BECKY
1918-1920

Capítulo 6

– De 1480 a 1532 -dijo él.

Consulté mis notas para asegurarme de que tenía los datos correctos, consciente de que me costaba concentrarme. Era la última clase del día, y no pensaba más que en volver a Chelsea Terrace.

El artista del que se discutía aquella tarde era Bernardino Luini, y yo había decidido que haría la tesis sobre aquel pintor de segunda fila. Milán… Otra razón para agradecer que la guerra hubiera concluido por fin. Ahora, puedo planificar viajes a Roma, Florencia, Venecia y, sí, Milán, para estudiar in situ la obra de Luini. Miguel Ángel, Da Vinci, Bellini, Caravaggio, Bernini, la mitad de los tesoros artísticos mundiales reunidos en un solo país, y yo sin traspasar los muros del Victoria and Albert.

A las cuatro y media, el timbre señaló el final de las clases del día. Cerré los libros y miré al profesor Tilsey salir sin prisas del aula. Sentí un poco de pena por el viejo. Le habían aplazado la jubilación porque muchos profesores jóvenes se habían marchado a combatir al frente occidental. La muerte del hombre que nos habría dado clase, Matthew Makepeace, según sus palabras, «uno de los eruditos más prometedores de su generación», era «una pérdida irreparable para el departamento en particular y la universidad en general». No tuve otro remedio que estar de acuerdo con él: Makepeace era uno de los escasos ingleses reconocidos como una autoridad en Luini. Sólo asistí a tres de sus clases antes de que se alistara para ir a Francia… La ironía de un hombre semejante, acribillado por las balas alemanas mientras pasaba sobre una alambrada en algún lugar de Francia, no se me escapaba.

Era mi segundo año en Bedford. Me daba la impresión de no tener nunca tiempo para ponerme al día, y al año siguiente me esperaban los exámenes finales. Lo que más necesitaba era que Charlie regresara y me quitara la tienda de las manos. Le había escrito a Edimburgo cuando se hallaba en Bélgica, a Bélgica cuando estaba en Francia, y a Francia en el mismo momento que regresaba a Edimburgo. Por lo visto, el correo real nunca le daba caza, y ahora yo no quería que Charlie averiguara lo que yo había estado haciendo hasta que tuviera la oportunidad de observar su reacción con mis propios ojos.

Jacob Cohen me había prometido que enviaría a Charlie a Chelsea en cuanto apareciera por Whitechapel Road. Nunca sería demasiado pronto para mí.

Recogí mis libros y los metí en mi viejo cartapacio escolar, el que mi padre («Tata») me había regalado cuando gané la beca para St. Paul's. Las letras R. S. que con tanto orgullo había estampado delante iban desapareciendo, y la cinta de cuero estaba muy desgastada, así que últimamente llevaba el cartapacio bajo el brazo. Tata jamás habría considerado la idea de regalarme uno nuevo mientras todavía le quedara un día de vida al viejo.

Tata había sido muy severo conmigo de niña, incluso me azotó en un par de ocasiones. Una por robar panecillos de la tienda a sus espaldas (no le importaba cuántos cogiera con tal de que se lo pidiera), y otra por decir «Maldita sea» cuando me corté el dedo mientras pelaba una manzana. Aunque no fui educada en la religión judía, me transmitió todos los tópicos derivados de su educación, y no toleraba lo que solía describir como mi «comportamiento inaceptable».

Pasaron muchos años antes de que me enterase de los sacrificios que había hecho Tata una vez propuso matrimonio a mi madre, una católica. La adoraba y nunca se quejó en mi presencia de que siempre tenía que ir solo a los servicios religiosos. «Matrimonio mixto» parece una expresión muy pasada de moda en nuestros días, pero a principios de siglo debió suponer para ambos un gran sacrificio.

Me gustó St. Paul's desde el primer día que entré por sus puertas, porque, imagino que por primera vez, nadie me regañó por trabajar demasiado. Lo único que no me gustaba era que me llamaran «Porky», y fue una chica de la clase siguiente a la mía, Daphne Harcourt-Browne, quien me explicó posteriormente su doble sentido. [8] Daphne era una rubia de pelo rizado conocida como «Poshy», [9] y aunque no éramos muy amigas, nuestra predilección por los bollos de crema nos acercó, sobre todo cuando descubrió que yo poseía una fuente inagotable de suministros. A Daphne no le habría importado pagar por ellos, pero yo no se lo permitía, pues quería que mis compañeros de clase pensaran que éramos amigas. Incluso me invitó a su casa de Chelsea en una ocasión, pero yo no acepté, para no tener que correspondería con otra invitación a mi casa de Whitechapel.

Fue Daphne quien me regaló mi primer libro de arte, Los tesoros de Italia, a cambio de varios dulces de malvavisco, y aquel mismo día descubrí que había encontrado el tema al que consagraría mis estudios durante el resto de mi vida. Jamás descubrí por qué habían arrancado una de las páginas centrales del libro.

Daphne provenía de una de las mejores familias de Londres, lo que yo consideraba la clase alta, y cuando dejé St. Paul's di por sentado que nunca más nos volveríamos a ver. Al fin y al cabo, Lowndes Square no era mi ambiente natural, pero tampoco el East End, lleno de gente como los Trumper.

Y en lo referente a los Trumper, estaba completamente de acuerdo con la opinión de mi padre. Mary Trumper, sin duda alguna, debió ser una santa. George Trumper se comportaba de una forma impresentable, al contrario que su padre, al que Tata solía describir como un mensch. [10] El joven Charlie, que en mi opinión nunca hacía una a derechas, tenía lo que Tata llamaba «futuro». La magia se ha saltado una generación, explicaba.

– El chico no es malo para ser un gentil -solía decir-. Un día poseerá su propia tienda, y hasta es posible que más de una, créeme.

Yo no me tomaba estas observaciones demasiado en serio, hasta que la muerte de mi padre me dejó sin nadie más a quien acudir.

Tata se quejaba a menudo de que no podía dejar solos a sus dos ayudantes en la tienda más de una hora sin que las cosas se torcieran.

– No hay manera -se lamentaba de los que eran incapaces de asumir una responsabilidad-. No quiero ni pensar en lo que ocurriría en la tienda si me tomo un día de descanso.

Mientras el rabino Glikstein leía en voz alta los últimos párrafos de su levoyah, aquellas palabras resonaron en mis oídos. Mi madre seguía inconsciente en el hospital, y nadie era capaz de decirme cuándo se recuperaría por completo. Entretanto, sólo podía irme a vivir con mi renuente tía Harriet, a la que sólo conocía de reuniones familiares. Resultó que vivía en un lugar llamado Romford, y como se había comprometido a llevarme allí al día siguiente al funeral, sólo me quedaron unas pocas horas para tomar una decisión. Intenté adivinar lo que mi padre habría hecho en circunstancias semejantes, y llegué a la conclusión de que él habría dado lo que solía calificar de «un paso decidido».

Cuando me levanté a la mañana siguiente ya había resuelto que vendería la panadería al mejor postor…, a menos que Charlie Trumper deseara asumir la responsabilidad en persona. Al mirar atrás, recuerdo que tenía mis dudas sobre la capacidad de Charlie para tomar las riendas, pero la buena opinión que Tata tenía de él las disipó.

Durante las clases de aquella mañana preparé mi plan de acción. En cuanto terminaron cogí el tren de Hammersmith a Whitechapel, y continué a pie hasta la casa de Charlie.

Al llegar al número 112 llamé a la puerta con la palma de la mano y esperé. Recuerdo mi sorpresa al ver que los Trumper no tenían aldaba. Una de sus espantosas hermanas acudió a mi llamada, pero yo no estaba muy segura de cuál era. Le dije que necesitaba hablar con Charlie, y no me sorprendió que me dejara plantada en la puerta mientras desaparecía en el interior de la casa. Regresó al cabo de unos minutos y me guió algo a regañadientes hacia la sala.

Al marcharme veinte minutos después tuve la sensación de haber aceptado el peor de los acuerdos, pero acudió a mi mente otra frase hecha de mi padre: «Quien pierde, paga».

La noche siguiente me apunté a un curso de contabilidad como «asignatura opcional». Las clases eran nocturnas, y empezaban después de que yo terminara mis deberes del día. Al principio encontré el tema aburrido, pero a medida que pasaban las semanas me fascinó la manera en que las implicaciones financieras de cualquier transacción podían ser tan beneficiosas para nuestro humilde negocio. No tenía ni idea de cuánto dinero podía ahorrarse sabiendo la forma de presentar recursos contra los impuestos. La sospecha de que Charlie jamás había pagado un impuesto se convirtió en mi única preocupación al respecto.

Empecé a disfrutar con mis visitas semanales a Whitechapel, donde hallaba la oportunidad de exhibir mis recién estrenadas habilidades. A pesar de que mi decisión de romper la sociedad con Charlie en cuanto me ofrecieran una plaza en la universidad permanecía inalterable, seguía creyendo que la energía y el empuje de Charlie, combinados con mi apuesta sobre su «futuro», habrían impresionado a mi padre y al abuelo de Charlie.

A medida que se acercaba el momento de concentrarme en mi matriculación, decidí ofrecer a Charlie la oportunidad de comprar mi parte de la sociedad e incluso llegué a un acuerdo con un contable competente para reemplazarme, con el fin de que pudieran tener al día la contabilidad. Entonces, una vez más, aquellos alemanes arruinaron mis planes mejor trazados.

Esta vez mataron al padre de Charlie, una equivocación absurda, pues sólo provocó que el muy idiota se alistara para luchar contra ellos. No se molestó en consultar a nadie, para variar. Se fue sin vacilar a Great Scotland Yard, vestido con aquel horroroso traje cruzado, la estúpida gorra plana y la chabacana corbata verde, cargando sobre los hombros todas las preocupaciones del Imperio y dejándome la faena de recoger los fragmentos. No es de extrañar que perdiera tanto peso durante el año siguiente. Mi madre lo consideró una pequeña compensación por haberme asociado con gente como Charlie Trumper.

Para empeorar las cosas me ofrecieron una plaza en la universidad de Londres pocos días después de que Charlie subiera al tren de Edimburgo.

Charlie sólo me había dejado dos elecciones: intentar hacerme cargo de la panadería y renunciar a licenciarme, o venderla al mejor postor. Me dejó una nota diciéndome que la vendiera si era preciso, de modo que la vendí, pero a pesar de las muchas horas que pasé pateándome el East End sólo encontré un partido interesante: el señor Cohen, que había dirigido su negocio de sastrería desde el piso situado sobre la tienda de mi padre, y que ahora deseaba extenderlo. Me hizo una oferta justa, dadas las circunstancias, y todavía conseguí dos libras más por el enorme carretón de Charlie, que me compró un vendedor ambulante. Pero, por más que me esforcé, no encontré un comprador para la espantosa reliquia del abuelo Charlie.

Deposité de inmediato todo el dinero que había reunido en la Bow Building Society, con sede en Cheapside 102, por un período de un año y a un interés del cuatro por ciento. No tenía intención de tocarlo hasta que Charlie Trumper volviera al East End, pero unos cinco meses después Kitty Trumper vino a visitarme a Romford. Estalló en lágrimas y me dijo que habían matado a Charlie en el frente occidental. Añadió que ignoraba lo que iba a ser de su familia ahora que Charlie ya no estaba. Le expliqué al instante mi acuerdo con Charlie, y logré que una sonrisa iluminara su rostro. Accedió a acompañarme a la sede de la sociedad al día siguiente para que pudiéramos retirar la parte del dinero correspondiente a Charlie.

Era mi intención respetar los deseos de Charlie y velar por la distribución a partes iguales entre sus tres hermanas. Sin embargo, el subdirector de la sociedad me indicó con la mayor cortesía posible que yo no podía sacar ni un penique del depósito hasta que hubiera pasado un año. Incluso sacó el documento que yo había firmado a tal efecto, dirigiendo mi atención hacia la cláusula pertinente que hacía hincapié en el punto. Kitty se levantó en el acto, soltó un torrente de obscenidades que enrojecieron al director del banco y salió hecha una furia.

Tenía motivos sobrados para estar agradecida a aquella cláusula. Habría dividido el sesenta por ciento de Charlie entre Sal, Grace y la horrible Kitty, que había mentido descaradamente sobre la muerte de Charlie. Sólo comprendí la verdad cuando Grace me escribió desde el frente en junio para informarme de que Charlie regresaba a casa después de la segunda batalla del Marne. Juré en el acto entregarle su parte de dinero en cuanto pisara Inglaterra. Quería sacarme de encima a aquellos Trumper y a sus perturbadores problemas de una vez por todas.


Ojalá Tata hubiera vivido lo bastante para verme ingresar en el colegio Bedford. Su hija en la universidad de Londres. Whitechapel se habría hartado de escuchar la historia. Pero un zepelín alemán puso fin a eso y dejó tullida a mi madre, por añadidura. Aun así, mi madre estaba muy contenta de poder decirle a sus amigas que yo había sido una de las primeras mujeres del East End en matricularme en la universidad.

Después de escribir la carta en que aceptaba entrar en Bedford, empecé a buscar un alojamiento más próximo a la universidad; estaba decidida a conseguir cierta independencia. Mi madre, cuyo corazón no se había recobrado de la pérdida de Tata, se retiró a los suburbios para vivir con tía Harriet en Romford. No podía comprender por qué yo necesitaba vivir en Londres, pero insistía en que las autoridades universitarias tenían que dar su aprobación a cualquier alojamiento en que me instalara. Puntualizaba que sólo podía compartir la vivienda con alguien que ella considerase «aceptable». Mamá nunca paraba de decirme que le importaban un bledo las costumbres relajadas que se habían puesto tan de moda desde el estallido de la guerra.

Aunque yo seguía en contacto con varias amigas de St. Paul's, sabía que sólo una podía tener habitaciones de sobra en Londres, y sospechaba que bien podía ser mi única esperanza de no tener que pasar el resto de mi vida en el tren que comunicaba Romford con Regent's Park. Escribí a Daphne Harcourt-Browne al día siguiente.

Me invitó a tomar el té a su pequeño piso de Chelsea y me sorprendió comprobar que había perdido casi tanto peso como yo. Daphne no sólo me recibió con los brazos abiertos, sino que, ante mi estupor, expresó su alegría por el hecho de que yo iba a ocupar una de sus habitaciones vacantes. Insistí en que le pagaría un alquiler de cinco chelines a la semana y también le pregunté, algo vacilante, si se sentía con ánimos de ir a tomar el té con mi madre en Romford. A Daphne pareció divertirle la idea y viajó a Essex conmigo el martes de la siguiente semana.

Mi madre y mi tía apenas pronunciaron una palabra en toda la tarde. Un monólogo centrado en bailes de cazadores, cazas con jaurías, polo y la vergonzosa pérdida de modales de algunos oficiales pertenecientes a la Guardia Montada no eran temas sobre los que les hubieran pedido a menudo una opinión concreta. Cuando tía Harriet sirvió la segunda ronda de panecillos, no me extrañó ver que mi madre inclinaba la cabeza en señal de aprobación.

De hecho, el único momento embarazoso de la tarde se produjo cuando Daphne llevó la bandeja a la cocina (yo sospeché que nunca había hecho algo por el estilo) y manchó mi informe escolar final, clavado con alfileres en la puerta de la despensa. Mi madre sonrió y agravó mi humillación al leer su contenido en voz alta: «La señorita Salmon despliega una capacidad inusitada para trabajar sin tregua, virtud que, combinada con una mente inquisitiva e intuitiva, le augura un brillante porvenir en el colegio Bedford. Firmado, señorita Potter, directora».

– Mamá no se molestó en exhibir mi informe final -se limitó a comentar Daphne.

Al poco tiempo de trasladarme a Chelsea Terrace, nos acomodamos a una rutina invariable. Daphne revoloteaba de fiesta en fiesta, mientras yo iba de aula en aula a una velocidad aún superior; nuestros caminos se cruzaban muy raras veces.

A pesar de mis temores, Daphne resultó una maravillosa compañera de piso. Si bien demostraba poco interés por mi vida académica (dedicaba todas sus energías a la caza de zorros y oficiales de la Guardia Montada), siempre manifestaba un gran sentido común sobre todos los temas habidos y por haber, por no mencionar su constante contacto con una ristra de jóvenes apetecibles que parecían llegar en un tren interminable a la puerta de Chelsea Terrace, 97.

Daphne los trataba a todos con idéntico desdén, y me confió que su verdadero amor se hallaba todavía en el frente occidental, aunque jamás mencionó su nombre en mi presencia.

Cuando encontraba un momento de respiro que me apartara de mis libros, siempre se las arreglaba para procurarme algún joven oficial de permiso que me acompañara a un concierto, a una obra de teatro, o incluso al baile del regimiento. Si bien no demostraba ningún interés por mis actividades universitarias, solía hacerme preguntas sobre el East End, y le fascinaban mis historias sobre Charlie Trumper y su carretón.

Podría haber seguido así indefinidamente de no ser por un ejemplar del Kensington News, un periódico que trajo Daphne para informarse sobre el programa que echaban en el cine de la vecindad.

Mientras pasaba las páginas, un viernes por la noche, un anuncio me llamó la atención. Lo releí palabra por palabra para asegurarme de que la tienda se hallaba exactamente donde yo pensaba. Doblé el periódico y salí a la calle para comprobarlo por mí misma. Bajé por Chelsea Terrace, en busca del letrero situado en el escaparate del verdulero del barrio. Debía haber pasado montones de veces por delante sin darme cuenta.

«Se vende. Razón, John D. Wood, 6 Mount Street, Londres W l.»

Recordé que Charlie siempre había deseado saber la diferencia entre los precios de Chelsea y los de Whitechapel, así que decidí averiguarlo por él.

Al día siguiente, tras haber interrogado hábilmente a nuestro agente periodístico (el señor Bales siempre parecía estar al corriente de lo que ocurría en nuestra avenida, y le complacía en extremo compartir sus conocimientos con cualquiera que deseara pasar un rato en su compañía), me presenté en las oficinas de John Wood, en Mount Street. Pasé un rato esperando de pie ante el mostrador, pero uno de los cuatro empleados acudió por fin en mi busca, se presentó como señor Palmer y preguntó en qué podía ayudarme.

Después de examinar con minuciosidad al joven me pregunté en qué podría ayudar a quien fuera. Debía tener unos diecisiete años, y era tan pálido y delgado que una ráfaga de viento le habría barrido al instante.

– Desearía informarme sobre el 147 de Chelsea Terrace -dije.

Consiguió aparentar sorpresa y desconcierto al mismo tiempo.

– ¿El 147 de Chelsea Terrace?

– El 147 de Chelsea Terrace.

– Le ruego que me disculpe un momento, señora -dijo, y se dirigió a un fichero, encogiéndose de hombros exageradamente cuando pasó junto a uno de sus compañeros.

Vi que revisaba varios papeles antes de volver al mostrador con una sola hoja. No hizo el menor intento de invitarme a entrar u ofrecerme una silla. Estudió la hoja sobre el mostrador.

– Una verdulería -dijo.

– Sí.

– La fachada de la tienda -siguió el joven, con voz cansada- mide seis metros y medio. La tienda en sí abarca un poco menos de trescientos metros cuadrados, incluyendo un pequeño piso que da al parque, en la segunda planta.

– ¿Qué parque? -pregunté, asaltada por la duda de que no estuviéramos hablando de la misma propiedad.

– Princess Gardens, señora.

– Es un pedazo de hierba de escasa extensión -le informé, convencida de que el señor Palmer no había visitado Chelsea Terrace en toda su vida.

– El establecimiento pasaría a ser de su entera propiedad al cabo de treinta días de haber firmado el contrato -continuó el empleado, sin responder a mi comentario. Al menos, dejó de apoyarse en el mostrador.

– ¿Qué precio confía en lograr el propietario? -pregunté.

Cada vez me molestaba más el trato condescendiente del empleado.

– Nuestro cliente, una tal señora Chapman… -siguió el joven.

– Esposa del muy honorable Chapman, capitán del HMS Boxer -le informé-, muerto en acción de guerra el 8 de febrero de 1918. Dejó una hija de siete años y un hijo de cinco. -El señor Palmer tuvo la delicadeza de palidecer-. También sé que la señora Chapman padece artritis y le resulta casi imposible subir la escalera que conduce al piso -añadí.

– Sí -balbuceó el joven, muy perplejo-. Bien, sí.

– ¿En cuánto valora, pues, la señora Chapman su propiedad? -repetí.

A estas alturas, los tres colegas del señor Palmer habían interrumpido sus ocupaciones para seguir nuestra conversación.

– Pide ciento cincuenta guineas por ceder los derechos de propiedad -declaró el empleado, con los ojos fijos en la última línea del documento.

– Ciento cincuenta guineas -exclamé con burlona incredulidad, sin tener idea del valor real de la propiedad-. Esa mujer debe vivir en las nubes. ¿Se habrá olvidado de que estamos en guerra? Ofrézcale cien, señor Palmer, y no vuelva a molestarme si pide un penique más.

– ¿Guineas? -preguntó el joven, esperanzado.

– Libras -repliqué, mientras escribía mi nombre y dirección en el reverso de su tarjeta y la dejaba sobre el mostrador.

El señor Palmer parecía incapaz de articular una palabra, aunque recuerdo que su boca continuaba abierta cuando me volví para salir de la oficina.

Regresé a Chelsea, sabiendo a ciencia cierta que no tenía la menor intención de poseer una propiedad en la avenida. En cualquier caso, tampoco contaba con cien libras, ni con nada por el estilo. Me quedaban cuarenta libras en el banco, y las perspectivas de aumentar el caudal eran remotas, pero me había irritado la actitud de aquel idiota. En fin, concluí, tampoco era de temer que la señora Chapman aceptara una oferta tan insultante.

La señora Chapman aceptó mi oferta a la mañana siguiente. Dichosamente ignorante de que no estaba obligada a firmar ningún contrato, hice un depósito de diez libras aquella misma tarde. El señor Palmer me explicó que no me devolverían el dinero si no entregaba la cantidad completa antes de treinta días.

