CATHY
1947-1950

Capítulo 39

La única pregunta que no sabía contestar de niña era: «¿Cuándo fue la última vez que viste a tu padre?».

Al contrario que el joven caballero, no sabía la respuesta. De hecho, no tenía ni la menor idea de quién era mi padre, ni mi madre. La gente normal ignora cuántas veces al día, al mes o al año se formula esa pregunta. Y si una responde siempre «No lo sé, porque ambos murieron antes de que yo pudiera recordarles» se te dedican miradas de sorpresa o suspicacia…, aún peor, incredulidad. Al final, aprendes a levantar una cortina de humo o a cambiar de tema rápidamente. No existen variaciones en esa cuestión, y no he desarrollado una vía de escape.

El único recuerdo de mis progenitores es el de un hombre que se pasaba casi todo el tiempo chillando y el de una mujer tan tímida que apenas hablaba. También tengo la sensación de que se llamaba Margaret. Por lo demás, sólo permanece de ellos una mancha borrosa.

Cuánto envidiaba a aquellos niños que podían hablarme sin vacilar de sus padres, hermanos, hermanas, e incluso primos segundos y tías lejanas. Lo único que sabía de mí era que había sido educada en el orfanato St. Hilda para chicas, Park Hill, Melbourne. Rectora: señorita Rachel Benson.

Muchas de las niñas tenían padres y algunas recibían cartas, hasta visitas ocasionales. La única visita que yo recuerdo fue la de una señora mayor, de aspecto bastante severo, ataviada con un vestido largo de color negro, guantes de encaje blancos hasta los codos, y que hablaba con un acento extraño. No tengo ni idea de qué relación nos unía.

La señorita Benson trataba a esta dama con considerable respeto, y recuerdo que hacía una reverencia cuando se marchaba. Nunca supe su nombre, y cuando fui lo bastante mayor para preguntar quién era, la señorita Benson afirmó que no tenía ni idea de lo que yo le estaba diciendo. Siempre que intentaba interrogarla sobre mis orígenes, respondía con aire de misterio «Quizás es mejor que no lo sepas, niña». No se me ocurre una frase más convincente de la lengua inglesa que aquella que repetía la señorita Benson ad nauseam, pues me impulsó con mayor ardor a descubrir la verdad sobre mis padres.

A medida que pasaban los años, empecé a formular lo que yo consideraba preguntas sutiles sobre el tema de mis padres; a la vicerrectora, a la enfermera, al personal de la cocina, incluso al portero…, pero siempre me estrellaba contra el mismo muro. Cuando cumplí catorce años solicité una entrevista especial con la señorita Benson para hacerle una pregunta directa. Aunque había despachado el tema mucho tiempo atrás con «Quizás es mejor que no lo sepas, niña», lo sustituyó en esta ocasión por «En verdad, Cathy, ni yo misma lo sé». Si bien no rebatí esta explicación, no la creí, pues algunos de los miembros más antiguos del personal me miraban a veces de una forma extraña y, al menos en dos ocasiones, susurraron a mis espaldas, creyendo que no les oía.

No tenía fotos ni recuerdos de mis padres, ni siquiera pruebas de su existencia anterior, a excepción de una pequeña joya que yo consideraba de plata. Recuerdo que mi padre me había dado la crucecita, que siempre colgaba en mi cuello. La señorita Benson reparó una noche en el objeto, mientras yo me estaba desvistiendo en el dormitorio, y me preguntó de dónde había salido el colgante. Le contesté que Betsy Compton me lo había cambiado por una docena de canicas, lo cual pareció calmar su curiosidad. No obstante, desde aquel día procuré ocultar mi tesoro a las miradas curiosas.

Debo de haber sido uno de esos raros niños que adoran ir al colegio desde el primer día que les abren sus puertas. El aula era una bendita escapatoria de mi prisión y sus carceleros. Cada minuto de más que pasaba en el colegio era un minuto menos en St. Hilda, y pronto descubrí que, cuanto más trabajaba, más horas me permitían quedarme. Aún lo tuve más fácil cuando, a la edad de once años, conseguí una plaza en la escuela en el Instituto Femenino de la Iglesia de Inglaterra, en Melbourne, donde se realizaban tantas actividades extraacadémicas, desde primera hora de la mañana hasta bien entrada la noche, que St. Hilda se convirtió meramente en el lugar donde dormía y desayunaba.

Me dediqué a pintar, lo cual me facilitaba pasar varias horas en el aula de arte, sin supervisión o interferencias excesivas; al tenis, que gracias a mis esfuerzos me condujo a ganar un puesto en el segundo equipo del instituto (proporcionándome la oportunidad de practicar hasta que oscurecía), y al cricket, para el que carecía de talento, pero, como máxima anotadora del equipo, no me permitían abandonar mi puesto hasta que la última bola había entrado, y cada dos sábados me escapaba en un autobús para jugar contra otro colegio. Era una de las escasas niñas que preferían jugar partidos a las tareas domésticas.

A los dieciséis años empecé sexto y trabajé con más ahínco todavía. Le notificaron a la señorita Benson que me iban a conceder una beca para la universidad de Melbourne, un acontecimiento inusitado entre las internas de St. Hilda.

Siempre que recibía distinciones o reprimendas académicas (aunque las últimas fueron disminuyendo de número desde que descubrí el colegio), tenía que presentarme ante la señorita Benson en su estudio, donde me dedicaba unas palabras de aliento o desaprobación, según el caso. Después, guardaba la hoja de papel en que anotaba estas ocasiones en una carpeta, que luego introducía en el armario situado detrás de su escritorio. Yo siempre observaba con gran atención este ritual. Primero, sacaba una llave del cajón superior izquierdo de su escritorio, se acercaba al armario, buscaba mi carpeta en el epígrafe «QRS», anotaba mi falta o mérito en la columna correspondiente, cerraba con llave el armario y guardaba de nuevo la llave en el escritorio. Era una rutina invariable.

Otra costumbre fija de la señorita Benson eran sus vacaciones anuales, cada septiembre, cuando iba a visitar a «su gente» de Adelaida.

Cuando estalló la guerra temí que no se ciñera a su hábito, sobre todo después de comunicarnos que todo el mundo debería sacrificarse.

La señora Benson no hizo ningún sacrificio y se marchó hacia Adelaida el mismo día de cada verano, a pesar de las restricciones a los viajes y el racionamiento. Esperé cinco días hasta estar segura de poder llevar adelante el plan que me había trazado.

El sexto día permanecí despierta en la cama hasta después de la una de la madrugada, sin mover un músculo hasta asegurarme de que las dieciséis chicas del dormitorio se habían dormido. Me levanté, cogí una linterna del cajón de la chica que dormía a mi lado y me dirigí hacia la escalera. Si alguien me descubría en route ya tenía una excusa preparada; diría que no me sentía bien, y como había entrado muy pocas veces en la enfermería durante los trece años de estancia en St. Hilda, confiaba en que me creerían.

Me deslicé con sigilo hacia la escalera sin necesidad de la linterna. Desde que la señorita Benson se había ido a Adelaida había practicado la maniobra cada mañana, y también cada noche, con los ojos cerrados. Cuando llegué al estudio de las rectora, abrí la puerta y me deslicé en el interior, encendiendo la linterna. Me acerqué de puntillas al escritorio de la señorita Benson y abrí el cajón superior izquierdo, pero no estaba preparada para encontrarme con unas veinte llaves distintas, algunas agrupadas en anillas y otras sueltas, sin ninguna indicación. Intenté recordar el tamaño y la forma de la que la señorita Benson utilizaba para abrir el armario, pero no sirvió de nada y, con el único auxilio de la linterna, necesité hacer varios viajes entre el armario y el escritorio para localizar la que giró ciento ochenta grados.

Empujé hacia afuera el cajón superior del archivador con la mayor lentitud posible, pero las guías chirriaron escandalosamente. Paré, contuve el aliento y esperé a oír algún movimiento. Miré incluso por debajo de la puerta, para asegurarme de que no se había encendido alguna luz de repente. Una vez convencida de que no había despertado a nadie, comencé a examinar los nombres del fichero «QRS»: Roberts, Rose, Ross… Saqué mi ficha personal y deposité la abultada carpeta sobre el escritorio de la rectora. Me senté en la silla de la señorita Benson y, con la ayuda de la linterna, leí las páginas con todo cuidado. Como casi tenía quince años, y llevaba trece en St. Hilda, como mínimo, mi expediente era bastante grueso. Recordé travesuras y meadas en la cama, así como premios por mis cuadros, incluyendo un premio doble por una de mis aguamarinas, que todavía colgaba en el comedor. Pero, por más que investigué, no hallé nada sobre mí, anterior a los tres años. Me pregunté si sería una regla general, aplicada a todas las chicas que iban a vivir a St. Hilda. Eché un rápido vistazo al expediente de Jennie Ross. Con gran decepción, encontré los nombres de su padre (Ted, fallecido) y de su madre (Susan). Una nota añadida explicaba que la señora Ross tenía otros tres hijos que cuidar, y desde la muerte de su marido, producida por un infarto, no había podido salir adelante con un cuarto.

