CHARLIE
1950-1964

Capítulo 42

Tres días después, junto con muchos amigos, colegas y estudiantes de Daniel, asistí al funeral que se celebró en la capilla del Trinity. Conseguí sobrevivir a aquella prueba y al resto de la semana, gracias en especial a Daphne, que lo organizó todo con gran calma y eficacia. Cathy no pudo asistir al funeral, pues todavía se hallaba bajo observación en el hospital de Addenbrooke.

Estuve de pie al lado de Becky mientras el coro cantaba Fast Falls the Eventide. Mi mente vagaba, intentando reconstruir los hechos acaecidos durante los últimos tres días y extraer alguna explicación de ellos. Cuando Daphne me dijo que Daniel se había quitado la vida (quien la eligiera para darme la noticia conocía muy bien el significado de la palabra compasión), me dirigí de inmediato en coche a Cambridge, tras rogarle que no dijera nada a Becky hasta que yo hubiera averiguado algo más acerca de lo ocurrido. Al llegar al Gran Patio del Trinity, dos horas más tarde, ya habían retirado el cadáver de Daniel y trasladado a Cathy al hospital de Addenbrooke, donde continuaba en estado de shock. El inspector de policía encargado del caso fue muy considerado. Luego, visité el depósito e identifiqué el cadáver, agradeciendo a Dios que Becky se ahorrara la experiencia de estar a solas por última vez con su hijo en aquella habitación fría como el hielo.

«Lord, with me abide…»

Expliqué a la policía que no se me ocurría ninguna razón que hubiera impulsado a Daniel a quitarse la vida…, que, en realidad, nunca le había visto más feliz. Entonces, el inspector me enseñó la nota del suicida: una hoja de papel de oficio que contenía un sólo párrafo escrito a mano.

– Siempre suelen escribir una, ¿sabe? -dijo.

Yo no lo sabía.

Leí la nota escrita con la letra académica de Daniel: «Ahora que Cathy y yo ya no podemos casarnos, la vida carece de sentido para mí. Ocúpense del niño, por el amor de Dios. Daniel».

Debí repetir para mis adentros aquellas veinticinco palabras un centenar de veces, pero sin lograr extraerles un sentido. Una semana después, el médico confirmó en su informe dirigido al forense que Cathy no estaba embarazada y, por tanto, no había sufrido ningún aborto. Seguí rememorando aquellas palabras una y otra vez. ¿Habría pasado por alto alguna sutil deducción, o debería resignarme a no comprender jamás su mensaje final?

«When other helpers fail…»

Un experto de la policía judicial descubrió más tarde un papel escrito en la chimenea, pero se había quemado hasta reducirse a cenizas; los restos carbonizados no aportaban ninguna pista. Después, me enseñaron un sobre en cuyo interior la policía creía que iba la carta quemada. Me preguntaron si podía identificar la letra. Estudié la letra menuda y vertical con la que estaban escritas las palabras «doctor Daniel Trumper» en tinta púrpura.

No, mentí. El detective me dijo que la carta había sido entregada en mano por un hombre de bigote castaño y chaqueta de tweed, a primera hora de aquella tarde. Eso era lo único que recordaba de él el estudiante que le había visto, aparte de que parecía conocer bien el camino.

Me pregunté qué habría escrito en su carta aquella vieja malvada, capaz de impulsar a Daniel al suicidio. Estaba seguro de que el descubrimiento de su verdadero padre no bastaba para tomar una decisión tan drástica, sobre todo cuando sabíamos que la señora Trentham y él habían llegado a un acuerdo tres años antes.

La policía encontró otra carta sobre el escritorio de Daniel. Era del rector del King's College de Londres, ofreciéndole formalmente la cátedra de matemáticas.

«And comforts flee…»

Tras salir del depósito me dirigí al hospital de Addenbrooke, donde me permitieron pasar un rato junto al lecho de Cathy. Aunque tenía los ojos abiertos, no me reconoció. Durante una hora se limitó a mirar al techo con la mirada perdida, mientras yo aguardaba. Cuando comprendí que no podía hacerse nada, me marché en silencio. El jefe de psiquiatría, doctor Stephen Miller, salió de su despacho y me preguntó si podía dedicarle unos minutos.

Explicó que Cathy padecía una amnesia psicógena, también llamada a veces amnesia histérica, y que pasaría algún tiempo antes de saber hasta qué punto iba a recuperarse. Le di las gracias y añadí que permanecería en constante contacto con él. Después, regrese lentamente a mi despacho de Londres.

«Help of the helpless, O abide with me…»

Daphne me esperaba y no hizo ningún comentario sobre mi tardanza. Intenté agradecerle su infinita bondad, pero le expliqué que debía ser yo quien le diera la noticia a Becky. Sólo Dios sabe cómo asumí aquella responsabilidad sin mencionar el sobre escrito con la letra tan conocida, pero lo hice. Si le hubiera contado a Becky toda la verdad, creo que habría matado a la mujer en el acto con sus propias manos… y creo que yo la habría ayudado.

Le enterraron entre los suyos. El capellán del colegio, que habría asumido esta responsabilidad muchas veces en el pasado, tuvo que interrumpirse para recobrar la compostura en tres ocasiones diferentes.

«In life, in death, o Lord, abide with me…»

Becky y yo fuimos juntos a Addenbrooke cada día de aquella se mana, pero el doctor Miller se limitó a confirmar que el estado de Cathy no había variado; ni siquiera había hablado. No obstante, sólo pensar en la joven que yacía en su habitación, necesitada de nuestro amor, conseguía que nos preocupáramos de alguien más que de nosotros mismos.

Cuando volvimos a Londres a última hora de la tarde, Arthur Selwyn estaba paseando de un lado a otro, ante la puerta de mi des pacho.

– Alguien ha irrumpido en el piso de Cathy, han forzado la cerradura -dijo, antes de que pudiera abrir la boca.

– ¿Qué iría a buscar un ladrón allí?

– La policía tampoco lo entiende. Por lo visto, no se han llevado nada.

Sin saber todavía qué había escrito la señora Trentham a Daniel, ahora se añadía el misterio de qué pertenencia de Cathy podía desear. Tras examinar yo mismo el piso, seguí tan a oscuras como antes.

Seguimos desplazándonos a Cambridge cada dos días hasta que a mediados de la segunda semana Cathy habló por fin, vacilante al principio y sin parar después, aferrada a mi mano. Luego, de súbito, se sumió en el silencio de nuevo. A veces, se frotaba el índice con el pulgar, justo debajo de la barbilla.

Esto desconcertó incluso al doctor Miller.

Éste, sin embargo, había conseguido entablar extensas conversaciones con ella en varias ocasiones, y la había sometido a juegos de palabras para comprobar el estado de su memoria. En su opinión, había anulado todos los recuerdos concernientes a Daniel o a su vida anterior en Australia. Nos aseguró que era frecuente en estos casos, y nos dijo el hermoso nombre griego de este estado mental concreto.

– ¿Quiere que intente ponerme en contacto con su preceptor de la universidad de Melbourne, o que hable con el personal del hotel Ayres, por si pueden arrojar alguna luz sobre el problema?

– No -contestó-. No la fuerce demasiado y esté preparado, porque es posible que esa parte de su mente tarde mucho tiempo en recobrarse.

Asentí con la cabeza.

«Domínese, reprima su agresividad innata», parecía ser la expresión favorita del doctor Miller.

Siete semanas después nos dieron permiso para trasladar a Cathy a nuestra casa de Londres, donde Becky le había preparado una habitación. Yo ya había retirado todas las pertenencias de Cathy del piso situado sobre la carnicería, ignorante todavía de si faltaba algo después del escalo.

Becky había guardado toda la ropa de Cathy en el armario ropero y en los cajones, e intentó dotar a la habitación del aspecto más alegre posible. Unos días antes había sacado su acuarela del Cam que colgaba sobre el escritorio de Daniel y la había colocado en la escalera, entre el Courbet y el Sisley. Cuando Cathy subió la escalera, camino de su nueva habitación, pasó frente a su cuadro sin el menor atisbo de reconocimiento.

Pregunté de nuevo al doctor Miller si debíamos escribir a la universidad de Melbourne y averiguar algo sobre el pasado de Cathy, pero volvió a manifestarse en contra de tal decisión, aduciendo que; debía ser ella la que nos proporcionara tal información, y sólo si se sentía con fuerzas para hacerlo, sin presiones externas.

– ¿Cuánto tiempo cree que pasará antes de que recobre por completo la memoria?

– Tanto pueden ser catorce días como catorce años, según mi experiencia.

Recuerdo que aquella noche volví a la habitación de Cathy, mi senté en el borde de su cama y le cogí la mano. Por primera vez, observé que el color había vuelto a sus mejillas. Sonrió y me preguntó cómo marchaba el «gran carretón».

– Hemos obtenido beneficios récord, pero lo más importante es que todo el mundo quiere verte otra vez en el número 1.

Reflexionó sobre mis palabras durante unos instantes.

– Ojalá fuera usted mi padre -dijo por fin.

En febrero de 1951 Nigel Trentham se integró en la junta. Se sentó al lado de Paul Merrick, que le dirigió una leve sonrisa. Fui in capaz de mirarle. Aunque algunos años más joven que yo, me satisfizo observar que tuviera un problema de obesidad mayor que el mío.

La junta aprobó un desembolso de casi medio millón de libras para «llenar el hueco», como Becky denominaba al solar plantado en mitad de Chelsea Terrace desde hacía diez años. Por fin, «Trumper's» se alojaría bajo un solo techo. Trentham no hizo ningún comentario. También aceptaron una asignación de cien mil libras para reconstruir el club juvenil masculino de Whitechapel, que pasaría a denominarse «Centro Dan Salmon». Trentham susurró algo al oído de Merrick.

El coste final de «Trumper's», por culpa de la inflación, las huelgas y la escalada de precios de los constructores, pasó del medio millón de libras estimado en un principio a cerca de setecientas treinta mil. Como resultado, la empresa consideró necesario emitir más acciones para cubrir los gastos extraordinarios.

De nuevo las peticiones superaron la oferta, algo muy halagador, pero yo temía que la señora Trentham acaparara la mayoría de cualquier nueva emisión, pero no tenía forma de demostrarlo. Esta dispersión de mis acciones significó que, por primera vez, mi paquete personal descendió por debajo del cuarenta por ciento.


Fue un verano muy largo, pero Cathy iba recobrando fuerzas a cada día que pasaba. Por fin, el médico le permitió que volviera al número 1. Se reintegró al día siguiente, y dio la impresión de que nunca se hubiera ausentado, en opinión de Becky, aunque nadie volvió a mencionar en su presencia el nombre de Daniel.

Un mes después, volví a casa una noche y encontré a Cathy paseando arriba y abajo del vestíbulo.

– Llevas una política de personal equivocada -dijo, en cuanto yo cerré la puerta.

– ¿Perdón, jovencita? -aún no había tenido tiempo de quitarme el gabán.

– Es errónea -repitió-. Los norteamericanos ahorran miles de dólares en sus almacenes gracias a estudios de eficacia, mientras en «Trumper's» nos comportamos como si aún estuviéramos correteando por el arca.

– El personal del arca se hallaba prisionero -le recordé.

– Hasta que dejó de llover. Charlie, has de comprender que podríamos ahorrar ochenta mil libras al año sólo en salarios, como mínimo. No he estado ociosa estas últimas semanas. De hecho, he preparado un informe para demostrar que tengo razón.

Dejó una caja de cartón en mis brazos y salió del vestíbulo como una exhalación.

Después de cenar revolví durante una hora en la caja y leí los hallazgos preliminares de Cathy. Había detectado un exceso de personal que todos habíamos pasado por alto, y explicaba con gran lujo de detalles cómo podíamos capear la situación sin enfurecer a los sindicatos.

Durante el desayuno de la mañana siguiente, Cathy continuó explicándome sus teorías, como si yo no me hubiera ido a la cama.

– ¿Me escuchas, presidente? -preguntó. Siempre me llamaba «presidente» cuando estaba decidida a demostrarme algo. Supuse que le había robado el truco a Daphne.

– Soy todo oídos -respondí, y hasta Becky levantó la vista de su plato de huevos con bacon.

– ¿Quieres que te demuestre que tengo razón?

– Te lo ruego.

Desde aquel día, siempre que llevaba a cabo mis rondas matutinas, encontraba inevitablemente a Cathy en una planta diferente, haciendo preguntas, observando o tomando copiosas notas, a menudo con un cronómetro en la otra mano. Nunca le pregunté qué hacía, y si alguna vez me veía se limitaba a decir «Buenos días, presidente».

Los fines de semana oía a Cathy escribir a máquina en su habitación hora tras hora. Una mañana, sin previo aviso, encontré en la mesa del desayuno una gruesa carpeta, en lugar del plato de huevos fritos con dos lonjas de bacon.

Aquella tarde leí en la cama lo que Cathy había escrito. A la una de la madrugada había llegado a la conclusión de que la junta debía llevar a la práctica la mayoría de sus recomendaciones sin más dilación.

Yo sabía exactamente lo que quería hacer, pero necesitaba la bendición del doctor Miller. Telefoneé al hospital de Addenbrooke aquella noche. La enfermera jefe me dio el número de su domicilio. Hablamos durante una hora por teléfono. Dijo que no temía por el futuro de Cathy, sobre todo ahora que recordaba pequeños incidentes del pasado e incluso tenía ganas de hablar sobre Daniel.

A la mañana siguiente, cuando bajé a desayunar, encontré a Cathy esperándome. No pronunció ni una palabra mientras yo devoraba mi tostada con mermelada, fingiendo estar absorto en el Financial Times.

– Muy bien, me rindo -dijo.

– Será mejor que no -la previne, sin levantar la vista del diario-, porque eres el punto siete en el orden del día de la reunión que celebrará la junta el mes que viene.

– ¿Y quién va a presentar mi caso? -preguntó Cathy con nerviosismo.

– Yo no, desde luego. Y no se me ocurre nadie más que pueda hacerlo.

Durante las noches siguientes, siempre que me iba a la cama reparaba en que el tecleo de la máquina de escribir había cesado. Sentí tanta curiosidad que, en cierta ocasión, atisbé por la puerta entreabierta de su dormitorio. Cathy se hallaba de pie ante el espejo, con un gran tablero blanco, montado sobre un caballete, cubierto por una masa de alfileres de colores y flechas formadas por puntos.

– Lárgate -dijo, sin darse la vuelta. Comprendí que no tenía más remedio que esperar hasta que se reuniera la junta.

Stephen Miller me advirtió que la prueba de tener que presentar su caso ante la junta podía ser excesiva para la joven, y que yo debería llevarla a casa en cuanto empezara a mostrar señales de tensión.

– No la fuerce demasiado -fueron sus últimas palabras.

– No permitiré que eso ocurra -contesté.

Aquel jueves por la mañana todos los miembros de la junta estaban sentados en sus puestos tres minutos antes de las diez. La reunión empezó con tranquilidad. Se leyeron las disculpas por ausencia y se aprobó el acta de la reunión anterior. Conseguimos hacer esperar una hora a Cathy, pues en el punto número 3 del orden del día (la rutinaria decisión de renovar la póliza de seguros de la empresa con la «Prudential»), Nigel Trentham aprovechó la oportunidad como una excusa para irritarme, con la esperanza, sospeché, de que perdiera los nervios. Lo habría hecho, de no ser tan obvios sus propósitos.

– Creo que ha llegado el momento de realizar un cambio, señor presidente -dijo -. Sugiero que traslademos la póliza a «Legal & General» -anunció.

Desvié mis ojos hacia la parte izquierda de la mesa y los enfoqué en el hombre cuya presencia siempre me traía el recuerdo de Guy Trentham y del aspecto que tendría en su madurez. Llevaba un elegante traje cruzado de impecable corte, que disimulaba su problema de peso. Sin embargo, nada podía disimular la doble papada o la calvicie prematura.

– Debo recordar a la junta -empecé- que «Trumper's» trabaja con la «Prudential» desde hace treinta años. Aún más, nunca nos ha fallado. Por otra parte, es muy improbable que «Legal & General» nos ofrezca condiciones más favorables.

– Pero poseen el dos por ciento de las acciones de la empresa -indicó Trentham.

– La «Prudential» todavía posee el cinco por ciento -recordé a mis directores, sabiendo que Trentham se había olvidado de hacer los deberes una vez más. La discusión se habría prolongado durante horas interminables, como un encuentro de tenis entre Dobney y Fraser, de no haber intervenido Daphne para solicitar la votación.

Aunque Trentham perdió por siete a tres, el altercado sirvió para recordar a todos los presentes cuáles eran sus intenciones a largo plazo. Durante los últimos dieciocho meses, Trentham se había dedicado, con la ayuda del dinero de su madre, a aumentar su caudal de acciones de la empresa, hasta alcanzar una cota que yo estimaba del catorce por ciento. Eso era fácil de controlar, pero yo era muy consciente de que el fideicomiso Hardcastle poseía también un diecisiete por ciento de las acciones… Un paquete que habría pertenecido a Daniel, pero que, tras la muerte de la señora Trentham, pasaría automáticamente al pariente más cercano de sir Raymond. Aunque Nigel Trentham perdió la votación, no demostró decepción mientras ordenaba sus papeles. ¿Pensaba acaso que el tiempo obraba a su favor?

– Punto siete -dije. Me incliné hacia Jessica y le pedí que invitara a Cathy a reunirse con nosotros. Cuando la joven entró en la sala, todos los hombres se pusieron en pie. Hasta Nigel Trentham hizo ademán de levantarse.

Cathy colocó dos tableros en el caballete que ya le habían dispuesto, uno lleno de planos y el otro cubierto de estadísticas. Se volvió hacia nosotros. Le dediqué una cálida sonrisa.

– Buenos días, damas y caballeros. -Hizo una pausa y consultó sus notas-. Me gustaría comenzar con…

Se mostró vacilante al principio, pero enseguida recuperó su seguridad y procedió a explicar, planta por planta, por qué la política de personal de la empresa estaba obsoleta, y los pasos que debíamos dar para rectificar la situación lo antes posible. Incluían la jubilación anticipada de los hombres de sesenta años y las mujeres de cincuenta y cinco; el alquiler de estantes, incluso de secciones enteras, a marcas famosas, que comportaría unos ingresos garantizados sin el menor riesgo económico para «Trumper's», pues cada empresa sería responsable de aportar sus propios empleados; y una reducción mayor del porcentaje a las firmas que desearan colocarnos sus productos por primera vez. La presentación se prolongó durante cuarenta minutos, y se produjeron unos momentos de silencio cuando Cathy concluyó.

Si su presentación fue buena, la forma en que se enfrentó con las preguntas que siguieron fue aún mejor. No se arredró ante los problemas bancarios que tanto Tim Newman como Paul Merrick le plantearon, y lo mismo hizo con la preocupación ante la reacción de los sindicatos que manifestó Arthur Selwyn. En cuanto a Nigel Trentham, le manejó con la serena eficiencia que a mí me hacía falta. Cuando Cathy abandonó la sala una hora después todo el mundo se puso en pie de nuevo, excepto Trentham, que clavó la vista en la mesa.

Cathy me estaba esperando aquella noche en la puerta de casa.

– ¿Y bien?

– ¿Y bien?

– No me tomes el pelo, Charlie -me reconvino.

– Has sido nombrada nueva directora de personal -le dije, sonriente. Se quedó sin habla unos instantes.

– Ahora que has abierto la caja de los truenos, jovencita, la junta confía en que soluciones el problema.

Cathy experimentó una emoción tan enorme que, por primera vez, pensé que estábamos dejando atrás la muerte de Daniel. Telefoneé aquella misma noche al doctor Daniels para decirle que Cathy no sólo había superado la prueba, sino que, como resultado de su exposición, había sido elegida para integrarse en la junta. Sin embargo, lo que no les dije a ninguno de los dos fue que me había visto obligado a aceptar otra nominación para la junta presentada por Trentham, a fin de que el nombramiento de Cathy fuera aprobado sin un voto en contra.

Desde el día que Cathy llegó a la junta, todo el mundo comprendió que ya no era, simplemente, una brillante muchacha del rebaño de Becky, sino una firme candidata a sucederme como presidente. No obstante, yo sabía muy bien que el éxito de Cathy dependía de que Trentham no lograra controlar el cincuenta y uno por ciento de las acciones de «Trumper's». También sabía que la única manera de hacerlo era presentando una oferta pública de compra, algo muy posible cuando se apoderase del dinero que todavía obraba en manos del fideicomiso Hardcastle. Por primera vez en mi vida deseé que la señora Trentham viviera lo suficiente para fortalecer la empresa hasta el punto de que el dinero del fideicomiso no le bastara para vencer en la contienda.

El 2 de junio de 1953 la reina Isabel fue coronada y dos hombres de diferentes países de la Commonwealth conquistaron el Everest. Winston Churchill fue quien mejor resumió el acontecimiento: «Aquellos que han leído la historia de la primera era isabelina, arderán en deseos de participar en la segunda».

Entretanto, Cathy se dedicó con todas sus fuerzas al proyecto que la junta le había confiado. Consiguió un ahorro en salarios de cuarenta y nueve mil libras durante 1953, y de veintiuna mil libras más en la primera mitad de 1954. A finales del año fiscal tuve la impresión de que sabía más sobre la dirección del personal de «Trumper's» que cualquiera de la mesa, incluido yo.

Durante 1955, las ventas al extranjero cayeron en picado, y como Cathy ya había cumplido su cometido y yo quería que ganara experiencia en otros departamentos, le pedí que resolviera el problema de nuestras ventas internacionales.

Asumió su nuevo cargo con el mismo entusiasmo que dedicaba a todo, pero durante los dos años siguientes empezó a chocar con

Trentham en bastantes temas, incluyendo la política de devolver el dinero a cualquier cliente capaz de demostrar que había pagado menos por un artículo corriente en otra tienda. Trentham arguyo que a los clientes de «Trumper's» no les interesaban las diferencias de precio imaginarias con almacenes menos conocidos, sino tan sólo la calidad y el servicio.

