el menor esfuerzo para reprimir un suspiro de alivio.
– También debo informarla de que tuve el privilegio de trabajar para sir Raymond durante treinta años, y me consideraba no sólo su consejero legal, sino, hacia el final de su vida, un amigo íntimo. Se trata de una información complementaria, lady Trumper, porque usted tal vez considere importantes estos datos cuando haya oído todo lo que voy a decirle.
Becky asintió, esperando que el señor Harrison fuera al grano.
– Años antes de que muriera -continuó el abogado-, sir Raymond redactó un testamento. En él dividía los ingresos derivados de sus propiedades entre sus dos hijas… Unos ingresos, debería añadir, que han aumentado de forma considerable desde su muerte, gracias a algunas prudentes inversiones efectuadas a su nombre. Su hija mayor era la señorita Amy Hardcastle, y la menor, como usted ya sabe muy bien, la señora de Gerald Trentham. Los ingresos de las propiedades han sido suficientes para dotar a ambas damas de un nivel de vida equiparable, aunque no mayor, al que tenían antes de su muerte. No obstante…
¿Irá al grano de una vez el querido señor Harrison?, empezó a preguntarse Becky.
– … sir Raymond decidió, con gran clarividencia, que el capital en acciones continuaría intacto, tras permitir que la firma fundada por su padre y desarrollada por él con tanto éxito, se fusionara con uno de sus mayores rivales. Como comprenderá, lady Trumper, sir Raymond pensaba que ningún miembro de su familia podía sucederle como presidente de Hardcastle's. Ninguna de sus dos hijas, o nietos, sobre los cuales me extenderé más en su momento, eran lo suficientemente competentes como para llevar las riendas de una empresa pública.
El abogado se quitó las gafas, las limpió con un pañuelo que sacó del bolsillo superior de la chaqueta, examinó las gafas con aire crítico y entró en materia de nuevo.
– Sir Raymond no se hacía ilusiones sobre sus descendientes. Su hija mayor, Amy, era una dama bondadosa y tímida que cuidó a su padre durante sus últimos años. Cuando sir Raymond murió, se mudó a un hotelito de la costa, falleciendo escasos años después, como si ya hubiera terminado su papel en la vida.
»Su hija menor, Ethel Trentham… Se lo diré con la máxima delicadeza posible: sir Raymond consideraba que ella había perdido el contacto con la realidad y que ya no sentía el menor afecto por sus raíces. En cualquier caso, el hombre lamentaba muchísimo no haber tenido un hijo varón, de modo que cuando nació Guy, sus esperanzas en el futuro se concentraron en el joven nieto. Desde aquel día, fue muy generoso con él. Más tarde, se atribuyó la culpa de su desgracia. No cometió el mismo error con Nigel, un niño por el que jamás sintió afecto ni respeto.
»Sin embargo, sir Raymond ordenó a esta empresa que le mantuviéramos informado en todo momento sobre los miembros más cercanos de la familia. Así, cuando el capitán Trentham abandonó el ejército en 1923, de una manera inexplicable, nos ordenó que averiguáramos el motivo real que subyacía. Sir Raymond no aceptó la historia de su hija, en el sentido de que Guy había entrado como socio en una empresa australiana de tratantes de ganado. De hecho, se preocupó tanto que estuvo a punto de enviarme a Australia para descubrir la verdad. Entonces, Guy murió.
Becky tenía ganas de darle vueltas al señor Harrison como a un microsurco y hacerle superar las 78 revoluciones por minuto, pero también había llegado a la conclusión de que nadie podía apartar al hombre del sendero que se había fijado.
– El resultado de nuestras investigaciones -continuó Harrison -nos indujo a creer… lady Trumper, debo pedirle disculpas si incurro en alguna falta de delicadeza, pero no tengo intención de ofenderla… Nos indujo a creer que Charles Trumper no era el padre de su hijo, sino Guy Trentham.
Becky agachó la cabeza y el señor Harrison se disculpó de nuevo antes de proseguir.
– Sir Raymond, no obstante, necesitaba convencerse de que Daniel era su nieto, y con este fin efectuó dos visitas a San Pablo, después de que el muchacho ganara la beca para ese colegio.
Becky levantó la cabeza y miró al viejo abogado.
– En la primera ocasión vio tocar al muchacho en un concierto del colegio, Brahms, si no recuerdo mal, y en la segunda vio a Daniel recibir el premio Newton de matemáticas. Creo que usted también se encontraba presente. Después de la segunda visita, sir Raymond se convenció por completo de que Daniel era su nieto. Temo que todos los Hardcastle son agraciados con ese mentón, aparte de la propensión a balancearse de un pie al otro cuando están nerviosos. Por lo tanto, cambió su testamento al día siguiente.
El abogado cogió un documento atado con una cinta rosa, que desató poco a poco.
– Recibí las instrucciones, señora, de leerle las cláusulas importantes de este testamento en el momento que yo considerara apropiado, pero no antes de que el muchacho celebrara su trigésimo aniversario. Daniel cumplió treinta años hace unas semanas, si no me equivoco.
