Confieso que, cuando abrí la puerta, tardé un poco en recordar quién era Becky Salmon. Después, me acordé de que en St. Paul's había una alumna extremadamente brillante, más bien llenita, que respondía a ese nombre. Poseía una reserva inagotable de bollos de crema. Si la memoria no me falla, lo único que le di a cambio fue un libro de arte que una tía de Cumberland me había regalado unas Navidades.
De hecho, cuando pasé a sexto superior, la precoz lumbrera ya estaba en sexto inferior, a pesar de que yo le llevaba dos años de diferencia.
Después de leer su carta por segunda vez, me resultó imposible imaginar por qué quería verme, y pensé que la única forma de averiguarlo era invitarla a tomar el té en mi piso de Chelsea.
Cuando vi a Becky, apenas la reconocí. No sólo había perdido sus buenos diez kilos, sino que se había convertido en la modelo ideal de aquellos anuncios de Pepsodent que llevaban los tranvías, esa chica de rostro lozano que exhibe una hilera de dientes perfectos. Tuve que admitir que me sentía envidiosa.
Becky me explicó que sólo necesitaba una habitación en Londres mientras acudiera a la universidad. Me sentí encantada de aceptarla. Después de todo, mi madre había declarado en varias ocasiones lo mucho que desaprobaba mi decisión de vivir sola en un piso, y no conseguía comprender qué tenía de malo el número 26 de Lowndes Square, la residencia londinense de la familia. Apenas pude esperar a comunicarle a mamá, y también a papá, la noticia de que había encontrado una compañera adecuada, como tantas veces me habían exigido.
– ¿Quién es esa chica? -inquirió mi madre cuando fui a pasar el fin de semana en Harcourt Hall-. ¿Es alguien que yo conozco?
– Creo que no, mamá -respondí-. Una antigua compañera de St. Paul's. Una empollona.
– ¿Quieres decir una marisabidilla? -remató mi padre.
– Sí, has captado la idea, papá. Estudia historia del Renacimiento en un lugar llamado colegio Bedford, o algo por el estilo.
– No sabía que las mujeres podían licenciarse -dijo mi padre-. Debe de encajar en la visión de la nueva Inglaterra que tiene ese maldito galés canijo.
– Deja de describir a Lloyd George de esa manera -le reprendió mi madre-. Al fin y al cabo, es nuestro primer ministro.
– Es posible que sea el tuyo, querida, pero no el mío. Toda la culpa es de esas sufragistas -añadió mi padre, abundando en una de sus muchas conclusiones erróneas.
– Querido, echas la culpa de casi todo a las sufragistas -le recordó mi madre-, incluida la cosecha del año pasado. Sin embargo, volviendo a esta chica, me da la impresión de que va a ejercer una influencia benéfica en ti, Daphne. ¿De dónde has dicho que son sus padres?
– No lo he dicho -repliqué-, pero creo que su padre era un comerciante del East, y la próxima semana iré a tomar el té con su madre.
– ¿Singapur, [14] tal vez? -dijo papá-. Se hacen gran cantidad de negocios por allí, caucho y todas esas cosas.
– No, no creo que se dedicara al caucho, papá.
– Bien, sea lo que sea, trae a esa chica una tarde -insistió mi madre-, o incluso un fin de semana. ¿Le gusta cazar?
– No, creo que no, mamá, pero la invitaré a tomar el té dentro de poco, para que puedas repasarla de pies a cabeza.
– Debo confesar que la idea de tomar el té con la madre de Becky, para darle la oportunidad de comprobar que yo era la clase de chica apropiada para su hija, también me divertía. Al fin y al cabo, yo estaba completamente segura de que no lo era. Por lo que yo podía recordar, nunca había ido más al este de Aldwych, y la idea de ir a Romford me excitaba más que viajar al extranjero. Por fortuna, el viaje a Romford transcurrió sin incidentes, en especial porque Hoskins, el chófer de mi padre, conocía bien el camino. Resultó que había nacido en un lugar llamado Dagenham, todavía más hundido en el corazón de la selva de Essex.
Hasta aquel momento ignoraba que existiera ese tipo de gente. No eran criados, ni profesionales liberales, ni miembros de la nobleza, y no voy a fingir que me extasiara Romford, que se hallaba a un tiro de piedra de Lowndes Square. Sin embargo, la señora Salmon y su hermana, la señorita Roach, fueron de lo más amables. La señora Salmon era una mujer práctica, sensata y temerosa de Dios, capaz de sacar una mermelada excelente para el té, de modo que no fue un viaje desaprovechado del todo.
Becky se trasladó a mi piso la semana siguiente, y me quedé horrorizada al descubrir que trabajaba como una loca. Se pasaba todo el día en Bedford, volvía a casa para comer un emparedado, bebía un vaso de leche y seguía estudiando hasta caer dormida, mucho después de que yo me hubiera marchado a la cama. Nunca conseguí entender de qué le servía aquel despliegue de energías.
Cuando Becky ya se había acostumbrado a la rutina, la invité a ir a la ópera -La Bohème- junto con dos chicos. Hasta el momento no había salido nunca conmigo, pero en esta ocasión le rogué que engrosara nuestro grupo, porque una amiga mía se había descolgado en el último minuto, y yo necesitaba desesperadamente una chica libre.
– Pero no tengo nada que ponerme -dijo.
– Elige cualquier cosa mía que te guste -respondí, acompañándola a mi dormitorio.
Comprendí que le resultaba difícil rechazar esta oferta. Salió una hora después, ataviada con un vestido largo de color turquesa que me hizo recordar el aspecto que tenía cuando lo exhibió la modelo por primera vez.
– ¿Quiénes son tus otros invitados? -preguntó Becky.
– Algernon Fitzpatrick. Es el amigo más íntimo de Percy Wiltshire; ya sabes, el hombre que todavía ignora que voy a casarme con él.
– ¿Y quién completa el grupo?
– Guy Trentham. Es un capitán de los Fusileros Reales, un regimiento simplemente aceptable. Acaba de llegar del frente occidental, donde se dice que hizo un buen papel. Cruz Militar y todo eso.
Nacimos en el mismo pueblo de Berkshire y crecimos juntos, aunque confieso que no tenemos mucho en común. Muy atractivo, pero con reputación de mujeriego, así que ve con cuidado.
Yo diría que La Bohème fue un gran éxito, a pesar de que Guy no paró de sonreír impúdicamente a Becky durante todo el segundo acto, aunque ella no parecía demostrar el menor interés por él.
No obstante, para mi sorpresa, Becky no dejó de darme la tabarra con el hombre en cuanto llegamos al piso. Sus miradas, su sofisticación, su encanto… Caí en la cuenta, sin embargo, de que en ningún momento habló de su carácter. Conseguí irme a la cama por fin, pero no antes de asegurar a Becky, para su satisfacción, de que sus sentimientos, sin duda, eran correspondidos.
De hecho, me convertí sin querer en la celestina del romance en ciernes. Al día siguiente, Guy me pidió que invitara a la señorita Salmon a acompañarle a ver una obra en el West End. Becky aceptó, por supuesto, pero yo ya le había dicho a Guy que lo haría.
Después de esta salida, me topé con ellos en varias ocasiones, y empecé a temer que si la relación adquiría mayor seriedad sólo podía terminar, como decía mi niñera, en llantos. Empecé a arrepentirme de haberles presentado. Había dado por sentado que Becky era demasiado sensata para caer en las garras de alguien como Guy Trentham, pero contra gustos no hay nada escrito.
La primera vez que oí hablar de Charlie Trumper y de sus ambiciones fue después de la insensata visita de Becky a John D. Wood. Tanto follón, sólo porque había vendido su carretón sin consultarle. Consideré mi deber puntualizar que dos de mis antepasados habían sido decapitados por intentar apoderarse de condados, y uno enviado a la Torre por alta traición. Bien, reflexioné, al menos tenía un pariente que había terminado sus días en las cercanías del East End.