Cerré el armario, devolví la llave al escritorio de la señorita Benson, apagué la linterna y subí a toda prisa por la escalera hacia mi dormitorio. Puse la linterna en su sitio y me deslicé en la cama. Me planteé qué debía hacer a continuación.

Era como si mis padres no hubieran existido y mi vida hubiese empezado a los tres años. Como la única alternativa era haber nacido por obra del Espíritu Santo, cosa que yo no aceptaba ni de la Virgen María, mi deseo de averiguar la verdad se hizo más perentorio. Debí quedarme dormida, porque todo lo que recuerdo es que me despertó la campana del instituto al día siguiente.

Cuando me concedieron la plaza en la universidad de Melbourne, me sentí como un presidiario puesto en libertad tras una larga condena. Tuve una habitación para mí sola por primera vez, y ya no tuve que llevar uniforme…, si bien la indumentaria que me podía permitir no habría maravillado a las boutiques de Melbourne. Recuerdo que trabajaba más horas que en el instituto, pues estaba convencida de que si no aprobaba el primer curso, pasaría el resto de mi vida en St. Hilda.

En el segundo años me especialicé en Historia del Arte e Inglés, y continué pintando por pura diversión, pero ignoraba qué carrera me gustaría seguir después de la universidad. Mi profesor sugirió que me dedicara a la enseñanza, pero eso me pareció una prolongación de St. Hilda, y que podía acabar como la señorita Benson.

No tuve muchos novios antes de ir a la universidad. Hasta los quince años pensé que los bebés eran frutos de besar a un hombre, y siempre tenía miedo de quedarme embarazada, sobre todo después de mi experiencia de hacerme mayor sin amigos. Mi primer novio de verdad fue Mel Nicholls, capitán del equipo de fútbol de la universidad. Cuando consiguió, por fin, llevarme a la cama, me dijo que yo era la única chica de su vida y, lo más importante, la primera. Después de hacer el amor, empezó a interesarse en lo único que yo llevaba puesto.

– Nunca había visto nada igual -dijo, cogiendo la cruz entre sus dedos.

– Y van dos primeras veces -me burlé.

– No del todo -rió-, porque he visto una parecida.

– ¿Qué quieres decir?

– Es una medalla. Mi padre ganó tres o cuatro, pero ninguna estaba hecha de plata.

Cuando pienso en ello, considero que por esta información valió la pena perder la virginidad.

En la biblioteca de la universidad de Melbourne hay una extensa selección de libros que tratan de la Primera Guerra Mundial, abarcando además Gallípoli y la campaña del Extremo Oriente, pero sin dar mucha importancia al día D y a El Alamein. Sin embargo, encajado entre las páginas dedicadas a las hazañas realizadas por los soldados de infantería australianos, hay un capítulo sobre las gestas de los británicos, completado con varias láminas en colores.

Descubrí que había VCs, DSOs, DSCs, CBEs, OBEs… Las variaciones parecían interminables, hasta que en la página cuatrocientas nueve encontré lo que estaba buscando: la Cruz Militar, una cinta de seda blanca, con franjas horizontales de color púrpura y una medalla forjada en plata, con la corona imperial en cada uno de los cuatro brazos. Era concedida a los oficiales de graduación inferior a mayor «por valor sobresaliente en el combate». Empecé a preguntarme si mi padre era un héroe de guerra y había muerto en plena juventud a consecuencia de terribles heridas. Al menos, la explicación de sus constantes gritos residiría en los sufrimientos que padecía.

Mi siguiente labor detectivesca consistió en visitar una tienda de antigüedades de Melbourne. El hombre que atendía el mostrador estudió la medalla y me ofreció por ella cinco libras. No me molesté en explicarle por qué no me habría desprendido del objeto ni por quinientas libras; al menos, me informó que el único comerciante de Australia especializado en medallas auténticas era el señor Clive Jennings, al que localizaría en la calle Mafeking, número 47, de Sydney.

En aquel tiempo pensaba que Sydney estaba al otro lado del mundo, y mi escasa subvención me impedía realizar tal viaje. Tuve que armarme de paciencia y esperar al trimestre de verano, cuando solicité ser la anotadora del equipo universitario de cricket. Me rechazaron por razón de mi sexo. Las mujeres no podían aspirar a comprender por completo la mecánica del juego, me explicó un chico que solía sentarse detrás de mí para copiar mis apuntes. No me quedó otra alternativa que pasar horas practicando como una loca, hasta que fui seleccionada para el segundo equipo femenino de tenis. No lo consideré un gran éxito, pero había un encuentro en el calendario que me interesaba: Sydney (A).

La mañana que llegamos a Sydney me encaminé directamente a la calle Mafeking y me quedé sorprendida al ver la cantidad de jóvenes uniformados. El señor Jennings en persona examinó la medalla con mucho más interés que el comerciante de Melbourne.

– Es una MC en miniatura, en efecto -me dijo, mirando el objeto con una lupa-. Se lleva en los uniformes de gala. Estas tres iniciales grabadas bajo el borde de un brazo, apenas discernibles a simple vista, nos darán una pista de la persona que mereció la condecoración.

Miré por la lupa del señor Jennings algo que nunca había visto hasta entonces, pero distinguí claramente las iniciales «G. F. T.».

– ¿Hay alguna forma de averiguar quién es G. G. T.? -pregunté esperanzada.

– Oh, sí -contestó el señor Jennings. Sacó un libro encuadernado en piel de una estantería situada detrás de él y pasó las páginas hasta encontrar un Godfrey St. Thomas y un George Víctor Taylor, pero no localizó a nadie con las iniciales G. F. T. -. Lo siento, pero no puedo ayudarla. Esta medalla en particular no ha sido concedida a ningún australiano; si no, estaría catalogada aquí. -Palmeó el volumen-. Tendrá que escribir a Londres, al ministerio de la Guerra, si desea más información. Tienen los expedientes de todos los miembros de las fuerzas armadas que han recibido alguna condecoración por su valor.

Le di las gracias por su ayuda, pero no antes de que me ofreciera diez libras por la medalla. Sonreí y fui a reunirme con el equipo de tenis, para preparar el partido contra la universidad. Perdí por 6-0 y 6-1, incapaz de concentrarme en nada. Aquella temporada no fui seleccionada para el equipo de tenis.

Al día siguiente, atendiendo al consejo del señor Jennings, escribí al ministerio de Guerra. La respuesta tardó en llegar varios meses, cosa que no me sorprendió, porque en 1944 todo el mundo tenía otras cosas en qué pensar. Sin embargo, recibí por fin un sobre de color amarillo, informándome de que el propietario de la medalla podía ser, o bien Graham Frank Turnbull, del regimiento del duque de Wellington, o Guy Francis Trentham, de los Fusileros Reales. ¿Cuál era, pues, mi apellido auténtico, Turnbull o Trentham?

Aquel mismo día escribí a la oficina del alto comisario británico en Canberra, solicitando las direcciones a las que podía dirigirme para recabar información sobre los dos regimientos mencionados en la carta. Recibí la respuesta un par de semanas más tarde. A tenor de los nuevos datos envié dos cartas más a Inglaterra, una a Halifax y la otra a Hounslow, en Middlesex. Después, me resigné a otra larga espera. Cuando ya has empleado quince años de tu vida en tratar de descubrir tu verdadera identidad, unos cuantos meses más no parecen tan importantes. En cualquier caso, ahora que había empezado mi último curso, tenía muchísimo trabajo por hacer.

El regimiento del duque de Wellington fue el primero en responder, informándome de que el teniente Graham Frank Turbull había muerto en Passchendaele el 6 de noviembre de 1917. Como yo sabía que había nacido en 1924, descarté al teniente Turnbull. Recé por Guy Francis Trentham.

Varias semanas después recibí la respuesta de los Fusileros Reales, informándome de que el capitán Guy Francis Trentham había sido condecorado el 18 de julio de 1918, tras la segunda batalla del Marne. Obtendría más detalles en la biblioteca del museo del Regimiento, en Hounslow, pero tenía que hacerlo en persona, pues carecían de autorización para revelar información por correo de los miembros del regimiento.

Inicié otra línea de investigación, con resultados nulos. Pasé toda una mañana buscando el apellido Trentham en los registros de nacimiento de Melbourne, cuya oficina se encontraba en la calle Queen. No había ningún Trentham, aunque sí varios Ross, pero ninguno concordaba con mi fecha de nacimiento. Empecé a darme cuenta de que alguien se había tomado mucho trabajo para borrar las huellas de mi origen. Pero ¿por qué?