Becky asintió con la cabeza.
Harrison desdobló lentamente las rígidas hojas de pergamino.
– Ya le he explicado las disposiciones concernientes a las propiedades de sir Raymond. Sin embargo, desde la muerte de la señorita Amy, la señora Trentham recibe todos los beneficios de cualquier interés devengado del monopolio, y que ahora se elevan a unas cuarenta mil libras al año. Por lo que yo sé, sir Raymond no tomó disposiciones relativas a su nieto mayor, el señor Guy Trentham, pero como ya ha fallecido ese punto es irrelevante. Posteriormente, asignó una pequeña dote a su otro nieto, el señor Nigel Trentham. -Hizo una pausa-. Ahora, debo citar las palabras exactas de sir Raymond. -El abogado miró el documento y carraspeó-. «Después de cumplir los compromisos establecidos y pagar las facturas, lego los bienes residuales de mi patrimonio al señor Daniel Trumper del colegio Trinity, Cambridge.» Adquirirá la plena posesión de su disfrute a la muerte de su abuela, la señora de Gerald Trentham.
Ahora que el abogado había ido por fin al grano, el estupor dejó sin palabras a Becky. El señor Harrison se calló por si Becky deseaba decir algo, pero como ella sospechaba que aún se producirían más revelaciones siguió en silencio. Los ojos del abogado se posaron en los papeles desplegados sobre el escritorio.
– Creo que debería añadir, llegados a este punto, que sé muy bien, como lo sabía sir Raymond, el trato que usted ha recibido a manos de su nieto y su hija, por lo que debo informarla de que, si bien este legado será considerable, no incluye la granja de Ashurst, en Berkshire, ni la casa de Chester Square. Ambas propiedades, desde la muerte de su esposo, pertenecen a la señora Trentham. Tampoco incluye, y sospecho que esto le interesará más, el terreno de Chelsea Terrace, que no forma parte de las propiedades de sir Raymond. Sin embargo, todo lo demás será heredado por Daniel, si bien, como ya le he explicado, no ocurrirá hasta que la señora Trentham fallezca.
– ¿Ella lo sabe?
– La señora Trentham conocía muy bien las cláusulas del testamento de su padre. Incluso pidió asesoramiento para averiguar si podía invalidar las que introdujo después de las dos visitas de sir Raymond a San Pablo.
– ¿Inició alguna acción legal?
– No. Al contrario, de repente, y debo confesar que inexplicablemente, ordenó a sus abogados que retirasen todas las objeciones. De todos modos, sir Raymond estipuló con la mayor claridad que el capital nunca podría ser utilizado o controlado por sus hijas. Éste era privilegio de su descendiente directo.
Calló y posó las palmas de las manos sobre el papel secante colocado frente a él.
– Ahora tendré que decírselo -murmuró Becky para sí.
– Creo que así debe ser, lady Trumper. De hecho, el propósito de este encuentro era proporcionarle toda la información. Sir Raymond nunca estuvo seguro de que usted hubiera confesado a su hijo quién era exactamente su padre.
– No, nosotros nunca hemos…
Harrison se quitó las gafas y las puso sobre el escritorio.
– Tómese su tiempo, mi querida señora, y hágame saber cuándo tendré permiso para ponerme en contacto con su hijo y comunicarle su buena suerte.
– Gracias -dijo Becky en voz baja, pensando al mismo tiempo que había elegido unas palabras muy poco apropiadas.
– Por último -dijo el señor Harrison-, debo informarla también de que sir Raymond llegó a ser un gran admirador de su marido y de su trabajo, e incluso de la sociedad que forman ustedes dos. Hasta el punto de recomendar a esta firma que, si alguna vez «Trumper's» se convertía en sociedad anónima, debíamos comprar un buen paquete de acciones de la nueva empresa. Estaba convencido de que un proyecto de tal calibre sería rentable y llegaría a ser una inversión de primer orden.
– Por eso el banco Hambros invirtió el diez por ciento cuando nos hicimos sociedad anónima -dijo Becky-. Siempre nos intrigó.
– Precisamente -añadió el señor Harrison con una sonrisa, casi de satisfacción -. Nuestro banco cliente, Hambros, nos dio instrucciones específicas de solicitar acciones en nombre del monopolio. No hay motivos para que recelen de una compra de acciones tan importante.
»El total, de hecho, fue considerablemente menor que los dividendos obtenidos durante el año. Sin embargo, los documentos de oferta nos hicieron ver que la intención de sir Charles consistía en controlar el cincuenta y uno por ciento de la empresa y, por tanto, consideramos que se sentiría aliviado al saber que nosotros poseeríamos otro diez por ciento bajo su control indirecto, por si surgieran problemas en el futuro. Tengo la esperanza de que comprenderán que hemos actuado en pro de sus intereses, pues siempre fue el deseo de sir Raymond que fueran informados en profundidad cuando yo lo considerase oportuno. La única condición era que dicha información no fuera revelada a su hijo hasta que cumpliera treinta años.