Como siempre, Becky sabía que tenía razón.
– Pero si sólo son cien libras -me aseguró.
– Que tú no tienes.
– Tengo cuarenta, y estoy segura de que no me costará conseguir las otras sesenta, porque es una inversión muy buena. Al fin y al cabo, Charlie sería capaz de vender bloques de hielo a los esquimales.
– ¿Y cómo piensas encargarte de la tienda en su ausencia? ¿Entre clase y clase?
– Oh, no seas tan frívola, Daphne. Charlie se hará cargo de la tienda en cuanto vuelva de la guerra. Ya no puede faltar mucho.
– Hace semanas que la guerra ha terminado -le recordé-, y ni rastro de tu Charlie.
– Su regreso está previsto para el veinte de enero. Guy me lo ha dicho.
De todos modos, no le quité el ojo de encima a Becky durante aquellos treinta días en que confiaba hacerse con el dinero. Era obvio para cualquiera que no lo iba a conseguir, pero era demasiado orgullosa para admitirlo ante mí. Decidí que había llegado el momento de visitar otra vez Romford.
– Es un placer inesperado, señorita Harcourt-Browne -dijo la madre de Becky cuando aparecí sin previo aviso en su casita de Belle Vue Road.
Debo señalar, en mi descargo, que habría informado a la señora Salmon de mi inminente llegada si ella hubiera tenido teléfono. Como yo buscaba cierta información que sólo ella podía proporcionarme antes de que finalizara el plazo de treinta días (información que no sólo salvaría el buen nombre de su hija, sino también sus finanzas), no quería confiar en el servicio de correos.
– Espero que Becky no se haya metido en ningún lío -fue la primera reacción de la señora Salmon al verme de pie en el umbral.
– Por supuesto que no -la tranquilicé-. Nunca he visto una chica más resuelta.
– Es que desde la muerte de su padre me preocupo mucho por ella -explicó la señora Salmon.
Cojeó un poco mientras me guiaba a la sala de estar, tan inmaculada como el primer día que había aceptado su amable invitación a tomar el té. Recé para que la señora Salmon nunca apareciera en el número 97 sin avisarme con un año de antelación.
– ¿En qué puedo ayudarla? -preguntó la señora Salmon, en cuanto envió a la señorita Roach a la cocina para preparar el té.
– Estoy pensando en invertir una pequeña cantidad en una verdulería de Chelsea. John D. Wood me ha garantizado que se trata de una propuesta inteligente, a pesar del actual racionamiento y los crecientes problemas que suscitan los sindicatos… Lo principal es contratar a un responsable de primera clase.
Una expresión de perplejidad sustituyó a la sonrisa de la señora Salmon.
– Becky no ha cesado de recomendarme a alguien llamado Charlie Trumper, y el propósito de mi visita es preguntarle su opinión sobre el caballero en cuestión.
– No es un caballero, desde luego -contestó sin vacilar la señora Salmon-. Un patán inculto sería una descripción más precisa.
– Oh, qué decepción, en especial porque Becky me ha llevado a creer que su difunto marido tenía una altísima opinión sobre él.
– Como experto en frutas y verduras, desde luego que sí. De hecho, me atrevería a decir que mi marido consideraba que llegaría a ser tan bueno como su abuelo.
– ¿Y eso qué quiere decir?
– Aunque yo no me mezclaba con esa clase de gente, como ya comprenderá, me dijeron, indirectamente, por supuesto, que era el mejor de toda la historia de Whitechapel.
– Bien. ¿Es honrado?
– Jamás oí lo contrario -admitió la señora Salmon-. Dios sabe que se pasaba todo el día trabajando, pero no creo que sea su tipo, señorita Harcourt-Browne.
– Pensaba contratar a ese hombre como responsable de la tienda, señora Salmon, no pedirle que me acompañara a las carreras de Ascot.
La señorita Roach reapareció en aquel momento con una bandeja de té, pastelillos de mermelada y relámpagos de chocolate bañados en crema. Eran tan deliciosos que me quedé mucho más tiempo del que había planeado.
A la mañana siguiente visité a John D. Wood y entregué un cheque por las noventa libras restantes. Después, fui a ver a mi abogado y le hice redactar un contrato.
– Tuve que inventar una estratagema cuando Becky se enteró de mi maniobra, porque yo sabía que se sentiría ofendida por mi intervención si no lograba convencerla de que me las había arreglado para sacar una buena tajada del negocio.
Después de convencerse, Becky me entregó de inmediato treinta libras, para reducir la deuda. Se tomó su nueva iniciativa con mucha seriedad, porque durante el siguiente mes consiguió contratar a un joven que trabajaba en una tienda de Kensington para llevar la nuestra hasta que Charlie volviera. Trabajaba durante horas que yo ni siquiera sabía que existían. Nunca conseguí que me explicara la necesidad de levantarse antes de que el sol saliera.
Y así, los habitantes del 97 recuperaron el equilibrio durante unas breves semanas…, hasta que Charlie fue desmovilizado.
Después de su vuelta, tardaron bastante en presentármelo oficialmente, pero cuando le conocí tuve que admitir: «No los hacen así en Berkshire». Sucedió durante la cena que celebramos en aquel espantoso restaurante italiano que hay en la misma calle de mi casa.
Para ser sincera, no podría calificar la velada de éxito descomunal, en parte porque Guy no hizo el menor esfuerzo para ser sociable, pero sobre todo porque Becky tampoco se esforzó en que Charlie participara en la conversación. Me descubrí formulando y respondiendo a la mayoría de las preguntas. En cuanto a Charlie, parecía un poco torpe.
Después de la cena, mientras volvíamos a casa, sugerí que dejáramos solos a Becky y Guy. Me invitó a entrar en su tienda, y no pudo resistir la tentación de detenerse para explicar cómo había cambiado todo desde que él había tomado las riendas. Su entusiasmo habría convencido al inversor más escéptico, pero lo que más me impresionó fue su conocimiento de un negocio al que yo no había dedicado, hasta el momento, ni un segundo de mi tiempo. Fue entonces cuando tomé la decisión de ayudar a Charlie en sus dos empresas.
No me sorprendió descubrir que el tipo estaba muy enamorado de Becky, y que, por su parte, Becky se hallaba tan fascinada por Guy que ni siquiera era consciente de su existencia. Empecé a forjar un plan para el futuro de Charlie durante uno de sus largos monólogos sobre las virtudes de la muchacha. Decidí que debía recibir otro tipo de educación, tal vez diferente de la de Becky, pero no menos valiosa para el futuro que él deseaba.
Le aseguré a Charlie que Guy pronto se hartaría de Becky, pues lo mismo había ocurrido con varias chicas que se habían cruzado en su camino anteriormente. Le dije a Charlie que debía ser paciente, y la manzana caería en su regazo tarde o temprano. También le expliqué quién era Newton.
Supuse que aquellas lágrimas de las que tanto hablaba mi niñera empezarían a derramarse en cuanto Becky fuera invitada a pasar un fin de semana en Ashurst con los padres de Guy. Me las arreglé para que los Trentham me invitaran a tomar el té el domingo por la tarde, con el propósito de darle mi apoyo moral a Becky en caso de que lo necesitara.
Llegué poco después de las tres y cuarenta minutos, una hora que siempre he considerado apropiada para tomar el té, y me encontré con la señora Trentham rodeada de cubiertos y vajillas de plata, pero completamente sola.
– ¿Dónde están los felices enamorados? -pregunté, entrando en la sala de estar.
– Daphne, si te refieres, con tu habitual grosería, a mi hijo y a la señorita Salmon, ya han marchado hacia Londres.
– Juntos, supongo.