De pronto, mi único propósito en la vida consistió en ir a Inglaterra, a pesar de que no tenía dinero y la guerra acababa de terminar. Examiné todos los cursos de graduado y pregraduado que se ofrecían; mi tutor consideró que sólo valía la pena solicitar una beca para la escuela de arte Slade, que concedía tres plazas cada año a los estudiantes que residieran en cualquier país de la Commonwealth. Empecé a ser consciente de horas que ni siquiera sabía que existían. Por fin, me adjudicaron una plaza en una lista de seis, a falta de una entrevista final en Canberra.

Pensé que la entrevista había ido bien, Los examinadores me dijeron que mi trabajo teórico sobre Historia del Arte era muy meritorio, si bien mi trabajo práctico no alcanzaba el mismo nivel.

El sobre de Slade llegó un mes después. Lo abrí con nerviosismo y extraje una carta que empezaba:


«Querida señorita Ross:

Lamentamos comunicarle…»


La única recompensa a tantos esfuerzos fue superar los exámenes finales con matrícula de honor, pero no me había acercado ni un centímetro más a Inglaterra.

Desesperada, telefoneé al alto comisariado británico y me pusieron con el agregado de trabajo. Una dama me informó que, dadas mis calificaciones, podía aspirar a varios puestos de enseñante. Añadió que debería firmar un contrato por tres años y responsabilizarme de los preparativos para el viaje… Una frase exquisita, pues si no podía pagarme el viaje a Sydney, mucho menos al Reino Unido. En cualquier caso, pensé que sólo necesitaría pasar un mes en Inglaterra para encontrar la pista de Guy Francis Trentham.

La segunda vez que llamé, la misma dama informó de que los únicos trabajos disponibles se conocían como «traficantes de esclavos». Eran empleos en hoteles, hospitales u hogares de ancianos. No se recibía, prácticamente, paga alguna, a cambio de pasaje de ida y vuelta. Como aún no me había decantado por ninguna carrera en particular y me daba cuenta de que ésta era mi única oportunidad de trasladarme a Inglaterra y localizar algún pariente, llamé al departamento del agregado de trabajo y firmé el contrato. Casi todos mis amigos de la universidad abrigaron la convicción de que yo padecía una aberración mental temporal, pero ignoraban el auténtico propósito de mi viaje a Inglaterra.

El barco en el que zarpamos hacia Southempton no debía diferenciarse mucho de las cáscaras de nuez en que llegaron los primeros inmigrantes, ciento setenta años antes. Nos alojaron a tres «tratantes de esclavos» en un camarote no mayor que mi habitación del campus universitario, y si el barco escoraba más de diez grados todos terminábamos en el suelo. A los tres nos habían destinado al hotel Ayres de Earl's Court, y nos aseguraron que se hallaba en el centro de Londres. Yo no tenía ni idea de lo que nos esperaba allí. Tras seis semanas de viaje, fuimos recibidos en el muelle por una destartalada camioneta del ejército que nos llevó a Londres y nos depositó ante los peldaños del hotel Ayres.

La dueña nos acomodó a las tres en la misma habitación. Me sorprendió descubrir que era tan pequeña como el camarote que habíamos padecido en el barco. Al menos, esta vez no te caías de la cama cuando menos lo esperabas.

Pasaron dos semanas antes de que me concedieran un auténtico descanso, y me lo pasé en la oficina de correos de Kensington, consultado el listín telefónico de Londres. No había ningún Trentham.

– Puede que no conste en el listín -me explicó la empleada-. Eso quiere decir que no cogerán su llamada.

– O que en Londres no vive ningún Trentham -contesté. Acepté que el museo del regimiento era mi última oportunidad.

Pensaba que había trabajado duro en la universidad de Melbourne, pero las horas que nos obligaban a bregar en el Ayres habrían derrumbado a cualquier soldado. Por mi parte, no pensaba admitirlo ni por un momento, sobre todo cuando mis dos compañeras de cuarto tiraron la toalla al cabo de un mes, telegrafiaron a sus padres en Sydney pidiendo dinero y regresaron a Australia en el primer barco disponible. Al menos, tuve una habitación para mí sola durante unos días. Para ser sincera, me habría gustado hacer las maletas y volverme con ellas, pero no tenía a nadie en Australia a quien poder telegrafiar pidiendo dinero.

El primer día libre completo que no me sentí completamente agotada me marché en tren a Hounslow, en Middlesex. Al salir de la estación, el revisor me indicó la dirección del cuartel y museo de los Fusileros Reales. Después de caminar un par de kilómetros llegué al edificio que estaba buscando. A excepción de un recepcionista, parecía deshabitado.

Llevaba un uniforme kaki, con tres galones en cada brazo. Dormitaba tras el mostrador. Me acerqué y fingí que no quería despertarle.

– ¿Puedo ayudarla, señorita?

– Eso espero.

– ¿Australiana?

– ¿Tanto se nota?

– Luché con sus chicos en África del Norte. Unos soldados magníficos, se lo aseguro. ¿En qué puedo ayudarla, señorita?

– Les escribí desde Melbourne -dije, sacando una copia de la carta-. Sobre el dueño de esta medalla. -Pasé la cadena por encima de la cabeza y le tendí la medalla-. Se llamaba Guy Francis Trentham.

– Una MC en miniatura -dijo el sargento sin vacilar, sosteniendo la medalla en la mano-. ¿Ha dicho Guy Francis Trentham?

– Exacto.

– Bien. Le buscaremos en el libro mayor. 1914-1918, ¿verdad?

Asentí con la cabeza.

Se acercó a una maciza estantería que casi cedía bajo el peso de gruesos volúmenes y sacó un enorme libro encuadernado en piel. Lo dejó sobre el mostrador con un golpe sordo, lanzando polvo en todas direcciones. En la cubierta, impresas en oro, se leían las palabras: «Reales Fusileros, Condecoraciones, 1914-1918».

– Echemos un vistazo, pues -dijo, pasando las páginas. Espero impaciente-. Aquí está nuestro hombre -anunció en tono triunfal-. Guy Francis Trentham, capitán. -Dio la vuelta al libro para que yo viera el epígrafe.

La citación del capitán Trentham ocupaba veintidós líneas. Le pregunté si podía copiarlo todo.

– Por supuesto, señorita. Considérese como en su casa. Me dio una hoja grande de papel rayado y un lápiz despuntado del ejército. Empecé a escribir:


La mañana del 18 de julio de 1918, el capitán Guy Trentham, del Tercer Batallón de los Fusileros Reales, condujo a una compañía de hombres desde las trincheras aliadas a las líneas enemigas, matando a varios soldados alemanes antes de alcanzar sus trincheras, donde eliminó a una unidad enemiga por sí solo. El capitán Trentham siguió en persecución de otros tres soldados alemanes y, pese a quedarse sin municiones, logró matar a dos de ellos antes de atrapar a un capitán en el bosque cercano.

La misma noche, a pesar de estar rodeado de enemigos, rescató a dos hombres de su compañía, el soldado T. Prescott y el cabo C. Trumper, que se habían extraviado del campo de batalla y buscado refugio en una iglesia próxima. Cuando cayó la noche, les condujo de vuelta por terreno descubierto, mientras el enemigo disparaba intermitentemente en su dirección.

Una bala perdida disparada desde el bando alemán mató al soldado Prescott antes de que lograra llegar a nuestras trincheras. El cabo Trumper sobrevivió, a pesar del intenso fuego procedente de las líneas enemigas.

Por este acto de heroísmo frente al enemigo, el capitán Trentham fue recompensado con la MC.


Escribí palabra por palabra la citación, cerré el pesado libro y lo devolví al sargento.

– Trentham -dijo él-. Si no recuerdo mal, señorita, hay una foto de él colgada de la pared.

El sargento cogió sus muletas, salió de detrás del mostrador y cojeó lentamente hacia el extremo más alejado del museo. No me di cuenta hasta aquel momento de que el pobre hombre sólo tenía una pierna.

– Por aquí, señorita -dijo-. Sígame.

Las palmas de mis manos se cubrieron de sudor y me sentí un poco mareada al pensar que iba a ver por fin el rostro de mi padre. ¿Nos pareceríamos en algo?

El sargento dejó atrás las VCs y llegamos a la fila de MCs. Eran fotografías antiguas, en color sepia, mal enmarcadas. Las recorrió con el dedo: Stevens, Thomas, Tubbs.

– Qué raro. Juraría que la foto estaba aquí. Bien, que me cuelguen. Debió perderse cuando nos trasladamos desde la Torre.

– ¿Podría estar su foto en otra parte?

– No sin que yo lo supiera, señorita. Tendría que habérmelo imaginado, pero juraría que había visto su foto en el museo cuando estaba en la Torre. Bien, que me cuelguen -repitió.

Le pregunté si podía proporcionarme más detalles sobre el capitán Trentham y si sabía lo que había sido de él después de 1918. Volvió al mostrador y buscó su nombre en la guía del regimiento.