– Ha sido usted muy considerado, señor Harrison. Sé que Charlie querrá darle las gracias personalmente.
– Es usted muy amable, lady Trumper. Permítame añadir que este encuentro ha significado un auténtico placer para mí. Al igual que sir Raymond, he obtenido una enorme satisfacción siguiendo los progresos de ustedes tres a lo largo de los años, y me siento encantado de haber jugado un pequeño papel en el futuro de la empresa.
El señor Harrison, terminada su tarea, se levantó y acompañó a Becky en silencio a la puerta del edificio. Becky se preguntó si el abogado hablaba únicamente cuando tenía algo que comunicar.
– Lady Trumper, espero que me haga saber cuándo podré ponerme en contacto con su hijo.
Charlie y Becky fueron a Cambridge para ver a Daniel cuatro días después de la visita al señor Harrison. Charlie había insistido en que no podían retrasarlo más, y había telefoneado a Daniel aquella misma noche para avisarle de que irían al Trinity, pues necesitaban hablar con él de algo importante.
– Estupendo, porque yo también tengo algo importante que anunciaros -fue la contestación de Daniel.
De camino a Cambridge, Becky y Charlie ensayaron lo que dirían y cómo lo dirían, pero llegaron a la conclusión de que, por más que intentaran explicarle lo ocurrido en el pasado, no sabían cómo iba a reaccionar Daniel.
– Me pregunto si nos perdonará algún día -dijo Becky-. Teníamos que habérselo dicho hace años.
– Pero no lo hicimos.
– Y se lo decimos justo cuando puede repercutir en nuestro beneficio económico.
– Y en el suyo, a la postre. Después de todo, heredará en su momento el diez por ciento de la empresa, dejando aparte todos los bienes de Hardcastle. Veremos cómo reacciona ante las noticias. -Daniel aceleró cuando llegó a un tramo de dos carriles, pasado Rickmansworth -. Las reacciones de Daniel siempre han sido impredecibles, así que es inútil hacer cábalas. Repasemos el guión de nuevo. Tú empiezas contándole cómo conociste a Guy…
– Tal vez ya lo sabe -dijo Becky.-En ese caso, habría preguntado…
– No necesariamente. Siempre ha sido muy reservado, sobre todo en lo tocante a nosotros.
El ensayo prosiguió hasta que llegaron a las afueras de la ciudad.
Charlie condujo a escasa velocidad por los Backs, dejó atrás el colegio Queens, esquivando a un grupo de estudiantes que caminaba por la calle y dobló a la derecha para entrar en el Trinity. Detuvo el coche en el patio de los profesores, se dirigieron a la entrada C y subieron una gastada escalera de piedra hasta llegar a la puerta señalada con el letrero «doctor Daniel Trumper». Siempre divertía a Becky recordar que no fue consciente del doctorado de su hijo hasta que alguien le llamó «doctor Trumper» en su presencia.
Charlie aferró la mano de su mujer.
– No te preocupes, Becky. Todo irá bien, ya lo verás. -Le apretó los dedos una vez más antes de llamar con firmeza a la puerta de Daniel.
– Adelante -gritó una voz que sólo podía ser la de Daniel.
Al cabo de un momento abrió la pesada puerta de roble para darles la bienvenida. Abrazó a su madre antes de guiarle hacia su desordenado estudio, donde ya estaba servido el té en una mesa situada en el centro de la habitación.
Charlie y Becky se sentaron en dos de las enormes y estropeadas sillas de cuero que el colegio le había proporcionado. Habrían pertenecido a los seis ocupantes anteriores de la habitación, y recordaron a Becky la silla que había sacado de la casa de Charlie en Whitechapel Road.
Daniel les sirvió el té y tostó un bollo en la chimenea. Nadie habló durante un rato, y Becky se preguntó dónde habría comprado su hijo un jersei de cachemira tan bonito.
– ¿Habéis tenido un buen viaje? -preguntó Daniel por fin.
– Normal -contestó Charlie.
– ¿Qué tal va el nuevo coche?
– Bien.
– ¿Y «Trumper's»?
– Podría ir peor.
– No estás muy locuaz, ¿eh, papá? Deberías solicitar la plaza vacante de profesor de inglés.
– Lo siento, Daniel -dijo su madre-. Es que tiene muchas cosas en la cabeza en este momento, sobre todo el tema que queremos hablar contigo.
– Es el momento perfecto -dijo Daniel, dándole vuelta al bollo.
– ¿Por qué? -preguntó Charlie.
– Porque, como ya os avisé, quiero hablar con vosotros de algo importante. Así que… ¿quién empieza primero?
– Oigamos tus noticias -se apresuró a contestar Becky.
– No, creo que lo más oportuno es lidiar primero con nuestro problema -intervino Charlie.
– Por mí, perfecto. -Daniel dejó caer un bollo tostado en el plato de su madre-. Mantequilla, mermelada y miel -añadió, señalando tres platitos que descansaban sobre la mesa, frente a ella.
– Gracias -dijo Becky.