– Sí, aunque te aseguro que no comprendo lo que ha visto mi querido muchacho en ella. -La señora Trentham me sirvió una taza de té-. Por lo que a mí respecta, la encuentro sumamente vulgar.
– Tal vez sea su aspecto y su inteligencia -insinué, justo cuando el mayor entraba en la sala.
Sonreí al hombre, que conocía desde niña y al que trataba como a un tío. El único misterio que me intrigaba de él era saber por qué había terminado casándose con Ethel Hardcastle.
– ¿Guy también se ha marchado? -preguntó.
– Sí, ha vuelto a Londres con la señorita Salmon -dijo la señora Trentham por segunda vez.
– Oh, qué pena. Parecía una chica muy interesante.
– Del tipo provinciano -dijo la señora Trentham -. Supongo que ésa es la definición que mejor le cuadra.
– Tengo la impresión de que a Guy se le cae la baba por ella -comenté, esperando una reacción.
– Dios le perdone -dijo la señora Trentham.
– Dudo que Dios tenga algo que ver con su relación -repliqué, disfrutando del desafío.
– Pues yo sí -saltó la señora Trentham-, No tengo la menor intención de permitir que mi hijo se case con la hija de un vendedor ambulante del East End.
– No entiendo por qué -intervino el mayor-. Al fin y al cabo, ¿no lo era también tu abuelo?
– Gerald, por favor. Mi abuelo fundó y estableció un próspero negocio en Yorkshire, no en el East End.
– Pues entonces, nuestra única divergencia reside en el emplazamiento -dijo el mayor-. Recuerdo bien que tu padre me dijo, con cierto orgullo, debería añadir, que su padre había fundado el negocio en la parte posterior de un cobertizo, cerca de Huddersfield.
– Gerald… Estaría exagerando.
– Nunca me pareció una persona propensa a la exageración -replicó el mayor-. Todo lo contrario, un hombre bastante sincero, y astuto, a mi entender.
– Debió ser hace mucho tiempo -dijo la señora Trentham.
– Aún más, sospecho que viviremos para ver a los hijos de Rebecca Salmon prosperar más que nuestros jodidos iguales.
– Gerald, no me gusta que utilices con tanta frecuencia la palabra «jodidos». Todos padecemos la influencia de ese dramaturgo socialista, el señor Shaw, y su espantoso Pigmalión, que me parece una obra sobre la señorita Salmon.
– No creo -intervine-. Después de todo, Becky saldrá de la universidad de Londres con una licenciatura en Letras, más de lo que toda mi familia ha logrado en su conjunto durante once siglos.
– Es posible -coincidió la señora Trentham -, pero no es el requisito que considero adecuado para impulsar la carrera militar de Guy, sobre todo ahora que el regimiento parte hacia la India para completar su servicio.
Esta información me pilló por sorpresa. Estaba segura de que Becky tampoco lo sabía.
– Y cuando vuelva a esta tierra -continuó la señora Trentham-, le buscaré una esposa de buena cuna, bastante dinero y hasta un poco de inteligencia. Es posible que Gerald haya fracasado, por culpa de mezquinos prejuicios, en llegar a coronel del regimiento, pero no permitiré que a Guy le pase lo mismo, te lo aseguro.
– Yo no era lo bastante bueno, eso es todo -gruñó Gerald-. Sir Danvers era más idóneo para el puesto y, en cualquier caso, tú eras la única que deseaba verme con los galones de coronel.
– De todos modos, creo que después de los resultados de Guy en Sandhurst…
– Logró situarse en la mitad superior -le recordó el mayor-. No puede afirmarse que obtuviera la Espada Honorífica, querida.
– Pero le concedieron la Cruz Militar en el campo de batalla, y una citación…
El mayor gruñó de una manera especial, dando a entender que ya había discutido el tema en ocasiones anteriores.
– Tengo la absoluta confianza -prosiguió la señora Trentham- de que Guy llegará a ser coronel del regimiento, y no me importa decirte que ya he elegido a la muchacha que le apoyará en esta empresa. Después de todo, las esposas pueden hacer o destruir una carrera, ¿no crees, Daphne?
– En eso estoy de acuerdo contigo, querida -masculló el mayor.
Volví a Londres, tranquilizada al pensar que, después de aquello, la relación de Becky con Guy se rompería. La verdad es que cada vez que le veía me gustaba menos.
Cuando volví al piso por la noche, encontré a Becky sentada en el sofá, temblorosa y con los ojos enrojecidos.
– Ella me odia -fueron sus primeras palabras.
– Todavía no te aprecia -le contesté, según creo recordar-, pero te aseguro que el mayor piensa que eres una chica estupenda.
– Es muy amable de su parte. Me enseñó toda la propiedad.
– Querida, trescientas cincuenta hectáreas no merecen el nombre de propiedad. Tal vez finca, pero propiedad no, desde luego.
– ¿Crees que Guy dejará de salir conmigo después de lo que ha ocurrido en Ashurst?
Quise decir «eso espero», pero conseguí morderme la lengua.
– Si es un hombre de carácter, no -repliqué diplomáticamente.
Y Guy salió con ella al día siguiente, pero jamás volvió a hablar de su madre o del infortunado fin de semana.
De todos modos, yo creía que mis planes a largo plazo para Charlie y Becky marchaban sobre ruedas, hasta que al volver a casa de un largo fin de semana descubrí, horrorizada, uno de mis vestidos favoritos tirado en el suelo. Seguí el rastro de prendas hasta llegar ante la puerta de Becky, que abrí con cuidado para descubrir más prendas de mi propiedad caídas a un lado de la cama, junto con las de Guy. Yo confiaba en que Becky habría descubierto desde tiempo atrás sus intenciones, antes de llegar a esta fase.
Guy inició su viaje a la India al día siguiente, y Becky, nada más partió él, empezó a decir que estaban prometidos a todo aquel que la escuchaba, aunque no llevaba el anillo correspondiente ni periódico alguno publicaba el anuncio que confirmara su versión de los hechos.
– La palabra de Guy me vale -nos aseguró.
Yo me quedé sin habla.
El domingo siguiente por la tarde me invité a tomar el té en casa de los Trentham. Según la madre de Guy, su hijo le había asegurado que no se había visto con la señorita Salmon desde su partida prematura de Ashurst, acaecida unos meses antes.
– Pero eso no es… -empecé, y no completé la frase al recordar que le había prometido a Becky no informar a la madre de Guy sobre sus asuntos.
Unas semanas más tarde, Becky me dijo que no le venía la regla.
Juré que guardaría el secreto, pero no dudé en informar a Charlie aquel mismo día. Se volvió loco al saber la noticia. Lo peor era que debía seguir fingiendo ignorancia cada vez que veía a la chica.
– Juro que mataré a Trentham si vuelve a Inglaterra -no dejaba de repetir, interrumpiendo uno de sus incesantes paseos por la sala de estar.
– Si vuelve a Inglaterra, se me ocurren al menos tres padres de chicas que yo conozco que se sentirán muy dichosos de ahorrarte la tarea.
– ¿Qué se supone que debo hacer? -me preguntó Charlie por fin.
– No gran cosa. Sospecho que el tiempo, y doce mil kilómetros de distancia, se convertirán en tus mejores aliados.
El coronel también entraba en la categoría de los que matarían alegremente a Guy Trentham a la menor oportunidad. En su caso, por el honor del regimiento y todo eso. Incluso llegó a murmurar algo siniestro sobre ir a ver al mayor Trentham y contarle la verdad al hijo de perra. Yo quise decirle que el «hijo de perra» no era el problema, pero dudaba que el coronel, aún con su gran experiencia en todo tipo de enemigos, se hubiera enfrentado con alguien tan tortuoso como la señora Trentham.
