Sentado a solas en aquel banco de Chelsea Terrace, mirando la tienda que llevaba el apellido «Trumper» pintado en el toldo, un millar de preguntas cruzaron su mente. Después, vi a Rebecca Salmon; para ser preciso, pensé que debía ser Becky, por si se había transformado en una hermosa joven. ¿Qué había sido de aquel pecho plano, de aquellas piernas larguiruchas, por no mencionar el rostro martirizado por el acné? Habría dudado, de no ser por aquellos ojos pardos relampagueantes.
Entró sin vacilar en la tienda y habló con el hombre que actuaba como si fuera el director, le vi menear la cabeza; ella se volvió a continuación hacia las dos chicas situadas detrás del mostrador, que reaccionaron de la misma forma. Becky se encogió de hombros, antes de inclinarse sobre la caja, sacar la gaveta y examinar los ingresos del día.
Había observado el comportamiento del director durante una hora, antes de que Becky llegara, y era bastante bueno, para ser justo, aunque ya había echado en falta algunos pequeños detalles que servirían para mejorar las ventas; uno de los más importantes consistía en desplazar el mostrador al otro extremo de la tienda, sacando algunos productos en cajas a la acera, para que los clientes pudieran ver lo que se les ofrecía. «Has de poner a la vista los artículos; no confíes en que la gente se tope con ellos», solía decir mi abuelo. Sin embargo, tuve la paciencia de quedarme en el banco, antes de que los empleados procedieran a vaciar los estantes antes de cerrar la tienda.
Poco después, Becky salió a la calle y miró en ambas direcciones de la calle, como si esperase a alguien. Después, el joven que sostenía un candado y una llave se reunió con ella y movió la cabeza en mi dirección. Becky miró el banco por primera vez.
En cuanto me vio, salté del banco y me dirigí hacia ella. Los dos tardamos un poco en hablar. Yo quería abrazarla, pero terminamos estrechándonos las manos con cierta formalidad.
– ¿Qué ha sido de «Posh Porky»? -pregunté después.
– No encontré a nadie que me proveyera de bollos de crema -me dijo, y luego explicó por qué había vendido la panadería y comprado el número 147 de Chelsea Terrace.
Cuando los empleados se marcharon, me enseñó el piso. No podía dar crédito a mis ojos: un cuarto de baño con váter, una cocina con vajilla y cubertería, una sala de estar con sillas y una mesa, y un dormitorio, aparte de una cama que no tenía aspecto de venirse abajo cuando te tendieras en ella.
Quise abrazarla de nuevo, pero me limité a preguntarle si quería quedarse a cenar, pues necesitaba hacerle montones de preguntas.
– Esta noche no puedo -dijo, mientras yo abría mi maleta y empezaba a sacar las cosas-, porque voy a un concierto con un amigo.
Después de hacer algunos comentarios sobre el cuadro de Tommy sonrió y se marchó. Me quedé solo de nuevo.
Me quité la chaqueta, me subí las mangas, volví a la tienda y cambié las cosas de sitio durante una hora, hasta colocar todo donde quería que estuviera. Cuando terminé de apartar la última caja estaba tan agotado que sólo me detuve para desplomarme sobre la cama y dormirme, completamente vestido. Descorrí las cortinas para asegurarme de que me despertaría a las cuatro.
Me vestí a toda prisa al despertarme, excitado por la idea de volver al mercado, que no veía desde hacía casi dos años. Llegué al Garden pocos minutos antes que Bob Makins. Pronto descubrí que sabía desenvolverse, pero sin tener idea del negocio. Me resigné a pasar unos días descubriendo qué intermediarios recibían productos de los granjeros más fiables, quién tenía los mejores contactos con muelles y puertos, quién ofrecía el precio más sensato a diario y, sobre todo, quién se preocupaba de ti cuando escaseaba el producto. Ninguno de estos problemas parecía preocupar a Bob, pues describía un círculo ininterrumpido y poco exigente por el mercado para obtener sus artículos.
Me enamoré de la tienda desde el momento en que abrimos aquella primera mañana, mi primera mañana. Tardé un poco en acostumbrarme a que Bob y las chicas me llamaran «señor», pero ellos también tardaron casi tanto tiempo en acostumbrarse al nuevo emplazamiento del mostrador y a colocar las cajas en la acera, antes de que los clientes se despertaran. Sin embargo, hasta Becky aceptó que había sido una idea inspirada poner los productos ante las narices de los compradores en potencia, aunque no estaba muy segura de cuál sería la reacción de las autoridades municipales al descubrirlo.
– ¿Es que en Chelsea nunca ha habido venta ambulante? -le pregunté.