– Adelante, papá. No puedo soportar esta tensión. -Dio vuelta al segundo bollo.
– Bien, quiero hablarte de algo que debimos contarte hace muchos años, y lo habríamos hecho de no ser…
– ¿Un bollo, papá?
– Gracias -dijo Charlie, sin hacer caso del pastel caliente y humeante que Daniel dejó caer en su plato-… por ciertas circunstancias y una cadena de acontecimientos que nos impidieron abordarlo.
Daniel colocó un tercer bollo en el extremo de su larga tostadera.
– Come, mamá, o se te va a enfriar. En cualquier caso, enseguida te preparo otro.
– No tengo hambre -admitió Becky.
– Bien, como iba diciendo -continuó Charlie-, ha surgido un problema concerniente a una gran herencia que, en su momento…
Alguien llamó a la puerta. Becky miró con desesperación a Charlie, confiando en que la interrupción se tratara de un mensaje sin importancia. Lo último que necesitaban ahora era un estudiante con un problema interminable. Daniel se levantó y acudió a la puerta.
– Entra, querida -le oyeron decir. Charlie se puso en pie cuando la invitada de Daniel entró en la habitación.
– Me alegro de verte, Cathy -saludó Charlie-. No tenía ni idea de que hoy ibas a estar en Cambridge.
– No, es muy típico de Daniel -contestó Cathy-, Yo quería avisarles a ambos, pero él no me dejó. -Dirigió una nerviosa sonrisa a Becky y se sentó en una silla libre.
Becky les miró a ambos. Observó con asombro su enorme parecido. Deseaba hacer tres preguntas a la vez.
– Sírvete un poco de té, querida -dijo Daniel-. Llegas a tiempo del siguiente bollo y en el momento más excitante. Papá iba a comunicarme cuánto me va a dejar en su testamento. ¿Voy a heredar el imperio Trumper o tendré que conformarme con el abono anual para el West Ham F. C.?
– Oh, lo siento mucho -dijo Cathy, empezando a levantarse.
– No, no. -Charlie le indicó que no se moviera -. No seas tonta, no es tan importante. Lo dejaremos para más tarde.
– Están muy calientes, así que ten cuidado -dijo Daniel, dejando caer un bollo en el plato de Cathy-, Bien, si mi herencia es de una insignificancia tan monumental, daré yo mi noticia. Redoble de tambores, arriba el telón, primera línea. -Daniel alzó la tostadera como si fuera una batuta -. Cathy y yo nos vamos a casar.
– No me lo creo -exclamó Becky, saltando de la silla y abrazando a Cathy-, Es una noticia maravillosa.
– ¿Desde cuándo os conocéis? -preguntó Charlie-, Debo de haber estado ciego.
– Desde hace más de un año -admitió Daniel-, Para ser justos, papá, ni siquiera tú tienes un telescopio capaz de enfocar Cambridge todos los fines de semana. Te revelaré otro pequeño secreto: Cathy no me permitió decíroslo hasta que mamá la invitó a integrarse en el comité directivo.
– Como comerciante desde hace una eternidad, muchacho -dijo Charlie, resplandeciente-, debo decirte que te llevas lo mejor del negocio. -Daniel sonrió-. De hecho, creo que Cathy sale perdiendo. ¿Cuándo empezó todo esto?
– Nos conocimos durante la inauguración de su casa, hace casi dieciocho meses. Usted no se acordará, sir Charles, pero nos trompeamos en la escalera -dijo Cathy, jugueteando nerviosamente con la cruz que colgaba de su cuello.
– Claro que me acuerdo; pero haz el favor de llamarme Charlie.
– ¿Ya habéis decidido la fecha? -preguntó Becky.
– Pensamos casarnos durante las vacaciones de Pascua -dijo Daniel-, ¿Os va bien a los dos?
– La próxima semana me va bien -contestó su padre-. Nada podría hacerme más feliz. ¿Dónde queréis que se celebre la boda?
– En la capilla del Trinity -contestó Daniel sin vacilar-. Cathy, por desgracia, ya no tiene familia, y pensamos que casarnos en Cambridge sería lo mejor, dadas las circunstancias.
– ¿Y dónde viviréis? -preguntó Becky.
– Ah, eso depende -dijo Daniel con aire de misterio.
– ¿De qué? -preguntó Charlie.
– He solicitado la cátedra de matemáticas en el King's de Londres… y me han confirmado que su decisión será anunciada al mundo dentro de dos semanas.
– ¿Tantas esperanzas tienes? -preguntó Becky.
– Bien, te lo explicaré -dijo Daniel-, El rector me ha invitado a cenar con él el próximo jueves en sus aposentos, y como nunca he visto al caballero en cuestión… -Se interrumpió cuando sonó el teléfono.
– Vaya, ¿quién será? Los monstruos no me suelen molestar los domingos. -Daniel descolgó el teléfono y escuchó unos momentos-, Sí, está aquí -dijo al cabo de unos segundos-, ¿Quién la llama? Se lo diré. -Miró a su madre-. El señor Harrison pregunta por ti, mamá.