Fue por esa época cuando desmovilizaron a Percy Wiltshire de la Guardia Escocesa. Ya habían dejado de preocuparme las llamadas telefónicas de su madre. Siempre había dado por sentado, durante aquellos espantosos años de guerra, que un día llegaría un mensaje anunciando la muerte de Percy en el frente occidental, al igual que su padre y su hermano mayor antes que él. Pasarían años antes de que confesara a la marquesa viuda, siempre que llamaba, cuánto temía averiguar que se encontraba al otro extremo de la línea.
Un día, de repente, Percy me pidió que me casara con él. Temí desde aquel momento que la preocupación por nuestro futuro común y las visitas a sus múltiples parientes me impidieran cumplir mi deber hacia Becky, a pesar de que le había dado permiso para tomar plena posesión del piso. Empecé a sentirme culpable por verles tan poco, sobre todo teniendo tantas noticias que comunicarles. Después, casi sin darme tiempo a reaccionar, dio a luz al pequeño Daniel.
Un domingo por la noche, volviendo de pasar un fin de semana en el campo con la madre de Percy, decidí visitarles por sorpresa.
Cuando Charlie abrió la puerta para recibirme, observé que llevaba un periódico bajo el brazo, y que Becky parecía estar zurciendo un calcetín. El pequeño Daniel avanzó gateando hacia mí. Cogí al niño en brazos antes de que se lanzara de cabeza por la escalera.
– Me alegro muchísimo de verte, Daphne -dijo Becky, levantándose bruscamente-. Han pasado siglos. Deja que te prepare un poco de té.
– Gracias -dije, fascinada por la belleza del único cuadro que colgaba en la pared.
– Qué cuadro más hermoso -comenté.
– Tienes que haberlo visto muchas veces -dijo Becky-. Después de todo, estaba en el piso de Charlie…
– No, nunca lo he visto -contesté, sin saber bien de qué estaba hablando.
El día en que la tarjeta ribeteada de oro llegó a Lowndes Square, Daphne colocó la invitación entre la que solicitaba su presencia en la carrera real de Ascot y la orden de asistir a la fiesta que se celebraría en los jardines del palacio de Buckingham. Sin embargo, consideró que esta invitación en particular permanecería sobre la repisa de la chimenea para que todos la vieran, aun después de que Ascot y el palacio hubieran sido relegados a la papelera.
Aunque Daphne había pasado una semana en París, seleccionando tres vestidos para tres ocasiones diferentes, el más espléndido de todos lo iba a guardar para la ceremonia de graduación de Becky, que ahora describía a Percy como el gran acontecimiento.
Su prometido (si bien no se había acostumbrado aún a pensar en Percy de esa forma) también admitía que nunca le habían invitado a un acontecimiento semejante.
El general de brigada Harcourt-Browne sugirió que Hoskins les condujera en el Rolls a la Casa del Senado, y confesó cierta envidia por no haber sido invitado.
Cuando por fin llegó aquella mañana, Percy acompañó a Daphne a almorzar al Ritz, y tras repasar por enésima vez la lista de invitados y los himnos que se cantarían durante la ceremonia, dedicaron su atención a los detalles del vestido de la tarde.
– Espero que no me hagan preguntas raras -dijo Daphne-, porque te aseguro que no sabré la respuesta.
– Oh, estoy seguro de que no tendremos problemas, cariño -dijo Percy-, aunque nunca he acudido a una de esas fiestas. Los de Wiltshire no tenemos fama de molestar a las autoridades con estos temas -añadió, con una de sus risas que tanto recordaban a una tos.
– Has de quitarte esa costumbre, Percy. Si quieres reír, ríe. Si quieres toser, tose.
– Lo que tú digas, cariño.
– Y deja de llamarme «cariño». Tengo veintitrés años y mis padres me dieron un nombre perfectamente aceptable.
– Lo que tú digas, cariño -repitió Percy.
– No has escuchado ni una palabra de lo que he dicho. -Daphne consultó su reloj -. Creo que es hora de ponernos en camino. Procuremos no llegar tarde esta vez.
– Muy bien -contestó él, y llamó a un camarero para que les trajera la cuenta.
– ¿Tienes idea de a dónde vamos, Hoskins? -preguntó Daphne, mientras el chófer le abría la puerta trasera.
– Sí, señora. Me tomé la libertad de estudiar la ruta mientras usted y Su Señoría se hallaban en Escocia el mes pasado.
– Buena idea, Hoskins -dijo Percy-. De lo contrario, podríamos pasarnos el resto de la tarde dando vueltas en círculo.
Mientras Hoskins ponía en marcha el coche, Daphne miró al hombre que amaba, y pensó en lo afortunada que había sido su elección. La verdad era que le había elegido a la edad de dieciséis años, y el convencimiento de que era el hombre adecuado nunca se debilitó…, a pesar de que él ignoraba el dato. Siempre había pensado que Percy era maravilloso, amable, considerado y cariñoso; distinguido, si bien no exactamente apuesto. Cada noche daba gracias a Dios porque hubiera escapado de aquella mierda de guerra con todos los miembros en su sitio. Desde el momento en que Percy le comunicó que se iba a Francia para servir con la Guardia Escocesa, Daphne pasó los tres años más desdichados de su vida. Dio por sentado que cada carta, cada mensaje, cada llamada telefónica era para informarle de su muerte. Otros hombres intentaron cortejarla durante su ausencia, pero todos fracasaron, pues Daphne, al igual que Penélope, aguardaba pacientemente el regreso de su amado. Sólo aceptó el hecho de que seguía con vida cuando le vio bajar por la pasarela del barco en Dover. Daphne siempre recordaría las primeras palabras que pronunció Percy al verla.
– Qué sorpresa verte aquí, cariño. Menuda coincidencia.
Percy jamás comentó el ejemplo dado por su padre, aunque el Times había dedicado media página al fallecimiento del marqués. Describían su acción en el Marne, al desmantelar una batería alemana sin ayuda de nadie, como «una de las grandes victorias de la guerra». Cuando, un mes después, el hermano mayor de Percy cayó muerto en Yprés, Daphne pensó en las numerosas familias que estaban padeciendo la misma y espantosa experiencia. Ahora, Percy había heredado el título: duodécimo marqués de Wiltshire. De décimo a duodécimo en cuestión de semanas.
– ¿Está seguro de que vamos en la dirección correcta? -preguntó Daphne cuando el Rolls se internó en la avenida Shaftesbury.
– Sí, señora -respondió Hoskins, que había decidido llamarla de esta forma a pesar de que aún no se había casado con Percy.
– Te está ayudando a acostumbrarte a la idea, cariño -sugirió Percy, antes de volver a toser.
Daphne se sintió muy complacida cuando Percy le dijo que había decidido renunciar a su destino en la Guardia Escocesa para responsabilizarse de las propiedades familiares. A pesar de lo mucho que le admiraba cuando le veía ataviado con el uniforme azul oscuro, con sus cuatro botones de metal, separados por idéntica distancia, las botas de caballería y el divertido gorro a cuadros rojos, blancos y azules, no quería casarse con un soldado, sino con un granjero. Pasar la vida en la India, África y las colonias nunca la había atraído.
Al doblar por la calle Maple, Daphne vio a un grupo de gente que subía unos escalones de piedra para entrar en un amplio edificio de estilo monumental.
Eso debe de ser el Senado -exclamó, como si se hubiera topado con una pirámide aún no descubierta.
– Sí, señora -contestó Hoskins.
– Acuérdate, Percy… -empezó Daphne.
– ¿Sí, cariño?
– De no hablar a menos que te hablen a ti. En esta ocasión no nos hallamos en terreno familiar, y me niego a que ninguno de los dos sea considerado un estúpido. Bien, ¿te acuerdas de la invitación y de los billetes especiales donde constan nuestros asientos?
– Los he guardado en algún sitio.
Empezó a rebuscar en sus bolsillos.
– Están a mano izquierda, en el bolsillo superior de su chaqueta, Su Señoría -dijo Hoskins, frenando el coche.