– No es responsabilidad de los clientes preocuparse por la hoja de balance, sino de la junta, en beneficio de sus accionistas -con testó Cathy.

En otra ocasión casi acusó a Cathy de ser comunista, cuando ella sugirió un «proyecto para que los trabajadores participasen como accionistas», pensando que daría lugar a una lealtad que sólo los japoneses comprendían plenamente, un país, explicó, en que las empresas solían conservar el noventa y ocho por ciento de su plantilla durante toda su vida. Ni siquiera yo vi con buenos ojos esa idea, pero Becky me advirtió en privado de que ya empezaba a hablar como un «carroza». Sospeché que se trataba de una expresión moderna, y que no podía tomarla de ninguna manera como un cumplido.

Cuando «Legal & General» fracasó en su intento de ser nuestra compañía aseguradora, vendió el dos por ciento de sus acciones a Nigel Trentham. Desde aquel momento, hasta yo temí que consiguiera las acciones necesarias para apoderarse de la empresa. También propuso otra nominación para la junta que, gracias al respaldo de Brian Hurst, fue aceptada.

– Tendría que haberme quedado ese solar hace treinta y cinco años por cuatro mil libras de nada -le dije a Becky.

– Estoy de acuerdo. Lo peor es que ahora nos resulta más peli grosa muerta que viva -me recordó mi mujer.


La llegada de Elvis Presley, los teddy boys, las tarjetas de crédito y la sociedad permisiva fue salvada sin excesivos problemas por «Trumper's».

– Puede que los clientes cambien, pero no permitiremos que ocurra lo mismo con nuestro nivel de calidad -dije a la junta.

La empresa declaró unos beneficios netos de setecientas cincuenta y siete mil libras, un catorce por ciento de rendimiento sobre el capital, y superamos este éxito un año después cuando la reina nos concedió la Autorización Real. [25] Di instrucciones de que colgara sobre la puerta principal, para indicar al público que la reina había comprado en el carretón de manera regular.

No podía pretender haber visto a Su Majestad cargada con una de nuestras conocidas bolsas azules, decoradas con el motivo en plata de un carretón, o bajando y subiendo por la escalera automática en una hora punta, pero todavía recibíamos llamadas telefónicas regulares desde palacio siempre que iban cortos de provisiones. Ello confirmaba la teoría de mi abuelo, en el sentido de que una manzana siempre es una manzana, independientemente de quién la coma.


El momento culminante de 1961 llegó cuando Becky inauguró el Centro Dan Salmon en Whitechapel Road, otro edificio que había superado notablemente los costes previstos. Sin embargo, no me arrepentí ni de un solo penique del gasto, pese a las críticas de Trentham, cuando contemplé a la nueva generación de chicos y chicas del East End nadando, boxeando, alzando pesas y jugando al squash, un deporte que me resultaba absurdo.

Todos los sábados por la tarde que acudía al campo del West Ham, me dejaba caer por el club camino de casa, y observaba a los niños africanos, hindúes y asiáticos (los nuevos habitantes del East End) peleándose entre ellos al igual que nosotros habíamos hecho contra los irlandeses y los inmigrantes del este de Europa.

«El viejo orden cede el paso al nuevo, y los caminos del Señor son inescrutables, por temor a que una buena costumbre corrompa al mundo.» Las palabras de Tennyson, cinceladas en la piedra situada sobre la arcada del Centro, me recordaron a la señora Trentham, cuya presencia siempre parecía estar entre nosotros, sobre todo cuando sus tres representantes se sentaban a la mesa de la junta, aguardando el momento de cumplir sus propósitos. Nigel vivía ahora en Chester Square, a la espera de que todo estuviera dispuesto para ordenar a sus tropas que atacaran.

Recé por primera vez para que la señora Trentham viviera hasta una edad muy avanzada, pues necesitaba tiempo para poner a punto un plan que impidiera a su hijo apoderarse de la empresa.

Daphne fue la primera en avisarme de que la mujer estaba en cama y recibía frecuentes visitas del médico de la familia. Nigel Trentham consiguió mantener una sonrisa inamovible en su rostro durante todos aquellos meses de espera.

La señora Trentham murió inesperadamente el 7 de marzo de 1962, a los ochenta y nueve años de edad.

– Mientras dormía, sin el menor dolor -me comunicó Daphne.

Capítulo 43

Daphne asistió a los funerales de la señora Trentham, «Únicamente para estar segura de que en realidad enterraban a la malvada mujer -explicaría después a Charlie-, aunque no me sorprendería que encontrara la forma de levantarse de entre los muertos». Después advirtió a Charlie que habían oído decir a Nigel, incluso antes de que bajaran el cuerpo a la fosa, que tendríamos que prepararnos para lo peor tan pronto se reuniera de nuevo el consejo. Sólo tuvo que esperar doce días.

Ese primer martes del mes siguiente, Charlie paseó la vista por la mesa de la sala de consejo para ver si estaban presentes todos los directores. Percibió en el ambiente que todos estaban a la espera de ver quién atacaría primero. Nigel Trentham y sus dos colegas llevaban corbatas negras, como distintivo oficial de su función, recordando con ello al consejo su recién adquirido rango. El señor Harrison, por el contrario, y por primera vez desde que Charlie tenía memoria, llevaba una llamativa corbata en tonos pastel.

Charlie ya había calculado que Trentham esperaría hasta el punto número seis para hacer cualquier jugada. Se trataba de una propuesta para ampliar los servicios bancarios de la planta baja. El proyecto original era una de las ideas de Cathy, la cual, al regreso de uno de sus viajes mensuales a Estados Unidos, había presentado su detallado proyecto al consejo. Aunque el nuevo departamento había experimentado algunos problemas de crecimiento, estaba a punto de comenzar a caminar solo al cumplir su segundo año.

La primera media hora transcurrió bastante tranquila mientras Charlie presentaba al consejo los puntos del uno al cinco. Pero cuando anunció:

– Punto número seis, la ampliación de…

– Cerremos el banco y reduzcamos nuestras pérdidas -fueron las palabras de apertura de la intervención de Trentham, incluso antes de que Charlie hubiera abierto el tema para la discusión.

– ¿Por qué motivo? -preguntó desafiante Cathy.

– Porque no somos banqueros -dijo Trentham-. Somos tenderos… o carretoneros, como tan a menudo le gusta recordarnos a nuestro presidente. En todo caso nos ahorraría un gasto de casi treinta mil libras al año.

– Pero si el banco está sólo comenzando a rendir beneficios -alegó Cathy-, Deberíamos pensar en aumentar los servicios, no a restringirlos. Y si tenemos presente los beneficios, ¿quién sabe cuánto dinero cobrado en el local se gasta en él?

– Sí, pero tenga en cuenta la cantidad de espacio aprovechable para tienda que ocupa el local destinado al banco.

– A cambio le ofrecemos un valioso servicio a nuestros clientes.

– Y perdemos dinero a manos llenas por no ocupar ese espacio con una línea más comercial -contraatacó Trentham.

– ¿Como qué, por ejemplo? -preguntó Cathy-, Dígame un solo departamento de otra cosa que ofrezca un servicio más útil a nuestros clientes y que al mismo tiempo nos dé un mejor rédito a nuestra inversión. Dígamelo y seré la primera en estar de acuerdo en que cerremos el banco.

– No somos una empresa de servicios. Nuestro deber es conseguir un rendimiento del capital que sea decente para nuestros accionistas -dijo Trentham-, Exijo que esto se vote -añadió, sin molestarse en rebatir los argumentos de Cathy.

Trentham perdió la votación por seis contra tres. Charlie supuso que después de este resultado pasarían al punto número siete, que era la proposición de una salida del personal a ver la película West Side Story en el cine Odeon de Leicester Square. Sin embargo, tan pronto como Jessica Allen hubo anotado los nombres para el acta, Nigel Trentham se levantó rápidamente de su silla y dijo:

– Tengo algo que anunciar, señor presidente.

– ¿No sería más apropiado hacerlo cuando lleguemos al punto «Otros asuntos»? -preguntó inocentemente Charlie.

– Ya no estaré aquí cuando se empiecen a discutir otros asuntos, señor presidente -repuso fríamente Trentham. Entonces procedió a sacar de su bolsillo interior un trozo de papel, lo desdobló y comenzó a leer lo que evidentemente era un discurso preparado:

– Me siento en el deber de informar al consejo -declaró-, que dentro de unas semanas estaré en posesión del treinta y tres por ciento de las acciones de «Trumper's». La próxima vez que nos reunamos, voy a insistir en que se hagan varios cambios en la estructura de la empresa, el menos importante de los cuales no será el de la representación de aquellos sentados alrededor de esta mesa en estos momentos. -Hizo una pausa para mirar directamente a Cathy, y prosiguió -. Es mi intención marcharme ahora con el fin de que ustedes puedan discutir las implicaciones de mi exposición.

Retiró su silla a la vez que intervenía Daphne:

– Me parece que no entiendo muy bien lo que sugiere, señor Trentham.

Trentham titubeó un momento antes de responder:

– Entonces tendré que explicar mi posición con más detenimiento, lady Wiltshire.

– Qué amable.

– En la próxima reunión del consejo -continuó él sin alterarse-, aceptaré que se proponga y se secunde mi nombre para presidente de «Trumper's». En el caso de no resultar elegido, dimitiré inmediatamente del consejo y emitiré una declaración a la prensa sobre mi intención de comprar las restantes acciones de la empresa. Tengan todos la seguridad de que ahora dispongo de los medios necesarios para realizar esta operación. Como sólo necesito un dieciocho por ciento más de las acciones para ser el accionista mayoritario, sugiero que sería muy prudente por parte de todos aquellos de ustedes que son actualmente consejeros, que se enfrentaran a lo inevitable y presentaran sus dimisiones para evitar la vergüenza de ser despedidos. Espero con ilusión ver a uno o dos de ustedes en la reunión de consejo del mes que viene.

Él y sus dos colegas abandonaron la sala. El silencio que siguió fue interrumpido sólo por otra pregunta de Daphne:

– ¿Cuál es el nombre colectivo para designar un grupo de mierdas?

Todos se rieron excepto Harrison que dijo a media voz:

– Un montón.

– Bueno, pues. Ahora ya hemos recibido nuestras órdenes para la batalla -dijo Charlie-, Esperemos que todos tengamos el valor para una pelea. -Volviéndose al señor Harrison preguntó-: ¿Puede usted asesorar al consejo sobre cómo está la presente situación en lo relativo a esas acciones actualmente en posesión del fideicomiso Hardcastle?

El anciano levantó lentamente la cabeza y miró a Charlie.

– No, señor presidente, no puedo. En realidad, lamento tener que informar al consejo que yo también debo presentar mi dimisión.

– Pero ¿por qué? -preguntó Becky horrorizada-. Usted siempre nos ha apoyado en el pasado, contra viento y marea.

– Le ruego me disculpe, lady Trumper, pero no estoy en libertad de revelar mis motivos.

– ¿No puede de ninguna manera reconsiderar su posición? -preguntó Charlie.

– No, señor -replicó con firmeza Harrison.

Inmediatamente Charlie levantó la sesión, a pesar de que todo el mundo trataba de hablar a la vez, y siguió rápidamente a Harrison fuera de la sala del consejo.

– ¿Qué es lo que lo ha hecho dimitir? -preguntó Charlie-. ¡Después de todos estos años!

– ¿Podríamos tal vez reunimos mañana y discutir mis motivos, sir Charles?

– Ciertamente. Pero dígame sólo por qué le ha parecido necesario abandonarnos en el momento en que más le necesitamos.

El señor Harrison detuvo sus pasos.

– Sir Raymond previo que podría suceder esto -dijo en voz baja-. Por lo tanto me dio sus instrucciones al respecto.

– No comprendo.

– Por ese motivo nos reuniremos mañana, sir Charles.

– ¿Desea que vaya con Becky?

El señor Harrison consideró la sugerencia durante un rato y luego dijo:

– Creo que no. Si voy a revelar una confidencia por primera vez en cuarenta años, preferiría no tener otro testigo.


A la mañana siguiente, cuando Charlie llegó a Dickens & Cobb, bufete de Harrison, encontró al antiguo socio de pie en la puerta esperando para saludarle. Aunque jamás, en los siete años que hacía que se conocían, había llegado con retraso a una entrevista con el señor Harrison, Charlie se conmovía ante la arcaica cortesía que el abogado siempre mostraba con él.

– Buenos días, sir Charles -dijo Harrison procediendo enseguida a guiar a su huésped por el corredor hacia su oficina.

Charlie se sorprendió de que le invitaran a sentarse junto a la chimenea, apagada, en vez de en su acostumbrado lugar al otro lado del escritorio del socio. No había escribano ni secretario en el despacho para tomar nota de la reunión. También se fijó en que el teléfono del escritorio del señor Harrison estaba descolgado. Se sentó comprendiendo que ésta no iba a ser una reunión corta.

– Hace muchos años, cuando yo era joven -comenzó Harrison-, y hacía mis exámenes, me juré guardar un código de confidencialidad cuando tratara de los asuntos personales de mis clientes, como usted muy bien sabe, fue sir Raymond Hardcastle y… -llamaron a la puerta y entró una chica portando una bandeja con dos tazas de café caliente y un azucarero.

– Gracias, señorita Burrows -dijo Harrison cuando la chica le colocó una taza delante. No continuó su exposición hasta que se hubo cerrado la puerta tras ella-. ¿Dóndes estaba, querido amigo? -preguntó dejando caer un terrón de azúcar en su taza.

– Su cliente, sir Raymond.

– Ah, sí. Ahora bien, sir Raymond dejó un testamento del cual usted muy bien puede considerarse conocedor. Pero lo que usted no sabe, sin embargo, es que él acompañó una carta con ese testamento. No tiene valor legal, ya que iba dirigida a mí a título personal.

El café de Charlie estaba allí sin tocar mientras él escuchaba con suma atención lo que tenía que decirle Harrison.

– Debido a que esta carta no es un documento legal sino una comunicación personal entre viejos amigos, he decidido que usted tenga conocimiento de su contenido.

Harrison se inclinó hacia la mesa que tenía delante y abrió una carpeta. Sacó una sola hoja de papel escrita con letra firme y enérgica.

– Antes de leerle esta carta, me gustaría aclarar que fue escrita en una época en que sir Raymond suponía que su propiedad sería heredada por Daniel y no por su pariente más próximo.

El señor Harrison se reacomodó las gafas sobre el caballete de la nariz, se aclaró la garganta y comenzó a leer:


Estimado Ernest:

A pesar de todo lo que he hecho para asegurarme de que mis últimos deseos se cumplan al pie de la letra, aún podría ser posible que Ethel encontrara alguna forma de conseguir que Daniel, mi bisnieto, no fuera mi heredero principal. Si se presentaran tales circunstancias, por favor, haz uso de tu sentido común y permite que aquellos más afectados por las decisiones de mi testamento entren en conocimiento de sus más sutiles detalles.

Mi viejo amigo, sabes exactamente a quién y a qué me refiero.

Siempre tuyo

Ray


Harrison volvió a colocar la carta sobre la mesa y dijo:

– Me temo que conocía las flaquezas de su hija tan bien como las mías.

Charlie sonrió al considerar el dilema ético ante el que evidentemente se encontraba el anciano abogado.

– Ahora bien, antes de remitirme al testamento mismo, debo hacerle otra confidencia. Charlie asintió.

– Usted tiene dolorosa conciencia, sir Charles, de que el señor Nigel Trentham es ahora el pariente más próximo. En verdad, no debe pasar inadvertido que el testamento está de tal modo redactado que sir Raymond ni siquiera fue capaz de poner su nombre como beneficiario. Supongo que esperaba que Daniel tuviera su propia prole que habría pasado automáticamente delante de su nieto

»La situación actual es que el señor Nigel Trentham, como el descendiente más cercano vivo, tendrá derecho a las acciones de «Trumper's» y al legado principal de los bienes de Hardcastle, una fortuna inmensa, la cual, puedo confirmar, le proporcionará los fondos adecuados para comprar en su totalidad las acciones de su empresa. Sin embargo, no es para esto que le he pedido verlo esta mañana. No, la razón es que hay una cláusula en el testamento de la cual usted no puede haber tenido conocimiento anteriormente. Después de tomar en consideración la carta de sir Raymond creo que tengo nada menos que el deber de informarle de su objetivo.

Harrison buscó en su carpeta y sacó un fajo de papeles sellados con lacre y atados con una cinta rosa.

– La redacción de las once primeras cláusulas del testamento de sir Raymond me llevó un tiempo considerable. Sin embargo, su sustancia no es pertinente para el problema que tenemos entre manos. Hacen referencia a legados de menor cuantía dejados por mi cliente a sobrinos, sobrinas y primos que ya han recibido las sumas asignadas.

»Las cláusulas siguientes, de la doce a la veintiuna, pasan a nombrar instituciones de beneficencia, clubes e instituciones académicas con las que estuvo asociado mucho tiempo sir Raymond, y éstas también han recibido los beneficios de su generosidad. Pero es la cláusula veintidós la que yo considero crucial.

Harrison se aclaró la garganta una vez más antes de mirar el testamento y pasar algunas páginas.

«Dejo el remanente de mis bienes al señor Daniel Trumper de Trinity College, Cambridge, pero en caso de que él no sobreviviera a mi hija Ethel Trentham, entonces esa suma deberá dividirse entre sus hijos. Si no hubiera prole a considerar, entonces la propiedad pasará a mi descendiente más próximo vivo.» Ahora, al párrafo pertinente, sir Charles. «Por favor, haga todo lo que considere necesario para encontrar a alguien que tenga derecho a reclamar mi herencia. El pago definitivo del remanente de la propiedad no se cumplirá hasta que hayan pasado dos años desde la muerte de mi hija.»

Charlie iba a hacer una pregunta cuando el señor Harrison levantó la mano.

– Ahora veo claro -continuó- que el objetivo de sir Raymond al incluir la cláusula veintidós fue simplemente darle a usted tiempo suficiente para organizar sus fuerzas y luchar contra cualquier OPA que Nigel Trentham pudiera intentar.

»Sir Raymond también dejó instrucciones para que pasado un tiempo conveniente después de la muerte de su hija colocara un anuncio en The Times, el Telegraph y el Guardian o en cualquier otro periódico que yo considerara apropiado o pertinente para tratar de descubrir si había algún otro familiar que pudiera reclamar algún derecho sobre la propiedad. Si ése fuera el caso, podrían hacerlo poniéndose en comunicación directamente con esta firma. Trece familiares ya han recibido la suma de mil libras, pero es muy posible que haya otros primos o parientes lejanos, y sir Raymond estaría más que feliz de dejar otras mil libras a algún pariente desconocido si al mismo tiempo le daba a usted una tregua. Y por cierto -añadió Harrison-, he decidido añadir el Yokshire Post y el Huddersfield Daily Examiner a la lista que aparece en el testamento, debido a las conexiones familiares en ese condado.

– ¡Qué zorro viejo más astuto tiene que haber sido! -comentó Charlie-, Ojalá le hubiera conocido.

– Creo que puedo decir con confianza, sir Charles, que le habría gustado.

– Ha sido extraordinariamente amable de su parte haberme puesto al corriente de todo esto, querido amigo.

– No hay de qué. Estoy seguro -dijo Harrison- que si sir Raymond hubiera estado en mi situación, hubiera hecho más o menos lo mismo.

– Es una lástima no haberle dicho a Daniel la verdad acerca de su padre…

– Si ahorra sus energías para los vivos -dijo Harrison-, todavía es posible que no se desperdicie la previsión de sir Raymond.


El 7 de marzo de 1962, el día de la muerte de la señora Trentham, las acciones de «Trumper's» estaban a 1 libra y 2 chelines en el índice bursátil del Financial Times; pasadas sólo cuatro semanas habían subido otros tres chelines.

El primer consejo que dio Tim Newman a Charlie fue aferrarse a toda acción que aún poseyera y bajo ninguna circunstancia durante los dos años siguientes acceder a ninguna emisión gratuita de acciones. Si durante estos dos años Charlie y Becky podían echar mano de algún dinero disponible, deberían comprar acciones en cuanto aparecieran en el mercado.

La dificultad de seguir este consejo radicaba en que cada vez que salía al mercado algún paquete de acciones de importancia, inmediatamente lo compraba un agente de bolsa desconocido, que evidentemente tenía órdenes de hacerlo a cualquier precio. El agente de Charlie se las arregló para adquirir unas pocas acciones, pero sólo de aquellos reacios a vender en mercado abierto. A finales del año, las acciones de «Trumper's» ya estaban a 1 libra y 17 chelines. Quedaron aún menos vendedores en la bolsa después de que el Financial Times advirtiera a sus lectores de una posible batalla por la adquisición de la empresa. La noticia pronosticaba incluso que esto sucedería dentro de los dieciocho meses siguientes.

– Ese maldito diario parece estar tan bien informado como cualquiera de los miembros del Consejo -se quejó Daphne a Charlie en la reunión siguiente, añadiendo que ya no se molestaba en leer las actas de las pasadas reuniones, ya que podía leer un excelente resumen de lo que pasaba en ellas en la primera página del Financial Times al que obviamente se le había dictado palabra por palabra. Daphne no despegó sus ojos de Brian Hurst al decir esto.

El último artículo del diario era inexacto sólo en un pequeño detalle, porque la batalla por «Trumper's» ya no se libraba en la sala del consejo. Tan pronto como se enteraron de que en el testamento de sir Raymond había una cláusula de retención de dos años, Nigel Trentham y sus candidatos dejaron de asistir a las reuniones mensuales.

La ausencia de Trentham ofendía particularmente a Cathy, ya que trimestre tras trimestre el nuevo banco incrementaba sus beneficios. Se encontró con que estaba leyendo sus informes a tres sillas desocupadas, aunque también sospechaba que Hust pasaba los informes con todo detalle a Chester Square. Para complicar aún más las cosas, en 1963 Charlie informó a los accionistas que la empresa nuevamente había batido el récord de beneficios durante el año.