Becky se levantó y cogió el teléfono. Charlie tenía aspecto de temer algo.
– ¿Es usted, lady Trumper?
– Sí, soy yo.
– Soy Harrison. Seré breve. Antes de nada, ¿ha informado a Daniel de los detalles relativos al testamento de sir Raymond?
– No. Mi marido estaba a punto de hacerlo.
– En ese caso, no mencione el tema hasta que nos veamos de nuevo, por favor.
– Pero… ¿por qué? -Becky comprendió que ahora iba a ser necesario disimular.
– Prefiero no discutirlo por teléfono, lady Trumper. ¿Cuándo volverá a la ciudad?
– Esta noche.
– Creo que deberíamos vernos lo antes posible.
– Si lo considera necesario… -Becky seguía desconcertada.
– ¿Le va bien a las siete?
– Sí, estoy segura de que ya habremos regresado a esa hora.
– En ese caso, acudiré a su casa a las siete. Le ruego que, haga lo que haga, no mencione para nada el testamento de sir Raymond a Daniel, Le pido disculpas por tanto misterio, pero temo que no me queda otra elección. Adiós, querida señora.
– Adiós -dijo Becky, colgando el teléfono.
– ¿Problemas? -preguntó Charlie, enarcando una ceja.
– No lo sé. -Becky miró a Charlie a los ojos-, El señor Harrison quiere verme otra vez sobre aquellos papeles que me comentó el otro día. -Charlie hizo una mueca-. Y no quiere que hablemos de ello con nadie más, de momento.
– Eso sí que suena misterioso -comentó Daniel, volviéndose hacia Cathy-. El señor Harrison, querida, está en la junta del carretón. Es un hombre que consideraría llamar a su esposa en horas de oficina una violación del contrato.
– Parece que reúne todas las cualidades para sentarse en la junta directiva de «Trumper's».
– Le viste una vez, de hecho -dijo Daniel-, Su esposa y él también acudieron a la fiesta de la inauguración, pero me temo que sus rasgos son fáciles de olvidar.
– ¿Quién pintó ese cuadro? -preguntó Charlie de repente, mirando una aguamarina del Cam que colgaba sobre el escritorio de Daniel.
Becky confió en que el cambio de tema no hubiera sido demasiado descarado.
Durante el viaje de regreso a Londres, Becky se debatió entre la alegría de tener a Cathy por futura nuera y el nerviosismo que le producía la llamada del señor Harrison.
Cuando Charlie le pidió por enésima vez más detalles, Becky trató de repetir la conversación mantenida con Harrison, palabra por palabra, pero no por ello dedujeron algo más.
– Pronto lo sabremos -dijo Charlie. Salió de la Al, atravesó Whitechapel y entró en la ciudad. Siempre que pasaba frente a los carretones que exhibían sus artículos y el club juvenil donde había recibido su primera lección de boxeo, experimentaba un escalofrío.
Frenó el coche de repente y miró por la ventanilla.
– ¿Por qué te paras? -preguntó Becky-, No tenemos tiempo que perder.
Charlie señaló el club juvenil masculino de Whitechapel: parecía todavía más ruinoso y abandonado que de costumbre.
– Has visto el club mil veces, Charlie. No podemos llegar tarde a nuestra cita con el señor Harrison.
Charlie sacó su agenda y desenroscó el capuchón de la pluma.
– ¿Qué vas a hacer?
– Becky, ¿cuándo aprenderás a ser más observadora? -Charlie copió el número de la inmobiliaria que constaba en el cartel de «En venta».
– ¿No pensarás abrir un segundo «Trumper's» en Whitechapel?
– No, pero quiero averiguar por qué van a cerrar mi antiguo club juvenil -contestó Charlie. Guardó la pluma y puso la primera.
Los Trumper llegaron a Eaton Square, 17, media hora antes de que el señor Harrison se presentara; ambos sabían que el señor Harrison era implacablemente puntual.
Becky se puso enseguida a quitar el polvo de las mesas y a disponer los almohadones de la sala de estar.
– Todo está en orden -dijo Charlie-. Deja de preocuparte por tonterías. En cualquier caso, para eso he contratado un ama de llaves.
– Pero es una noche de domingo -le recordó Becky. Continuó ordenando objetos que no tocaba desde hacía meses, y luego encendió la chimenea.
A las siete en punto sonó el timbre de la puerta. Charlie fue a recibir a su invitado.
– Buenas noches, sir Charles -saludó el señor Harrison, quitándose el sombrero.
Ah, sí, pensó Charlie, hay otro conocido mío que nunca me llama Charlie. Cogió el abrigo, la bufanda y el sombrero del señor Harrison y los colgó en el perchero del vestíbulo.
– Lamento molestarles un domingo por la noche -dijo el señor Harrison, siguiendo a su anfitrión hasta la sala de estar-, pero espero que cuando me haya escuchado se dé cuenta de que he tomado la decisión correcta.
– Por supuesto. A los dos nos intrigó su llamada. Permítame ofrecerle algo de beber. ¿Un whisky?