– No habrá ningún problema -me jacté, aunque no conseguía imaginar de dónde sacaría el dinero.

Durante los siguientes veintisiete días visité a todos mis conocidos, desde la Bow Building Society a tías lejanas, incluso a compañeros de estudios, pero nadie demostró el menor interés por respaldar con sesenta libras a una joven sin graduar, a fin de que pudiera comprar una tienda de frutas y verduras.

– Pero si es una inversión fantástica -intentaba explicar a todo aquel que quería escucharme-, Y aún más, Charlie Trumper entra en el trato. Es el hombre más entendido en frutas y verduras que ha visto el East End.

Al cabo de la primera semana llegué de mala gana a la conclusión de que a Charlie Trumper no le iba a gustar que hubiera sacrificado diez libras de nuestro dinero -seis de él y cuatro mías- sólo para satisfacer mi vanidad femenina. Decidí que yo cargaría con la pérdida de las seis libras antes que admitir ante él la estupidez que había cometido.

– Pero ¿por qué no consultaste con tu madre o tu tía antes de tomar una decisión tan drástica? -inquirió Daphne el vigésimo sexto día-. Al fin y al cabo, las dos me parecieron muy sensatas.

– ¿Y morir por culpa de mi problema? No, gracias -le respondí secamente-. En cualquier caso, no estoy segura de que tengan sesenta libras entre las dos, y aunque las tuvieran no creo que quisieran invertir ni un penique en Charlie Trumper.

Al finalizar el mes me arrastré de vuelta a John D. Wood para explicar que no pagaría las noventa libras y que podían poner en venta otra vez el local. Me aterraba la sonrisa equivalente a «lo sabía» que aparecería en el rostro del señor Palmer cuando se enterase de la noticia.

– Pero si su representante completó la transacción ayer -me aseguró el señor Palmer.

De su expresión deduje que jamás conseguiría comprender mis motivaciones.

– ¿Mi representante? -pregunté.

El empleado consultó el fichero.

– Sí, una señorita llamada Daphne Harcourt-Browne, de…

– Pero ¿por qué?

– Creo que no soy la persona más apropiada para responder a esa pregunta -declaró el señor Palmer-, pues jamás había visto a esa dama antes de ayer.


– Es muy sencillo -respondió Daphne cuando le planteé la cuestión por la noche-. Si Charlie Trumper es la mitad de bueno de lo que afirmas, habré hecho una inversión muy inteligente.

– ¿Inversión?

– Sí. Exijo que mi capital, más el cuatro por ciento de interés, me sea devuelto dentro de tres años.

– ¿El cuatro por ciento?

– Correcto. Después de todo, es la misma cantidad que recibo de mi empréstito de guerra. Por otra parte, exigiré el diez por ciento de las ganancias a partir del cuarto año, en el caso de que no logres devolverme mi capital más el interés.

– Pero es posible que no haya ganancias.

– En cuyo caso me apoderaré automáticamente del sesenta por ciento de los bienes. Entonces, Charlie será el propietario del veinticuatro por ciento y tú del dieciséis. Todo lo que necesitas saber está en este documento. -Me tendió varias páginas de apretada escritura. La última llevaba un siete en la parte superior-. Sólo se precisa ya tu firma al pie de la página.

Leí los papeles lentamente mientras Daphne se servía un jerez. Ella o sus consejeros parecían haber pensado en todas las eventualidades.

– Sólo existe una diferencia entre tú y Charlie -dije, estampando mi firma entre dos cruces trazadas a lápiz.

– ¿Y cuál es?

– Tú naciste en una cama imperial.


Como era incapaz de encargarme de la tienda y continuar mi trabajo en la universidad al mismo tiempo, no tardé en llegar a la conclusión de que debería contratar a un director interino. Dado que las tres chicas empleadas ya en la tienda se limitaban a emitir risitas tontas cuando les daba instrucciones, la necesidad se hizo más acuciante.

El sábado siguiente me dediqué a pasear por Chelsea, Fulham y Kensington, mirando a través de los escaparates cómo trabajaban los empleados, con la esperanza de encontrar la persona idónea para dirigir la tienda de Trumper.

Me decanté finalmente por un joven que trabajaba en una frutería de Kensington, y esperé a que terminara su jornada laboral. Le seguí cuando se dirigió a casa.

El joven rubio caminaba hacia la parada de autobús más cercana cuando conseguí darle alcance.

– Buenas noches, señor Makins -dije.

– Hola.

Pareció asombrado y sorprendido al descubrir que aquella extraña joven conocía su nombre. Continuó andando.

– Tengo una verdulería en Chelsea Terrace -dije, adaptándome al ritmo de sus zancadas. Se mostró aún más sorprendido, pero no dijo nada y apresuró el paso-. Estoy buscando un nuevo director.

Esta información provocó que Makins andara más despacio y me mirara con cierta cautela.

– La tienda de Chapman -dijo-. ¿Fue usted quien compró la tienda de Chapman?

– Ahora es la tienda de Trumper, y le ofrezco el puesto de director por una libra a la semana más su sueldo actual.

Fueron necesarios varios kilómetros en autobús y un montón de preguntas respondidas frente a la puerta de su casa antes de que me invitara a entrar para conocer a su madre. Bob Makins entró a trabajar como director de nuestra tienda dos semanas después.

A pesar de este éxito inicial, descubrí al cabo de tres meses, decepcionada, que la tienda había sufrido pérdidas por valor de tres libras y no podía devolverle ni un penique a Daphne.

– No te desanimes -me dijo-. Si continúas adelante, aún te queda la posibilidad de que no se aplique la cláusula de penalización, sobre todo si el señor Trumper demuestra, cuando llegue, que es la mitad de bueno de lo que afirmas.

Durante los últimos seis meses había logrado información fidedigna sobre el paradero del escurridizo Charlie, gracias a la ayuda de un joven oficial que Daphne me había presentado. Siempre parecía saber con total exactitud dónde se hallaba el sargento Charles Trumper, en cualquier momento del día o de la noche. Sin embargo, yo me aferraba a la idea de que la tienda debía funcionar y rendir beneficios mucho antes de que Charlie volviera.

A principios de año me enteré, desolada, de que mi errante socio iba a ser desmovilizado el 20 de febrero de 1919. Para colmo, tuvimos que reemplazar a dos de las tres muchachas risueñas, que habían caído víctimas de la epidemia de gripe, y despedir a la tercera por incompetente.

Recordé todas las lecciones que Tata me había dado de niña. Si la cola es larga has de servir a los clientes con rapidez, pero con parsimonia si es corta; de esta forma, la tienda nunca está vacía. A la gente no le gusta entrar en tiendas vacías, explicaba; se sienten inseguros.

– El toldo debe llevar la inscripción -decía-. «Dan Salmon. Pan recién salido del horno. Fundado en 1879.» Repite el nombre y la fecha siempre que puedas; al tipo de gente que vive en el East End le gusta saber que llevas tiempo en el negocio. Colas e historia: los ingleses siempre han apreciado el valor de ambas.

Traté de continuar con esta filosofía, pues sospechaba que Chelsea no era muy diferente del East End, pero el letrero azul rezaba, en nuestro caso, «Charlie Trumper, el comerciante honrado. Fundado en 1823». Acaricié durante varios días la idea de llamar a la tienda «Trumper & Salmon», pero temí que eso me encadenara para toda la vida a él.

Una de las mayores diferencias que descubrí entre el East y el West End era que en Whitechapel se apuntaba el nombre de los morosos en una pizarra, mientras que en Chelsea abrían una cuenta. Para mi sorpresa, las deudas importantes eran más habituales en Chelsea que en Whitechapel. Al mes siguiente no pude devolverle ni una libra a Daphne. Deseaba con todas mis fuerzas que Charlie regresara.

Comí con dos amigas de mi curso en el comedor del colegio el día señalado para su vuelta. Mordisqueé una manzana y jugué con un trozo de queso mientras intentaba concentrarme en sus opiniones sobre Karl Marx. Tras engullir mi parte de una pinta de leche en polvo cogí los libros y me dirigí a la sala de conferencias. A pesar de que me interesaba el tema, me sentí aliviada cuando el profesor recogió y ordenó sus papeles minutos antes de la hora.

El trayecto en tranvía a Chelsea me resultó eterno, pero por fin se detuvo en la esquina de Chelsea Terrace.

Siempre me gustaba recorrer a pie toda la calle y ver cómo les iba a las demás tiendas. Pasaba en primer lugar frente a la tienda de antigüedades en la que residía el señor Rutherford. Solía levantarse el sombrero cuando me veía, y después le tocaba el turno a la tienda de prendas femeninas, en el número 133; cuando veía los vestidos exhibidos en el escaparate, pensaba que nunca me los podría permitir. A continuación venía la carnicería de Kendrick, donde Daphne había abierto una cuenta, y unas puertas más allá el restaurante italiano, con sus mesas vacías, cubiertas con manteles de tela. Sabía que el propietario debía realizar un enorme esfuerzo para ganarse la vida, porque ya no podíamos concederle ningún crédito. Por fin, llegaba a la librería donde residía el querido señor Sneddles. Aunque no había vendido un libro en semanas, se sentaba alegremente ante el mostrador, embebido en su amado William Blake, hasta que llegaba la hora de darle la vuelta al letrero que rezaba «Abierto». Sonreí al pasar, pero no me vio.

Según mis cálculos, si el tren de Charlie había llegado por la mañana con puntualidad a King's Cross, ya estaría en Chelsea en estos momentos, aunque hubiera tenido que recorrer el camino a pie.

Vacilé un instante al aproximarme a la tienda, y luego entré resueltamente. Para mi consternación, no vi a Charlie por ningún sitio. Le pregunté de inmediato a Bob si había venido alguien preguntando por mí.

– Nadie, señorita Becky -confirmó Bob -, No se preocupe, todos sabemos lo que hemos de hacer si el señor Trumper aparece.

Sus dos nuevas ayudantes, Patsy y Gladys, cabecearon en señal de asentimiento.

Consulté mi reloj. Pasaban unos minutos de las cinco. Empecé a dar por sentado que si Charlie no se había presentado ya, tendría que esperar al día siguiente. Le dije a Bob que podía comenzar a ordenar el local. Cuando dieron las seis en el reloj situado sobre la puerta, le pedí que bajara la persiana y cerrara la puerta con llave, mientras yo repasaba las ganancias del día.

– Qué extraño -dijo Bob, cuando volvió a mi lado con las llaves de la tienda en la mano.

– ¿El qué?

– Aquel hombre. Lleva sentado en el banco una hora, y no le ha quitado el ojo a la tienda en todo el rato. Espero que ese tipo no tenga malas intenciones.

Miré al otro lado de la calle. Charlie estaba sentado, con los brazos cruzados y la vista clavada en mí. Cuando nuestros ojos se encontraron descruzó los brazos, se levantó y caminó lentamente en mi dirección.

Ninguno de los dos habló durante un rato.

– ¿Qué ha sido de «Posh Porky»? -dijo por fin.

Capítulo 7

– ¿Cómo está usted, señor Trumper? Es un placer conocerle -dijo Bob Makins, frotándose la palma de la mano en el delantal verde antes de estrechar la mano extendida de su nuevo patrón.

Gladys y Patsy avanzaron y dedicaron a Charlie una breve reverencia, que hizo sonreír a Becky.

– Pueden ahorrarse estas cosas -dijo Charlie-, Soy de Whitechapel, así que reserven las reverencias y demás zarandajas para los clientes.

– Sí, señor -respondieron las chicas al unísono. Charlie se quedó sin habla.

– Bob, ¿quieres subir las cosas del señor Trumper a su habitación? -pidió Becky-. Entretanto, le enseñaré la tienda.

– Por supuesto, señorita -dijo Bob, mirando el paquete envuelto en papel marrón y la caja de cartón que Charlie había dejado en el suelo, a su lado-, ¿Eso es todo, señor Trumper? -preguntó, incrédulo.

Charlie asintió con la cabeza.

Examinó a las dos ayudantes, ataviadas con sus elegantes blusas blancas y delantales verdes. Ambas se hallaban de pie detrás del mostrador, con el aspecto de no saber qué hacer a continuación.

– Podéis marcharos las dos -dijo Becky-, pero acordaos de madrugar. El señor Trumper es muy quisquilloso en lo referente a la puntualidad.

Las dos muchachas recogieron sus cosas y se marcharon. Charlie se sentó en un taburete próximo a una caja de ciruelas.

– Ahora que ya estamos solos -dijo-, explícame todo lo ocurrido.

– Bueno -contestó Becky-, todo empezó por culpa de mi estúpido orgullo, pero…

Mucho antes de que terminara el relato de sus peripecias, Charlie la interrumpió.

– Eres una maravilla, Becky Salmon, una auténtica maravilla.

Continuó relatándole a Charlie todo lo sucedido durante el año anterior, y el rostro del joven sólo se ensombreció cuando conoció los detalles de la inversión efectuada por Daphne.

– ¿Así que sólo tengo unos dos años y nueve meses para devolver las sesenta libras más los intereses?

– Sí -reconoció Becky.

– Rebecca Salmon, repito que eres una maravilla. Si no soy capaz de conseguir algo tan sencillo, significará que no soy digno de ser llamado tu socio.

Una sonrisa de alivio cruzó el rostro de Becky.

– ¿También tú vives aquí? -preguntó Charlie, mirando la escalera.

– Desde luego que no. Comparto un piso con una vieja amiga del colegio, Daphne Harcourt-Browne. Vivimos en el noventa y siete de esta misma calle.

– ¿La chica que aportó el dinero? -preguntó Charlie.

Becky asintió con la cabeza.

– Debe de ser una buena amiga -comentó Charlie.

Bob reapareció en lo alto de la escalera.

– He puesto las cosas del señor Trumper en el dormitorio y echado un vistazo al piso. Creo que todo está en orden.

– Gracias, Bob -dijo Becky-, Como ya no queda nada más por hacer, hasta mañana.

– ¿Vendrá el señor Trumper al mercado, señorita?

– Lo dudo, de modo que encárgate tú del pedido para mañana. Estoy segura de que el señor Trumper te acompañará dentro de pocos días.

– ¿Covent Garden? -preguntó Charlie.

– Sí, señor -contestó Bob.

– Bien, si no lo han cambiado de sitio nos encontraremos allí a las cuatro y media de la mañana.

Becky vio que Bob palidecía.

– No creo que el señor Trumper espere que vayas cada día al mercado a las cuatro y media -rió Becky-, Sólo hasta que haya recuperado el pulso de la situación. Buenas noches, Bob.

– Buenas noches, señorita. Buenas noches, señor -se despidió Bob, marchándose con aspecto de perplejidad.

– ¿Qué son todas estas tonterías de «señor» y «señorita»? -preguntó Charlie-. Sólo soy un año mayor que Bob.

– También lo eran muchos oficiales del frente occidental a los que llamabas «señor».

– Pues por eso. Yo no soy oficial.

– No, pero eres el jefe. Además, ya no vives en Whitechapel, Charlie. Ven, te enseñaré tus aposentos.

– ¿Aposentos? No he tenido «aposentos» en mi vida. En los últimos tiempos, sólo trincheras y tiendas de campaña.

– Bien, pues ahora los tienes. -Becky guió a su socio escalera arriba hasta llegar al primer piso y empezó a enseñarle el piso-. La cocina. Pequeño, pero suficiente para cubrir tus necesidades. Por cierto, me he encargado de que haya bastantes cuchillos, tenedores y platos para tres personas, y le he dicho a Gladys que también es responsabilidad suya mantener el piso limpio y ordenado. La sala de estar -anunció, abriendo una puerta-, suponiendo que alguien tenga la cara dura de describir como sala de estar algo tan minúsculo.

Charlie vio un sofá y tres sillas, todo nuevo.

– ¿Y mis viejos muebles?

– La mayoría se quemaron el día del Armisticio -confesó Becky-, pero conseguí obtener un penique por la silla de crin y la cama.

– ¿Y el carretón de mi abuelo? ¿También lo quemaste?

– Por supuesto que no. Intenté venderlo, pero nadie me ofreció más de cinco chelines, de manera que Bob lo utiliza cada mañana para recoger los productos del mercado.

– Bien -dijo Charlie, tranquilizado.

Becky se volvió y avanzó hacia el cuarto de baño.

– Lamento la mancha que hay debajo del grifo de agua fría. A pesar de que hicimos todo cuanto pudimos por borrarla, no encontramos ningún producto lo bastante fuerte. Debo advertirte de que el retrete falla a veces.

– Nunca había tenido un váter dentro de casa -dijo Charlie-, Muy pijo.

Becky entró en el dormitorio.

Charlie intentó abarcarlo todo de una sola mirada. Sus ojos se clavaron en la fotografía en color que había colgado sobre su cama ile Whitechapel Road, y que había pertenecido a su madre. Le resultó vagamente familiar. Desvió la vista hacia una cómoda, dos sillas y una cama que jamás había visto. Deseaba desesperadamente demostrar a Becky cuánto apreciaba todo lo que había hecho, pero se quedó moviendo los pies de un lado a otro en una esquina de la cama.

– Otro lujo -comentó Charlie.

– ¿Otro lujo?

– Sí, las cortinas. ¿Sabes que mi viejo no las permitía? Solía decir…

– Sí, me acuerdo. Por su culpa te quedas dormido por las mañanas, lo cual impide que hagas tu trabajo como es debido.

– Bueno, algo por el estilo, aunque dudo que mi viejo conociera el significado de la palabra «impedir» -dijo Charlie, empezando a vaciar la caja de cartón de Tommy.

Los ojos de Becky se fijaron en el grabado de la Virgen María con el Niño cuando Charlie colocó el pequeño cuadro sobre la cama. Cogió el óleo y lo examinó con detenimiento.

– ¿Dónde compraste esto, Charlie? Es magnífica.

– Un amigo que murió en el frente me lo legó -respondió con franqueza.

– Tu amigo tenía gusto. -Becky continuaba sujetando la pintura-, ¿Sabes quién lo pintó?

– Ni idea. -Charlie miró el grabado en color de su madre que Becky había colgado en la pared-. Caramba, es exactamente el mismo cuadro.

– Casi -dijo Becky, examinando la fotografía que colgaba sobre la cama -. La de tu madre es una fotografía de una obra maestra de Bronzino, mientras que la de tu amigo es una pintura, y se parece tanto porque es una copia muy buena del original. -La joven consultó su reloj -. Debo irme -dijo con brusquedad-. He prometido que estaría en el Queen's Hall a las ocho. Mozart.

– Mozart. ¿Le conozco?

– Concertaré una cita para que os conozcáis dentro de poco.

– ¿Quiere eso decir que no vas a prepararme mi primera cena? Todavía tengo un montón de preguntas que debes contestarme, cosas que quiero averiguar. Para empezar…

– Lo siento, Charlie. No quiero llegar tarde. Hasta mañana…, y prometo que responderé a todas tus preguntas.

– ¿Antes que cualquier otra cosa?

– Sí, pero sin guiarnos por tus horarios -rió Becky-, Yo diría que a eso de las ocho.

– ¿Te gusta ese tal Mozart? -preguntó Charlie.

Becky notó que los ojos del joven la observaban con más atención.

– Bueno, para ser sincera no sé gran cosa sobre él, pero a Guy le gusta.

– ¿Guy?

– Sí, Guy. Es el chico que me lleva al concierto, y como le conozco desde hace poco tiempo no quiero llegar tarde. Mañana te contaré más cosas sobre los dos. Adiós, Charlie.


De regreso al piso de Daphne, Becky se sintió un poco culpable por abandonar a Charlie la primera noche que volvía a casa, y pensó que tal vez se había comportado con cierto egoísmo al aceptar la invitación de Guy para ir al concierto. Claro que el batallón no le concedía muchas noches libres a la semana, y si no le veía cuando estaba de permiso pasaban varios días hasta que podían pasar otra noche juntos.

Cuando abrió la puerta del número 97, Becky oyó a Daphne chapoteando en el baño.

– ¿Ha cambiado? -gritó su amiga.

– ¿Quién? -preguntó Becky dirigiéndose al dormitorio.

– Charlie, por supuesto -dijo Daphne, abriendo la puerta del cuarto de baño.

Se quedó apoyada en el marco, con una toalla arrollada al cuerpo. Una nube de vapor la envolvía casi por completo.

Becky meditó en la pregunta durante un momento.

– Ha cambiado, sí, y mucho, excepto en la ropa y la voz.

– ¿Qué quieres decir?

– Bueno, la voz es la misma… La reconocería en cualquier sitio. Las ropas son las mismas. Las reconocería en cualquier sitio. Pero él no es el mismo.

– ¿Me puedes descifrar un poco tus acertijos? -preguntó Daphne, mientras se frotaba el cabello vigorosamente.

– Bien, como él mismo me señaló, Bob Makins sólo es un año menor que él, pero Charlie parece diez años mayor que nosotras dos. Tal vez les ocurra a todos los hombres que han servido en el I l ente occidental.

– No debió sorprenderte, pero lo que yo quiero saber es: ¿se sorprendió al ver la tienda?

– Sí, puedo asegurártelo sin la menor duda. -Becky se quitó el vestido-. No tendrás un par de medias para prestarme, ¿verdad?

– Tercer cajón empezando por arriba, pero a cambio quiero tus piernas.

Becky lanzó una carcajada.

– ¿Qué aspecto tiene? -continuó Daphne, tirando la toalla mojada al suelo.

Becky reflexionó antes de responder.

– Alrededor del metro setenta y cinco y la misma envergadura ile su padre, aunque en su caso no se trata de grasa, sino de músculo. No es exactamente Douglas Fairbanks, pero algunas le encontrarán atractivo.

– Empiezo a pensar que es mi tipo -dijo Daphne, mientras rebuscaba entre su ropa en busca de algo que le sentara bien.