– Es posible que te hayas pasado toda la vida levantando «Trumper’s» sólo para pasársela en bandeja a los Trentham -reflexionó Tim Newman.

– Ciertamente no hay ninguna necesidad de que la señora Trentham se revuelva en su tumba -admitió Charlie-. Es irónico, después de todo lo que manipuló en vida, que sólo con su muerte haya tenido la oportunidad de dar el golpe de gracia.

Cuando volvieron a subir las acciones a comienzos de 1964, esta vez a más de 2 libras, Tim Newman informó a Charlie de que Nigel Trentham continuaba en el mercado con instrucciones de comprar.

– ¿Pero de dónde saca todo el dinero necesario para financiar una operación de este calibre, sin tener todavía acceso al dinero de su abuelo?

– Un ex colega me dio a entender -repuso Tim Newman-, que un importante banco mercantil le ha concedido un crédito al descubierto en previsión de su conquista del control del fideicomiso Hardcastle. Ojalá hubieras tenido un abuelo que te dejara una fortuna -añadió.

– Lo tuve -dijo Charlie.


El día en que Charlie cumplió sesenta y cuatro años fue elegido por Nigel Trentham para dar a conocer al mundo su intención de hacer una oferta por el total de las acciones de Trumper, al precio de 2 libras y cuatro chelines la acción, a sólo siete semanas del día en que tendría el derecho de reclamar su herencia. Charlie aún confiaba en que con la ayuda de amigos y de instituciones como la Prudential, así como de algunos accionistas que aún esperaban que subieran más las acciones, podría hacerse con casi el cuarenta por ciento de los valores. Según los cálculos de Tim Newman, Trentham tendría ahora como mínimo el veinte por ciento, pero una vez entrara en posesión del diecisiete por ciento del trust, su cuota alcanzaría el cuarenta y dos o cuarenta y tres por ciento, y no le resultaría difícil hacerse con el ocho o nueve por ciento más requerido para conquistar el control sobre la empresa.

Esa noche Daphne ofreció una cena en su casa de Eaton Square para celebrar el cumpleaños de Charlie. Nadie mencionó el nombre de Trentham hasta después de la segunda ronda de Oporto. Charlie se puso sentimental y les contó lo de la cláusula en el testamento de sir Raymond, la cual, les explicó, había sido añadida con el único propósito de salvarle a él.

– Brindemos por sir Raymond Hardcastle -dijo Charlie levantando su copa-. Un hombre bueno para nuestro equipo.

– Por sir Raymond -repitieron todos alzando sus copas, con la excepción de Daphne.

– ¿Qué pasa, chica? -preguntó Percy-. ¿Es que el oporto no está a la altura de las circunstancias?

– No; como siempre, sois vosotros, chicos, quienes no estáis a la altura de las circunstancias. No habéis comprendido en absoluto lo que sir Raymond esperaba de vosotros.

– ¿Qué quieres decir, chiquilla?

– Yo me habría imaginado que era algo evidente para todo el mundo, especialmente para ti, Charlie -dijo ella volviéndose de su marido hacia el invitado de honor.

– Estoy con Percy, no tengo la menor idea de lo que quieres decir.

Todos los comensales se habían callado, centrando su atención en lo que iba a decir Daphne.

– En realidad es bastante sencillo -continuó ésta-. Es evidente que sir Raymond no consideraba probable que la señora Trentham sobreviviera a Daniel.

– ¿Y? -dijo Charlie.

– Y también dudo de que se le ocurriera por un momento que Daniel fuera a tener hijos antes de que ella muriera.

– Es posible -admitió Charlie.

– Y todos nos damos cuenta muy bien de que Nigel Trentham era el último recurso; de otra forma sir Raymond lo habría nombrado tranquilamente como el siguiente beneficiario y no habría pasado su fortuna a un hijo de Guy Trentham, a quien ni siquiera conoció. Tampoco habría añadido las palabras: «Si no hubiera prole a considerar, entonces la propiedad pasará a mi descendiente más próximo».

– ¿Adónde nos conduce todo eso? -preguntó Becky.

– De vuelta a la cláusula que acaba de citar Charlie: «Por favor haga todo lo necesario para encontrar a alguien que tenga derecho a reclamar mi herencia» -dijo Daphne leyendo las palabras que había garabateado en el mantel-. ¿Son ésas las palabras correctas, señor Harrison?-preguntó.

– Lo son, lady Wiltshire, pero aún no veo…

– Porque usted está tan ciego como Charlie -dijo ella-. Gracias a Dios uno de nosotros está aún sobrio. Señor Harrison, por favor, recuérdenos las instrucciones de sir Raymond para publicar los anuncios.

El señor Harrison se limpió la boca con la servilleta, la dobló cuidadosamente y la colocó en la mesa delante de él.

– Poner un anuncio en The Times, en el Telegraph y en el Guardian, o en cualquier otro periódico que yo considerara apropiado o pertinente.

– «Que yo considerara apropiado o pertinente» -repitió Daphne lentamente pronunciando bien cada palabra-. Una indicación tan inconfundible como cabría esperar de un hombre sobrio, creo yo -. Todos los ojos estaban fijos en ella y nadie hizo siquiera el amago de interrumpir-, ¿No veis ahora que ésas son las palabras cruciales? -preguntó-. Porque si Guy Trentham hubiera tenido en realidad otro hijo, ciertamente no encontraríais a ese descendiente poniendo un anuncio en el Times de Londres, ni en el Telegraph, el Guardian, el Yorkshire Post ni en el Huddersfield Daily Examiner.

Charlie dejó caer su rodaja de tarta de cumpleaños en el plato y miró al señor Harrison a través de la mesa.

– Cielo santo, tiene razón, sabe.

– Ciertamente es posible que no esté equivocada -admitió Harrison revolviéndose incómodo en su silla-. Y pido perdón por mi falta de imaginación, porque, como apunta con toda razón lady Wiltshire, he sido un tonto ciego y no he obedecido a mi señor cuando me aconsejaba que usara mi sentido común. Es tan evidente que él se imaginó que Guy bien podría haber tenido otro hijo, que era muy poco probable que ese niño apareciera por Inglaterra.

– Puede que todavía haya tiempo. Después de todo aún faltan siete semanas para que finalmente se haga entrega de la herencia, de modo que volvamos inmediatamente a la tarea -dijo Charlie.

Se levantó de la mesa y se encaminó al teléfono más cercano.

– Lo primero que voy a necesitar es al abogado más listo de Australia -Charlie consultó su reloj -, y preferiblemente que no le importe levantarse de madrugada.


Durante las dos semanas siguientes aparecieron grandes anuncios en recuadro en todos los periódicos de Australia con tirada superior a los cincuenta mil ejemplares. A cada respuesta seguía una entrevista llevada a cabo por un bufete de Sydney que el señor Harrison había recomendado. Todas las noches Charlie recibía la llamada telefónica de Trevor Roberts, el socio principal, que permanecía al teléfono durante horas informando a Charlie de las últimas noticias reunidas en sus despachos en Sydney, Melbourne, Perth, Brisbane y Adelaida. Después de tres semanas de clasificar chiflados y verdaderos interesados, Roberts acabó con sólo tres candidatos que se ceñían a los criterios necesarios. Pero una vez entrevistados por un socio de la firma, tampoco lograron demostrar ningún parentesco directo con ningún miembro de la familia Trentham.

Robert había descubierto a diecisiete personas de apellido Trentham en el registro nacional, la mayoría de ellos de Tasmania, pero ninguno de ellos pudo probar parentesco directo con Guy Trentham o con su madre, aunque una señora de Hobart que había emigrado de Ripon después de la guerra pudo reclamar mil libras, ya que resultó ser prima en quinto grado de sir Raymond.

Charlie agradeció su diligencia y perseverancia al señor Roberts pero le dio instrucciones de continuar con la pesquisa, sin poner reparos en el número de personas que tuviera que emplear en el caso, de noche o de día.

En la última reunión de consejo antes de que Nigel Trentham entrara oficialmente en posesión de su herencia, Charlie informó a sus colegas acerca de las últimas novedades procedentes de Australia.

– No me parece demasiado esperanzador -dijo Newman-. Después de todo, si es que hubiera otro Trentham por allí, ya tendría más de treinta años y seguramente se habría presentado a reclamar sus derechos.

– De acuerdo, pero Australia es un lugar tremendamente grande, e incluso es posible que hayan abandonado el país.

– No te das por vencido, ¿verdad? -comentó Daphne.

– Sea como fuere -intervino Arthur Selwyn-, creo que ya es tarde para que intentemos llegar a un acuerdo con Trentham, si es que va a haber una adquisición responsable de la empresa. En interés de «Trumper's» y de sus clientes, me gustaría ver sí es posible que los directivas implicados lleguen a un arreglo amistoso…

– ¿Arreglo amistoso? -exclamó Charlie-, El único arreglo que satisfaría a Trentham sería estar él sentado en esta silla con la mayoría calculada en el consejo, mientras a mí me envían a sentarme ocioso en un asilo.

– Puede que así sea -dijo Selwyn -, pero debo hacer notar, presidente, que aún tenemos un deber para con nuestros accionistas.

– Tiene razón -dijo Daphne-, Tendrás que intentarlo, Charlie, por el bien a largo plazo de la empresa que fundaste. Por mucho que duela -añadió a media voz.

Becky movió la cabeza en señal de asentimiento y entonces Charlie pidió a Jessica que concertara una entrevista con Trentham tan pronto como a éste le viniera bien. A los pocos minutos regresó Jessica para informar al consejo que el señor Trentham no tenía el menor interés en ver a ninguno de ellos hasta el 7 de marzo, día en que tendría sumo placer en aceptar sus dimisiones personalmente.

– Siete de marzo, dos años justos desde el día de la muerte de su madre -recordó Charlie al consejo.

– Y el señor Roberts pregunta por usted por la otra línea -informó Jessica.

Charlie se incorporó y se dirigió a grandes zancadas hacia el teléfono. Lo cogió como se agarra un marinero náufrago a un salvavidas.

– Roberts, ¿tiene usted algo para mí?

– Guy Trentham.

– Pero si yace enterrado en una tumba en Ashurst.

– Pero no antes de que sacaran su cuerpo de una cárcel de Melbourne.

– ¿Una cárcel? Yo creía que había muerto de tuberculosis.

– No creo que se pueda morir de tuberculosis mientras se está colgado del extremo de una cuerda de dos metros, sir Charles.

– ¿Colgado?

– Por asesinar a su esposa, Anna Helen -dijo el abogado.

– ¿Pero tuvieron algún hijo? -preguntó desesperado Charlie.

– No hay forma de saber eso.

– ¿Por qué demonios no?

– La ley prohíbe que los Servicios de Prisiones den el nombre de los parientes más próximos de nadie.

– ¿Pero por qué, por el amor de Dios?

– Por su propia seguridad.

– Pero esto sólo le reportaría beneficios.

– Ya han escuchado el mismo cuento antes. En realidad, se me ha hecho notar que en este caso en particular ya hemos puesto anuncios de costa a costa en busca de interesados. Y hay algo peor aún; si el hijo o hija de Trentham se hubiera cambiado el apellido por motivos comprensibles, tenemos muy pocas posibilidades de seguirle la pista. Pero tenga la seguridad que sigo trabajando de lleno en esto, sir Charles.

– Consígame una entrevista con el comisario de policía.

– No cambiará nada, sir Charles. Él…

Pero Charlie ya había cortado la comunicación.

– Estás loco -dijo Becky ayudando a su marido a hacer la maleta una hora después.

– Cierto -asintió Charlie-. Pero puede que ésta sea mi última oportunidad de continuar en posesión de mi empresa, y no estoy dispuesto a hacerlo por teléfono, sin contar que estamos a diecinueve mil kilómetros de distancia. Tengo que estar allí yo mismo, por lo menos para saber que he sido yo el que he fracasado, no una tercera persona.

– Pero ¿qué es exactamente lo que esperas descubrir cuando estés allí?

Charlie miró seriamente a su esposa.

– Sospecho que sólo la señora Trentham tiene la respuesta a eso.

Capítulo 44

Todo lo que necesitaba era una buena noche de sueño, pensaba Charlie treinta y cuatro horas más tarde al tocar tierra el vuelo 012 en el aeropuerto Kingsford Smith de Sidney, en un atardecer cálido y soleado. Una vez pasada la inspección de aduanas, fue recibido por un joven alto que se presentó como Trevor Roberts, el abogado recomendado por Harrison. Roberts vestía un traje beige de tela ligera. De complexión robusta, abundante cabello rojizo y tez aún más rojiza, Roberts tenía el aspecto de pasar sus sábados por la tarde en las pistas de tenis. Inmediatamente se hizo cargo del carrito con las maletas de Charlie y lo empujó con paso firme hacia la salida con el letrero «aparcamiento».

– No es necesario que lleve estas cosas al hotel -dijo mientras sostenía la puerta abierta para que pasara Charlie-, Déjelas en el coche.

– ¿Es ése un buen consejo legal? -preguntó Charlie ya sin aliento tratando de seguir el paso del joven.

– Ciertamente lo es, sir Charles, porque no tenemos tiempo que perder.

Se detuvieron en la acera y un chófer cargó el equipaje en el maletero mientras Charlie y el señor Roberts subían al asiento de atrás.

– El cónsul general británico lo invita a un cóctel en su residencia esta tarde a las seis, pero yo necesito que tome el último vuelo a Melbourne esta noche. Como sólo nos quedan seis días, no podemos permitirnos el lujo de desperdiciarlos en la ciudad equivocada.

Tan pronto revisó una gruesa carpeta y comenzó a escuchar los planes del joven abogado para los días siguientes, Charlie supo que le iba a gustar el señor Roberts. Charlie escuchaba atentamente todo lo que Roberts le iba diciendo, pidiéndole sólo de vez en cuando que le repitiera o explicara algo con más detalle, mientras trataba de acostumbrarse al estilo del señor Roberts, tan diferente de cualquier abogado que hubiera conocido en Inglaterra. Cuando le pidió al señor Harison que le buscara el joven abogado más listo de Sydney, jamás se imaginó que su viejo amigo iba a elegir a alguien de estilo tan distinto al suyo.

Mientras el coche se deslizaba por la autopista en dirección a la residencia del cónsul general, Roberts continuaba su detallado informe aguantando varias carpetas sobre sus rodillas.

– Sólo vamos a este cóctel con el cónsul general -explicó-, por si se presentara el caso en que necesitáramos ayuda para abrir puertas pesadas. Luego nos marchamos a Melbourne, porque cada vez que alguien de mi oficina encuentra algo que podría considerarse una pista, siempre parece acabar en el escritorio del comisario de policía de Melbourne. He concertado una entrevista para que vea al nuevo comisario por la mañana, pero como le he dicho, el señor Reed no se ha mostrado en absoluto dispuesto a colaborar con mi gente.

– ¿Eso por qué?

– Hace muy poco que está en el cargo e intenta demostrar desesperadamente que todo el mundo será tratado con imparcialidad, excepto los inmigrantes ingleses.

– ¿Qué problema tiene?

– Como todos los australianos de la segunda generación, odia a los británicos, o al menos hace como que los odia. -Roberts sonrió-. De hecho, creo que sólo hay un grupo de personas al que odia más.

– ¿Los delincuentes?

– No. Los abogados -repuso Roberts-. De modo que ahora comprenderá por qué la suerte está en contra nuestra.

– ¿Ha logrado sacarle algo?

– No mucho. Lo más que ha estado dispuesto a revelar ya estaba en el registro público, a saber, que el veintisiete de julio de mil novecientos veintiséis Guy Trentham mató a su esposa en un arranque de furia, apuñalándola varias veces mientras ella se bañaba y manteniéndola bajo el agua después, para asegurarse de que no sobreviviría, página dieciséis de su carpeta. También sabemos que el veintitrés de abril de mil novecientos veintisiete lo colgaron por el asesinato, a pesar de varias súplicas de indulto al gobernador general. Lo que nos ha sido imposible descubrir es si le sobrevivió algún hijo. El Melbourne Age fue el diario que publicó el reportaje del juicio, y no menciona ningún hijo. Eso no es de extrañar, puesto que el juez podría haber prohibido tal referencia en el tribunal a no ser que aportara alguna luz sobre el crimen.

– ¿Pero y el nombre de soltera de la esposa? Eso sería un camino mejor a seguir.

– Esto no le va a gustar, sir Charles -dijo Roberts.

– ¿A ver?

– Su apellido era Smith, Anna Hellen Smith; por ese motivo nos concentramos en Trentham.

– Y hasta aquí no han conseguido ninguna pista firme.

– Me temo que no. Si hubo algún niño de apellido Trentham en Australia en esa época, ciertamente no hemos sido capaces de localizarle. Mi personal ya ha entrevistado a todos los Trentham que aparecen en el registro nacional, incluido uno de Coorabulka, una población de once habitantes a la que se tarda tres días en llegar, en coche y a pie.

– A pesar de todos sus esfuerzos, Roberts, pienso que aún quedan piedras por remover.

– Posiblemente -dijo Roberts-, Incluso llegué a preguntarme si tal vez Trentham se había cambiado el apellido cuando llegó a Australia, pero el comisario de policía pudo confirmar que el dosier que tenía en Melbourne lleva el nombre de Guy Francis Trentham.

– ¿De modo que si el apellido no cambió podría ser posible localizar algún hijo o hija?

– No necesariamente. Hace muy poco tuve en mis manos un caso de una clienta cuyo marido fue enviado a prisión. Ella tomó de nuevo su apellido de soltera y se lo puso a su hijo; llegó a demostrarme un sistema infalible por entonces para eliminar el apellido original de los registros. Además, teniendo en cuenta que en este caso nos enfrentamos a un niño o niña que pudo haber nacido en cualquier momento entre mil novecientos veintitrés y veinticinco, hay que pensar que la eliminación de sólo una hoja de papel podría haber bastado para borrar toda conexión que haya podido tener con Guy Trentham. Si ha ocurrido eso, encontrar a ese niño o esa niña en un país del tamaño de Australia sería como buscar la proverbial aguja en un pajar.

– Y sólo tengo seis días -dijo con dolor Charlie.

– No me lo recuerde -dijo Roberts en el momento en que el coche pasaba por las puertas de la residencia del cónsul general en Goldfield House, aminorando la velocidad a un ritmo más tranquilo por el camino de entrada.

– He asignado una hora para esta fiesta, no más -añadió el joven-. Todo lo que deseo del cónsul general es una promesa de que telefoneará al comisario de policía de Melbourne para pedirle que colabore cuanto le sea posible. Pero cuando yo diga que debemos marcharnos, sir Charles, quiere decir que debemos marcharnos.

– Entendido -dijo Charlie, sintiéndose nuevamente soldado raso desfilando por Edimburgo.

– Por cierto -exclamó Roberts-, el cónsul general es sir Oliver Williams. Sesenta y uno, ex oficial de la Guardia, procedente de un lugar llamado Turnbridge Wells.

Dos minutos después entraban al gran salón de baile de la Casa de Gobierno.

– Me alegro tanto de que haya podido venir, sir Charles -dijo un hombre alto elegantemente vestido con un traje a rayas de botonadura doble y corbata de la Guardia.

– Gracias, sir Oliver.

– ¿Y qué tal el viaje, amigo?

– Cinco escalas para cargar combustible y ningún aeropuerto que supiera servir una taza de té decente.

– Entonces le vendrá bien uno de éstos -sugirió sir Oliver ofreciéndole whisky doble que tomó hábilmente de una bandeja que pasaba-, Y pensar -continuó el diplomático- que pronostican que nuestros nietos podrán hacer todo el viaje de Sydney a Londres en un vuelo sin escalas en menos de un día. Sin embargo, la suya fue una experiencia mucho más agradable que lo que tuvieron que soportar los primeros colonizadores.

– Una pequeña compensación -a Charlie no se le ocurrió otra respuesta más adecuada mientras pensaba en el contraste entre el candidato del señor Harrison en Australia y el representante de la Reina.

– Cuénteme qué lo ha traído a Sydney -continuó el cónsul general-, ¿Hemos de suponer que el carretón más grande del mundo abrirá sus puertas en este lado del globo?

– No, sir Oliver. Se librarán de eso aquí. He venido en breve visita particular, con la intención de solucionar algunos asuntos familiares.

– Bueno, si hay alguna cosa que yo pueda hacer para ayudarle -dijo el anfitrión, tomando un vaso de ginebra de otra bandeja que pasaron- basta con que me lo haga saber.

– Muy amable de su parte, sir Oliver, porque en realidad necesito su ayuda en un pequeño asunto.

– ¿Y de qué se trata? -preguntó su anfitrión, mirando al mismo tiempo por encima del hombro de Charlie en dirección a unos invitados que llegaban tarde.

– Podría llamar por teléfono al comisario de policía de Melbourne y pedirle que colabore todo lo posible cuando yo le haga una visita mañana por la mañana.

– Considere hecha la llamada, amigo -dijo sir Oliver y se inclinó para estrechar la mano de un emir árabe-. Y no olvide, sir Charles, si hay alguna cosa que yo pueda hacer para ayudarle, y con eso quiero decir lo que sea, basta con que me lo haga saber. Ah, monsieur l'ambassadeur, comment allez-vous?

De pronto Charlie se sintió agotado. Se pasó el resto de la hora tratando de mantenerse erguido mientras conversaba con diplomáticos, políticos y hombres de negocios, todos los cuales conocían por lo visto el carretón más grande del mundo. Finalmente una firme presión en el codo le recordó que ya se habían observado las reglas de cortesía, y que debía partir para el aeropuerto.

Durante el vuelo a Melbourne sólo fue capaz de permanecer despierto, aun cuando no siempre tenía los ojos abiertos. En respuesta a una pregunta de Roberts, confirmó que el cónsul general había accedido a telefonear al comisario de policía a la mañana siguiente.

– Pero no estoy seguro de que se haya dado cuenta de la importancia de ello.