– No, gracias, pero aceptaría con gusto un jerez seco.
Becky sirvió un Tío Pepe al señor Harrison y un whisky a su marido. Después, se reunió con los dos hombres alrededor del fuego y aguardó a que el abogado explicara los motivos de su extraña llamada.
– No me resulta fácil, sir Charles.
Charlie asintió con la cabeza.
– Lo comprendo. Tómese su tiempo.
– ¿Me confirma que no reveló a su hijo los detalles concernientes al testamento de sir Raymond?
– No lo hicimos. Nos salvó del mal rato el anuncio del futuro matrimonio de Daniel y, después, su afortunada llamada.
– Bien, es una buena noticia -dijo el señor Harrison- para la encantadora señorita Ross, sin duda. Felicítela de mi parte, por favor.
– ¿Usted ya estaba enterado? -preguntó Becky.
– Oh, sí. Era obvio para todo el mundo, ¿no?
– Para todo el mundo, excepto nosotros -confesó Charlie.
El señor Harrison se permitió una sonrisa irónica y sacó una carpeta de la cartera Gladstone.
– No les haré perder más tiempo -continuó el señor Harrison-, Durante una conversación que sostuve hace unos días con los abogados de la otra parte, salió a relucir que, tiempo atrás, Daniel visitó a la señora Trentham en su residencia de Chester Square.
Charlie y Becky fueron incapaces de ocultar su sorpresa.
– Lo que yo pensaba -dijo el señor Harrison-. Ustedes, al igual que yo, ignoraban por completo que tal encuentro se hubiera producido.
– Pero ¿cómo pudieron encontrarse, si…? -empezó Charlie.
– Nunca lo sabremos, sir Charles. No obstante, sí sé que, en ese encuentro, Daniel llegó a un acuerdo con la señora Trentham que, por desgracia, me temo que es legal.
– ¿Y cuál fue la naturaleza de ese acuerdo? -preguntó Charlie.
El viejo abogado sacó una hoja de la carpeta y releyó las palabras escritas por la señora Trentham de su puño y letra: «A cambio de que la señora Trentham retire su oposición a la solicitud de construcción del edificio conocido como Torres Trumper, y por renunciar a la reconstrucción de los pisos de Chelsea Terrace, Daniel Trumper renunciará a los derechos sobre los bienes de la familia Hardcastle que se le acrediten ahora o en el futuro». En aquel momento, por supuesto, no tenía ni idea de que era el principal beneficiario del testamento de sir Raymond.
– ¿Por eso se rindió sin luchar? -preguntó Charlie.
– Eso parece.
– Daniel lo hizo todo a nuestras espaldas -dijo Becky, mientras su marido leía el documento.
– ¿Y dice que es legal? -fueron las primeras palabras de Charlie después de leer la hoja.
– Sí, me temo que así es, sir Charles.
– ¿Aunque él ignorase los detalles de la herencia? -inquirió Charlie.
– Es un contrato entre dos personas. Los tribunales asumirán que Daniel renunció a todos sus derechos sobre los bienes de los Hardcastle, pues la señora Trentham cumplió su parte del trato.
– ¿Se podría aducir coerción?
– ¿De un hombre de veintiséis años por una mujer que rebasa los setenta? Difícilmente, sir Charles.
– ¿Cómo es posible que esa entrevista tuviera lugar?
– Lo ignoro -respondió el abogado-. Por lo visto, ella no entró en detalles ni con sus propios abogados. Sin embargo, supongo que ahora comprenderán por qué consideré que éste no era el momento más indicado para sacar a relucir el tema de la herencia de sir Raymond.
– Tomó la decisión correcta -aprobó Charlie.
– Y ahora el tema se ha cerrado para siempre -susurró Becky.
– ¿Por qué? -preguntó Charlie, rodeando con el brazo a su mujer.
– Porque no quiero que Daniel se pase el resto de su vida pensando que traicionó a su bisabuelo, cuando su único propósito al firmar aquel acuerdo era ayudarnos. -Las lágrimas resbalaban por las mejillas de Becky cuando se volvió para mirar a su marido.
– Quizá debería hablar con Daniel, de hombre a hombre.
– Charlie, no quiero que nunca más saques a relucir el tema de Guy Trentham delante de mi hijo. Te lo prohíbo.
El apartó su brazo y la miró como un niño al que hubieran regañado injustamente.
– Sólo me alegro de que sea usted quien nos haya comunicado esta infortunada noticia -dijo Becky-. Siempre ha sido muy considerado con nosotros.
– Gracias, pero me temo que aún me quedan más noticias que comunicarles, lady Trumper.
Becky aferró la mano de Charlie.
– Debo informarles de que la señora Trentham no se ha quedado satisfecha con asestarles ese golpe.
– ¿Qué más nos puede hacer? -preguntó Charlie.
– Por lo visto, ahora desea desprenderse del solar de Chelsea Terrace.
– No lo creo -dijo Becky.