– Sí, claro -dijo Percy-, Gracias, Hoskins.
– Ha sido un placer, Su Señoría -recitó Hoskins.
– Sigue a la muchedumbre -le ordenó Daphne-, y aparenta que haces lo mismo cada semana.
Rebasaron a varios porteros y ujieres uniformados, hasta que un empleado examinó sus billetes y les acompañó a la fila M.
– Nunca me había sentado tan atrás -dijo Daphne.
– Sólo he estado tan atrás en un teatro una vez -admitió Percy-, y fue cuando los alemanes ocupaban el escenario.
Tosió de nuevo. Se quedaron sentados en silencio, la mirada clavada al frente, esperando que algo ocurriera. El escenario estaba vacío, a excepción de catorce sillas, dos de las cuales, situadas en el centro, casi podían describirse como tronos.
A las dos y cincuenta y cinco minutos, dos hombres y dos mujeres ataviados con lo que a Daphne le pareció largas batas negras, con bufandas escarlatas que colgaban de sus cuellos, aparecieron en el escenario uno tras otro, tomando asiento en sus respectivos lugares. Sólo los dos tronos siguieron vacantes. A las tres en punto, la atención de Daphne se desvió hacia la galería de los Cantores, al sonar una fanfarria de trompetas que anunciaba la llegada de los Visitantes. Todos los presentes se pusieron en pie cuando el rey y la reina entraron para ocupar sus puestos, en el centro del Senado. Todo el mundo, excepto la pareja real, permaneció en pie hasta que finalizaron los últimos acordes del himno nacional.
– Bertie tiene muy buen aspecto, dentro de todo -dijo Percy, sentándose.
– Cállate -dijo Daphne-. Nadie más le conoce.
Un anciano vestido con la larga bata negra, la única persona que continuaba de pie, esperó a que todo el mundo se acomodara antes de dar un paso adelante, dedicar una reverencia a la pareja real y dirigirse al público.
Después de que el vicecanciller, sir Russell Russell-Wells, hablara durante un tiempo considerable, Percy se volvió hacia su prometida.
– ¿Cómo va a aguantar uno esta sarta de disparates, teniendo en cuenta que renunció al latín el segundo año?
– Yo sólo sobreviví un año a esa asignatura.
– Entonces, tampoco serás de gran ayuda, cariño -susurró Percy.
Alguien sentado en la fila de delante se volvió y les dirigió una mirada feroz.
Daphne y Percy se esforzaron en guardar silencio durante el resto de la ceremonia, aunque Daphne consideraba necesario colocar de cuando en cuando una firme mano sobre la rodilla de Percy, que se removía en la incómoda silla de madera.
– Es perfecta para el rey -susurró Percy-, Tiene un almohadón de cuidado donde sentarse.
Por fin llegó el momento que ambos esperaban.
El vicecanciller, que continuaba leyendo en voz alta la lista de honor, había llegado por fin a las «tes».
– Señora de Charles Trumper, del colegio Bedford, licenciada en letras -anunció en aquel momento.
Los aplausos se redoblaron, como cada vez que una mujer había subido los peldaños para recibir su título de manos del Visitante. Becky se inclinó ante el rey mientras él colocaba sobre su vestido lo que el programa llamaba la «muceta de púrpura» y le hacía entrega de un rollo de pergamino. Ella volvió a inclinarse, retrocedió dos pasos y volvió a su asiento.
– Yo no lo habría hecho mejor -reconoció Percy, uniéndose a los aplausos-. No es difícil averiguar quién la ha aleccionado -añadió.
Daphne se ruborizó. Continuaron sentados mientras las us, uves, dobles uves e is griegas recibían sus diplomas, y por fin escaparon al jardín, donde se celebraría la fiesta.
– No los veo por ningún sitio -dijo Percy, describiendo un lento círculo en mitad del jardín.
– Ni yo -contestó Daphne-, pero sigue mirando. Tienen que estar en alguna parte.
– Buenas tardes, señorita Harcourt-Browne.
Daphne se giró en redondo.
– Ah, hola, señora Salmon, me alegro de verla. Qué sombrero tan encantador, señorita Roach. Percy, te presento a la madre de Becky, la señora Salmon, y a su tía, la señorita Roach. Mi prometido…
– Encantada de conocerle, señoría -dijo la señora Salmon, preguntándose si se lo iban a creer en el Círculo Femenino de Romford cuando lo contara.
– Debe estar muy orgullosa de su hija -dijo Percy.
– Sí, lo estoy, señoría.
La señorita Roach se mantenía tiesa como una estatua, sin dar su opinión.
– Y ahí tenemos a nuestra pequeña erudita -dijo Daphne, extendiendo los brazos.
– Daphne, por fin. ¿Dónde te habías metido? -dijo Becky, separándose de un grupo de recién graduados.
– Te estaba buscando.
Las dos muchachas se fundieron en un abrazo.
– ¿Has visto a mi madre? -preguntó Becky.
– Estaba aquí hace un momento -dijo Daphne, mirando a su alrededor.
– Creo que ha ido a buscar unos emparedados -indicó la señorita Roach.
– Muy típico de mamá -rió Becky.
– Hola, Percy -saludó Charlie-. ¿Cómo va todo?
– Bien -tosió Percy-. Te felicito, Becky.
La señora Salmon volvió con una amplia bandeja llena de emparedados.
– Becky ha heredado el sentido común de su madre, señora Salmon -dijo Daphne, mientras cogía un emparedado de pepino para Percy-, se desenvolverá bien en el mundo real, pues sospecho que no quedarán muchos de éstos dentro de quince minutos. -Cogió uno de salmón ahumado para ella-. ¿Estabas muy nerviosa cuando subiste al escenario? -preguntó, volviendo su atención a Becky.
– Desde luego, y cuando el rey me puso la muceta sobre la cabeza, mis piernas casi me fallaron. Después, para colmo, volví a mi sitio y descubrí que Charlie estaba llorando.
– Eso no es verdad -protestó su marido.
Becky, sin decir nada, le cogió por el brazo.
– Me gusta esa cosa púrpura -dijo Percy-. Creo que quedaré muy guapo si me pongo una en el baile de Cazadores del año que viene. Daphne, ¿qué opinas?
– Se supone que has de trabajar muy duro antes de que te den permiso para embellecerte con ese sombrero, Percy.
Todos se volvieron para ver quién había hablado.
Percy bajó la cabeza.
– Su Majestad está en lo cierto, como siempre. Debo añadir, señor, que mucho me temo, a la vista de mi expediente actual, que jamás seré merecedor de esa distinción.
– La verdad, Percy -sonrió el rey-, que me sorprende un poco encontrarte en esta reunión.
– Una amiga de Daphne -explicó Percy.
– Daphne, querida, me alegro mucho de verte -dijo el rey-. Aún no había tenido la oportunidad de felicitaros por vuestro compromiso.
– Ayer mismo recibí una amable nota de la reina, Majestad. Es un honor para nosotros que ambos acudan a la boda.
– Sí, verdaderamente encantados -dijo Percy-, ¿Me permitís presentaros a la señora Trumper, a la que habéis entregado su título?
Becky le estrechó la mano al rey por segunda vez.
– Su marido, el señor Charles Trumper. La madre de la señora Trumper, la señora Salmon. Su tía, la señorita Roach.
El rey estrechó las manos de los cuatro.
– La felicito, señora Trumper. Confío en que utilice su título adecuadamente.
– Voy a trabajar en Sotheby's, Majestad, como aprendiza en el departamento de bellas artes.
– Excelente. Le deseo, pues, que continúen sus éxitos. Encantado de haberla conocido, señora Trumper. Espero verte el día de la boda, si no antes, Percy.
El rey saludó con la cabeza y se dirigió hacia otro grupo.