– No lo creo, querida -dijo Becky-. No me imagino al general de brigada Harcourt-Browne compartiendo el jerez de la mañana con Charlie Trumper antes de la cacería de Cottenham.

– Eres tan presuntuosa, Rebecca Salmon -rió Daphne-. Aunque compartimos el piso, no olvides que Charlie y tú procedéis del mismo establo. Si lo piensas bien, has conocido a Guy gracias a mí.

– Muy cierto, pero St. Paul y la universidad de Londres me otorgan cierto crédito, ¿no?

– De donde yo vengo, no -dijo Daphne, comprobando el estado de sus uñas-. Ahora no tengo tiempo para conversar con la clase obrera, querida. He de irme. Henry Bromsgrove me va a llevar a una sala de baile de Chelsea, y por empalagoso que sea nuestro Henry, me encanta recibir cada agosto una invitación para cazar en su casa de campo de Escocia. ¿No es fantástico?

Mientras Becky se metía en el baño, pensó en las palabras de Daphne, teñidas de humor y sin engreimiento por su parte, pero una vez más ponían de relieve los problemas a los que se enfrentaba cuando osaba cruzar durante más de unos momentos las barreras sociales establecidas.

La verdad era que Daphne le había presentado a Guy, unas semanas atrás, durante el descanso de La Bohème, en el Covent Garden. Becky recordaba con toda claridad aquel primer encuentro.

Mientras tomaban una copa en el abarrotado bar, y después de escuchar las advertencias de Daphne respecto a su reputación, intentó con todas sus fuerzas no dejarse atraer por él.

Había tratado de no mirar con excesivo descaro al joven esbelto que estaba de pie frente a ella. Su espeso cabello rubio, los profundos ojos azules y un encanto natural habrían cautivado ya el corazón de una legión de mujeres aquella noche, pero como Becky supuso que cada joven recibía exactamente el mismo trato evitó dejarse halagar por sus palabras.

Daphne le preguntó la noche siguiente cuál era su opinión sobre el joven capitán de los Fusileros Reales.

– Repíteme su nombre -contestó Becky.

– Ah, entiendo. ¿Tanto te impresionó?

– Sí -admitió Becky-, ¿Y qué? ¿Te imaginas a un joven oficial de buena familia interesándose por una chica de Whitechapel?

– Pues sí, aunque sospecho que él sólo persigue una cosa.

– En ese caso, adviértele que yo no soy esa clase de chica.

– Creo que eso jamás le arredró. De todos modos, me ha preguntado si te gustaría acompañarle al teatro con algunos amigos de su regimiento. ¿Qué te parece?

– Me encantaría.

– Eso pensé, así que dije «sí» sin molestarme en consultarte.

Becky rió, pero tuvo que esperar cinco días antes de ver otra vez al joven capitán. Vino a recogerla y se encontraron con un grupo de oficiales jóvenes y muchachas de la alta sociedad en el teatro Haymarket, para ver Pigmalión, una obra escrita por el comediógrafo de moda, George Bernard Shaw. A Becky le gustó mucho la pieza, a pesar de una chica llamada Amanda Ponsonby, que se pasó todo el primer acto lanzando risitas idiotas, y que después se rehusó a conversar con ella durante el intermedio.

Cenaron en el Café Royal. Se sentó al lado de Guy y le contó todo sobre ella, desde su nacimiento en Whitechapel hasta la consecución de una plaza en el colegio Bedford el año anterior.

Después de despedirse del grupo, Guy la acompañó a Chelsea, dijo «Buenas noches, señorita Salmon» y le estrechó la mano. Becky supuso que nunca volvería a ver al joven oficial de los Fusileros.

Pero Guy le dejó una nota al día siguiente, invitándola a una recepción en el comedor de oficiales. Una semana después fue una cena, a continuación un baile y, a finales de mes, una invitación para pasar el fin de semana con sus padres en Berkshire.

Daphne le informó lo mejor que pudo sobre la familia. Le aseguró que el padre de Guy, el mayor, era un amor, poseía una granja de trescientas cincuenta hectáreas dedicada a la cría de ganado y, además, era Maestre de la Montería de Buckhurst.

A Daphne le costó varias tentativas explicar qué significaba concretamente «ir de caza», y admitió que hasta Eliza Doolittle [11] habría tenido algunas dificultades en comprender, antes que nada, por qué se tomaban tantas molestias por el tema.

– La madre de Guy, por contra, no se ha visto agraciada con los generosos instintos del mayor -advirtió Daphne-. Es una presuntuosa de tomo y lomo. -A Becky le dio un salto el corazón -. Hija segunda de un baronet, título que le concedió Lloyd George, por hacer cosas que introducen en el extremo de los tanques. Apuesto a que, al mismo tiempo, hizo generosas donaciones al Partido Liberal. Segunda generación, por supuesto. Siempre son las peores. -Daphne examinó las costuras de sus medias-. Mi familia existe desde hace diecisiete generaciones, y creemos que no necesitamos demostrar nada. Somos muy conscientes de que ninguno de nosotros posee inteligencia, pero por Dios que somos ricos y por Cristo que somos antiguos. Sin embargo, me temo que no se puede decir lo mismo del capitán Guy Trentham.

Capítulo 8

Becky se despertó a la mañana siguiente antes de que sonase el despertador. Se levantó, vistió y salió antes de que Daphne hubiera movido un dedo. Ardía en deseos de saber cómo le iba a Charlie su primer día. Al acercarse al 147 advirtió que la tienda ya estaba abierta, y un solitario cliente recibía las atenciones de Charlie.

– Buenos días, socia -gritó Charlie desde detrás del mostrador cuando Becky entró en la tienda.

– Buenos días. Veo que estás decidido a pasar tu primer día sentado y mirando cómo funciona todo.

Averiguó que Charlie había empezado a servir a los clientes antes de que Gladys y Patsy llegaran, mientras el pobre Bob Makins parecía ya agotado, como si hubiera trabajado un día entero.

– Aún no he tenido tiempo de charlar con las clases ociosas por el momento -dijo Charlie, con un acento de barrio bajo más marcado que nunca-. ¿Tengo alguna esperanza de coincidir contigo a última hora de la tarde?

– Por supuesto -contestó Becky, consultó su reloj, agitó una mano en señal de despedida y se marchó a su primera clase de la mañana. Le resultó difícil concentrarse en la historia del Renacimiento, y ni siquiera las imágenes de obras de Rafael, proyectadas desde una linterna mágica sobre una sábana blanca, lograron despertar su interés. Su mente basculaba entre el nerviosismo de tener que pasar un fin de semana con los padres de Guy a los problemas de Charlie para obtener beneficios y liquidar la deuda con Daphne.

Becky admitió para sí que tenía más confianza en esto último. Sintió un enorme alivio al ver que la manecilla negra del viejo reloj indicaba las cuatro y media, y se encontró corriendo de nuevo para coger el tranvía en la esquina de la plaza Portland… y volvió a correr en cuanto el traqueteante vehículo hubo llegado a la esquina de Chelsea Terrace.

Se había formado una pequeña cola en la tienda, y Becky escuchó las familiares frases publicitarias de Charlie antes de llegar a la puerta.

– Media libra de vuestro rey Eduardo, un jugoso pomelo de Suramérica, ¿y si añado una preciosa camuesa, todo por un chelín, cariño?

Damas de alta alcurnia, señoras, institutrices, todas aquellas que habrían arrugado la nariz si alguien les hubiera llamado «cariño», se derretían cuando Charlie pronunciaba esa palabra. Becky sólo advirtió los cambios que Charlie había introducido ya en la tienda cuando la última cliente se hubo marchado.

– Toda la noche en pie -dijo Charlie-, Tiré la mitad de cajas vacías y artículos invendibles. Te enmendé la plana y puse delante las verduras de colores vivos, los tomates, los guisantes, tiernos y bonitos, y pasé atrás todas esas variedades tan feas que tú colocabas en primer plano, las patatas, las rutabagas y nabos tempranos. Es una regla de oro.

– El abuelo Charlie -empezó ella con una sonrisa, pero se calló justo a tiempo.

Becky se puso a examinar los mostradores reordenados y tuvo que darle la razón a Charlie. En cualquier caso, no podía discutir con las sonrisas que iluminaban los rostros de los clientes.

Al cabo de un mes, una cola que salía hasta la calle pasó a formar parte de la vida diaria de Charlie. Al cabo de dos, ya le estaba hablando a Becky de ampliaciones.

– ¿Por dónde ampliaremos? -preguntó Becky-, ¿Por tu dormitorio?

– Ahí arriba no hay sitio para verduras -replicó él con una sonrisa-, teniendo en cuenta que nuestras colas son más largas que las formadas para ver Pigmalión. Además, nosotros no bajaremos nunca el telón.

Cuando Becky repasó una y otra vez las cifras del primer trimestre, apenas pudo creer cuánto habían ganado. Decidió que tal vez había llegado el momento de hacer una pequeña celebración.

– ¿Por qué no vamos todos a cenar a ese restaurante italiano? -sugirió Daphne, tras recibir un cheque por los tres meses siguientes mucho más generoso de lo que había imaginado.

Becky consideró la idea maravillosa, pero la resistencia de Guy a secundar sus planes la sorprendió, así como los prolijos preparativos de Daphne para la gran ocasión.

– No tenemos la intención de gastarnos todos los beneficios en una sola noche -le aseguró Becky.

– Lástima, porque empiezo a pensar que es la única posibilidad que me queda de imponer la cláusula de penalización. No me estoy quejando. Al fin y al cabo, Charlie representará un cambio sustancial, después de los habituales hijos de vicario sin mentón y mozos de cuadra sin piernas que he de soportar casi todos los fines de semana.

– Ten cuidado, no sea que termine devorándote como postre.

Becky avisó a Charlie de que habían reservado la mesa para las ocho en punto y le obligó a prometer que se pondría su mejor traje.

– Mi único traje -le recordó Charlie.

Guy recogió a las dos muchachas del 97 a las ocho en punto, pero guardó un silencio desacostumbrado mientras las acompañaba al restaurante, a donde llegaron pocos minutos después de la hora señalada. Encontraron a Charlie sentado solo en la esquina, como si fuera la primera vez que estaba en un restaurante.

Becky le presentó primero a Daphne, y después a Guy. Los dos hombres se quedaron quietos, mirándose como púgiles.

– Claro, estabais en el mismo regimiento -dijo Daphne-, pero no imaginaba que os conocíais -añadió, mirando a Charlie, pero ninguno de ellos comentó su observación.

Si la velada empezó mal, lo que siguió fue todavía peor. Daba la impresión de que ninguno de los cuatro consiguiera abordar un tema común a todos. Charlie, en lugar de mostrarse jovial y agudo, como en la tienda, se sumió en un estado hosco y poco comunicativo. Becky le habría dado una patada en el tobillo de haber estado a su alcance, y no sólo porque continuaba acompañándose la comida con el cuchillo.

El silencio adusto de Guy tampoco ayudó, pese a las carcajadas de Daphne, bulliciosa como siempre, ante cualquier comentario. Becky se sintió muy aliviada cuando llegó la cuenta, dando fin a la velada. Tuvo que dejar una propina discretamente, pues Charlie se olvidó de hacerlo.

Salió del restaurante al lado de Guy y los dos perdieron de vista a Daphne y Charlie mientras caminaban a toda prisa hacia el 97. Becky imaginó que sus compañeros les precedían algunos pasos, pero dejó de pensar en su paradero cuando Guy la tomó en sus brazos y la besó.

– Buenas noches, querida. No olvides que este fin de semana nos vamos a Ashurst.

¿Cómo iba a olvidarlo? Becky vio que Guy miraba furtivamente en la dirección que Daphne y Charlie habían tomado, como si pensara en algo, pero luego detuvo sin decir palabra un cabriolé y ordenó al conductor que le llevara a los barracones de los Fusileros, en Hounslow.

Becky abrió la puerta de la calle y se sentó en el sofá, dudando si volver al 147 y decirle a Charlie lo que pensaba exactamente de él. Daphne entró pocos minutos después en la sala.

– Te pido mis disculpas por lo de esta noche -dijo Becky, antes de que su amiga abriera la boca-. Charlie suele ser un poco más comunicativo. No sé qué le ha pasado.

– Sospecho que le puso violento cenar con un oficial de su antiguo regimiento.

– Estoy segura; pero acabarán siendo amigos.

Daphne miró a Becky con aire pensativo.


El sábado siguiente por la mañana, Guy se dirigió al 97 de Chelsea Terrace para recoger a Becky y conducirla a Ashurst. Al verla ataviada con un elegante vestido rojo de Daphne comentó lo atractivo de su aspecto, y se mostró tan locuaz y alegre durante el trayecto a Berkshire que Becky empezó a tranquilizarse por primera vez en aquel día. Llegaron a Ashurst poco antes de las tres y Guy le guiñó el ojo cuando internó el coche por el sendero de un kilómetro y medio de largo que conducía a la mansión.

Becky no pensaba que la casa sería tan grande.

Un mayordomo, un lacayo y tres criados les esperaban en el peldaño superior para recibirles. Guy detuvo el coche en el sendero de grava y el mayordomo se adelantó para sacar las dos maletitas de Becky del portaequipajes y pasárselas al lacayo, que las entró en la casa. El mayordomo guió a Becky con paso sosegado hasta una habitación de la primera planta, después de atravesar el vestíbulo y subir por una escalera de madera.

– La alcoba Wellington, señora -entonó mientras le abría la puerta.

– Se supone que pasó aquí una noche -explicó Guy, subiendo la escalera detrás de ella-. Por cierto, no vas a sentirte sola, porque ocupo la habitación contigua, y estoy mucho más vivo que el finado general.

Becky entró en una amplia y confortable estancia, donde una joven que llevaba un largo vestido negro de cuello y puños blancos ya estaba deshaciendo sus maletas. La chica se volvió, hizo una reverencia y se presentó.

– Soy Nellie, su doncella personal. Le ruego que me informe de todo lo que necesite, señora.

Becky le dio las gracias, caminó hasta el mirador y contempló las onduladas hectáreas que se extendían hasta perderse de vista. Becky se volvió al oír un golpe en la puerta y vio que Guy entraba en la habitación antes de que ella le diera permiso.

– ¿Te gusta la habitación, querida?

– Es perfecta -contestó Becky, mientras la doncella hacía una nueva reverencia.

Becky creyó distinguir una fugaz mirada de temor en los ojos de la joven cuando Guy atravesó la habitación.

– ¿Preparada para conocer a papá?

– Más preparada de lo que nunca estaré -admitió ella.

Bajó con Guy por la escalera hasta la sala de estar que se utilizaba por las mañanas. Un hombre de unos cincuenta y pocos años se hallaba de pie frente a un fuego espléndido, aguardándoles.

– Bienvenida a Ashurst Hall -dijo el mayor Trentham.

– Gracias -sonrió Becky.

El mayor era un poco más bajo que su hijo, pero poseía la misma complexión esbelta y cabello rubio, algo salpicado de gris en las sienes. El parecido terminaba allí. Mientras la tez de Guy era suave y pálida, la piel del mayor Trentham exhibía el tono rubicundo de un hombre que había pasado la mayor parte de su vida al aire libre. Cuando Becky le estrechó la mano notó la aspereza de alguien que ha trabajado la tierra.

– Esos bonitos zapatos de Londres no le servirán para lo que tengo en mente -afirmó el mayor-, le dejaremos un par de botas de montar de mi esposa, o las botas altas de Nigel.

– ¿Nigel? -preguntó Becky.

– El benjamín de los Trentham. ¿Guy no le ha hablado de él? Cursa el último año en Harrow y confía en pasar a Sandhurst… para eclipsar a su hermano, según me han dicho.

– No sabía que tenías un…

– No vale la pena gastar saliva en ese mocoso -la interrumpió Guy con una media sonrisa, mientras su padre les guiaba hasta el vestíbulo, donde abrió un aparador situado bajo la escalera.

Becky contempló una fila de botas de montar de piel, aún más lustradas que sus zapatos.

– Elija -dijo el mayor Trentham.

Al cabo de dos tentativas, Becky encontró un par de su talla. Después, siguió a Guy y a su padre hasta el jardín. El mayor Trentham dedicó la mayor parte de la tarde a enseñar su propiedad de trescientas cincuenta hectáreas a su joven invitada, y a la hora de volver Becky estaba más que preparada para el ponche caliente que les esperaba en una enorme ponchera que habían dispuesto en la sala de estar.

El mayordomo anunció que la señora Trentham había telefoneado para decir que la habían retenido en la vicaría y que no podía reunirse con ellos para tomar el té.

La señora Trentham aún no había aparecido cuando Becky, al anochecer, volvió a su habitación para bañarse y cambiarse para la cena.

Daphne había prestado a Becky un par de vestidos para la ocasión, así como un broche de diamantes, pese a las protestas de Becky. Sin embargo, cuando se miró en el espejo, el resultado no la disgustó.

Becky regresó a la sala de estar al oír las ocho en alguno de los numerosos relojes esparcidos por la casa. Observó enseguida el efecto que el traje y el broche producían en ambos hombres. Un fuego espléndido continuaba ardiendo en la chimenea, pero la madre de Guy seguía sin aparecer.

– Un vestido encantador, señorita Salmon -dijo el mayor.

– Gracias, mayor Trentham -dijo Becky, paseando la vista por la estancia.

– Mi esposa se reunirá con nosotros dentro de un momento -aseguró el mayor a Becky, mientras el mayordomo servía un jerez en una bandeja de plata a la joven.

– Me ha gustado mucho el paseo por la finca -dijo Becky.

– Creo que no se merece esa descripción, querida -replicó el mayor con una cálida sonrisa-, pero me alegra que disfrutara el paseo -añadió, mirando más allá de Becky.

Ésta se giró en redondo y vio a una dama alta y elegante, vestida de negro de pies a cabeza, que entraba en la sala. Se acercó a ellos con paso lento y sosegado.

– Madre -dijo Guy, adelantándose para besarla en la mejilla-, me gustaría presentarte a Becky Salmon.

– ¿Cómo está usted? -preguntó Becky.

– ¿Puedo preguntar quién sacó mis mejores botas de montar del aparador del vestíbulo? -preguntó la señora Trentham, ignorando la mano extendida de Becky-, ¿Y después tuvo a bien devolverlas cubiertas de barro?

– Yo -dijo el mayor-. De lo contrario, la señorita Salmon habría tenido que pasear por la granja con zapatos de tacón, algo muy poco, sensato, dadas las circunstancias.

– La señorita Salmon habría demostrado su sensatez viniendo con el calzado apropiado.

– Lo siento muchísimo… -empezó Becky.

– ¿Dónde has estado todo el día, madre? -cortó Guy-, Confiábamos en verte mucho antes.

– Intentaba solucionar algunos de los problemas que nuestro nuevo vicario parece incapaz de afrontar -replicó la señora Trentham-, No tiene ni la menor idea de cómo organizar el oficio religioso de Pascua. No sé qué les enseñarán en Oxford actualmente.

– Teología, tal vez -insinuó el señor Trentham.

El mayordomo carraspeó.

– La cena está servida, señora.

La señora Trentham se volvió sin pronunciar palabra y les guió a paso vivo hasta el comedor. Situó a Becky a la derecha del mayor y frente a ella. Tres cuchillos, cuatro tenedores y dos cucharas brillaban frente a Becky. No le costó elegir con cuál empezar, pues el primer plato era sopa, y en lo sucesivo, siguiendo el consejo de Daphne, imitó en todo momento a la señora Trentham.

Su anfitriona no dirigió la palabra a Becky hasta que se sirvió el plato principal. En lugar de ello, habló a su esposo de los esfuerzos de Nigel en Harrow (muy poco impresionantes), del nuevo vicario (casi igual de desastroso), y de lady Lavinia Malim (la viuda de un juez que se había mudado al pueblo en fecha reciente y estaba provocando más problemas de los acostumbrados).

La boca de Becky estaba llena de faisán cuando la señora Trentham le preguntó de improviso:

– ¿Qué profesión ejerce su padre, señorita Salmon?

– Está muerto -tartamudeó Becky.

– Oh, cuánto lo siento. Imagino que murió sirviendo en la guerra con su regimiento…

– No.

– Así pues, ¿qué hizo durante la guerra?

– Tenía una panadería. En Whitechapel -añadió Becky, recordando la advertencia de su padre: «Si intentas alguna vez disfrazar tu medio social, acabarás llorando».

– ¿Whitechapel? -inquirió la señora Trentham-, ¿No se trata de un delicioso pueblecito en las afueras de Worcester, si no me equivoco?

– No, señora Trentham, está en el corazón del East End de Londres -dijo Becky, confiando en que Guy acudiría en su ayuda, pero parecía más interesado en saborear su clarete.

– Oh -dijo la señora Trentham. Sus labios formaron una línea recta-. Recuerdo que una vez visité a la esposa del obispo de Worcester en un lugar llamado Whitechapel, pero confieso que jamás me he encontrado en la necesidad de desplazarme al East End. Supongo que allí no tienen obispo. -Posó sobre la mesa el cuchillo y el tenedor-. Sin embargo, mi padre, sir Raymond Hardcastle… Tal vez habrá oído hablar de él, señorita Salmon…

– No, la verdad es que no -contestó Becky con franqueza.

Otra mirada de desdén apareció en el rostro de la señora Trentham, aunque no logró dominar su verborrea.

– … quien fue nombrado baronet por sus servicios al rey Jorge V…

– ¿Y cuáles fueron esos servicios? -preguntó Becky inocentemente.

La señora Trentham hizo una pausa antes de proseguir.

– Jugó un pequeño papel en los esfuerzos de Su Majestad por impedir que los alemanes nos vencieran.

– Era un traficante de armas -dijo el mayor Trentham para sí.

Si la señora Trentham oyó el comentario, prefirió ignorarlo.

– ¿Ha sido presentada en sociedad este año, señorita Salmon? -preguntó.

– No. Me he matriculado en la universidad.