– Yo sí -afirmó Charlie-. Pero ¿a qué precio?
– Ése es el verdadero problema -dijo el señor Harrison, que se inclinó para sacar otra carpeta de su vieja cartera de piel.
Charlie y Becky intercambiaron una rápida mirada.
– La señora Trentham le ofrecerá el solar de Chelsea Terrace por el diez por ciento de las acciones de «Trumper's» -hizo una pausa- y un puesto en el consejo de administración para su hijo Nigel.
– Jamás -dijo Charlie.
– Si rechaza su oferta -añadió el abogado-, venderá la propiedad al mejor postor…, sea quien sea.
– Muy bien -dijo Charlie-, En cualquier caso, acabaremos adquiriendo el terreno.
– A un precio mucho más elevado que el diez por ciento de nuestras acciones, sospecho -dijo Becky.
– Vale la pena pagar ese precio después de todo lo que nos ha hecho.
– La señora Trentham también ha exigido que su oferta sea presentada en la próxima reunión de la junta y sometida a votación.
– Carece de autoridad para exigir eso -protestó Charlie.
– Si usted rehúsa acceder a esta exigencia, tiene la intención de informar de la oferta por carta a todos los accionistas y convocar después una asamblea general extraordinaria, en la que presentará personalmente su caso y pedirá que se vote el tema.
– ¿Puede hacerlo? -Charlie parecía preocupado por primera vez.
– A juzgar por todo lo que sé acerca de esa dama, sospecho que no habría lanzado tal desafío sin haberse asesorado legalmente con anterioridad.
– Da la impresión de que adivina nuestros movimientos por anticipado -se quejó Becky.
La voz de Charlie reveló la misma angustia.
– No tendría que preocuparse por nuestros siguientes movimientos si su hijo estuviera en la junta. Se lo diría todo después de cada reunión.
– Por lo tanto, parece que tendremos que acceder a sus exigencias -dijo Becky.
– Estoy de acuerdo con usted, lady Trumper -dijo el señor Harrison-. No obstante, consideré justo informarles con todo detalle sobre las intenciones de la señora Trentham, porque en la reunión del próximo martes tendré el penoso deber de poner al corriente a la junta.
En la siguiente reunión de la junta, celebrada el martes siguiente, sólo se produjo una ausencia «justificada»: Simón Matthews se encontraba en Ginebra para dirigir una subasta de joyas raras. Charlie le había asegurado que su presencia no sería vital. Cuando el señor Harrison terminó de explicar las condiciones de la oferta lanzada por la señora Trentham, todo el mundo quiso hablar a la vez.
– Quiero dejar clara mi postura desde el principio -dijo Charlie, cuando logró establecer un poco de orden-. Soy contrario a esta oferta al cien por cien. No confío en esa dama, y nunca lo he hecho. Aún más, creo que, a la larga, su propósito es perjudicar a la empresa.
– Señor presidente -intervino Paul Merrick-, si ella piensa vender el terreno de Chelsea Terrace al mejor postor, no le costaría nada utilizar el dinero de la venta en adquirir otro diez por ciento de acciones de la empresa cuando le conviniera. ¿Qué otra alternativa nos queda?
– No tener que convivir con su hijo -dijo Charlie-. Recuerde que en el lote va incluido ofrecerle un puesto en la junta.
– Pero si poseyera el diez por ciento de la empresa, o más, sería nuestro deber aceptarle como director, nos gustara o no.
– No necesariamente, sobre todo si creyéramos que su único propósito, al integrarse en la junta, es apoderarse de la empresa.
Se hizo el silencio cuando todos los presentes reflexionaron sobre esta posibilidad.
– Imaginemos por un momento -dijo Tim Newman- que no aceptamos las condiciones de la señora Trentham, sino que entramos en competencia para adquirir el solar. No sería la solución más barata, porque le puedo asegurar, sir Charles, que Sears, Boots, la Casa Fraser y la Sociedad John Lewis, por citar sólo cuatro, se sentirían muy satisfechas de abrir unos nuevos grandes almacenes en pleno «Trumper's».
– Independientemente de su opinión sobre esa dama, señor presidente, rechazar su oferta nos podría salir mucho más caro, a la larga -dijo Paul Merrick-. En cualquier caso, debo informar a la junta de algo que me parece importante a efectos de esta discusión.
– ¿Qué es? -preguntó Charlie, preocupado.
– Tal vez interese saber a mis colegas directores -empezó Merrick, con cierta pomposidad- que Kitcat & Aitken ha rescindido el contrato a Nigel Trentham, que es lo mismo que decir que ha sido despedido por incompetente. No puedo imaginar que su presencia en esta mesa nos cause problemas, ahora o en el futuro.
– Informaría a su madre de todos nuestros movimientos -observó Charlie.
– ¿Tal vez le interese saber cómo va la venta de bragas en la séptima planta? -bromeó Merrick-. Y no olvidemos el escape de agua en el lavabo de caballeros, ocurrido el mes pasado. No, presidente, sería absurdo, e incluso irresponsable, no aceptar esa oferta.