– Un buen tipo -dijo Percy-. Acercarse para saludarnos ha sido todo un detalle.
– No tenía ni idea de que conocías… -empezó Becky.
– Bueno, para ser sincero, mi tata tata tata tatarabuelo intentó asesinar a su tata tata tata tatarabuelo. De haber tenido éxito, habríamos intercambiado los papeles. Siempre ha sido muy comprensivo acerca del asunto.
– ¿Y qué le ocurrió a tu tata tata tata tatarabuelo? -preguntó Charlie.
– Fue condenado al exilio, y con mucha razón, debería añadir. De lo contrario, el muy bellaco lo habría intentado de nuevo.
– Santo Dios -rió Becky.
– ¿Cuál es el problema? -preguntó Charlie.
– Acabo de descubrir quién era el tata tata tata tatarabuelo de Percy. [15]
Daphne no consiguió ver a Becky antes de la boda. Las últimas semanas de preparativos transcurrieron volando. Sin embargo, averiguó cómo marchaba todo en Chelsea Terrace, después de encontrarse con el coronel y su esposa en la recepción ofrecida por lady Denham en Onslow Square. El coronel la informó, sotto voce, que Charlie había saldado todas sus deudas con el banco, por no mencionar a los acreedores pendientes. Daphne sonrió al recordar que Charlie le había devuelto, con su estilo habitual, el último plazo de la deuda meses antes de lo convenido.
– Y ya le ha puesto el ojo encima a otra tienda.
– ¿Cuál es esta vez?
– La panadería… El número 145.
– El antiguo negocio del padre de Becky -dijo Daphne-. ¿Confían en hacerse con ella?
– Sí, yo diría que sí, aunque me temo que, esta vez, Charlie tendrá que pagar más de lo acostumbrado.
– ¿Por qué?
– La panadería está al lado de la verdulería, y el señor Reynolds conoce muy bien las intenciones de Charlie. Sin embargo, Charlie ha tentado al señor Reynolds, ofreciéndole el puesto de director, más una parte de los beneficios.
– Ummm. ¿Cuánto tiempo cree que durará ese acuerdo?
– El que tarde Charlie en dominar de nuevo el negocio de la panadería.
– ¿Y Becky?
– Ha empezado a trabajar en Sotheby's. Como empleada en el mostrador.
– ¿Empleada en el mostrador? -se extrañó Daphne-, ¿Para qué sirve esforzarse tanto por obtener un título, si luego terminas de empleada en el mostrador?
– Por lo visto, todo el mundo empieza igual en Sotheby's, independientemente de los títulos que aporte. Becky me lo explicó. Tanto da que seas hijo de un presidente, que hayas trabajado durante varios años en alguna galería de arte importante del West End, que poseas un título o ninguno; siempre empiezas en el mostrador. Cuando descubren que eres bueno te ascienden a un departamento especializado. Muy parecido al ejército, ¿verdad?
– ¿Qué departamento le apetece a Becky?
– Por lo visto, quiere trabajar con un anciano llamado Pemberton, reconocido experto en pinturas renacentistas.
– Apuesto a que no durará más de dos semanas en el mostrador.
– Charlie no comparte esa opinión.
– ¿Cuánto tiempo le concede él?
– Diez días a lo sumo -sonrió el coronel.
Siempre que el correo matutino llegaba a Lowndes Square, Wentworth, el mayordomo, depositaba las cartas en una bandeja de plata y las llevaba al estudio del general de brigada, donde éste apartaba las dirigidas a él antes de devolver la bandeja al mayordomo. Wentworth, a continuación, entregaba las cartas restantes a las señoras de la casa.
Sin embargo, desde que el compromiso de su hija había sido anunciado en el Times, con el consiguiente envío de unas quinientas invitaciones a la inminente boda, al general de brigada le aburría el proceso de selección, y había dado instrucciones a Wentworth en el sentido de que recorriera la ruta a la inversa, a fin de que sólo le entregara las cartas dirigidas a su nombre.
Un lunes de aquel junio de 1921 por la mañana, Wentworth llamó a la puerta de la señorita Daphne, entró al recibir el permiso y le hizo entrega del abundante correo. Daphne separó las cartas dirigidas a su madre y a ella, y devolvió las pocas que quedaban a Wentworth, que se inclinó e inició su nueva ruta inversa.
Daphne saltó de la cama en cuanto Wentworth salió de la habitación, colocó el correo sobre el escritorio y se fue al cuarto de baño. Poco después de las diez y media, sintiéndose con fuerzas para afrontar los rigores del día, volvió al escritorio y empezó a abrir las cartas. Aceptaciones y disculpas debían ordenarse en pilas diferentes, con el fin de marcarlas con cruces y tacharlas en la lista principal. Su madre podría calcular de esta forma el número exacto de comensales y sentarlos de la manera conveniente. El resultado final de las 31 cartas de aquella mañana arrojó un balance de veintidós «síes», incluyendo una princesa, un vizconde, otros dos nobles, un embajador y los queridos coronel y lady Hamilton. También había cuatro «nos»; dos por hallarse en el extranjero, uno por padecer una severa diabetes y otro porque su hija había tenido la desdichada idea de casarse el mismo día que Daphne. Después de proceder a tachar y marcar los nombres en la lista, Daphne dedicó su atención a las cartas restantes.
Una resultó ser de su tía Agatha, de ochenta y siete años, que residía en Cumberland y que ya había anunciado previamente su no comparecencia en la boda, pues pensaba que el viaje a Londres le resultaría agotador. Sin embargo, tía Agatha sugería la posibilidad de que Daphne y Percy viajaran al norte para visitarla en cuanto volvieran de su luna de miel, pues deseaba conocer a su futuro marido.
– Desde luego que no -dijo Daphne en voz alta-. En cuanto regrese a Inglaterra tendré que hacer cosas más importantes que preocuparme por las tías ancianas. Leyó después la postdata:
Y cuando vengas a Cumberland, querida, será el momento ideal para que me aconsejes sobre mi testamento, porque no sé bien a quién donarle mis cuadros, en especial el Canaletto, que se merece un buen hogar, en mi opinión.
Vieja retorcida, pensó Daphne, sabiendo que tía Agatha escribía la misma postdata a todos sus parientes, por lejanos que fueran, para de esta forma no pasar casi ningún fin de semana sola.
La segunda carta era de Michael Fishlock y Cía, los especialistas en banquetes, que incluía un presupuesto para suministrar té a ochocientos invitados en Vincent Square inmediatamente antes de la boda. Daphne consideró ofensiva la cantidad de trescientas libras, pero apartó el presupuesto a un lado sin pensarlo dos veces, para que su padre lo examinara más tarde. También separó dos cartas dirigidas a su madre y que no le concernían.
Reservó la quinta carta para el final, fascinada por el colorido de los sellos. La corona real, rodeada por un óvalo, se hallaba estampada en la esquina derecha, sobre las palabras «Diez anas». [16]
Abrió el sobre poco a poco y sacó varias hojas de papel grueso; la primera llevaba grabados el penacho y el lema de los Fusileros Reales.
«Querida Daphne», empezaba la carta. Echó un vistazo apresurado a la última página para leer la despedida, que rezaba: «Para siempre, tu amigo Guy».
Volvió a la primera página y miró la dirección, antes de empezar a leer con temor las palabras de Guy.
2° Batallón
Fusileros Reales
Cuartel Wellington
POONA
India
15 de mayo de 1921
Querida Daphne:
Espero que me perdones por abusar de nuestra vieja amistad, pero ha surgido un problema del que ya estarás al corriente y, por desgracia, creo que debo solicitar tu ayuda y consejo.
He recibido hace poco una carta de tu amiga Rebecca Salmon…
Daphne dejó las hojas sobre su escritorio, deseando que la carta hubiera llegado durante su viaje de luna de miel. Jugueteó un rato con la lista de invitados, sabiendo que tarde o temprano debía averiguar lo que Guy esperaba de ella. Cogió la carta de nuevo.