– No apruebo tales comportamientos. La educación de una dama no debe exceder de las tres «R», [12] junto con un adecuado conocimiento de cómo manejar a los criados y sobrevivir a un partido de cricket.

– Pero si no se tienen criados… -empezó a decir Becky, y habría continuado de no agitar la señora Trentham una campanilla de plata que tenía a su lado. El mayordomo apareció al instante.

– Tomaremos café en la sala de estar -ordenó la señora Trentham.

El rostro del mayordomo traslució una levísima sorpresa. La señora Trentham se levantó y precedió a los demás por un largo pasillo hasta llegar a la sala de estar, donde el fuego ya no ardía con tanto entusiasmo.

– ¿Le apetece una copa de coñac, señorita Salmon? -preguntó el mayor Trentham, mientras Gibson servía el café.

– No, gracias.

– Os ruego que me excuséis -dijo la señora Trentham, levantándose de la silla en que acababa de sentarse-. Padezco una ligera jaqueca, así que me retiraré a mi alcoba, con vuestro permiso.

– Por supuesto, querida -contestó el mayor con voz indiferente.

Guy se sentó junto a Becky y le cogió la mano en cuanto su madre salió.

– Se encontrará mejor por la mañana, cuando la migraña se haya calmado.

– Lo dudo -susurró Becky. Se volvió hacia el mayor Trentham-, Creo que tendrá que disculparme a mí también. Ha sido un día muy largo, y estoy segura de que ustedes dos tienen mucho de qué hablar.

Los dos hombres se pusieron en pie. Becky salió de la sala y subió por la larga escalera hasta su dormitorio. Se desnudó a toda prisa, se lavó en una palangana de agua casi helada, atravesó encogida la habitación desprovista de calefacción y se deslizó entre las sábanas de su fría cama.

Casi se había dormido cuando oyó girar el pomo de la puerta. Parpadeó varias veces y fijó la vista en el extremo opuesto de la habitación. La puerta se abrió poco a poco, pero sólo distinguió la silueta de un hombre que entraba y cerraba la puerta en silencio a su espalda.

– ¿Quién es? -preguntó Becky.

– Yo -dijo Guy-. Se me ocurrió pasar un momento y desearte buenas noches.

Becky se subió la sábana de arriba hasta el cuello.

– Buenas noches -dijo con brusquedad.

– Eso es muy poco cariñoso -respondió Guy, que había atravesado la habitación para sentarse en el borde de su cama-. Sólo quería comprobar que todo estaba bien. Me pareció que lo habías pasado bastante mal esta noche.

– Estoy bien, gracias -dijo Becky.

Cuando él se inclinó para besarla, la joven se apartó, y Guy sólo consiguió rozarle la oreja.

– Tal vez no sea el momento adecuado.

– O el lugar -añadió Becky, apartándose más, a punto de caer por el borde de la cama.

– Sólo deseaba darte un beso de buenas noches.

Becky permitió que la tomara en sus brazos y la besara en los labios, pero él la retuvo más tiempo del que Becky esperaba, y acabó deshaciéndose de su abrazo.

– Buenas noches, Guy -dijo con firmeza.

Al principio, Guy no se movió. Después, se puso en pie poco a poco.

– Tal vez en otra ocasión.

Al cabo de un momento, la puerta se cerró a su espalda.

Becky esperó unos momentos antes de saltar de la cama. Se acercó a la puerta, giró la llave en la cerradura y la quitó, antes de volver a la cama. Tardó un rato en dormirse.


Cuando Becky bajó a desayunar por la mañana, el mayor Trentham le informó de que, tras una noche inquieta, la migraña de su esposa no había desaparecido; se quedaría en la cama hasta que el dolor se hubiera disipado por completo.

Más tarde, cuando el mayor y Guy se fueron a la iglesia, Becky se quedó leyendo los periódicos dominicales en la sala de estar. Observó que los criados murmuraban entre sí cada vez que levantaba la vista.

La señora Trentham apareció a la hora de comer, pero no hizo el menor intento de unirse a la conversación que se desarrollaba al otro extremo de la mesa.

– ¿Cuál ha sido el texto escogido por el vicario esta mañana? -preguntó inesperadamente, cuando vertían el flan sobre el budín de frutas.

– «Trata a los demás como desees que te traten a ti» -replicó el mayor, con un ligero tono de irritación.

– ¿Qué le ha parecido el servicio de nuestra iglesia local, señorita Salmon? -preguntó la señora Trentham, dirigiéndose a Becky por primera vez.

– Yo no… -empezó Becky.

– Ah, ya, por supuesto, pertenece usted al pueblo elegido.

– No, soy católica.

– Oh -fingió sorprenderse la señora Trentham-, El apellido Salmon me hizo pensar que… En ese caso, no le hubiera gustado la iglesia de San Miguel. Está demasiado cercana a la tierra.

Becky empezó a preguntarse si la señora Trentham calculaba, o incluso ensayaba previamente, cada palabra que pronunciaba y cada gesto que llevaba a cabo.

Después de comer, la señora Trentham volvió a desaparecer y Guy sugirió que Becky y él saldrían a dar un paseo. Becky subió a su habitación y se puso los zapatos viejos, demasiado aterrorizada para insinuar que le prestasen un par de botas de montar de la señora Trentham.

– Cualquier cosa con tal de huir de la casa -le dijo Becky cuando bajó, y no volvió a abrir la boca hasta estar segura de que la señora Trentham no podía oírla-. ¿Qué espera de mí? -preguntó por fin.

– Vamos, no hay para tanto -insistió Guy-. Estás exagerando. Papá está convencido de que cederá con el tiempo y, en cualquier caso, si tuviera que escoger entre ella y tú sé exactamente a cuál de las dos concedo más importancia.

Becky le apretó la mano.

– Gracias, querido, pero no estoy segura de poder soportar otra velada como la de ayer.

– Podríamos marcharnos pronto y pasar el resto del día en tu casa -dijo Guy. Becky se volvió para mirarle, sin saber si estaba bromeando-. Será mejor que regresemos a casa -se apresuró a decir él-, o se quejará de que la hemos dejado sola toda la tarde.

Los dos aceleraron el paso.

Pocos minutos después subieron la escalera de piedra situada frente al vestíbulo. En cuanto Becky se puso los zapatos de estar por casa y comprobó su peinado en el espejo del vestíbulo se reunió con Guy en la sala de estar. Se quedó sorprendida al ver un servicio de té completo ya preparado. Consultó su reloj; eran sólo las tres y cuarto.

– Lamento que consideraras necesario hacer esperar a todo el mundo, Guy -fueron las primeras palabras que oyó Becky cuando entró en la sala.

– Nunca habíamos tomado el té tan pronto -afirmó el mayor desde el otro lado de la chimenea.

– ¿Toma usted té, señorita Salmon? -preguntó la señora Trentham, consiguiendo pronunciar su apellido como si fuera una afrenta insignificante.

– Sí, gracias -contestó Becky.

– Tal vez podrías llamar a Becky por su nombre -insinuó Guy.

Los ojos de la señora Trentham se posaron sobre su hijo.

– No puedo soportar esta costumbre moderna de dirigirse a todo el mundo por su nombre, en especial cuando te acaban de presentar a la persona. ¿Darjeeling, Lapsang o Earl Grey, señorita Salmon? -preguntó, sin darle tiempo de reaccionar a nadie. Esperó expectante la respuesta de Becky, pero ésta no se produjo porque Becky todavía no se había repuesto del anterior sarcasmo-. Es obvio que en Whitechapel no hay mucho donde elegir -añadió.

Becky acarició la idea de coger la tetera y derramar el contenido sobre la mujer, pero logró controlarse, pues sabía que el objetivo de la señora Trentham era sacarla de sus casillas.

– ¿Tiene hermanos o hermanas, señorita Salmon? -preguntó la mujer tras unos instantes de silencio.

– No, soy hija única.

– Me sorprende en extremo.

– ¿Por qué? -preguntó Becky con candor.

– Siempre había pensado que las clases inferiores se reproducían como conejos -dijo la señora Trentham, poniendo otro terrón de azúcar en el té.

– Madre, la verdad… -empezó Guy.

– Sólo ha sido una broma -le interrumpió su madre-. Guy me toma muy en serio a veces, señorita Salmon. Sin embargo, recuerdo que mi padre, sir Raymond, dijo una vez…

– Otra vez, no -dijo el mayor.

– … que las clases eran como el agua y el vino. Bajo ninguna circunstancia deben mezclarse.

– Pues yo pensaba que fue Jesucristo quien transformó el agua en vino -señaló Becky.

La señora Trentham decidió pasar por alto la observación.

– Por eso exactamente tenemos oficiales y otras jerarquías, porque Dios lo planeó así.

– ¿Y cree usted que Dios planeó que estallara una guerra, a fin de que esos mismos oficiales y otras jerarquías pudieran matarse mutuamente de forma indiscriminada? -preguntó Becky.

– No tengo ni la menor idea, señorita Salmon. Ya ve, no poseo la ventaja de ser una intelectual como usted. Soy una sencilla y llana mujer que dice lo que piensa. Pero lo que sí sé es que todos hicimos sacrificios durante la guerra.

– ¿Y qué sacrificios hizo usted, señora Trentham? -inquirió Becky.

– Un número considerable, joven -replicó la señora Trentham, irguiéndose-. Para empezar, tuve que pasar sin un montón de cosas fundamentales para la existencia.

– ¿Como un brazo o una pierna? -dijo Becky, arrepintiéndose al instante de sus palabras, pues comprendió que había caído en la trampa de la señora Trentham.

La madre de Guy se levantó de su silla, caminó lentamente hacia la chimenea y tiró con virulencia de la campana que servía para llamar a los criados.

– No voy a tolerar que me insulten en mi propia casa -dijo. En cuanto Gibson apareció, se volvió hacia él-. Ocúpese de que Alfred saque las pertenencias de la señorita Salmon de su habitación. Regresará a Londres antes de lo que había planeado.

Becky se quedó en silencio junto al fuego, sin saber qué hacer. La señora Trentham la miró desafiante, hasta que Becky se acercó al mayor y le estrechó la mano.

– Me despediré, pues, mayor Trentham. Tengo el presentimiento de que no volveremos a vernos.

– Lo siento por mí, señorita Salmon -dijo, antes de besarle la mano.

Becky salió de la sala de estar sin mirar a la señora Trentham. Guy la siguió hasta el vestíbulo.

En el viaje de vuelta a Londres, Guy intentó disculpar por todos los medios imaginables el comportamiento de su madre, pero Becky sabía que ni siquiera él creía en sus propias palabras. Cuando el coche se detuvo frente al número 97, Guy salió y le abrió la puerta a Becky, acompañándola luego hasta la puerta.

– ¿Puedo subir? -preguntó-. Tengo que decirte algo.

– Esta noche no. Necesito pensar y estar sola.

– Es que quería explicarte lo mucho que te quiero -suspiró Guy-, y tal vez hablar de nuestros planes para el futuro.

– ¿Planes que incluyen a tu madre?

– Al infierno con mi madre. ¿Es que no comprendes lo que siento por ti? -Becky vaciló-. Anunciemos nuestro compromiso en el Times lo antes posible, haciendo caso omiso de lo que ella piense. ¿Qué me contestas?

Ella le echó los brazos al cuello.

– Oh, Guy, te quiero mucho, pero será mejor que no subas esta noche. Daphne puede volver en cualquier momento.

La decepción se reflejó en el rostro de Guy, pero la besó otra vez antes de desearle buenas noches; ella abrió la puerta de la calle y subió corriendo la escalera.

Becky entró en el piso y descubrió que Daphne aún no había regresado del campo. Tardó dos horas más en volver.

– ¿Cómo fue todo? -fue lo primero que dijo Daphne al entrar en la salita de estar.

– Un desastre.

– Entonces, ¿todo ha terminado?

– No, no exactamente. De hecho, tengo la sensación de que Guy se me declaró.

– ¿Y tú aceptaste?

– Yo diría que sí.

– ¿Mencionó la India, por casualidad?


A la mañana siguiente, cuando Becky sacó sus cosas del maletín, se quedó horrorizada al descubrir que faltaba el broche que Daphne le había prestado para el fin de semana. Imaginó que lo habría dejado en Ashurst Hall.

Como no tenía el menor deseo de volver a ver a la señora Trentham, envió una nota a Guy al comedor de oficiales para comunicarle su problema. Él telefoneó aquella noche para decirle que lo buscaría el fin de semana, cuando regresara a Ashurst.

Becky se pasó los cinco días siguientes preguntándose si Guy sería capaz de encontrar el objeto desaparecido; por fortuna, Daphne no dio muestras de reparar en su ausencia. Becky sólo deseaba devolver el broche a su caja antes de que Daphne tuviera ganas de ponérselo.

Guy le escribió el domingo por la noche para decirle que, pese al registro exhaustivo de la habitación de los invitados, no había localizado el broche; en cualquier caso, Nellie le había comunicado que recordaba claramente haber puesto en la maleta sus joyas antes de que se marchara.

La noticia desconcertó a Becky, pues recordaba que se vio obligada a hacer la maleta ella misma tras su terminante expulsión de

Ashurst Hall. Se quedó levantada hasta muy tarde, nerviosa, esperando que Daphne volviera del fin de semana en el campo para explicarle lo ocurrido. Empezó a temer que le costara meses, o incluso años, devolver el valor de lo que debía ser una joya familiar heredada.

Su amiga entró en Chelsea Terrace pocos minutos después de la media noche. Becky ya había bebido varias tazas de café y casi encendido uno de los cigarrillos que fumaba Daphne.

– ¿Qué haces levantada tan tarde, querida? -fue el saludo de Daphne-. ¿Falta tan poco para los exámenes?

– No -dijo Becky, y soltó de golpe toda la historia sobre la joya extraviada.

Terminó preguntándole a su amiga cuánto tiempo tardaría en devolverle el importe de su valor.

– Una semana, más o menos -contestó Daphne.

– ¿Una semana? -se extrañó Becky.

– Sí. Era quincalla… Hizo furor en su momento. Si no me acuerdo mal, costó la imponente suma de tres chelines.

Una tranquilizada Becky le contó a Guy durante la cena del martes por qué ya no era importante encontrar la joya extraviada.

Guy trajo el broche a Chelsea Terrace el lunes siguiente, y explicó que Nellie lo había encontrado bajo la cama de la habitación Wellington…

Capítulo 9

Becky empezó a notar pequeños cambios en los modales de Charlie, primero sutiles, y después más obvios.

Daphne no intentó ocultar su implicación en lo que ella describía como «el descubrimiento social de la década, mi propio Charlie Doolittle».

– Fíjate, este fin de semana le llevé a Harcourt Hall, y tuvo un éxito arrollador. Hasta mamá opinó que era fantástico.

– ¿A tu madre le gusta Charlie Trumper? -preguntó Becky, incrédula.

– Oh, sí, querida, pero mamá sabe que no tengo la menor intención de casarme con Charlie.

– Ve con cuidado. Yo tampoco tenía la intención de casarme con Guy.

– Querida, tú provienes de la clase romántica, mientras que yo he nacido en un medio social más práctico; por eso la aristocracia ha sobrevivido durante tanto tiempo. No, terminaré casándome con un tal Percy Wiltshire y no tendrá nada que ver con el destino o las estrellas, sino con el anticuado sentido común.

– ¿Y ya has informado a Percy de tus planes para su futuro?

– Por supuesto que no. Ni siquiera su madre se lo ha dicho.

– Pero ¿y si Charlie se enamorara de ti?

– Eso no es posible. Hay otra mujer en su vida, ¿sabes?

– Santo Dios. Nunca me lo ha dicho.


El balance semestral de la tienda mostró una mejora considerable sobre el primer trimestre, como Daphne descubrió cuando recibió el siguiente cheque. Le dijo a Becky que, a este paso, no confiaba en extraer ningún beneficio a largo plazo de su préstamo. En cuanto a Becky, pasaba cada vez menos tiempo pensando en Daphne, Charlie o la tienda, a medida que se acercaba la hora en que Guy partiría hacia la India.

India… Becky no había dormido la noche en que se enteró de que Guy había sido destinado durante tres años a aquel país, y habría deseado, sin duda alguna, conocer una noticia que desbarataba tanto su futuro de labios de Guy, y no de Daphne. Becky había aceptado en el pasado, sin discusión, que los deberes de Guy para con el regimiento le impedirían verle de una forma regular, pero, a medida que el momento de su partida se aproximaba, empezó a detestar las guardias, los ejercicios nocturnos y casi todas las operaciones de fin de semana en que debía tomar parte.

Becky temía que las atenciones de Guy se enfriarían después de su trascendental visita a Ashurst Hall, pero aún se mostró más ardiente y no paraba de repetir que todo sería muy diferente cuando estuvieran casados.

Los meses se convirtieron en semanas y las semanas en días, hasta que el temido círculo que Becky había trazado alrededor del 3 de febrero de 1920, en el calendario que tenía junto a la cama, se cernió sobre ellos.

– Vamos a cenar al Café Royal, donde pasamos nuestra primera velada juntos -sugirió Guy el lunes anterior a su partida.

– No -dijo Becky-, No quiero compartirte con cien personas en nuestra última noche. -Vaciló antes de añadir-: Si eres capaz de afrontar la prueba de mi arte culinario, prefiero cenar en el piso. Al menos, así estaremos solos.

Guy sonrió.


Becky dejó de pasar a diario por la tienda cuando el negocio empezó a prosperar, pero no podía resistir la tentación de echar un vistazo por el escaparate cada vez que pasaba por delante del 147. Aquel lunes por la mañana en particular, le sorprendió no ver a Charlie detrás del mostrador. Eran las ocho en punto.

– Aquí -oyó que le gritaba una voz desde atrás.

Se volvió y vio a Charlie sentado en el mismo banco donde la había esperado el día de su regreso. Cruzó la calle para ir a su encuentro.

– ¿Qué significa esto? ¿Has tomado la jubilación anticipada antes de devolver nuestro préstamo?

– Por supuesto que no. Estoy trabajando.

– ¿Trabajando? Haga el favor de explicarme, señor Trumper, como puede calificarse de trabajo estar holgazaneando en un banco del parque el lunes por la mañana.

– Fue Henry Ford quien nos enseñó que «por cada minuto de acción, tiene que haber una hora de pensamiento» -dijo Charlie, con un levísimo rastro de su antiguo acento.

Becky no dejó de reparar en su pronunciación de la palabra «Henry».

– ¿Y a dónde te llevan esos pensamientos fordianos en este preciso momento?

– A esa fila de tiendas de la acera opuesta.

– ¿A todas ellas? -Becky contempló la manzana-, ¿Y a qué conclusión habría llegado el señor Ford, de haber estado sentado en este banco?

– Que representan treinta y seis maneras diferentes de hacer dinero.

– Nunca las he contado, pero acepto tu palabra.

– Pero ¿qué más ves cuando las miras?

Los ojos de Becky se volvieron hacia Chelsea Terrace.

– Montones de gente paseando arriba y abajo, sobre todo damas con sombrillas, niñeras empujando cochecillos de niño y ese curioso niño con su comba. -Hizo una pausa-. Bueno, ¿qué ves tú?

– Dos carteles de «En venta».

– Confieso que no me había dado cuenta.

– Porque miras con ojos diferentes -explicó Charlie.

– Primero, tenemos la carnicería de Kendrick. Bien, todos sabemos lo que le pasa, ¿no? Un ataque al corazón, y su médico le ha aconsejado que se jubile o no vivirá mucho tiempo.

– Y, a continuación, la tienda del señor Rutheford -dijo Becky, localizando el segundo cartel de «En venta».

– El anticuario. Oh, sí, el querido Julián quiere liquidar el negocio y reunirse con su amiguito en Nueva York, donde la ley es más complaciente con sus proclividades particulares… ¿Te gusta la palabreja?

– ¿Cómo has averiguado…?

– Información -dijo Charlie, tocándose la nariz-. El fluido vital de los negocios.

– ¿Otro principio fordiano?

– No, mucho más cercano -admitió Charlie-. Daphne Harcourt-Browne.

– ¿Y qué vas a hacer al respecto? -sonrió Becky.

– Voy a apoderarme de ambas.

– ¿Y cómo lo vas a hacer?

– Con mi inteligencia y tu diligencia.

– ¿Hablas en serio, Charlie Trumper?

– Más que nunca. -Charlie se volvió para mirarla-. Al fin y al cabo, ¿por qué Chelsea Terrace ha de ser diferente de Whitechapel?

– Tal vez en un decimal -sugirió Becky.

– Pues ya puede mover esa coma, señorita Salmon, porque ha llegado el momento de que dejes de ser un socio secreto y empieces a cumplir tu parte del trato.

– ¿Y mis exámenes?

– Utiliza el tiempo libre que tendrás cuando tu novio se vaya a la India.

– Se va mañana, de hecho.

– En ese caso, te concedo un día más de licencia. ¿No es así como los oficiales denominan un día de asueto? Pero mañana quiero que vuelvas a John D. Wood y conciertes una cita para ver a ese granuja de empleado… ¿Cómo se llama?

– Palmer.

– Sí, Palmer. Dale instrucciones para que negocie en nuestro nombre un precio por esas dos tiendas, y adviértele que nos interesa todo cuanto quede libre en Chelsea Terrace.

– ¿Todo lo que quede libre en Chelsea Terrace? -repitió Becky, que tomaba notas en la contraportada de su libro de texto.

– Sí, y también necesitaremos obtener casi todo el dinero que va a costar, de modo que visita varios bancos y ocúpate de conseguir buenas condiciones. Pasa de todo lo que exceda el cuatro por ciento.

– Nada que exceda el cuatro por ciento, pero… ¿treinta y seis tiendas, Charlie?

– Lo sé, podemos tardar muchísimo tiempo.