– Entendido -dijo Roberts-. Entonces volveré a ponerme en comunicación con su oficina mañana a primera hora. No se conoce a sir Oliver precisamente por cumplir las promesas que hace en los cócteles. «Si hay alguna cosa que yo pueda hacer para ayudarle, amigo, y con eso quiero decir lo que sea…»

Charlie esbozó una soñolienta sonrisa.

En el aeropuerto de Melbourne les estaba esperando otro coche, y aunque le llevaron a toda velocidad, esta vez se quedó dormido y no despertó hasta que le sacaron del coche a las puertas del hotel Windsor unos veinte minutos más tarde. El director del hotel le condujo a una suite; tan pronto se quedó solo, se desvistió rápidamente, se duchó y se echó en la cama. A los pocos minutos estaba profundamente dormido. No obstante, a la mañana siguiente se despertó alrededor de las cuatro.

Las tres horas siguientes las pasó sentado en la cama apoyado en almohadas que no se mantenían quietas, repasando las carpetas de Roberts. Puede que el hombre no tuviera el aspecto ni la forma de hablar de Harrison, pero en cada página estaba impreso el mismo sello de perfección y esmero. Cuando por fin dejó caer al suelo la última página, tuvo que admitir que el bufete de Roberts había cubierto todos los flancos, sin dejar, además, la más mínima pista por seguir; su única esperanza residía ahora en el comisario de policía de Melbourne.

A las siete se dio una ducha fría y a las ocho recién pasadas tomó un desayuno caliente. Aunque sólo tenía una entrevista ese día y era a las diez, se encontraba paseando por la suite en espera de Roberts mucho antes de la hora en que éste había quedado en venir a buscarle, las nueve y media, consciente de que si no resultaba nada de esta reunión bien podía hacer sus maletas y volverse a Inglaterra esa misma tarde. Al menos daría la satisfacción a Becky de haber tenido la razón.

A las nueve veinticinco Roberts llamó a la puerta; Charlie se preguntó cuánto rato habría estado el joven abogado fuera esperando. Roberts le informó que ya había telefoneado a la oficina del cónsul general y que sir Oliver había prometido llamar al comisario de policía antes de la hora.

– Bien. Ahora dígame todo lo que sepa sobre este hombre.

– Mike Reed tiene cuarenta y siete años, es eficiente, quisquilloso y presumido. Ha escalado todos los puestos, pero aún le parece necesario darse importancia ante todo el mundo, especialmente en presencia de un abogado, tal vez porque los índices de delincuencia en Melbourne suben más deprisa que los de odio contra Inglaterra.

– Ayer me comentó que era de la segunda generación. ¿De dónde proviene?

– Su padre emigró a Australia a comienzos de siglo -dijo Roberts revisando sus papeles-, procedente de un lugar llamado Deptford.

– ¿Deptford? -repitió Charlie con una sonrisa-. Eso es casi territorio local. ¿Nos ponemos en marcha? -propuso consultando su reloj -. Creo que estoy más que preparado para convencer al señor Reed.

Cuando veinte minutos más tarde Roberts mantuvo la puerta del cuartel de policía abierta para que pasara su cliente, desde una enorme fotografía oficial los miró un hombre cercano a los cincuenta, que le hizo sentir a Charles cada día de sus sesenta y cuatro años. Roberts dio sus nombres al oficial de guardia y sólo tuvieron que esperar unos minutos para ser conducidos a la oficina del comisario.

Los labios del policía dibujaron una delgada sonrisa al estrechar la mano a Charlie.

– No creo que sea mucho lo que puedo hacer por usted, sir Charles -comenzó Reed indicándole que tomara asiento-. Aun cuando su cónsul general se ha tomado la molestia de llamarme. -Ignoró completamente a Roberts que permanecía de pie a poca distancia detrás de Charlie.

– Yo conozco ese acento -dijo Charlie sin tomar la silla que se le ofrecía.

– ¿Perdón, cómo dice? -preguntó Reed que también permaneció de pie.

– Apuesto de media corona a una libra a que su padre proviene de Londres.

– Sí, tiene razón.

– Y el East End de esa ciudad sería mi apuesta.

– Deptford -dijo el comisario.

– Lo supe en el momento mismo en que abrió la boca -dijo Charlie sentándose y echándose atrás en el sillón tapizado en cuero-, Yo soy de Whitechapel. ¿Dónde nació él?

– En Bishop's Way -repuso el comisario-. Justo en…

– A justo a un tiro de piedra de mi parte del mundo -dijo Charlie con marcado acento cockney.

Robert aún no había pronunciado una palabra, y mucho menos dado alguna opinión profesional.

– Partidario del Tottenham, supongo -dijo Charlie.

– Los Gunners -dijo con firmeza Reed.

– Qué montón de basura -exclamó Charlie-, Arsenal es el único equipo que yo conozco que da los nombres del público a los jugadores.

– Pues sí -rió el comisario-. Yo ya casi he perdido las esperanzas para esta temporada. ¿Y de quién es partidario usted?

– Yo soy hombre del West Ham -dijo Charlie.

– ¿Y así y todo quiere que yo colabore con usted?

– Bueno -rió Charlie-. Les dejamos ganarnos en la Copa.

– En mil novecientos veintitrés -dijo riendo Reed.

– Tenemos memoria larga allí en Upton Park.

– Bueno, jamás me imaginé que usted tuviera ese acento, sir Charles.

– Llámeme Charlie, como todos mis amigos. Y, otra cosa, Mike, ¿quiere que él salga fuera? -dijo apuntando con el pulgar a Trevor Roberts a quien aún no le ofrecían una silla.

– Podría servir -dijo el comisario.

– Espéreme fuera, Roberts -dijo Charlie sin siquiera molestarse en mirar en dirección a su abogado.

– Sí, sir Charles.

Roberts se volvió y se dirigió a la puerta. Una vez solos, Charlie se inclinó por encima del escritorio y dijo:

– Puñeteros abogados, todos son iguales. Presumidos más que bien pagados, «coles de Bruselas», te cobran este mundo y luego quieren que uno haga el trabajo.

– Especialmente si eres «saltamontes» -confió Reed riendo.

– No había escuchado esa descripción de la poli desde que me fui de Whitechapel -se inclinó y añadió-: Esto queda entre nosotros Mike. Dos chicos del East End reunidos. ¿Puede decirme algo sobre Trentham que él no sepa? -indicó con el pulgar hacia la puerta.

– Para ser justo con él, no creo que haya mucho que Roberts no haya descubierto, sir Charles.

– Charlie.

– Charlie. Usted ya sabe que Trentham mató a su esposa y ya debe saber también que después fue colgado por el crimen.

– Sí, pero lo que necesito saber, Mike, es: ¿había algún hijo?

Charlie contuvo la respiración. El policía pareció titubear, luego miró la hoja de acusaciones que tenía delante de él en el escritorio.

– Aquí dice esposa, difunta, una hija.

Charlie trató de no dar un salto en la silla.

– Supongo que en esa hoja no aparece el nombre.

– Margaret Ethel Trentham -dijo el comisario.

No era necesario que buscara el nombre en los papeles que le había dejado Roberts la noche anterior. No aparecía ninguna Margaret Ethel Trentham en ninguno de ellos, y aún recordaba los nombres de tres Trentham nacidos en Australia entre 1923 y 1925. Todos eran varones.

– ¿Fecha de nacimiento? -aventuró.

– No aparece, Charlie -dijo Reed-. No era la niña la acusada. -Deslizó el papel sobre el escritorio para que su visitante pudiera leer todo lo que ya le había dicho-. No se preocupaban mucho de este tipo de detalles en los años veinte.

– ¿Hay alguna otra cosa en esa carpeta que le parezca que puede ayudar a un chico del East End que no pisa terreno familiar? -preguntó Charlie con la esperanza de no estarse pasando.

Reed revisó atentamente los papeles del informe sobre Trentham durante un rato antes de dar su opinión:

– Hay dos entradas registradas que podrían serle útiles. La primera fue escrita a lápiz por mi predecesor, y hay hasta una entrada hecha por el comisario anterior que supongo podría ser de interés.

– Soy todo oídos.

– El veinticuatro de abril de mil novecientos veintiséis, el comisario Parker recibió una visita de una tal señora Trentham, madre del difunto.

– Buen Dios -exclamó Charlie incapaz de ocultar su sorpresa-, ¿Pero con qué motivo?

– No se da el motivo ni tampoco hay constancia de lo que se habló en la entrevista, lo siento.

– ¿Y la segunda entrada?

– Ésa hace referencia a otro visitante procedente de Inglaterra que preguntaba por Guy Trentham. Esta vez fue el veintitrés de agosto de mil novecientos cuarenta y siete. El visitante era… -el comisario de policía se inclinó sobre el papel para leer nuevamente el nombre -: un señor Daniel Trentham.

Charlie sintió un escalofrío y tuvo que agarrarse a los brazos del sillón.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó Reed en tono de verdadera preocupación.

– Muy bien -dijo Charlie-, es sólo el efecto del viaje y del cambio de horario.

– ¿Se da el motivo de la visita de Daniel Trentham?

– Según la nota adjunta, alegaba ser el hijo del difunto -dijo el comisario. Charlie trató de no demostrar ninguna emoción. El policía se echó atrás en su sillón-. De modo que ahora usted sabe tanto del caso como yo.

– Ha sido usted muy amable -dijo Charlie poniéndose de pie. Se inclinó sobre el escritorio para estrecharle la mano al comisario-: Si alguna vez vuelve a Deptford, vaya a verme. Me sentiré encantado de llevarle a ver un verdadero equipo de fútbol.

Reed sonrió y continuó intercambiando anécdotas con Charlie mientras se encaminaban desde su despacho al ascensor. Una vez en la planta baja, el policía lo acompañó hasta las gradas de entrada del cuartel. Allí se estrecharon las manos y Charlie se reunió con Roberts que le esperaba en el coche.

– Muy bien, Roberts, al parecer tenemos trabajo.

– ¿Me está permitido hacerle una pregunta antes de comenzar, sir Charles?

– Adelante.

– ¿Qué le pasó a su acento?

– Lo reservo sólo para personas especiales, señor Roberts, la Reina, Winston Churchill, y cuando estoy atendiendo mi carretón. Hoy me pareció necesario añadir a mi lista al comisario de policía de Melbourne.

– Soy incapaz hasta de comenzar a pensar qué le diría usted de mí y de mi profesión.

– Le dije que usted era un boy scout presumido y demasiado bien pagado que esperaba que yo hiciera todo el trabajo.

– ¿Y él dio su opinión?

– Opinó que tal vez yo era demasiado moderado.

– No me cuesta creerlo -dijo Roberts-. ¿Pero logró sacarle alguna información nueva?

– Por cierto -repuso Charlie-. Hay una hija en algún lugar que fue bautizada como Margaret Ethel, pero nuestra única pista es que esa señora Trentham hizo una visita a Melbourne en mil novecientos veintiséis.

– Santo cielo -murmuró Roberts -. Usted ha logrado más en veinte minutos que yo en veinte días.

– Ah, pero yo tenía la ventaja de mis orígenes -dijo Charlie con una sonrisa-. Ahora bien, ¿dónde podría reposar su cansada cabeza una dama inglesa en esta ciudad por esa época?

– No es mi ciudad -admitió Roberts-, pero mi socio Neil Mitchell podría decírnoslo. Su familia se instaló en Melbourne hace más de cien años.

– ¿Qué esperamos, entonces?

Neil Mitchell frunció el ceño cuando su socio le hizo la pregunta.

– No tengo ni idea -confesó-, pero mi madre seguro que lo sabe. -Tomó el teléfono y comenzó a marcar-. Es escocesa de modo que intentará cobrarnos por la información.

Charlie y Roberts esperaron pacientemente junto al escritorio de Mitchell. Después de unos pocos preliminares propios de un hijo, éste hizo la pregunta y escuchó atentamente la respuesta.

– Gracias, madre; inestimable -dijo finalmente-. Te veo el fin de semana -añadió antes de colgar.

– ¿Bien? -preguntó Charlie

– Por lo visto el Victoria Country Club era el único lugar en los años veinte donde se habría alojado una persona de la alcurnia de la señora Trentham -dijo Mitchell-. En esa época Melbourne sólo tenía dos hoteles decentes y el otro era estrictamente para hombres en visita de negocios.

– ¿Existe aún el lugar? -preguntó Roberts.

– Sí, pero está bastante mal llevado actualmente. Lo que me imagino que sir Charles llamaría «sórdido».

– Entonces llame por teléfono y pida que le reserven una mesa para el almuerzo a nombre de sir Charles Trumper. Ponga énfasis en el sir Charles.

– Desde luego, sir Charles -dijo Roberts-. ¿Y vamos a emplear nuestro acento refinado en esta ocasión?

– No se lo puedo decir hasta haber medido a la oposición -dijo Charlie cuando regresaban al coche.

– Es irónico, si lo piensas -dijo Roberts mientras el coche entraba en la autopista.

– ¿Irónico?

– Sí. Si la señora Trentham se tomó todas estas molestias para borrar la existencia de su nieta de los registros, tuvo que haber empleado los servicios de algún abogado.

– ¿Entonces?

– Entonces tiene que haber un dossier enterrado en alguna parte de esta ciudad que nos diría todo lo que necesitamos saber.

– Es posible, pero una cosa es segura no tenemos el tiempo suficiente para desenterrarlo.

Cuando llegaron al Victoria Country Club se encontraron con el director del hotel que les esperaba en el vestíbulo para saludarles. Este condujo a su distinguido comensal a una mesa tranquila situada en una terraza cubierta. Grande fue la decepción de Charlie al descubrir lo joven que era.

Charlie escogió los platos más caros de la sección «a la carta» del menú, luego seleccionó una botella de Chambertin cosecha del 57. A los pocos minutos tenía a todos los camareros de la sala atendiéndole.

– ¿Y qué se propone esta vez, sir Charles? -preguntó Roberts, que se habría conformado con el menú del día.

– Paciencia, joven -dijo Charlie simulando desdén a la vez que trataba de cortar un trozo de cordero demasiado hecho con un cuchillo romo. Finalmente desistió y pidió helado de vainilla, confiado en que eso no lo harían tan mal. Cuando llegó el café, el camarero de mayor edad se acercó lentamente a la mesa a ofrecerles puros.

– Un Montecristo, por favor -dijo Charlie sacando un billete de una libra de su billetero y colocándolo frente al camarero. Éste abrió un antiguo humidor para que diera su aprobación-, ¿Lleva mucho tiempo aquí? -preguntó.

– Serán cuarenta años el mes que viene -dijo el camarero al tiempo que otro billete de una libra caía sobre el primero.

– ¿Tiene buena memoria?

– Me complace pensar que sí -repuso el camarero mirando los dos billetes.

– ¿Recuerda a una señora de apellido Trentham? Inglesa, remilgada, puede que haya estado un par de semanas o más, allá por mil novecientos veintiséis -dijo Charlie acercando los billetes hacia el anciano.

– ¿Recordarla? -exclamó el camarero-. Jamás la olvidaré. En aquel tiempo yo era aprendiz y ella no hacía otra cosa que quejarse todo el tiempo de la comida y del servicio. No podía beber otra cosa que agua, decía que no se fiaba de los vinos australianos y se negó a gastar dinero en los franceses; por eso siempre me mandaban a mí a atender su mesa. Al final del mes se marchó sin decir una palabra y ni siquiera me dio propina. Seguro que me acuerdo de ella.

– Eso describe muy bien a la señora Trentham -dijo Charlie-, ¿Pero llegó a saber para qué vino a Australia? -Sacó otro billete de su billetero y lo colocó sobre los otros.

– No tengo ni idea, señor -dijo tristemente el camarero-. Jamás hablaba con nadie en todo el día, y ni siquiera sé si el señor Sinclair-Smith podría saber la respuesta a su pregunta.

– ¿El señor Sinclair-Smith?

El camarero hizo un gesto por encima del hombro señalando a un caballero mayor sentado solo en una mesa en el rincón opuesto con una servilleta metida en el cuello de la camisa. Estaba muy atareado atacando un buen trozo de tarta a la Selva Negra.

– El actual propietario -explicó el camarero-. Su padre era la única persona con quien hablaba alguna vez la señora Trentham.

– Gracias -dijo Charlie-, ha sido usted muy amable. -El camarero se echó al bolsillo los tres billetes-. ¿Tendría usted la amabilidad de preguntarle al director si puedo hablar con él un momento?

– Por supuesto -dijo el anciano cerrando el estuche y alejándose a toda prisa.

– El director es demasiado joven para recordar…

– Abra bien los ojos, señor Roberts, y es posible que hasta aprenda uno o dos trucos que tal vez no le enseñaron en sus clases de contratos empresariales en la facultad de Derecho -dijo Charlie cortando la punta de su puro.

– ¿Ha preguntado por mí, sir Charles? -dijo el director acercándose a la mesa.

– Me agradaría saber si el señor Sinclair-Smith aceptaría acompañarme a beber algún licor -dijo Charlie entregándole al joven una de sus tarjetas.

– Se lo comunicaré inmediatamente, señor -repuso el director dirigiéndose en seguida a la otra mesa.

– Es hora de que me espere en el vestíbulo nuevamente, Roberts -dijo Charlie-, porque sospecho que mi conducta durante la siguiente media hora podría ofender su sentido de ética profesional.

Miró hacia el otro extremo de la sala donde en ese momento el anciano estaba observando su tarjeta con atención. Roberts lanzó un suspiro y se marchó.

Una gran sonrisa apareció en las mofletudas mejillas del señor Sinclair-Smith. Se levantó de su silla y avanzó anadeando a reunirse con su visitante inglés.

– Sinclair-Smith -dijo con aflautado acento inglés extendiendo su flácida mano.

– Muy amable por acompañarme, amigo -dijo Charlie-. Sé reconocer a un compatriota en cuanto lo veo. ¿Se serviría un coñac?

El camarero desapareció a toda prisa.

– Muy amable de su parte, sir Charles. Espero que mi humilde establecimiento le haya ofrecido una comida tolerable.

– Excelente -contestó Charlie-, Pero es que me lo recomendaron -añadió dando una chupada a su cigarro alegremente.

– ¿Se lo recomendaron? -repitió Sinclair-Smith tratando de disimular su sorpresa-, ¿Puedo preguntarle quién?

– Mi vieja tía, la señora Trentham.

– ¡La señora Trentham! Cielo santo, no hemos visto a la querida señora desde los tiempos de mi difunto padre.

Charlie frunció el entrecejo a la vez que el anciano camarero reaparecía con dos copas de coñac grandes.

– Ella se encuentra bien, espero, sir Charles.

– Mejor que nunca -repuso Charlie-. Y deseaba que usted la recordara.

– Qué amable -contestó Sinclair-Smith agitando el coñac en la gran copa-, Y qué extraordinaria memoria la suya, porque yo era muy joven en ese tiempo, acababa de comenzar a trabajar en el hotel. Ella debe tener ahora…

– Más de noventa -completó Charlie-. Y en la familia aún no tenemos idea de cuál fue el motivo de su viaje a Melbourne -añadió.

– Ni yo -dijo Sinclair-Smith sorbiendo su coñac.

– ¿Usted nunca habló con ella?

– No, jamás. Aunque mi padre y su tía mantenían largas conversaciones, él jamás me contó de qué hablaban.

Charles trató de ocultar su frustración ante ese dato.

– Bueno, si usted no supo el motivo de su visita -dijo-, supongo que no quedará nadie vivo que lo sepa.

– Oh, yo no estaría tan seguro -dijo Sinclair-Smith-. Slade debe de saber, eso es, si es que no está ya completamente gagá.

– ¿Slade?

– Sí, un hombre de Yorkshire que trabajaba en el Club cuando estaba mi padre, en la época en que todavía teníamos un chófer fijo. En realidad, todo el tiempo que se alojó en el Club la señora Trentham siempre insistió en emplear los servicios de Slade. Decía que no quería que la llevara ningún otro.

– ¿Trabaja aquí aún? -preguntó Charlie lanzando una gran nube de humo.

– Cielo santo, no -contestó Sinclair-Smith-. Se retiró hace unos años. Ni siquiera sé si aún vive.

– ¿Viaja mucho a su país actualmente? -preguntó Charlie, convencido de haber obtenido la única información pertinente que esta particular fuente podía ofrecerle.

– La verdad es que no…

Durante los siguientes veinte minutos Charlie se mantuvo echado hacia atrás en su silla, disfrutando de su puro al tiempo que escuchaba hablar al señor Sinclair-Smith de todo, desde el fallecimiento del imperio hasta el lamentable estado del cricket inglés. Finalmente Charlie pidió la cuenta y el propietario se marchó deslizándose discretamente.

El anciano camarero arrastró sus pies hacia la mesa tan pronto vio aparecer sobre el mantel otro billete de una libra.

– ¿Se le ofrece algo, señor?

– Significa algo para usted el apellido Slade?

– ¿El viejo Walter Slade, el chófer del Club?

– El mismo.

– Se retiró hace unos años.

– Eso lo sé, pero ¿vive aún?

– Ni idea -dijo el camarero-. Lo último que supe de él fue que vivía en algún lugar por la región de Ballarat.

– Gracias -dijo Charlie y apagó el cigarro en el cenicero, sacó otro billete de una libra, y fue a reunirse con Roberts en el vestíbulo.

– Telefonee a su oficina inmediatamente -ordenó a su abogado-. Pídales que localicen a un tal Walter Slade, que debe estar viviendo en algún lugar llamado Ballarat.

Roberts se precipitó en dirección de un letrero que decía «teléfono», mientras Charlie se paseaba arriba y abajo del corredor rogando por que el hombre estuviera vivo. A los pocos minutos regresó su abogado.

– ¿Puedo saber qué se propone esta vez, sir Charles? -preguntó entregándole un papel con la dirección de Walter Slade escrita en letras mayúsculas.

– -Nada bueno, eso seguro -dijo Charlie leyendo el papel-. Para esto no le necesito a usted, joven amigo, pero sí necesitaré el coche. Nos veremos en la oficina a mi vuelta… y no sé a qué hora. -Le hizo un gesto de despedida al pasar por la puerta dejando a un perplejo Roberts solo en el vestíbulo.