… informándome de que está embarazada, y de que yo soy el padre de su hijo.
Antes que nada, permíteme asegurarte que no hay nada más alejado de la verdad, porque la única vez que pasé la noche en vuestro piso Rebecca y yo no mantuvimos contacto físico.
De hecho, fue ella quien insistió en que cenáramos juntos aquella noche en Chelsea Terrace, 97, a pesar de que yo ya había reservado una mesa en el Ritz.
A medida que la velada avanzaba, comprendí que estaba intentando emborracharme. A decir verdad, confieso que me sentí un poco mareado cuando traté de irme, y dudé de que pudiera volver sano y salvo al cuartel.
Rebecca sugirió al instante que me quedara a pasar la noche para «dormirla». Utilizo sus palabras. Me negué, por supuesto, hasta que ella señaló que podía quedarme en tu cuarto, pues no esperaba que regresaras del campo hasta la tarde siguiente, un dato que tú confirmaste después.
La verdad es que acepté la amable invitación de Rebecca, y me dormí nada más meterme en la cama. Me desperté cuando llamaron a la puerta, descubriendo con horror que te hallabas frente a mí. Mayor fue mi sorpresa al descubrir que Rebecca, sin yo saberlo, se había acostado a mi lado.
Tú, por supuesto, te sentiste violenta y desapareciste al instante. Me levanté sin pronunciar palabra, me vestí y volví al cuartel. Llegué a mi cuarto a la una y cuarto, como máximo.
Cuando, a la mañana siguiente, llegué a la estación de Waterloo para iniciar el viaje a la India, me quedé, como ya podrás imaginar, horrorizado al ver que Rebecca me esperaba en el andén. Pasé sólo unos momentos con ella, pero dejé bien claro lo mal que me había sentado su treta de la noche anterior. Le estreché la mano y subí al tren de Southampton, confiando en no oír hablar de ella nunca más. El siguiente contacto que establecí con la señorita Salmon tuvo lugar varios meses después, cuando recibí esta inesperada y grosera carta, la cual me lleva a exponerte las razones por las que necesito tu ayuda.
Daphne volvió la página y se detuvo para mirarse en el espejo. No deseaba averiguar lo que Guy quería de ella. Había olvidado incluso la habitación en que ella le había descubierto. Sólo tardó unos segundos en empezar a leer la página siguiente.
No habría sido preciso emprender ninguna acción, a no ser por el hecho de que el coronel sir Danvers Hamilton envió una nota de su puño y letra a mi oficial en jefe, el coronel Forbes, comunicándole la versión urdida por la señorita Salmon de la historia; como resultado, fui llamado a defenderme ante una comisión investigadora formada por mis hermanos oficiales.
Les conté lo que había ocurrido exactamente aquella noche, pero por culpa de la continua influencia del coronel sobre el regimiento, algunos se negaron a aceptar mi versión de los hechos. Por fortuna, mi madre escribió al coronel Forbes unas semanas más tarde, informándole de que la señorita Salmon se había casado con su amante, Charlie Trumper, y de que éste no negaba que el niño era producto de sus relaciones extramatrimoniales. Si el coronel no hubiera aceptado la palabra de mi madre, me habría visto obligado a presentar mi dimisión, pero por fortuna conseguí eludir esta coyuntura.
Sin embargo, mi madre me ha informado de que tienes intención de visitar la India durante tu luna de miel (mis más sinceras felicitaciones). Por tanto, es casi seguro que te encuentres con el coronel Forbes, quien, me temo, es posible que te comente este asunto, pues tu nombre ha sido mencionado en relación con el tema.
Así pues, te suplico que no digas nada que pueda perjudicar mi carrera. De hecho, si confirmaras mi historia, todo este asunto lamentable sería olvidado.
Tu amigo para siempre,
Guy
Daphne dejó de nuevo la carta sobre el tocador y pensó en lo que debía hacer a continuación. Empezó a cepillarse el pelo. No quería discutir el problema con su padre o su madre, ni mezclar a Percy en él. También tenía muy claro que Becky no debía enterarse de la existencia de la carta, hasta haber meditado sobre lo que iba a hacer. La falta de memoria que Guy le atribuía no dejaba de asombrarla, así como su distanciamiento de la realidad.
Se puso a pasear arriba y abajo de la habitación, aburrida de cepillarse el cabello, y leyó la carta un par de veces más. Por fin, devolvió la carta al sobre y trató de olvidar su contenido, pero por más distracciones a las que se entregaba, las palabras de Guy continuaban fijas en su mente. Lo más molesto era que la considerase tan crédula.
De pronto, Daphne supo a quién debía pedir consejo. Descolgó el teléfono y, después de pedir comunicación con un número de Chelsea a la operadora, comprobó con alegría que el coronel aún estaba en casa.
– Iba a salir hacia el club para comer, Daphne -le dijo-, pero dígame en qué puedo ayudarla.
– Necesito hablar urgentemente con usted, pero creo que es mejor no hacerlo por teléfono. ¿Podemos vernos hoy, aunque sea unos minutos?
– Sí, por supuesto. Si está libre, ¿por qué no viene a comer conmigo en el «In and Out»? Cambiaré la reserva a la sala femenina.
Daphne aceptó la invitación. Comprobó su maquillaje y Hoskins la condujo de inmediato a Piccadilly, para que llegara al club
Naval y Militar pocos minutos después de la una. El coronel la estaba esperando en la entrada del vestíbulo.
– Qué agradable sorpresa -dijo sir Danvers-. No me ven cada día comiendo con una hermosa joven. Mi reputación subirá muchos puntos en el club. Tendré que saludar a todos los generales que se crucen conmigo.
El hecho de que Daphne no riera la broma del coronel provocó un inmediato cambio de actitud en él. Cogió a su invitada por el brazo y la guió hacia el comedor de las damas. Después de ordenar sus platos, ella sacó la carta de Guy del bolso y se la tendió al coronel sin decir palabra.
El coronel se acomodó el monóculo a su ojo bueno y empezó a leer, mirando de vez en cuando a Daphne. Observó que no había tocado la sopa Brown Windsor colocada frente a ella.
– Un asunto muy complicado -dijo, introduciendo la carta en su sobre y devolviéndolo a Daphne.
– ¿Qué sugiere que haga?
– Bien, una cosa es segura, Daphne. No debe hablar de esto con Charlie o Becky. Tampoco veo cómo puede evitar comunicarle a Trentham que, si le preguntan directamente quién es el padre de la criatura, se sentirá obligada a decir la verdad. -Hizo una pausa y tomó un poco de sopa -. Juro que no volveré a hablar con la señora Trentham en toda mi vida -añadió, sin más explicaciones.
Este comentario sorprendió a Daphne. Hasta aquel momento, ignoraba que ambos se conocieran.
– Tal vez podríamos emplear nuestros esfuerzos conjuntos para encontrar la respuesta adecuada, ¿no cree, querida? -sugirió el coronel.
Se interrumpió para permitir que los camareros del club les sirvieran el plato del día.
– Si me ayuda, le estaré eternamente agradecida -dijo Daphne, nerviosa-. Creo que, para empezar, debería contarle todo lo que yo sé. -El coronel asintió con la cabeza-. Ya sabrá, supongo, que yo soy la culpable de que ellos se conocieran…
Cuando Daphne terminó su relato, el plato del coronel estaba vacío.
– Ya lo sabía casi todo -admitió el coronel, limpiándose los labios con la servilleta-, pero usted ha llenado las lagunas. Confieso que no tenía ni idea de que Trentham fuera tan crápula. Mirando atrás, yo debería haber insistido en una posterior confrontación antes de permitir que fuera propuesto para una MC. -Se levantó -. Ahora, si es tan amable de distraerse unos minutos leyendo una revista en la cafetería, voy a ver si escribo un primer borrador.