– Entró en el servicio activo en 1915, ascendido a teniente primero en 1916, capitán en 1917, India 1920-1922, abandonó el ejército en 1922. No se sabe nada de él desde entonces, señorita.

– ¿Podría seguir vivo, pues?

– Desde luego, señorita. Tendría unos cincuenta años, cincuenta y cinco, como máximo.

Le di las gracias y me marché a toda prisa, consciente de que había pasado mucho tiempo en el museo y temerosa de perder el tren de vuelta a Londres. Mi turno empezaba a las cinco.

Me senté en el tren y contemplé por la ventanilla la campiña inglesa. Me complació pensar que mi padre había sido un héroe de la Primera Guerra Mundial, pero no conseguía adivinar por qué la señorita Benson se negaba a contarme nada sobre él. ¿Por qué había ido a Australia? ¿Se había cambiado el apellido por el de Ross? Presentí que debería volver a Melbourne para averiguar qué le había ocurrido exactamente a Guy Francis Trentham. De haber tenido dinero para pagarme el pasaje, habría partido aquella misma noche, pero acepté la realidad de que debería trabajar otros nueve meses en el hotel antes de que me adelantaran el dinero necesario para pagarme el billete de vuelta a casa. Resolví cumplir mi sentencia.

En 1947, Londres era una ciudad excitante para una chica de veintitrés años y, pese al duro trabajo, había muchas compensaciones. Siempre que tenía tiempo libre visitaba una galería de arte, un museo, o iba al cine con una chica del hotel. En un par de ocasiones fui a bailar al Hammersmith Palais con un grupo de amigas. Una noche, cuando mi contrato con el Ayres estaba a punto de expirar, recuerdo que un tipo de la RAF bastante atractivo me preguntó si quería bailar con él. A los pocos momentos de empezar intentó besarme. Cuando le aparté se enardeció aún más, y tan sólo una fuerte patada en el tobillo, seguida de una breve carrerilla por la pista de baile, hizo posible que me escapara. Minutos después me encontré en la acera, y me dirigí de vuelta al hotel.

Paseé por Chelsea en dirección a Earl's Court y me detuve de vez en cuando a admirar los artículos inasequibles que se exhibían en todos los escaparates. Me fijé especialmente en un chal largo de seda azul que cubría los hombros de un elegante y esbelto maniquí. Dejé de mirar tiendas un momento y reparé en el letrero situado sobre la puerta: «Trumper's». El nombre me sonó familiar, pero no supe por qué. Regresé sin prisas hacia el hotel, pero el único Trumper que recordaba era el legendario jugador australiano de cricket, muerto antes de que yo naciera. Después, en plena noche, me acordé. Trumper, C., era el cabo mencionado en la citación de mi padre. Repasé enseguida las palabras que había copiado durante mi visita al museo de los Fusileros Reales.

Era la primera vez que me topaba con aquel apellido desde mi llegada a Inglaterra, y me pregunté si el propietario de la tienda estaría relacionado de alguna forma con el cabo, y podría ayudarme a encontrarle. Decidí volver al museo de Hounslow al día siguiente y ver si mi amigo cojo podía prestarme de nuevo su concurso.

– Me alegro de volver a verla, señorita -dijo, cuando me acerqué al mostrador. Me conmovió que se acordara de mí-, ¿Busca más información?

– Exacto. El cabo Trumper, ¿no es él…?

– Charlie Trumper, el comerciante honrado. Desde luego, señorita, pero ahora es sir Charles y dueño del mayor grupo de tiendas de Chelsea Terrace.

– Eso pensé.

– Iba a decírselo el día anterior, pero se marchó antes de que pudiera hacerlo, señorita. -Sonrió -, Se podría haber ahorrado un viaje en tren y seis meses de su tiempo.

La noche siguiente, en lugar de ir a ver a Greta Garbo al cine Gate de Notting Hill Gate, me senté en un banco en la acera opuesta a Chelsea Terrace y me dediqué a contemplar una fila de escaparates. Por lo visto, sir Charles era el dueño de casi todas las tiendas de la calle. Me pregunté por qué habría permitido que un solar tan grande continuara ocupando el centro de la manzana.

Mi siguiente problema era encontrar la forma de verle. Lo único que se me ocurrió fue que tal vez podía llevar la medalla al número 1 para que la tasaran… y después, rezar.

La semana siguiente me tocó el turno de día en el hotel, así que no pude volver al número 1 de Chelsea Terrace hasta el otro lunes por la tarde. Enseñé mi medalla a la dependienta y pregunté si podía tasarla. Ella la examinó, y después llamó a otra persona. Un hombre alto, de aspecto diligente, pasó cierto tiempo estudiando la pieza antes de darme su opinión.

– Una MC en miniatura, a veces conocida como MC de gala porque se lleva en determinadas celebraciones del regimiento, como reuniones o cenas. Su valor aproximado es de diez libras. -Vaciló un momento-. De todos modos, Spink's en la calle King número 5, SW1, la asesorará más detalladamente, si usted lo solicita.

– Gracias -dije, sin averiguar nada nuevo e incapaz de pensar en cómo formular una pregunta directa sobre el historial bélico de sir Charles.

– ¿Puedo ayudarla en algo más? -preguntó el hombre, al verla inmóvil en su sitio.

– ¿Cómo puedo entrar a trabajar aquí? -pregunté de sopetón, sintiéndome bastante estúpida.

– Presente una solicitud por escrito, adjuntando su curriculum y experiencia. Nos pondremos en contacto con usted dentro de unos días.

– Gracias -respondí, y me fui sin decir nada más.

Aquella noche redacté una larga carta, especificando mi curriculum. Me pareció un poco endeble cuando repasé lo escrito.

A la mañana siguiente reescribí la carta en el mejor papel del hotel; puse en el sobre «Solicitudes de trabajo» (pues ignoraba a qué nombre enviarlo, a excepción de «Trumper's»), Chelsea Terrace, número 1, Londres, SW7.

La tarde siguiente entregué la misiva en mano a una empleada de la sala de subastas, sin la menor esperanza de recibir contestación. En cualquier caso, no estaba muy segura de qué iba a hacer si me ofrecían un empleo, pues pensaba regresar a Melbourne dentro de escasas semanas, y no se me ocurría cómo me ayudaría a entrevistarme con sir Charles trabajar en «Trumper's».

Diez días después recibí una carta del jefe de personal, indicando que deseaban entrevistarme. Gasté cuatro libras y quince chelines de mi salario, ganado a costa de penosos esfuerzos, en un vestido nuevo que apenas podía permitirme, y llegué a la cita con una hora de antelación. Tuve que dar varias vueltas a la manzana. Durante aquella hora descubrí que sir Charles vendía todo lo que un ser humano podía desear, siempre que tuviera el dinero necesario para pagarlo.

La hora terminó por fin, entré y me presenté ante el mostrador principal. Me acompañaron hasta un despacho de la última planta. La señora que me entrevistó dijo no entender qué hacía yo trabajando de criada en un hotel, teniendo en cuenta mi curriculum, y yo le expliqué que trabajar en un hotel era lo único que podían hacer las personas que no tenían dinero para pagarse el billete de vuelta.

Ella sonrió y me advirtió que, si quería trabajar en el número 1, debería empezar en el mostrador principal. Si demostraba aptitudes no tardarían en ascenderme.

– Yo empecé en el mostrador principal de «Sotheby's» -explicó.

Estuve a punto de preguntarle cuánto había durado.

– Me encantaría trabajar en «Trumper's» -respondí-, pero me temo que aún he de cumplir dos meses de contrato para marcharme del hotel Ayres.

– En ese caso, nos veremos obligados a esperarla -replicó sin vacilar la mujer-. Empezará el 1 de setiembre en el mostrador principal, señorita Ross. Le comunicaré el acuerdo por escrito la semana que viene.

Su oferta me entusiasmó hasta tal punto que olvidé el motivo de haber solicitado el trabajo por completo, hasta que mi entrevistadora me envió la carta prometida y conseguí descifrar la firma de la señora que había garrapateado su nombre al final de la página.

Capítulo 40

Cathy trabajó en el mostrador principal de la sala de subastas «Trumper's» durante once días justos, hasta que Simón Matthews le pidió que le ayudara a preparar el catálogo de la subasta italiana. Fue el primero en observar, como primera línea defensiva de la sala de subastas, cómo se manejaba la joven con la miríada de problemas que le caían constantemente encima, sin solicitar jamás una segunda opinión. Trabajó en «Trumper's» con tanto ardor como en el hotel Ayres, pero con una diferencia: ahora, acudía al trabajo con ilusión y entrega.