Charlie le pasó el papel al chófer y éste miró la dirección.

– Pero eso queda casi a ciento cincuenta kilómetros -dijo el hombre mirando por encima del hombro.

– Entonces no tenemos un momento que perder, ¿verdad?

El conductor hizo arrancar el motor y salió del antepatio del club de campo. Pasó junto al campo de cricket de Melbourne, donde Charlie vio que alguien había conseguido 147 en dos turnos. Su primer viaje a Australia, pensó fastidiado, y no tenía tiempo para asistir al partido internacional. El viaje por la autopista norte duró otra hora y media, tiempo que empleó en considerar qué método debería emplear con el señor Slade, suponiendo que no estuviera, para citar a Sinclair-Smith, «completamente gaga». Después de pasar el letrero indicador de Ballarat, el conductor paró en una gasolinera. Una vez lleno el depósito, el encargado les orientó, y les llevó otros diez minutos ir a parar delante de una casita con terraza situada en una propiedad en decadencia.

Charlie saltó fuera del coche, recorrió un corto sendero cubierto de malas hierbas y llamó a la puerta. Esperó un momento y le abrió una anciana con delantal; llevaba un vestido color pastel que casi arrastraba por el suelo.

– ¿La señora Slade? -preguntó.

– Sí -replicó ella mirándole con desconfianza.

– ¿Me sería posible hablar un momento con su marido?

– ¿Para qué? -preguntó la anciana-. ¿Es usted de asistencia social?

– No, soy de Inglaterra -repuso Charlie-, Y le traigo a su marido un pequeño legado de parte de mi tía, la señora Trentham, que falleció no hace mucho.

– Oh, qué amabilidad -dijo la señora Slade-, Pase.

La anciana le guió hacia la cocina, donde vio a un anciano vestido con chaqueta de punto, una limpia camisa a cuadros y pantalones bombachos, dormitando en un sillón junto a la chimenea.

– Hay un hombre que ha venido desde Inglaterra especialmente para verte, Walter.

– ¿Qué? -dijo el hombre restregándose los ojos con sus huesudos dedos para ahuyentar el sueño.

– Un hombre que viene de Inglaterra -repitió su esposa-. Con un regalo de la señora Trentham.

– Soy demasiado viejo para llevarla en coche ahora -Sus cansados ojos se entrecerraron al mirar a Charlie.

– No, Walter, no lo entiendes. Es un familiar que ha venido desde Inglaterra con un regalo. Verás, ella murió.

– ¿Murió?

Ambos miraban ahora a Charlie con curiosidad y él sacó rápidamente su billetero, retiró todos los billetes que llevaba, y se los dio a la señora Slade.

Ella comenzó a contar los billetes lentamente mientras Walter Slade continuaba mirando fijamente a Charlie, haciéndole sentir tremendamente incómodo, parado allí en el limpísimo suelo de piedra.

– Ochenta y cinco libras, Walter -dijo, pasándole el dinero a su marido.

– ¿Por qué tanto? -preguntó-. ¿Y después de tanto tiempo?

– Usted le hizo un gran servicio -dijo Charlie-. Y ella simplemente deseaba compensarle.

El anciano comenzó a mirar con sospecha a Charlie.

– Ya me pagó a su tiempo -dijo.

– Ya lo sé, pero…

– Y he mantenido cerrada la boca -añadió el anciano.

– Ése es sólo un motivo más para estarle agradecida -dijo Charlie.

– ¿Quiere decir que ha hecho un viaje desde Inglaterra sólo para pagarme ochenta y cinco libras? -preguntó el señor Slade-. Eso me parece absurdo, muchacho. -De pronto parecía mucho más despierto.

– No, no -dijo Charlie, notando que perdía la iniciativa-. He tenido que entregar un montón de otros legados antes de venir aquí, pero no me fue fácil encontrarle.

– No me extraña. Hace veinte años que dejé de conducir.

– Usted es de Yorkshire, ¿verdad? -dijo Charlie sonriendo-.

Reconocería ese acento en cualquier parte.

– Eh, muchacho, y usted es de Londres. Lo cual significa que no es de confianza. Así pues, ¿para qué ha venido a verme en realidad? Porque no fue para entregarme ochenta y cinco libras, eso seguro.

– No logro encontrar a la niñita que acompañaba a la señora Trentham cuando usted la llevó en coche -dijo Charlie arriesgando el todo por el todo-. Verá, le han dejado una gran herencia.

– Imagínate, Walter -dijo la señora Slade.

El rostro del señor Slade permaneció inmutable.

– En cierto modo es mi deber localizarla e informar a la dama de su buena fortuna.

La cara de Slade continuaba impasible mientras Charlie proseguía la lucha.

– Y pensé que usted era la persona que podría ayudarme.

– No, no le ayudaré -replicó Slade-, Y aún más, puede quedarse el dinero -añadió arrugando los billetes y arrojándoselos a los pies-, Y no se tome la molestia de aparecer por aquí de nuevo con sus falsas historias de fortunas. Acompaña a la puerta al caballero, Elsie.

La señora Slade se agachó y recogió cuidadosamente los billetes pasándoselos a Charlie. Cuando hubo entregado el último, condujo silenciosamente al desconocido hasta la puerta.

– Tenga la bondad de disculparme, señora Slade -le dijo Charlie-. No tenía la menor intención de ofender a su marido.

– Lo sé, señor -dijo ella-, Pero es que Walter ha sido siempre muy orgulloso. Dios sabe lo que hubiéramos podido hacer con el dinero.

Charlie sonrió y metió los arrugados billetes en el delantal de la anciana y se llevó rápidamente un dedo a los labios.

– Si usted no se lo dice, yo tampoco -le dijo. Con una leve inclinación de cabeza se dio media vuelta y se puso en marcha hacia el coche.

– Yo nunca vi a ninguna niñita -dijo ella con voz apenas audible. Charlie se detuvo en seco-. Pero Walter una vez llevó a una señora de mucha alcurnia a ese orfanato que está en Rose Hill en Melbourne. Lo sé porque yo estaba fuera en el jardín y él me lo dijo.

Charlie se volvió para darle las gracias, pero ella ya había cerrado la puerta y desaparecido dentro de la casa.

Charlie subió al coche sin un penique y con un solo nombre al que agarrarse, consciente de que, sin duda, el anciano podría haberle solucionado todo el misterio. Si no, habría dicho, «No, no lo sé», y no «No, no le ayudaré», cuando él se lo pidió.

Maldijo su estupidez varias veces durante el viaje de regreso a la ciudad.

– Roberts, ¿hay algún orfanato en Melbourne? -fueron sus primeras palabras al entrar a grandes zancadas en la oficina del abogado.

– El de Santa Hilda -dijo Neil Mitchell antes que su socio comenzada a pensar en la pregunta-. Sí, queda en algún sitio de Rose Hill. ¿Por qué?

– Ése es -dijo Charlie consultando su reloj -. Son algo así como las siete de la mañana, hora de Londres, y estoy algo cansado, así que me voy al hotel a dormir un poco. Mientras tanto necesito las respuestas a unas cuantas preguntas. Para empezar, necesito saber todo lo que se pueda averiguar sobre Santa Hilda, comenzando por los nombres de todos los miembros del personal que trabajaban allí entre mil novecientos veinticuatro y mil novecientos veintisiete, desde el director o directora hasta la última sirvienta. Y si aún queda alguien allí de esa época, hay que descubrirlo, porque deseo verla o verlas, y antes de veinticuatro horas.

Dos de los secretarios de la oficina de Mitchell habían comenzado a tomar nota a toda velocidad tratando de no perderse nada de lo que iba diciendo Charlie.

– También deseo saber los nombres de todas las niñitas registradas allí entre esos mismos años. Recuerden, buscamos a una niñita que no podía tener más de cuatro años en ese tiempo. Y cuando tengan todas las respuestas, despiértenme, sea la hora que sea.

Capítulo 45

A la mañana siguiente Trevor Roberts llegó al hotel de Charlie poco antes de las ocho y se encontró a su cliente instalado ante un buen desayuno de huevos, tomate, champiñones y bacon. Aunque a Roberts se le notaba cansando y sin afeitar, era portador de noticias.

– Nos hemos comunicado con la directora de Santa Hilda, una tal señora Culver, y no ha podido mostrarse más cooperativa -dijo Roberts y Charlie sonrió-. Resulta que entre esos años fueron registrados diecinueve niños en el orfanato, ocho niños y once niñas. De las once niñas ya sabemos que nueve no tenían uno de los progenitores vivo en ese tiempo. De estas nueve hemos logrado contactar con siete, cinco de las cuales tienen algún familiar vivo que podría atestiguar acerca de quiénes era sus padres, hay una cuyos padres murieron en accidente de coche, y la otra es originaria de aquí. Las dos que quedan han resultado más difíciles para seguirles la pista, de modo que pensé que tal vez le gustaría hacer una visita a Santa Hilda y examinar los archivos usted mismo.

– ¿Qué hay del personal del orfanato?

– Sólo ha sobrevivido una cocinera de ese período, y ella dice que nunca hubo ninguna niña de apellido Trentham ni parecido en Santa Hilda, y que no recuerda a ninguna Margaret. Nuestra última esperanza podría ser una tal señorita Benson.

– ¿Señorita Benson?

– Sí, era la directora en ese tiempo y ahora reside en un asilo muy exclusivo llamado Maple Lodge, al otro lado de la ciudad.

– No está nada mal, señor Roberts -dijo Charlie-. Pero ¿cómo se las arregló para conseguir que la señora Culver se mostrara tan dispuesta a colaborar en tan poco tiempo?

– Recurrí a esos métodos que supongo son más conocidos en la facultad de Derecho de Whitechapel que en la de Harvard, sir Charles.

Charlie lo miró burlón.

– Parece ser que en Santa Hilda están organizando una colecta para tener un minibús…

– ¿Un minibús?

– Que necesitan tanto en el orfanato para viajes…

– De modo que usted sugirió que yo…

– Podría tal vez colaborar con una rueda o dos si…

– Ellos a su vez podían tal vez…

– Colaborar. Exactamente.

– Aprende usted muy rápido, Roberts, debo reconocerlo.

– Y como no hay tiempo que perder, deberíamos salir hacia Santa Hilda de inmediato, para que pueda echar una mirada a esos archivos.

– Pero nuestra mejor apuesta seguramente será la señorita Benson.

– Estoy de acuerdo con usted, sir Charles. Y he programado una visita para esta tarde, tan pronto terminemos en Santa Hilda. Por cierto, cuando la señorita Benson era la directora, se la conocía por el apodo «El Dragón», no sólo por los niños, sino también por el personal, de modo que no tengo motivos para pensar que se mostrará más dispuesta a colaborar que Walter Slade.

Cuando llegaron al orfanato, Charlie fue recibido en la puerta por la directora. La señora Culver llevaba un elegante vestido verde que mostraba indicios de haber sido planchado hacía poco. Evidentemente, la señora había decidido tratar a su benefactor en potencia como si de Nelson Rockefeller se tratara, porque lo único que faltaba era una alfombra roja de la puerta al estudio.

Al entrar Charlie y Trevor Roberts en la habitación se pusieron de pie los dos jóvenes abogados que se habían pasado toda la noche revisando los archivos, informándose de todo lo que había que saber sobre horarios de dormitorio, imposiciones de obediencia, deberes en la cocina, méritos y mala conducta.

– ¿Algún progreso con esos nombres? -preguntó Roberts.

– Ah, sí, dos. ¿No les parece emocionante? -exclamó la señora Culver yendo y viniendo por la sala ordenando todo lo que parecía estar fuera de su lugar-. Me preguntaba…

– No tenemos ninguna prueba todavía -dijo un joven legañoso-, pero una de ellas parece cumplir los requisitos a la perfección. No encontramos ningún dato de la niñita antes de los dos años. Lo que es más importante aún es que fue registrada en Santa Hilda precisamente al mismo tiempo en que el capitán Trentham estaba en prisión esperando la sentencia.

– Y la cocinera también se acuerda de la época en que ella era una fregona -interrumpió la señora Culver- que la niñita llegó a medianoche, acompañada por una dama muy bien vestida y de aspecto severo que tenía un acento oh-la-lá que entonces…

– Aquí entra la señora Trentham -dijo Charlie-. Sólo que el apellido de la niña evidentemente no es Trentham.

El joven ayudante comprobó con los apuntes que tenía esparcidos encima de la mesa.

– No, señor -dijo-. Esta niñita fue registrada con el nombre de señorita Cathy Ross.

Charlie sintió que le flaqueaban las piernas. Roberts y la señora Culver se precipitaron a sentarlo en el único sillón cómodo de la habitación. La señora Culver le soltó la corbata y le desabotonó el cuello de la camisa.

– ¿Se encuentra bien, sir Charles? -preguntó-. Debo decir que no lo parece…

– Justo delante de mis ojos todo el tiempo -dijo Charlie-, Ciego como un murciélago, fue como me describió con toda razón Daphne.

– No estoy seguro de entenderle -dijo Roberts.

– No estoy muy seguro yo tampoco.

Charlie se volvió a mirar al nervioso mensajero responsable de dar la noticia.

– ¿Dejó Santa Hilda para estudiar en la universidad de Melbourne? -le preguntó.

Esta vez el ayudante comprobó dos veces sus notas.

– Sí, señor. Se matriculó en el curso del cuarenta y dos y terminó en el cuarenta y cinco.

– Y allí estudio Historia e Inglés.

Los ojos del ayudante recorrieron los papeles que tenía delante.

– Exactamente, señor -dijo sin poder ocultar su sorpresa.

– ¿Y jugaba al tenis por casualidad?

– El ocasional partido en segunda categoría en la universidad.

– Pero sabía pintar.

– Ah, eso sí -dijo la señora Culver-, y lo buena que era, sir Charles. Aún tenemos una muestra de su trabajo en el comedor, un paisaje de bosque, creo que con influencia de Sisley. En realidad me atrevería a decir…

– ¿Puedo ver el cuadro, señora Culver?

– Pero por supuesto, sir Charles. -La directora sacó una llave del primer cajón del lado derecho de su escritorio y dijo-: Sígame, por favor.

Charles se levantó algo tambaleante de su sillón y siguió a la señora Culver que salió de su estudio y recorrió un largo corredor en dirección al comedor. Abrió la puerta con su llave. Trevor Roberts caminaba junto a Charlie, aún perplejo, pero se abstuvo de preguntar nada.

Al entrar en el comedor, Charlie se detuvo en seco y dijo:

– Soy capaz de detectar un Ross a veinte pasos.

– ¿Cómo ha dicho, sir Charles?

– No tiene importancia, señora Culver -dijo Charles parándose frente al cuadro y contemplando el paisaje de bosques moteados de verdes y marrones.

– Hermoso, ¿verdad, sir Charles? Verdadera comprensión del uso del color. Me atrevería a decir…

– Me gustaría saber, señora Culver, si a usted le parecería justo un trueque de este cuadro por un minibús.

– Un trueque muy justo -dijo sin vacilar la señora Culver-, En realidad estoy segura de que…

– ¿Y sería demasiado pedirle que escribiera al dorso del cuadro «pintado por la señorita Cathy Ross» además de las fechas del período en que ella residió en Santa Hilda?

– Encantada, sir Charles. -La señora Culver avanzó un paso y descolgó el cuadro, y luego dio la vuelta al marco para que todos lo vieran. Aunque descolorido por el tiempo, lo que sir Charles había pedido ya estaba escrito y era claramente legible a los ojos.

– Tenga la bondad de disculparme, señora Culver -dijo Charlie-. A estas alturas ya debería conocerla bien.

Sacó su billetero de un bolsillo interior, firmó un cheque en blanco y se lo entregó a la señora Culver.

– ¿Pero cuánto…? -empezó a decir la directora.

– Lo que sea que cueste -fue toda la respuesta de Charlie, habiendo dado por fin con una forma de dejar sin habla a la señora Culver.

Los tres volvieron al estudio de la directora en donde les esperaba una tetera con té. Uno de los ayudantes se instaló a hacer copias de todo lo que aparecía en el dosier de Cathy mientras Roberts telefoneaba a la residencia en que se encontraba la señorita Benson para decirle a la supervisora que estarían allí antes de una hora. Cuando ambas tareas estuvieron realizadas, Charlie dio las gracias a la señora Culver y se despidió. Ella aún estaba sin habla pero se las arregló para decirle:

– Gracias, sir Charles, gracias.

Charlie salió del orfanato llevando firmemente aferrado el cuadro y, una vez de vuelta al coche, inmediatamente dio instrucciones al conductor de custodiar el cuadro con su vida.

– ¿Adonde ahora? -preguntó éste.

– Al Hogar Residencia Maple Lodge, en el lado norte -dijo Roberts-, Naturalmente ahora espero -dijo volviéndose hacia su cliente- que me explique lo que ha sucedido allí en Santa Hilda. Porque me siento, como diría un buen libro, «gravemente sorprendido».

– Le contaré todo lo que yo sé -dijo Charlie, y explicó cómo había conocido a Cathy hacía quince años, y continuó con su historia sin interrupción hasta llegar al hecho de que Cathy era ahora una de las directoras de «Trumper's», y que no sabía decirles nada acerca de sus antecedentes porque había perdido la memoria de todo lo que había sucedido antes de llegar a Inglaterra. La primera observación del abogado ante esta información cogió por sorpresa a Charlie.

– No puede haber sido casualidad que la señorita Ross visitara su país en primer lugar; o, si es por eso, que solicitara trabajo en «Trumper's».

– ¿Qué quiere decir?

– Quizá se fue de Australia con el único objetivo de averiguar algo sobre su padre, pensando que aún estaba vivo y tal vez en Inglaterra. Ésa debe de haber sido su primera motivación para ir a Londres, donde sin lugar a dudas descubrió cierta conexión entre la familia de su padre y la suya, sir Charles. Y si usted logra descubrir ese vínculo entre su padre, su ida a Inglaterra y su solicitud para trabajar en «Trumper's», entonces tendrá su prueba, la prueba de que Cathy Ross es de hecho Margaret Ethel Trentham.

– Pero es que no tengo la menor idea de cuál puede ser el vínculo -dijo Charlie-, Y ahora que Cathy ha perdido la memoria, tal vez jamás logre descubrirlo.

– Bueno, esperemos que por lo menos la señorita Benson esté dispuesta a orientarnos en la dirección correcta -dijo Roberts-. Aunque, como le advertí anteriormente, nadie que la conociera en Santa Hilda diría cosas buenas de ella.

– Pero, si tenemos en cuenta lo que ha pasado con Walter Slade, no será tan fácil sacarle algo a ella. Parece evidente que la señora Trentham hechizaba a todo el mundo con quien hablaba.

– Yo pienso lo mismo. Por eso no dije nada a la supervisora de Maple Lodge acerca de nuestros motivos para visitar la residencia. No vi ningún sentido en poner sobreaviso a la señorita Benson de nuestra visita. Eso sólo le daría tiempo para tener bien preparadas sus respuestas.

– ¿Pero se le ha ocurrido alguna idea respecto al método a emplear con ella? -gruñó Charlie-, Porque estoy seguro de que la pifié en mi entrevista con Walter Slade.

– No. Tendrá simplemente que tocar de oído y esperar a que ella esté dispuesta a colaborar. Aunque Dios sabe qué acento tendrá que sacarse de la manga esta vez, sir Charles.

A los pocos minutos pasaron por dos imponentes puertas de hierro forjado y continuaron por un largo camino de entrada bajo los árboles que los llevó a una gran mansión de comienzos de siglo, situada en terrenos particulares.

– Esto no tiene aspecto de ser barato.

– Exacto -dijo Roberts-, Y lamentablemente no parecen tener necesidad de un minibús.

El coche se detuvo ante una pesada puerta de roble, Trevor saltó fuera del coche y esperó hasta que Charlie se le reuniera para tocar el timbre.

No tuvieron que esperar mucho rato antes de que una enfermera joven abriera la puerta y los escoltara por un corredor embaldosado y brillantemente pulcro hasta la oficina de la supervisora.

La señora Campbell vestía el típico uniforme azul almidonado, con cuello y puños blancos de su profesión. Dio la bienvenida a Charlie y Trevor Roberts con un áspero y duro acento escocés; y si no hubiera sido por el ininterrumpido sol que entraba por la ventana, se le habría podido disculpar a Charlie la ocurrencia de que la supervisora aún no se enteraba de que no estaba en Escocia.

Después de las presentaciones, la señora Campbell preguntó en qué podía servirlos.

– Esperaba que nos autorizara para conversar con una de sus residentes.

– Naturalmente, sir Charles. ¿Puedo saber a quién desea ver?

– A una señorita Benson -explicó Charlie-. Verá usted…

– Ay, sir Charles, ¿no lo ha sabido usted?

– ¿Sabido?

– Sí. La señorita Benson murió la semana pasada. De hecho, la enterramos el jueves.

Por segunda vez en el día le flaquearon las piernas a Charlie y Trevor Roberts se apresuró a tomarle por el codo y guiarlo hacia la silla más cercana.

– Oh, cuánto lo siento -dijo la supervisora-. No tenía idea de que fuera usted un amigo tan íntimo. -Charlie no dijo nada-. ¿Y ha hecho usted todo el viaje desde Londres especialmente para verla?

– Sí -contestó Trevor Roberts en voz baja-. ¿Recibió alguna otra visita de Inglaterra la señorita Benson este último tiempo?

– No -repuso sin vacilar la supervisora-. Recibía muy pocas visitas al final. Una o dos de Adelaida, pero jamás a nadie de Gran Bretaña -añadió con tono algo afilado.

– ¿Y alguna vez le mencionó a usted a una persona llamada Cathy Ross o Margaret Trentham?

La señora Campbell meditó profundamente durante un momento.

– No -dijo finalmente-. Al menos, jamás, que yo recuerde.

– Entonces, creo que deberíamos marcharnos, sir Charles, ya que no tiene ningún sentido que hagamos perder más tiempo a la señora Campbell.

– Sí -repuso en voz baja Charlie-, Y gracias, supervisora.

Roberts lo ayudó a ponerse de pie y la señora Campbell los acompañó por el corredor hacia la puerta de la calle.

– ¿Ha de regresar pronto a Gran Bretaña, sir Charles? -preguntó ella.

– Sí, posiblemente mañana.

– ¿Sería mucha molestia si le pidiera que echara al correo una carta cuando esté en Londres?

– Será un placer -dijo Charlie.

– No lo hubiera molestado con esto en circunstancias normales -dijo la supervisora-, pero como tiene que ver directamente con la señorita Benson…

Los dos hombres se detuvieron en seco y se quedaron mirando a la remilgada dama escocesa.

– No es que desee sencillamente ahorrarme los sellos, sir Charles, comprenda usted, que es de lo que todo el mundo nos acusa. En realidad se trata exactamente de lo contrario, porque todo lo que deseo es una rápida devolución a favor de los benefactores de la señorita Benson.

– ¿Los benefactores de la señorita Benson? -dijeron al unísono Charlie y Roberts.

– Sí -dijo la supervisora irguiéndose en toda su altura de un metro cincuenta y cinco centímetros -. En Maple Lodge no tenemos la costumbre de cobrar a los residentes que han muerto, señor Roberts. Al fin y al cabo, como estoy segura de que usted estará de acuerdo, eso sería deshonesto.

– Ciertamente lo sería, supervisora.

– Por tanto, aunque insistimos en que se paguen tres meses por adelantado, también devolvemos el dinero cuando muere un residente. Después de que todas las facturas que quedan han sido cubiertas, usted me comprende.

– Lo comprendo -dijo Charlie mirando a la supervisora, con una luz de esperanza en sus ojos.

– De modo que si tienen la amabilidad de esperar un momentito, iré a buscar la carta a mi oficina.

Se volvió y caminó de regreso a su oficina a unos pocos metros más allá por el corredor.

– Comience a rezar -dijo Charlie.

– Ya he comenzado -repuso Roberts.

A los pocos minutos regresó la señora Campbell con un sobre que entregó a la custodia de Charlie. En enérgica letra caligráfica se leía en el sobre:


Director de Coutts & Company

The Strand

London WC2


– Espero realmente que mi pedido no le resulte demasiado oneroso, sir Charles.

– Es un gran placer para mí que lo haya recordado, señora Campbell -le aseguró Charlie, despidiéndose de la supervisora.

Una vez de vuelta en el coche Roberts dijo:

– Sería muy poco ético de mi parte aconsejarle sobre si debe o no abrir esa carta, sir Charles. Sin embargo…

Pero Charlie ya había rasgado el sobre y estaba sacando su contenido.

Un cheque por 92 libras acompañaba la detalladísima factura por los años de 1953 a 1964: un completo y definitivo final de la cuenta de la señorita Mavis Benson.

– Dios bendiga a los escoceses y a su puritana educación -dijo Charlie cuando vio a nombre de quién estaba extendido el cheque.

Capítulo 46

– Si se diera prisa, sir Charles, aún tendría tiempo de coger el primer vuelo -dijo Trevor Roberts cuando el coche entraba en el antepatio del hotel.

– Entonces me daré prisa -dijo Charlie-. Ya que me gustaría estar de vuelta en Londres lo antes posible.

– De acuerdo, yo me encargaré de la cuenta del hotel y luego telefonearé al aeropuerto para ver si pueden cambiar su pasaje.

– Muy bien. Aunque tengo un par de días disponibles, hay todavía algunos cabos sueltos que atar en Londres.

Charlie había saltado del coche antes de que el chófer alcanzara a abrirle la puerta, y se precipitó hacia su habitación; rápidamente metió sus cosas dentro de la maleta. Estuvo de vuelta en el vestíbulo a los doce minutos, pagó la cuenta y a los quince minutos ya se dirigía hacia la puerta. El conductor no sólo estaba esperándole, sino que además tenía abierta la puerta del maletero.

Una vez cerrada la tercera puerta, el conductor aceleró por el antepatio del hotel y lanzó el coche por la vía rápida en dirección a la autopista.

– ¿Pasaporte y pasaje? -dijo Roberts.

Charlie sonrió y sacó ambas cosas de un bolsillo interior como un niño que comprueba su lista.

– Muy bien, ahora no nos queda más que esperar que lleguemos a tiempo al aeropuerto.

– Ha hecho usted maravillas -dijo Charlie.

– Gracias, sir Charles -dijo Roberts-. Pero ha de comprender que aunque ha reunido gran cantidad de pruebas para confirmar su caso, la mayor parte de ellas son como mucho circunstanciales. Aunque usted y yo podamos estar convencidos de que Cathy Ross es, de hecho Margaret Ethel Trentham, estando en su tumba la señorita Benson y siendo la señorita Ross incapaz de recordar los detalles concernientes a este asunto, no hay forma de saber si un tribunal fallaría a su favor.

– Tiene razón en lo que dice -repuso Charlie-, pero al menos ahora cuento con algo. Hace una semana no tenía nada.

– Es cierto. Y después de haberlo visto actuar durante estos días, me inclinaría a concederle más de un cincuenta por ciento de suerte. Pero, haga lo que haga, no deje ese cuadro fuera de su punto de mira: es tan convincente como cualquier huella digital. Y procure mantener en todo momento esa carta de la señora Campbell en lugar seguro hasta que pueda sacarle copia. Encárguese también de que el original se envíe a Coutts. No nos hace ninguna falta que ahora lo arresten por robar noventa y dos libras. Ahora bien, ¿hay alguna otra cosa que pueda hacer yo por usted en este extremo del mundo?

– Sí, podría intentar obtener una declaración escrita de Walter Slade en que reconozca que llevó a la señora Trentham y a una niñita llamada Margaret a Santa Hilda y que después volvieron sin ella. También podría tratar de hacerle concretar una fecha.

– Puede que eso no resulte fácil después de su experiencia -sugirió Roberts.

– Bueno, al menos inténtelo. Luego vea si puede descubrir si la señorita Benson recibió otros pagos de la señora Trentham antes de mil novecientos cincuenta y tres, y si fuera así, las cantidades y las fechas. Sospecho que ha estado recibiendo giros bancarios trimestrales durante más de treinta y cinco años, lo cual explicaría que haya podido acabar sus días en ese relativo lujo.

– De acuerdo, pero una vez más, eso es algo enteramente circunstancial, y ciertamente no hay forma alguna de que un banco me permita investigar la cuenta personal de la señorita Benson.

– ¡Desgraciadamente! Pero la señora Culver sí podría decirle lo que ganaba la señorita Benson cuando era directora, y si daba la impresión de que vivía mejor de lo que podía permitirse con su salario. Y después de todo, siempre puede averiguar qué otra cosa necesita Santa Hilda aparte de un minibús.

Roberts comenzó a tomar notas mientras Charlie seguía desgranando una serie de otras sugerencias.

– Si logra convencer a Slade y demostrar que hubo pagos hechos a la señorita Benson, entonces me podría encontrar en posición firme para pedirle a Nigel Trentham que explicara por qué su madre era tan entusiasta benefactora de la directora de un orfanato situado en el otro lado del globo, y si esto no se debía a la hija de su hermano.

– Haré lo que pueda -prometió Roberts-, Si consigo algo me comunicaré con usted a su regreso a Londres.

– Gracias -dijo Charlie-, ¿Y hay algo que yo pueda hacer por usted?

– Sí, sir Charles. ¿Sería tan amable de transmitir mis mejores deseos a tío Ernest?

– ¿Tío Ernest?

– Sí, Ernest Harrison.

– Qué buenos deseos, ni un jamón. Lo denunciaré al Colegio de Abogados.

– ¿Por qué?

– Por nepotismo.

– Cierto. Pero eso todavía no es delito. Mi madre fue igual de culpable. Tuvo tres hijos, los tres abogados; los otros dos le representan a usted ahora en Perth y en Brisbane.

El coche se detuvo junto al bordillo delante del terminal aéreo de Qantas. De un salto el conductor bajó del coche y sacó el equipaje del maletero mientras Charlie corría hacia el mostrador de facturación de equipaje y pasajes. Robert le seguía a un metro con el cuadro de Cathy a cuestas.

– Sí -dijo la chica del mostrador-. Aún está a tiempo de tomar el primer vuelo a Londres. Pero vamos a cerrar las puertas dentro de pocos minutos.

Charlie soltó un suspiro de alivio y se volvió para despedirse de Trevor Roberts, a tiempo que el conductor llegaba con su maleta y la colocaba para pesarla.

– Maldición -exclamó Charlie-, ¿Me puede dejar diez libras?

Roberts sacó los billetes de su billetero y Charlie rápidamente se las pasó al conductor que se tocó el gorro en saludo y volvió al coche.

– ¿Cómo puedo comenzar siquiera a agradecerle? -dijo a Trevor Roberts al estrecharle la mano.

– Agradézcaselo a tío Ernest, no a mí -dijo Roberts.

Cuando el avión despegó, con diez minutos de retraso, Charlie se acomodó en su asiento y, con el conocimiento adquirido en esos tres días, trató de comenzar a armar las piezas. Le parecía lógica la teoría de Roberts de que no había sido una coincidencia que Cathy hubiera ido a trabajar a Trumper's. Seguramente había descubierto alguna conexión entre ellos y los Trentham, aunque no se le ocurría cuál podría ser esa conexión ni por qué Cathy no se lo había dicho a ellos. ¿Decírselo a ellos…? ¿Qué derecho tenía él para criticar? Si él se lo hubiera dicho a Daniel, quizá el chico aún estaría vivo. Porque una cosa era cierta: Cathy no podía haber sabido que Daniel era su hermanastro, aunque ahora temía que la señora Trentham lo hubiera descubierto y dado a conocer a su nieto la horrible verdad.

– Maldita mujer -dijo en voz alta.

– ¿Cómo, señor? -dijo la señora de edad mediana que ocupaba el asiento vecino.

– Oh, lo siento -dijo Charlie-. No me refería a usted.

Volvió a su meditación. De alguna forma tiene que haber dado con la verdad la señora Trentham. Pero ¿cómo? ¿Habría ido a verla a ella también Cathy? ¿O sería simplemente el anuncio de su compromiso en The Times lo que puso sobreaviso a la señora Trentham de una unión ilegal de la cual los implicados no tenían conocimiento? Fuera cual fuese la razón, Charlie comprendió que sus posibilidades de armar toda la historia eran bastante remotas ahora, ya que Daniel y la señora Trentham descansaban en sus tumbas y Cathy era incapaz de recordar lo que le había sucedido antes de llegar a Inglaterra.

Era irónico, pensó Charlie, que la mayor parte de lo que había descubierto en Australia había estado todo el tiempo guardado en una carpeta en el número 1 de Chelsea Terrace, con la etiqueta «Cathy Ross, solicitud de empleo». Pero no el eslabón perdido. «Descúbralo -había dicho Roberts-, y podrá probar su caso.» Charlie movió la cabeza asintiendo.

Últimamente Cathy había logrado recordar algo de su pasado, pero nada importante. El doctor Miller continuaba aconsejando a Charlie no presionarla, ya que en cualquier momento era posible una recaída. Pero ¿podría presionarla ahora que tenía que salvar Trumper's? Decidió que una de las primeras llamadas que haría tan pronto el avión tocara suelo inglés sería al doctor Miller.

– Les habla el capitán -dijo una voz por el altavoz-. Lamento tener que comunicarles que nos hemos encontrado con un leve problema técnico. Aquellos de ustedes sentados al lado derecho del avión podrán ver que he apagado el motor de estribor. Puedo asegurarles que no hay motivo para angustiarse ya que aún tenemos tres motores funcionando a pleno rendimiento, y en todo caso este avión está preparado para completar cualquier etapa del viaje con un solo motor -Charlie se alegró de esto último-. Sin embargo -continuó el capitán-, para mantener la seguridad del pasaje, es norma de la compañía, cuando se localiza un desperfecto de este tipo, aterrizar en el aeropuerto más cercano, con el fin de repararlo inmediatamente. -Charlie frunció el ceño-. Como aún no hemos llegado a la mitad de la etapa del viaje a Singapur, del control de tráfico aéreo me aconsejan que volvamos a Melbourne de inmediato.

Un coro de lamentos se elevó en el avión. Charlie comenzó a calcular el tiempo que le quedaba disponible antes que fuera de necesidad estar en Londres; entonces recordó que el avión en que había hecho su reserva originalmente aún estaba por salir de Melbourne esa noche a las ocho.

Se quitó el cinturón de seguridad, sacó el cuadro de Cathy del compartimiento para bolsos y se trasladó al asiento más próximo a la puerta de salida en el compartimiento de primera clase, concentrado ahora en el problema de volver a encontrar pasaje en el BOAC que salía a Londres.

El vuelo Qantas 102 tomó tierra en Melbourne pasados siete minutos de las siete. Charlie fue el primero en bajar del avión, corriendo al máximo de su capacidad, pero la dificultad de cargar el cuadro de Cathy bajo el brazo lo retrasó con respecto a otros pasajeros que lo adelantaron, ciertamente con la misma idea en mente. Sin embargo, logró ocupar el puesto número once en la cola junto al mostrador. Uno a uno la cola se fue acortando a medida que los que estaban delante encontraban asiento. Pero cuando le tocó su turno sólo pudieron ofrecerle quedar en la lista de espera en caso de que hubiera asiento disponible. A pesar de suplicar desesperadamente ante un funcionario de la BOAC no consiguió nada: había otros pasajeros que consideraban igualmente importantes sus motivos para estar en Londres.

Se dirigió lentamente al mostrador de Qantas en donde le informaron que el avión del vuelo 102 había de permanecer en tierra para reparar motores y que no despegaría hasta la mañana siguiente. A las ocho cuarenta observó despegar de la pista, sin él, al BOAC Comet en que había tenido originalmente su billete.

A todos los pasajeros se les encontró alojamiento por una noche en uno de los hoteles del aeropuerto local y luego se les cambiaron los billetes para un vuelo a las diez veinte de la mañana siguiente.

Charlie estuvo en pie de regreso al aeropuerto dos horas antes de la hora en que saldría el avión, y cuando anunciaron el vuelo él fue el primero en embarcar. Si todo iba según lo programado, calculó, aún tocarían tierra en Heathrow el viernes por la mañana temprano y dispondría de un día y medio antes que se cumpliera el plazo de los dos años impuesto por si Raymond.

Lanzó su primer suspiro de alivio cuando el avión despegó, el segundo cuando pasaron la mitad de la etapa a Singapur, y el tercero cuando aterrizaron en el aeropuerto Changi antes de la hora prevista.

Charlie bajó del avión pero sólo a estirar las piernas. Enseguida estuvo instalado y atado en su asiento dispuesto para el despegue una hora después. La segunda etapa, de Singapur a Bangkok, aterrizó en el aeropuerto Don Muang con sólo treinta minutos de retraso, pero el avión permaneció estacionado en la pista más de una hora. Después se les explicó que estaban escasos de personal en control de tráfico aéreo. A pesar del retraso, Charlie no estaba demasiado preocupado, lo cual no impedía que mirara su reloj semideportivo cada cinco minutos. Despegaron con una hora de retraso respecto al horario previsto.

La siguiente escala fue en el aeropuerto Palam de Nueva Delhi. Allí comenzó otra hora de pasearse por las tiendas duty free mientras el avión cargaba combustible, aburrido ya de ver los mismos relojes, perfumes y joyas que se vendían a los inocentes pasajeros en tránsito a precios que él bien sabía aún estaban aumentados en un cincuenta por ciento. Cuando transcurrió la hora y aún no habían avisado para volver a embarcar, Charlie se acercó a Información a preguntar la causa del retraso.

– Al parecer hay problemas con la tripulación de relevo para esta etapa del viaje -le dijo una joven detrás del mostrador de Información General-. No han completado las veinticuatro horas de descanso estipuladas por las normas de la IATA.

– ¿Cuánto han descansado?

– Veinte horas -repuso la chica algo azorada.

– ¿Eso significa que estaremos clavados aquí otras cuatro horas?

– Me temo que sí.

– ¿Dónde está el teléfono más próximo? -preguntó Charlie sin intentar siquiera ocultar su irritación.

– En el rincón de allá, señor -dijo la chica señalando a la derecha.

Charlie se puso en la cola y cuando llegó su turno logró comunicar con la operadora dos veces, con Londres una vez, pero con Becky nunca. Cuando por fin embarcó en el avión nuevamente sin haber logrado nada, se sentía agotado.

– Les habla el capitán Matthews. Lamentamos el retraso de este vuelo -dijo el piloto con voz apaciguadora-. Espero que esta tardanza no les haya creado demasiadas dificultades. Por favor, abróchense los cinturones de seguridad y prepárense para el despegue. Tripulación de vuelo coloque el cierre automático a las puertas de la cabina.

Rugieron los motores a reacción y el avión avanzó lentamente antes de tomar velocidad por la pista. De pronto Charlie se sintió lanzado hacia adelante con un frenazo y el avión se detuvo con un chirriar de frenos a unos cientos de metros del final de la pista.

– Les habla el capitán. Lamento tener que comunicarles que las bombas hidráulicas que elevan y bajan el tren de aterrizaje al despegar y al tomar tierra indican rojo en el tablero de control, y no estoy dispuesto a arriesgar el despegue. Por lo tanto, tenemos que volver a nuestro punto de partida en la pista y pedir a los ingenieros locales que reparen el fallo lo más pronto que sea posible. Gracias por su comprensión.

Lo que preocupó a Charlie fue la palabra «locales».

Una vez desembarcado del avión corrió de mostrador en mostrador de las distintas líneas aéreas para ver si había algún vuelo a cualquier lugar de Europa que saliera esa noche de Nueva Delhi. Muy pronto descubrió que no salía ningún avión hacia el norte hasta la mañana siguiente. Comenzó a rogar por la velocidad y eficiencia de los ingenieros indios.

Se instaló en la sala de espera, hojeando revista tras revista y bebiendo bebida tras bebida sin alcohol, en espera de cualquier información que le diera luz sobre el destino del vuelo 107. Lo primero que captó fue la novedad de que habían enviado a buscar al ingeniero jefe.

– ¿A buscar? -preguntó-, ¿Qué significa eso?

– Le hemos enviado un coche -le explicó el sonriente funcionario del aeropuerto.

– ¿Un coche? -exclamó Charlie-, Pero ¿por qué no se encuentra aquí en el aeropuerto cuando se lo necesita?

– Es su día libre.

– ¿Y no tienen aquí otros ingenieros?

– No para un trabajo de esta magnitud -confesó el zarandeado empleado.

Charlie se golpeó la frente con la palma de la mano.

– ¿Y dónde vive el ingeniero jefe?

– En algún lugar de Nueva Delhi -fue la respuesta-. Pero no se preocupe, señor, lo tendremos aquí antes de una hora.

El problema con este país, pensó Charlie, es que te dicen exactamente lo que deseas oír.

Por alguna razón el mismo empleado fue incapaz de explicarle después por qué les había llevado dos horas localizar al ingeniero jefe, otra hora para traerlo al aeropuerto y otros cincuenta minutos más para que el ingeniero descubriera que necesitaba todo un equipo de tres ingenieros cualificados que acababan de terminar su jornada por esa noche.

Un viejo y desvencijado bus trasladó a todos los pasajeros del vuelo 107 al hotel Taj Mahal en el centro de la ciudad. Allí, sentado en su cama, Charlie se pasó la mayor parte de la noche intentando comunicarse con Becky. Cuando finalmente lo consiguió, la comunicación se cortó antes de que alcanzara a decirle quién era. No se molestó en continuar intentándolo y se durmió.

A la mañana siguiente, cuando el bus los dejó de vuelta en el aeropuerto, allí estaba para recibirlos el empleado del aeropuerto con la misma sonrisa todavía en su lugar.

– El avión saldrá a la hora -prometió.

A la hora, pensó Charlie; en circunstancias normales se habría echado a reír.

Una hora más tarde despegó el avión. Charlie preguntó al sobrecargo a qué hora estaba previsto aterrizar en Heathrow; la respuesta fue que en algún momento del sábado a media mañana: era difícil ser exactos.

Cuando el avión hizo otra escala fuera de programa en Roma el sábado por la mañana, Charlie telefoneó a Becky desde el aeropuerto Leonardo da Vinci. Ella no alcanzó ni a abrir la boca.

– Estoy en Roma -dijo él-, y necesitaré a Stan para que vaya a recogerme a Heathrow. Como no puedo saber a qué hora llegará el avión, dile que salga hacia el aeropuerto ahora mismo y que se siente a esperar. ¿De acuerdo?

– Sí -dijo Becky.

– También necesitaré a Harrison en su oficina, de modo que si ya ha desaparecido para pasar el fin de semana en el campo, pídele que deje todo y vuelva a Londres.

– Pareces algo molesto, cariño.

– Lo siento -dijo él-. No ha sido éste el más relajado de los viajes.

Con el cuadro bajo el brazo y sin interesarse por cuál sería el problema del avión esta vez ni dónde acabaría su maleta, tomó el primer vuelo europeo disponible para Londres esa tarde. Una vez en el aire, comenzó a consultar su reloj cada diez minutos. A las ocho de la noche el piloto cruzó el canal de la Mancha y Charlie se sintió confiado: aún le quedaban cuatro horas, tiempo más que suficiente para reivindicar los derechos de Cathy, siempre que Becky hubiera logrado localizar a Harrison.

Mientras el avión sobrevolaba en círculos sobre Londres de la forma acostumbrada, Charlie miró por la ventanilla oval y contempló el serpenteante Támesis.

Pasaron otros veinte minutos y ahora veía frente a él las dos hileras de luces de la pista de aterrizaje. En seguida vio la bocanada de humor al tocar tierra las ruedas, y el avión se dirigió hacia la puerta asignada. Finalmente se abrieron las puertas del avión a las ocho y veintinueve minutos.

Cogió el cuadro y corrió todo el trayecto hasta el control de pasaportes, luego la aduana. No se detuvo hasta ver una cabina de teléfonos, pero como no tenía monedas para hacer una llamada local, tuvo que llamar a través de la operadora con cobro revertido. Un momento después escuchó a Becky.

– Becky, estoy en Heathrow. ¿Dónde está Harrison?

– En viaje de regreso desde Tewkesbury. Espera estar en su oficina alrededor de las nueve y media, a las diez a más tardar.

– Bien, entonces iré directamente a casa. Debería estar contigo en cuarenta minutos.

Colgó de un golpe el receptor, miró su reloj y vio que no tenía tiempo para llamar al doctor Miller. Corrió a la acera notando entonces la brisa fría. Stan le esperaba junto al coche. Con los años, el ex brigada se había acostumbrado a la impaciencia de Charlie y le condujo sin tropiezos por las afueras de Londres sin hacer caso de la limitación de velocidad hasta llegar a Chiswick, donde hasta una moto habría sido detenida por exceso de velocidad. A pesar de la lluvia torrencial tuvo de regreso a su jefe en Eaton Square a las nueve y dieciséis.

Charlie estaba a medio camino de su narración a una callada Becky de todo lo que le había sucedido en Australia, cuando llamó Harrison para decir que ya estaba en su oficina en High Holborn. Charlie le dio las gracias y le transmitió los saludos de su sobrino y le pidió disculpas por estropearle el fin de semana.

– No se habrá estropeado si las noticias son positivas -dijo Harrison.

– Guy Trentham tuvo más descendencia.

– No creo que me haya hecho venir de Tewkesbury para contarme los últimos detalles del Internacional de cricket en Melbourne -dijo Harrison-. ¿Hombre o mujer?

– Mujer.

– ¿Legítima o ilegítima

– Legítima.

– Entonces puede reivindicar sus derechos sobre la propiedad en cualquier momento antes de la medianoche.

– ¿Tiene que hacerlo ante usted en persona?

– Eso es lo que estipula el testamento -dijo Harrison -. Sin embargo, si está en Australia puede hacerlo con Roberts Trevor, ya que a él le he dado…

– No, está en Inglaterra y la tendré en su oficina antes de la medianoche.

– A propósito, ¿cómo se llama? -preguntó Harrison-. Lo pregunto para poder preparar los papeles.

– Cathy Ross -dijo Charlie-. Pero pídale a su sobrino que se lo explique todo porque no tengo tiempo disponible -añadió colgando antes de que Harrison pudiera contestar.

Corrió al vestíbulo en busca de Becky.

– ¿Dónde está Cathy? -le preguntó.

– Fue a un concierto en el Festival Hall. Mozart, creo que dijo, fue con un nuevo galán de la city.

– Muy bien, vámonos -dijo Charlie.

– ¿Vamos?

– Sí, vámonos -dijo Charlie prácticamente gritando y ya en la puerta.

Ya había subido al coche cuando se dio cuenta de que no tenía chófer. Se bajó y volvió a la casa encontrándose con Becky que casi corría en sentido opuesto.

– ¿Dónde está Stan?

– Probablemente cenando en la cocina.

– Muy bien -dijo Charlie pasándole las llaves-. Tú conduces, yo hablo.

– Pero ¿a dónde vamos?

– Al Festival Hall.

– Qué divertido -comentó Becky-, después de todos estos años, y yo sin saber que te gustaba Mozart.

Becky subió al coche y se instaló tras el volante mientras él corriendo daba la vuelta para sentarse junto a ella en el asiento delantero. Salió el coche y Becky condujo con destreza por entre el tráfico nocturno mientras Charlie continuaba su relato de los detalles de sus descubrimientos en Australia, explicándole lo urgente que era encontrar a Cathy antes de la medianoche. Ella lo escuchaba con atención sin interrumpir.

Ya cruzaban el Westminster Bridge cuando Charlie acabó su historia con un «¿Alguna pregunta?», pero Becky seguía en silencio. Charlie esperó un momento y por último preguntó:

– ¿No tienes nada que decir?

– Sí -dijo ella-. Que no cometamos con Cathy el mismo error que cometimos con Daniel.

– ¿A saber?

– No decirle toda la verdad.

– Tendré que hablar con el doctor Miller antes de pensar siquiera en correr el riesgo -dijo Charlie-. Pero el problema más inmediato es asegurarnos que presente su reclamación a tiempo.

– Sin contar con el problema más inmediato aún de dónde esperas que deje el coche -dijo Becky girando a la izquierda por Belvedere Road para continuar hacia la entrada del Royal Festival Hall con sus líneas amarillas dobles y sus letreros de «No aparcar».

– Justo delante de las puertas de entrada -dijo Charlie, y ella obedeció sin objeción.

Tan pronto se detuvo el coche Charlie saltó fuera, corrió por la acera y pasó por las puertas de cristal.

– ¿A qué hora termina el concierto? -preguntó al primer uniformado que vio.

– A las diez treinta y cinco, señor, pero no puede dejar el coche allí.

– ¿Y dónde queda la oficina del director?

– Quinta planta a la derecha, segunda puerta a la izquierda según sale del ascensor. Pero…

– Gracias -le gritó Charlie ya corriendo en dirección al ascensor.

Becky acababa de alcanzar a su marido cuando llegó el ascensor.

– Su coche, señor -alcanzó a decir el portero, pero las puertas del ascensor ya se cerraban tras él.

Tan pronto se abrieron las puertas del ascensor en la quinta planta, Charlie saltó fuera, miró a su derecha y vio una puerta a la izquierda con el letrero «Director». Golpeó una vez antes de entrar. Adentro había dos hombres de esmoquin disfrutando de un cigarrillo y escuchando el concierto por un altavoz. Se volvieron a ver quién los interrumpía.

– Buenas noches, sir Charles -dijo el más alto incorporándose y avanzando hacia él-, Jackson. Soy el director del teatro. ¿Hay algo en que pueda servirle?

– Espero que sí, señor Jackson -repuso Charlie-. Tengo que sacar a una damita de la sala de conciertos tan pronto como sea posible. Es una emergencia.

– ¿Sabe su número de asiento?

– No tengo idea.

Charlie miró a su esposa que sólo meneó la cabeza.

– Entonces síganme -dijo el director saliendo a grandes pasos hacia el ascensor.

Cuando se volvieron a abrir las puertas se encontraron frente a frente al primer empleado que se habían encontrado al llegar.

– ¿Algún problema, Ron?

– Sólo que este señor ha dejado su coche en la misma puerta de entrada, señor.

– Entonces cuídeselo, ¿de acuerdo? -El director pulsó el botón de la tercera planta y preguntó volviéndose a Becky-. ¿Cómo va vestida la joven?

– Vestido rojo y esclavina blanca.

– Bravo, señora -dijo el director.

Salió del ascensor y los condujo rápidamente a una entrada lateral adyacente al palco de autoridades. Una vez dentro el señor Jackson quitó una pequeña fotografía de la reina inaugurando el edificio en 1957 y tiró de la ventana oculta de forma que podía observar al público por un espejo.

– Una precaución de seguridad en caso de que se presentara algún problema -explicó. Luego desenganchó dos pares de gemelos de debajo del apoyabrazos y se los pasó uno a Becky y otro a Charlie-. Si pueden localizar el asiento de la dama, alguien de mi personal la hará salir discretamente. -Se volvió a escuchar la música durante unos segundos y añadió-: Quedan diez minutos para que termine el concierto, doce a lo más. No hay bises programados para esta noche.

– Tú miras la platea, Becky, y yo miro el piso principal.

Charlie comenzó a enfocar los gemelos hacia el público sentado debajo de ellos. Entre los dos escudriñaron las mil novecientas localidades primero rápido y luego lentamente fila por fila. Ninguno de los dos logró localizar a Cathy ni en platea ni en el piso principal.

– Pruebe con los palcos del otro lado, sir Charles -sugirió el director.

Dos pares de gemelos recorrieron de un lado a otro el teatro. Aún no había señales de Cathy, de modo que Charlie y Becky volvieron su atención nuevamente al auditorio principal, escudriñando las filas.

El director de orquesta bajó su batuta por última vez a las diez y treinta y dos y comenzaron las oleadas de aplausos mientras Charlie y Becky continuaban su búsqueda entre la multitud, ahora de pie, hasta que finalmente se encendieron las luces y el público comenzó a abandonar el teatro.

– Tú continúa mirando, Becky. Yo iré a ver si los localizo al salir.

Se precipitó por la puerta del palco de autoridades seguido por Jackson y casi chocó con un hombre que salía del palco contiguo. Charles se volvió para disculparse.

– Hola, Charlie, no sabía que te gustaba Mozart -dijo una voz.

– No me gustaba pero de pronto se ha convertido en mi héroe -dijo Charlie incapaz de esconder su alegría.

– Por supuesto -dijo el director-. El único lugar que no podían ver era el contiguo al nuestro.

– Permíteme que te presente…

– No tenemos tiempo para eso -dijo Charlie-. Sígueme -dijo tomando a Cathy por el brazo-, Becky, discúlpame con el caballero y explícale por qué necesito a Cathy. Puede recuperarla después de la medianoche. Y gracias, señor Jackson. -Miró su reloj -. Aún tenemos tiempo.

– ¿Tiempo para qué, Charlie? -preguntó Cathy mientras corrían por el vestíbulo y salían a Belvedere Road.

El hombre de uniforme estaba de guardia junto al coche.

– Gracias, Ron -dijo Charlie tratando de abrir la puerta de adelante-. Maldita sea, Becky le echó llave.

Se volvió a observar un taxi que salía de la fila de espera. Le hizo señas.

– Eh, amigo -dijo el hombre que estaba al comienzo de la cola para taxis-. Creo que descubrirá que ese es mi taxi.

– Está a punto de tener un hijo -dijo Charlie abriendo la puerta y empujando a Cathy en el compartimiento posterior del taxi.

– Ah, qué buena suerte -exclamó el hombre retrocediendo.

– ¿Adonde, jefe? -preguntó el taxista.

– Ciento diez High Holborn y sin perder tiempo -dijo Charlie.

– Creo que en esa dirección es más probable que encontremos un abogado que un ginecólogo -comentó Cathy-, Y espero que tengas una explicación digna de por qué me estoy perdiendo la cena con un hombre que me ha pedido la primera cita en semanas.

– No inmediatamente -confesó Charlie-. Todo lo que necesito que hagas por el momento es firmar un documento antes de la medianoche, y luego te prometo que vendrá la explicación.

Unos pocos minutos pasadas las once se detuvo el taxi delante de la oficina del abogado. Charlie bajó del coche y se encontró a Harrison que los esperaba para saludarlos.

– Son ocho con seis, jefe.

– Oh, Dios, no tengo dinero.

– Así es como trata a todas sus chicas -dijo Cathy pasándole al taxista un billete de diez chelines.

Ambos siguieron a Harrison a su oficina donde ya había un montón de documentos dispuestos sobre su escritorio.

– Después de hablar con usted tuve una larga conversación telefónica con mi sobrino en Australia -dijo Harrison a Charlie-. De modo que creo estoy bien informado de todo lo sucedido durante su estancia allí.

– Lo cual es mucho más de lo que puedo decir yo -dijo Cathy desconcertada.

– Todo a su tiempo -dijo Charlie-. Las explicaciones después. Entonces ¿ahora qué? -preguntó volviéndose a Harrison.

– La señorita Ross ha de firmar aquí, aquí y aquí -dijo el abogado sin dar más explicaciones, señalando un espacio entre dos cruces a lápiz en la parte inferior de tres hojas distintas-. Como usted no tiene parentesco alguno con la beneficiaria ni es el beneficiario usted mismo, sir Charles, puede actuar como testigo de la firma de la señorita Ross.

Charlie asintió, dejó un par de gemelos junto al contrato y sacó una pluma de un bolsillo interior.

– En el pasado siempre me enseñaste, Charlie, a leer atentamente los documentos antes de firmarlos.

– Olvida todo lo que te he enseñado en el pasado y limítate a firmar donde te dice el señor Harrison.

Cathy firmó los tres documentos sin añadir otra palabra.

– Gracias, señorita Ross -dijo el señor Harrison-, Y ahora, si me disculpan un momento, debo informar al señor Birkenshaw de lo que acaba de tener lugar.

– ¿Birkenshaw?

– El abogado del señor Trentham. Evidentemente debo hacerle saber inmediatamente que su cliente no es la única persona que reclama sus derechos a la propiedad Hardcastle.

Cathy se volvió a mirar a Charlie aún más desconcertada.

– En seguida -dijo Charlie-, Te lo prometo.

Harrison marcó los siete dígitos de un número de Chelsea. Nadie habló mientras esperaban a que contestaran el teléfono. Finalmente el señor Harrison escuchó una voz soñolienta:

– Flaxman 7192.

– Buenas noches, Birkenshaw, habla Harrison. Lamento molestarle a esta hora de la noche. De verdad no lo habría hecho si no hubiera considerado que las circunstancias justificaban plenamente esta intrusión en su intimidad. Pero primero que nada, ¿qué hora tiene usted?

– ¿Le he oído correctamente? -preguntó Birkenshaw con voz ahora más despierta-, ¿Me ha telefoneado a mitad de la noche para preguntarme la hora?

– Exactamente -dijo Harrison-, Verá, necesito confirmar que aún falta para la hora de las brujas. Así que sea buen compañero y dígame qué hora tiene usted.

– Tengo las once diecisiete, pero no logro comprender…

– Yo tengo las once dieciséis -dijo Harrison-, pero en lo que se refiere a la hora, con gusto me inclino ante su superior criterio. El motivo de esta llamada, por cierto -continuó-, es comunicarle que una segunda persona, que por lo visto tiene un parentesco más directo con sir Raymond que su cliente, ha presentado su reclamación de derechos sobre la propiedad Hardcastle.

– ¿Cómo se llama ella?

– Sospecho que usted ya lo sabe -repuso el anciano abogado antes de colgar-. Maldita sea -dijo mirando a Charlie-, Debería haber grabado la conversación.

– ¿Por qué?

– Porque Birkenshaw jamás va a admitir que dijo «ella».

Capítulo 47

– ¿Quieres decir que Guy Trentham era mi padre? -preguntó Cathy-, Pero ¿cómo…?

Los tres continuaron sentados durante buena parte de la noche, Charlie contándole a Cathy lo que había descubierto en Australia, explicándole cómo todo confirmaba los datos que ella proporcionara a Becky cuando se presentó a solicitar el trabajo en Trumper's. Harrison escuchaba con suma atención, asintiendo de vez en cuando y comprobando las notas que había tomado durante la larga conversación con su sobrino, al que también había despertado al amanecer del domingo. A diferencia de Birkenshaw, Trevor Roberts no se molestó por la llamada.

Cathy escuchó todo lo que Charlie le informó, pero fue totalmente incapaz de recordar nada sobre Santa Hilda, Melbourne, e incluso Australia. «Señorita Benson» no le sonaba para nada.

– Me he esforzado muchísimo en recordar lo que sucedió antes de llegar a Inglaterra, pero no logro recordar nada, a pesar de que recuerdo el más mínimo detalle de lo que tuvo lugar después de haber desembarcado en Southampton. El doctor Miller no se muestra muy optimista, ¿verdad?

– No hay ningún principio fijo, eso es todo lo que me repite.

Charlie se levantó, atravesó la habitación y se volvió mostrando el cuadro de Cathy con una expresión de esperanza, pero ella se limitó a negar con la cabeza mientras contemplaba el paisaje de bosques.

– Estoy de acuerdo en que debo de haberlo pintado en algún momento, pero no tengo idea de dónde ni cuándo.

Charlie y Cathy estuvieron de regreso en Eaton Square alrededor de las cuatro de la mañana, habiendo acordado con Harrison que éste concertaría una entrevista cara a cara con la otra parte implicada tan pronto como ésta fuera posible. Cathy estaba absolutamente extenuada, pero el reloj del tiempo de Charlie no le permitió irse a dormir, de modo que se encerró en el estudio para continuar su búsqueda mental del eslabón perdido, demasiado consciente de la batalla legal que tenía por delante.

Al día siguiente Charlie acompañó a Cathy a Cambridge y ambos pasaron una tensa tarde en la pequeña consulta del doctor Miller en Addenbrooke. Por su parte, el médico parecía muchísimo más interesado en la carpeta de informes sobre Cathy proporcionada por la señora Culver, que en el hecho de que podría estar en cierto modo emparentada con la señora Trentham y ser por tanto candidata a heredar el fideicomiso Hardcastle.

La paseó lentamente por cada información que aparecía en la carpeta: clases de arte, méritos, mala conducta, partidos de tenis, colegio Queen Elizabeth, universidad de Melbourne; pero siempre se encontró con la misma respuesta: honda meditación, seguida de un lento movimiento negativo de la cabeza. Intentó con asociaciones de palabras: Melbourne, señorita Benson, cricket, barco, hotel, para las cuales recibió las respuestas: Australia, Hedges, marcador, Southampton, cansada.

Sus primeros recuerdos, explicó Cathy al doctor Miller, eran aún un largo viaje por un océano, un hotel de Londres y luego Trumper's. «Marcador», no lo sabía explicar. El nombre Guy Trentham no significaba nada en absoluto para ella. Ni el doctor Miller ni Charlie se refirieron a Daniel en ningún momento de aquella tarde, mientras Cathy trataba de ayudarlos a ensamblar los pequeños detalles de su pasado.

A las seis de la tarde Cathy ya estaba agotada. El doctor Miller llevó a Charlie a un lado y le advirtió que en su opinión era muy improbable que Cathy recordara alguna vez lo que ocurrió en su vida antes de llegar a Londres. Tal vez de vez en cuando recordaría hechos de poca trascendencia, pero nada de verdadera importancia.

– Lo siento, no te fui de mucha ayuda, ¿verdad? -dijo Cathy cuando Charlie la llevaba de regreso a Londres.

– Aún no estamos derrotados -la tranquilizó él tomándole la mano, aunque ya comenzaba a considerar demasiado optimista el pronóstico de cincuenta-cincuenta que le hiciera Trevor Roberts sobre la demostración de que Cathy era la verdadera heredera del fideicomiso Hardcastle.

Becky estaba allí para recibirlos y los tres cenaron apaciblemente juntos. Charlie no hizo ninguna referencia a lo sucedido en Cambridge aquel día hasta que Cathy se fue a acostar. Cuando Becky se enteró de las respuestas de Cathy al examen del doctor Miller insistió en que en adelante había que dejarla en paz.

– Perdí a Daniel por culpa de esa mujer -dijo Becky a su marido-, y no estoy dispuesta a perder también a Cathy. Si vas a continuar luchando por Trumper's, debes hacerlo sin implicarla.

Charlie se mostró conforme aunque sintió deseos de gritar: ¿Cómo se supone que voy a defender Trumper's de que me lo quite otro Trentham si no se me permite presionar a Cathy hasta el límite?

Justo antes de apagar la luz del dormitorio, sonó el teléfono. Era Trevor Roberts que llamaba desde Sydney, pero no para informar de ningún progreso en la causa. Walter Slade se había negado a proporcionar ningún dato nuevo sobre Ethel Trentham, negándose también a firmar un documento en el que reconocía haberla conocido. Una vez más Charlie se maldijo a sí mismo por la estúpida forma de llevar su entrevista con el anciano.

– ¿Y el banco? -preguntó sin demasiadas esperanzas.

– En el Banco Comercial de Australia dicen que no pueden permitir el acceso a los detalles de la cuenta personal de la señorita Benson a no ser que se demuestre que se ha cometido un delito. Lo que hizo a Cathy la señora Trentham bien se podría calificar de maldad, pero me temo que no fue estrictamente un delito.

– No ha sido hoy un buen día para ninguno de los dos -admitió Charlie.

– No olvide que la otra parte no sabe eso.

– Es cierto, pero ¿cuánto saben realmente?

– Mi tío me contó el lapsus de Birkenshaw al decir «ella», de modo que imagino que saben tanto como nosotros. En la entrevista con ellos suponga siempre que lo saben, y no deje de buscar al mismo tiempo el eslabón perdido.

Después de cortar la comunicación, Charlie se quedó despierto un buen rato, pero no se movió hasta estar seguro de que Becky se había dormido. Entonces se deslizó de la cama, se puso la bata y fue silenciosamente a su estudio. Abrió una libreta y comenzó a anotar todos los hechos que había reunido durante los últimos días, con la esperanza de que esto pudiera poner en marcha algún recuerdo. A la mañana siguiente Becky lo encontró desplomado sobre el escritorio profundamente dormido.

– No te merezco, Charlie -le susurró besándolo en la frente.

El se movió y abrió los ojos.

– Vamos a ganar -dijo él medio dormido e incluso se las arregló para sonreír, pero por la expresión de su cara se dio cuenta de que ella no le creía.

Los tres desayunaron juntos una hora más tarde y conversaron de todo menos del careo que se había concertado para esa tarde en las oficinas del señor Harrison. Cuando Charlie se incorporaba para dejar la mesa, Cathy dijo inesperadamente:

– Me gustaría estar presente en la confrontación.

– ¿Lo crees prudente? -le preguntó Becky mirando luego nerviosamente a su marido.

– No lo sé -repuso Cathy-. Pero lo que sí sé es que deseo estar allí cuando Charlie exponga mi caso, y no enterarme después de los resultados, de segunda mano.

– Buena chica -dijo Charlie-. La entrevista tendrá lugar a las tres en la oficina de Harrison, cuando tengamos la oportunidad de presentar nuestro caso. El abogado de Trentham se nos unirá a las cuatro. Te pasaré a recoger a las tres y media, pero si cambias de opinión antes, no me enfadaré lo más mínimo.

Becky se volvió a ver la reacción de Cathy ante esta sugerencia y tuvo una decepción.

Cuando Charlie entró en su oficina a las ocho y media en punto, ya estaban allí esperándolo Daphne y Arthur Selwyn, tal como se les había dicho.

– Café para tres y nada de interrupciones, por favor -dijo Charlie a Jessica, colocando frente a él sobre el escritorio el trabajo de la noche anterior.

– Así pues, ¿por dónde empezamos? -preguntó Daphne, y durante la hora y media siguiente ensayaron preguntas, declaraciones y tácticas que podrían emplearse ante Trentham y Birkenshaw, tratando de imaginar y adivinar cualquier situación que pudiera presentarse.

Cuando un poco antes de las doce les enviaron un ligero almuerzo, ya todos estaban agotados; nadie habló durante un rato.

– Es importante que tengas presente que esta vez tratas con un Trentham diferente -dijo Arthur Selwyn poniendo un terrón de azúcar en su café.

– Los dos son igual de malos por lo que a mí respecta -dijo Charlie.

– Quizá Nigel sea tan astuto como su hermano, pero no creo ni por un momento que tenga la implacable resolución de su madre, ni la capacidad de Guy para pensar con los pies en la tierra.

– ¿Qué quieres dar a entender, Arthur? -preguntó Daphne.

– Cuando se reúnan esta tarde, Charlie tiene que procurar que Nigel Trentham hable todo lo posible, porque con los años he notado que durante las reuniones de consejo Nigel siempre repite demasiado una frase y acaba derrotando él mismo su propia causa. Jamás olvidaré aquella vez en que se oponía a que el personal tuviera su propia cantina debido a la pérdida de ingresos que esto acarrearía, hasta que Cathy hizo notar que la comida venía de la misma cocina que la del restaurante y que finalmente acabaríamos sacando un pequeño beneficio de lo que podría haber sido comida desperdiciada.

Charlie reflexionó sobre este comentario mientras comía su bocadillo.

– Me pregunto qué puntos flacos míos le estarán señalando sus asesores.

– Tu mal genio -dijo Daphne-. Siempre has tenido mucho genio. No les des ocasión de que lo aprovechen.

A la una, Daphne y Arthur se fueron para dejar en paz a Charlie. El les dio las gracias, se quitó la chaqueta, se echó en el sofá y durmió profundamente durante una hora. A las dos, Jessica lo despertó y él le sonrió sintiéndose como nuevo: otro legado de la guerra.

Volvió a su escritorio y repasó una vez más sus notas antes de salir de su oficina y caminar por el corredor hasta tres puertas más allá para recoger a Cathy. Casi esperaba que ella hubiera cambiado de opinión, pero Cathy ya se había colocado el abrigo y estaba sentada esperándolo. Se dirigieron en coche a la oficina de Harrison, llegando una hora antes de lo previsto para que aparecieran Trentham y Birkenshaw.

El anciano abogado escuchó atentamente la presentación que Charlie hacía de su caso, asintiendo de tanto en tanto o tomando más notas, aunque por la expresión de su cara Charlie no tenía forma de saber lo que realmente pensaba.

Cuando Charlie llegó al final de su disertación, Harrison dejó la pluma sobre su escritorio y se echó atrás en su sillón. Durante un rato no dijo nada.

– Estoy impresionado por la lógica de sus argumentos, sir Charles -dijo finalmente, colocando las palmas de las manos frente a él sobre el escritorio-. Y, de verdad, por los datos que ha reunido. Sin embargo, debo decirle que sin la corroboración de sus principales testigos y sin un affidávit o de Walter Slade o de la señorita Benson, el señor Birkenshaw se apresurará a hacer notar que su tesis se basa casi completamente en pruebas circunstanciales.

»No obstante -continuó-, tendremos que ver lo que tiene para ofrecer la otra parte. Encuentro difícil de creer, después de mi conversación con Birkenshaw el sábado por la noche, que sus descubrimientos resulten una sorpresa total para su cliente.

El reloj de la repisa de la chimenea desgranó cuatro discretas campanadas y Harrison consultó su reloj de bolsillo. No había señales de la otra parte y pronto el anciano abogado comenzó a tamborilear con los dedos sobre el escritorio. Charlie comenzó a preguntarse si esto no sería una simple táctica de su adversario.

Finalmente aparecieron Nigel Trentham y su abogado cuando pasaban doce minutos de las cuatro, pero ninguno de los dos se sintió en la necesidad de pedir disculpas por su tardanza.

Charlie se puso de pie y el señor Harrison le presentó a Victor Birkenshaw, hombre alto, delgado, menor de cincuenta años, prematuramente calvo y con el poco pelo que le quedaba peinado por encima de la cabeza en delgados mechones grises. La única característica que al parecer tenía en común con el señor Harrison eran sus ropas, que por lo visto provenían del mismo sastre. Birkenshaw se sentó en uno de los dos sillones desocupados frente a Harrison sin dar señales de haber notado siquiera la presencia de Cathy en la habitación. De su bolsillo superior sacó una pluma, de su maletín una libreta y la apoyó sobre sus rodillas.

– Mi cliente, el señor Nigel Trentham, ha venido a reivindicar su herencia como heredero legítimo del fideicomiso Hardcastle -comenzó-, como estipula claramente la última voluntad y testamento de sir Raymond.

– El nombre de su cliente -dijo Harrison adoptando el tono más bien formal de la presentación de Birkenshaw-, permítame recordárselo, no aparece en el testamento de sir Raymond, y ahora surge una disputa sobre quién es el legítimo heredero. Por favor, no olvide que sir Raymond me pidió convocar esta reunión en caso de que surgiera la necesidad, para que yo arbitrara en su nombre.

– Mi cliente -volvió a intervenir Birkenshaw-, es el segundo hijo del difunto Gerald y de Ethel Sybil Trentham y nieto de sir Raymond Hardcastle. Por lo tanto, después de la muerte de su hermano mayor, Guy Trentham, con seguridad tiene que ser él el legítimo heredero.

– Según los términos del contrato, tengo que aceptar la reclamación de su cliente -convino Harrison-, A no ser que se demuestre que a Guy Trentham le sobrevivieron uno o varios hijos. Ya sabemos que Guy era el padre de Daniel Trumper…

– Eso jamás ha sido demostrado a entera satisfacción de mi cliente -dijo Birkenshaw anotando diligentemente todo lo que decía Harrison.

– Se demostró suficientemente a satisfacción de sir Raymond, tanto que lo nombra en su testamento dándole la preferencia sobre su cliente. Dado el resultado de la entrevista entre la señora Trentham y su nieto, tenemos todos los motivos para creer que a ella tampoco le cabía la menor duda de quién era el padre de Daniel. De otra forma, ¿por qué se molestó en llegar a un acuerdo general con él?

– Eso son simples conjeturas -dijo Birkenshaw-. Sólo hay un hecho cierto: el caballero del que hablamos ya no está con nosotros, y por lo que todo el mundo sabe no dejó hijos propios.

Aún no miraba en dirección a Cathy que escuchaba silenciosamente mientras la pelota iba y venía entre los dos profesionales.

– Con gusto aceptamos eso sin objeción -dijo Charlie interviniendo por primera vez-. Pero lo que no sabíamos hasta hace muy poco era que Guy tenía también una hija llamada Margaret Ethel.

– ¿Qué prueba tiene usted para hacer esa indignante afirmación? -preguntó Birkenshaw irguiéndose de golpe.

– La prueba está en la declaración del banco que le envié a su casa el domingo por la mañana.

– Una declaración, podría yo decir -dijo Birkenshaw-, que nadie sino mi cliente tenía derecho a abrir.

Miró en dirección a Nigel Trentham que estaba muy ocupado encendiendo un cigarrillo.

– De acuerdo -dijo Charlie-. Pero se me ocurrió que por una vez podría seguir el ejemplo de la señora Trentham.

Harrison pestañeó temiendo que su amigo estuviera a punto de perder la paciencia.

– Quienquiera que fuera -continuó Charlie-, incluso se las arregló para que sus nombres figuraran en los archivos policiales como su única hija sobreviviente y para pintar un cuadro que desgraciadamente permaneció en la pared del comedor durante veinte años a la vista de todos. Un cuadro que creo no podría ser reproducido por nadie sino por la persona que lo creó. Mejor que una huella dactilar, ¿no les parece? ¿O eso es también conjetura?

– Lo único que prueba el cuadro -replicó Birkenshaw-, es que la señorita Ross residió en un orfanato de Melbourne en algún período entre mil novecientos veinticuatro y mil novecientos cuarenta y cinco. Sin embargo, ella fue totalmente incapaz de recordar incluso el nombre del orfanato, o de su directora. ¿No es así, señorita Ross? -Se volvió a mirar a Cathy por primera vez.

Ella asintió con la cabeza pero no habló.

– Menuda testigo -dijo Birkenshaw sin tratar de disimular el sarcasmo-. Ni siquiera puede apoyar el cuento que usted se ha inventado en su nombre. Se llama Cathy Ross, eso es todo lo que sabemos, y a pesar de sus pretendidas pruebas no hay nada que la vincule a sir Raymond.

– Pero hay varias personas que pueden apoyar su «cuento» como lo llama usted -se apresuró a replicar Charlie.

Harrison levantó una ceja ya que ante él no había ninguna prueba que corroborara esa afirmación, aun cuando deseaba creer lo que decía sir Charles.

– Saber que residió en un orfanato de Melbourne no equivale a una corroboración -dijo Birkenshaw echándose hacia atrás un mechón que le había caído sobre la frente-. Repito, incluso si aceptáramos todas sus locas pretensiones de imaginados encuentros entre la señora Trentham y la señorita Benson, aun eso no probaría que la señorita Ross es de la misma sangre que Guy Trentham.

– ¿Tal vez le gustaría comprobar su grupo sanguíneo usted mismo? -dijo Charlie.

Esta vez el señor Harrison alzó las dos cejas: hasta ahora ninguna de las dos partes había hecho referencia a los grupos sanguíneos.

– Un grupo sanguíneo, podría añadir yo, sir Charles, que comparte la mitad de la población mundial.

Birkenshaw se estiró las solapas de su chaqueta.

– Ah, ¿así que ya lo ha comprobado usted? -dijo Charlie con expresión triunfal-. Entonces es que debe de haber alguna duda en su mente.

– No hay ninguna duda en mi mente respecto a quién es el heredero legítimo de la propiedad Hardcastle -dijo Birkenshaw, y luego se volvió a señor Harrison-, ¿Cuánto tiempo se supone que hemos de continuar esta farsa? -a su pregunta le siguió un exasperado suspiro.

– Todo el tiempo que le lleve a alguien convencerme de quién es el heredero legítimo de la propiedad de sir Raymond -dijo Harrison con voz fría y autoritaria.

– ¿Qué más quiere? -preguntó Birkenshaw-. Mi cliente no tiene nada que ocultar, mientras que la señorita Ross al parecer no tiene nada que ofrecer.

– Entonces tal vez usted pueda explicar, Birkenshaw, a mi entera satisfacción -dijo Harrison-, por qué la señora Ethel Trentham hizo pagos regulares durante varios años a una tal señorita Benson, directora del orfanato de Santa Hilda de Melbourne, al cual, creo que todos aceptamos ahora, asistió la señorita Ross entre mil novecientos veinticuatro y cuarenta y cinco.

– No tuve el privilegio de representar a la señora Trentham, ni en realidad a la señorita Benson, de modo que no estoy en situación de dar una opinión. Tampoco, señor, lo está usted, si es por eso.

– Tal vez su actual cliente conozca el motivo de estos pagos y querría ofrecer una opinión -insistió Harrison.

Ambos miraron a Nigel Trentham que apagó calmadamente los restos de su cigarrillo, pero continuó sin hablar.

– No hay ningún motivo para suponer que mi cliente deba contestar ninguna pregunta hipotética -sugirió Birkenshaw.

– Pero si su cliente se muestra tan reacio a hablar en su nombre -dijo Harrison- eso sólo me hace más difícil aceptar que no tiene nada que ocultar.

– Eso, señor, es indigno de usted -dijo Birkenshaw-. Usted más que nadie sabe muy bien que cuando a un cliente lo representa un abogado, se sobreentiende que puede no querer hablar necesariamente. De hecho, ni siquiera era obligatorio que el señor Trentham asistiera a esta reunión.

– Esto no es un tribunal de justicia -dijo Harrison bruscamente-, En todo caso, sospecho que el abuelo del señor Trentham no habría aprobado esa táctica.

– ¿Niega usted los derechos legales de mi cliente?

– Naturalmente que no. Sin embargo, si debido a esa renuencia a hablar me veo incapaz de llegar a una decisión, puede que tenga que recomendarles a ambas partes que se resuelvan este asunto en un tribunal de justicia, como lo estipula claramente la cláusula veintisiete del testamento de sir Raymond.

Otra cláusula más de la que no sabía nada, pensó tristemente Charlie.

– Pero un caso así podría tardar años sólo en llegar a los tribunales -hizo notar Birkenshaw-. Además, podría acabar con grandes gastos para ambas partes. No puedo creer que ese haya sido el propósito de sir Raymond.

– Puede que así sea -dijo Harrison-. Pero al menos eso aseguraría que su cliente tuviera la oportunidad de explicar esos pagos trimestrales ante un jurado, esto es, si él supiera algo sobre ellos.

Por primera vez Birkenshaw pareció dudar, pero Trentham continuó sin abrir la boca. Continuó allí sentado, fumando otro cigarrillo.

– Un jurado también podría considerar que la señorita Ross no es otra cosa que una oportunista -sugirió Birkenshaw cambiando de política-. Una oportunista que, habiendo dado con un buen cuento, se las arregló para venir a Inglaterra y hacer calzar hábilmente los hechos con sus propias circunstancias.

– ¡Y tan hábilmente! -dijo Charlie-. ¿No se las arregló perfectamente a la edad de tres años para inscribirse en un orfanato de Melbourne? Y exactamente en el mismo período en que Guy Trentham estaba en la cárcel local…

– Coincidencia -dijo Birkenshaw.

– … después de haber sido dejada allí por la señora Trentham, que luego gira un pago trimestral a la directora, pago que cesa misteriosamente cuando muere la señorita Benson. Tiene que haber habido algún secreto que guardaba.

– Circunstancial y, más aún, inadmisible -dijo Birkenshaw.

Nigel Trentham se inclinó hacia adelante y estaba a punto de hacer un comentario cuando su abogado le colocó firmemente la mano en el brazo.

– No nos dejaremos engañar por esas tácticas de matones, sir Charles, que sospecho son más comunes en Whitechapel Road que en la Lincoln's Inn.

Charlie saltó de su silla con el puño apretado y avanzó un paso en dirección a Birkenshaw.

– Cálmese, sir Charles -dijo secamente Harrison.

Charlie se detuvo de mala gana muy cerca de Birkenshaw, que no se arredró. Luego de un momento de vacilación recordó las palabras de Daphne respecto a su mal genio y se volvió a su silla. El abogado de Trentham continuó mirándolo desafiante.

– Como iba diciendo -dijo Birkenshaw-, mi cliente no tiene nada que ocultar. Y ciertamente no le parecerá necesario recurrir a la violencia física para probar su caso.

Charlie desempuñó la mano pero no bajó el tono de su voz:

– Lo que sí espero es que su cliente quiera dignarse a contestar al abogado cuando le pregunta por qué su madre continuó pagando grandes sumas de dinero a alguien del otro lado del mundo a la que jamás conoció. Y por qué un tal señor Walter Slade, chófer del Victoria Country Club, la llevó a Santa Hilda el diecisiete de abril de mil novecientos veintiséis acompañada de una niñita de la edad de Cathy y luego se marchó sin ella. Y apuesto a que si le pedimos a un juez que investigue la cuenta bancaria de la señorita Benson, descubriremos que esos pagos se remontan al día de cuando la señorita Ross fue inscrita en Santa Hilda. Ya sabemos que la orden de pago al banco fue cancelada la semana que murió la señorita Benson.

Una vez más Harrison pareció horrorizado ante la implacable osadía de Charlie y levantó una mano con la esperanza de detenerlo.

Birkenshaw, por el contrario, no pudo resistir una sonrisa irónica.

– Sir Charles, en ausencia de un abogado que lo represente, creo que debería recordarle unas cuantas verdades. Sin embargo, permítame dejar algo muy en claro: mi cliente, hasta ayer, jamás había oído hablar de la señorita Benson. En todo caso, ningún juez inglés tiene jurisdicción para investigar una cuenta bancaria australiana a no ser que crean que se ha cometido un delito en ambos países. Más aún, sir Charles, dos de sus principales testigos están tristemente en sus tumbas, mientras que el tercero, el señor Walter Slade, no va a hacer ningún viaje a Inglaterra. Y más todavía, usted no podrá hacerlo comparecer.

»De modo que volvamos a su afirmación, sir Charles -continuó-, de que un jurado se sorprendería si mi cliente no apareciera en la barra de los testigos a contestar en nombre de su madre. Sospecho que se sentirían asombrados al enterarse de que la principal testigo en este caso, la demandante, tampoco estaba dispuesta a subir al estrado a contestar en su propio nombre porque no tiene recuerdos de lo que tuvo lugar realmente en la fecha de que hablamos. No creo que usted pueda encontrar un solo abogado en la tierra que esté dispuesto a hacer pasar esa terrible prueba a la señorita Ross, si las únicas palabras que es capaz de decir en respuesta a toda pregunta fuera "Lo siento, no recuerdo". ¿O tal vez es posible que sencillamente no tenga nada creíble que decir? Permítame asegurarle, sir Charles, aceptaríamos muy gustosos ir a los tribunales, porque con ello se reirían de usted.

Por la expresión de Harrison, Charlie comprendió que estaba derrotado. Miró con tristeza a Cathy, cuya expresión no había cambiado en toda la hora.

Harrison se quitó lentamente las gafas y las limpió con gran aspaviento con un pañuelo que se sacó del bolsillo superior. Finalmente habló:

– Confieso, sir Charles, que no veo motivo para ocupar el tiempo de los tribunales con este caso. De hecho, creo que sería irresponsable por mi parte si le recomendara hacerlo, a no ser, ciertamente, que la señorita Ross se sintiera capaz de dar alguna prueba nueva que hasta aquí no haya habido ocasión de considerar, o al menos pudiera corroborar la afirmación que usted ha avanzado en su nombre. Señorita Ross -dijo volviéndose a Cathy-, ¿hay alguna cosa que quisiera decir en este momento?

Los cuatro hombres volvieron su atención a Cathy que estaba frotando el pulgar contra los otros dedos con la mano bajo la barbilla.

– Tenga la bondad de disculparme, señorita Ross -dijo Harrison-, no me había dado cuenta de que trataba de captar mi atención.

– No, no, soy yo quien debe pedir disculpas, señor Harrison -dijo Cathy-. Siempre hago esto cuando estoy nerviosa. Es que me recuerda la joyita que me regaló mi padre cuando era pequeña.

– ¿La joyita que le regaló su padre? -preguntó Harrison en voz baja, no muy seguro de haberla escuchado correctamente.

– Sí -dijo Cathy.

Se desabrochó el botón superior de la blusa y sacó una medalla miniatura que colgaba de una cadenita.

– ¿Tu padre te regaló eso? -preguntó Charlie.

– Sí -dijo Cathy-, Es el único recuerdo tangible que tengo de él.

– ¿Puedo ver el collar, por favor? -preguntó Harrison.

– Por supuesto -dijo Cathy quitándose la cadena por encima de la cabeza y entregándole la medalla a Charlie, quien examinó la miniatura un momento y luego se la pasó al señor Harrison.

– Aunque no soy experto en medallas, creo que esta es una MC en miniatura -dijo Charlie.

– ¿No le dieron la MC a Guy Trentham? -preguntó Harrison.

– Sí -dijo Birkenshaw-, y también fue a Harrow, pero el simple hecho de usar su vieja corbata del colegio no prueba que mi cliente sea su hermano. De hecho no prueba nada y no se puede presentar como prueba. Después de todo, debe de haber cientos de MC por allí. En realidad, la señorita Ross podría haber comprado esa medalla en cualquier tienda de baratijas de Londres, una vez que había planeado hacer calzar los hechos relativos a Guy Trentham con sus antecedentes. No esperará realmente que nos dejemos engañar por ese viejo truco, sir Charles.

– Le puedo asegurar a usted, señor Birkenshaw, que esta medalla en particular me la dio mi padre -dijo Cathy mirando directamente al abogado-. Puede que él no haya tenido derecho a llevarla, pero jamás olvidaré cuando me colocó la cadenilla alrededor del cuello.

– Eso no puede ser de ninguna manera la MC de mi hermano -dijo Nigel Trentham hablando por primera vez-. Más aún, puedo demostrarlo.

– ¿Lo puede demostrar? -preguntó Harrison.

– ¿Está seguro…? -comenzó a decir Birkenshaw, pero esta vez fue Trentham quien colocó la mano firmemente en el brazo del abogado.

– Le probaré a su satisfacción, señor Harrison -continuó Trentham-, que la medalla que tiene delante de usted no pudo haber sido la MC que ganó mi hermano.

– ¿Y cómo se propone probar eso? -preguntó Harrison.

– Porque la medalla de Guy era única. Después que le otorgaron la MC, mi madre envió el original a Spinks e hizo que grabaran las iniciales de Guy en el borde del cuello de la medalla. Esas iniciales sólo se pueden ver con una lupa. Lo sé, porque la medalla que él recibió aún está en la repisa de la chimenea de mi casa de Chester Square. Si alguna vez existió una miniatura, mi madre habría hecho grabar sus iniciales exactamente de la misma forma.

Nadie habló mientras Harrison abría un cajón de su escritorio, sacaba una lupa con mango de marfil que normalmente usaba para descifrar escrituras ilegibles. Acercó la medalla a la luz y examinó los bordes de los pequeños brazos de plata con toda atención.

– Tiene usted toda la razón -admitió Harrison mirando a Trentham-. Su caso está probado.

Le pasó la medalla y la lupa al señor Birkenshaw, quien a su vez la examinó durante un rato y luego la devolvió a Cathy con una ligera inclinación de cabeza. Se volvió hacia su cliente y le preguntó:

– ¿Las iniciales de su hermano eran G F T?

– Sí. Exactamente. Guy Francis Trentham.

– Pues entonces, ojalá hubiera mantenido la boca cerrada.

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