– Lamento causarle tantas molestias -dijo Daphne.
– No sea tonta. El hecho de que haya depositado su confianza en mí me halaga.
El coronel se puso en pie y se dirigió hacia la sala de escribir. Tardó una hora en volver. Daphne leía por segunda vez los anuncios solicitando niñeras publicados en The Lady.
Dejó caer la revista sobre la mesa al instante y se sentó muy erguida en la silla. El coronel le entregó el resultado de sus esfuerzos, que Daphne leyó durante varios minutos antes de hablar.
– Dios sabe lo que haría Guy si yo enviara esta carta -dijo por fin.
– Tendrá que presentar su dimisión, querida, así de sencillo. Demasiado tarde, en mi opinión. -El coronel frunció el ceño-. Ya es hora de que Trentham sea consciente de las consecuencias de sus malandanzas, así como de las responsabilidades contraídas con Becky y el niño.
– Pero ahora que está casada es poco justo para Charlie -indicó Daphne.
– ¿Ha visto a Daniel últimamente? -preguntó el coronel en voz baja.
– Hace unos meses. ¿Por qué?
– Será mejor que le eche otro vistazo, porque no hay muchos Trumper, o Salmon a ese respecto, de cabello rubio, nariz romana y ojos azules. Temo que las réplicas más parecidas se encuentran en Ashurst, Berkshire. En cualquier caso, Becky y Charlie tendrán que contarle la verdad al niño algún día, o sólo conseguirán procurarse más problemas para el futuro. Envíe la carta -dijo, tabaleando con los dedos sobre la mesa-, ése es mi consejo.
Daphne volvió a Lowndes Square y subió directamente a su habitación. Se sentó ante el escritorio y, deteniéndose sólo un momento, empezó a copiar las palabras del coronel.
Después de terminar su tarea, Daphne releyó el único párrafo de las deliberaciones del coronel que había omitido, y rezó para que su agorero pronóstico no se cumpliera.
Tras completar su versión rompió el escrito del coronel y llamó a Wentworth.
– Una carta para enviar al correo -se limitó a decir.
Los preparativos de la boda adquirieron tal frenesí que Daphne se olvidó de los problemas de Guy Trentham en cuanto le entregó la carta a Wentworth. Se sentía agotada sólo de pensar en elegir a las damas de honor sin ofender a la mitad de sus conocidas, soportar interminables pruebas de trajes que siempre se retrasaban, estudiar la colocación de los invitados para asegurarse de que los miembros de la familia que no se hablaban desde hacía años se sentaran en mesas diferentes, o en el mismo banco de la iglesia, y, finalmente, tener que lidiar con una futura suegra, la marquesa viuda, quien, después de casar a tres de sus hijas, siempre daba tres opiniones diferentes sobre cada tema.
A falta de una semana, Daphne sugirió a Percy que se dirigieran a la oficina de registro más cercana y acabar con el asunto de una vez por todas, a ser posible sin decírselo a nadie.
– Lo que tú digas, cariño -contestó Percy, que desde hacía tiempo había dejado de escuchar a nadie que le hablara del matrimonio.
El 16 de julio de 1921 Daphne se despertó a las cinco y cuarenta y tres minutos sintiéndose exhausta, pero cuando salió el sol que brillaba sobre Lowndes Square a las dos menos cuarto estaba exultante e impaciente.
Su padre le ayudó a subir los peldaños del carruaje abierto que su abuela había utilizado el día de su boda. Un pequeño grupo de criados y amigos vitoreó a la novia cuando inició el trayecto hacia Westminster, mientras otros la saludaban desde la acera. Los oficiales saludaban, los chuletas le enviaban besos y las aspirantes a novias suspiraban a su paso.
Daphne entró por la puerta norte de la iglesia del brazo de su padre, pocos minutos después de que el Big Ben diera las dos. Avanzaron lentamente por el pasillo central a los acordes de la Marcha Nupcial de Mendelssohn. Se inclinó un momento ante el rey y la reina, sentados a solas en su banco privado detrás del altar, y se reunió con Percy. Tras muchos meses de esperar la ceremonia, ésta pareció terminar en unos momentos. Cuando el órgano atacó Alegraos, alegraos y la pareja ya desposada entró en una antesala para firmar el registro, Daphne deseó empezar otra vez desde el principio todo el proceso.
Aunque había practicado la firma en secreto varias veces en Lowndes Square, aún vaciló antes de escribir las palabras «Daphne Wiltshire».
Marido y mujer salieron de la iglesia acompañados por un vigoroso repique de campanas y recorrieron las calles de Westminster bajo el brillante sol de la tarde. Llegaron a la amplia marquesina montada en el jardín de Vincent Square y empezaron a dar la bienvenida a sus invitados.
Daphne, empeñada en intercambiar una palabra con todos, casi se quedó sin probar el pastel de bodas. Justo después del primer bocado, la marquesa viuda se levantó y anunció que si no empezaban enseguida los discursos, perdería toda esperanza de zarpar con la última marea.
Algernon Fitzpatrick cantó las alabanzas de las damas de honor y brincó por el novio y la novia. Percy le respondió de una forma sorprendentemente ingeniosa y bien recibida. A continuación, Daphne se dirigió al 45 de Vincent Square, donde residía un tío lejano, para ponerse la indumentaria de viaje.
Las multitudes se precipitaron de nuevo para arrojar arroz y pétalos de rosas, mientras Hoskins esperaba para conducir a los recién casados a Southampton.
Media hora más tarde, Hoskins dejaba atrás Kew Gardens por la A30, mientras los invitados a la boda continuaban la fiesta sin la pareja.
– Bien, Percy Wiltshire, ahora estás atado a mí de por vida -dijo Daphne a su marido.
– Sospecho que todo fue tramado por nuestras madres incluso antes de conocernos -contestó Percy-. Qué tontería.
– ¿Tontería?
– Sí. Podría haber dado al traste con sus intrigas hace años, diciéndoles que no quería casarme con ninguna otra.
Daphne estaba pensando seriamente en la luna de miel por primera vez, cuando Hoskins detuvo el coche en el muelle, un par de horas antes de que los motores del Mauretania se pusieran en marcha. Procedió a descargar dos baúles del maletero del coche (otros catorce se habían enviado el día anterior) con la ayuda de varios mozos de cuerda. Daphne y Percy se encaminaron hacia la pasarela, donde les aguardaba el sobrecargo de la nave. Al adelantarse para recibir al marqués y a su esposa, alguien de la multitud gritó:
– ¡Buena suerte, señoría! Quisiera decir, en nombre de la señora y del mío propio, que la marquesa tiene un aspecto estupendo.
Ambos se volvieron y estallaron en carcajadas cuando vieron a Charlie y Becky, vestidos todavía de etiqueta, entre la muchedumbre.
El sobrecargo guió a los cuatro hacia el camarote Nelson, donde encontraron otra botella de champagne esperando ser abierta.
– ¿Cómo conseguisteis llegar antes que nosotros? -preguntó Daphne.
– Bien -contestó Charlie, con un fuerte acento de clase baja-, tal vez no tengamos un Rolls Royce, señora, pero nos las arreglamos para adelantar a Hoskins con nuestro utilitario por la otra parte de Winchester.
La sirena sonó tres veces, y el sobrecargo sugirió que los Trumper debían darse prisa en bajar del barco, pues imaginaba que no tenían la intención de acompañar a los Wiltshire a Nueva York.
– Hasta dentro de un año, más o menos -gritó Charlie, volviéndose para saludarles desde la pasarela.
– Para entonces, ya habremos dado la vuelta al mundo, cariño -confió Percy a su esposa.
Daphne agitó la mano.
– Sí, y sólo el cielo sabe qué habrán hecho esos dos cuando volvamos.