Cathy, por primera vez en su vida, se sintió parte de una familia, porque Rebecca Trumper siempre trataba a los empleados con cordialidad y dulzura, de igual a igual. Su sueldo era muchísimo más generoso que el salario mínimo recibido de su anterior patrón, y la habitación que le asignaron sobre las carnicería del número 135 era palaciega en comparación con el cubículo situado en la parte trasera del hotel.

Averiguar más cosas sobre su padre perdió importancia en cuanto empezó a demostrar que se merecía su puesto en Chelsea Terrace, 1. Lo primero que hizo Cathy para preparar el catálogo de la subasta italiana fue estudiar la historia de los cincuenta y nueve cuadros que iban a participar. A este fin, se desplazó de biblioteca en biblioteca y telefoneó a todas las galerías para rastrear sus orígenes. Al final, sólo un cuadro se le resistió, el de la Virgen María y el Niño, carente de firma o antecedentes históricos, aparte de que procedía de la colección particular de sir Charles Trumper y era propiedad ahora de una tal señora Kitty Bennett. Cathy preguntó a Becky si podía ayudarla, y descubrió que su patrona sospechaba que pertenecía a la escuela de Bronzino.

Simón, que iba a dirigir la subasta, sugirió que examinara los volúmenes de recortes de periódicos.

– Casi todo lo que necesitas saber sobre los Trumper está ahí. Cathy salió al instante del mostrador principal y preguntó dónde guardaban los archivos.

– Los archivos están en la cuarta planta, en esa pequeña habitación que hay al final del pasillo -le dijeron.

Cuando encontró el cuarto que albergaba los ficheros tuvo que eliminar una capa de polvo y una telaraña, a fin de echar un vistazo a los anuarios. Se sentó en el suelo, las piernas dobladas bajo el cuerpo, y siguió pasando las páginas, cada vez más absorta en la ascensión de Charles Trumper desde los días en que tenía un carretón en Whitechapel hasta los planes de «Trumper's» para Chelsea. Aunque las referencias periodísticas de los primeros años eran bastante breves, un pequeño artículo en el Evening Standard llamó la atención de Cathy. El paso del tiempo había teñido de amarillo la hoja, y en la esquina superior derecha, apenas discernible, se leía la fecha: 8 de septiembre de 1922.


Un hombre alto de casi treinta años, sin afeitar y vestido con un viejo gabán del ejército, irrumpió en el hogar del señor Charles Trumper, sito en Gilston Road, 11, Chelsea, ayer por la mañana. Aunque el intruso escapó sin nada, la señora Trumper, embarazada de siete meses de su segundo hijo, se desmayó a causa del sobresalto, siendo conducida al hospital de San Guido por su marido.

Nada más llegar se llevó a cabo una operación de emergencia, a cargo del señor Armitage, cirujano jefe, pero el niño nació muerto. Se espera que la señora Trumper permanezca en observación durante varios días.

La policía desearía entrevistarse con cualquier persona que se encontrara en las inmediaciones en aquel momento.


Los ojos de Cathy se desviaron hacia el segundo recorte, fechado nueve semanas más tarde.


La policía ha encontrado un gabán del ejército abandonado, que tal vez pertenezca al hombre que irrumpió en Gilston Road, 11, Chelsea, domicilio de los señores Trumper, la mañana de 7 de septiembre. Se sabe que el propietario del gabán es un antiguo capitán de los Fusileros Reales llamado Trentham, que sirvió con el regimiento en la India hasta hace poco, pero que, al parecer, se halla actualmente en Australia.


Cathy releyó los recortes una y otra vez. ¿Era en realidad la hija de un hombre que había intentado robar a sir Charles Trumper y era responsable de la muerte de su segundo hijo? ¿Dónde encajaba el cuadro? ¿Cómo había llegado a manos de la señora Bennet? Y, lo más importante, ¿por qué se había tomado tanto interés lady Trumper en un óleo insignificante de un artista desconocido? Incapaz de responder a estas preguntas, Cathy cerró el libro de recortes y lo puso en su sitio. Tenía ganas de bajar y formularle todas sus preguntas, una por una, a lady Trumper, pero sabía que no era posible.

Cuando el catálogo estuvo terminado y llevaba vendiéndose una semana, lady Trumper quiso ver a Cathy en su despacho. Cathy confió en no haber cometido ningún error garrafal. Tal vez alguien había descubierto la autoría auténtica de la Virgen María y el Niño, que no constaba en el catálogo.

– Te felicito -dijo Becky, en cuanto Cathy entró en su despacho.

– Gracias -contestó la joven, sin saber a qué atenerse. -Tu catálogo ha sido un éxito y hemos tenido que reimprimirlo.

– Sólo lamento no haber averiguado más datos sobre el cuadro de su marido -dijo Cathy, más tranquila. Aún confiaba en que su patrona le revelaría cómo había llegado el cuadro a manos de sir Charles, arrojando de paso alguna luz sobre la relación entre los Trumper y el capitán Trentham.

– No me sorprende -respondió Becky, sin dar más explicaciones.

«Encontré un artículo en los archivos que hacía mención de un tal capitán Trentham, y me pregunté…», quiso decir Cathy, pero guardó silencio.

– ¿Te gustaría hacer de observadora durante la subasta de la semana que viene? -preguntó Becky.


Simón Matthews acusó a Becky el día de la subasta italiana de estar «llena de energías», aunque no había probado bocado.

La subasta dio comienzo. Todos los cuadros superaron el precio mínimo adjudicado, y Cathy sintió una gran alegría cuando La basílica de San Marcos, de Canaletto, batió todos los récords anteriores del pintor.

Cuando el pequeño óleo de sir Charles reemplazó al Canaletto, experimentó cierta inquietud. Tal vez se debía a la forma de iluminar el lienzo, pero ahora no cabía duda de que se trataba también de una obra maestra. Su pensamiento instantáneo fue que, de haber tenido quinientas libras, habría pujado por él.

El clamor que se elevó después de retirar el cuadro aumentó el nerviosismo de Cathy. Pensó que el acusador tal vez estaba en lo cierto cuando afirmó que la pintura era de Bronzino. Nunca había visto un ejemplo mejor de sus clásicos halos bañados por el sol. Lady Trumper y Simón no echaron las culpas a Cathy, y continuaron asegurando a todo el mundo que la galería conocía la obra desde hacía varios años.

Cuando terminó la subasta, Cathy examinó las etiquetas para comprobar que estuvieran en su correcto orden y, sobre todo, para que no cupieran dudas sobre quién había comprado cada artículo. Simón estaba informando al dueño de una galería, cuyos cuadros no habían alcanzado el precio mínimo y deberían venderse de forma privada. Se quedó helada cuando oyó que lady Trumper le decía a Simón, después de que el marchante se fuera:

– Otra vez esa maldita Trentham con sus trucos. ¿La viste en la parte de atrás?

Simón asintió, pero no hizo ningún comentario.

Una semana después de que el obispo de Reims emitiera su veredicto, Simón invitó a Cathy a cenar en su piso de Pimlico.

– Una pequeña celebración -añadió, explicando que había invitado a todos los implicados en la subasta italiana.

Cathy llegó aquella noche y encontró a varios miembros del departamento de Maestros Clásicos disfrutando ya de una copa de vino. Cuando se sentaron a cenar, sólo faltaba Rebecca Trumper. Advirtió de nuevo la atmósfera familiar que los Trumper creaban, aun en su ausencia, y todos los invitados disfrutaron de una cena excelente, compuesta de ensalada de aguacates con bacon, seguida de pato salvaje, que Simón les había preparado. Un joven llamado Julián, que trabajaba en el departamento de libros curiosos, y ella se quedaron para ayudar a despejar la mesa cuando todos los demás se marcharon.

– Ni se os ocurra lavarlos -dijo Simón-. La mujer de la limpieza se encargará por la mañana.

– Una típica actitud machista -comentó Cathy, poniéndose a lavar los platos-. Sin embargo, debo admitir que me he quedado por otro motivo.

– ¿Y cuál es? -preguntó él, cogiendo un paño en un débil intento de ayudar a Julián a secarlos.

– ¿Quién es la señora Trentham? -preguntó Cathy de sopetón. Simón se volvió para mirarla-. Oí que Becky te mencionaba el nombre después de la subasta, y cuando aquel hombre de la chaqueta de tweed que había montado el número desapareció.

Simón tardó un poco en contestar, como si sopesara sus palabras. Se decidió después de secar los platos.

– Se remonta a mucho tiempo atrás, incluso antes de mi época. No olvides que trabajé con Becky en «Sotheby's» durante cinco años antes de que me ofreciera un empleo en «Trumper's». Para ser sincero, no estoy seguro de por qué la señora Trentham y ella se odian tanto, pero sé que el hijo de la señora Trentham y sir Charles sirvieron en el mismo regimiento durante la Primera Guerra Mundial, y que Guy Trentham tuvo algo que ver con el cuadro de la Virgen y el Niño que nos vimos obligados a retirar de la subasta. Lo único que he podido averiguar durante estos años es que el hijo se largó a Australia poco después… Esa era una de mis mejores tazas de té.