– A propósito, señor presidente, ¿qué haría usted con el espacio disponible, si «Trumper's» entrara en posesión, repentinamente, del solar de la señora Trentham? -preguntó Daphne, desconcertando a todo el mundo.
– Ampliaciones -respondió Charlie-, Nuestras costuras empiezan a descoserse. Ese trozo de tierra significa, como mínimo, tres mil metros cuadrados. Si le pusiera las manos encima, abriría veinte departamentos más.
– ¿Ya cuánto se elevaría el proyecto de construcción? -continuó Daphne.
– A muchísimo dinero -intervino Paul Merrick-, del que tal vez no dispongamos si hemos de pagar por ese solar mucho más de lo que vale.
– Me permito recordarle que las cosas marchan viento en popa este año -dijo Charlie, dando un puñetazo sobre la mesa.
– Estoy de acuerdo, señor presidente, pero nos debemos antes que nada a nuestros accionistas -continuó Paul Merrick, sin levantar la voz-. Si llegaran a enterarse de que habíamos pagado una cantidad excesiva por el solar, a causa de, y se lo diré con la mayor delicadeza posible, un ajuste de cuentas personal entre los dos principales implicados, recibiríamos severas censuras en la próxima asamblea general, y es posible que pidieran su dimisión.
– Me da igual -casi gritó Charlie.
– Bien, a mí no -dijo Merrick, sin perder la calma-. Le diré más: si no aceptamos su oferta ya sabemos que la señora Trentham convocará una asamblea general extraordinaria para exponer su caso a los accionistas, y no albergo muchas dudas sobre su decisión. Creo que deberíamos poner a votación este tema, en lugar de proseguir esta discusión inútil.
– Espere un momento… -empezó Charlie.
– No, no esperaré, señor presidente, y propongo que aceptemos la generosa oferta de la señora Trentham, consistente en ceder su terreno a cambio del diez por ciento de las acciones de la empresa.
– ¿Y qué propone que hagamos con su hijo? -preguntó Charlie.
– Invitarle a integrarse en la junta, al mismo tiempo.
– Pero…
– Basta de peros. Gracias, señor presidente. Ha llegado el momento de votar. No hemos de permitir que prejuicios personales nublen nuestro juicio.
– Puesto que se ha presentado una propuesta -dijo Arthur Selwyn, tras un momento de silencio-, será tan amable de contar los votos, señorita Allen? -Jessica cabeceó y miró a los nueve miembros de la junta.
– ¿Señor Merrick?
– A favor.
– ¿Señor Newman?
– A favor.
– ¿Señor Denning?
– En contra.
– ¿Señor Makins?
– En contra.
– ¿Señor Harrison?
El abogado posó las palmas de las manos sobre la mesa y pareció vacilar, como si se encontrara en un terrible dilema.
– A favor -dijo por fin.
– ¿Lady Trumper?
– En contra -dijo Becky sin titubear.
– ¿Lady Wiltshire?
– A favor -dijo Daphne con calma -. Prefiero que el enemigo esté dentro, causando problemas, que fuera, provocando aún más.
Becky no dio crédito a sus oídos.
– Supongo que usted está en contra, sir Charles.
Charlie cabeceó vigorosamente.
El señor Selwyn alzó la mirada.
– ¿Debo entender que hay empate a cuatro votos? -preguntó a Jessica.
– Así es, señor Selwyn.
Todo el mundo miró al director gerente. Dejó a su lado el bolígrafo que había utilizado.
– En ese caso, debo apoyar lo que considero más beneficioso para los intereses de la empresa a largo plazo. Voto a favor de aceptar la oferta de la señora Trentham.
Todos los miembros de la junta se pusieron a hablar, excepto Charlie.
– La moción ha sido aprobada, sir Charles, por cinco votos a favor y cuatro en contra -dijo el señor Sehvyn, al cabo de unos instantes-, En consecuencia, daré instrucciones a nuestro banco mercantil y a nuestros abogados de que tomen las medidas económicas y legales necesarias para asegurar que la transacción se efectúe sin problemas y de acuerdo con las normas de la empresa.
Charlie no dijo nada, y continuó con la mirada fija al frente.
– Si no hay más temas, presidente, tal vez debería declarar concluida la reunión.
Charlie asintió con la cabeza, pero no se movió cuando los otros directores se levantaron para abandonar la sala. Sólo Becky siguió en su sitio, en mitad de la larga mesa. Momentos después se quedaron a solas.
– Tendría que haberle metido mano a esos pisos hace treinta años, ¿sabes?
Becky no contestó.
– Y no deberíamos haber impulsado una sociedad anónima mientras esa jodida mujer continuara viva.
Charlie se levantó y caminó lentamente hacia la ventana, pero su esposa siguió en silencio mientras él contemplaba el banco vacío de la acera opuesta.
– Al menos, ya he descubierto lo que trama para Nigel Trentham.
Becky enarcó una ceja cuando su marido se volvió para mirarla.
Su plan consiste en que él me suceda como próximo presidente de «Trumper's».