Cuando Becky llegó a la biblioteca del colegio Bedford intentó apartar a un lado los sueños de convertirse en el nuevo señor Selfridge que alimentaba Charlie, pues tenía la intención de terminar un ensayo sobre la influencia de Bernini en la escultura del siglo diecisiete. No obstante, su mente saltaba de Bernini a Charlie, y de éste a Guy. Incapaz de abordar lo moderno, Becky descubrió que su fracaso era todavía mayor con lo antiguo, y llegó a la desganada conclusión de que debería aplazar el ensayo hasta que tuviera más tiempo para concentrarse en el pasado.

A la hora de comer se sentó sobre el muro de ladrillo rojo que corría frente a la biblioteca. Mordisqueó una camuesa naranja Cox y siguió pensando. Comió un último bocado antes de tirar el corazón a una papelera cercana y todo lo demás al interior de su cartapacio, antes de emprender el viaje de vuelta a Chelsea.

Cuando llegó a la Terrace se detuvo en primer lugar en la carnicería, donde compró una pierna de cordero y expresó a la señora Kendrick su pesar por el estado de salud de su marido. Al pagar la cuenta reparó en que los dependientes, aunque bien aleccionados, mostraban una deplorable falta de iniciativa. Los clientes huían justo con lo que habían ido a buscar, cosa que Charlie jamás les hubiera permitido. Después, engrosó la cola formada frente a la tienda de Charlie e indicó a éste que le sirviera.

– ¿Algo especial, señora?

– Un kilo de patatas, medio de tomates, una col y un melón.

– Hoy está de suerte, señora. El melón está en su punto para esta noche -dijo Charlie, apretando la parte superior-. ¿Puedo servirla en algo más, señora?

– No, gracias, buen hombre.

– Entonces, serán tres chelines y cuatro peniques, señora.

– ¿Y no me regala una camuesa naranja Cox, como a las demás chicas?

– No, señora, lo siento, tales privilegios se reservan para nuestras dientas habituales. Le advierto, de todos modos, que podría convencerme, en el caso de que me invitara a compartir el melón con usted esta noche. Eso me daría la ocasión de explicarle con todo detalle mis planes respecto a Chelsea Terrace, Londres, el mundo…

– Esta noche no puedo, Charlie. Guy se va a la India por la mañana.

– Claro, qué tonto soy. Lo siento. Me había olvidado. -Parecía extrañamente turbado-. ¿Mañana, tal vez?

– Sí, ¿por qué no?

– Entonces, te llevaré a cenar, para variar. Te recogeré a las ocho.

– Trato hecho, socio -dijo Becky, intentando imitar a Sarah Bernhardt.

Charlie se distrajo cuando le tocó el turno a una señora gorda.

– Ah, lady Nourse -dijo Charlie, recobrando su acento de siempre-, ¿sus nabos y rutabagas de costumbre, o vamos a ser hoy un poco más atrevidos?

Becky se volvió para ver a lady Nourse, que no tenía ni un día menos de sesenta años, ruborizarse e hinchar de satisfacción su abundante pecho.

Becky entró en su piso y se dirigió de inmediato a la sala de estar para comprobar que estaba limpia y ordenada. Daphne aún no había regresado de su largo fin de semana en Harcourt Hall, y aparte de arreglar el extravagante cojín y correr las cortinas, no quedaba mucho por hacer.

Becky decidió adelantar en lo posible la confección de la cena antes de darse un baño. Ya se estaba arrepintiendo de haber rechazado la oferta de Daphne, en el sentido de contratar un cocinero y un par de criadas de Lowndes Square para ayudarla, pero había decidido tener a Guy sólo para ella, aunque sabía que su madre desaprobaría que cenaran a solas en el piso.

Melón, pierna de cordero con patatas, col y un tomate; el menú merecería la aprobación de su madre, ciertamente, pero sospechaba que tal aprobación no abarcaría el gasto de dinero, ganado con tantos esfuerzos, en una botella de Nuit St. George 1912, que había comprado en la tienda del señor Cuthbert, número 101. Peló las patatas, untó con grasa el cordero y comprobó que quedara algo de menta, antes de quitar el troncho de la col.

Mientras descorchaba el vino, Becky decidió que, en el futuro, compraría todos los alimentos en el barrio, para mantenerse tan bien informada como Charlie. Antes de desnudarse también comprobó que quedara algo de coñac en la botella que le habían regalado por Navidad.

Permaneció sumergida en el agua caliente un rato, pensando en los bancos a los que acudiría y, sobre todo, en cómo presentaría su caso. Cifras detalladas, tanto de los ingresos de la tienda como del plazo que necesitarían para devolver cualquier préstamo… Su mente saltó de Charlie a Guy, y a la pregunta de por qué no se dirigían la palabra.

Cuando el reloj del dormitorio dio la media, Becky saltó de la bañera presa del pánico, consciente del tiempo que le habían robado sus reflexiones y de que Guy se plantaría ante la puerta a las ocho en punto. Como Daphne le había advertido, de los soldados sólo se podía confiar en su puntualidad.

Becky vació la mitad de sus cajones y los de Daphne, dejando el suelo de ambas habitaciones sembrado de prendas, en un intento desesperado por decidir qué ponerse. Al final, escogió el vestido que Daphne había llevado en el Baile de los Fusileros, sin volver a utilizarlo. Tras conseguir abrocharse el último botón se miró en el espejo. El reloj que descansaba sobre la repisa de la chimenea dio las ocho y el timbre de la puerta sonó.

Guy, ataviado con una chaqueta cruzada del regimiento, de tela tejida con líneas diagonales al estilo de la caballería, entró en el piso cargado con otra botella de vino tinto y una docena de rosas rojas. Una vez depositados ambos presentes sobre la mesa, tomó a Becky en sus brazos.

– Un vestido precioso -dijo-. Me parece que no lo había visto nunca.

– No, es la primera vez que lo llevo -contestó Becky, sintiéndose culpable por no haberle pedido permiso a Daphne.

– ¿No te ha venido a ayudar nadie? -preguntó Guy, paseando la vista a su alrededor.

– Bueno, Daphne se ofreció voluntariamente como carabina, pero no acepté, porque no quería compartirte con nadie en nuestra última noche juntos.

– ¿Puedo hacer algo? -sonrió Guy.

– Sí. Servir el vino mientras pongo las patatas.

– ¿Patatas de Trumper?

– Por supuesto -replicó Becky mientras volvía a la cocina y echaba la col en el agua hirviente de la olla. Vaciló sólo un momento antes de preguntar-: No te cae bien Charlie, ¿verdad?

Guy sirvió una copa de vino a cada uno, pero o no la oyó, o prefirió no contestar.

– ¿Cómo te ha ido el día? -preguntó Becky, entrando en la sala de estar y cogiendo la copa de vino que él le tendió.

– Llenando incesantes baúles para el viaje de mañana. En aquella mierda de país imaginan que debes tener cuatro ejemplares de todo.

– ¿De todo? -Becky probó el vino-. Hum, qué bueno.

– De todo. Y tú, ¿qué has hecho?

– He hablado con Charlie sobre sus planes para apoderarse de Londres sin necesidad de declarar la guerra; adjudiqué a Caravaggio un puesto de segunda fila, seleccioné algunos tomates, sin olvidarme de repasar las cuentas del día.

Becky colocó medio melón frente a Guy y la otra mitad en su plato, mientras Guy volvía a llenarle la copa.

A medida que la cena se alargaba, Becky iba tomando mayor conciencia de que, probablemente, ésta iba a ser su última noche juntos hasta dentro de tres años. Hablaron de teatro, del regimiento, de los problemas en Irlanda, de Daphne, incluso del precio de los melones, pero en ningún momento de la India.

– Podrías venir a visitarme -dijo Guy por fin, sacando a colación el tema tabú mientras servía a Becky otra copa de vino, vaciando casi la botella.

– ¿Una excursión de un día? -insinuó ella, sacando los platos vacíos de la mesa y llevándolos a la cocina.

– Creo que no pasará mucho tiempo antes de que sea posible.

Guy llenó su copa y abrió la botella que había traído.

– ¿Qué quieres decir?

– En avión. Después de todo, Alcock y Brown han cruzado el Atlántico sin hacer escala, así que la India se convertirá en el próximo destino de cualquier pionero.

– Tal vez podría ir sentada en un ala -dijo Becky cuando volvió de la cocina.

– No te preocupes -rió Guy-, Estoy seguro de que tres años pasarán en un abrir y cerrar de ojos, y podremos casarnos en cuanto vuelva.

Levantó la copa y vio que ella bebía de nuevo. Permanecieron un rato en silencio. Becky se levantó de la mesa, un poco mareada.

– He de poner la cafetera al fuego -explicó.

Al regresar, no advirtió que su copa volvía a estar llena.

– Gracias por una noche maravillosa -dijo Guy.

Becky temió por un momento que se fuera a marchar.

– Me temo que ha llegado el momento de lavar los platos, pues no tienes criadas y yo he dejado a mi ordenanza en los barracones.

– No te preocupes -hipó Becky-, Al fin y al cabo, puedo dedicar un año a lavar, otro a secar y el último a apilarlos.

El insistente silbido de la cafetera interrumpió la carcajada de Guy.

– Sólo tardaré un momento. ¿Por qué no te sirves una copa de coñac? -añadió Becky, desapareciendo en la cocina para elegir dos lazas que no estuvieran desportilladas. Volvió con ellas, llenas de café humeante. Se preguntó si se atrevería a bajar un poco la luz de gas, pero desistió. Colocó las dos tazas sobre la mesita cercana al sofá-. El café está tan caliente que hemos de esperar un poco a tomarlo -advirtió.

Él le pasó la botella de coñac, que estaba llena a medias. Levantó su copa y esperó. Ella vaciló, y después tomó un sorbo antes de sentarse a su lado. Guardaron silencio durante unos minutos, hasta que Guy, de repente, dejó la copa, la tomó en sus brazos y la besó con pasión, primero en los labios, después en el cuello y luego en sus hombros desnudos. Becky sólo opuso una tímida resistencia cuando sintió una mano que se deslizaba desde su espalda a un pecho.

– Tengo una sorpresa especial para ti -dijo Guy, apartándose-, que me había reservado para esta noche.

– ¿Cuál es?

– Nuestro compromiso será anunciado en el Times de mañana.

Becky se quedó tan estupefacta que le miró fijamente.

– Oh, querido, es maravilloso. -Becky le atrajo hacia sí y no ofreció ninguna resistencia cuando la mano de Guy se apoderó de su pecho-, ¿Cuál será la reacción de tu madre?

– Me importa una mierda su reacción -dijo Guy, besándola de nuevo en el cuello.

Desplazó la mano hacia el otro seno. Becky abrió los labios y sus lenguas se juntaron.

Notó que le desabrochaba los botones de la espalda, lentamente al principio y luego con mayor seguridad. Guy se apartó. Becky enrojeció cuando él se quitó la chaqueta y la corbata y las tiró por encima del sofá. Consideró la posibilidad de aclararle que ya había ido demasiado lejos.

Cuando Guy empezó a desabrocharse la camisa sintió pánico, e intuyó que estaba perdiendo el control de la situación.

Guy se inclinó hacia adelante y deslizó la parte superior del vestido de Becky por los hombros. Volvió a besarla, y Becky notó que su mano intentaba desabrocharle el sujetador.

Becky creyó que podría salvarse, dado que ninguno de los dos sabía dónde estaba la pinza, pero pronto se hizo muy patente que Guy había solventado problemas similares en anteriores ocasiones, pues soltó con destreza la irritante pinza y vaciló sólo un momento antes de trasladar su atención a las piernas de la joven. Se detuvo de repente cuando llegó al borde de las medias, y la miró a los ojos.

– Hasta ahora sólo lo había imaginado -murmuró-, pero no tenía ni idea de que fueras tan hermosa.

– Gracias -dijo Becky.

Guy se irguió y le pasó la copa de coñac. Becky tomó otro sorbo, preguntándose si no sería más prudente huir a la cocina con la excusa de que el café se estaba enfriando.

– De todas formas, he sufrido una decepción esta noche -añadió él, sin apartar la mano de su muslo.

– ¿Una decepción? -Becky dejó sobre la mesa su copa. Empezaba a sentirse muy borracha.

– Sí -dijo Guy-. Tu anillo de compromiso.

– ¿Anillo de compromiso?

– Sí. Lo encargué en Garrard's hace un mes, y prometieron que lo tendrían listo para hoy, pero esta tarde me informaron que no podría recogerlo hasta primera hora de la mañana.

– No importa -dijo Becky.

– Sí importa. Quería ponértelo en el dedo esta noche, por eso te pido que vayas a la estación un poco más temprano de lo que habíamos acordado. Entonces, hincaré una rodilla y te lo ofreceré.

Becky se puso en pie y sonrió. Guy se apresuró a tomarla en sus brazos.

– Siempre te amaré. Lo sabes, ¿verdad?

El vestido de Daphne resbaló de sus hombros y cayó al suelo. Guy la cogió de la mano y la condujo al dormitorio.

Apartó la sábana, saltó encima y extendió los brazos. En cuanto ella le imitó, Guy le quitó el resto de la ropa y empezó a besarla por todo el cuerpo antes de hacerle el amor, con una maestría que, sospechó Becky, sólo podía provenir de una experiencia considerable.

Aunque el acto en sí le resultó doloroso, a Becky le sorprendió la rapidez con que se desvaneció la sensación prometida, y se quedó aferrada a Guy durante un tiempo que le pareció eterno. Él no cesaba de repetir cuánto la quería, y ella se sintió menos culpable; al fin y al cabo, estaban prometidos.

Becky, medio dormida, oyó una puerta que se cerraba, pero imaginó que había sido en el piso de arriba. Guy ni se movió. De pronto, la puerta del dormitorio se abrió y Daphne apareció en el umbral.

– Lo siento, no me di cuenta -susurró, y cerró la puerta en silencio a su espalda.

Becky miró a su amante. El sonrió y la abrazó.

– No tienes que preocuparte por Daphne. No se lo dirá a nadie.

La atrajo hacia él y volvieron a hacer el amor.


La estación de Waterloo ya estaba abarrotada de hombres uniformados cuando Becky llegó al andén uno, con un retraso de dos minutos. Se quedó un poco sorprendida al no ver a Guy esperándola. Entonces recordó que iba a pasar por Albemarle Street para recoger el anillo.

Consultó el tablón de anuncios. Vio, escritas con mayúsculas a tiza, las palabras «TREN CON TRANSBORDO EN SOUTHAMPTON, con destino a la India, hora de salida 11.30». Becky continuó escudriñando el andén. Sus ojos se posaron en un grupo de chicas, agrupadas bajo el reloj de la estación. Sus voces nerviosas y chillonas hablaban a la vez de bailes, polo y quién se presentaba en sociedad aquel año. Todas eran muy conscientes de que debían despedirse en la estación porque no era correcto acompañar a un oficial en el tren a Southampton sin estar casados o prometidos oficialmente. Sin embargo, el Times de aquella mañana demostraría que Guy y ella estaban comprometidos, pensó Becky, de modo que tal vez podría viajar a Southampton…

Consultó de nuevo su reloj: las once y veintiún minutos. Por primera vez, empezó a sentirse algo inquieta. Luego, de improviso, le vio avanzar por el andén hacia ella.

Guy se disculpó, aunque sin dar explicaciones por su tardanza, e indicó a su ordenanza que llevara los baúles al tren y le esperara. Durante los siguientes minutos no hablaron de nada en particular. Becky le encontró muy distante, pero sabía que había varios oficiales en el andén, también despidiéndose, algunos incluso de sus esposas.

Sonó un silbato y Becky vio que un conductor de tren consultaba su reloj. Guy se inclinó hacia adelante, le rozó la mejilla con los labios y se alejó con brusquedad. Ella le vio encaminarse a toda prisa hacia el tren, sin mirar atrás, mientras ella sólo podía pensar en sus cuerpos desnudos aferrados en aquella estrecha cama, y en Guy diciendo: «Siempre te amaré. Lo sabes, ¿verdad?».

Un silbato final y el agitar de una bandera. Becky se quedó sola. Una ráfaga de viento la hizo estremecerse, mientras la locomotora reptaba fuera de la estación y comenzaba su viaje a Southampton. Las joviales muchachas también se marcharon, pero en otra dirección, hacia sus cabriolés y automóviles conducidos por chóferes.

Becky se acercó al quiosco situado en la esquina del andén siete, compró un ejemplar del Times por dos peniques y recorrió, primero deprisa y después poco a poco, la lista de próximas bodas.

Entre Arbuthnot y Yelland no encontró ninguna mención a Trentham o Salmon.

Capítulo 10

Antes de que sirvieran el primer plato, Becky ya estaba arrepentida de haber aceptado la invitación de Charlie a cenar en el restaurante del señor Scallini, el único que él conocía. Charlie intentaba portarse con la mayor cortesía, y eso la hacía sentirse aún más culpable.

– Me gusta tu vestido -dijo Charlie, admirando la prenda de color pastel que Daphne le había prestado a Becky.

– Gracias.

Siguió una larga pausa.

– Lo siento -dijo Charlie-. Tenía que habérmelo pensado dos veces antes de invitarte el mismo día en que el capitán Trentham se iba a la India.

– Nuestro compromiso saldrá anunciado en el Times de mañana -dijo ella, sin levantar la vista de su plato de sopa intacto.

– Felicidades -contestó Charlie con frialdad.

– Guy no te cae bien, ¿verdad?

– Nunca me llevé muy bien con los oficiales.

– Pero ya os conocíais, ¿verdad? De hecho, le conociste antes que yo -le espetó Becky. Charlie no respondió, y Becky insistió-. Me di cuenta la primera vez que cenamos juntos.

– «Conocerle» es un poco exagerado. Servimos en el mismo regimiento -dijo Charlie, dándole largas.

– Pero es un oficial valiente y respetado.

Un camarero apareció inopinadamente a su lado.

– ¿Qué desea beber con el pescado, señor?

– Champagne -contestó Charlie-. Al fin y al cabo, hemos de celebrar algo.

– ¿De veras? -preguntó Becky, sin darse cuenta de que él utilizaba la maniobra para cambiar de tema.

– Los resultados de nuestro primer año, ¿o ya has olvidado que le hemos devuelto a Daphne más de la mitad de su préstamo?

Becky esbozó una sonrisa, comprendiendo que mientras ella sólo se preocupaba por la partida de Guy hacia la India, Charlie se había concentrado en resolver su otro problema. A pesar de la noticia, la velada prosiguió en silencio, puntuado en ocasiones por comentarios de Charlie que no siempre recibían contestación. Becky apenas tocó el champagne, jugueteó con su pescado, no pidió postre y casi no disimuló su alivio cuando llegó la cuenta.

Charlie pagó al camarero y dejó una generosa propina. Daphne se habría sentido orgullosa de él, pensó Becky.

Cuando se levantó de la silla, experimentó la sensación de que el comedor daba vueltas a su alrededor.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó Charlie, rodeándole los hombros con su brazo.

– Me encuentro bien, pero no estoy acostumbrada a beber tanto vino durante dos noches seguidas.

– Tampoco has comido mucho -señaló Charlie, guiándola fuera del restaurante, hasta salir al frío aire de la noche.

Caminaron cogidos del brazo por Chelsea Terrace, y Becky pensó que cualquiera podía imaginar que eran amantes. Cuando llegaron a la entrada de la casa de Daphne, Charlie tuvo que hundir la mano hasta el fondo del bolso de Becky para encontrar las llaves. Consiguió abrir la puerta y sostener a Becky al mismo tiempo, pero las piernas de la joven fallaron y se vio obligado a sujetarla para que no cayera. La cargó en brazos hasta la primera planta. Necesitó ejecutar una contorsión para abrir la puerta del piso sin dejarla caer. Por fin, entró tambaleándose en la sala de estar y la depositó sobre el sofá. Se irguió y recuperó el equilibrio, dudando entre dejarla en el sofá o averiguar dónde estaba su dormitorio.

Charlie iba a marcharse, cuando ella resbaló hasta caer al suelo, murmurando incoherencias. La única palabra que captó fue «comprometidos».

Volvió al lado de Becky, pero esta vez la cargó sin vacilar sobre su hombro y atravesó una puerta, descubriendo que se hallaba en un dormitorio. La dejó con suavidad sobre la cama. Regresó de puntillas hacia la puerta, pero ella se dio la vuelta y Charlie tuvo que correr para empujarla hacia el centro de la cama antes de que cayera. Titubeó un momento, y después se inclinó para alzarla un poco y desabrocharle los botones de la espalda con su mano libre. Después, la recostó en la cama y levantó las piernas de Becky con una mano, mientras tiraba del vestido hacia abajo, poco a poco, hasta quitárselo. La abandonó un momento para colocar el vestido sobre una silla.

– Charlie Trumper -susurró, mirándola-, eres ciego, y has estado ciego durante un larguísimo tiempo.

Tiró hacia atrás de la manta y acomodó a Becky entre las sábanas, tal como había visto hacer a las enfermeras del frente occidental con los hombres heridos.

Encajó bien a Becky, asegurándose de que el proceso no se repetiría. Su gesto final fue inclinarse y besarla en la mejilla.

No sólo eres ciego, Charlie Trumper, sino que además eres tonto, se dijo mientras cerraba la puerta de la calle detrás de él.


– Estaré contigo dentro de un momento -dijo Charlie, poniendo algunas patatas sobre la báscula, mientras Becky esperaba pacientemente en un rincón de la tienda.

– ¿Algo más, señora? -preguntó a la cliente-, ¿Algunas mandarinas, tal vez? ¿Manzanas? Tengo unos pomelos acabados de llegar de Suráfrica.

– No, gracias, señor Trumper, eso es todo por hoy.

– Entonces, serán dos chelines y cinco peniques, señora Symonds. Bob, ¿puedes servir al siguiente cliente mientras hablo con la señorita Salmon?

– Sargento Trumper.

– Señor -fue la reacción instantánea de Charlie cuando oyó la resonante voz.