– Lo siento muchísimo -dijo Cathy-, Qué torpe soy. -Se agachó y recogió los pedazos de porcelana esparcidos sobre el suelo de la cocina-, ¿Dónde puedo encontrar una igual?

– En el departamento de porcelana de «Trumper's» -contestó Simón-, Cuestan unos dos chelines cada una. -Cathy lanzó una carcajada-. Sigue mi consejo. Recuerda que los empleados más antiguos observan una regla estricta sobre la señora Trentham -. Cathy dejó de recoger los fragmentos y le miró-. No la mencionan delante de lady Trumper si ella no saca a relucir el tema, y nunca pronuncian el apellido Trentham delante de sir Charles. Si lo hicieras, creo que te despediría en el acto.

– No correré ese riesgo -dijo Cathy-. Ni siquiera le conozco. De hecho, lo más cerca que he estado de él fue en la subasta italiana, cuando le vi en la octava fila.

– Estupendo. ¿Te gustaría acompañarme a una fiesta para celebrar la inauguración de la casa de los Trumper? Tendrá lugar el próximo jueves en su casa de Eaton Square.

– ¿Hablas en serio?

– Por supuesto. De todos modos, no creo que sir Charles aprobara que me presentara en compañía de Julián.

El joven se sonrojó.

– ¿No considerarían un poco presuntuoso que un miembro tan joven de la plantilla se presentara del brazo del jefe del departamento?

– Sir Charles, no. No sabe lo que quiere decir «presuntuoso».


Cathy se pasó muchas horas, aprovechando los descansos para comer, recorriendo las boutiques de Chelsea, hasta elegir lo que ella consideraba apropiado para la fiesta de los Trumper. Se decidió por un vestido de color girasol, con un cinturón ancho que la dependienta describió como ideal para una fiesta. Cathy temió en el último minuto que su largo, o escaso largo, fuera demasiado atrevido para una ocasión tan señalada. Sin embargo, cuando Simón la recogió, sólo hizo un comentario.

– Vas a causar sensación, te lo prometo.

Esta vehemente afirmación la tranquilizó…, al menos hasta que llegaron al último peldaño de la mansión de Eaton Square.

Cuando Simón llamó a la puerta, Cathy confió en que no se notara demasiado que nunca la habían invitado a una mansión tan bella. No obstante, sus inhibiciones se desvanecieron en cuanto el mayordomo les abrió la puerta. Se regaló la vista al instante con el espectáculo que se ofrecía a sus ojos. Mientras otros invitados vaciaban las, al parecer, interminables botellas de champagne y se atracaban de canapés, ella concentró su atención en los cuadros y empezó a subir la escalera, saboreando aquellas raras exquisiteces una a una.

Primero había un Courbet, un bodegón realizado con magníficos rojos, naranjas y verdes; después, dos palomas de Picasso, rodeadas de flores rosadas, y cuyos picos casi se tocaban; un escalón más y se encontró ante un Picasso, que plasmaba a una anciana llevando un haz de heno y en el que destacaban diferentes tonos de verde. Se quedó boquiabierta al ver el Sisley, un tramo del Sena en el que predominaban los tonos pastel.

– Ése es mi favorito -dijo una voz detrás de ella. Cathy se volvió y vio a un joven alto, de cabello revuelto, sonriéndole de una forma encantadora. Su esmoquin no le caía muy bien, su pajarita necesitaba un ajuste y se apoyaba en la balaustrada como si, sin su sostén, fuera a derrumbarse.

– Muy hermoso -admitió ella-. Cuando era más joven pintaba un poco, pero un Sisley me convenció de que debía dejarlo.

– ¿Por qué?

Cathy suspiró.

– Sisley pintó aquel cuadro cuando tenía diecisiete años y aún iba al colegio.

– Vaya, vaya -dijo el joven-. Una experta entre nosotros. -Cathy sonrió a su nuevo acompañante-, ¿Te apetece echar una ojeada a otras obras de sir Charles que se exhiben en el pasillo de arriba?

– ¿Crees que le molestará?

– Yo no diría eso. Después de todo, ¿de qué sirve ser coleccionista si no dejas que los demás admiren lo que has comprado?

Cathy, más confiada, subió otro peldaño.

– Santo Dios -exclamó -. Un Sickert de la primera época. Muy pocos se han puesto en venta.

– Es obvio que trabajas en una galería de arte.

– Trabajo en «Trumper's» -dijo Cathy con orgullo-. Chelsea Terrace, número 1. ¿Y tú?

– También trabajo para «Trumper's», más o menos -admitió.

Cathy advirtió por el rabillo del ojo que sir Charles aparecía en el descansillo… Su primer encuentro con el presidente. Al igual que Alicia, quiso desaparecer por el ojo de una cerradura, pero su acompañante se mantuvo impertérrito, como si estuviera en su casa.

Su anfitrión sonrió a Cathy y bajó la escalera.

– Hola. Soy Charlie Trumper y he oído hablar mucho de usted, jovencita. La vi en la subasta italiana, por supuesto, y Becky me dijo que había hecho un trabajo soberbio. A propósito, felicidades por el catálogo.

– Gracias, señor -contestó Cathy, sin saber qué decir, mientras el presidente continuaba disparando frases como una ametralladora, ignorando a su acompañante.

– Veo que ya ha conocido a mi hijo -indicó sir Charles, mirándola-. No se deje engañar por su falsa pedantería; es tan bribón como su padre. Enséñale el Bonnard, Daniel-. Sir Charles entró en la sala de estar.

– Ah, sí, el Bonnard. El orgullo y la alegría de papá -dijo Daniel-. No se me ocurre una manera mejor de llevar a una chica al dormitorio.

– ¿Eres Daniel Trumper?

– No, Raffles, el conocido ladrón de obras de arte -dijo Daniel, cogiendo la mano de Cathy y guiándola hasta la habitación de sus padres.

– Bien… ¿Qué te parece? -preguntó él.

– Magnífico -fue el único comentario de Cathy cuando vio el enorme desnudo de Bonnard (Michelle, su amante, secándose) que colgaba sobre la cama de matrimonio.

– Mi padre está inmensamente orgulloso de esta dama -explicó Daniel-, Como nunca deja de recordarnos, pagó sólo trescientas guineas por ella.

– Tiene un gusto excelente.

– El mejor ojo inexperto del mercado, como dice siempre mamá. Y como ha elegido cada cuadro que cuelga en esta casa, ¿quién le va a llevar la contraria?

– ¿Tu madre no ha elegido ninguno?

– Ni hablar. Mi madre es, por naturaleza, una vendedora, mientras que mi padre es un comprador, una combinación inigualable desde que Duveen y Bernstein monopolizaron el mercado artístico.

– Los dos habrían merecido dar con sus huesos en la cárcel -dijo Cathy.

– A este respecto, me parece que mi padre terminará en el mismo sitio que Duveen. -Cathy rió-. Creo que ahora deberíamos bajar y apoderarnos de un poco de comida antes de que todo desaparezca.

Cuando entraron en el comedor, Cathy observó que Daniel cambiaba de sitio dos tarjetas.

– Bien, que me cuelguen, sñorita Ross -dijo Daniel, ofreciéndole una silla, mientras los demás invitados buscaban sus lugares-. Después de tantos esfuerzos, descubro que nos han sentado juntos.

Cathy sonrió cuando se sentó a su lado, observando a otra chica que buscaba desesperadamente su tarjeta. Daniel contestó a todas sus preguntas sobre Cambridge y, a su vez, quiso saberlo todo acerca de Melbourne, una ciudad que nunca había visitado. Por fin, surgió la pregunta inevitable.

– ¿A qué se dedican tus padres?

– No lo sé -respondió Cathy sin vacilar-. Soy huérfana.

– Estamos hechos el uno para el otro -sonrió Daniel.

– ¿Por qué?

– Soy hijo de un verdulero y de la hija de un panadero de Whitechapel. ¿Una huérfana de Melbourne, has dicho? Ocupas un peldaño superior al mío en la escala social, te lo aseguro.

Cathy rió cuando Daniel rememoró las primeras ocupaciones de sus padres. A medida que avanzaba la velada, Cathy pensó que aquel hombre era el único con el que desearía hablar sobre sus orígenes inexplicados e inexplicables.

Mientras tomaban café, Cathy reparó en una chica bastante tímida que se hallaba de pie detrás de su silla. Daniel se levantó y le presentó a Marjorie Carpenter, una estudiante postgraduada de Girton. No cabía duda de que era la invitada de Daniel, y que se había quedado sorprendida, por no decir decepcionada, cuando la vio sentada junto a él durante la cena.