Al cabo de un mes, sabía el nombre de todos los clientes habituales que compraban en la tienda, y al cabo de dos conocía sus gustos, aversiones, pasiones y hasta el capricho concreto que consideraban exclusivo de ellos. Cuando los empleados se marchaban, al finalizar la jornada, solía sentarme en el banco situado frente a mi tienda y contemplar las idas y venidas que tenían lugar en Chelsea Terrace SW10. No tardé en comprender que una manzana era una manzana, independientemente de quién deseara comerla, y que Chelsea Terrace no se diferenciaba de Whitechapel en lo concerniente a las necesidades de los clientes. Supongo que en aquel momento empecé a pensar en comprar una segunda tienda. ¿Por qué no? «Trumper's» era el único establecimiento de Chelsea Terrace ante el que se formaban colas a diario.
Becky, en el ínterin, continuó sus estudios en la universidad e insistió repetidas veces en que yo cenara con su acompañante habitual. Para ser sincero, yo hacía cuanto podía por evitar a Trentham, ya que no deseaba ver de nuevo al hombre que, en mi opinión, había asesinado a Tommy.
Por fin, no me quedaron más excusas y tuve que cenar con ellos.
Cuando Becky entró en el restaurante con su compañera de piso y Trentham, tuve ganas de no haber aceptado jamás la invitación a cenar con ellos. Trentham debía compartir el mismo sentimiento, pues su rostro expresaba el mismo desprecio que yo sentía hacia él, aunque la amiga de Becky, Daphne, intentaba ser cordial. Era una bella muchacha y no me sorprendió descubrir que muchos hombres adoraban aquella risa burbujeante. Sin embargo, las rubias de ojos azules y cabello rizado nunca habían sido mi tipo. Fingí, para guardar las formas, que Trentham y yo no nos conocíamos. Pasé una de las veladas más horribles de mi vida, deseando contarle a Becky todo lo que sabía sobre aquel hijo de puta, pero descubrí, al verles juntos, que nada de lo que yo dijera influiría en ella. No ayudó el hecho de que Becky me regañara sin ningún motivo. Bajé la cabeza y pinché más guisantes con la punta de mi cuchillo.
La compañera de piso de Becky, Daphne no-sé-qué, se esforzó cuanto pudo, pero ni Charlie Chaplin hubiera logrado arrancar una sonrisa al público formado por nosotros tres.
Pedí la cuenta poco después de las once, y algunos minutos después salimos del restaurante. Dejé que Becky y Trentham se adelantaran, con la esperanza de poder escabullirme sin ser visto, pero Daphne, para mi sorpresa, se pegó a mí, afirmando que quería ver los cambios que yo había introducido en la tienda.
La pregunta a bocajarro que me hizo mientras abría la puerta me dio a entender que no iba muy errada.
– Estás enamorado de Becky, ¿verdad? -preguntó sin pestañear.
– Sí -contesté sinceramente, y revelé mis sentimientos hacia ella de una forma que jamás me había permitido con nadie que conociera bien.
Su segunda pregunta me pilló todavía más desprevenido.
– ¿Desde cuándo conoces a Guy Trentham?
Mientras subíamos a mi piso le dije que habíamos servido juntos en el frente occidental, pero nuestros caminos se habían cruzado en raras ocasiones, a causa de nuestra diferencia de rango.
– Entonces, ¿por qué le odias tanto? -preguntó, después de sentarse frente a mí.
Vacilé otra vez, pero luego, movido por un súbito arranque de rabia incontrolada, expliqué lo que nos había sucedido a Tommy y a mí cuando intentábamos llegar a la seguridad de nuestras líneas, y mi convicción de que él había asesinado a mi mejor amigo.
Cuando terminé, ambos permanecimos un rato en silencio.
– No le cuentes nunca a Becky lo que te he dicho, porque carezco de pruebas -hablé por fin.
Ella asintió con la cabeza y admitió que era la responsable de la relación entre Becky y Trentham, y que estaba arrepentida de su equivocación.
– Para ser sincera -continuó-, jamás se me ocurrió que una persona tan sensata como Becky se enamorara de un crápula como Guy.
Me habló a continuación del único hombre de su vida, como si intercambiar secretos cimentara nuestra amistad. Su amor por aquel hombre era tan transparente que me sentí conmovido. Cuando Daphne se marchó, alrededor de la medianoche, prometió que haría todo lo que pudiera para acelerar el fallecimiento de Guy Trentham. Recuerdo que empleó la palabra «fallecimiento» porque tuve que preguntarle su significado. Me lo dijo, y así recibí mi primera lección, junto con la advertencia de que Becky me llevaba una cierta ventaja, pues no había desperdiciado los últimos diez años.
Mi segunda lección fue descubrir que Becky me había regañado. Podía haber protestado por su descaro, pero sabía que tenía razón.