Se volvió hacia el hombre alto que se hallaba frente a él, tieso como un palo y vestido con una chaqueta de tweed Harris, pantalones de tela doble y un sombrero de fieltro de color pardo.

– Nunca olvido una cara -dijo el hombre.

Charlie habría continuado perplejo, de no ser por el monóculo.

– Santo Dios -dijo, poniéndose firmes.

– No, coronel es suficiente -rió el otro hombre-, Y ahórrese todos esos disparates. Aquellos días ya han pasado a la historia. Ha pasado bastante tiempo desde la última vez que nos vimos, Trumper.

– Casi dos años, señor.

– A mí me ha parecido más -dijo el coronel con aire melancólico-. Tenía usted toda la razón sobre Prescott, ¿verdad? Era un buen amigo de él.

– Y él era un buen amigo mío.

– Y un soldado de primera. Mereció su M. M.

– No puedo estar más de acuerdo con usted, señor.

– Usted se merecía una, Trumper, pero Prescott se la llevó. Me temo que usted sólo fue mencionado en los despachos.

– Dieron la medalla al hombre adecuado.

– Una forma terrible de morir. Todavía lo recuerdo, ¿sabe? A unos escasos metros de la línea.

– No fue culpa suya, señor. En todo caso, fue mía.

– Si fue culpa de alguien, desde luego no fue de usted. Sospecho que es mejor olvidarlo -añadió, sin más explicaciones.

– ¿Cómo va el regimiento, señor? ¿Sobrevive sin mí?

– Y sin mí, me temo -respondió el coronel, introduciendo algunas manzanas en la bolsa de la compra que llevaba-. Se acaban de ir a la India, pero no antes de librarse de este caballo viejo.

– Lo lamento, señor. El regimiento era toda su vida.

– Cierto, a pesar de que incluso los Fusileros han de sucumbir bajo la guadaña. Para ser sincero con usted, soy un hombre de infantería, siempre lo he sido, y nunca me acostumbré a aquellos tanques de nuevo cuño.

– De haberlos tenido un par de años antes, señor, habrían salvado algunas vidas.

– Debo admitir que hicieron un buen trabajo. Me gusta pensar que yo también. -Tocó el nudo de su corbata a rayas-. ¿Nos veremos en la cena del regimiento, Trumper?

– No sabía que se celebrara, señor.

– Dos veces al año. La primera en enero, sólo los hombres, y la segunda en mayo, con las mensahibs, que incluye un baile. Proporciona a los camaradas una oportunidad de reunirse y charlar sobre los viejos tiempos. Sería estupendo que acudiera, Trumper. Este año soy el presidente del comité del baile, y confío en que tenga lugar una gran reunión.

– Puede contar conmigo, señor.

– Buen muchacho. Me encargaré de que la oficina se ponga en contacto con usted pronto, diez la entrada, barra libre para todos, cosa que le hará feliz, supongo -añadió el coronel, echando un vistazo a la abarrotada tienda.

– ¿Puedo servirle en algo, señor? -preguntó Charlie, consciente de que se estaba formando una larguísima cola.

– No, no, su hábil ayudante ya se ha encargado de mí de una forma excelente y, como ve, ya he cumplido al pie de la letra las instrucciones escritas de la mensahib.

Alzó una delgada hoja de papel, con una lista de artículos y una cruz al lado.

– En ese caso, espero verle la noche del baile, señor -contestó Charlie.

El coronel asintió con la cabeza y salió a la calle sin decir nada más.

Becky se acercó a su socio, dándose cuenta de que Charlie se había olvidado por completo de que ella le esperaba.

– Todavía sigues firmes, Charlie -se burló ella.

– Era mi oficial en jefe, el coronel sir Danvers Hamilton -dijo Charlie con cierta pomposidad-. Estaba con nosotros en el frente, era un caballero, y todavía se acuerda de mi nombre.

– Charlie, si pudieras oírte. Es posible que sea un caballero, pero él ya no trabaja, mientras que tú diriges un negocio próspero. Sé cuál preferiría ser.

– Pero es el comandante en jefe. ¿No lo entiendes?

– Era -puntualizó Becky-, Y no dudó en señalar que el regimiento se había ido a la India sin él.

– Eso no cambia nada.

– Acuérdate de mis palabras, Charlie Trumper: el coronel terminará llamándote «señor».


Hacía casi una semana que Guy se había marchado y, en ocasiones, Becky era capaz de estar una hora sin pensar en él.

Becky se había pasado casi toda la noche en blanco, intentando escribirle una carta, aunque pasó de largo del buzón cuando se dirigió por la mañana a su primera clase del día. Había conseguido convencerse de que la culpa de no haber podido terminar la carta descansaba sobre los hombros del señor Palmer.

Becky se sintió decepcionada cuando el Times del día siguiente no anunció su compromiso, y se sumió en la desesperación al comprobar que no aparecía en toda la semana. Cuando llamó a Gerrard's el lunes siguiente, le informaron de que no sabían nada de un anillo encargado a nombre del capitán Trentham de los Fusileros Reales. Becky decidió que esperaría otra semana antes de escribir a Guy. Presentía que debía existir alguna explicación.

Guy continuaba presente en sus pensamientos cuando entró en las oficinas de John D. Wood, sitas en Mount Street. Tocó el timbre del mostrador y preguntó a un inquisitivo empleado si podía hablar con el señor Palmer.

– ¿El señor Palmer? El señor Palmer ya no trabaja con nosotros. Se marchó hace casi un año, señorita. ¿Puedo ayudarla en algo?

Becky se aferró al mostrador.

– Bien, me gustaría hablar con alguno de los socios -dijo con firmeza.

– ¿Puedo saber el motivo de su visita?

– Sí. He venido para informarme sobre las condiciones de venta de los números 131 y 135 de Chelsea Terrace.

– Ah, sí. ¿Puede decirme su nombre?

– Señorita Rebecca Salmon.

– Enseguida vuelvo con usted -le prometió el joven, pero tardó en regresar varios minutos.

Lo hizo acompañado de un hombre mucho mayor, que llevaba un largo abrigo negro y gafas de concha. Una cadena de plata colgaba del bolsillo del chaleco.

– Buenos días, señorita Salmon -saludó el anciano-. Me llamo Sanderson. Tenga la bondad de seguirme.

Levantó el tablero del mostrador y la invitó a pasar. Becky le siguió.

– Hace buen tiempo para esta época del año, ¿no cree, señora?

Becky miró por la ventana y vio paraguas circulando por la acera, pero decidió no comentar la opinión meteorológica del señor Sanderson.

– Esta es mi oficina -anunció el hombre con obvio orgullo cuando llegaron a un pequeño e insignificante despacho, situado en la parte posterior del edificio-. ¿Quiere tomar asiento, señorita Salmon? -Señaló una incómoda silla baja frente a su escritorio, que estaba apoyado contra la pared. El hombre se sentó en una silla de respaldo alto-. Soy socio de la firma, pero debo confesar que soy un socio menor. ¿En qué puedo servirla?

– Mi socio y yo queremos adquirir los números 131 y 135 de Chelsea Terrace.

– Muy bien -dijo el señor Sanderson, mirando su carpeta-, ¿Y será también en esta ocasión la señorita Daphne Harcourt-Browne…?

– La señorita Harcourt-Browne no participará en esta transacción. Si, por este motivo, considera que no debe tratar con el señor Trumper o conmigo, abordaremos a los vendedores directamente.

Becky contuvo el aliento.

– Oh, señora, no me malinterprete, por favor. Estoy seguro de que no habrá ningún problema en continuar haciendo negocios con ustedes.

– Gracias.

– Bien, empecemos con el número 135 -dijo el señor Sanderson, calándose las gafas sobre la nariz antes de examinar la carpeta que tenía frente a él-. Ah, sí, el querido señor Kendrick, un carnicero de primera. Por desgracia, está sopesando la posibilidad de tomar la jubilación anticipada.

Becky suspiró y el señor Sanderson la miró por encima de sus gafas.

– Su médico le ha dicho que no tiene otra opción, si confía en vivir más de unos pocos meses -indicó Becky.

– En efecto -corroboró el señor Sanderson, volviendo su atención a la carpeta-. Bien, parece que solicita un precio de ciento cincuenta libras por la propiedad, más cien libras por el prestigio del nombre.

– ¿Y cuánto aceptará?

– No estoy muy seguro de comprenderla, señora.

El socio menor enarcó una ceja.

– Señor Sanderson, antes de que desperdiciemos un minuto más de nuestro tiempo, creo que debo confiarle nuestra intención de adquirir, a un precio razonable, todas las tiendas disponibles de Chelsea Terrace, con el objetivo a largo plazo de poseer toda la manzana, aunque tardemos toda la vida. Con esa idea en la mente, no es mi intención visitar su oficina regularmente durante los próximos veinte años para jugar al gato y al ratón con usted. Para entonces, sospecho que usted ya será un socio mayoritario, y ambos tendremos mejores cosas que hacer. ¿Me he expresado con claridad?

– Totalmente -dijo el señor Sanderson, echando una ojeada a la nota que Palmer había añadido a la venta del 147. El muchacho no había exagerado su inmediata opinión sobre el cliente. Volvió a calarse las gafas sobre la nariz-. Creo que el señor Kendrick aceptaría ciento veinticinco libras, si ustedes le concedieran una pensión de veinticinco libras anuales hasta su muerte.

– Pero puede que viva eternamente.

– Creo que debería señalarle, señora, que no fui yo, sino usted, quien se refirió al actual estado de salud del señor Kendrick.

El socio menor se reclinó en su silla por primera vez.

– No tengo el menor deseo de robarle al señor Kendrick su pensión -replicó Becky-. Haga el favor de ofrecerle cien libras por la propiedad de la tienda y veinte libras anuales durante un período de ocho años como pensión. Soy flexible en la última parte de la transacción, pero no en la primera. ¿Lo ha entendido, señor Sanderson?

– Por completo, señora.

– Y si voy a pagarle una pensión al señor Kendrick, también espero en contrapartida que nos ofrezca su consejo siempre que se lo pidamos.

– Muy bien -dijo Sanderson, tomando nota de la petición en el margen.

– ¿Qué puede decirme sobre el 131?

– Ése es un problema espinoso -dijo Sanderson, abriendo una segunda carpeta-. No sé si usted conoce a fondo las circunstancias, señora, pero…

Becky decidió no ayudarle en esta ocasión, y se limitó a sonreír dulcemente.

– Hum, bien -continuó el socio menor-. El señor Rutheford se ha marchado a Nueva York con un amigo para abrir una tienda de antigüedades, en un lugar llamado el Village. -Vaciló.

– ¿Y su sociedad es de una naturaleza, digamos, inusual? -le auxilió Becky, tras un prolongado silencio-. Es posible que prefiera pasar el resto de sus días en un apartamento de Nueva York, antes que en una celda de Brixton.

– En efecto -dijo el señor Sanderson. El sudor perlaba su frente-. En el caso concreto de este caballero, desea llevarse todo cuanto contiene el local, pues considera que en Manhattan podría conseguir un buen precio por sus artículos. Por lo tanto, todo cuanto dejaría a su consideración sería la propiedad.

– En tal caso, es de suponer que no habrá pensión.

– Creo que la suposición es exacta.

– ¿Y podemos esperar, por tanto, que el precio será un poco más razonable, recordando las presiones a que está sometido?

– Yo no pensaría eso, teniendo en cuenta que la tienda es bastante más grande que las otras de Chelsea…

– Cuatrocientos veintiséis metros cuadrados, para ser precisos, comparados con los trescientos metros cuadrados del número 147, que adquirimos por…

– Un precio muy razonable en aquel momento, si me permite sugerirlo, señorita Salmon…

– Sin embargo…

– En efecto -dijo el señor Sanderson, nuevamente sudoroso.

– Por lo tanto, ¿cuánto confía ese hombre en obtener por la propiedad, habiendo llegado a la conclusión de que no exigirá una pensión?

– El precio que pide -dijo el señor Sanderson, con los ojos clavados en la carpeta- es de doscientas libras. No obstante, sospecho -añadió, antes de que Becky pudiera interrumpirle- que si usted pudiera cerrar la negociación lo antes posible, cedería la propiedad por la cantidad de ciento setenta y cinco. -Enarcó las cejas-. Según tengo entendido, se halla ansioso de reunirse con su amigo lo antes posible.

– Si tan ansioso está, sospecho que se sentirá muy feliz de rebajar el precio a ciento cincuenta y terminar cuanto antes, y hasta podría aceptar ciento sesenta, aunque tardara unos días más.

– En efecto -repitió el señor Sanderson. Sacó el pañuelo del bolsillo superior y se secó la frente. Becky observó que afuera seguía lloviendo-. ¿Algo más, señora? -preguntó el hombre, devolviendo el pañuelo a la seguridad del bolsillo.

– Sí. Me gustaría que vigilara todas las propiedades de Chelsea Terrace y se pusiera en contacto con el señor Trumper o conmigo en cuanto se entere de que alguna va a ponerse a la venta.

– Acaso lo más conveniente sería que llevara a cabo una completa investigación sobre toda la manzana, a fin de informarles cumplidamente por escrito a usted y al señor Trumper.

– Una idea excelente -dijo Becky, ocultando su sorpresa ante tamaña demostración de iniciativa.

Se levantó de la silla, dando a entender que consideraba concluida la reunión.

– Según tengo entendido -dijo el señor Sanderson, mientras se dirigían hacia la salida-, el número 147 se ha hecho muy popular entre los habitantes de Chelsea.

– ¿Cómo lo sabe? -preguntó Becky, sorprendida por segunda vez.

– Mi esposa se niega a comprar las frutas y verduras en otro sitio, a pesar del hecho de que vivimos en Fulham.

– Su esposa es una dama muy inteligente.

– En efecto -corroboró el señor Sanderson.


Becky dio por sentado que los bancos reaccionarían con el mismo entusiasmo que el agente de bienes raíces y, tras seleccionar once que le parecieron factibles, descubrió enseguida que existía una diferencia considerable entre ofrecerse como comprador y postrarse para conseguir un préstamo. Cada vez que exponía sus planes (a alguien que Becky consideraba incapaz de tomar una decisión), sólo recibía un movimiento de cabeza negativo, incluyendo al banco donde la tienda tenía la cuenta. De hecho, como le contó a Daphne aquella noche, uno de los empleados del Penny Bank tuvo la desfachatez de insinuar que, si se casaba, les complacería en extremo hablar de negocios con su marido.

– ¿Con que te has dado de narices con el mundo de los hombres por primera vez, eh? -dijo Daphne, tirando la revista al suelo-. Sus camarillas, sus clubs. El lugar apropiado de una mujer es la cocina y, si es un poco atractiva, el dormitorio de vez en cuando.

Becky asintió de mal humor, mientras colocaba la revista en una mesa lateral.

– Debo confesarte que esa actitud mental nunca me ha preocupado -admitió Daphne, intentando embutir sus pies en unos zapatos puntiagudos-, pero yo no nací tan ambiciosa como tú, querida. Sin embargo, quizá ha llegado la hora de arrojarte un salvavidas.

– ¿Un salvavidas?

– Sí. Lo que necesitas para solucionar tu problema es un toque conservador.

– ¿No te parece una tontería?

– Puede que parezca algo desfasado, pero ése no es el punto. El dilema con el que te enfrentas es tu sexo…, por no mencionar el acento de Charlie, aunque casi he curado a nuestro querido muchacho de ese problema. Sin embargo, te aseguro que todavía no han descubierto la forma de cambiar el sexo de la gente.

– ¿A dónde quieres ir a parar?

– Eres tan impaciente, querida. Igualita que Charlie. Debes permitirnos a los mortales inferiores un poco más de tiempo para explicarnos.

Becky se sentó en una esquina del sofá y juntó las manos sobre el regazo.

– En primer lugar, has de comprender que todos los banqueros son unos presuntuosos terribles. De lo contrario, dirigirían un negocio como tú. Lo que necesitas para que vengan a comer en tu mano es un testaferro respetable.

– ¿Un testaferro?

– Sí. Alguien que te acompañe en tus visitas a los bancos siempre que resulte necesario. -Daphne se levantó y se miró en el espejo antes de continuar-. Es posible que tal persona no haya sido bendecida con tu inteligencia, pero, por otra parte, es preciso que no esté abrumado por tu sexo o por el acento de Charlie. Lo que sí debe poseer, no obstante, es alguna característica de la vieja escuela, un título, por ejemplo. A los banqueros les gustan los nobles, pero lo más importante es que debes elegir a alguien necesitado perentoriamente de dinero en efectivo. Por los servicios prestados, por ejemplo.

– ¿Existen tales personas? -preguntó Becky, escéptica.

– Desde luego. De hecho, hay más de esas de las que quieren trabajar. -Daphne sonrió para tranquilizarla-. Dama una semana o dos y te traeré una lista con tres. Ya lo verás.

– Eres fantástica.

– A cambio, espero que me hagas un pequeño favor.

– Cualquier cosa.

– Nunca emplees esas palabras cuando hagas tratos con una mantis religiosa como yo, querida. De todos modos, mi deseo es muy sencillo, y está en tus manos satisfacerlo. Si Charlie te pide que le acompañes al baile de su regimiento, debes aceptar.

– ¿Por qué?

– Porque Reggie Arbuthnot ha sido lo bastante estúpido para invitarme a tan absurdo acontecimiento y no me puedo negar, si deseo cazar un poco en su propiedad de Escocia el próximo noviembre. -Becky lanzó una carcajada-. No me importa ir al baile con Reggie, pero lo que no quiero es marcharme con él. Por lo tanto, si hemos llegado a un acuerdo, te proporcionaré el memo que necesitas y tú le dirás «sí» a Charlie cuando te invite.


A Charlie no le sorprendió que Becky accediera a acompañarle al baile del regimiento. Después de todo, Daphne ya le había explicado los detalles de la transacción. Lo que sí le dejó aturdido fue que, cuando Becky se sentó a la mesa, sus compañeros sargentos no le quitaron los ojos de encima en toda la noche.

La cena se había preparado en un enorme gimnasio, y los compañeros de Charlie no cesaban de contar anécdotas sobre sus primeros días de instrucción en Edimburgo. Sin embargo, allí terminaba la comparación, pues la comida era mucho mejor de lo que Charlie había tomado en Escocia.

– ¿Dónde está Daphne? -preguntó Becky, cuando depositaron frente a ella una porción de pastel de manzana cubierta de abundante crema.

– En la mesa del extremo, con todos los peces gordos -dijo Charlie, señalando con el pulgar por encima de su hombro-. No puede permitir que la vean con gente como nosotros, ¿verdad?

La cena concluyó con una serie de brindis, por todo el mundo, pensó Becky, excepto por el rey. Charlie le explicó que el regimiento fue dispensado de ese brindis en 1835 por el rey Guillermo IV, pues su lealtad a la corona era incuestionable. Sin embargo, alzaron sus copas por las fuerzas armadas, todos y cada uno de los batallones y, finalmente, por el regimiento, repetido con el nombre de su antiguo coronel. A cada brindis le sucedieron ruidosos vítores. Becky observó las reacciones de los hombres sentados a su alrededor, y comprendió por primera vez cuántos miembros de aquella generación se sentían afortunados por el mero hecho de seguir con vida.

El antiguo coronel del regimiento, sir Danvers Hamilton, baronet, DSO, CBE, monóculo en ristre, pronunció un emotivo discurso centrado en aquellos camaradas que, por una u otra razón, no se hallaban presentes aquella noche. Becky vio que Charlie se ponía rígido cuando mencionaron a su amigo Tommy Prescott. Al final, todos se levantaron y brindaron por los amigos ausentes. Becky se sintió inesperadamente emocionada.

El coronel se sentó. Las mesas se apartaron a un lado para que el baile diera comienzo. Daphne apareció desde la otra punta de la sala cuando sonó la primera nota emitida por la banda del regimiento.

– Ven, Charlie. No podía esperar a llevarte a la mesa de autoridades.

– Le aseguro que es un placer, señora -dijo Charlie, levantándose de su asiento-, pero ¿qué ha sido de Reggie como-se-llame?

– Arbuthnot. He dejado al pobre hombre colgado de una debutante de Chelmsford. No te puedes imaginar el miedo que sentía ella, te lo aseguro.

– ¿Y por qué tenía tanto miedo? -la imitó Charlie.

– Nunca pensé que llegaría el día en que Su Majestad permitiría que alguien de Essex fuera presentado en la corte. Pero lo peor era su edad.

– ¿Por qué? ¿Cuántos años tiene? -preguntó Charlie, bailando un vals con Daphne.

– Aún no estoy segura, pero tuvo la desfachatez de presentarme a su padre viudo.

Charlie estalló en carcajadas.

– No debes considerarlo divertido, Charlie Trumper, sino deplorable. Tienes mucho que aprender todavía.

Becky miró cómo Charlie bailaba con elegancia.

– Esa Daphne es estupenda -dijo el hombre sentado a su lado, que se había presentado como sargento Mike Parker, y resultó ser un carnicero de Camberwell que había servido con Charlie en el Marne.

Aceptó su opinión sin comentario, y cuando él se levantó y solicitó el honor de bailar con ella, aceptó. Procedió a transportarla por la sala de baile como si fuera una pierna de cordero camino de la cámara refrigeradora. También consiguió pisarle los pies a intervalos regulares. Por fin, devolvió a Becky a la seguridad relativa de la mesa manchada de cerveza. Becky se sentó en silencio, mientras miraba a todo el mundo divertirse, confiando en que nadie solicitaría el honor. Sus pensamientos se centraron en Guy, y en la cita que no podría seguir evitando si antes de dos semanas…

Por fortuna, los amigos de Charlie parecían más interesados en las interminables rondas de cerveza que en bailar. Becky gozó de tranquilidad hasta que un hombre alto que no conocía se inclinó hacia ella.

– ¿Me concede el honor, señorita? -dijo.

Todos los que estaban sentados a la mesa se pusieron firmes cuando el coronel del regimiento acompañó a Becky hasta la pista de baile.

Descubrió que el coronel Hamilton era un experto bailarín, así como un hombre divertido y gracioso, sin mostrar las tendencias paternalistas exhibidas por los directores de banco que había conocido en los últimos tiempos. Cuando terminó la pieza, invitó a Becky a la mesa de autoridades y le presentó a su esposa.

– Tengo que hacerte una advertencia -dijo Daphne a Charlie, mirando al coronel y a lady Hamilton-. Va a resultarte muy difícil ponerte a la altura de la ambiciosa señorita Salmon, pero mientras no te despegues de mí y me escuches con atención, le daremos una buena satisfacción a cambio de su dinero.

Daphne decidió, al cabo de dos bailes, que ya había cumplido su deber y que había llegado el momento de marcharse. Becky, por su parte, se alegró de escapar a las atenciones de todos los oficiales jóvenes que la habían visto bailar con el coronel.

– Tengo buenas noticias para vosotros -dijo Daphne a los dos, mientras un cabriolé recorría King's Road en dirección a Chelsea Terrace.

Charlie todavía se aferraba a su botella de champagne medio vacía.

– ¿Y cuál es, mi niña? -preguntó, eructando.

– No soy tu niña -le reprendió Daphne-, Es posible que me interese invertir en las clases inferiores, Charlie Trumper, pero no olvides que no carezco de educación.

– Bien, ¿cuál es la noticia? -preguntó Becky.

– Habéis cumplido vuestra parte del trato, así que yo debo cumplir la mía.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Charlie, medio dormido.

– Os voy a presentar una lista de tres posibles testaferros, para de esta forma, espero, solucionéis vuestro problema bancario.

Charlie recobró la sobriedad al instante.

– Mi primer candidato es el segundo hijo de un conde. Sin un céntimo, pero presentable. Mi segundo es un baronet, que se hará cargo del trabajo por unos honorarios de profesional, pero mi pièce de résistance es un vizconde, cuya suerte le abandonó en las mesas de Deauville y que ahora considera necesario rebajarse a participar en un vulgar trabajo comercial.

– ¿Cuándo les conoceremos? -preguntó Charlie, intentando pronunciar bien las palabras.

– En cuanto queráis -prometió Daphne-. Mañana…

– No será necesario -dijo Becky en voz baja.

– ¿Por qué, si se puede saber? -preguntó Daphne, sorprendida.

– Porque ya he elegido al hombre que será nuestro testaferro.

– ¿A quién tienes en mente, cariño? ¿Al príncipe de Gales?

– No. Al coronel sir Danvers Hamilton, baronet, DSO, CBE.

– Pero si es el coronel del regimiento -dijo Charlie, dejando caer la botella de champagne al suelo del cabriolé-. Es imposible, jamás accederá.

– Te aseguro que sí.

– ¿Por qué estás tan segura? -preguntó Daphne.

– Porque tenemos una cita para verle mañana por la mañana.

Capítulo 11

Daphne movió su sombrilla cuando un cabriolé se aproximó. El conductor detuvo el vehículo y se quitó el sombrero.

– ¿A dónde, señorita?

– Calle Harley, 172 -dijo ella.

Las dos mujeres subieron. El conductor volvió a quitarse el sombrero y, con un suave latigazo, dirigió el caballo hacia Knightsbridge.

– ¿Ya se lo has dicho a Charlie? -preguntó Becky.

– No, me da miedo -admitió Daphne.

Permanecieron en silencio mientras el cochero cambiaba de dirección y guiaba el caballo hacia Marble Arch.

– Tal vez no sea necesario decirle nada.

– Esperemos que no -dijo Becky.

Siguió otro prolongado silencio hasta que el caballo se internó en la calle Oxford.

– ¿Tu médico es un hombre comprensivo?

– Siempre lo ha sido, hasta el momento.

– Dios mío, estoy asustada.

– No te preocupes. Durará poco y enseguida sabrás a qué atenerte.

El cabriolé se detuvo ante el 172 de la calle Harley y las dos mujeres bajaron. Mientras Becky acariciaba las crines del caballo, Daphne pagó al conductor seis peniques. Becky se volvió al oír el golpe de la aldaba de metal, y subió los tres escalones para reunirse con su amiga.

Una enfermera ataviada con un severo uniforme azul, gorro y cuello blancos respondió a su llamada y pidió a las dos damas que la siguieran. Recorrieron un oscuro pasillo, iluminado por una única luz de gas, y desembocaron en una sala de espera vacía. Sobre la mesa que ocupaba el centro de la sala había ejemplares de Punch y Tatler, pulcramente alineados. Alrededor de la mesa se habían dispuesto varias sillas de aspecto cómodo. Tomaron asiento, pero ninguna habló hasta que la enfermera salió de la sala.

– Yo… -empezó Daphne.

– Sí… -dijo Becky.

Ambas lanzaron carcajadas forzadas que resonaron en la sala de alto techo.

– No, tú primero -invitó Becky.

– Sólo quería saber cómo le va al coronel.

– Escucho sus instrucciones como un soldado. Mañana tendremos nuestra primera entrevista oficial, con Child y Cía, en la calle Fleet. Le he dicho que se tomara todo el encuentro como un ensayo general, porque estoy reservando el que creo que cuenta con más posibilidades para la semana que viene.

– ¿Y Charlie?

– Es demasiado para él. Sigue pensando en el coronel como su comandante en jefe.

– Lo mismo te pasaría a ti si Charlie hubiera sugerido que tu profesor de contabilidad acudiera cada semana al 147 para revisar las cuentas.

– A ese caballero en particular no le veo mucho últimamente. Hago los deberes precisos para no recibir una reprimenda. Mis sobresalientes se han convertido en aprobados, y por los pelos. Si no logro graduarme cuando acabe todo esto, sólo habrá un culpable.

– Serás una de las pocas mujeres licenciada en letras. Tal vez deberías pedir que cambiaran esa denominación por otra.

– ¿Cuál?

– Solterona en letras.

Rieron de lo que ambas sabían era una excusa para no abordar la razón auténtica por la que estaban allí. De pronto, la puerta se abrió y la enfermera apareció de nuevo.

– El doctor la recibirá ahora.

– ¿Puedo acompañarla?

– Sí, estoy segura de que no habrá ningún problema.

Las dos mujeres se levantaron y siguieron a la enfermera por el mismo pasillo de antes hasta llegar a una puerta blanca, en cuyo centro una pequeña placa metálica rezaba: «Doctor Fergus Gould». Un «sí» respondió a la suave llamada de la enfermera. Daphne y Becky entraron juntas en la habitación.

– Buenos días, buenos días -saludó el médico con un suave acento escocés, antes de estrecharles las manos -. Tengan la bondad de sentarse. Las pruebas han terminado y tengo excelentes noticias para usted.

Volvió a la silla situada detrás del escritorio y abrió una carpeta. Las dos sonrieron, y la más alta se relajó por primera vez desde hacía días.

– Tengo el placer de comunicarle que se halla en perfectas condiciones físicas, pero como éste es su primer hijo -vio que las dos mujeres palidecían y le miraban con ojos implorantes-, deberá comportarse con sensatez durante los próximos meses. Si lo hace así, no habrá complicaciones en el parto. ¿Puedo ser el primero en felicitarla?

– Dios mío, no -dijo ella, a punto de desmayarse-. Usted dijo que las noticias eran excelentes.

– Pues sí -dijo el doctor Gould-. Di por sentado que usted se alegraría.

– Hay un problema, doctor -intervino su amiga-. No está casada.

– Ah, ya entiendo -dijo el doctor en tono preocupado-. Lo siento, no lo sabía. Si me lo hubiera dicho durante nuestra primera entrevista…

– No, la culpa es toda mía, doctor Gould. Había confiado en que…

– No, no, el culpable soy yo. Qué falta de tacto tan enorme. -El doctor Gould hizo una pausa y reflexionó-. Aunque en este país es ilegal, me han asegurado que en Suecia hay médicos excelentes que…

– Eso no es posible -dijo la mujer embarazada-. Es contrario a lo que mis padres consideran un «comportamiento aceptable».


– Buenos días, Hadlow -dijo el coronel, entrando en el banco.

Tendió al director su abrigo, sombrero y bastón.

– Buenos días, sir Danvers -replicó el director, pasando el abrigo, sombrero y bastón a un empleado-. Nos sentimos muy honrados de que haya pensado en nuestro humilde establecimiento como digno de su consideración.

Becky pensó que la habían recibido de manera muy diferente cuando visitó, semanas atrás, otro banco de similar categoría.

– ¿Sería tan amable de acompañarme a mi despacho? -preguntó el director, extendiendo el brazo como un guardia de tráfico.

– Por supuesto, pero antes permítame que le presente al señor Trumper y a la señorita Salmon, mis socios en este negocio.

– Es un placer.

El director se acomodó las gafas sobre la nariz antes de estrecharles las manos.

Becky reparó en que Charlie estaba mucho más callado de lo habitual y tiraba del cuello de la camisa sin cesar, como si fuera demasiado estrecho. Sin embargo, después de pasar toda una mañana de la semana anterior en Savile Row, padeciendo que le midieran de pies a cabeza para la confección de un traje nuevo, se negó a esperar un segundo más cuando Daphne insinuó que le tomaran medidas para una camisa. Daphne tuvo que adivinar a ojo su talla.

– ¿Café? -preguntó el director, una vez en su despacho.

– No, gracias -dijo el coronel.

A Becky sí le apetecía, pero comprendió que el director había dado por sentado que sir Danvers hablaba por los tres. Se mordió el labio.

– Bien, ¿en qué puedo servirle, sir Danvers?

El director se tocó el nudo de la corbata con un gesto nervioso.

– Mis socios y yo poseemos una propiedad en Chelsea Terrace, el número 147. Un negocio pequeño que progresa satisfactoriamente. -La sonrisa del director no se alteró ni un segundo-. Compramos la propiedad hace unos dos años por cien libras, y esta inversión ha conseguido este año unos beneficios de cuarenta y tres libras.

– Muy satisfactorio -dijo el director-. He leído su carta y las cuentas que, con tanta gentileza, me envió mediante un mensajero.

Charlie estuvo tentado de revelarle quién había sido el mensajero.

– Sin embargo, consideramos que ha llegado el momento de expandirnos -prosiguió el coronel-, y a tal efecto necesitamos un banco que muestre un poco más de iniciativa que el establecimiento con el que hemos tratado hasta el presente, un banco que tenga los ojos puestos en el futuro. A veces nos da la impresión de que nuestros actuales banqueros viven en el siglo diecinueve. Francamente, son simples tenedores de depósitos, mientras que nosotros buscamos los servicios de un banco auténtico.

– Entiendo.

– Me tiene preocupado… -dijo el coronel, interrumpiéndose de súbito y fijando el monóculo en su ojo izquierdo.

– ¿Preocupado?

El señor Hadlow se reclinó ansiosamente en su silla.

– Su corbata.

– ¿Mi corbata?

El director volvió a manosear el nudo con nerviosismo.

– Sí, su corbata. No me lo diga… ¿Los Buffs? [13]

– Está usted en lo cierto, sir Danvers.

– ¿Participó en alguna acción, Hadlow?

– Bien, no exactamente, sir Danvers. La vista, sabe usted.

El señor Hadlow se puso a juguetear con sus gafas.

– Mala suerte, camarada -dijo el coronel, dejando caer el monóculo-. Bien, prosigamos. Mis colegas y yo tenemos en mente ampliar nuestro negocio, pero creo mi deber informarle de que el próximo jueves por la tarde tenemos una cita con un establecimiento rival.

– El próximo jueves por la tarde -repitió el director, después de mojar la pluma de ave en el tintero del escritorio y añadir este dato a las otras notas.

– Pero, como sin duda habrá percibido, hemos preferido acudir antes a ustedes.

– Me siento muy halagado. Sir Danvers, ¿qué condiciones que nosotros no podamos ofrecer piensa que le ofrecerá este banco?

El coronel guardó silencio unos instantes y Becky le miró alarmada, pues no recordaba si le había dado instrucciones acerca de las condiciones. Ninguno de los tres pensaba que llegarían tan lejos en la primera entrevista.

El coronel carraspeó.

– Si trasladamos nuestro negocio a su banco, y conscientes de las implicaciones a largo plazo, esperamos condiciones competitivas, por supuesto.

La respuesta pareció impresionar a Hadlow. Revisó las cifras que tenía frente a él.

– Bien, veo que solicitan un préstamo de doscientas cincuenta libras para adquirir los números 131 y 135 de Chelsea Terrace que, recordando su estado de cuentas, exigiría un adelanto de… -hizo una pausa, como si estuviera calculando-… ciento setenta libras, como mínimo.

– Correcto, Hadlow. Veo que ha comprendido nuestra situación de una forma admirable.

El director se permitió una sonrisa.

– Dadas las circunstancias, sir Danvers, creo que podríamos avanzarles ese préstamo, y un interés del cuatro por ciento sería aceptable para el banco.

El coronel volvió a vacilar, aunque Becky captó su media sonrisa.

– Nuestros actuales banqueros nos imponen un interés del tres y medio por ciento, como sin duda sabrá -dijo el coronel.

– Pero no corren ningún riesgo -señaló el señor Hadlow-, pues se niegan a concederles ningún otro préstamo. Sin embargo, pienso que en este caso concreto también podríamos ofrecerles el tres y medio por ciento. ¿Qué opina?

El coronel no respondió enseguida, sino que examinó la expresión del rostro de Becky. Exhibía una amplia sonrisa.

– Creo que hablo en nombre de mis socios, señor Hadlow, al decir que consideramos su proposición muy aceptable, francamente aceptable.

Becky y Charlie asintieron con la cabeza.

– En ese caso, procederemos de inmediato a preparar la documentación. Tardará unos días, por supuesto.

– Por supuesto -dijo el coronel-. Le aseguro, Hadlow, que deseamos una larga y provechosa asociación con su banco.

El director consiguió levantarse y hacer una reverencia al mismo tiempo, algo que, en opinión de Becky, hasta a sir Henry Irving le hubiera costado lograr.

El señor Hadlow acompañó a sus nuevos clientes hasta el vestíbulo.

– ¿Todavía cuentan entre sus filas con el viejo Chubby Duckworth? -preguntó el coronel.

– Lord Duckworth es el presidente de nuestra junta directiva -respondió el señor Hadlow, casi con veneración.

– Un buen hombre. Serví con él en Suráfrica. En los Fusileros Reales. Si me lo permite, Hadlow, mencionaré nuestra entrevista de hoy al noble lord cuando le vea en el club.

– Muy gentil de su parte, sir Danvers.

Al llegar a la puerta, el director dispensó a su ayudante y ayudó al coronel a ponerse el abrigo. Después, le tendió el sombrero y el bastón, antes de despedirse de sus nuevos clientes.

– No dude en llamarme en cualquier momento -fueron sus últimas palabras, acompañadas de otra reverencia, y esperó hasta que los tres se perdieron de vista.

Ya en la calle, el coronel dobló a toda prisa la esquina y se detuvo junto al árbol más cercano. Becky y Charlie corrieron tras él, sin saber qué pasaba.

– ¿Se encuentra bien, señor? -preguntó Charlie cuando le alcanzaron.

– Me encuentro bien, Trumper, muy bien, pero preferiría enfrentarme a un grupo de bandoleros afganos que pasar por esto otra vez. Bueno, ¿qué tal lo hice?

– Estuvo magnífico -dijo Becky-, Le juro que si se hubiera quitado los zapatos y ordenado a Hadlow que les sacara brillo, se habría servido de su pañuelo para frotárselos al instante.

– Bien -sonrió el coronel-. Creo que ha ido muy bien, ¿verdad?

– Perfecto -dijo Becky-, No lo ha podido hacer mejor. Iré a John D. Wood esta tarde y entregaré el depósito por ambas tiendas.

– Doy gracias a Dios por sus instrucciones, señorita Salmon dijo el coronel, irguiéndose en toda su estatura-. Habría sido usted un oficial de primera.

– Lo considero como un gran cumplido, coronel -sonrió Becky.

– ¿No está de acuerdo, Trumper? Menudo socio se ha buscado -añadió el coronel, haciendo girar su paraguas.

– Sí, señor -dijo Charlie, mientras el coronel avanzaba a grandes zancadas por la calle-, pero me gustaría preguntarle algo que me preocupa.

– Adelante, Trumper, dispare.

– Si usted es amigo del presidente del banco -empezó Charlie, procurando mantener el paso del coronel-, ¿por qué no fuimos a verle directamente?

El coronel se detuvo.

– Mi querido Trumper -explicó-, no se visita al presidente de un banco cuando se pide un préstamo de sólo doscientas cincuenta libras. De todas formas, le diré que no pasará mucho tiempo antes de que necesitemos abordarle. Sin embargo, en este momento existen otras necesidades más acuciantes.

– ¿Otras necesidades? -preguntó Charlie.

– Sí, Trumper. Necesito un whisky, ¿sabe? -dijo el coronel, mirando un letrero que se agitaba sobre una taberna, al otro lado de la calle-. Y puestos a tomarlo, que sea doble.


– ¿De cuánto estás? -preguntó Charlie, cuando Becky acudió al día siguiente después del cierre de la tienda para darle la noticia.

– Unos tres meses -contestó evitando mirarle a los ojos.

– ¿Por qué no me lo dijiste antes? -preguntó Charlie en tono herido.

– Confiaba en que no necesitaría hacerlo -dijo Becky, prefiriendo asear la habitación antes que mirarle.

– Supongo que habrás escrito a Trentham.

– No. Tengo la intención, pero aún no lo he hecho.

– ¿Tienes la intención? Tendrías que habérselo dicho a ese bastardo hace semanas. Debería ser el primero en saberlo. Al fin y al cabo, es el responsable de este jodido lío, si me perdonas la expresión.

– No es tan fácil, Charlie.

– ¿Se puede saber por qué?

– Significaría el fin de su carrera, y Guy vive para el regimiento. Es como tu coronel: sería injusto pedirle que renunciara a ser soldado a la edad de veinticuatro años.

– No se parece en nada al coronel. En cualquier caso, es lo bastante joven para establecerse y trabajar como los demás.

– Está casado con el ejército, Charlie, no conmigo. ¿Por qué arruinar ambas vidas?

– Debería saber lo que ha pasado y darle a elegir.

– No le queda ninguna opción, Charlie, y tú lo sabes. Volvería a casa en el siguiente barco y se casaría conmigo. Es un hombre honorable.

– Conque un hombre honorable, ¿eh? -dijo Charlie, trasladando algunas cajas a la parte posterior de la tienda-. Bien, si tan honorable es, me vas a prometer una cosa.

– ¿Cuál?

– Le escribirás esta misma noche y le contarás la verdad.

– Muy bien -dijo Becky, tras unos segundos de vacilación.

– ¿Esta noche?

– Sí, esta noche.

– Y también informarás a sus padres de lo sucedido.

– No. No esperes que haga eso, Charlie -dijo ella, mirándole de frente por primera vez.

– ¿Y cuál es el motivo esta vez? ¿Temor a arruinar sus carreras?

– No, pero si lo hiciera, su padre insistiría en que Guy volviera a casa y se casara conmigo.

– ¿Y qué hay de malo en eso?

– Su madre diría que yo había engatusado a su hijo, o algo peor…

– ¿Peor?

– Que ni siquiera era hijo suyo.

– ¿Quién la iba a creer?

– Todos los que quisieran hacerlo.

– Pero eso no es justo.

– La vida tampoco, como diría mi padre. Tengo que madurar algún día, Charlie. Tú lo hiciste en el frente occidental.

– Bien, ¿qué vamos a hacer ahora?

– ¿Vamos?

– Sí, vamos. Todavía somos socios, ¿no? ¿O lo has olvidado?

– Para empezar, tendré que buscar otro sitio donde vivir. No sería justo para Daphne…

– En menuda amiga se ha convertido.

– Para ambos -dijo Becky cuando Charlie se puso en pie, hundió las manos en los bolsillos y empezó a dar vueltas por la pequeña habitación. Sólo consiguió recordar a Becky la época en que habían ido juntos al colegio.

– Imagino que no… -dijo Charlie.

Esta vez le tocó a él no poder mirarla a la cara.

– ¿Qué?

– Imagino que no -repitió.

– ¿Sí?

– ¿Considerarías la idea de casarte conmigo?

Hubo un largo silencio antes de que una sorprendida Becky reuniera fuerzas para contestar:

– ¿Y Daphne?

– ¿Daphne? No creerás que manteníamos esa clase de relación. Es verdad que me ha dado clases nocturnas, pero no del tipo que piensas. En cualquier caso, sólo ha habido un hombre en la vida de Daphne, y desde luego no es Charlie Trumper, por la sencilla razón de que ha sabido desde el primer momento que sólo hay una mujer en mi vida.

– Pero…

– Te he amado durante mucho tiempo, Becky.

– Oh, Dios mío -exclamó Becky, llevándose la mano a la cabeza.

– Lo siento. Pensaba que lo sabías. Daphne me dijo que todas las mujeres saben esas cosas.

– No tenía ni idea, Charlie. He sido tan ciega como estúpida.

– No he mirado a otra mujer desde el día que volví de Edimburgo. Pensé que me querrías un poco, supongo.

– Siempre te querré un poco, pero me temo que es de Guy de quien estoy enamorada.

– Bendita enfermedad. Pensar que yo te conocí primero. ¿Sabes que tu padre me echó un día de la tienda, cuando oyó que te llamaba «Posh Porky» a tus espaldas? -Becky sonrió-. Siempre me las he arreglado para apoderarme de todo lo que deseaba. ¿Cómo he podido dejarte escapar?

Becky fue incapaz de mirarle.

– Es un oficial, claro, y yo no. Eso lo explica todo.

Charlie dejó de pasear por la habitación y la miró cara a cara por primera vez.

– Eres un general, Charlie.

– Pero no es lo mismo, ¿verdad?

– Eres mi amigo más íntimo.

– ¿Es que no comprendes que quiero ser algo más que un amigo?

Capítulo 1 2

Chelsea Terrace, 97

SW3 Londres

20 de mayo de 1920


Querido Guy:

Esta es la carta más difícil que he escrito en mi vida. De hecho, no tengo claro por dónde empezar. Han pasado casi tres meses desde que te fuiste a la India, y ha ocurrido algo que, en mi opinión, debes saber cuanto antes. He ido a ver al médico de Daphne, de la calle Harley, y…


Becky se detuvo, examinó con cuidado todas las frases que había escrito, arrugó la hoja y la tiró a la papelera que tenía a sus pies. Se levantó, estiró sus miembros y empezó a pasear por la habitación, confiando en hallar una nueva excusa para no continuar su tarea. Ya eran las doce y media, hora de irse a la cama, con la convicción de que estaba demasiado cansada para proseguir…, aunque sabía que no podría dormir hasta terminar la carta. Volvió al escritorio y trató de serenarse antes de examinar la frase interrumpida. Becky cogió su pluma.


Chelsea Terrace, 97

SW3 Londres

20 de mayo de 1920


Querido Guy:

Temo que esta carta te coja por sorpresa, sobre todo después de las noticias irrelevantes que te comuniqué hace tan sólo un mes. Sin embargo, he procurado no escribirte nada importante desde entonces, confiando en que mis temores fueran infundados. Por desgracia, no es éste el caso, y las circunstancias me han superado.

Después de pasar el rato más maravilloso de mi vida la noche anterior a tu partida a la India, no me vino la regla al mes siguiente, pero no quise preocuparte con el problema, confiando en que…


Oh, no, pensó Becky, y rompió su último esfuerzo antes de tirar los trozos de papel a la papelera. Fue a la cocina para prepararse una taza de té. Después de la tercera, volvió de mala gana al escritorio y se acomodó de nuevo.


Chelsea Terrace, 97

SW3 Londres

20 de mayo de 1920


Querido Guy:

Espero que todo te vaya bien en la India, y que no te hagan trabajar mucho. Te añoro más de lo que puedo expresar, pero estos tres meses de separación han pasado volando, por la cercanía de los exámenes y la convicción de Charlie de que va a convertirse en el próximo señor Selfridge. De hecho, creo que te encantará saber que tu antiguo comandante en jefe, el coronel sir Danvers Hamilton, se ha convertido…


– Y, a propósito, estoy embarazada -dijo Becky en voz alta, rasgando su tercer intento.

Tapó la pluma, convencida de que había llegado el momento de dar una vuelta a la manzana. Cogió el abrigo, bajó corriendo la escalera y salió a la calle.

Becky vagó por la calle desierta, sin ser consciente de la hora. Se sintió complacida al ver los letreros de «Vendido» en los escaparates de los números 131 y 135. Se detuvo un momento frente a la tienda de antigüedades, se protegió los ojos con las manos y miró por el escaparate. Descubrió horrorizada que el señor Rutheford se había llevado absolutamente todo, incluso las lámparas de gas y la repisa de la chimenea que ella creía fija a la pared. Eso me enseñará a examinar con más cuidado un documento de oferta la próxima vez, pensó. Siguió mirando el espacio vacío, mientras una rata correteaba sobre el suelo.

– Quizá deberíamos abrir una tienda de animales -dijo en voz alta.

– ¿Perdón, señorita?

Becky se giró en redondo y vio que un policía comprobaba el pomo de la puerta perteneciente al número 133, para asegurarse de que el local estaba bien cerrado.

– Oh, buenas tardes, agente -dijo Becky con timidez, sintiéndose culpable sin motivo alguno.

– Son casi las dos de la mañana, señorita, y usted ha dicho «Buenas tardes».

– ¿De veras? -dijo Becky, consultando su reloj -. Oh, sí, es verdad. Qué tonta soy. Vivo en el 97. -Comprendiendo que las explicaciones eran superfluas, añadió-: No podía dormir, de modo que decidí dar un paseo.

– En ese caso, lo mejor es que ingrese en la policía. La tendrán de pie toda la noche.

– No, gracias, agente -rió Becky-. Creo que volveré a mi piso y trataré de dormir un poco. Buenas noches.

– Buenas noches, señorita -dijo el policía, tocándose el casco a guisa de saludo antes de comprobar si la tienda de antigüedades estaba bien cerrada.

Becky se dirigió con paso decidido hacia Chelsea Terrace, abrió la puerta del 97, subió la escalera hasta su piso, se quitó el abrigo y se encaminó hacia el escritorio. Se detuvo un momento para coger la pluma y empezó a escribir.

Las palabras, por una vez, fluyeron con facilidad, pues sabía exactamente lo que necesitaba decir.


Chelsea Terrace, 97

SW3 Londres

21 de mayo de 1920


Querido Guy:

He intentado pensar en cien maneras diferentes de comunicarte lo que me ha sucedido desde que te fuiste a la India y al fin he llegado a la conclusión de que sólo la verdad tiene sentido.

Estoy embarazada de catorce semanas de tu hijo. La idea me llena de alegría, pero al mismo tiempo la temo. Alegría porque eres el único hombre al que he amado, y temor por la influencia negativa que esta noticia causaría en tu futuro.

Debo decirte, en primer lugar, que no es mi deseo perjudicar tu carrera obligándote a contraer matrimonio. Un acuerdo forzado por el sentimiento de culpa, que te obligaría a vivir el resto de tu vida como una farsa, por culpa de lo ocurrido entre nosotros en una sola ocasión, sería inaceptable para ambos.

Por mi parte, no pienso ocultar mi total devoción hacia ti, pero de no ser recíproca jamás accedería a sacrificar una carrera tan prometedora en el altar de la hipocresía.

Sin embargo, querido, no dudes de mi gran amor por ti, ni de mi constante interés por tu prometedor futuro, hasta el punto de negar tu implicación en el caso, si así lo desearas.

Guy, siempre te adoraré, y no dudes de mi inquebrantable lealtad, sea cual sea la decisión que tomes.

Con todo mi amor,

BECKY


No pudo contener las lágrimas al releer la carta una y otra vez. Estaba doblando la carta cuando la puerta del dormitorio se abrió y una somnolienta Daphne apareció ante ella.

– ¿Te encuentras bien, querida?

– Sí, sólo un poco mareada -explicó Becky-. Decidí que necesitaba respirar un poco de aire fresco.

Introdujo la carta en un sobre.

– Ahora que estoy levantada, ¿quieres una taza de té? -preguntó Daphne.

– No, gracias. Ya he tomado tres.

– Bien, yo sí la tomaré.

Daphne desapareció en la cocina. Becky cogió su pluma al instante y escribió la dirección en el sobre:


Capitán Guy Trentham

2.o Batallón de los Fusileros Reales

Cuartel Wellington

POONA (India)

CORREO MARÍTIMO


Salió del piso, echó la carta al buzón de la esquina de Chelsea Terrace y volvió antes de que el agua de la tetera hubiera hervido.


Aunque Charlie recibió una carta de Sal desde Canadá, en la cual le comunicaba la llegada de su último sobrino o sobrina y Grace le visitaba siempre que podía escaparse de su trabajo en el hospital, Kitty le iba a ver en raras ocasiones. Y siempre con el mismo propósito.

– Sólo necesito un par de libras, Charlie, para salir del apuro -explicó, mientras se dejaba caer en una silla a los pocos momentos de entrar en la habitación.

Charlie miró a su hermana. Aunque sólo era dieciocho meses mayor que él, parecía ya una mujer entrada en la treintena. Aquella atractiva silueta que atraía todos los ojos del East End ya no se adivinaba bajo el holgado jersey. Su rostro aparecía abotargado y surcado de arrugas sin el maquillaje.

– La última vez sólo fue una libra -le recordó Charlie-, Y no ha pasado mucho tiempo.

– Pero mi hombre me dejó entretanto, Charlie. Vivo sola otra vez, sin un techo bajo el que guarecerme. Haznos un favor.

Continuó mirándola, agradeciendo mentalmente que Becky no hubiera vuelto de sus clases, aunque sospechaba que Kitty venía únicamente cuando estaba segura de que la caja estaba llena y Becky no se hallaba presente.

– Espera un momento -dijo él, tras unos instantes de silencio.

Se levantó de la silla y bajó a la tienda. Comprobó que los empleados no le miraban y sacó dos libras y diez chelines de la caja. Subió al piso con aire de resignación.

Kitty le estaba esperando junto a la puerta. Charlie le tendió los cuatro billetes. Casi se los arrebató de la mano. Después, apretándolos en su mano enguantada, se marchó sin despedirse.

Charlie la siguió escalera abajo y vio que cogía un melocotón de la pirámide situada en una esquina de la tienda, antes de salir a la calle y marcharse con paso apresurado.

Charlie era el responsable de hacer caja aquella noche; nadie podría averiguar la cantidad exacta que le había dado.


– Acabarás comprando este banco, Charlie Trumper -dijo Becky, sentándose a su lado.

– El día en que sea el dueño de todas las tiendas de la manzana, querida -contestó él, volviéndose para mirarla-. ¿Cuándo nacerá el crío?

– El doctor opina que faltan unas cinco semanas.

– ¿Ya has preparado el piso para el nuevo inquilino?

– Sí, gracias a que Daphne me deja seguir viviendo en él.

– La echo de menos.

– Yo también, aunque nunca la había visto más feliz desde que Percy regresó del frente.

– Apuesto a que no tardarán mucho tiempo en anunciar su compromiso.

– Ojalá -dijo Becky, mirando al otro lado de la calle.

Tres letreros Trumper, dorado sobre fondo azul, resplandecían frente a ella. La verdulería continuaba produciendo buenos beneficios, y tenía la impresión de que Bob Makins había crecido desde que regresara del servicio militar. La carnicería había perdido algunos clientes tras la jubilación del señor Kendrick, pero se recuperó cuando Charlie contrató a Mike Parker para sustituirle.

– Ojalá sea mejor carnicero que bailarín -comentó Becky cuando Charlie le comunicó la noticia. En cuanto a la tienda de ultramarinos, el nuevo orgullo y gozo de Charlie, había florecido desde el primer día. Los empleados sospechaban que Charlie tenía el don de estar en las tres tiendas a la vez.

– Ha sido un golpe genial transformar la tienda de antigüedades en un colmado.

– De modo que ahora te consideras un tendero, ¿no?

– Por supuesto que no; soy un sencillo verdulero, como siempre.

– Me pregunto si le dirás lo mismo a las chicas cuando seas el dueño de toda la manzana.

– Aún tardaré bastante. ¿Qué indica el balance de las dos tiendas nuevas?

– Arroja una ligera pérdida durante el primer año.

– Pero rendirán beneficios -protestó Charlie-. El colmado va a…

– No chilles tanto. ¿Quieres que el señor Hadlow y sus colegas se enteren de que nos va mucho mejor de lo que habíamos previsto?

– Eres una mujer perversa, Rebecca Salmon, no cabe la menor duda.

– No dirás lo mismo, Charlie Trumper, cuando me necesites para ir mendigando el próximo préstamo.

– Si eres tan lista, explícame por qué no puedo apoderarme de la librería -dijo Charlie, señalando el número 141, donde una única luz era la prueba de que el edificio continuaba habitado-. Hace semanas que no entra un cliente, y si lo hace alguien es para preguntar el camino a Brompton Road.

– No tengo ni idea -rió Becky-, Ya he sostenido una larga charla con el señor Sneedles sobre la compra de la propiedad, pero no está interesado. Desde que su esposa murió, encargarse de la tienda ha sido su única razón de vivir.

– ¿Para hacer qué? ¿Quitar el polvo a libros viejos y ordenar en sus estanterías manuscritos antiguos?

– Se siente feliz leyendo a William Blake y a sus amados poetas bélicos. Se contenta con vender un par de libros al mes y mantener la tienda abierta. No todo el mundo desea ser millonario…, como Daphne no para de recordarme.

– Es posible. ¿Por qué no le ofreces al señor Sneedles ciento cincuenta guineas por la propiedad, y se la alquilas por diez guineas al año? De esta forma, quedará automáticamente en nuestras manos cuando muera.

– Cuesta mucho complacerte, pero si eso es lo que quieres, lo intentaré.

– Eso es lo que quiero, Rebecca Salmon, de modo que adelante.

– Haré lo que pueda, aunque tal vez no te hayas enterado de que voy a tener un niño y, al mismo tiempo, estudio para graduarme.

– Esa combinación no me parece muy acertada. De todos modos, también te necesito para que me des otro empujoncito.

– ¿Otro empujoncito?

– Fothergill's.

– La tienda de la esquina.

– Ni más ni menos. Ya sabes lo que siento por las tiendas que hacen chaflán, señorita Salmon.

– Desde luego, señor Trumper. También sé muy bien que no tienes ni idea de bellas artes, ni mucho menos de subastador.

– No mucho, lo admito, pero después de un par de visitas a la calle Bond, donde observé lo que sucede en Sotheby's, seguido de un corto paseo a St. James's para echar un vistazo a su único rival, Christie's, llegué a la conclusión de que tu título nos iba a servir de algo.

Becky enarcó las cejas.

– Ardo en deseos de saber cómo has planificado el resto de mi vida.

– Cuando hayas obtenido ese título -continuó Charlie, sin hacer caso del comentario-, quiero que solicites un empleo en Sotheby's o Christie's, me da igual cualquiera de los dos, donde pasarás de tres a cinco años, aprendiendo todo lo que hacen. Cuando pienses que estés preparada para marcharte, les robarás el empleado que consideres más capacitado y volverás para tomar las riendas del número 1 de Chelsea Terrace.

– Te sigo escuchando Charlie Trumper.

– Bien, Rebecca Salmon, tienes el cacumen de tu padre para los negocios. Espero que te guste la palabra. Combina eso con lo que siempre te ha gustado y con un talento innato, y el fracaso es imposible.

– Gracias por el cumplido, pero ¿puedo preguntarte, sin apartarnos del tema, cómo encaja el señor Fothergill en tu plan maestro?

– No encaja.

– ¿Qué quieres decir?

– Lleva tres años perdiendo dinero sin parar. En este momento, el valor de la propiedad y la venta de sus mejores existencias sólo servirían para cubrir las pérdidas. No durará mucho tiempo.


Una vez finalizado septiembre, hasta Becky empezó a aceptar que Guy no tenía intenciones de contestar a su carta.

En agosto, Daphne les dijo que se había encontrado con la señora Trentham en Goodwood. Le aseguró que Guy no sólo se lo pasaba bien en la India, sino que esperaba en cualquier momento ser ascendido a mayor. Daphne mantuvo a duras penas su promesa de guardar silencio sobre el estado de Becky.

A medida que se acercaba el día del parto, Charlie procuró que Becky no perdiera el tiempo yendo a la compra, y encargó a una dependienta del 147 que la ayudara a limpiar el piso. Becky les acusó a los dos de mimarla.

Llegado el octavo mes, Becky ni siquiera se preocupaba de examinar el correo de la mañana. La opinión de Daphne sobre el capitán Trentham, invariable desde el principio, empezaba a ganar visos de credibilidad. Le sorprendió la rapidez con que se borraba de su recuerdo, a pesar de que faltaba poco tiempo para que diera a luz a su hijo.

El hecho de que casi todo el mundo pensara que Charlie era el padre, agravado por la circunstancia de que él nunca lo negaba, sumía en la turbación a Becky.

Charlie no le quitaba el ojo a dos tiendas cuyos propietarios, en su opinión, no tardarían en ponerlas a la venta, pero Daphne no quería ni oír hablar de más negocios hasta que el niño naciera.

– No quiero que Becky se vea mezclada en ninguno de tus dudosos proyectos hasta que tenga el niño y termine sus estudios. ¿Me he expresado con claridad?

– Sí, señora -dijo Charlie, chocando los talones.

Calló que la semana anterior Becky había cerrado el trato con el señor Sneedles, y que la librería pasaría a su poder cuando el viejo muriera. Tan sólo una cláusula del acuerdo le desagradaba, porque no sabía muy bien cómo iba a desembarazarse de tantos libros.


– La señorita Becky acaba de telefonear -susurró Bob al oído del jefe una tarde, mientras Charlie atendía a una clienta-. Dice que si puede ir a buscarla ahora mismo. Cree que el niño está a punto de nacer.

– Pero si aún le faltan dos semanas -dijo Charlie, quitándose el delantal.

– Sólo dijo que se diera prisa.

– ¿Ha llamado a la comadrona? -preguntó Charlie, abandonando a un cliente cargado de artículos y cogiendo el abrigo.

– No tengo ni idea, señor.

– Bien, hágase cargo de la tienda, porque es posible que ya no vuelva.

Charlie dejó a la sonriente cola de compradores, corrió hacia el 97, subió la escalera como una exhalación, abrió la puerta y entro como una tromba en el cuarto de Becky.

Se sentó en la cama a su lado y le cogió la mano. Pasó algún tiempo antes de que ninguno de los dos hablara.

– ¿Has llamado a la comadrona? -preguntó él por fin.

– Por supuesto que lo ha hecho -dijo una voz detrás de él. Una enorme mujer entró en la habitación. Vestía un viejo impermeable negro, demasiado pequeño para su envergadura, y llevaba un bolso de piel negro. A juzgar por la agitación de sus pechos, subir la escalera le había costado un gran esfuerzo-. Soy la señora Westlake y trabajo en el hospital de San Esteban. Espero haber llegado a tiempo. -Becky asintió. La comadrona se volvió hacia Charlie-, Ponga agua a hervir, y rápido.

El tono de su voz indicaba que no estaba acostumbrada a que la cuestionaran. Charlie, sin decir palabra, saltó de la cama y salió del cuarto.

La señora Westlake depositó su amplio bolso Gladstone en el

– ¿Con qué frecuencia se producen las contracciones? -preguntó.

– Cada veinte minutos.

– Excelente. No tendremos que esperar mucho.

Charlie apareció en la puerta, cargado con un caldero de agua caliente.

– ¿Puedo ayudar en algo más?

– Sí, desde luego que sí. Necesito todas las toallas limpias que pueda transportar con ambas manos, y no le haría ascos a una taza de té.

Charlie salió corriendo de la habitación.

– Los maridos siempre se muestran patéticos en estas ocasiones -afirmó la señora Westlake-. Lo mejor es mantenerlos ocupados.

Becky iba a explicar la condición real de Charlie, cuando las contracciones se repitieron.

– Respire lenta y profundamente, querida -aconsejó la señora Westlake en tono cariñoso.

Charlie volvió con tres toallas y una olla. Sin volverse para ver quién era, la señora Westlake continuó.

– Deje las toallas en el aparador, vierta el agua en el cuenco más grande que tenga y vuelva a llenar la olla, para que tenga agua caliente a mano siempre que la necesite.

Charlie desapareció sin decir palabra.

– Ojalá me hiciera tanto caso a mí -dijo Becky, admirada.

– Oh, no se preocupe, querida. Mi marido no sirve para nada y leñemos siete hijos.

Charlie empujó la puerta con el pie al cabo de dos minutos, y dejó una olla de agua hirviente sobre el aparador.

– Sobre la mesilla de noche -indicó la señora Westlake-. Y procure no olvidarse de mi té. Después, necesitaré más toallas.

Becky exhaló un gemido.

– Cójame la mano y siga respirando profundamente -dijo la comadrona.

Charlie no tardó en reaparecer con otra olla de agua; se le ordenó que vaciara el caldero para volverlo a llenar.

– Espere fuera hasta que le llame -dijo la señora Westlake cuando Charlie completó su tarea.

Charlie salió del cuarto, cerrando la puerta a su espalda.

Tuvo la impresión de que preparaba incontables tazas de té y transportaba interminables ollas de agua, de un lado a otro, irrumpiendo siempre con la equivocada en el peor momento, hasta que ya no le dieron más órdenes y le dejaron pasear arriba y abajo de la cocina, sumido en aciagos presentimientos. Después, escuchó un débil llanto.

Becky miró a la comadrona sostener a su hijo por una pierna y darle un suave cachete en el culo.

– Es mi momento favorito -confesó la señora Westlake-. Me gusta traer algo nuevo al mundo.

Envolvió al bebé en una toalla y tendió el bulto a la madre.

– ¿Es…?

– Un niño, me temo -dijo la comadrona-. Así no es probable que el mundo progrese ni un ápice. Tendrá que fabricar una hija la próxima vez. Si él aún está en forma -añadió, señalando con el pulgar a la puerta cerrada.

– Pero es que él… -probó de nuevo Becky.

– Inútil, lo sé. Como todos los hombres. -La señora Westlake abrió la puerta del dormitorio y llamó a Charlie-. Todo ha terminado señor Salmon. Puede dejar de dar vueltas como un idiota y echar un vistazo a su hijo.

Charlie entró con tanta rapidez que casi derribó a la comadrona. Se inmovilizó en el extremo de la cama y contempló el bulto que Becky sostenía en brazos.

– Es muy feo, ¿no? -dijo Charlie.

– Bien, sabemos muy bien de quién es la culpa -replicó la comadrona-. Esperemos que éste no termine con la nariz rota. En cualquier caso, lo que usted necesita cuanto antes es una hija, como ya le he explicado a su esposa. Por cierto, ¿cómo van a llamarle?

– Daniel George -dijo Becky sin vacilar-. Por mi padre -explicó, mirando a Charlie.

– Y el mío -dijo Charlie, rodeando con el brazo a Becky y al niño.

– Bien, me voy, señora Salmon, pero volveré a primera hora de la mañana.

– No, es señora Trumper -dijo Becky-, Salmon era mi apellido de soltera.

– Oh -exclamó la comadrona, desconcertada por primera vez-. Han equivocado los apellidos al escribirlos. Bien, hasta mañana, señora Trumper -se despidió la comadrona, cerrando la puerta.

– ¿Señora Trumper? -preguntó Charlie.

– He tardado mucho tiempo en sentar la cabeza, ¿no cree usted señor Trumper?

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