Los tres charlaron sobre la vida en Cambridge, hasta que Daphne Wiltshire golpeó la mesa con una cuchara y, tras conseguir atraer la atención de todos, pronunció un discurso, en apariencia improvisado, pero que, en opinión de Cathy, lo tenía cuidadosamente preparado desde hacía días. Cuando brindó, los invitados se pusieron en pie y alzaron sus copas por «Trumper's». La marquesa, a continuación, hizo obsequio a sir Charles de una réplica en plata del 147. A juzgar por la expresión de su rostro, Charlie se sintió muy complacido. Tras un discurso muy ingenioso, tampoco improvisado, sospechó Cathy, su anfitrión tomó asiento.

– Debo irme -anunció Cathy unos minutos después-. He de levantarme pronto. Encantada de conocerte, Daniel -añadió, adoptando una repentina formalidad. Se estrecharon las manos como extraños.

– Nos veremos pronto -dijo Daniel.

Cathy fue a despedirse de sus anfitriones y les agradeció la maravillosa velada. Se marchó sola, después de comprobar que Simón mantenía una animada conversación con un joven rubio que trabajaba desde hacía poco en «Alfombras y Tapices».

Volvió paseando sin prisas a Chelsea Terrace, disfrutando de la noche, y llegó a su piso de 135 pocos minutos después de la medianoche, sintiéndose un poco como Cenicienta.

Mientras se desnudaba, pensó en lo agradable que había sido la velada, sobre todo por la compañía de Daniel y el placer de ver tantas obras de sus artistas favoritos. Se preguntó si… Sus pensamientos fueron interrumpidos por el timbre del teléfono.

Como ya era muy tarde, pensó que alguien se había equivocado de número.

– Te dije que nos veríamos pronto -dijo una voz.

– Vete a la cama, bobo.

– Ya estoy en la cama. Te llamaré por la mañana.

Cathy oyó un «clic».

Daniel telefoneó de nuevo pocos minutos después de las ocho.

– Acabo de salir del baño -anunció.

– Pues debes tener el mismo aspecto que Michelle. Tal vez sería mejor que me acercara para darte una toalla.

– Ya estoy envuelta en una toalla, gracias -rió Cathy.

– Qué pena. Soy un experto en secar, pero dejando aparte esto -añadió, antes de que ella pudiera contestar-, ¿por qué no te reúnes conmigo al Trinity el sábado? Hay una fiesta en el colegio. Sólo se celebra una por trimestre, de modo que si me das calabazas no nos veremos hasta dentro de tres meses.

– En ese caso, acepto, pero sólo porque no he ido a una fiesta desde que salí del colegio.

Cathy fue en tren a Cambridge y Daniel la esperó en la estación. Aunque la mesa de autoridades del Trinity intimidaba a los invitados más seguros de sí mismos. Cathy se sintió muy cómoda, sentada entre los profesores. No obstante, se preguntó cuántos alcanzarían una edad avanzada, comiendo y bebiendo de aquella manera cada día.

– No sólo de pan vive el hombre -fue la única explicación de Daniel durante la cena de siete platos.

Cathy imaginó que la orgía había terminado cuando les invitaron a casa del director, pero se quedó de piedra cuando le ofrecieron más dulces, acompañados de una botella de Oporto que circuló interminablemente, sin vaciarse jamás. Consiguió escapar, pero no antes de que el reloj del Trinity diera la una. Daniel la acompañó a una habitación para invitados, al otro lado del patio cuadrangular, y sugirió que asistiesen a los maitines del King's por la mañana.

– Me alegro de que no me hayas recomendado asistir al desayuno -dijo Cathy. Daniel la besó en la mejilla antes de despedirse.

El pequeño cuarto de invitados que Daniel había destinado a Cathy no era mucho más grande que su piso del 135, pero se quedó dormida en cuanto apoyó la cabeza sobre la almohada, despertándose cuando repicaron unas campanas. Supuso que provenían de la capilla del Colegio Real.

Daniel y Cathy llegaron a la capilla momentos antes de que el coro desfilara por la nave. El cántico resultaba mucho más emotivo que en el disco de Cathy, pues sólo la foto del coro en la solapa daba una leve idea de cómo sería la experiencia.

Después de la bendición, Daniel sugirió que pasearan por los jardines para desembarazarse de las últimas legañas. Cogió la mano de Cathy y no la soltó hasta que volvieron una hora después al Trinity para tomar un modesto almuerzo.

Por la tarde la llevó al museo Fitzwilliam, donde Cathy se quedó fascinada al ver el Saturno devorando a sus hijos de Goya.

– Es un poco como la mesa de autoridades del Trinity -fue el único comentario de Daniel. Después se acercaron al Queen's College, donde asistieron a un recital de fugas de Bach, interpretado por un cuarteto de cuerda formado por estudiantes. Cuando salieron, ya habían encendido las luces de gas que flanqueaban la calle Queen.

– Más cenas no, por favor -se burló Cathy, mientras paseaban por el puente de las Matemáticas.

Daniel rió y, tras recoger su maleta, la condujo de regreso a Londres en su pequeño MG.

– Gracias por este fin de semana memorable -dijo Cathy, cuando se detuvieron frente al 135 -. De hecho, «memorable» no es la palabra adecuada para describir estos dos últimos días.

Daniel le dio un breve beso en la mejilla.

– Repitámoslo el próximo fin de semana -sugirió él.

– Si hablabas en serio cuando dijiste que te gustaban las mujeres delgadas, ni hablar.

– Muy bien, probémoslo de nuevo sin la comida; tal vez incluiremos una partida de tenis esta vez. Quizá sea la única forma de descubrir el nivel del segundo equipo femenino de la universidad de Melbourne.

Cathy lanzó una carcajada.

– ¿Le darás las gracias a tu madre por la maravillosa fiesta del jueves pasado? Ha sido una semana en verdad memorable.

– Lo haré, pero es muy probable que la veas antes de que yo tenga la oportunidad de transmitirle tu mensaje.

– ¿No vas a quedarte esta noche en casa de tus padres?

– No, debo volver a Cambridge… Tengo que dar una clase a las nueve de la mañana.

– Si me lo hubieras dicho, habría cogido el tren.

– Y yo me habría privado de dos horas de tu compañía -replicó Daniel, despidiéndose con un ademán.

Capítulo 41

La primera vez que durmieron juntos, en su incómoda cama individual, Cathy supo que quería pasar el resto de su vida con Daniel. Deseó únicamente que no fuera el hijo de sir Charles Trumper.

Le rogó que no hablara a sus padres de la relación que les unía. Estaba decidida a demostrar su valía en «Trumper's», explicó, y no quería recibir favores porque salía con el hijo del jefe.

Sin embargo, después de la subasta de plata, su descubrimiento sobre el hombre de la corbata amarilla y su informe bajo mano al periodista del Telegraph, no le importó tanto que los Trumper se enteraran de la situación.

El lunes posterior a la subasta de plata, Becky invitó a Cathy a integrarse en la junta directiva de la sala de subastas, formada hasta entonces por Simón, Peter Fellowes, responsable de investigaciones, y la propia Becky.

Becky también pidió a la joven que preparase el catálogo para la subasta de impresionistas que se celebraría en otoño y asumiera otras responsabilidades, incluyendo la supervisión del mostrador principal.

– Paso siguiente, directora de la empresa -comentó Simón.

Telefoneó a Daniel aquella mañana para darle la noticia.

– ¿Significa eso que podemos dejar de engañar a mis padres?

Cuando Charlie telefoneó a Daniel al día siguiente para anunciarle que su madre y él querían ir a Cambridge, para hablar de algo importante, Daniel les invitó a tomar el té en sus aposentos el domingo, advirtiéndoles de que él también tenía algo «importante» que comunicarles.

Daniel y Cathy hablaron por teléfono cada día de aquella semana, y ella empezó a preguntarse si no sería mejor avisar a los padres de Daniel de que acudiría también a tomar el té. Daniel no quiso ni oírla, afirmando que no tenía muchas ocasiones de ganarle la delantera a su padre, y no tenía la menor intención de perderse la satisfacción de ver la sorpresa reflejada en sus rostros.

– Y te contaré otro secreto -añadió Daniel-. He solicitado el puesto de profesor de matemáticas en el King's College, en Londres.

– Vas a hacer un gran sacrificio, doctor Trumper, pues cuando vivas en Londres no pienso alimentarte como lo hacen en el Trinity.

– Excelente noticia. Eso significará menos visitas al sastre.

La reunión que tuvo lugar en los aposentos de Daniel fue maravillosa, en opinión de Cathy, aunque Becky pareció un poco nerviosa al principio, y se mostró muy agitada después de la misteriosa llamada telefónica de un tal señor Harrison.

La alegría de sir Charles al saber que Daniel y ella pensaban casarse durante las vacaciones de Pascua fue auténtica, y Becky manifestó su entusiasmo ante la idea de tener como nuera a Cathy. Charlie se olvidó de Cathy cuando cambió de tema bruscamente y preguntó quién había pintado la acuarela que colgaba sobre el escritorio de Daniel.