Vi con mucha frecuencia a Daphne durante los siguientes meses, sin que Becky se enterase de nuestra verdadera relación. Me enseñó muchísimo sobre el mundo de mis nuevos clientes y terminó llevándome a tiendas de ropa, cines y a un teatro del West-End, para ver obras como El abanico de lady Windermere y Volpone. Ninguna obra sacaba chicas bailando en el escenario, pero me gustaron. Sólo le paré los pies cuando intentó que dejara de acudir los sábados por la tarde a ver los partidos del West Ham, en favor de otro equipo llamado los Arlequines. Sin embargo, lo que dio comienzo a una historia de amor que resultó tan cara como cualquier mujer fue su introducción a la Galería Nacional y a sus cinco mil lienzos. Pocos meses después la arrastré yo a las últimas exhibiciones: Renoir, Manet, y un joven español muy de moda llamado Picasso. Estos pintores estaban empezando a atraer la atención de la sociedad elegante de Londres. Tenía la esperanza de que Becky notara el cambio obrado en mí, pero sus ojos nunca se apartaban del capitán Trentham.
A instancias de Daphne empecé a leer dos periódicos al día. Eligió el Daily Express y el News Chronicle, y cuando me invitaba a visitarla en Lowndes Square ojeaba algunas de sus revistas, Punch o Strand. Empecé a descubrir quién era quién, quién hacía qué, y a quién. Fui a Sotheby's por primera vez y vi cómo se subastaba un Constable de la primera época por el precio récord de novecientas guineas. Más dinero del que representaban «Trumper's», sus luces y accesorios juntos. Confieso que ni aquella magnífica escena campestre, ni cualquier cuadro de los que vi en galerías y subastas podía compararse con el orgullo que sentía por el retrato de la Virgen María y el Niño que había pertenecido a Tommy, y que seguía colgado sobre mi cama.
Cuando Becky presentó el balance del primer año en enero de 1920, empecé a darme cuenta de que mi ambición de comprar una segunda tienda ya no era un sueño. Sin previa advertencia, dos locales se pusieron a la venta aquel mismo mes. Indiqué a Becky al instante que se las arreglara para conseguir el dinero necesario para comprarlos.
Daphne me advirtió más tarde que Becky encontraba serios problemas para obtener el dinero, y aunque yo no dije nada estaba esperando el comentario de que iba a ser imposible, sobre todo porque su mente parecía totalmente absorta en Trentham y en su inminente partida hacia la India. Cuando anunció el día de su marcha que se habían prometido de forma oficial, le hubiera cortado la cabeza (y también la mía) de buena gana, pero Daphne me aseguró que varias damas de Londres habían padecido la ilusión, en uno u otro momento, de que iban a casarse con el capitán Trentham. No obstante, Becky confiaba tanto en las intenciones de Trentham que yo no sabía a cuál de las dos mujeres creer.
Mi antiguo comandante en jefe apareció en la tienda la semana siguiente para completar la lista de compras de su mujer. Nunca olvidaré el momento en que sacó un monedero del bolsillo de la chaqueta y buscó sueltos. Hasta entonces, no se me había ocurrido que un coronel viviera en el mundo real. Sin embargo, se marchó con la promesa de enviarme dos entradas de diez chelines para el baile del regimiento; se mostró a la altura de su palabra.
Mi euforia (otra palabra Harcourt-Browne) por la decisión del coronel duró unas veinticuatro horas. Entonces, Daphne me dijo que Becky estaba embarazada. Mi primera reacción fue desear haber matado a Trentham en el frente occidental, en lugar de contribuir a salvar la vida de aquel hijo de puta. Sin embargo, supuse que volvería cuanto antes de la India para casarse con Becky antes de que el crío naciera. Detestaba la idea de que volviera a entremeterse en nuestras vidas, pero era la única medida que un caballero podía tomar. Pocos días después, Becky admitió que iba a tener un hijo.
Fue por esta época cuando Daphne explicó que si esperábamos sacar dinero a los bancos necesitábamos definitivamente un testaferro. El sexo de Becky militaba (otra palabreja de Daphne) contra ella, si bien fue lo bastante cortés para no mencionar que mi acento «militaba» contra mí.
Becky informó a Daphne, al volver a casa del baile, que había elegido al coronel como hombre idóneo para representarnos cuando fuera a solicitar, con la gorra en la mano, préstamos a uno de los bancos. Yo no era optimista, pero Becky insistió, después de conversar con la esposa del coronel, que deberíamos ir a verle y exponerle nuestro caso, como mínimo.
Obedecí y, para mi sorpresa, recibimos una carta diez días después, comunicándonos que era nuestro hombre.
Desde aquel momento, mi interés se centró en averiguar cuanto antes las intenciones de Trentham. Me quedé horrorizado al descubrir que Becky no había escrito al tipo para darle la noticia, aunque estaba embarazada de casi cuatro meses. La obligué a jurar que enviaría una carta aquella misma noche, pero se negó a amenazarle con arruinar su carrera. Daphne me aseguró al día siguiente que había visto, desde la ventana de la cocina, cómo Becky echaba la carta al correo. Quedé con el coronel, y le informé sobre el estado de Becky antes de que todo el mundo se enterara.
– Déjame a mí a Trentham -dijo en tono misterioso.
Seis semanas después, Becky me dijo que continuaba sin tener noticias de Trentham, y presentí por primera vez que sus sentimientos hacia el sujeto empezaban a desfallecer.
– Bien -le dije-. Es posible que nunca volvamos a oír hablar de Guy Trentham.
Llegué a pedirle que se casara conmigo, pero no se tomó mi propuesta muy en serio, aunque nunca había sido más sincero en toda mi vida. Me pasé la noche en vela, preguntándome cómo iba a hacerla comprender que yo era digno de ella.
A medida que pasaban las semanas, Daphne y yo la cuidábamos cada vez más, pues empezaba a parecerse a una ballena varada. Continuaba sin recibir noticias de la India, pero Becky dejó de mencionar el nombre de Trentham mucho antes de que el niño naciera.
La primera vez que vi a Becky sosteniendo a Daniel en sus brazos, quise ser su padre, y me sentí lleno de dicha cuando ella me preguntó si todavía la amaba.
Si todavía la amaba.
Nos casamos una semana después. El coronel, Bob Makins y Daphne accedieron a ser los padrinos. Percy y Daphne se casaron el verano siguiente, pero no en la oficina del registro de Chelsea, sino en la iglesia de Santa Margarita, en Westminster. Aceché la presencia de la señora Trentham para ver cuál era su aspecto, pero luego recordé que no la habían invitado.
Daniel creció como la maleza. Una de las primeras palabras que repetía sin cesar fue «papá», lo cual me emocionó sobremanera. A pesar de ello, me pregunté cuánto tiempo pasaría antes de que tuviéramos que sentarnos y contar al niño la verdad. «Bastardo» es una mancha demasiado fuerte para que un niño inocente deba soportarla hasta el fin de sus días.
– De momento, no tenemos por qué preocuparnos -insistía Becky, pero no por ello dejaba yo de temer el resultado final, si guardábamos silencio sobre el tema demasiado tiempo. Al fin y al cabo, casi toda la gente de Chelsea Terrace sabía la verdad.
Sal escribió para felicitarme, informándome de paso de que había dejado de tener niños. Dos chicas (Maureen y Babs) y dos chicos (David y Rex) le parecían suficientes, hasta para una buena católica. Su marido había sido ascendido de representante de la sección de ventas de E. P. Taylor, así que todo les iba bastante bien. Jamás mencionaba Inglaterra en sus cartas, o algún deseo de volver al país que la vio nacer. Como sus únicos recuerdos auténticos del hogar debían limitarse a dormir tres en una cama, un padre borracho y una constante escasez de comida, no la culpaba.
Proseguía riñéndome por permitir que Grace escribiera más cartas que yo. No podía aducir la excusa del trabajo, añadía, porque ser enfermera de pabellón en un hospital clínico de Londres robaba a Grace casi todo su tiempo. Becky también me amonestó, así que durante los siguientes meses me esforcé un poco más.
Kitty visitaba periódicamente Chelsea Terrace, pero sólo con el propósito de sacarme más dinero; sus exigencias aumentaban a cada ocasión. Siempre se las componía para no encontrarse con Becky. Las cantidades que obtenía, aunque exorbitantes, siempre eran razonables.
Le supliqué que buscara trabajo, hasta le ofrecí uno, pero se limitó a explicarme que ella y el trabajo estaban reñidos. Nuestras conversaciones no solían exceder de unos contados minutos, pues en cuanto le daba el dinero salía pitando. Comprendí que, a cada tienda que abriera, me resultaría más difícil convencer a Kitty de que sentara la cabeza. Después de mudarnos a nuestra nueva residencia de Gilston Road, la frecuencia de sus visitas aumentó.
A pesar de los esfuerzos de Syd Wrexall por frustrar mi ambición de comprar todas las tiendas disponibles de la avenida (conseguí apoderarme de siete antes de toparme con una oposición real), le había echado el ojo encima a los números 25-99, una manzana de pisos que procuré adquirir sin que Wrexall se enterase. No hace falta mencionar mi deseo de echarle el guante a Chelsea Terrace, 1, pues dada su ubicación en la calle era crucial para mi proyecto a largo plazo de poseer toda la manzana.
Todas las piezas fueron encajando en su sitio a lo largo de 1922, y empecé a tener ganas de que Daphne volviera, para contarle con todo detalle lo que había hecho durante su ausencia.
La semana después de que Daphne regresara a Inglaterra de su prolongada luna de miel, nos invitó a cenar a su nueva casa de Eaton Square. Estaba ansioso por escuchar sus noticias, y también confiaba en que se quedara impresionada al averiguar que ahora poseíamos nueve tiendas, una casa nueva en Gilston Road y que, de un momento a otro, un bloque de pisos engrosaría la cartera Trumper. No obstante, sabía qué pregunta me haría en cuanto pusiera el pie en su casa, así que ya había preparado la respuesta: «Tardaré otros diez años en poseer toda la manzana…, siempre que me puedas inmunizar contra inundaciones, peste o el estallido de una guerra».
Una carta fue introducida en el buzón de Gilston Road, 11, justo antes de que Becky y yo nos dirigiéramos a la cena.
Reconocí al instante la firme letra. La abrí y empecé a leer las palabras del coronel. Cuando terminé la carta no comprendí por qué querría él…
Charlie se quedó solo en el vestíbulo y decidió no mencionar la carta del coronel a Becky hasta volver de cenar con Daphne. Becky llevaba tanto tiempo aguardando el acontecimiento que temió amargarle el resto de la velada si se negaba a ir.
– ¿Te encuentras bien, querido? -preguntó Becky al llegar al pie de la escalera-. Estás un poco pálido.
– Estoy bien -contestó Charlie, ocultando nerviosamente la carta en el bolsillo interior-. Vamos o llegaremos tarde, y eso no puede ser. -Miró a su esposa y reparó por primera vez en que llevaba el vestido de baile rosa, curvado por delante-. Estás arrebatadora. Ese vestido hará que Daphne palidezca de envidia.
– Tú tampoco tienes mal aspecto.
– Siempre que me pongo este traje de pingüino, me siento como el jefe de camareros del Ritz -admitió, mientras Becky le enderezaba la corbata blanca.
– ¿Cómo lo sabes, si nunca has ido al Ritz?
– Al menos, el traje ha salido de mi propia tienda esta vez -dijo Charlie, abriendo la puerta para que su esposa pasara.
– Ah, pero ¿ya has pagado la factura?
Mientras conducía hacia Eaton Square, a Charlie le costaba concentrarse en la animada conversación de su mujer, y trataba de adivinar por qué el coronel quería dimitir cuando todo marchaba tan bien.
– Bien, ¿qué crees que debo hacer? -preguntó Becky.
– Lo que consideres mejor.
– No has escuchado ni una palabra de lo que he dicho desde que salimos de casa, Charlie Trumper. Pensar que sólo llevamos casados dos años.
– Lo siento -dijo Charlie, aparcando su pequeño Austin Siete junto al Silver Ghost que apuntaba a la fachada de Eaton Square, 17 -. No me importaría vivir aquí -comentó, mientras abría la puerta del coche para que su mujer bajara.
– Todavía no -insinuó Becky.
– ¿Por qué no?
– Porque tengo el presentimiento de que el señor Hadlow no podría autorizar el préstamo necesario.
Un mayordomo les abrió la puerta antes de que pisaran el último peldaño.
– Tampoco me importaría tener uno de éstos -susurró Charlie.
– Compórtate.
– Desde luego. He de procurar mantenerme en mi lugar.
El mayordomo les condujo a la sala de estar. Allí encontraron a Daphne, bebiendo un martini seco.
– Queridos -exclamó.
Becky corrió hacia ella, le lanzó los brazos al cuello y ambas se fundieron en un abrazo.
– Por qué no me lo dijiste? -preguntó Becky.
– Mi pequeño secreto. -Daphne se dio unas palmaditas sobre el estómago-. Bien, veo que me llevas la delantera, para variar.
– No tanto. ¿Para cuándo está previsto?
– El doctor Gould ha pronosticado que será para enero. Clarence si es un chico, Clarissa si es una niña. -Sus dos invitados estallaron en carcajadas-. Ni se os ocurra burlaros. Son los nombres de los más distinguidos antepasados de Percy -les dijo, justo cuando su marido entraba en la sala.
– Muy cierto -dijo Percy-, pero que me zurzan si recuerdo lo que hicieron.
– Bienvenido a casa. -Charlie le estrechó la mano.
– Gracias, Charlie -contestó Percy. Besó a Becky en las dos mejillas-. No me importa deciros que estoy muy contento de volver a veros. -Un criado le tendió un whisky con soda-. Bien, Becky, cuéntame todo lo que habéis hecho, y no ahorres detalles.
Ambos se sentaron en el sofá. Daphne se reunió con Charlie que paseaba lentamente por la sala, examinando los cuadros que colgaban de todas las paredes.
– Los antepasados de Percy -explicó Daphne-. Todos pintados por artistas de segunda fila. Los cambiaría todos por esa reproducción de la Virgen María que tienes en tu salón.
– Este no -dijo Charlie, parándose frente al segundo marqués de Wiltshire.
– Ah, sí, el Holbein. Tienes razón. Pero me temo que se ha desvalorizado mucho desde entonces.
– No sabría decirle, señora -sonrió Charlie-, Sepa usted que mis antepasados no entendían ni jota de cuadros. Pensándolo bien, no creo que el Holbein fuera encargado por los vendedores ambulantes del East End.
Daphne lanzó una carcajada.
– Por cierto, Charlie, ¿dónde has dejado tu acento de los barrios bajos?
– ¿Qué desea la señora marquesa, medio kilo de tomates y un cuarto de pomelos, o una noche de cachondeo?
– Eso está mejor. No dejes que unas cuantas clases nocturnas se te suban a la cabeza.
– Shhh -dijo Charlie, mirando a su mujer, que seguía sentada en el sofá-. Becky aún no sabe nada de las clases nocturnas, y no diré nada hasta que…
– Entiendo. Te prometo que yo no le diré nada. Ni siquiera se lo he contado a Percy. -Desvió la mirada hacia Becky, enfrascada en una animada conversación con Percy-, A propósito, ¿cuánto falta para que…?
– Yo diría que unos diez años -dijo Charlie, preparando su respuesta ensayada.
– Ah, pues yo pensaba que estas cosas suelen durar unos nueve meses.
Charlie sonrió, comprendiendo que había entendido mal la pregunta, pero continuó sin cambiar de tema.
– No se agobie, señora, todavía tenemos a punto el carretón más grande del mundo para que Clarence o Clarissa compren todo lo que se les antoje.
– Tal como va el mundo últimamente, no me sorprendería que terminaran trabajando como empleados a tus órdenes.
Charlie prosiguió la conversación, pero no podía apartar los ojos del Holbein. Por fin, Daphne rompió el hechizo.
– Ven, Charlie, vamos a comer algo. Siempre estoy hambrienta de un tiempo a esta parte.
Percy y Becky se levantaron, y siguieron a Daphne y Charlie hacia el comedor.
Daphne guió a sus invitados por un largo pasillo. Después, atravesaron otra sala, del mismo tamaño y proporción que la anterior. Los seis lienzos que colgaban de las paredes eran de Reynolds.
– En este caso, el único pariente es la fea -les aseguró Percy, sentándose en un extremo de la mesa y señalando la larga figura gris de una dama, que colgaba en la pared situada detrás de él-. Y le habría costado lo suyo establecerse en Wiltshire, de no ir acompañada de una hermosísima dote.
Charlie parecía más interesado en el cuadro que en la historia de la familia de Percy.
Se sentaron a la mesa. Estaba dispuesta para cuatro, pero albergaría con toda comodidad a ocho. La cena de cuatro platos habría alimentado hasta la saciedad a dieciséis. Criados con libreas se situaron detrás de cada silla, a fin de complacer el menor deseo de los comensales.
– Cada casa debería tener uno -susurró Charlie a su esposa, que se hallaba sentada frente a él.
La conversación que ocupó la cena les dio ocasión a los cuatro de averiguar todo lo ocurrido durante los pasados dos años. Al terminar el banquete, cuando Daphne y Becky se marcharon para dejar a los hombres disfrutar de un puro, Charlie pensó que era como si los Wiltshire no se hubieran ausentado ni un día.
– Me alegro de que las chicas nos hayan dejado solos -empezó Percy-, pues me temo que deberíamos tocar un tema mucho menos agradable.
Charlie lanzó una bocanada de humo de su primer puro, preguntándose cómo sería padecer cada día el mismo suplicio.
– Cuando Daphne y yo estuvimos en la India, nos topamos con ese crápula de Trentham -Charlie tosió cuando el humo se le atragantó, y prestó toda su atención a las explicaciones que su invitado le daba sobre la conversación sostenida entre él y Trentham-. Su amenaza de que te iba a «destruir», fuera como fuese, puede ser una simple fanfarronada, por supuesto -continuó Percy-, pero Daphne creyó conveniente que te pusiéramos al corriente.
– ¿Y qué puedo hacer yo? -Charlie dejó caer en el cenicero de plata que habían colocado frente a él justo a tiempo un largo trozo de ceniza.
– Sospecho que no mucho, excepto recordar que quien avisa no es traidor. Llegará a Inglaterra en cualquier momento, y su madre va contando a todo el mundo que le han hecho una oferta tan irresistible en la City que ha decidido sacrificar su carrera. Me parece imposible que nadie la crea y, de cualquier modo, la gente honrada piensa que la City es el lugar adecuado para la gentuza como Trentham.
– ¿Crees que debería decírselo a Becky?
– No. De hecho, no le he hablado a Daphne de mi segundo encuentro con Trentham en el club Overseas. No hace falta que tortures a Becky con los detalles. Por lo que he oído esta noche, está más feliz que unas pascuas.
– Sin contar que está a punto de dar a luz.
– Exacto. El tiempo dirá la última palabra. Bien, ¿vamos a reunimos con las damas?
Mientras tomaba un generoso coñac en otra sala llena de antepasados, que incluía un pequeño óleo del príncipe Charlie, Becky escuchó a Daphne describir a los norteamericanos, a los que adoraba, si bien consideraba que nunca debimos menospreciarlos; a los africanos, que le parecían muy agradables, aunque se les debería devolver su tierra lo más pronto posible; y a los indios, que ya no podían esperar a recuperar su independencia, según el hombrecillo que continuaba llegando a la residencia oficial del gobernador en andrajos.
– ¿Te refieres, por casualidad, a Gandhi? -preguntó Charlie, lanzando bocanadas de humo con mayor confianza-. Me parece un hombre impresionante.
De regreso a Gilston Road, Becky le contó a Charlie todas las habladurías que Daphne le había revelado. Sin embargo, resultó obvio para Charlie que las dos mujeres no habían tocado el tema de Trentham, o la amenaza que había formulado.
Charlie pasó la noche sin dormir, en parte por haber abusado de la comida y el alcohol, pero sobre todo porque su mente saltaba de la dimisión del coronel al problema del inminente regreso de Trentham a Inglaterra.
A las cuatro de la mañana se levantó, se puso su ropa vieja y se fue al mercado, algo que procuraba hacer al menos una vez a la semana, convencido de que ningún empleado de «Trumper's» podía manejárselas en el Garden mejor que él. En fecha reciente, un comerciante del mercado llamado Ned Denning había logrado colarle un par de aguacates excesivamente maduros, y al día siguiente le animó a comprar una caja de naranjas que Charlie no quería para nada. Este decidió levantarse muy temprano al tercer día para intentar que despidieran al tipo de su trabajo.
El lunes siguiente, Ned Denning fue nombrado primer director general del colmado «Trumper's».
Charlie aprovechó bien la mañana, comprando provisiones para los números 131 y 147, y Bob Makins llegó una hora más tarde para conducirle a él y a Ned de regreso a Chelsea Terrace, en la furgoneta adquirida unos días antes.
En cuanto se detuvieron frente a la verdulería, Charlie ayudó a descargar y guardar los artículos, para después ir a desayunar a casa unos minutos antes de las siete. Consideró que todavía era demasiado temprano para llamar por teléfono al coronel.
La cocinera le sirvió huevos con bacon, que compartió con Daniel y la niñera. Becky no bajó, pues aún no se había recuperado de la cena.
En cuanto la niñera salió de la cocina para llevar al niño al cuarto de jugar, Charlie consultó la hora en su reloj de cadena. Aunque faltaban sólo unos minutos para las ocho, no pudo esperar más, se dirigió al vestíbulo, descolgó el teléfono y pidió a la operadora que le pusiera con Flaxman, 172. La comunicación se realizó al cabo de pocos segundos.
– ¿Puedo hablar con el coronel?
– Le diré que ha llamado, señor Trumper -fue la respuesta.
El pensamiento de que nunca sería capaz de disimular su acento por teléfono divirtió a Charlie.
– Buenos días, Charlie -dijo otro acento que reconoció de inmediato.
– ¿Puedo ir a verle, señor?
– Por supuesto, pero espera hasta las diez, camarada. Elizabeth ya se habrá marchado a visitar a su hermana en Camden Hill.
– Estaré ahí a las diez en punto -prometió Charlie.
Después de colgar, decidió emplear las dos horas que le restaban en hacer una gira por las tiendas. Por segunda vez en aquella mañana, y sin que Becky se hubiera despertado, se marchó a Chelsea Terrace.
Charlie sacó al señor Arnold de la ferretería y comenzó la inspección de las once tiendas. Explicó con todo lujo de detalles a su subdirector los planes que tenía para instalar en el edificio seis nuevas tiendas.
Después de dejar el 129, Charlie confesó a Arnold su preocupación por la licorería, que aún no daba la talla, a pesar del nuevo servicio de reparto, que se utilizaba sólo para la verdulería. Charlie se sentía orgulloso de que su tienda fuera una de las primeras de Londres en tomar pedidos por teléfono y entregarlos el mismo día a los clientes que habían abierto una cuenta. Otra idea que les había robado a los norteamericanos, y cuanto más leía sobre sus competidores de Estados Unidos, más deseaba visitar el país y estudiar sus innovaciones sobre el terreno.
– Aún recordaba su primer servicio de reparto, cuando utilizaba el carretón del abuelo para el transporte y a Kitty para efectuar las entregas. Ahora, conducía una elegante furgoneta azul de tres caballos, con la inscripción «Trumper, el comerciante honrado. Fundado en 1823», escrita con letras azules en ambos lados.
Se detuvo en la esquina de Chelsea Terrace y contempló la tienda que siempre dominaría Chelsea, con su enorme ventana salediza y la gran puerta doble. Sabía que casi había llegado el momento oportuno de entrar y ofrecer al señor Fothergill un generoso talón que cubriera las deudas del subastador; un antiguo empleado del número 1 le había asegurado recientemente que la cantidad ascendía ya a unas dos mil libras.
Charlie entró en el número 1 para pagar una factura mucho menor y preguntó a la chica que atendía detrás del mostrador si ya habían terminado de poner el marco nuevo a la Virgen María y el Niño. Llevaba un retraso de tres semanas.
No lamentaba el retraso, pues así tenía otra excusa para chafardear. Se fijó en que el papel de la pared situada tras la zona de recepción seguía desprendiéndose, y en la única empleada sentada ante el escritorio. Su aspecto le convenció de que no siempre recibía la paga semanal.
El señor Fothergill apareció con el cuadro recién enmarcado y entregó el pequeño óleo a Charlie.
– Gracias -dijo Charlie, examinando una vez más las enérgicas pinceladas rojas y azules que daban forma al retrato.
Se dio cuenta de cuánto lo había echado de menos.
– ¿Sabe cuánto vale? -preguntó a Fothergill, tendiéndole un billete de diez chelines.
– Unas libras, a lo sumo -contestó el experto, tocándose la corbata de lazo-. Al fin y al cabo, se pueden encontrar a lo largo y ancho de Europa multitud de versiones del tema, ejecutado por artistas desconocidos.
– Me sorprende -dijo Charlie, mientras consultaba su reloj y guardaba la factura en el bolsillo. Le quedaba tiempo de sobra para pasear sin prisa por los jardines de la Princesa y llegar a la residencia del coronel un par de minutos antes de las diez-. Buenos días -se despidió del señor Fothergill.
Aunque aún era muy temprano, las aceras de Chelsea bullían de gente, y Charlie levantó su sombrero en varias ocasiones para saludar a los clientes que reconocía.
– Buenos días, señor Trumper.
– Buenos días, señora Symonds -contestó Charlie.
Cruzó la calle para atajar por el parque.
Empezó a ensayar mentalmente lo que diría al coronel una vez descubierta la razón por la que consideraba necesario presentar la dimisión. Fuera cual fuese esa razón, Charlie estaba decidido a no perder a su presidente. Dejó atrás la puerta del parque y caminó por el sendero artificial.
Se apartó a un lado para dejar pasar a una dama que empujaba un carrito de niño y saludó burlonamente a un viejo soldado. Se hallaba sentado en el banco del parque y hacía rodar una Woodbine. Después de atravesar el pequeño parque salió a Gilston Road, y cerró la puerta a su espalda.
Charlie se encaminó hacia Tregunter Road y aceleró el paso. Sonrió al pasar frente a su pequeña casa, olvidando que llevaba el cuadro bajo el brazo. Su mente continuaba preocupada por la dimisión del coronel.
Giró sobre sus talones al oír un grito y una puerta que se cerraba detrás de él. Fue más un reflejo que el deseo de averiguar qué ocurría. Se quedó paralizado al observar que una figura desaliñada bajaba corriendo los escalones de su casa y se precipitaba hacia él.
Petrificado, vio acercarse al supuesto vagabundo, hasta que el hombre se detuvo de repente a unos pasos de distancia. Los dos hombres se miraron fijamente durante unos segundos. Tanto caballero como vagabundo exhibían un afeitado impecable. El reconocimiento dio paso a la incredulidad.
Charlie se negó a creer que aquella figura desaliñada y de cabello alborotado, ataviada con un gabán viejo y un sombrero raído, fuera el mismo hombre que había visto por primera vez en la estación de Edimburgo seis años antes.
El detalle de aquel momento que Charlie jamás olvidaría serían los tres círculos que se destacaban en las hombreras de Trentham, la señal de los galones de capitán arrancados recientemente.
Trentham bajó la vista hacia el cuadro durante un segundo, y luego, de improviso, se abalanzó sobre Charlie y le arrebató el grabado. Se volvió y empezó a correr en dirección contraria. Charlie se lanzó al instante en su persecución y no tardó en ganar terreno a Trentham, estorbado por su grueso gabán y el peso del cuadro.
Charlie estaba a punto de agarrar a Trentham por la cintura, cuando oyó el grito. Vaciló un momento al pensar que provenía de su casa. Cambió de dirección y corrió hacia los peldaños de su casa, sabiendo que le concedía a Trentham la ocasión de huir. Entró como una exhalación en la sala de estar y encontró a la cocinera y a la niñera inclinadas sobre Becky. Estaba tendida en el sofá y chillaba de dolor.
Los ojos de Becky se iluminaron al ver a Charlie.
– