– No te la ofrezco por dos peniques -gritó mi abuelo, sosteniendo la col con ambas manos-. No te la ofrezco por un penique, ni siquiera por medio. No, se las regalo por un cuarto de penique.
Esas son las primeras palabras que recuerdo. Mucho antes de que aprendiera a andar, mi hermana mayor solía depositarme en una caja de naranjas, junto al puesto del abuelo, para conseguir que mi aprendizaje comenzara cuanto antes.
– Sólo lo hago por él -solía decir el abuelo, señalando la caja de madera en la que me encontraba yo.
Para ser sincero, la primera palabra que pronuncié fue «abuelo», y las siguientes, «un cuarto de penique». Cuando cumplí tres años, ya era capaz de repetir, palabra por palabra, sus frases de reclamo. Debo aclarar que ningún miembro de mi familia estaba seguro de la fecha exacta en que yo había nacido, teniendo en cuenta que mi viejo había pasado la noche en la cárcel, y que mi madre murió antes de que yo accediera al mundo de los vivos. El abuelo opinaba que bien había podido ser un sábado, se inclinaba por considerar enero el mes más probable, estaba seguro de que 1900 era el año, y sabía que tuvo lugar bajo el reinado de la reina Victoria. Por lo tanto, todos nos pusimos de acuerdo en el 20 de enero de 1900.
Nunca conocí a mi madre porque, como ya he explicado, murió el día en que yo nací. El párroco lo definió como «parto», pero yo no comprendí la expresión hasta varios años después, cuando me topé con el problema de nuevo. El padre O'Malley nunca dejaba de decirme que era la mujer más santa que había conocido. Mi padre -a quien nadie se le ocurriría calificar de santo- trabajaba de día en los muelles, vivía en la taberna por la noche y volvía a casa por la mañana, pues era el único lugar donde podía caer dormido sin que nadie le molestara.
El resto de la familia se componía de mis tres hermanas: Sal, la mayor, de cinco años, que sabía cuándo había nacido porque ocurrió en plena noche y mantuvo despierto al viejo; Grace, que tenía tres años y nunca impidió dormir a nadie, y la pelirroja Kitty, que contaba dieciocho meses y siempre berreaba.
El cabeza de familia era el abuelo Charlie, con cuyo nombre me bautizaron. Dormía en su habitación de la planta baja, en nuestra casa de Whitechapel Road, mientras los demás nos hacinábamos en la habitación opuesta. Había otras dos dependencias en la planta baja, una especie de cocina y lo que la mayoría de la gente llamaría una amplia alacena, pero que Grace prefería denominar salón.
Había un lavabo en el jardín (carente de hierba) que compartíamos con una familia irlandesa. Vivía en el piso de arriba. Tenían la costumbre de acudir a las tres de la mañana, al menos así nos lo parecía a nosotros.
El abuelo había conseguido establecer su puesto en la esquina de Brick Lane con Whitechapel Road, la más bulliciosa del barrio. Una vez que logré escapar de mi caja de naranjas y deambular entre los otros puestos, no tardé en descubrir que los vecinos le consideraban el mejor vendedor ambulante del East End.
Mi padre, cuya profesión, como ya he indicado antes, era la de estibador, nunca pareció tomarse mucho interés en ninguno de nosotros, y aunque a veces ganaba una libra a la semana, el dinero siempre terminaba en el Black Bull, dilapidado en pinta tras pinta de cerveza, o se lo jugaba (y perdía) a los naipes o el dominó, en compañía de su mejor amigo, y vecino de al lado, Bert Shorrocks, un hombre que, en lugar de hablar, gruñía.
De hecho, si no hubiera sido por el abuelo, yo nunca habría podido acudir a la escuela elemental de la calle Jubilee, y «acudir» es la palabra más adecuada, pues yo no hacía otra cosa que cerrar de golpe la tapa de mi pequeño pupitre y, en ocasiones, tirar de las trenzas de «Posh Porky», la niña que se sentaba frente a mí. Su nombre auténtico era Rebecca Salmon y era hija de Dan Salmon, el propietario de la panadería situada en la esquina de Brick Lane. Sabía con toda exactitud cuándo y dónde había nacido, y nunca dejaba de recordarnos que era un año más joven que cualquiera de la clase.
No veía las horas para que sonara el timbre a las cuatro de la tarde, indicando el fin de las clases, y cerrar de golpe la tapa por última vez para bajar corriendo por Whitechapel Road y echar una mano en el puesto.
Los sábados, como concesión especial, el abuelo me permitía que le acompañara de buena mañana al mercado de Covent Garden, donde seleccionaba las frutas y verduras que después venderíamos en el puesto, justo enfrente de la panadería del señor Salmon y la tienda de pescado y patatas fritas, ubicada junto a la panadería.
Aunque yo estaba impaciente por abandonar la escuela de una vez por todas para estar siempre con el abuelo, si hacía novillos una hora me castigaba sin llevarme a ver el West Ham los sábados por la tarde, o peor, no me dejaba acompañarle con la carretilla por la mañana.
– Espero que cuando crezcas te parezcas más a Rebecca Salmon -solía decir-. Esa chica llegará lejos.
– Cuanto más lejos mejor -le respondía yo, pero él nunca reía; se limitaba a recordarme que ella sacaba las mejores notas en cada asignatura.
– Excepto aritmética -me ufanaba yo-, en que le doy de lo lindo.
Yo podía hacer cualquier suma en la cabeza, mientras Rebecca Salmon necesitaba escribirlas en un papel; la ponían frenética.
Mi padre no visitó ni una vez la escuela elemental de la calle Jubilee en todos los años que asistí a ella, pero el abuelo se dejaba caer al menos una vez al trimestre para charlar con el señor Cartwright, mi profesor. El padre O'Malley le decía a mi abuelo que yo tenía buena cabeza para los números, y que podría llegar a ser contable o funcionario. Incluso dijo en cierta ocasión que intentaría encontrarme un empleo en la City. [1] Lo cual, a decir verdad, era una pérdida de tiempo, porque yo sólo deseaba acompañar a mi abuelo con el carretón.
Tenía siete años cuando descubrí que el nombre escrito en un costado del carretón (Charlie Trumper el comerciante honrado, fundado en 1823) era el mismo que el mío, y aunque el nombre de pila de mi padre era George había dejado claro en numerosas ocasiones que, cuando el abuelo se retirara, no tenía la menor intención de sustituirle, pues no quería perder a sus amiguetes del muelle.
Al enterarme me sentí muy complacido, y le dije al abuelo que, cuando yo me hiciera cargo del negocio, ni siquiera tendríamos que cambiar el nombre.
Se limitó a suspirar y dijo:
– No quiero que acabes trabajando en el East End, jovencito. Eres demasiado listo como para arrastrar un carretón durante el resto de tu vida.
La escuela se sucedía mes tras mes, año tras año, y Rebecca Salmon subía a recoger premio tras premio el día de los Discursos. [2] Lo peor era que siempre debíamos escucharla recitando el salmo veintitrés, erguida en el escenario con su vestido blanco, sus calcetines blancos y sus zapatos negros. Hasta se ceñía el largo cabello negro con una diadema blanca.
– Imagino que se cambia de bragas cada día -susurraba la pequeña Kitty en mi oído.
– Y yo te apuesto una guinea contra un cuarto de penique a que todavía es virgen -decía Sal.
Yo me ponía a reír porque todos los vendedores ambulantes de Whitechapel Road lo hacían cuando oían esa palabra, aunque confieso que en aquella época no tenía ni idea de lo que significaba ser virgen. El abuelo me indicaba que callara, y no volvía a sonreír hasta que yo subía a recoger el premio de aritmética, una caja de lápices de colores que maldita falta me hacían. En cualquier caso, eran los lápices o un libro.
El abuelo aplaudía con tal entusiasmo cuando yo volvía a mi sitio que algunas mamás miraban a su alrededor y sonreían, lo cual bastaba para afirmar al viejo en la idea de que yo debía continuar en la escuela hasta que cumpliera catorce años.
A los diez años, el abuelo me dio permiso para colocar los artículos en el carretón antes de irme a la escuela. Las patatas delante, las verduras en medio, y las frutas detrás: ésa era su regla de oro.
– Nunca les dejes tocar la fruta hasta que hayan pagado -acostumbraba a decir-. Es difícil aplastar una patata, pero más difícil es vender un racimo de uva que ha sido manoseado varias veces.
A los once años ya cogía el dinero de los clientes antes de entregarles el cambio. Fue entonces cuando aprendí el truco de la palma. En ocasiones, después de devolverle el cambio, el cliente abría la palma de la mano y yo descubría que una de las monedas que le había entregado se había esfumado como por arte de magia, viéndome obligado a devolverle algo de calderilla.
Eché a perder una buena parte de nuestros beneficios semanales, hasta que el abuelo me enseñó a decir: «Su cambio de dos peniques, señora Smith», alzando en alto las monedas antes de entregarlas para que todo el mundo las viera.
A los doce años aprendí a regatear con los proveedores de Covent Garden, sin alterar para nada la expresión del rostro, vendiendo posteriormente el mismo producto a los clientes de Whitechapel con una sonrisa de oreja a oreja. También descubrí que el abuelo solía cambiar de proveedores cada dos por tres, «sólo para asegurarme de que nadie me toma el pelo».
A los trece años me había convertido en sus ojos y oídos, y ya sabía el nombre de todos los proveedores de frutas y verduras de Covent Garden. Enseguida averigüé qué vendedores apilaban la fruta buena sobre la mala, qué intermediarios intentaban esconder una manzana estropeada, qué proveedores procuraban darte el pego en la pesada y, en especial, qué clientes no pagaban sus deudas y, por lo tanto, no debía apuntar en la pizarra de los elegidos.
Recuerdo que mi pecho se hinchó de orgullo el día en que la señora Smelley, propietaria de una pensión sita en Commercial Road, me dijo que yo era de tal palo tal astilla, y que, en su opinión, un día sería tan bueno como mi abuelo. Aquella noche lo celebré pidiendo mi primera pinta de cerveza y encendiendo mi primer Woodbine. No terminé ninguno de ambos.
Nunca olvidaré aquella mañana de un sábado en que el abuelo me dejó a cargo del puesto, sin su ayuda. No abrió la boca durante cinco horas, ni para aconsejarme ni para opinar, y cuando al terminar la jornada revisó las cuentas, me entregó la moneda de seis peniques que siempre me obsequiaba los sábados por la noche, a pesar de que nos habíamos quedado dos chelines y cinco peniques por debajo de nuestras ganancias normales de los fines de semana.
Yo sabía que a mi abuelo le habría gustado que siguiera en la escuela, pero el último viernes de diciembre de 1913 dejé a mi espalda las puertas de la escuela elemental de la calle Jubilee, con la bendición de mi padre. Siempre había dicho que la educación era una pérdida de tiempo, una completa estupidez. Estuve de acuerdo con él, a pesar de que «Posh Porky» había obtenido una beca para un lugar llamado St. Paul's que, en cualquier caso, se encontraba a kilómetros de distancia, en Hammersmith. ¿Quién quiere ir a un colegio de Hammersmith, pudiendo vivir en el East End?
Era obvio que la señora Salmon sí lo deseaba, pues nunca dejaba de recordar las «proezas intelectuales» de su hija a todos los que hacían cola para comprar pan.
– Al parecer, Rebecca tiene la capacidad de hacer cantidad de cosas mucho antes que los niños de su edad -le dijo un día a mi padre.
– Y yo sé de algo que terminará haciendo antes de lo que su madre supone -susurró en mi oído, antes de añadir-: Presumida de mierda.
Yo pensaba sobre la señora Salmon lo mismo que mi padre sobre «Posh Porky». Sin embargo, el señor Salmon me caía bien. Antes de casarse con la señorita Roach, la hija del panadero, también había sido vendedor ambulante.
Todos los sábados por la mañana, mientras yo preparaba el puesto, el señor Salmon se dirigía a la sinagoga de Whitechapel, dejando la tienda a cargo de su esposa. La mujer nunca dejaba de recordarnos a voz en grito que ella no era una tres al cuarto.
«Posh Porky» siempre parecía debatirse entre acompañar a su padre a la sinagoga y quedarse en la tienda, donde tomaba asiento junto al escaparate y se atizaba bollos de crema en cuanto su madre le volvía la espalda.
– Siempre se da el mismo problema en los matrimonios mixtos -me decía el abuelo, pero aún me quedaban años para comprender que no estaba hablando de los bollos de crema.
El día que dejé la escuela le dije al abuelo que podía seguir descansando mientras yo iba a Covent Garden para llenar el carretón, pero no me prestó atención. Cuando llegamos al mercado, me permitió regatear por primera vez con los vendedores. No tardé en descubrir a uno que me ofreció una docena de manzanas por tres peniques, con tal de que le garantizara el mismo pedido cada día, a lo largo de un mes. Como el abuelo Charlie y yo siempre comíamos una manzana para desayunar, el acuerdo solucionó nuestras necesidades y me dio la oportunidad de seleccionar lo que íbamos a vender a los clientes.
A partir de aquel momento, cada día fue sábado, y entre ambos nos las arreglamos para aumentar los beneficios a catorce chelines por semana.
Se me asignó un salario semanal de cinco chelines (una auténtica fortuna), cuatro de los cuales guardaba cerrados en una caja de hojalata bajo la cama del abuelo, hasta que ahorré mi primera guinea. «Un hombre que posee una guinea posee seguridad», solía decirme el señor Salmon, erguido ante la puerta de su tienda, con los pulgares introducidos en el bolsillo del chaleco y exhibiendo el reloj y la cadena de oro.
Por las noches, después de que el abuelo hubiera venido a casa para cenar y el viejo se hubiera marchado a la taberna, me aburría enseguida de estar sentado en compañía de mis hermanas, así que me apunté al Club Juvenil Masculino de Whitechapel: tenis de mesa los lunes, miércoles y viernes; boxeo los martes, jueves y sábados. Nunca le cogí el truco al ping-pong, pero llegué a ser un aceptable peso gallo, y en una ocasión representé al club contra Bethmal Green.
Al contrario que mi padre, nunca me sentí atraído por las tabernas, los galgos ni los naipes, pero casi todos los sábados por la tarde iba a apoyar al West Ham, y alguna noche me desplazaba al East End para ver a la última estrella de la comedia musical.
Cuando el abuelo me preguntó qué deseaba para mi decimoquinto cumpleaños repliqué sin vacilar: «Mi propio carretón», y añadí que casi había ahorrado lo suficiente para comprar uno. Se limitó a reír, comentando que el viejo me serviría igual cuando estuviera dispuesto a sucederle.
– En cualquier caso -me advirtió -, es lo que los ricos llaman una propiedad, y -concluyó- nunca inviertas en algo nuevo, sobre todo en tiempos de guerra.
Aunque el señor Salmon ya me había contado que el año anterior se había declarado la guerra contra Alemania (nadie había oído hablar del archiduque Francisco Fernando), sólo comprendimos la gravedad de la situación cuando muchos jóvenes que trabajaban en el mercado empezaron a desaparecer, destinados «al frente», siendo reemplazados por sus hermanos menores, y a veces por sus hermanas. Los sábados por la mañana se veían en el East End más muchachos vestidos de caqui que de civil.
Mi otro recuerdo de ese período es que la salchichería de Schultz (uno de nuestros placeres de los sábados por la noche) amanecía cada día con un escaparate roto. Una mañana, de repente, vimos que la tienda había sido clausurada. Nunca le volvimos a ver.
– Le han internado -susurró mi abuelo, sin dar más explicaciones.
Mi viejo nos venía a ver algún sábado por la mañana, con el único propósito de sablear al abuelo y marcharse al Black Bull para gastárselo todo con su amiguete Bert Shorrocks.
El abuelo soltaba semana tras semana un chelín, o incluso dos; todos sabíamos que no se lo podía permitir. Lo que realmente me molestaba era que nunca bebía, ni tampoco aprobaba el juego. Mi viejo guardaba el dinero, se tocaba la gorra y partía en dirección al Black Bull.
Esta rutina se sucedió semana tras semana, hasta que un sábado por la mañana una dama estirada que vestía un traje negro largo y portaba una sombrilla, se encaminó con paso decidido hacia nuestro puesto y colocó una pluma blanca en la solapa de mi padre.
Nunca le había visto tan enfurecido, ni siquiera los sábados por la noche, cuando perdía hasta la camisa jugando y llegaba a casa tan bebido que todos debíamos escondernos debajo de la cama. Aunque amenazó con el puño cerrado a la dama, ésta no retrocedió ni un paso y le llamó «cobarde» a la cara. Él le gritó algunas cosas que solía reservar para el casero. Después, cogió todas las plumas y las tiró a la cloaca, antes de salir disparado hacia el Black Bull. Ni siquiera volvió a casa para comer. Sal había preparado pescado y patatas fritas. Yo no me quejé, liquidé su ración de patatas, y me fui a ver al West Ham. Tampoco le vimos por la noche, y cuando me desperté por la mañana comprobé que su lado de la cama seguía intacto. Al volver de misa con el abuelo continuaba sin dar señales de vida, y dormí por segunda noche consecutiva con la cama de matrimonio para mí solo.
– Habrá pasado otra noche entre rejas -dijo el abuelo el lunes por la mañana, mientras yo empujaba nuestro carretón por mitad de la calle, intentando no pisar la mierda de los caballos que arrastraban los autobuses de la línea metropolitana.
Al pasar frente al número no divisé a la señora Shorrocks mirándome desde la ventana. Exhibía el habitual ojo morado y la colección de diferentes magulladuras que Bert le solía producir cada sábado por la noche.
– Ve a sacarlo de la cárcel hacia el mediodía -dijo el abuelo-. Ya se le habrá pasado la cogorza.
Me repugnó la idea de soltar media corona para pagar su fianza; los beneficios de un día al carajo. Pasadas las doce me acerqué a la comisaría de policía. El sargento de guardia me dijo que Bert Shorrocks seguía en su celda y sería conducido ante el juez por la tarde, pero que no habían visto a mi viejo en toda la semana.
– Es igual que un penique falso: no dudes que aparecerá de nuevo -comentó mi abuelo con una risita.
Pero pasó un mes antes de que mi padre «apareciera» de nuevo, y cuando le vi no pude dar crédito a mis ojos: iba vestido de caqui de pies a cabeza. Se había enrolado en el segundo batallón de los Fusileros Reales. Nos explicó que, a pesar de que confiaba en ser enviado al frente dentro de pocas semanas, pasaría la Navidad con nosotros; un oficial le había dicho que los malditos hunos se irían a tomar por el culo mucho antes.
El abuelo le estrechó la mano y frunció el ceño, pero yo estaba tan orgulloso de mi viejo que pasé el resto del día paseando por el mercado sin separarme un momento de él. Hasta la dama apostada en una esquina con su cargamento de plumas blancas le dedicó un cabeceo de aprobación. La miré y le prometí a mi padre que si los alemanes no se habían ido a tomar por el culo antes de Navidad, dejaría el mercado y me alistaría para ayudarle a concluir la tarea. Aquella noche le acompañé al Black Bull, decidido a pulirme la paga semanal en lo que le apeteciera. Sin embargo, nadie permitió que pagase su bebida, así que no tuve que gastar ni un penique. Se fue para unirse a su regimiento de buena mañana, antes de que el abuelo y yo nos levantáramos para ir al mercado.
El viejo nunca escribió porque no sabía escribir, pero toda la gente del East End sabía que, si no encontrabas bajo tu puerta uno de aquellos sobres marrones, el miembro de tu familia que combatía en la guerra seguía con vida.
El señor Salmon me leía a veces artículos del periódico matutino, pero nunca encontró una mención de los Fusileros Reales, así que jamás supe dónde se había metido el viejo. Únicamente rezaba para que no se hallara en un lugar llamado Yprès, donde, según advertía el periódico, los enfrentamientos eran muy intensos.
Tuvimos un día de Navidad muy tranquilo en familia, dejando aparte el hecho de que el viejo no había regresado del frente, tal como el oficial había pronosticado.
Sal, que hacía turnos en un café de Commercial Road, volvió a trabajar el día 27. Grace se pasó las así llamadas vacaciones en su puesto del hospital de Londres, supervisando los regalos de todo el mundo, antes de irse a la cama. Kitty deambulaba de un lado a otro.
De hecho, a decir verdad, daba la impresión de que no duraba en un empleo más de una semana. No obstante, siempre vestía mejor que cualquiera de nosotros, pues una ristra de novios parecían ansiosos de gastarse hasta su último penique en ella antes de partir hacia el frente. Me resultaba imposible imaginar qué pensaba decirles en el caso de que todos volvieran el mismo día.
De vez en cuando, Kitty aceptaba trabajar un par de horas en el puesto, pero desaparecía en cuanto le echaba mano a una parte de los beneficios de la jornada.
– Creo que no hacemos un buen negocio con ella -solía comentar mi abuelo.
Yo no me quejaba. Tenía dieciséis años, no alentaba la menor preocupación y mis pensamientos se concentraban en conseguir cuanto antes un carretón de mi propiedad.
El señor Salmon me dijo haber oído que los mejores carretones se vendían en el Oíd Kent Road, porque muchos jóvenes obedecían la consigna de Kitchener, consistente en alistarse y combatir por la patria y el rey. Estaba seguro de que no habría un momento más adecuado para hacer lo que él llamaba un buen metsieh. Le di las gracias, pero también le rogué que no revelara mis intenciones al abuelo, porque quería cerrar el metsieh sin que él lo supiera.
La mañana del sábado siguiente le pedí al abuelo dos horas libres.
– ¿Es que te has echado una novia? -Me miró de soslayo-. Espero que no vayas a empinar el codo.
– Ni lo uno ni lo otro -respondí con una sonrisa-, pero serás el primero en enterarte, abuelo -le prometí, llevándome la mano a la gorra, y me puse a correr hacia la Oíd Kent Road.
Crucé el Támesis por el puente de la Torre, adentrándome en el este más que nunca, y cuando llegué al extraño mercado no di crédito a mis ojos. Jamás había visto tantos carretones. Estaban alineados en filas. Largos, cortos, rechonchos, pintados con todos los colores del arco iris; algunos exhibían nombres famosos durante generaciones en el East End. Me pasé una hora examinando los que estaban a la venta, pero el único al que volví tenía escrito en un costado: «El carretón más grande del mundo».
La mujer que vendía el espléndido objeto me dijo que sólo tenía un mes de antigüedad, y que su marido, muerto por los alemanes, había pagado tres libras por él. No pensaba venderlo por menos.
Le expliqué que sólo tenía dos libras, pero que esperaba pagarle el resto antes de seis meses.
– Todos podríamos morir antes de que terminen esos seis meses -replicó.
Meneó la cabeza con el aire de quien ha escuchado cuentos por el estilo a menudo.
– En ese caso, le daré dos libras y seis peniques, más el carretón de mi abuelo como garantía -dije sin pensar.
– ¿Tu abuelo? -preguntó ella.
– Sí, Charlie Trumper -dije con orgullo, si bien no confiaba en que conociera su nombre.
– ¿Charlie Trumper es tu abuelo?
– Sí, ¿y qué? -pregunté, desafiante.
– Que las dos libras y seis peniques me bastan por ahora -respondió la mujer-. No te olvides de pagar el resto antes de Navidad.
Fue la primera vez que descubrí el significado de la palabra «reputación». Le entregué los ahorros de mi vida, prometiendo darle los restantes diecinueve chelines y seis peniques antes de que terminara el año.
Cerramos el trato con un apretón de manos, agarré las varas y me llevé de inmediato mi nuevo «Gorrión» hacia Whitechapel Road. Cuando Sal y Kitty vieron el carretón se pusieron a dar saltos de alegría, e incluso me ayudaron a pintar en un costado «Charlie Trumper, el comerciante honrado, fundado en 1823».
Acabada la tarea, y mucho antes de que la pintura se hubiera secado, hice rodar el carretón con aire triunfal hacia el mercado. Cuando divisé el puesto de mi abuelo, mi sonrisa ya se extendía de oreja a oreja.
La multitud congregada alrededor del viejo carretón parecía más numerosa de lo que acostumbraba a ser los sábados por la mañana, pero guardaba un extraño silencio, y no pude adivinar por qué enmudecieron en el momento en que aparecí.
– Ahí viene Charlie el joven -gritó una voz.
Varios rostros se volvieron en mi dirección. Presentí que algo había ocurrido. Solté mi nuevo carretón y corrí hacia la muchedumbre, que me abrió paso enseguida. Lo primero que vi después de atravesarla fue al abuelo tendido en el suelo. Apoyaba la cabeza en una caja de manzanas y estaba pálido como la cera.
Corrí a su lado y me arrodillé.
– Soy Charlie, abuelo, soy yo. Estoy aquí. ¿Qué puedo hacer? Dímelo y haré lo que sea.
Sus cansados ojos parpadearon lentamente.
– Escúchame con atención, muchacho -dijo, casi sin aliento-. Ahora, el carretón te pertenece, de modo que nunca lo pierdas de vista más de unas horas, ni tampoco el puesto.
– Pero es tu carretón y tu puesto, abuelo. ¿Cómo vas a trabajar sin carretón ni puesto? -pregunté, pero ya no me escuchaba.
Hasta aquel momento no se me había pasado por la cabeza que un conocido pudiera morir.
El funeral del abuelo Charlie se celebró una despejada mañana de octubre en la iglesia de Santa María y San Miguel, en la calle Jubilee. Cuando los componentes del coro tomaron asiento, sólo quedó sitio para estar de pie, y hasta el señor Salmon, ataviado con un largo abrigo negro y un sombrero negro de ala ancha, se encontraba entre los que se apretujaban en la parte trasera. Fue la segunda lección de Charlie sobre el significado de la palabra reputación.
A la mañana siguiente, cuando Charlie llegó al puesto de su abuelo con el flamante carretón nuevo, hasta el señor Dunkley salió de la tienda de pescado y patatas fritas para admirar su adquisición.
– Tiene casi el doble de capacidad que el viejo carretón del abuelo -le dijo Charlie-, Además, sólo debo una libra de su importe.
Sin embargo, al acabar la semana Charlie descubrió que el nuevo carretón seguía medio lleno de fruta pasada que nadie quería. Sal y Kitty también arrugaban la nariz cuando les ofrecía delicadezas tales como plátanos pasados o melocotones aplastados. Le costó varias semanas al nuevo comerciante calcular la cantidad que precisaba cada mañana para satisfacer las demandas de sus clientes, y aún más darse cuenta de que esas demandas variaban de un día a otro.
Un sábado por la mañana, después de recoger los productos en el mercado y de camino a Whitechapel, Charlie oyó un estridente chillido.
– Tropas británicas diezmadas en el Somme -gritaba un vendedor de periódicos en la esquina de Covent Garden.
Se desprendió de medio penique a cambio del Daily Chronicle, se sentó en la acera y empezó a leer, seleccionando las palabras que comprendía. Supo que miles de ingleses habían muerto en una operación combinada con el ejército francés contra las tropas del káiser Guillermo. El desventurado enfrentamiento había terminado en un desastre. El general Haig había previsto un avance de cuatro kilómetros por día, pero todo concluyó en una retirada. La consigna «Volveremos a casa por Navidad» sonaba ahora como una pura insensatez.
Charlie tiró el periódico a la cloaca. Ningún alemán podría matar a su padre, de eso estaba seguro, aunque últimamente empezaba a sentirse culpable acerca de su contribución a la guerra, teniendo en cuenta que Grace había solicitado el traslado a los hospitales de campaña, a sólo medio kilómetro del frente.
Aunque Grace escribía a Charlie cada mes, todavía no tenía noticias de su padre. «Tenemos aquí a un millón de soldados, y todos parecen helados, empapados y hambrientos», le explicaba. Sal continuaba trabajando de camarera en Commercial Road y daba la impresión de que ocupaba todo su tiempo libre en buscar un marido; en cambio, Kitty no tenía el menor problema en encontrar infinidad de hombres que se sentían felices complaciendo todos sus deseos. De hecho, Kitty era la única de los tres que podía disponer de tiempo para ayudar en el puesto, pero como nunca se despertaba hasta que el sol brillaba en lo alto, y se escabullía mucho antes de que se hubiera puesto, no era lo que el abuelo hubiera llamado «una buena adquisición».
Pasaron semanas antes de que el joven Charlie dejara de volver la cabeza para preguntar: «¿Cuánto, abuelo? ¿Qué precio, abuelo? ¿Tiene crédito la señora Davies, abuelo?». Y sólo después de pagar hasta el último penique de su deuda y quedarse casi sin blanca, empezó a comprender que su abuelo debía de haber sido muy bueno en su oficio.
Al cumplirse el primer aniversario de la muerte del abuelo, Sal estaba convencida de que todos terminarían viviendo de la caridad, y suplicaba sin cesar a Charlie que vendiera el viejo carretón del abuelo para ganar una libra más, pero la respuesta de Charlie era invariable.
– Jamás -añadiendo a continuación que antes dejaría pudrirse la reliquia en el patio trasero que entregarla a otras manos.
Las cosas empezaron a enderezarse durante el otoño de 1917, y el carretón más grande del mundo rindió los beneficios suficientes para comprar un vestido de segunda mano a Sal, un par de zapatos a Kitty y un traje de tercera mano a Charlie.
Aunque Charlie seguía siendo delgado (ahora un peso mosca) y no muy alto, después de cumplir diecisiete años observó que las damas agazapadas en la esquina de Whitechapel Road, aún empeñadas en plantificar plumas blancas a todos los civiles que aparentaban entre dieciocho y cuarenta años, empezaron a mirarle como buitres impacientes.
Si bien a Charlie no le asustaban los alemanes, confiaba en que la guerra terminaría pronto y su padre regresaría a su rutina de trabajar en los muelles durante el día y beber en el Black Bull por las noches; pero, como no llegaban cartas y las noticias aparecían censuradas en los periódicos, ni siquiera el señor Salmon adivinaba lo que en realidad estaba pasando.
A medida que los meses pasaban, Charlie iba comprendiendo más y más las necesidades de sus clientes, y éstos, a cambio, descubrían que su carretón les ofrecía una mejor relación calidad-precio que muchos de sus competidores. Hasta Charlie presintió que las cosas mejoraban cuando, una mañana, apareció el rostro sonriente de la señora Smelley y le pidió más patatas para la pensión de las que solía vender a un cliente habitual en un mes.
– Podría enviarle sus pedidos directamente a la pensión, todos los lunes por la mañana, señora Smelley -dijo Charlie.
– No, gracias, Charlie. Me gusta ver lo que compro.
– Concédame una oportunidad de demostrarle mi honradez, señora Smelley, y nunca más tendrá que salir a la calle, haga el tiempo que haga, si ha aceptado más huéspedes de los que contaba.
Ella le miró a la cara.
– Bien, lo probaremos un par de semanas, pero si alguna vez me engañas, Charlie Trumper…
– Acaba de hacer un trato -sonrió Charlie, y desde aquel día nadie volvió a ver a la señora Smelley comprando frutas o verduras en el mercado.
Charlie decidió que, tras este éxito inicial, extendería su servicio de reparto a los otros clientes del East End. Tal vez de esta forma, pensó, lograría doblar sus ingresos. A la mañana siguiente sacó el viejo carretón del patio trasero y encargó a Kitty que se responsabilizara de tomar los pedidos, mientras él se quedaba en el puesto de Whitechapel.
Charlie perdió al cabo de pocos días todo el dinero en metálico que había ahorrado durante los seis meses anteriores y se quedó sin blanca. Por lo visto, las cuentas no eran el punto fuerte de Kitty y, además, sucumbía ante todas las historias lacrimógenas que le contaban, y solía terminar regalando la comida. Al final de aquel mes, Charlie se encontró casi arruinado y no le llegó para pagar el alquiler.
– ¿Qué te ha enseñado esta arriesgada decisión? -preguntó Dan Salmon, de pie en la puerta de su tienda, la gorra encasquetada en la cabeza y los pulgares hundidos en los bolsillos del chaleco, que exhibía con orgullo su reloj de cadena.
– Pensarlo con mucho cuidado antes de emplear a un miembro de la familia y no dar por sentado que todo el mundo pagará sus deudas.
– Bien -aprobó el señor Salmon-. Aprendes rápido. ¿Cuánto necesitas para aguantar hasta el mes que viene?
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Charlie.
– ¿Cuánto? -repitió Salmon.
– Cinco libras -confesó Charlie, bajando la cabeza.
El viernes por la noche, Dan Salmon le entregó a Charlie cinco soberanos de oro, así como varios panes ázimos.
– Devuélvemelo cuando puedas, muchacho, y no se lo digas a mi mujer, o los dos las vamos a pasar moradas.
Charlie pagó la deuda a razón de cinco chelines por semana, y la saldó veinte semanas después. Siempre recordó la fecha de ese pago final, porque aquel mismo día el primer zepelín atacó Londres; se pasó casi toda la noche escondido bajo la cama de su padre, con Sal y Kitty agarradas a él como un náufrago a una tabla.
A la mañana siguiente, Charlie leyó un reportaje sobre el bombardeo en el Daily Chronicle y se enteró de que más de cien londinenses habían muerto y unos cuatrocientos habían resultado heridos durante el ataque.
Comió su manzana matutina y entregó el pedido semanal de la señora Smelley antes de volver a su puesto de Whitechapel Road. Los lunes siempre eran muy ajetreados; todo el mundo renovaba su despensa después del fin de semana. Llegó al número 112 para tomar su merienda, agotado. En tanto devoraba con buen apetito su parte de pastel de cerdo, alguien llamó a la puerta.
– ¿Quién puede ser? -preguntó Kitty, mientras Sal servía a Charlie su segunda patata.
– Sólo hay una forma de averiguarlo, querida -dijo Charlie, sin moverse de su sitio.
Kitty se levantó de la mesa a regañadientes y volvió al cabo de un momento, arrugando la nariz.
– Es Becky Salmon. Dice que quiere hablar contigo.
– Pues haz pasar a la señorita Salmon al recibidor -contestó Charlie, sonriente.
Kitty volvió a salir, mientras Charlie abandonaba la cocina para entrar en la única habitación que no era dormitorio. Se sentó en una vieja butaca de cuero y esperó. Un momento después, «Posh Porky» avanzó hacia el centro de la estancia y se detuvo frente a Charlie, en silencio. Le sorprendió un poco la corpulencia de la muchacha. Aunque era cinco o seis centímetros más baja que él, debía pesar al menos seis kilos más. Un auténtico peso pesado, reflexionó. Estaba claro que los bollos de crema de su padre seguían siendo su debilidad. Charlie contempló su brillante blusa blanca y la falda plisada azul oscuro. Llevaba un águila dorada, rodeada de palabras pertenecientes a un idioma que nunca había visto, en su elegante chaqueta de lana azul. Una cinta roja descansaba precariamente sobre su corto cabello oscuro. Charlie reparó en que sus zapatos y calcetines blancos estaban tan inmaculados como siempre. La hubiera invitado a sentarse, pero él ocupaba la única silla de la habitación. Ordenó a Kitty que les dejara a solas.
– ¿Qué puedo hacer por ti? -preguntó Charlie, en cuanto oyó que la puerta se cerraba.
Rebecca Salmon se puso a temblar cuando intentó articular las palabras.
– He venido a verte por lo que les ha pasado a mis padres. -Pronunció cada palabra con mucha lentitud, y Charlie descubrió con disgusto que había perdido por completo el acento del East End.
– ¿Y qué les ha pasado a tus padres? -preguntó Charlie con rudeza, confiando en que ella no hubiera advertido los cambios que su voz había experimentado en los últimos tiempos. Becky estalló en lágrimas. Charlie miró por la ventana, porque no sabía muy bien qué hacer.
Becky continuó temblando, mientras intentaba volver a hablar.
– Papá murió anoche, durante el bombardeo del zepelín, y mamá está en el hospital de Londres. -No añadió ninguna otra explicación.
– No me lo ha dicho nadie -exclamó Charlie, saltando de la silla.
– No podías haberte enterado -dijo Becky-. Ni siquiera lo he dicho en la tienda. La gente cree que se ha puesto enfermo.
– ¿Quieres que yo se lo diga? ¿Has venido a verme para eso?
– No -contestó ella. Alzó la cabeza poco a poco y estuvo callada unos momentos -Quiero que te hagas cargo de la tienda.
La oferta dejó tan asombrado a Charlie que se quedó sin habla.
– Mi padre solía decirme que no pasaría mucho tiempo antes de que tuvieras tu propia tienda, así que he pensado…
– Pero no tengo ni idea de panaderías -tartamudeó Charlie, saltando de la silla.
– Los dos ayudantes de papá saben todo lo que hay que saber sobre el negocio, y sospecho que tú sabrás más que ellos dentro de seis meses. Lo que la tienda necesita en este preciso momento es un vendedor. Mi padre siempre me decía que tú eras tan bueno como el abuelo Charlie, y todo el mundo sabe que él era el mejor.
– ¿Y mi puesto?
– Sólo está a unos metros de la tienda, así que no te costaría nada vigilar ambos sitios. -Vaciló antes de añadir-: Al contrario que tu servicio de reparto.
– ¿También sabes eso? -preguntó Charlie, algo sorprendido.
– Hasta sé que intentaste devolver los últimos chelines a mi padre pocas horas antes de que fuera a la sinagoga el pasado sábado. No teníamos secretos.
– ¿Y cuál es el trato? -preguntó Charlie, sospechando que la muchacha siempre se le adelantaba.
– Tú te encargas del puesto y la tienda y seremos socios al cincuenta por ciento.
– ¿Y tú qué harás?
– Verificaré los libros cada mes y me cuidaré de que paguemos los impuestos a tiempo y no quebrantemos las ordenanzas municipales.
– Nunca he pagado impuestos -replicó Charlie-, y a nadie le importa un comino el ayuntamiento y sus estúpidas ordenanzas.
Los ojos oscuros de Becky se clavaron en él por primera vez.
– Le importan a la gente que un día espera emprender un negocio serio, Charlie Trumper.
– El cincuenta por ciento no me parece justo -dijo Charlie, esforzándose todavía por llevar la voz cantante.
– Mi tienda vale mucho más que tu carretón, y también produce mayores ingresos.
– Hasta que tu padre murió -replicó Charlie, arrepintiéndose de sus palabras en el acto.
Becky bajó la cabeza de nuevo.
– ¿Vamos a ser socios o no? -preguntó.
– Sesenta por ciento -dijo Charlie.
Ella vaciló durante un largo momento. Después, extendió de repente la mano, y Charlie se la estrechó vigorosamente para confirmar que su primer trato se había cerrado.
Después del funeral de Dan Salmon, Charlie empezó a leer cada mañana el Daily Chronicle, con la esperanza de averiguar cuál era la situación del Segundo Batallón de Fusileros Reales, y quizá de su padre.
Descubrió que el regimiento combatía en algún lugar de Francia, pero el periódico nunca daba detalles de su emplazamiento exacto.
El diario empezó a ejercer una doble fascinación sobre él, por cuanto los anuncios desplegados en casi todas las páginas despertaron su interés. No podía creer que los señorones del West End desearan pagar por cosas que a él le parecían lujos innecesarios. Sin embargo, Charlie aún quería probar la Coca-Cola, el último refresco llegado de Estados Unidos, a penique la botella, y probar la nueva maquinilla de afeitar de Gillette (a pesar de que todavía no se afeitaba), a seis peniques el soporte y dos peniques las seis hojas. Estaba seguro de que su padre, que siempre utilizaba una navaja, consideraría la idea una mariconada. No menos ridículas eran las fajas de señora a dos guineas. Ni Sal ni Kitty necesitarían nunca ninguna, aunque tal vez sí Becky, si seguía igual.
Tan fascinado quedó Charlie por estas oportunidades de adquisición, en apariencia interminables, que empezó a tomar el tranvía los domingos por la mañana en dirección al West End, a fin de averiguar algo más. Se desplazaba en el vehículo tirado por caballos hasta Chelsea, y desde allí pasaba en dirección a Mayfair, estudiando todos los productos exhibidos en los escaparates. También tomaba nota de cómo vestía la gente y admiraba los nuevos autos, que desprendían gases, pero no estiércol, mientras avanzaban por en medio de la calle. Incluso se preguntó cuánto le costaría comprar su nueva tienda en Chelsea.
El primer domingo de octubre de 1917, Charlie se llevó a Sal con él…, para enseñarle los monumentos, explicó.
Charlie se desplazaba con parsimonia de escaparate en escaparate, obviamente excitado por todo lo nuevo que veía. Ropas de hombre, sombreros, zapatos, vestidos de mujer, perfumes, ropa interior, incluso galletas y pasteles retenían su atención durante horas y horas.
– Volvamos a Whitechapel, que es nuestro sitio, por el amor de Dios -dijo Sal-, Tengo algo muy claro: aquí nunca me sentiré a gusto.
– Pero ¿es que no entiendes? -dijo Charlie-. Una de estas tiendas me pertenecerá algún día.
– No digas sandeces -replicó Sal-. Ni siquiera Dan Salmon se lo habría podido permitir.
Charlie no se molestó en contestar.
Charlie dominó en poco tiempo el negocio de la panadería, demostrándose que Becky había estado en lo cierto. Al cabo de un mes sabía tanto sobre temperaturas del horno, controles, expansión de la levadura y mezclas correctas de harina y agua como cualquiera de los dos ayudantes, y como trataban con los mismos clientes mientras Charlie atendía en su puesto, las ventas sólo descendieron un poco durante el primer trimestre.
Becky demostró ser tan eficiente como había dicho. Llevaba las cuentas con lo que ella llamaba la «disciplina de un pastel de manzana», y hasta abrió una serie de libros mayores para el carretón de Trumper. Cuando concluyeron sus primeros tres meses como socios, se encontraron con unos beneficios de cuatro libras y once chelines, a pesar de la reparación de un horno de gas perteneciente a la panadería. Charlie pudo comprarse su primer traje de segunda mano.
Sal todavía trabajaba de camarera en un café de Commercial Road, pero Charlie sabía que ya no podía esperar encontrar a alguien que deseara casarse con ella (independientemente de su aspecto físico) para dormir en su propia habitación.
La carta de Grace llegaba puntual a principios de cada mes, y conseguía transmitir alegría, a pesar de que la muerte la rodeaba por todas partes. Es igual que su madre, decía el padre O'Malley a sus feligreses. Kitty continuaba entrando y saliendo como le venía en gana, sableando tanto a sus hermanas como a Charlie, y nunca duraba en un trabajo más de algunos días. Es igual que su padre, murmuraba el párroco a su espalda.
– Me gusta tu traje nuevo -dijo la señora Smelley cuando Charlie le entregó su pedido semanal aquel lunes por la tarde.
Él enrojeció y fingió no oír el cumplido, regresando a la panadería.
El segundo trimestre trajo mayores ganancias a los dos negocios de Charlie, y advirtió a Becky de que le había echado el ojo a la carnicería, ahora que el único dependiente del propietario había perdido la vida en un lugar llamado Passchendaele. Becky le había prevenido contra embarcarse en otra aventura antes de descubrir el volumen de sus ganancias, y después sólo si los ya maduros ayudantes averiguaban lo que se traían entre manos.
– Da por sentado, Charlie Trumper -le dijo cuando se sentaron en la minúscula dependencia situada en la parte trasera de la panadería, para verificar las cuentas mensuales -, que no tienes ni la menor idea sobre carnicerías. «Trumper el Comerciante Honrado, fundado en 1823» todavía me gusta -añadió-. «Trumper el Manirroto Idiota, clausurado en 1917», no.
Becky también comentó favorablemente su traje nuevo, pero no hasta haber terminado de repasar las innumerables columnas de cifras. Él iba a devolverle el cumplido, insinuando que la muchacha había perdido algo de peso, cuando ella alargó la mano y se sirvió una porción de tarta de mermelada.
Becky, por fin, recorrió con un pegajoso dedo la hoja de balance mensual y contrastó las cifras con el estado de cuentas bancario escrito a mano. Un beneficio de ocho libras y catorce chelines, escribió con pulcra letra en la parte inferior.
– A este paso, seremos millonarios cuando cumpla cuarenta años -sonrió Charlie.
– ¿Cuarenta, Charlie Trumper? -replicó Becky con desdén-. No tienes prisa, ¿verdad?
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Charlie.
– Sólo que confío en lograrlo mucho antes.
Charlie lanzó una carcajada estentórea para ocultar el hecho de que no sabía si ella estaba bromeando. Después de que Becky cerrara los libros y los guardara en su bolso, Charlie se preparó para cerrar la panadería. Dijo buenas noches a su socia antes de que ella volviera a su casa. Tenía ganas de comunicar a sus hermanas la cifra récord obtenida en el trimestre. Silbó desafinando el Lambeth Walk mientras empujaba su carretón hacia el sol poniente. ¿Lograría su primer millón antes de los cuarenta, o había sido una tomadura de pelo de Becky?
Pasó frente a la casa de Bert Shorrocks y se detuvo en seco. Ante la puerta principal del 112, con una biblia negra en la mano, se hallaba el padre O'Malley.
Charlie se sentó en el vagón del tren con destino a Edimburgo y pensó en las decisiones que había tomado durante los últimos siete días. Becky las calificó de temerarias, y Sal de estúpidas, directamente. La señora Smelley opinó que no debía ir hasta que le llamaran, y Grace continuaba atendiendo a los heridos en el frente occidental, de modo que no se enteró de lo que había hecho. En cuanto a Kitty, se enfurruñó y le preguntó cómo iba a sobrevivir sin él.
La carta le había informado de que George Trumper había muerto el dos de noviembre de 1917, valientemente, mientras cargaba contra las líneas enemigas en el bosque de Polygon. Unos mil hombres habían muerto aquel día, al atacar un frente de quince kilómetros de largo que se extendía desde Messines a Passchendaele; no le sorprendió, por tanto, que la carta del teniente fuera breve y concisa.
Después de una noche de insomnio, Charlie fue el primero que apareció a la mañana siguiente en la oficina de reclutamiento de Great Scotland Yard. El cartel de la pared reclamaba voluntarios, de edad comprendida entre dieciocho y cuarenta años, para enrolarse en el ejército del «general Haig».
Aunque aún no tenía dieciocho años, Charlie rezó para que no le rechazaran.
Cuando el sargento de reclutamiento preguntó: «¿Apellido?, Charlie sacó pecho y casi aulló: «Trumper». Aguardó con ansia. «¿Fecha de nacimiento?», preguntó el hombre, que llevaba tres galones en el brazo.
– Veinte de enero de 1899 -dijo Charlie, sin vacilar, pero sus mejillas se tiñeron de rubor mientras pronunciaba las palabras. El sargento levantó la vista y le guiñó un ojo.
Transcribió las letras y los números a un formulario amarillento sin un comentario.
– Quítate la gorra, muchacho, y preséntate ante el oficial médico.
Una enfermera condujo a Charlie a un cubículo, donde un hombre mayor, que se cubría con una larga chaquetilla blanca, le hizo desnudarse hasta la cintura, toser, sacar la lengua y respirar con fuerza, antes de aplicarle por todas partes un frío objeto de goma. Luego, examinó las orejas y ojos de Charlie, golpeándole a continuación las rodillas con una barra de goma. Después de quitarse los pantalones y los calzoncillos (por primera vez delante de alguien que no fuera un miembro de su familia), le dijo que no era portador de enfermedades contagiosas… Sean lo que sean, pensó Charlie.
Se miró en el espejo mientras le medían.
– Un metro y setenta y tres centímetros -dijo el ordenanza.
Y aún creceré más, deseó decir Charlie, mientras se apartaba un mechón de pelo de los ojos.
– Dientes sanos, ojos pardos -dijo el médico -. Nada que objetar -añadió.
El viejo hizo unas señales en la parte derecha del formulario antes de decirle que se presentara de nuevo al tipo de los tres galones blancos. Charlie se encontró en otra cola y volvió a encontrase cara a cara con el sargento.
– Bien, muchacho, firma aquí y te enviaremos con un permiso para viajar.
Charlie garabateó su firma en el punto que indicaba el dedo del sargento. No dejó de observar que al hombre le faltaba el pulgar.
– ¿La Honorable Compañía de Artillería o los Reales Fusileros? -preguntó el sargento.
– Los Reales Fusileros -dijo Charlie-, Es el regimiento de mi viejo.
– Pues los Reales Fusileros -dijo el sargento sin pensarlo dos veces, marcando otra casilla.
– ¿Cuándo me darán el uniforme?
– Cuando llegues a Edimburgo, muchacho. Preséntate en King's Cross a las ocho horas de mañana por la mañana. El siguiente.
Charlie regresó al 112 de Whitechapel Road para pasar otra noche en blanco. Sus pensamientos saltaban de Sal a Grace y de ésta a Kitty, y se preguntaba cómo sobrevivirían sus hermanas durante su ausencia. También pensó en Rebecca Salmon y en la sociedad que formaban, pero, en último término, su mente volvía a la muerte de su padre en un campo de batalla extranjero y a la venganza que deseaba infligir a todo alemán que se le pusiera por delante. Estos pensamientos no le abandonaron hasta que la luz de la mañana se coló por las ventanas.
Charlie se puso el traje nuevo, el que la señora Smelley había alabado, su mejor camisa, la corbata de su padre, una gorra y su único par de zapatos de piel. Se supone que voy a combatir contra los alemanes, no a una boda, pensó, mientras se miraba en el espejo rajado que había encima del lavabo. Ya había escrito una nota a Becky (con una pequeña ayuda del padre O'Malley), indicándole que vendiera la tienda y sus carretones si tenía la oportunidad, y que le guardara su parte del dinero hasta que volviera a Whitechapel. Nadie hablaba ya de Navidad.
– ¿Y si no vuelves? -había preguntado el padre O'Malley, inclinando un poco la cabeza-, ¿Qué ocurrirá con tus propiedades?
– Divida todo lo que quede a partes iguales entre mis tres hermanas -respondió Charlie.
El padre O'Malley escribió las instrucciones de su antiguo pupilo y, por segunda vez en dos días, Charlie firmó con su nombre al pie de un documento oficial.
Cuando Charlie terminó de vestirse, descubrió que Sal y Kitty le esperaban a la puerta, pero no les dio permiso para acompañarle a la estación, a pesar de sus sollozantes protestas. Sus dos hermanas le besaron (otra primera ocasión) y tuvo que desprenderse de la mano de Kitty para recuperar la hoja de papel en que había consignado todos sus bienes terrenales.
Se dirigió solo al mercado de Whitechapel Road y entró en la panadería por última vez. Los dos ayudantes le juraron que no notaría ningún cambio cuando volviera. Salió de la tienda y descubrió que otro muchacho, tal vez un año menor que él, ya había situado su carretón en su puesto. Atravesó el mercado con parsimonia en dirección a King's Cross, sin mirar ni un instante hacia atrás.
Llegó a la Gran Estación del Norte media hora antes de lo estipulado y divisó de inmediato al sargento que le había alistado el día anterior.
– Bien, Trumper, tómate una taza de té y espera en el andén tres.
Charlie no recordaba la última vez que había recibido u obedecido una orden. Antes de la muerte del abuelo, desde luego.
El andén tres ya estaba abarrotado de hombres, tanto uniformados como en traje de calle. Algunos hablaban a voz en grito, otros se apartaban y guardaban silencio; todos expresaban de alguna manera su inseguridad.
A las once, tres horas después de la hora oficial, les ordenaron que subieran al tren. Charlie se sentó en un rincón de un vagón a oscuras y miró por la mugrienta ventanilla la campiña inglesa que nunca había visto. Alguien interpretaba a la armónica en el pasillo melodías populares de actualidad, desafinando ligeramente. Cuando pasaban por las estaciones de ciudades, de las que jamás había oído hablar (Peterborough, Grantham, Newark, York), la gente saludaba y vitoreaba a sus héroes. La locomotora se detuvo en Durham para repostar carbón y agua. El sargento les dijo que bajaran, estiraran las piernas y tomaran otra taza de té. Añadió que, con un poco de suerte, hasta podrían conseguir algo para comer.
Charlie paseó por el andén mordisqueando un pegajoso bollo, a los acordes de una banda militar que tocaba Land of Hope and Glory. La guerra estaba por todas partes. Al volver al tren, las damas de estrechos sombreros que vestirían santos el resto de sus vidas reprodujeron el agitar de pañuelos.
El tren se arrastró hacia el norte, cada vez más lejos del enemigo, hasta detenerse por fin en la estación de Edimburgo. Un capitán, tres suboficiales y un millar de mujeres les esperaban en el andén para darles la bienvenida.
Charlie oyó las palabras: «Adelante, sargento mayor», y un momento después se adelantó un hombre que debía medir un metro noventa de estatura y cuyo pecho, semejante a un barril de cerveza, estaba cubierto de medallas.
– A formar -dijo el gigante, con un acento ininteligible, que Charlie supuso escocés.
Organizó rápidamente (aunque Charlie averiguaría más tarde que, según su criterio, se realizó con lentitud) a los hombres en filas de tres, antes de presentarse ante alguien que Charlie imaginó un oficial.
– Todos presentes y formados, señor -dijo, saludándole una vez más.
El hombre vestido con elegancia que Charlie nunca había visto dio un paso adelante. Parecía pequeño en comparación con el sargento mayor, aunque debía medir alrededor del metro ochenta. Su uniforme era inmaculado, pero desprovisto de medallas; llevaba tan marcada la raya del pantalón que Charlie se preguntó si lo acababa de estrenar. El capitán sostenía una fusta de cuero en su mano enguantada, y de vez en cuando se golpeaba con ella el costado de la pierna, como si pensara que iba a caballo. Los ojos de Charlie se posaron después en su cinturón Sam Browne y en los zapatos de piel marrón, tan brillantes que le recordaron a Rebecca Salmon.
– Soy el capitán Trentham -informó el hombre al expectante grupo de bisoños, con un acento que, sospechó Charlie, sonaría mucho mejor en Mayfair que en una estación de ferrocarril de Escocia-. Soy el asistente de la compañía -prosiguió, mientras trasladaba el peso de su cuerpo de un pie al otro-, y estaré al mando en tanto se hallen destinados en Edimburgo. En primer lugar, desfilaremos hasta los barracones, donde se les suministrarán las cosas necesarias para que puedan hacerse la cama. La cena se servirá a las diecinueve horas y las luces se apagarán a las veintiuna horas. Mañana por la mañana se tocará diana a las cinco; se levantarán y desayunarán antes de empezar la instrucción básica. Esta rutina se sucederá a lo largo de las doce próximas semanas. Y les prometo que serán doce semanas absolutamente infernales -añadió, y su tono pareció indicar que la idea le resultaba de lo más agradable-. Durante este período, el sargento mayor Philpott será el suboficial al mando del batallón. El sargento mayor luchó en el Somme, donde se le recompensó con la Medalla Militar, así que sabe exactamente qué les espera cuando, en su momento, lleguemos a Francia y nos enfrentemos con el enemigo. Presten atención a todas y cada una de sus palabras, porque es posible que eso les salve la vida. Adelante, sargento mayor.
– Gracias, señor -ladró el sargento mayor Philpott.
La abigarrada banda miró con temor a la figura que estaría al mando de sus vidas durante los siguientes tres meses. Después de todo, era un hombre que había visto al enemigo y había vuelto a casa para contarlo.
– Bien, empecemos -dijo, y procedió a guiar a sus reclutas (cargados con todo tipo de cosas, desde maletas a hojas de papel marrón) en fila de a dos por las calles de Edimburgo, sólo para asegurarse de que los ciudadanos no observarían la falta de disciplina de aquella chusma. A pesar de todo, los peatones se paraban, aplaudían y vitoreaban. Charlie vio por el rabillo del ojo que uno de ellos descansaba su única mano sobre su única pierna. Unos veinte minutos más tarde, después de subir la colina más grande que Charlie había visto en su vida, y que le dejó literalmente sin aliento, entraron en los barracones del castillo de Edimburgo.
Aquella noche, Charlie apenas abrió la boca, para escuchar los diferentes acentos de los hombres que parloteaban a su alrededor. Tras una cena compuesta de sopa de guisantes («un guisante por cabeza», se mofó el cabo de guardia) y carne de vaca en conserva, quedó acuartelado -mientras aprendía nuevas palabras a cada minuto- en un amplio gimnasio que albergaba temporalmente cuatrocientas camas, de unos setenta centímetros de ancho y separadas entre sí por treinta centímetros. Sobre un colchón del grosor de una crin de caballo descansaban una sábana, una almohada y una manta. Ordenanzas reales.
Por primera vez en su vida, se le ocurrió a Charlie que el 112 de Whitechapel Road podía considerarse lujoso. Se derrumbó sobre la cama sin hacer, exhausto, y se quedó dormido, pero logró despertarse a las cuatro y media de la mañana. Esta vez, sin embargo, no era para acudir al mercado, y no podría elegir la mejor manzana para desayunar.
A las cinco, una corneta lejana sacó a los demás de su profundo amodorramiento. Charlie ya se había levantado, lavado y vestido, cuando un hombre con dos galones en la manga entró. Cerró la puerta con estruendo y gritó: «Arriba, arriba, arriba», mientras lanzaba puntapiés al extremo de toda cama en la que un hombre siguiera dormido. Los reclutas hicieron cola para lavarse en palanganas medio llenas de agua helada, que servían para tres hombres y luego se cambiaban. Algunos se encaminaron a las letrinas situadas en la parte posterior del recinto. En opinión de Charlie, olían peor que Whitechapel Road en un día caluroso de verano.
El desayuno consistió en un cazo de gachas, media taza de leche y un biscote reseco, pero nadie protestó. La jovial algarabía que surgía de aquella sala habría convencido a cualquier alemán que todos los reclutas se habían unido contra un enemigo común.
A las seis, una vez hechas e inspeccionadas las camas, todos salieron arrastrando los pies a la fría oscuridad reinante en la explanada de revista de tropas. Una fina película de nieve cubría el asfalto negro.
– Si esto es la plácida Escocia, yo soy alemán -Charlie oyó proclamar a un acento cockney [3]
Rió por primera vez desde que había partido de Whitechapel. Se abrió paso hasta un joven mucho más bajo que él. Se frotaba las manos entre las piernas para intentar calentarse.
– ¿De dónde eres? -preguntó Charlie.
– De Poplar, amigo. ¿Y tú?
– De Whitechapel.
– Extranjero de mierda.
Charlie miró a su nuevo compañero. El hombre no mediría ni un centímetro más de metro y medio. Era flaco, de cabello oscuro rizado y ojos centelleantes que nunca estaban quietos, como si buscara siempre problemas. Su reluciente traje con coderas le colgaba como un saco, proporcionándole a sus hombros el aspecto de un perchero.
– Me llamo Charlie Trumper.
– Tommy Prescott -fue la respuesta.
Interrumpió sus ejercicios de calentamiento y extendió una mano. Charlie la estrechó vigorosamente.
– Silencio en las filas -rugió el sargento mayor-. Formen en columna de a tres. Los más altos a la derecha, los más bajos a la izquierda. Muévanse.
Los hombres se separaron.
Durante las siguientes dos horas llevaron a cabo lo que el sargento mayor describió como «instrucción». La nieve manaba incesantemente del cielo, pero el sargento mayor no permitió que cuajara ni un copo sobre sus dominios. Desfilaban en tres filas de diez (Charlie aprendió más tarde que se llamaban secciones), balanceando los brazos hasta la altura del hombro, las cabezas bien erguidas, a ciento veinte pasos por minuto. «Con brío, muchachos», y «No pierdan el paso», eran las frases que le gritaban a Charlie una y otra vez.
– Los alemanes también andan desfilando por ahí, y se mueren de ganas por zurraros de lo lindo -les aseguró el sargento mayor mientras la nieve continuaba cayendo.
De haber estado en Whitechapel, Charlie se habría sentido feliz de correr arriba y abajo del mercado de cinco de la mañana a siete de la noche, boxear un poco en el club, tomar un par de pintas de cerveza y repetir idéntica rutina al día siguiente sin pensarlo dos veces, pero cuando el sargento mayor les dio un descanso de diez minutos a las nueve para tomar una bebida de cacao caliente, se desplomó sobre la hierba del borde, exhausto. Levantó la vista y descubrió que Tommy Prescott le estaba mirando.
– ¿Un cigarrillo?
– No, gracias.
– ¿En qué trabajas? -preguntó Tommy, encendiendo el cigarrillo.
– Tengo una panadería en la esquina de Whitechapel Road, y una…
– Ahórrate lo demás, ya tengo bastante -dijo Tommy-. Ahora me dirás que tu papá es el alcalde de Londres.
– No exactamente -rió Charlie-. Y tú ¿qué haces?
– Trabajo en una fábrica de cerveza. Whitbread y Cía., calle Chiswell, EC1. Soy el que pone los barriles en los carros, y luego los jamelgos me llevan por el East End para hacer las entregas. La paga no es buena, pero puedo emborracharme cada noche antes de volver.
– ¿Por qué te has enrolado?
– Esa es una larga historia -replicó Tommy-. Mira, para empezar…
– Bien. A formar, inútiles -gritó el sargento mayor Philpott, y ningún hombre retuvo el aliento necesario para pronunciar una palabra durante las dos horas siguientes, en que desfilaron arriba y abajo una y otra vez. Charlie tuvo la impresión de que, cuando parase, los pies le fallarían.
La comida consistió en pan y queso. Charlie no se habría atrevido a vendérselos a la señora Smelley. Mientras devoraban ávidamente, Tommy le contó que, a la edad de dieciocho años, le habían ofrecido la alternativa de pasar dos años en los calabozos de Su Majestad o presentarse como voluntario para combatir por la patria y el rey. Tiró una moneda al aire y la cabeza del rey quedó cara arriba.
– ¿Dos años? -preguntó Charlie-. ¿Por qué?
– Por sisar un poco de aquí y allí y hacer un trato adicional con uno de los hosteleros más astutos. Llevaba haciéndolo un montón de tiempo. Hace cien años me habrían colgado en el acto o enviado a Australia, así que no puedo quejarme. Al fin y al cabo, me entrenaron para eso, ¿no?
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Charlie.
– Bueno, mi padre era un ratero profesional. Y su padre antes que él. Tendrías que haber visto la cara del capitán Trentham cuando supo que había elegido destino en los Fusileros antes que volver a la cárcel.
El tiempo que se les concedió para comer fueron veinte minutos. Después, dedicaron la tarde a encontrar el uniforme adecuado. Charlie, que descubrió tener una talla normal, se las arregló con bastante rapidez, pero tardaron casi una hora en localizar algo más o menos ajustado a las medidas de Tommy, sin que pareciera a punto de concursar en una carrera de sacos.
Charlie tiró su viejo traje bajo la cama, contigua a la que había elegido Tommy, y se contoneó por el alojamiento con su nuevo uniforme.
– Ropas de un muerto -le advirtió Tommy, cuando levantó la vista y examinó la chaqueta caqui de Charlie.
– ¿Qué quieres decir?
– La han enviado desde el frente, ¿verdad? La han limpiado y cosido -dijo Tommy, señalando un remendón de cinco centímetros, justo sobre el corazón de Charlie-. Lo bastante ancho para meter por él una bayoneta, diría yo.
Les dejaron ir a cenar tras otra sesión de dos horas en el ahora helado terreno.
– Más pan y queso rancios -dijo Tommy de mal humor, pero Charlie estaba demasiado hambriento para quejarse, y devoró hasta la última miga. Por segunda noche consecutiva, cayó en la cama como una piedra.
– ¿A que hemos disfrutado nuestro primer día al servicio de la patria y el rey? -preguntó el cabo de guardia, cuando apagó las luces de gas del barracón a las veintiuna horas.
– Sí, gracias, cabo -fue el sarcástico grito de respuesta.
– Bien -dijo el cabo-, porque siempre somos buenos con vosotros el primer día.
Se elevó un rugido que, en opinión de Charlie, debió oírse en pleno corazón de Edimburgo. Oyó por encima del nervioso parloteo el toque de retreta, ejecutado a corneta desde la torre del castillo.
Cuando despertó a la mañana siguiente saltó de la cama al instante, y estuvo lavado y vestido antes de que nadie se moviera. Hizo la cama y estaba sacando brillo a las botas cuando sonó la diana.
– ¿A que somos madrugadores? -dijo Tommy, dándose la vuelta-. Pero para qué molestarse, me pregunto yo, cuando lo único que os van a dar para desayunar es un gusano.
– Si eres el primero de la cola, al menos el gusano está caliente -respondió Charlie-, Y, en cualquier caso…
– Los pies en el suelo. ¡En-el-suelo! -rugió el cabo, entrando en el alojamiento y golpeando al pasar el borde de cada cama con su porra.
– Claro que -sugirió Tommy, mientras intentaba reprimir un bostezo -un propietario como tú ha de levantarse pronto para vigilar que sus empleados trabajen y no se estén rascando la tripa.
– Vosotros dos dejad de hablar y moveos -dijo el cabo-. Y vestíos, o las pasaréis canutas.
– Ya estoy vestido -indicó Charlie.
– No me repliques, muchacho, y llámame «cabo», si no quieres pasarte el día limpiando letrinas.
La amenaza bastó para que Tommy pusiera los pies en el suelo.
La segunda mañana consistió en más instrucción, amenizada por la sempiterna nieve, que ya tenía un espesor de cinco centímetros, seguida de otra comida a base de pan y queso. La tarde, sin embargo, fue destinada a lo que, en los reglamentos de la compañía se definía como «Juegos y pasatiempos». Se cambiaron de equipo antes de trotar hacia el gimnasio para realizar ejercicios físicos, seguidos de instrucción de boxeo.
Charlie, que ahora era un peso medio ligero, no veía el momento de subir al ring, en tanto Tommy se las arregló para mantenerse alejado de la línea de fuego toda la tarde, aunque ambos eran conscientes de la presencia amenazadora del capitán Trentham. Daba la impresión de estar siempre al acecho, sin quitarles el ojo de encima. La única sonrisa que cruzó sus labios en toda la tarde se produjo cuando vio a alguien caer inconsciente de un golpe. Y cada vez que pasaba frente a Tommy se limitaba a fruncir el ceño.
– Soy escurridizo como una anguila -explicó Tommy a Charlie aquella noche-. Sin duda habrás oído la expresión «segundos fuera». Bien, ése soy yo.
Yacía en la cama, mirando al techo.
– ¿Nos escaparemos alguna vez de este lugar, cabo? -preguntó Tommy cuando el cabo de guardia entró en el barracón unos minutos después-. Por buen comportamiento, ya sabe.
– Se os permitirá salir el sábado por la noche -dijo el cabo-. Tres horas libres, de seis a nueve, para hacer lo que os dé la gana. Sin embargo, no os alejaréis más de tres kilómetros de los barracones, vuestro comportamiento será el propio de un Fusilero Real y os presentaréis en el cuartel de la guardia, sobrios como un juez un minuto antes de las nueve. Dormid bien, queridísimos.
Estas fueron las últimas palabras del cabo antes de iniciar la ronda de los barracones y apagar todas las luces de gas.
Cuando por fin llegó el sábado por la noche, dos soldados destrozados, con los pies magullados y los miembros doloridos, exploraron todo cuanto les fue posible la ciudad en tres horas, con sólo cinco chelines para gastar entre los dos, un problema que limitó sus interminables discusiones sobre qué taberna elegir.
A pesar de esto, Tommy parecía saber cómo sacar más cerveza por penique a cualquier patrón de lo que Charlie había soñado jamás, aunque no entendiera lo que decían o, para el caso, no lograra hacerse comprender. En el último puerto de escala, «El Voluntario», Tommy consiguió desaparecer detrás de la taberna con la camarera durante veinte minutos.
– ¿Qué estabas haciendo ahí afuera? -preguntó Charlie.
– ¿Tú qué te piensas, idiota?
– Pero sólo te has ausentado diez minutos.
– Lo suficiente. Sólo los oficiales necesitan más de diez minutos para lo que yo estaba haciendo.
A lo largo de la semana siguiente tuvieron su primera lección de conocimiento del fusil, prácticas de bayoneta y hasta una sesión de lectura de mapas.
Mientras Charlie no tardó en dominar el arte de leer un mapa, a Tommy sólo le costó un día comprender el manejo de un fusil. A la tercera lección ya sabía desmontarlo y montarlo más rápido que el instructor.
El miércoles por la mañana, el capitán Trentham les dio su primera conferencia sobre la historia de los Fusileros Reales. Charlie la hubiera disfrutado, de no ser porque Trentham dejó la impresión de que ninguno de ellos merecía estar en el mismo regimiento que él.
– Aquellos de nosotros que elegimos los Fusileros Reales antes que ningún otro, por razones de vínculos familiares, tenemos el derecho a pensar que permitir a criminales unirse a nuestras filas sólo porque estamos en guerra no redundará en beneficio de la reputación del regimiento -dijo, mirando directamente a Tommy.
– Presumido de mierda -masculló Tommy, en voz lo bastante alta para que lo captaran todos los oídos presentes en la sala de conferencias, excepto los del capitán.
El capitán Trentham volvió al gimnasio el jueves por la tarde, pero esta vez no se golpeaba el costado de la pierna con una fusta.
Iba pertrechado con una camiseta blanca de gimnasta, pantalones cortos azul oscuro y un grueso jersey blanco. El nuevo atavío estaba tan limpio e inmaculado como su uniforme. Paseó por la sala, observando cómo los instructores ponían a prueba a los hombres, y al igual que en la anterior ocasión, pareció mostrar un interés especial por lo que ocurría en el cuadrilátero de boxeo. Durante una hora, los hombres fueron pasando de dos en dos para recibir instrucciones básicas, primero de defensa y después de ataque.
– No bajes la guardia, muchacho -eran las palabras que se ladraban una y otra vez cuando los puños alcanzaban los mentones.
Cuando Charlie y Tommy subieron al cuadrilátero, Tommy había dejado claro a su amigo que confiaba en largarse a los tres minutos de boxear con la propia sombra.
– Manteneos pegados -gritó Trentham, pero aunque Charlie empezó a golpear el pecho de Tommy, no hizo nada para causarle auténtico daño.
– Si no os lo tomáis en serio, me encargaré de los dos, uno tras otro -aulló Trentham.
– Apuesto a que es incapaz de quitarle la nata a un flan de un manotazo -dijo Tommy, pero esta vez alzó demasiado la voz.
Trentham, ante la sorpresa del instructor, saltó de inmediato al cuadrilátero.
– Ahora lo veremos -dijo. Le pidió al entrenador un par de guantes-. Mantendré tres asaltos con cada uno de estos dos hombres -dijo Trentham, mientras un vacilante instructor le ataba los guantes.
Todo el mundo en el gimnasio interrumpió su actividad para contemplar lo que se avecinaba.
– Tú primero. ¿Cómo te llamas? -preguntó el capitán, señalando a Tommy.
– Prescott, señor -respondió Tommy, con una sonrisa.
– Ah, sí, el presidiario -dijo Trentham, y le borró la sonrisa en el primer minuto, porque Tommy, a pesar de que se esforzó con desesperación en alcanzar el mentón del capitán, no lo consiguió ni una vez.
En el segundo asalto, Trentham empezó a asestarle algunos golpes, pero sin la fuerza suficiente para derribar a Tommy. Se reservó tal humillación para el tercer asalto, cuando le propinó un gancho que el chico de Poplar no llegó a ver. Bajaron a Tommy del cuadrilátero, mientras le ataban a Charlie sus guantes.
– Tu turno, soldado -dijo Trentham-. ¿Cómo te llamas?
– Trumper, señor.
– Vamos a ello, Trumper -fue todo lo que dijo el capitán antes de avanzar hacia él.
Charlie se defendió bien durante los primeros dos minutos, ayudándose de las cuerdas y la esquina mientras esquivaba y atacaba, recordando todos los trucos que había aprendido en el Club Juvenil Masculino de Whitechapel Road. Incluso intuyó que habría podido darle una buena lección al capitán, de no ser por su obvia ventaja de peso y estatura.
Al tercer minuto empezó a cobrar confianza, y hasta le propinó uno o dos golpes, para satisfacción de los espectadores. Cuando finalizó el asalto, Charlie consideró que se había desenvuelto bastante bien. Cuando sonó la campana dejó caer los guantes y se volvió para regresar a su esquina. Un segundo después, el puño del capitán se estrelló contra el costado de su nariz. Todo el mundo en el gimnasio oyó el crujido. Charlie se desplomó contra las cuerdas. Nadie aplaudió cuando el capitán se desató los guantes y bajó del cuadrilátero.
Aquella noche, cuando Tommy vio el estado en que había quedado el rostro de su amigo, tendido en la cama, sólo pudo decir:
– Lo siento, amigo, fue culpa mía. Ese hijo de puta es un sádico, pero no te preocupes; si los alemanes no acaban con ese bastardo, yo lo haré.
Charlie sólo pudo sonreír; cuando intentaba reír sufría fuertes dolores.
El sábado se habían recuperado lo suficiente para formar con el resto de la compañía y esperar en una larga cola el momento de recibir los cinco chelines de paga. El dinero se esfumó con más rapidez que la cola durante las tres horas de permiso de aquella noche, pero Tommy siguió sacando más rendimiento a su dinero que cualquier otro recluta.
A principios de la tercera semana, Charlie apenas podía introducir sus pies hinchados en las pesadas botas de piel que el ejército le había suministrado, pero al contemplar las hileras de pies que adornaban el suelo del barracón cada mañana, comprendió que ninguno de sus camaradas se hallaba en mejores condiciones.
– Servicio de fajina para ti, muchacho, como hay Dios -gritó el cabo.
Charlie le lanzó una mirada, pero las palabras iban dirigidas al ocupante de la cama contigua.
– ¿Por qué, cabo?
– Por el estado de tus sábanas. Échales un vistazo. Habrás pasado la noche con tres mujeres, como mínimo.
– Sólo dos, si quiere que le diga la verdad, cabo.
– Cómete la lengua, Prescott, y preséntate en las letrinas nada más terminado el desayuno.
– Ya he ido esta mañana, cabo, muchas gracias.
– Cierra el pico, Tommy -dijo Charlie-. No haces más que empeorar las cosas.
– Veo que empiezas a comprender mi problema -susurró Tommy-. Lo que sucede es que el cabo es peor que los jodidos alemanes.
– En eso confío, muchacho, por tu bien -fue la respuesta del cabo-. Porque es tu única oportunidad de salir con vida de esto. Ahora, andando hacia las letrinas…, a paso ligero.
Tommy desapareció y volvió al cabo de una hora, oliendo como un montón de estiércol.
– Podrías acabar con todo el ejército alemán sin que ninguno de nosotros necesitara disparar ni un tiro -dijo Charlie-, Sólo tienes que quedarte de pie delante de ellos y esperar a que el viento sople en la dirección adecuada.
Cuando llegó la quinta semana (Navidad y Año Nuevo habían pasado sin ningún tipo de celebración), Charlie fue nombrado responsable de la lista de facción de su sección.
– Te harán coronel antes de que termines -dijo Tommy.
– No seas estúpido -replicó Charlie-. Todo el mundo tiene la oportunidad de dirigir la sección en algún momento de las doce semanas.
– No me los imagino corriendo ese riesgo conmigo -dijo Tommy-. Volvería los rifles contra los oficiales y el primer disparo iría dirigido contra ese bastardo de Trentham.
Charlie descubrió que la responsabilidad de organizar la sección durante los siete días siguientes le gustaba. Lamentó que la semana terminara y la tarea fuera encomendada a otro.
A la sexta semana, sabía desmontar y limpiar un rifle casi tan rápido como Tommy, pero fue éste quien se reveló como un tirador de primera, capaz de acertar a cualquier cosa que se moviera a doscientos metros de distancia. Hasta el sargento mayor estaba impresionado.
– Todas las horas pasadas tirando al blanco en las ferias han servido de algo -comentó Tommy-. Lo que quiero saber es cuándo probaré con los alemanes.
– Antes de lo que piensas, muchacho -prometió el cabo.
– Hay que completar las doce semanas de instrucción -dijo Charlie-. Son las ordenanzas reales. O sea, todavía nos queda un mes, como mínimo.
– Que les den por el culo a las ordenanzas reales -contestó Tommy-. Me han dicho que la guerra podría terminar antes de que logre dispararles un tiro.
– No confíes mucho en eso -dijo el cabo, mientras Charlie recargaba y apuntaba.
– Trumper -ladró una voz.
– Sí, señor -dijo Charlie, sorprendiéndose cuando vio al sargento de guardia a su lado.
– El asistente quiere verte. Sígueme.
– Pero, señor, yo no he hecho nada…
– No discutas, muchacho, sólo sígueme.
– Seguro que es el pelotón de fusilamiento -dijo Tommy-, Y todo porque has mojado tu cama. Diles que me presento voluntario para apretar el gatillo. Es tu única esperanza de que todo termine lo antes posible.
Charlie vació el cargador, dejó el rifle en el suelo y siguió al sargento.
– No te olvides de insistir en que te venden los ojos. Es una pena que no fumes -fueron las últimas palabras que Charlie le oyó decir a Tommy antes de desaparecer por el terreno de instrucción a paso ligero.
El sargento se detuvo ante la barraca del asistente, y un Charlie sin aliento le alcanzó justo cuando un sargento chusquero abría la puerta y saludaba al oficial de guardia, antes de volverse hacia Charlie y decir:
– Ponte firmes, muchacho, y mantente a un paso detrás de mí y no hables hasta que te hablen. ¿Entendido?
– Sí, sarg… ento.
Los dos hombres siguieron al sargento a través de la oficina exterior hasta llegar ante otra puerta, en la que se leía: «AS. CAPITÁN TRENTHAM». El corazón de Charlie se aceleró cuando el sargento chusquero llamó suavemente a la puerta.
– Adelante -dijo una voz aburrida, y los dos hombres entraron, dieron cuatro pasos adelante y se detuvieron frente al capitán Trentham. El sargento chusquero saludó.
– 7312087, soldado raso Trumper, presentándose a sus órdenes, señor -aulló el hombre, a pesar de que no les separaba ni un metro.
El capitán Trentham levantó la vista de su escritorio.
– Ah, sí, Trumper. Ya me acuerdo, el panadero del East End de Londres. -Charlie estuvo a punto de corregirle, pero Trentham volvió la cabeza para mirar por la ventana, dando a entender que no esperaba una réplica-. El sargento mayor no te ha quitado el ojo de encima desde hace varias semanas -continuó Trentham-, y cree que serías un buen candidato para ser ascendido a cabo interino. Debo decirte que abrigo mis dudas. Sin embargo, acepto que, de vez en cuando, es necesario ascender a un voluntario para mantener la moral alta entre las filas. Supongo que aceptarás esta responsabilidad, ¿verdad, Trumper? -añadió, sin dignarse mirar a Charlie.
Charlie no sabía qué decir.
– Sí, señor, gracias, señor -dijo el sargento chusquero antes de bramar-: Media vuelta, paso ordinario, un-dos, un-dos.
Diez segundos después, el cabo interino de los Fusileros Reales Charlie Trumper se encontró de nuevo en el terreno de instrucción.
– Cabo interino Trumper -dijo Tommy, incrédulo, después de escuchar la noticia-. ¿Significa eso que debo llamarte «señor»?
– No seas idiota, Tommy. «Cabo» será suficiente -sonrió Charlie, sentándose en el extremo de la cama para coser un galón en su uniforme.
A partir del día siguiente, los diez hombres que componían la sección de Charlie empezaron a desear con todas sus fuerzas que no hubiera pasado los últimos catorce años de su vida acudiendo al mercado a primera hora de la mañana. Su instrucción, sus botas, su rendimiento y su adiestramiento con las armas se convirtieron en una leyenda para el resto de la compañía, a medida que Charlie les obligaba a esforzarse cada vez más. El momento supremo de Charlie llegó la undécima semana, cuando abandonaron los barracones para viajar a Glasgow, donde Tommy ganó el Trofeo del Rey para tiradores de rifle, derrotando a oficiales y hombres de otros siete regimientos.
– Eres un genio -dijo Charlie, en cuanto el coronel entregó a su amigo la copa de plata.
– Me pregunto si encontraremos un perista medianamente bueno en Glasgow -fue el único comentario de Tommy sobre el tema.
El desfile que marcó el fin de su adiestramiento se celebró el sábado 23 de febrero de 1918. Concluyó con el desfile de la sección de Charlie, al compás de la banda del regimiento. Por primera vez, se sintió como un soldado…, a pesar de que Tommy seguía pareciendo un saco de patatas.
Cuando el desfile tocó a su fin, el sargento mayor Philpott felicitó a todos por primera vez en tres meses, y antes del rompan filas anunció a las tropas que podían tomarse libre el resto del día, pero que debían regresar a los barracones y meterse en la cama antes de las doce.
La compañía asoló Edimburgo por última vez. Tommy volvió a tomar el mando, mientras los chicos del pelotón número 11 se tambaleaban de taberna en taberna, cada vez más borrachos, hasta terminar en su local provisional, «El Voluntario» de Leith Walk.
Los chicos se quedaron alrededor del piano, engullendo todavía más pintas, y cantaron Pack up your troubles in your oíd kit bag, antes de repetir el resto de su limitado repertorio una y otra vez. Tommy, que les acompañaba a la armónica, reparó en que Charlie no apartaba sus ojos de la camarera Rosie, quien, a pesar de que rebasaba los treinta años, no dejaba de coquetear con los jóvenes reclutas. Se separó del grupo para reunirse con su amigo en la barra.
– Te gusta, ¿eh?
– Sí, pero es tu chica -respondió Charlie, y siguió mirando a la rubia de cabello largo que fingía ignorar sus intenciones.
Se dio cuenta de que llevaba desabrochado un botón más de los que solía.
– Yo no diría eso -contestó Tommy-. En cualquier caso, te debo una por esa nariz rota. Tendré que hacer algo por remediarlo.
Charlie rió al escuchar eso. Tommy le guiñó un ojo a Rosie y dejó a Charlie para reunirse con ella en el extremo de la barra.
Charlie fue incapaz de mirarles, pero veía en el espejo colocado detrás de la barra que estaban enfrascados en una animada conversación, y que Rosie se volvía de vez en cuando a mirarle. Tommy regresó un momento después a su lado.
– Todo está arreglado, Charlie -dijo.
– ¿Qué significa «arreglado»?
– Exactamente lo que he dicho. Sólo tienes que salir al cobertizo situado detrás de la taberna, donde guardan las cajas vacías, y Rosie se reunirá contigo en un periquete.
Charlie parecía pegado a la barra.
– Bien, adelante -dijo Tommy-, antes de que esa jodida mujer cambie de opinión.
Charlie se deslizó por la puerta lateral sin mirar atrás, rezando para que nadie le viera. Casi corrió por el pasillo hasta salir por la puerta trasera. Se detuvo junto a una esquina del cobertizo, sintiéndose bastante estúpido mientras paseaba arriba y abajo, y cuando un escalofrío le recorrió de pies a cabeza, deseó encontrarse de nuevo al abrigo de la taberna. Volvió a temblar unos momentos después, estornudó y decidió que había llegado el momento de regresar con sus compañeros y olvidarlo. Caminaba hacia la puerta cuando Rose salió por ella como una exhalación.
– Hola. Soy Rose. Lamento haber tardado tanto, pero tenía que atender a un cliente.
Él la miró a la escasa luz que se filtraba por la pequeña ventana situada sobre la puerta. Se había desabrochado otro botón.
– Charlie Trumper -dijo Charlie, extendiendo la mano.
– Lo sé -rió ella-. Tommy me ha contado todo sobre ti. Dice que eres el mejor follador del pelotón.
– Me parece que ha exagerado un poco -respondió Charlie, enrojeciendo, pero Rose le estrechó en sus brazos y empezó a besarle, primero en el cuello, después en la cara y por fin en la boca.
Apartó los labios de Charlie con destreza antes de empezar a juguetear con su lengua.
Para empezar, Charlie no estaba muy seguro de lo que estaba ocurriendo, pero le gustaba tanto la sensación que continuó aferrado a ella, e incluso apretó su lengua contra la de Rosie. Fue ella la primera en apartarse.
– No tan fuerte, Charlie. Relájate. Se conceden premios a la resistencia, no a la velocidad.
Charlie se puso a besarla de nuevo, más suavemente cuando sintió la esquina de una caja de cerveza clavarse en sus nalgas. Después, colocó una mano sobre el pecho izquierdo de Rosie, pero se limitó a dejarla allí, sin saber qué hacer a continuación, mientras trataba de adoptar una posición más cómoda. No pareció un detalle muy importante, pues Rosie sabía exactamente lo que se esperaba de ella. Empezó a desabrocharse los restantes botones de la blusa, descubriendo sus abundantes senos, que hacían honor a su nombre.
Levantó una pierna y la apoyó sobre una pila de viejas cajas de cerveza. Charlie se encontró frente a una generosa extensión de rosado muslo desnudo. Posó su mano libre, vacilante, sobre la suave carne. Charlie deseaba dotar de plena libertad a sus dedos para que siguieran explorando hasta donde les fuera posible, pero se quedó petrificado como un fotograma congelado de una película en blanco y negro.
Rose volvió a tomar la iniciativa, apartó los brazos que rodeaban el cuello de Charlie y empezó a desabrocharle los botones de la bragueta. Un momento después deslizó su mano bajo los calzoncillos. Charlie no podía creer lo que estaba sucediendo, pero ya sentía que aquello bien valía una nariz rota.
Rose se la agitó vigorosamente y se bajó las bragas con la mano libre. Charlie fue perdiendo cada vez más el control, hasta que Rose se detuvo de repente, apartándose, y miró la parte delantera de su vestido.
– Si tú eres el mejor follador del pelotón, mi única esperanza es que los alemanes ganen esta mierda de guerra.
A la mañana siguiente, mientras los oficiales de guardia tomaban el rancho, se clavaron en el tablón de anuncios las órdenes dirigidas a la compañía. El nuevo batallón de Fusileros ya se consideraba listo para entrar en combate, por lo cual era de esperar que se uniera a los aliados en el frente occidental. Charlie se preguntó si la camaradería que había reunido a un grupo de hombres tan diferentes durante los últimos tres meses serviría a la hora de entablar combate con la élite del ejército alemán.
Durante el viaje en tren de regreso al sur, fueron vitoreados de nuevo en cada estación por la que pasaban, y Charlie consideró esta vez que eran algo más merecedores del respeto que manifestaban las damas de sombrero puntiagudo. Descendieron en Maidstone al atardecer, y se alojaron para pernoctar en los barracones de los Royal West Kents.
A las seis en punto de la mañana siguiente, el capitán Trentham les dio instrucciones concretas: serían transportados en barco hasta Boulougne, recibirían un entrenamiento especial de diez días y se dirigirían hacia Amiens, donde se reunirían con su regimiento bajo el mando del coronel sir Danvers Hamilton, DSO, [4] quien, según se les aseguró, se hallaba preparando un ataque masivo contra las defensas alemanas. Pasaron el resto de la mañana comprobando su equipo, antes de ser conducidos como un rebaño hacia la pasarela y el puente del barco.
Después de que la sirena de niebla del barco retumbara seis veces, zarparon en dirección a Dover. Mil hombres apretujados en la cubierta del HMS Resolution cantaron It's a Long Way to Tipperary.
– ¿Has ido alguna vez al extranjero, cabo? -preguntó Tommy.
– No, a menos que cuentes Escocia -replicó Charlie.
– Yo tampoco -dijo Tommy, nervioso. Al cabo de unos minutos añadió-: ¿Estás asustado?
– No, claro que no -replicó Charlie-, Sólo espantosamente aterrorizado.
– Yo también -confesó Tommy.
– Adiós Piccadilly, hasta la vista Leicester Square. It's a long, long way to…
Charlie se sintió mareado apenas dejaron de ver la costa de Inglaterra.
– Nunca había viajado en barco -confesó a Tommy-, a menos que cuentes el vapor que va a Brighton.
La mitad de los hombres que le rodeaban parecían dedicar la travesía a devolver lo poco que habían desayunado.
– De momento, no veo a ningún oficial echando las tripas -dijo Tommy.
– A lo mejor están acostumbrados a navegar.
– O lo hacen en su camarote privado.
Cuando por fin se divisó la costa francesa, un clamor se elevó de los soldados arracimados en la cubierta. Lo único que deseaban todos era poner pie en tierra firme y seca. Y seca habría estado de no ser porque, en cuanto el barco amarró y las tropas pisaron suelo francés, los cielos se abrieron.
Charlie hizo que su pelotón avanzara chapoteando en el barro y cantando melodías de los teatros de variedades, acompañadas a la armónica por Tommy. Cuando llegaron a Etaples y acamparon para pasar la noche, Charlie decidió que, después de todo, el gimnasio de Edimburgo era todo un lujo.
Tras el toque de silencio dos mil ojos se cerraron. Los soldados, guarecidos bajo sus tiendas de lona, intentaron conciliar el sueño. Cada pelotón había designado a dos hombres para hacer la guardia, con la orden de relevarles cada dos horas, a fin de que nadie se quedara sin descansar. Charlie se jugó con Tommy el turno de las cuatro de la mañana.
Tras una noche inquieta de dar vueltas sobre el húmedo y apelmazado suelo francés, Charlie fue despertado a las cuatro y, a su vez, propinó un puntapié a Tommy, que se limitó a cambiar de lado y dormirse al instante. Minutos más tarde, Tommy salió de la tienda y se abrochó la chaqueta, dándose constantes palmadas en la espalda para ahuyentar el frío. Sus ojos se adaptaron lentamente a la penumbra, y empezó a distinguir hilera tras hilera de tiendas marrones que se extendían hasta perderse de vista.
– Buenos días, cabo -dijo Tommy, cuando apareció pasadas las cuatro y veinte-. ¿Tienes una cerilla, por casualidad?
– No, no tengo. Y lo que necesito es un chocolate caliente, o cualquier cosa caliente.
– Lo que usted ordene, cabo.
Tommy se dirigió a la tienda que albergaba las cocinas y regresó al cabo de media hora con dos chocolates calientes y dos bizcochos.
– Me temo que te quedarás sin azúcar -informó a Charlie-. Sólo hay que ser de sargento para arriba. Les dije que eres un general disfrazado, pero me contestaron que todos los generales habían vuelto a Londres para dormir a pierna suelta en sus camas.
Charlie sonrió. Rodeó la taza caliente con sus dedos helados y bebió sorbo a sorbo para paladear aquel sencillo placer.
Tommy inspeccionó el horizonte.
– ¿Dónde están esos jodidos alemanes de los que tanto nos han hablado?
– Vete a saber -dijo Charlie-, pero no te quepa duda de que andan por alguna parte, preguntándose probablemente dónde estamos nosotros.
Charlie despertó a las seis al resto de su sección, les obligó a levantarse y a prepararse para la inspección, con la tienda recogida y doblada en un pequeño cuadrado.
Otro toque de corneta indicó la hora del desayuno. Los hombres formaron una cola que, reconoció Charlie, habría alegrado el corazón de cualquier vendedor ambulante de Whitechapel Road.
Cuando le tocó el turno a Charlie, extendió su escudilla para recibir un cazo de gachas grumosas y un trozo de pan duro. Tommy guiñó un ojo al muchacho que vestía una chaqueta blanca larga y pantalones azules a cuadros.
– Y pensar que he esperado tantos años probar la cocina francesa.
– Empeora a medida que uno se acerca al frente -prometió el cocinero.
Se quedaron diez días más en Etaples. Pasaban las mañanas desfilando por las marismas, las tardes recibiendo instrucciones sobre la guerra química y las noches averiguando de qué formas diferentes podían morir, una gentileza personal del capitán Trentham.
El undécimo día recogieron sus pertenencias, guardaron las tiendas y formaron en compañías, a fin de que el coronel del regimiento les dirigiera la palabra por primera vez.
Un millar de hombres se pusieron firmes, formando un cuadrado, en un campo francés cubierto de barro, preguntándose si doce semanas de instrucción y diez días de «aclimatación» habrían bastado para prepararles a luchar contra el poderío del ejército alemán.
– Es posible que ellos tampoco hayan pasado de las doce semanas de instrucción -dijo Tommy, con aire esperanzado.
A las nueve en punto, el coronel sir Danvers Hamilton, Orden de Servicios Distinguidos, llegó trotando a lomos de una yegua negra como el azabache y se detuvo en medio del cuadrado formado por hombres. Empezó a arengar a las tropas. El recuerdo que quedó grabado para siempre en la memoria de Charlie fue que el caballo no se movió para nada durante quince minutos.
– Bienvenidos a Francia -empezó el coronel Hamilton, ajustando un monóculo sobre su ojo izquierdo-. Sería mi mayor deseo que os hubierais embarcado para una simple excursión de un día. -Una tímida carcajada recorrió las filas-. Temo que no tendremos mucho tiempo libre hasta que enviemos a esos tipos de vuelta a Alemania, que es donde deben estar, con el rabo entre las piernas. -Esta vez, una franca algarabía estalló entre los congregados-. No olvidéis que jugamos fuera de casa, y nuestra meta está resbaladiza. Para colmo, los alemanes no entienden las reglas del cricket.
Más risas, aunque Charlie sospechó que el coronel había hablado muy en serio.
– Hoy -continuó el coronel-, marcharemos hacia Yprés para instalar nuestro campamento, antes de empezar un nuevo y confío que último asalto al frente alemán. Creo que esta vez romperemos las líneas alemanas, y no dudo que los gloriosos Fusileros merecerán los honores del día. Que la suerte esté de vuestro lado, y Dios salve al rey.
Tras los vítores, la banda del regimiento interpretó el himno nacional. Las tropas la corearon a viva voz, y de todo corazón.
Transcurrieron cinco días de marcha antes de que oyeran los primeros disparos de artillería, olieran las trincheras y, por tanto, supieran que se estaban aproximando al frente de batalla. Al día siguiente pasaron frente a las tiendas verdes de la Cruz Roja. Poco antes de las once de la mañana, Charlie vio su primer soldado muerto, un teniente del East Yorkshire Regiment.
– Vaya, ésta sí que es buena -dijo Tommy-. Las balas no hacen distinciones entre oficiales y reclutas.
Después de recorrer otro kilómetro, ambos habían visto tantas parihuelas, tantos cadáveres y tantos miembros separados de cuerpos que a ninguno le quedó ganas de bromas. El batallón, sin duda, había llegado a lo que los diarios llamaban el «frente occidental». Ningún corresponsal de guerra, sin embargo, describía la oscuridad que invadía la atmósfera, o la mirada desesperada grabada en los rostros de todos aquellos que habían pasado más de unos días en aquel lugar.
Charlie contempló los campos que en otro tiempo debían haber sido una tierra agrícola productiva. Una casa solitaria, transformada ahora en cascotes, indicaba que la civilización había existido allí tiempo atrás. No vio señales del enemigo. Trató de abarcar la campiña circundante que iba a ser su hogar durante los meses siguientes…, si sobrevivía hasta entonces. Todos los soldados sabían que la media de vida en el frente era de diecisiete días.
Charlie dejó que sus hombres descansaran en las tiendas, mientras él se dedicaba a deambular por su cuenta. En primer lugar, se encontró con las trincheras de reserva, situadas a unos cientos de metros de las tiendas que formaban el hospital de campaña, conocidas como «zona hotelera» por hallarse a medio kilómetro de primera línea, y en las que cada soldado pasaba cuatro días sin descansar antes de concedérsele un descanso de cuatro días en las trincheras de reserva. Charlie paseó hasta el frente como un turista ajeno a la guerra. Escuchó a los hombres que llevaban meses allí, hablaban de «Blighty» [5] y sólo rezaban por una «herida cómoda» que les facilitara ser trasladados a la tienda sanitaria más cercana y, si se contaban entre los afortunados, regresar a Inglaterra.
Cuando las balas perdidas silbaron en tierra de nadie, Charlie cayó de rodillas y reptó hacia las trincheras de reserva, a fin de comunicar a su pelotón lo que les esperaba cuando avanzaran otros cien metros.
Contó a sus hombres que las trincheras se extendían de horizonte a horizonte, y que en un momento dado podían dar cabida a diez mil soldados. Frente a ellos, a unos veinte metros de distancia, había visto una valla de alambre de púas, que se elevaba hasta una altura de unos dos metros. Un cabo veterano le había dicho que ya había costado mil vidas, de aquellos cuyo único cometido había consistido en colocarla. Al otro lado se extendía la «Tierra de Nadie», quinientos acres de terreno que contenían una granja quemada hasta los cimientos, perteneciente a una familia inocente, atrapada en el centro de una guerra que le era ajena. Y más allá empezaba la alambrada de púas del enemigo, tras la cual aguardaban los alemanes, agazapados en sus trincheras.
Al parecer, cada ejército permanecía en sus agujeros húmedos e infestados de ratas durante días, e incluso meses, esperando a que el enemigo se moviera. Les separaba menos de kilómetro y medio. Si una cabeza asomaba para inspeccionar el terreno, le respondía de inmediato una bala del campo contrario. Si la orden era avanzar, un corredor de apuestas no se habría molestado en tener en cuenta las posibilidades que tenía un hombre de recorrer veinte metros. Caso de llegar a la alambrada, existían dos formas de morir; si se alcanzaban las trincheras alemanas, una docena.
Si alguien se quedaba quieto, podía morir de cólera, gas clorhídrico, gangrena, tifus o pie de trinchera, que los soldados atravesaban con las bayonetas para aliviar el dolor. Un sargento veterano le dijo a Charlie que morían casi tantos hombres detrás de las líneas como atacando, y no servía de consuelo saber que los alemanes sufrían el mismo problema, a unos cientos de metros de distancia.
Charlie trató de inculcar una rutina a sus diez hombres, al tiempo que procuraban achicar el agua de su trinchera. Hacían ejercicios, limpiaban sus pertrechos, e incluso jugaban al fútbol para aliviar las horas de aburrimiento y espera, en tanto escuchaba rumores y contrarrumores sobre lo que les deparaba el futuro. Sospechaba que sólo el coronel, cuyo cuartel general estaba instalado a unos dos kilómetros detrás de las líneas, sabía lo que estaba ocurriendo.
Cuando le tocaba a Charlie pasar cuatro días en las trincheras de primera línea, la única ocupación de su sección parecía consistir en llenar sus escudillas con pintas de cerveza y esforzarse por vaciar los galones que caían del cielo a intervalos regulares. A veces, el agua de las trincheras llegaba a la altura de las rodillas de Charlie. Tommy le confesó que no se había alistado en la marina por la sencilla razón de que no sabía nadar; nadie le había dicho que podía ahogarse con idéntica facilidad en la infantería.
La alegría no les abandonaba, pese a estar empapados, helados y hambrientos. Charlie y su sección aguantaron estas condiciones durante siete semanas, esperando órdenes que les permitieran avanzar, pero el único avance del que tuvieron noticia en aquellos días fue el de Ludendorff. El general alemán había hecho retroceder a los aliados sesenta kilómetros, con unas bajas de 400.000 hombres, más 80.000 prisioneros. Siempre era el capitán Trentham quien les comunicaba tales noticias, y lo que más irritaba a Charlie era que su aspecto indefectiblemente denotaba elegancia, limpieza y, para colmo, buena alimentación.
Dos hombres de su sección ya habían muerto sin llegar a ver al enemigo. La mayoría de los soldados deseaban con todas sus fuerzas entrar en combate, pues ya no alimentaban esperanzas de sobrevivir a una guerra que, en opinión de algunos, iba a durar eternamente. El aburrimiento se combatía cazando las ratas a bayonetazos, achicando agua de las trincheras o escuchando con resignación a Tommy repetir las mismas melodías en su armónica, ya oxidada.
No fue hasta la octava semana cuando llegaron órdenes; fueron llamados a formar el cuadro. El coronel, monóculo en ristre, les arengó de nuevo desde su caballo inmóvil. Los Reales Fusileros iban a avanzar hacia las líneas alemanas a la mañana siguiente, pues se les había adjudicado la responsabilidad de romper su flanco norte. La Guardia Irlandesa les apoyaría desde el flanco derecho, mientras la galesa avanzaría por la izquierda.
– Mañana será un día glorioso para los Fusileros -les aseguró el coronel Hamilton-. Ahora, vayan a descansar, porque la batalla dará comienzo al romper el alba.
Al regresar hacia las trincheras, el pensamiento de que los hombres habían recobrado el humor al saber que iban a entrar en combate sorprendió a Charlie. Todos los fusiles estaban desmontados, limpiados, engrasados, inspeccionados y vueltos a inspeccionar, todas las balas fueron colocadas cuidadosamente en su cargador, todas las pistolas Lewis fueron probadas, aceitadas y vueltas a probar, y después, para concluir, los hombres se afeitaron antes de enfrentarse al enemigo. La primera experiencia de Charlie con una navaja fue con agua cercana al punto de congelación.
Para ningún hombre es fácil dormir la noche anterior a una batalla, según le habían contado a Charlie, y muchos empleaban el tiempo en escribir largas cartas a sus seres queridos; se daba el caso de que algunos reunían fuerzas para hacer testamento. Charlie escribió a Becky (aunque no sabía muy bien por qué), rogándole que cuidara de Sal, Grace y Kitty si no volvía. Tommy no escribió a nadie, y no sólo porque no sabía escribir. A medianoche, Charlie recogió todos los esfuerzos de la sección y los entregó al oficial de turno.
Las bayonetas se afilaron con todo cuidado, y después se ajustaron. Los corazones se iban acelerando a medida que pasaban los minutos, y aguardaron en silencio la orden de avanzar. Charlie se debatía entre el terror y la alegría, mientras contemplaba al capitán Trentham desfilar de pelotón en pelotón para dar las últimas instrucciones. Charlie bebió de un trago el vaso de ron que se entregaba a todos los hombres antes de la batalla.
El teniente Makepeace, otro oficial al que no conocía, ocupó el lugar de Charlie en la trinchera. Tenía aspecto de colegial imberbe, y se presentó a Charlie como si se hubieran conocido por azar en una fiesta. Pidió a Charlie que reuniera a la sección a unos cuantos metros detrás de la línea para dirigirles la palabra. Diez hombres helados y asustados salieron de su trinchera y escucharon en cínico silencio al joven teniente. Se había escogido precisamente aquel día porque los meteorólogos habían asegurado que el sol saldría a las cinco y cincuenta y tres y no llovería. Los meteorólogos acertaron en lo relativo al sol, pero, como para demostrar su falibilidad, empezó a lloviznar a las cuatro y once.
– Un chubasco alemán -insinuó Charlie a sus camaradas-. ¿Y de qué lado está Dios, en cualquier caso?
El teniente Makepeace sonrió apenas. Esperaron el disparo de una bengala, como el silbato de un árbitro antes de que las hostilidades se iniciaran de manera oficial.
– Y no olviden que «detonadores y puré de patatas» es el santo y seña -dijo el teniente Makepeace-, Háganlo correr.
A las cinco y cincuenta y tres, un sol rojo como la sangre se alzó sobre el horizonte. Se disparó una bengala, que iluminó el cielo a espaldas de Charlie.
El teniente Makepeace saltó de la trinchera y gritó:
– Síganme.
Charlie le siguió y, chillando con todas sus fuerzas (más de miedo que de valentía), cargó hacia la alambrada de púas.
El teniente no había recorrido ni quince metros cuando la primera bala le alcanzó, pero logró proseguir hasta llegar a la alambrada. Charlie contempló horrorizado cómo Makepeace se derrumbaba sobre ella; otra descarga de balas enemigas atravesó su cuerpo inmóvil. Dos hombres valerosos cambiaron de dirección para correr en su ayuda, pero ninguno de los dos logró llegar siquiera a la alambrada. Charlie se encontraba a un metro detrás de él, y se disponía a cargar por una brecha practicada en la barrera cuando Tommy le dio alcance. Charlie se volvió, sonrió, y eso fue lo último que recordó de la batalla de Lys.
Charlie despertó dos días más tarde en una tienda médica, a unos trescientos metros detrás de la línea, y vio a una chica uniformada de azul oscuro, con una enseña real sobre el corazón, inclinada sobre él. Le estaba hablando. Lo descubrió porque movía los labios, pero no oyó una palabra de lo que decía. Gracias a Dios que sigo vivo, pensó Charlie, y me enviarán de vuelta a Inglaterra. Si se certificaba médicamente la sordera de un soldado, éste volvía a casa. Ordenanzas reales.
Charlie recobró el oído por completo al cabo de una semana, y una sonrisa se formó en sus labios por primera vez cuando vio a Grace de pie a su lado, sirviéndole una taza de té. Le habían concedido permiso para cambiar de tienda cuando se enteró de que un tal Trumper yacía inconsciente detrás de la línea. Le dijo a su hermano que había tenido suerte. Había pisado una mina, y sólo había perdido un dedo…, ni siquiera uno grande, bromeó ella. A Charlie le disgustó averiguar que había perdido uno pequeño, porque, le recordó a su hermana, por uno grande también se repatriaba al herido.
– Por lo demás, algunos cortes y arañazos. Nada serio. Vivito y coleando. Volverás al frente dentro de pocos días -añadió con tristeza.
Charlie se durmió. Despertó. Se preguntó si Tommy habría sobrevivido.
– ¿Alguna noticia del soldado Prescott? -preguntó al oficial de turno cuando éste le visitó a finales de semana.
El teniente repasó su lista y frunció el ceño.
– Ha sido arrestado. Por lo visto, será sometido a un consejo de guerra.
– ¿Cómo? ¿Por qué?
– Ni idea -respondió el joven teniente, y se dirigió a la cama vecina.
Charlie comió un poco al día siguiente, dio algunos pasos al otro, corrió una semana después y fue devuelto al frente apenas transcurridos veintiún días desde que el teniente Makepeace hubiera saltado y gritado «Síganme».
En cuanto Charlie regresó a las trincheras no tardó en descubrir que sólo tres hombres, de los diez que componían su sección, habían sobrevivido al ataque. Ni el menor rastro de Tommy. Un nuevo contingente de hombres había llegado desde Inglaterra aquella mañana para ocupar sus puestos y empezar la rutina de cuatro días de trabajo, cuatro de descanso. Trataron a Charlie como si fuera un veterano.
A las pocas horas de su regreso, se le comunicó que el coronel Hamilton deseaba ver al cabo interino Trumper a las once horas de la mañana siguiente.
– ¿Para qué querrá verme el comandante en jefe? -preguntó Charlie al sargento de guardia.
– Suele significar un consejo de guerra o una condecoración. El jefe no tiene tiempo para nada más. Y no olvides que suele representar problemas, así que contén la lengua en su presencia. Tiene muy mal humor, te lo aseguro.
El cabo interino Trumper se presentó a las once en punto, tembloroso, ante la tienda del coronel, casi tan temeroso de su comandante en jefe como en los minutos precedentes a su primera carga contra el enemigo. Poco después, el sargento mayor de la compañía salió de la tienda para reunirse con él.
– Póngase firmes, salude y diga su nombre, grado y número de serie -ladró el sargento mayor Philpott-. Y no hable a menos que se le dirija la palabra -añadió con rudeza.
Charlie entró en la tienda y se detuvo frente al escritorio del coronel. Saludó y dijo:
– Se presenta el cabo interino Trumper, 7312087, señor.
Era la primera vez que veía al coronel en una silla, y no sobre un caballo.
Ah, Trumper -dijo el coronel Hamilton, levantando la vista-. Me alegro de que haya vuelto y le felicito por su rápida recuperación.
– Gracias, señor -respondió Charlie, observando por primera vez que sólo uno de los ojos del coronel se movía.
– Sin embargo, tenemos un problema con un hombre de su sección, y espero que usted pueda proporcionarnos alguna información.
– Colaboraré en lo que pueda, señor.
– Bien, porque al parecer -dijo el coronel, ajustándose el monóculo en el ojo izquierdo -ese tal Prescott -examinó un documento que había en la mesa antes de continuar-, sí, soldado Prescott, puede haberse disparado en la mano para evitar enfrentarse al enemigo. Según el informe del capitán Trentham, lo encontraron tendido en el barro, a escasos metros de su trinchera, con una herida de bala en la mano derecha. Todo parece indicar un acto de cobardía ante el enemigo. Sin embargo, no quería ordenar la celebración de un consejo de guerra antes de oír su versión de lo sucedido aquella mañana. Creo que tal vez pueda añadir algún dato importante al informe del capitán Trentham.
Charlie intentó serenarse y repasar en su mente los detalles de lo ocurrido.
– Sí, señor, desde luego. En cuanto fue disparada la bengala, el teniente Makepeace dirigió la carga y yo le seguí, junto con el resto de mi sección. El teniente fue el primero en llegar a las alambradas, pero varias balas le alcanzaron al instante, y sólo dos hombres se hallaban delante de mí. Acudieron en su ayuda valientemente, pero cayeron antes de llegar a él. En cuanto llegué a la alambrada vi una brecha y la atravesé corriendo, y en ese momento el soldado Prescott me adelantó, cargando contra las líneas enemigas. Debió ser entonces cuando pisé la mina, que tal vez alcanzara también al soldado Prescott.
– ¿Está seguro de que era el soldado Prescott? -preguntó el coronel, desconcertado.
– Es difícil recordar todos los detalles cuando se está en plena batalla, señor, pero nunca olvidaré que Prescott me adelantó.
– ¿Por qué? -preguntó el coronel.
– Porque es mi amigo, y en aquel momento me preocupó que me dejara atrás.
Charlie observó que una leve sonrisa aparecía en el rostro del coronel.
– ¿Es Prescott un amigo íntimo de usted? -preguntó el coronel, clavando el monóculo en él.
– Sí, señor, lo es, pero eso no influye en mi criterio, y nadie tiene derecho a insinuar tal cosa.
– ¿Se da cuenta de con quién está hablando? -rugió el sargento mayor.
– Sí, sargento mayor -contestó Charlie-. Con un hombre interesado en descubrir la verdad y en que se haga justicia. No soy un hombre culto, señor, pero sí honrado.
– Cabo, se presentará… -empezó el sargento mayor.
– Gracias, sargento mayor, eso es todo -dijo el coronel-. Y gracias a usted, cabo Trumper, por su clara y concisa declaración. No le molestaré más. Puede volver a su pelotón.
– Gracias, señor -dijo Charlie.
Dio un paso atrás, saludó, giró sobre sus talones y salió de la tienda.
– ¿Quiere que me ocupe de este asunto? -preguntó el sargento mayor.
– Sí, desde luego -replicó el coronel Hamilton-, Confirme el ascenso definitivo a cabo de Trumper y ponga en libertad al soldado Prescott inmediatamente.
Tommy regresó al pelotón aquella tarde.
– Me has salvado la vida, Charlie.
– Sólo dije la verdad.
– Lo sé, y también yo, pero la diferencia es que ellos te creyeron a ti.
Charlie, acostado en su tienda por la noche, se preguntaba por qué el capitán Trentham estaba tan decidido a desembarazarse de Tommy. ¿Cómo era posible que un hombre se arrogara el derecho de enviar a otro a la muerte, sólo porque había estado en prisión?
Pasó un mes antes de que les ordenaran marchar hacia el Mar ne, más al sur, y preparar un contraataque contra el general Ludendorff, planeado para el domingo veinte de julio. A Charlie se le puso el corazón en un puño al leer las órdenes; sabía que las probabilidades de sobrevivir a dos ataques eran remotas. Consiguió pasar la hora a solas con Grace. Esta le confesó que se había enamorado de un cabo galés, que había pisado una mina y estaba ciego de un ojo.
Amor a primera vista, insinuó Charlie.
Era la medianoche del miércoles 17 de julio de 1918, y un ominoso silencio reinaba en la tierra de nadie. Charlie dejó dormir a los que pudieron hacerlo, y no despertó a nadie hasta las tres de la madrugada. Como cabo de pleno derecho, tenía que preparar un pelotón de cuarenta hombres para la batalla, todos bajo el mando supremo del capitán Trentham, al cual no se le había visto el pelo desde el día en que Tommy fue puesto en libertad.
A las tres y media, un teniente llamado Harvey se reunió con ellos detrás de las trincheras. Todo el mundo se encontraba ya en alerta de batalla. Resultó que Harvey había llegado al frente el viernes anterior.
– Es una guerra de locos -dijo Charlie, después de las presentaciones.
– Ah, no lo sé -dijo alegremente Harvey-, Me muero de ganas por darles su merecido a esos alemanes.
– A los alemanes no les queda la menor esperanza, mientras sigamos produciendo cabezas huecas como ése -susurró Tommy.
– A propósito, señor, ¿cuál es el santo y seña esta vez? -preguntó Charlie.
– Oh, lo siento, me había olvidado por completo. Caperucita Roja -dijo el teniente.
Todos esperaron. A las cuatro calaron las bayonetas, y una bengala roja iluminó el cielo a las cuatro y veintiuno, algo detrás de las líneas. El aire se llenó de silbidos.
-¡Tally Ho! [6] -gritó el teniente Harvey.
Disparó la pistola al aire y saltó de la trinchera, como si fuera a la caza de un zorro perdido. De nuevo, Charlie le siguió a pocos metros de distancia. El resto del pelotón les imitó, chapoteando en el barro que cubría la tierra yerma, carente de árboles que les protegieran. A la izquierda, Charlie divisó otro pelotón que les precedía. La inconfundible silueta del capitán Trentham cerraba la marcha, pero el teniente Harvey continuaba en cabeza. Saltó con elegancia sobre la alambrada y se adentró en tierra de nadie. Le proporcionó a Charlie la curiosa seguridad de que cualquiera podía sobrevivir a tal estupidez. Harvey prosiguió su avance, como si fuera inexpugnable o le protegiera un hechizo. Charlie supuso que debía morir a cada paso que daba, sobre todo cuando vio al teniente saltar la alambrada alemana y abalanzarse sobre las trincheras enemigas, como si fueran la meta de una carrera celebrada en su escuela privada. El hombre se internó veinte metros más antes de que una lluvia de balas le derribara. Charlie se encontró delante de todo y empezó a disparar contra los alemanes cuando asomaban las cabezas fuera de sus agujeros.
Nunca había oído de nadie que hubiera alcanzado las trincheras alemanas, y no estaba muy seguro de lo que debía hacer a continuación. Además, a pesar del entrenamiento, todavía le costaba disparar mientras corría. Cuando cuatro alemanes, con sus respectivos rifles, aparecieron a la vez, supo que jamás iba a averiguarlo. Disparó al primero, que se desplomó sobre la trinchera, y entonces vio que los otros tres tomaban puntería. De repente, se dio cuenta de que disparaban una lluvia de balas desde detrás de él, y vio que los cuerpos caían como patos de madera en una barraca de feria. Comprendió que el ganador del Trofeo del Rey seguía en pie.
De pronto, se encontró en la trinchera enemiga, mirando cara a cara a un joven alemán, un aterrorizado muchacho aún más joven que él. Vaciló solo un momento antes de clavarle la bayoneta en la boca abierta. Arrancó la hoja y la sepultó en el corazón del muchacho. Después, continuó corriendo. Tres de sus hombres le precedían, persiguiendo a un enemigo en retirada. En aquel momento, Charlie divisó a Tommy a su derecha, subiendo una colina en pos de dos alemanes. Desapareció entre los árboles y Charlie oyó un solo disparo sobre el fragor de la batalla. Cambió de dirección y corrió hacia el bosque para rescatar a su amigo, pero sólo vio a un enemigo tendido en el suelo y a Tommy trepando a la colina. Un Charlie sin aliento le alcanzó cuando se detuvo detrás de un árbol.
– Has estado magnífico, Tommy -dijo Charlie, tirándose a su lado.
– Ni la mitad de bien que aquel oficial, ¿cómo se llamaba?
– Harvey, teniente Harvey.
– Al final, los dos nos hemos salvado gracias a su pistola -dijo Tommy, blandiendo el arma-. Más de lo que se puede decir sobre ese bastardo de Trentham.
– ¿Qué quieres decir?
– Se cagó de miedo al ver las trincheras alemanas, ¿vale? Se desvió hacia el bosque. Dos alemanes vieron al muy cobarde y le persiguieron, así que les seguí. Acabé con uno de ellos.
– ¿Dónde está Trentham, pues?
– Por ahí arriba -dijo Tommy, señalando la cumbre de la colina-. Se habrá escondido de un solo alemán, no lo dudes.
Charlie levantó la vista hacia la colina.
– ¿Y ahora qué, cabo?
– Hemos de seguir al alemán y matarle antes de que encuentre al capitán.
– ¿Por qué no nos volvemos a casita y dejamos que pille al capitán antes de que yo lo haga?
Pero Charlie ya estaba en pie y se dirigía hacia la colina.
Subieron la pendiente con parsimonia, protegiéndose tras los árboles mientras vigilaban y escuchaban, hasta que llegaron a la cumbre y a terreno despejado.
– Ni señal de ellos -susurró Charlie.
– Exacto, así que mejor volvemos detrás de nuestras líneas. Si los alemanes nos cogen, no creo que nos inviten a tomar el té en su compañía.
Charlie se orientó. Frente a ellos había una pequeña iglesia, muy parecida a las que había visto durante la larga marcha hacia el frente.
– Será mejor que antes le echemos un vistazo a esa iglesia -dijo Charlie-, pero no corramos riesgos innecesarios.
– ¿Qué cojones te parece que hemos estado haciendo durante la última hora? -preguntó Tommy.
Se arrastraron por el terreno descubierto centímetro a centímetro, hasta llegar a la puerta de la sacristía. La abrieron poco a poco, esperando una rociada de balas, pero el ruido más fuerte que oyeron fue el chirrido de los goznes. Una vez en el interior, Charlie se persignó, como hacía siempre su abuelo al entrar en la iglesia de Santa María y San Miguel de la calle Jubilee. Tommy encendió un cigarrillo.
Charlie examinó con cautela la pequeña iglesia. Ya había perdido parte del tejado, cortesía de un proyectil alemán o inglés, pero el resto de la nave y el pórtico permanecían intactos.
A Charlie le fascinaron los mosaicos que cubrían las paredes, con sus cuadraditos que componían retratos de tamaño natural. Rodeó lentamente el perímetro, mirando a los siete discípulos que habían sobrevivido.
Cuando llegó al altar se arrodilló y bajó la cabeza. La imagen del padre O'Malley se formó en su mente. Fue entonces cuando la bala le pasó rozando, estrellándose en la cruz de metal y derribando el crucifijo. Mientras Charlie se zambullía detrás del altar para protegerse, una segunda bala alcanzó a un oficial alemán en la sien. Se desplomó en tierra. Estaba escondido en el confesionario. Debió de morir al instante.
– Espero que haya tenido tiempo de confesarse -dijo Tommy. Charlie salió de detrás del altar-. Por el amor de Dios, estate quieto. Hay alguien más en esta iglesia, y tengo el curioso presentimiento de que no es el Todopoderoso.
Ambos oyeron un movimiento en el pulpito, situado sobre sus cabezas, y Charlie volvió a refugiarse detrás del altar.
– Soy yo -dijo una voz que ambos reconocieron.
– ¿Quién es «yo»? -preguntó Tommy, esforzándose por contener la risa.
– El capitán Trentham. No dispare.
– Pues salga y baje con las manos sobre la cabeza -dijo Tommy-, para que comprobemos si es usted quien dice que es -añadió, disfrutando cada momento de angustia de su torturador.
Trentham se alzó lentamente del pulpito y empezó a bajar los escalones de piedra con las manos sobre la cabeza. Caminó por el pasillo hacia la cruz, caída frente al altar, pasó por encima del oficial alemán y continuó hasta detenerse frente a Tommy, que aún le apuntaba al corazón con la pistola que sostenía.
– Lo siento, señor -dijo Tommy, bajando la pistola-. Debía asegurarme de que no era un alemán.
– Que hablaba un inglés de pura cepa -respondió Trentham con sarcasmo.
– Nos previno contra eso en una de sus conferencias, señor -indicó Tommy.
– Menos insolencias, Prescott. ¿Cómo es que empuña la pistola de un oficial?
– Pertenecía al teniente Harvey -interrumpió Charlie-, que cayó cuando…
– Usted huyó al bosque -terminó Tommy, mirando a Trentham.
– Perseguía a dos alemanes que intentaban escapar.
– Pues a mí me pareció todo lo contrario -dijo Tommy-, Y cuando volvamos, procuraré que todo el mundo se entere.
– Sería su palabra contra la mía -repuso Trentham-. En cualquier caso, los dos alemanes están muertos.
– No olvide que el cabo también ha sido testigo de lo ocurrido.
– En ese caso, usted sabe que mi versión de los hechos es la correcta -dijo Trentham, volviéndose hacia Charlie.
– Lo único que sé es que deberíamos estar en lo alto de la torre, pensando cómo volver a nuestras líneas, en lugar de perder el tiempo discutiendo aquí abajo.
El capitán asintió, se dio la vuelta y corrió escalera arriba. Charlie le siguió. Ambos tomaron posiciones de vigilancia en lados opuestos del tejado, y aunque Charlie oía el estruendo de la batalla, no conseguía averiguar qué estaba pasando al otro lado del bosque.
– ¿Dónde está Prescott? -preguntó Trentham, pasados unos minutos.
– No lo sé, señor -dijo Charlie-. Pensé que venía detrás de mí.
Aún transcurrieron varios minutos antes de que Tommy, llevando un casco alemán acabado en punta, apareciera en lo alto de la escalera.
– ¿Dónde estaba? -preguntó Trentham con suspicacia.
– Registrando la iglesia de arriba a abajo por si encontraba algo de comer, pero ni siquiera había vino de misa.
– Sitúese allí -ordenó el capitán, señalando un arco aún sin vigilancia- y esté ojo avizor. Nos quedaremos aquí hasta que oscurezca. Para entonces, ya se me habrá ocurrido un plan para regresar detrás de nuestras líneas.
Los tres hombres contemplaron la campiña francesa, mientras la luz que declinaba envolvía al mundo en tinieblas.
– ¿No tendríamos que pensar en empezar a movernos, capitán? -preguntó Charlie, después de estar sentados una hora en total oscuridad.
– Nos iremos cuando yo lo diga, y no antes -replicó Trentham.
– Sí, señor -dijo Charlie.
Siguió tiritando y escrutando la penumbra por espacio de otros cuarenta minutos.
– Bien, síganme -dijo Trentham sin previo aviso.
Se levantó y bajó los peldaños de piedra, deteniéndose en la entrada de la sacristía. Abrió la puerta poco a poco. El ruido de los goznes le recordó a Charlie el cargador de una ametralladora vaciándose. Los tres escudriñaron la noche, y Charlie se preguntó si algún alemán les estaría esperando. El capitán consultó su brújula.
– En primer lugar, intentaremos llegar a aquellos árboles que hay en lo alto del risco -susurró Trentham-. Después, buscaré un camino que nos lleve detrás de nuestras líneas.
Cuando los ojos de Charlie se acostumbraron a la oscuridad, empezó a estudiar la luna y, sobre todo, el movimiento de las nubes.
– Una extensión de terreno descubierto nos separa de esos árboles -continuó el capitán-, así que no podemos arriesgarnos a cruzarla hasta que la luna desaparezca detrás de alguna nube. Después, correremos hacia el risco por separado. Usted irá primero, Prescott, cuando yo dé la orden.
– ¿Yo? -preguntó Tommy.
– Sí, usted, Prescott. El cabo Trumper le seguirá en cuanto usted llegue a los árboles.
– Y supongo que usted cerrará la marcha, si tenemos la suerte de sobrevivir -dijo Tommy.
– No se insubordine conmigo -advirtió Trentham-, o descubrirá esta vez lo que es un consejo de guerra y acabar en la cárcel, que es donde debería estar.
– Sin un testigo, lo dudo. Según tengo entendido, consta así en las ordenanzas reales.
– Cierra el pico, Tommy -dijo Charlie.
Todos esperaron en silencio detrás de la puerta hasta que una larga sombra se deslizó poco a poco por el sendero, hasta cubrir la extensión que separaba la iglesia de los árboles.
– ¡Adelante! -gritó el capitán, palmeando a Prescott en la espalda.
Tommy salió disparado como un galgo liberado de la traílla, y los otros dos hombres observaron cómo corría por el terreno descubierto hasta llegar, veinte segundos después, a la seguridad de los árboles.
La misma mano palmeó el hombro de Charlie un segundo más tarde, y corrió más rápido que nunca, a pesar de llevar un rifle en una mano y una mochila en la espalda. La sonrisa reapareció en su rostro cuando llegó al lado de Tommy.
Ambos se volvieron y miraron en dirección al capitán.
– ¿Qué coño está esperando? -masculló Charlie.
– Yo diría que espera a ver si nos matan -respondió Tommy cuando la luna alumbró de nuevo en el cielo.
Ambos aguardaron sin decir nada hasta que una nube ocultó el resplandor. Entonces vieron que el capitán, por fin, corría a su encuentro.
Se detuvo a su lado y se recostó contra un árbol hasta recobrar el aliento.
– Perfecto -susurró por fin-. Avanzaremos lentamente por el bosque, parándonos cada pocos metros para escuchar, mientras utilizamos los árboles como protección al mismo tiempo. Recuerden: no muevan ni un músculo si sale la luna, y no hablen como no sea para responder a una pregunta mía.
Los tres empezaron a bajar por la colina, avanzando de árbol en árbol, sin recorrer más que unos pocos metros cada vez. Charlie no tenía ni idea de que pudiera estar tan alerta al menor sonido extraño. Tardaron más de una hora en llegar a la falda de la pendiente, donde hicieron un alto. Lo único que veían frente a ellos era una amplia extensión de terreno yermo y descubierto.
– Tierra de nadie -susurró Trentham-. Eso significa que a partir de ahora avanzaremos reptando por el suelo. -Se hundió al instante en el barro-. Yo iré delante. Trumper me seguirá y Prescott cerrará la marcha.
– Bueno, eso demuestra al menos que sabe a dónde va -susurró Tommy-, porque habrá calculado con toda exactitud de dónde vendrán las balas y a quién alcanzarán primero.
Poco a poco, centímetro a centímetro, los tres hombres empezaron a recorrer los ochocientos metros de tierra de nadie, de vuelta al frente aliado, hundiendo las caras en el barro cuando la poco fiable cortina dejaba al descubierto la luna.
Aunque Charlie siempre veía a Trentham delante de él, Tommy se movía con tanto sigilo que de vez en cuando tenía que volver la cabeza para comprobar que su amigo seguía con ellos. Una sonrisa de dientes resplandecientes bastaba para tranquilizarle.
Durante la primera hora cubrieron una distancia aproximada de cien metros. Charlie habría deseado una noche más nublada. Balas perdidas, disparadas desde ambos lados, les obligaban a pegarse a la tierra. Charlie no cesaba de escupir barro, y en una ocasión se encontró cara a cara con un alemán que no parpadeaba.
Se arrastraron metro a metro por aquel barro húmedo y frío, por aquel terreno que todavía no pertenecía a nadie. De pronto, Charlie oyó un chillido detrás de él. Se volvió para reñir a Tommy, irritado, y vio una rata del tamaño de un conejo que yacía entre sus piernas. Tommy le había asestado un bayonetazo en pleno vientre.
– Creo que le gustabas, cabo. No podía tratarse de sexo, si hay que creer la palabra de Rose, así que debía quererte como cena.
Charlie se tapó la boca con ambas manos por temor a que los alemanes le oyeran reír.
La luna salió de detrás de una nube e iluminó de nuevo el terreno descubierto. Los tres hombres se sepultaron en el barro y esperaron a que otra nube les permitiera avanzar unos cuantos metros más. Pasaron dos horas antes de llegar a la alambrada de espino que había sido colocada para impedir la penetración de los alemanes.
Trentham cambió de dirección al llegar a la alambrada y reptó junto al lado alemán de la barrera en busca de una brecha que les condujera a la seguridad. Les quedaban por atravesar ochenta metros (para Charlie equivalía a un kilómetro). El capitán encontró por fin una brecha por la que logró deslizarse. Ya sólo faltaban cincuenta metros para alcanzar la seguridad de sus líneas.
A Charlie le sorprendió que el capitán se rezagara, dejándoles pasar.
– Maldita sea -masculló Charlie cuando la luna hizo su aparición en el centro del escenario y les dejó clavados en su sitio, a escasa distancia de la seguridad.
En cuanto la luz se apagó, Charlie continuó avanzando como un cangrejo, centímetro a centímetro, más temeroso ahora de una bala perdida procedente de su bando que del enemigo. Por fin oyó voces, voces inglesas. Nunca creyó que un día acogería con agradecimiento la visión de aquellas trincheras.
– Lo hemos conseguido -gritó Tommy, en voz tan alta que hasta los alemanes debieron oírle.
Charlie volvió a hundirle la cara en el barro.
– ¿Quién va? -preguntó alguien.
Charlie oyó que los rifles se amartillaban a lo largo y ancho de las trincheras, a medida que los hombres dormidos volvían a la vida.
– El capitán Trentham, el cabo Trumper y el soldado Prescott de los Fusileros Reales -dijo Charlie con firmeza.
– Santo y seña -preguntó una voz.
– Oh, Dios, ¿cuál es el santo y…?
– Caperucita Roja -chilló Trentham, desde detrás de ellos.
– Avancen para que les reconozcamos.
– Primero Prescott -dijo Trentham.
Tommy se puso de rodillas y empezó a gatear hacia sus trincheras. Charlie oyó el zumbido de una bala disparada desde muy cerca, detrás de él, y un momento después Tommy cayó de bruces y quedó inerte en el barro.
Charlie se volvió rápidamente y miró a Trentham.
– Alemanes de mierda. Agáchese, si no quiere que le suceda lo mismo -dijo el capitán.
Charlie ignoró la orden y se arrastró hasta llegar al cuerpo de su amigo. Rodeó a Tommy con su brazo. Sólo faltaban veinte metros para encontrarse sanos y salvos.
– Hombre herido -gritó Charlie, mirando hacia las trincheras.
– Prescott, no se mueva -ordenó Trentham desde detrás de ellos.
– ¿Cómo te encuentras, camarada? -preguntó Charlie, mientras procuraba estudiar la expresión del rostro de su amigo.
– Me he sentido mejor -dijo Tommy.
– Cállense -dijo Trentham.
– Me he sentido mejor, pero no fue una bala alemana -dijo Tommy con voz estrangulada, cuando un hilo de sangre surgió de su boca-. Por lo tanto, procura dar cuenta de ese bastardo si no tengo la oportunidad de terminar el trabajo yo mismo.
– Te pondrás bien -dijo Charlie-, Nada ni nadie puede matar a Tommy Prescott.
Cuando una extensa nube negra cubrió la luna, un grupo de hombres saltó de la trinchera y corrió hacia ellos, incluyendo dos enfermeros de la Cruz Roja que portaban una camilla. La dejaron caer junto a Tommy y le depositaron en ella, antes de correr hacia la trinchera. Una lluvia de balas fue disparada desde las líneas alemanas.
Una vez a salvo en la trinchera, los enfermeros dejaron la camilla en tierra sin miramientos.
– Llévenle al hospital -gritó Charlie-, deprisa, por el amor de Dios, deprisa.
– Es inútil, cabo -dijo el oficial médico-. Está muerto, señor.
– El cuartel general espera todavía su informe, Trumper.
– Lo sé, sargento, lo sé.
– ¿Algún problema, muchacho? -preguntó el sargento chusquero.
Charlie comprendió que, en clave, quería decir: «¿Sabes escribir?».
– Ningún problema, sargento.
Durante la hora siguiente puso sus pensamientos por escrito lentamente; después reescribió el sencillo resumen de lo que había ocurrido el 20 de julio de 1918 durante la segunda batalla del Mame.
Charlie leyó y releyó su banal escrito, consciente de que, si bien exaltaba la valentía de Tommy durante la batalla, pasaba por alto que Trentham había huido del enemigo. La pura verdad era que no había presenciado los acontecimientos que tenían lugar a sus espaldas. Podía haberse formado su propia opinión, pero eso no contaba en un informe oficial. En cuanto a la muerte de Tommy, ¿qué pruebas tenía de que una bala perdida, entre tantas otras, procedía de la pistola del capitán Trentham? Incluso si Tommy tenía razón en lo concerniente a ambos hechos y Charlie manifestaba en voz alta sus opiniones, sólo era su palabra contra la de un oficial y caballero.
Lo único que podía hacer era escatimar toda alabanza a Trentham por lo que había sucedido aquel día en el campo de batalla. Sintiéndose como un traidor, Charlie firmó al final de la segunda página y entregó su informe al oficial de guardia.
A última hora de aquel día, el sargento de turno le concedió una hora para cabar una tumba y enterrar al soldado Prescott. Arrodillado junto a ella, maldijo a los hombres de ambos bandos que eran responsables de una guerra semejante.
Charlie escuchó al capellán entonar las palabras «Cenizas a las cenizas, polvo al polvo», antes de que sonara el toque de silencio. Después, el reducido grupo dio un paso a la derecha y enterró a otro soldado conocido. Cien mil hombres habían sacrificado su vida en el Marne. Charlie ya no podía aceptar que ninguna victoria fuera merecedora de aquel precio.
Se sentó con las piernas cruzadas al pie de la tumba, sin darse cuenta de que el tiempo pasaba mientras tallaba una cruz con su bayoneta. Por fin, se levantó y la colocó sobre el montón de tierra. En el centro de la cruz había grabado las palabras «Soldado Tommy Prescott».
Una luna neutral volvió aquella noche para iluminar un millar de tumbas recién cavadas, y Charlie juró a cualquier dios que se molestara en escuchar que jamás olvidaría a su padre, a Tommy o, desde luego, al capitán Trentham.
Cayó dormido entre sus camaradas. La diana le despertó con la primera luz de la mañana, y tras una última mirada a la tumba de Tommy, volvió con su pelotón. Le informaron que el coronel del regimiento se dirigiría a las tropas a las nueve horas.
Una hora más tarde se hallaba en posición de firmes en un diezmado cuadro, formado por aquellos que habían sobrevivido a la batalla. El coronel Hamilton dijo a sus hombres que el primer ministro había descrito la segunda batalla del Marne como la mayor victoria en la historia de la guerra. Charlie se sintió incapaz de alzar la voz para corear a sus jubilosos camaradas.
– Ha sido un día honorable y orgulloso para todo Fusilero -continuó el coronel, ajustándose con firmeza el monóculo.
El regimiento había ganado una VC [7], en la batalla, más seis MCs y nueve MMs. Charlie experimentó indiferencia cuando se anunció el nombre de todos los hombres condecorados y se leyó su citación, hasta que oyó el nombre del teniente Arthur Harvey, quien, les dijo el coronel, había dirigido la carga del Pelotón Número Once hasta las mismísimas trincheras alemanas, arrastrando a los hombres que le seguían y consiguiendo romper de esta manera las defensas enemigas. Por esto, se le concedía a título póstumo la Cruz Militar.
Un momento después, Charlie oyó que el coronel pronunciaba el nombre del capitán Guy Trentham. Este valeroso oficial, aseguró el coronel al regimiento, arriesgando su vida, continuó el ataque después de que cayera el teniente Harvey y, tras cruzar las líneas enemigas persiguió a dos alemanes hasta un bosque cercano. Consiguió matar a los dos soldados enemigos antes de rescatar a dos Fusileros de las garras alemanas. Después, les condujo sanos y salvos a las trincheras aliadas. Por este supremo acto de valentía, al capitán Trentham también se le concedía la Cruz Militar.