– Cathy -dijo Daniel-, Por fin un artista en la familia.

– ¿Pintas así de bien, jovencita? -preguntó Charlie, incrédulo.

– Claro que sí -insistió Daniel mirando la acuarela-. Mi regalo de compromiso. Además, es el único original que Cathy ha pintado desde que llegó a Inglaterra, de modo que no tiene precio.

– ¿Pintarás uno para mí? -preguntó Charlie, tras estudiar la pequeña acuarela con más atención.

– Me encantaría -contestó Cathy-, pero ¿dónde lo va a colgar? ¿En el garaje?

Después del té, los cuatro pasearon por los jardines, pero Becky se sintió decepcionada, porque los padres de Daniel parecían ansiosos por volver a Londres antes del concierto vespertino en la capilla.

Cuando volvieron de las vísperas, hicieron el amor en la estrecha cama de Daniel. Cathy le advirtió que la fecha fijada para la boda tal vez se había retrasado en exceso.

– ¿Qué quieres decir?

– Aún no me ha venido la regla. Me tocaba la semana pasada.

Daniel se alegró tanto que quiso llamar a sus padres para que compartieran su alborozo.

– No seas tonto -dijo Cathy-. Todavía no hay nada confirmado. Sólo espero que tus padres no se horroricen demasiado cuando se enteren.

– ¿Horroricen? Me extrañaría mucho. No se casaron hasta un mes después de nacer yo.

– ¿Cómo lo sabes?

– Comparé la fecha de mi partida de nacimiento con la del certificado de matrimonio. Muy sencillo. Por lo visto, durante varias semanas nadie quiso admitir mi procedencia.

Aquel descubrimiento convenció a Cathy de que, antes de casarse, debía dar por descartada toda posibilidad de estar relacionada con la señora Trentham. Aunque Daniel había logrado hacerle olvidar el problema de sus padres durante varios meses, no podía mirar a la cara a los Trumper pensando que, algún día, les iba a defraudar y, aún peor, que tenía un parentesco con la mujer que más detestaban. Como Cathy había descubierto, sin quererlo, donde vivía la señora Trentham, decidió escribirle una carta nada más volver a Londres.

Redactó un esbozo el domingo por la noche y se levantó muy temprano al día siguiente para escribir un segundo:


Chelsea Terrace, 135

LONDRES

SW10

20 de noviembre de 1950


Apreciada señora Trentham:

Soy una completa desconocida para usted, pero le escribo con la esperanza de que pueda ayudarme a solucionar un dilema con el que me enfrento desde hace varios años.

Nací en Melbourne (Australia) y nunca he sabido quiénes fueron mis padres, pues me abandonaron a una edad muy temprana. En realidad, fui educada en un orfanato llamado St. Hilda. La única prueba que poseo de su existencia es una Cruz Militar en miniatura que mi padre me dio cuando era muy pequeña. Bajo un lado están grabas las iniciales «G. F. T.».

El director del museo de los Fusileros Reales de Hounslow me ha confirmado que la medalla fue concedida al capitán Guy Francis Trentham el 22 de julio de 1918, por su valentía en la segunda batalla del Marne.

¿Es usted pariente de Guy, quien tal vez sea mi padre? Le agradecería cualquier información que pudiera proporcionarme al respecto, y le pido disculpas por irrumpir en su intimidad.

Espero recibir cuanto antes sus noticias.

Sinceramente

Cathy Ross


Cathy echó la carta en el buzón situado en la esquina de Chelsea Terrace antes de ir a trabajar. Tras años de esperar localizar a un pariente, Cathy consideró irónico que, al mismo tiempo, deseara el rechazo de esa persona.

El anuncio del compromiso de Cathy con Daniel Trumper fue publicado en los ecos de sociedad del Times a la mañana siguiente. Todo el personal del número 1 pareció encantado con la noticia. Simón brindó con champagne por la prosperidad de Cathy a la hora de comer.

– Es un complot de los Trumper para asegurarse de que ni «Sotheby's» ni «Christie's» se la llevarán -añadió. Todo el mundo aplaudió, excepto Simón, que susurró en su oído-: Eres la persona adecuada para impedir que a nosotros nos pase lo mismo.

No dejaba de ser curioso, pensó ella, que algunas personas le adjudicaran posibilidades en las que jamás había pensado.

El jueves por la mañana, Cathy encontró ante el felpudo de la puerta principal un sobre azul, con su nombre escrito en tinta púrpura. Abrió la carta con nerviosismo y descubrió dos hojas de papel grueso del mismo color. El contenido la desconcertó, pero al mismo tiempo la tranquilizó considerablemente.


Chester Square, 19

LONDRES

SW1

29 de noviembre de 1950


Apreciada señorita Ross:

Le agradezco su carta del pasado lunes, pero temo que no puedo serle de gran ayuda. Tuve dos hijos, el menor de los cuales es Nigel, que se ha separado recientemente. Su anterior esposa reside ahora en Dorset con mi único nieto, Giles Raymond, de tres años de edad.

Mi hijo mayor era Guy Francis Trentham, que fue condecorado con la Cruz Militar tras la segunda batalla del Marne, pero murió de tuberculosis en 1922, tras una larga enfermedad. Nunca se casó y no dejó descendencia.

El modelo en miniatura de su MC se perdió después de que mi hijo visitara a unos parientes lejanos de Melbourne. Me alegra saber que ha reaparecido después de tantos años, y le estaría muy agradecida si me devolviera la medalla en cuanto le sea posible. Estoy convencida de que ya no desea retener una reliquia familiar, ahora que ya conoce su procedencia.

Sinceramente

Ethel Trentham


Cathy sintió una gran alegría al descubrir que Guy Trentham había muerto un año antes de que ella naciera. Ello significaba que era prácticamente imposible estar relacionada con un hombre que había causado a su futuro suegro tantas desdichas. Concluyó que la MC habría caído en manos de su padre, quienquiera que fuera; de mala gana, pensó que debía devolver la medalla a la señora Trentham sin más dilación.

Las revelaciones contenidas en la carta de la señora Trentham hicieron dudar a Cathy de que algún día descubriría quiénes eran sus padres, pues no pensaba regresar a Australia ahora que Daniel formaba parte de su futuro. Empezó a alimentar la creencia de que insistir en averiguar la identidad de su padre era absurdo e improcedente.

Como Cathy ya había revelado a Daniel el día que se conocieron su ignorancia acerca de la identidad de sus padres, viajó a Cambridge el viernes por la noche con un definido propósito. La irrupción de su regla también la había tranquilizado. Mientras el tren traqueteaba hacia la ciudad universitaria, Cathy no pudo recordar un momento de mayor felicidad. Jugueteó con la crucecita que colgaba alrededor de su cuello, entristecida al saber que llevaba aquel recuerdo por última vez: ya había tomado la decisión de enviársela a la señora Trentham después del fin de semana que iba a pasar con Daniel.

El tren se detuvo en Cambridge con un retraso de algunos minutos.

Cathy cogió su maleta y salió a la acera, esperando divisar el MG aparcado de Daniel; nunca había llegado tarde desde que se conocían. Se sintió decepcionada al no verlo, y aún más sorprendida cuando, al cabo de media hora, no había dado señales de vida.

Volvió al vestíbulo de la estación, depositó dos peniques en la cabina telefónica y marcó el número directo de la habitación de Daniel. La señal sonó interminablemente, pero no necesitó apretar el botón A, porque nadie respondió.

Confusa, Cathy salió de la estación y pidió a un taxista que la llevara al colegio Trinity.

Cuando el taxi frenó en el patio de los Profesores, la sorpresa de Cathy aumentó al ver el MG aparcado en su sitio habitual. Pagó al conductor y se dirigió hacia la ya familiar escalera.

Cathy consideró su deber regañar a Daniel por no acudir a la cita. ¿Iba a tratarla así cuando estuvieran casados? ¿La había rebajado al mismo nivel de un estudiante que no presentaba su trabajo de la semana? Subió los desgastados escalones de piedra hasta su habitación y llamó con suavidad a la puerta, por si estuviera reunido con uno de tales estudiantes. Al no recibir respuesta, abrió la pesada puerta de madera, tras decidir que esperaría hasta que él apareciera.

Todos los residentes en la escalera C debieron de oír su chillido. El primer estudiante que llegó al lugar encontró el cuerpo de una joven, derrumbado de bruces sobre el suelo. El estudiante cayó de rodillas, dejó caer los libros que llevaba y vomitó sobre ella. Respiró hondo, dio media vuelta en cuanto se sintió con fuerzas y salió a gatas del estudio, dejando atrás una silla caída. Fue incapaz de mirar por segunda vez el espectáculo que había presenciado nada más entrar en la habitación.

El doctor Trumper continuaba meciéndose suavemente de una viga, en el centro de la habitación.

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