Trentham se adelantó y las tropas le vitorearon cuando el coronel sacó una cruz plateada de una caja de piel y se la prendió en el pecho.
Se leyeron a continuación las citaciones de un sargento mayor, dos cabos y cuatro soldados, así como sus actos de heroísmo. Pero sólo uno de ellos subió a recibir la medalla.
– Entre los que no se encuentran hoy entre nosotros -continuó el coronel- hay un joven que siguió al teniente Harvey hasta las trincheras enemigas y mató después a cuatro, o tal vez cinco soldados alemanes, antes de acechar y disparar a otro, matando finalmente a un oficial alemán antes de que una bala perdida le matara trágicamente a pocos metros de sus líneas. Se elevaron nuevos vítores. Momentos después, se rompieron filas y, mientras los demás volvían a sus tiendas, Charlie se acercó lentamente al cementerio; se arrodilló junto a un túmulo conocido y, tras un instante de vacilación, arrancó la cruz que había plantado sobre la tumba. Sacó el cuchillo que colgaba de su cinturón y, a continuación del nombre «Tommy Prescott», grabó las letras «M. M.».
Quince días después, un millar de hombres con un millar de piernas, un millar de brazos y un millar de ojos entre todos, fueron mandados a casa. El sargento Charles Trumper, de los Fusileros Reales, fue designado para acompañarles. Tal vez porque ningún hombre había llegado a alcanzar la fama por sobrevivir a tres cargas contra las líneas enemigas.
La alegría que manifestaban por seguir aún con vida sólo conseguía que Charlie se sintiera más culpable. Al fin y al cabo, sólo había perdido el dedo de un pie. Durante el camino de vuelta por tierra, mar y tierra les ayudó a vestirse, lavarse, comer y acostarse sin quejas ni protestas.
Fueron recibidos en el muelle de Dover por jubilosas multitudes que festejaban el regreso de sus héroes. Se habían fletado trenes para conducirles a diferentes puntos del país; de esta forma, recordarían durante el resto de sus vidas unos pocos momentos de honor, e incluso gloria. Pero no era el caso de Charlie. Sus instrucciones le indicaban que debía viajar hasta Edimburgo para colaborar en la instrucción del siguiente grupo de reclutas que sustituirían a los caídos en el frente occidental.
El 11 de noviembre de 1918, a las once horas, cesaron las hostilidades y toda la nación permaneció en silencio durante tres minutos, al tiempo que, en el interior de un custodiado vagón de tren, en el bosque de Compiègne, se firmaba el armisticio. Cuando Charlie se enteró de la victoria, estaba entrenando nuevos reclutas en el tiro con rifle, en Edimburgo. Algunos no pudieron ocultar su decepción al saber que habían perdido la oportunidad de luchar con el enemigo.
La guerra había terminado y el Imperio había ganado…, o así vendían los políticos el resultado de la contienda entre Inglaterra y Alemania.
«Más de nueve millones de hombres han muerto por su país, algunos incluso antes de hacerse hombres», escribió Charlie en una carta a su hermana Sal. «¿Qué han pretendido demostrar ambos bandos con tal carnicería?»
Sal le respondió expresando su enorme gratitud por el hecho de que siguiera con vida, y añadía: «Mantengo relaciones con un piloto canadiense, cuya tía dirige el restaurante de Commercial Road en el que trabajo. Pensamos casarnos dentro de pocas semanas e ir a vivir a Montreal con sus padres. La próxima vez que recibas una carta mía llegará desde el otro extremo del mundo.
»Grace sigue en Francia, pero espera volver al hospital de Londres a final de año. La han nombrado enfermera de sala. Ya sabrás que su cabo gales contrajo neumonía. Murió a los pocos días de que se firmara la paz.
»Kitty desapareció de la faz de la Tierra y de repente apareció en Whitechapel, montada en un automóvil con un hombre. Ninguno de los dos parecía pertenecerle, pero tenía muy buen aspecto.»
Charlie no entendió la postdata de su hermana: «¿Dónde vivirás cuando vuelvas al East End?».
El sargento Charles Trumper fue desmovilizado el 20 de enero de 1919; fue uno de los primeros: el dedo amputado le había servido por fin de algo. Dobló su uniforme, colocó el casco encima, las botas a un lado, y lo entregó todo al furriel.
– No le había reconocido con ese traje viejo y la gorra, sargento. Le van pequeños, ¿verdad? Habrá crecido mientras estaba con los Fusileros.
Charlie bajó la vista y examinó la longitud de sus pantalones: colgaban sus buenos tres centímetros por encima de los cordones de las botas.
– Habré crecido mientras estaba con los Fusileros -asintió, reflexionando sobre las palabras.
– Apuesto a que su familia estará contenta de verle cuando vuelva a la ciudad vestido de calle.
– La que quede -dijo Charlie, antes de marcharse.
Su tarea final consistió en personarse en la oficina del oficial pagador para recibir su última paga y el vale de desplazamiento, además del chelín real.
– Trumper, el oficial de guardia quiere hablar contigo -dijo el sargento mayor, una vez que Charlie concluyó la que consideraba su última tarea.
Los tenientes Makepeace y Harvey serían siempre sus oficiales de guardia, pensó Charlie mientras atravesaba el terreno de instrucción hacia las oficinas de la compañía. Algún jovenzuelo de rostro imberbe, que no había sido presentado de la forma apropiada al enemigo, tenía la cara de ocupar el lugar de ellos.
Charlie estaba a punto de saludar al teniente cuando recordó que ya no llevaba uniforme, de modo que se limitó a quitarse la gorra.
– ¿Quería verme, señor?
– Sí, Trumper. Se trata de un asunto personal. -El joven oficial tocó una caja de cartón grande que descansaba sobre el escritorio. Charlie no podía ver lo que contenía-, Trumper, su amigo el soldado Prescott -continuó el teniente- hizo un testamento en el que le dejaba todo a usted.
Charlie fue incapaz de ocultar su sorpresa cuando el teniente empujó la caja de cartón hacia él.
– ¿Sería tan amable de verificar su contenido y firmar el recibo?
Le presentó un formulario. Sobre el nombre escrito a máquina del soldado Thomas Prescott había un párrafo escrito con trazos enérgicos, firmado con una «X». El sargento mayor Philpott había actuado de testigo.
Charlie empezó a sacar de uno en uno los objetos que contenía la caja. La armónica de Tommy, oxidada y rota, siete libras, once chelines y seis peniques de la paga con efecto retroactivo, el casco de un oficial alemán. A continuación, Charlie sacó una cajita de piel. Al abrir la tapa descubrió la Medalla Militar de Tommy y la sencilla inscripción: «Por valentía en el campo de batalla». Cogió la medalla y la sostuvo en la palma de la mano.
– Ese Prescott debió ser un chico valeroso -dijo el teniente-. La sal de la tierra y todo eso.
– Y todo eso -repitió Charlie.
– ¿También era religioso?
– No, nunca lo fue -contestó Charlie, permitiéndose una sonrisa-, ¿Por qué lo pregunta?
– Por el cuadro -dijo el teniente, indicando el interior de la caja.
Charlie se inclinó y miró con incredulidad una pintura de la Virgen María y el Niño. Era un cuadrado de unos veinte centímetros de lado, enmarcado en madera de teca negra. Cogió el retrato y lo sostuvo entre las manos.
Contempló los ojos, púrpuras y azules rabiosos que componían el cuadro, con la seguridad de que había visto la imagen antes. Pasaron algunos segundos antes de que devolviera el óleo a la caja.
Charlie se puso la gorra y se marchó, la caja bajo un brazo, un paquete envuelto en papel marrón bajo el otro y un billete para Londres en el bolsillo superior de la chaqueta.
Cuando salió de los barracones para dirigirse hacia la estación (se preguntó cuánto tardaría en volver a caminar a paso normal), se detuvo ante la caseta de guardia y se volvió para mirar por última vez el terreno de instrucción. Un grupo de reclutas novatos desfilaban arriba y abajo con un nuevo sargento mayor. Sus rugidos indicaban que, como Philpott, jamás permitiría que la nieve cuajara.
Charlie dio la espalda al terreno de instrucción e inició su viaje a Londres. Tenía diecinueve años de edad y sólo había sido merecedor del chelín real, pero ahora medía cinco centímetros más, se afeitaba y ya no era virgen. Había aportado su granito de arena y sólo estaba de acuerdo con el primer ministro en una cosa: había tomado parte en una guerra que acabaría con todas las guerras.
El expreso nocturno de Edimburgo estaba lleno de hombres uniformados, que observaban el atavío civil de Charlie con suspicacia, como si fuera un hombre que aún no hubiera servido a su patria, o peor aún, un conshi.
– No tardarán en llamarle -dijo un cabo a su amigo desde el otro extremo del vagón, a voz en grito.
Charlie sonrió, pero no hizo ningún comentario.
Durmió a intervalos, divertido por el pensamiento de que tal vez le resultara más fácil dormir en una trinchera húmeda y fangosa, con ratas y cucarachas de compañía. Cuando el tren se detuvo en King's Cross a las siete de la mañana siguiente, tenía el cuello rígido y le dolía la espalda. Se estiró antes de coger su paquete envuelto en papel y las posesiones de Tommy.
Tomó un bocadillo y una taza de café en la estación. Se quedó sorprendido cuando la camarera le cobró tres peniques.
– Dos peniques para los que llevan uniforme -le dijo con desprecio patente.
Charlie terminó el café y se fue de la estación sin decir palabra.
Las calles se veían más bulliciosas y abarrotadas de lo que recordaba, pero saltó confiadamente a un tranvía que llevaba la inscripción «City» en la parte delantera. Se sentó solo en un banco de madera, preguntándose qué cambios encontraría al llegar a casa. ¿Habría prosperado su tienda, iría tirando, la habrían vendido, o habría quebrado? ¿Qué habría sido del carretón más grande del mundo?
Saltó del tranvía en Poultry, pues había decidido recorrer andando el último kilómetro. Aceleró el paso a medida que los acentos cambiaban; los hombres de negocios ataviados con largos abrigos negros y sombreros hongo dieron paso a profesionales de carreras liberales vestidos con trajes oscuros y sombreros flexibles, siendo a su vez sustituidos por chicos ordinarios de ropas baratas y gorras, hasta que Charlie llegó por fin al East End, donde hasta los sombreros de paja habían sido abandonados por los menores de treinta años.
Cuando Charlie se encontró cerca de la esquina de Whitechapel Road con Brick Lane, se detuvo y contempló la frenética actividad que le rodeaba: carnes colgadas de ganchos, carretillas llenas de verduras, bandejas de pasteles y teteras pasaban en todas direcciones.
Pero ¿y la panadería, y el carretón de su abuelo? ¿Seguirían aún al pie del cañón? Inclinó la gorra sobre la frente y penetró en el mercado.
Cuando llegó a la esquina de Whitechapel Road pensó por un momento si se habría equivocado de lugar. La panadería ya no existía; había sido sustituida por una sastrería que pertenecía a un tal Jacob Cohen. Charlie apretó la nariz contra el escaparate, pero no reconoció a nadie de los que trabajaban dentro. Se giró en redondo para echar un vistazo al puesto que el carretón de «Trumper, el comerciante honrado» había ocupado durante casi un siglo, pero sólo vio a una multitud que se calentaba alrededor de una hoguera de carbón, mientras un hombre les vendía castañas a un penique la bolsa. Charlie compró algunas, pero nadie se molestó en mirarle más de una vez. ¿Era éste el país a medida de los héroes que le habían prometido? Tenía que existir una explicación sencilla para lo ocurrido, pensó, mientras salía del mercado y torcía por Whitechapel Road. Al menos, le quedaba la posibilidad de encontrarse con alguna de sus hermanas, descansar y reflexionar.
Cuando llegó al número 112 se alegró de ver que habían pintado la puerta principal. Dios bendiga a Sal. Abrió la puerta y entró sin vacilar en el vestíbulo, donde se topó con un hombre obeso a medio afeitar, que blandía una navaja y vestía camiseta y pantalones.
– ¿Qué hace usted aquí? -preguntó el hombre, sosteniendo la navaja con firmeza.
– Vivo aquí -respondió Charlie.
– Y una mierda. Soy el dueño de este cuchitril desde hace seis meses.
– Pero…
– Nada de peros -dijo el hombre, y sin previo aviso propinó un empellón a Charlie que le lanzó a la calle.
La puerta se cerró tras él con estrépito, y Charlie oyó que la llave giraba en la cerradura. No sabía qué hacer, pero empezaba a desear no haber vuelto a casa.
– Hola, Charlie. Eres Charlie, ¿verdad? -dijo una voz detrás de él-. Así que no habías muerto, después de todo.
Se volvió y vio a la señora Shorrocks parada junto a la puerta de su casa.
– ¿Muerto? -se extrañó Charlie.
– Sí. Kitty nos dijo que te habían matado en el frente occidental, por eso vendió el 112. Ocurrió hace meses… No la he visto desde entonces. ¿Nadie te lo dijo?
– No, nadie me lo dijo -contestó Charlie, contento de encontrar a alguien que todavía le reconociera.
Miró a su antigua vecina, intentando adivinar por qué parecía tan diferente.
– ¿Quieres comer algo, cariño? Pareces hambriento.
– Gracias, señora Shorrocks.
– Acabo de comprar un paquete de pescado en escabeche y patatas fritas en la tienda de Dunkley. No habrás olvidado lo buenas que están. Un lote de tres peniques: un buen pedazo de bacalao y una bolsa llena de patatas fritas.
Charlie siguió a la señora Shorrocks al interior del 110, la acompañó a la diminuta cocina y se dejó caer en una silla de madera.
– Supongo que no sabrá lo que ha sido de mi carretón o de la tienda de Dan Salmon.
– La señorita Rebecca vendió ambas. Debió ser hace nueve meses, poco después de que partieras hacia el frente. -La señora Shorrocks colocó la bolsa de patatas fritas y el pescado sobre un trozo de papel, en el centro de la mesa-. La verdad es que constabas en la lista de los muertos en el Mame, y cuando averiguaron la verdad ya era demasiado tarde.
– Visto lo que hay, casi sería mejor haber muerto -dijo Charlie.
– No lo sé -contestó la señora Shorrocks, vertiendo una botella de cerveza en un vaso que empujó hacia Charlie-. He oído que hay montones de carretones en venta, y algunos a precio de ganga.
– Me alegra saberlo, pero primero he de encontrar a Becky Salmon, pues no me queda mucho capital. -Hizo una pausa para comer el primer bocado de pescado y patatas fritas-. ¿Tiene alguna idea del paradero de Becky?
– Hace tiempo que no la veo por aquí, Charlie. Siempre nos trató con cierta arrogancia, pero me han dicho que Kitty fue a verla a la universidad de Londres.
– La universidad de Londres, ¿eh? Bien, pronto descubrirá que Charlie Trumper está vivito y coleando, por más arrogante que se haya vuelto. Y será mejor que se muestre convincente a la hora de explicarme qué ha pasado con mi parte del dinero.
Se levantó de la mesa y recogió sus pertenencias, dejando las dos últimas patatas fritas para la señora Shorrocks.
– ¿Te apetece otra cerveza, Charlie?
– No tengo tiempo, señora Shorrocks. Gracias por la cerveza y la comida… y déle recuerdos al señor Shorrocks de mi parte.
– ¿A Bert? ¿No te has enterado? Murió hace seis meses de un ataque al corazón, pobre hombre. Le echo de menos.
Fue entonces cuando Charlie comprendió cuál era la diferencia que había notado: la ausencia de ojos amoratados y cardenales.
Charlie salió de la casa y se dirigió en busca de la universidad de Londres, decidido a seguir la pista de Rebecca Salmon. ¿Habría dividido el producto de la venta entre sus tres hermanas (Sal, ahora en Canadá, Grace, en algún lugar de Francia, y Kitty, Dios sabe dónde), tal como le había ordenado en el supuesto de que le dieran por muerto? En tal caso, no le quedaría otro capital para volver a empezar que la paga atrasada de Tommy y unas pocas libras que había ahorrado. Preguntó al primer policía que encontró el camino a la universidad de Londres. Le indicó que siguiera la dirección del Strand. Caminó otro kilómetro hasta llegar a un arco en cuya piedra se había esculpido KING'S COLLEGE. Llamó a la puerta señalizada con el letrero INFORMACIÓN, entró y preguntó al hombre sentado detrás del mostrador si había una Rebecca Salmon matriculada en el colegio universitario. El hombre consultó una lista, negó con la cabeza y sugirió a Charlie que probara en el registro universitario de la calle Malet.
Después de pagar un penique y hacer el recorrido en tranvía, Charlie empezó a preguntarse dónde acabaría pasando la noche.
– ¿Rebecca Salmon? -dijo el hombre que se ocupaba del registro universitario, vestido con uniforme de cabo-. No me suena. -Buscó el nombre en un grueso libro que sacó de debajo del escritorio-. Ah, sí, aquí está, Colegio Bedford, Historia del Arte.
Era incapaz de ocultar el desprecio en su voz.
– ¿Tiene su dirección, cabo? -preguntó Charlie.
– Ingrese en el ejército antes de llamarme cabo, muchacho. De hecho, cuanto antes se aliste mejor.
Charlie ya había sufrido bastantes insultos durante el día para poder contenerse.
– Sargento Trumper, 7312087. Le llamaré cabo y usted me llamará sargento. ¿Me he expresado con claridad?
– Sí, sargento -dijo el cabo, poniéndose firmes.
– Ahora dígame la dirección.
– Se aloja en el 97 de Chelsea Terrace, sargento.
– Gracias -respondió Charlie, dejando perplejo al ex militar.
Se dispuso a emprender otro viaje a través de Londres.
Un fatigado Charlie bajó del tranvía poco después de las cuatro en la esquina de Chelsea Terrace. ¿Habría llegado Becky antes que él, aunque sólo se alojara allí?
Paseó arriba y abajo de la familiar calle, admirando las tiendas que en otro tiempo había soñado adquirir. Número 131: antigüedades, multitud de muebles de roble, mesas y sillas bellamente acabadas. Después el 133, lencería de París. Charlie consideró incorrecto que un hombre mirase las prendas exhibidas en el escaparate. Número 135: carnes y aves colgadas de ganchos en la parte trasera de la tienda; tenían un aspecto tan delicioso que Charlie casi olvidó la escasez de alimentos. En el 139 se había inaugurado un restaurante llamado «Mr. Scallini», y Charlie se preguntó si la comida italiana llegaría a imponerse en Londres.
141: una vieja librería polvorienta, llena de telarañas y sin clientes a la vista. Después, el 143, un sastre. La propaganda escrita en el escaparate le aseguró que un caballero de gusto podía adquirir allí trajes, chalecos, camisas y cuellos. Número 145: pan recién salido del horno; su aroma estuvo a punto de arrastrarle al interior. Contempló la calle, incrédulo, así como a las mujeres vestidas con elegancia que se dirigían a sus ocupaciones diarias, como si jamás hubiera estallado una guerra mundial. Daba la impresión de que nadie les hubiera hablado de las cartillas de racionamiento.
Charlie se detuvo ante el 147 de Chelsea Terrace. Jadeó de placer ante la visión desplegada ante sus ojos cansados: filas y filas de frutas y verduras frescas que él habría vendido con orgullo. Dos chicas bien vestidas y un joven todavía más elegante, cubiertos con delantales de un verde brillante, esperaban servir a un cliente que sostenía un racimo de uvas.
Charlie retrocedió un paso y miró el letrero que había sobre la tienda. Rezaba: «Charlie Trumper, el comerciante honrado. Fundado en 1823».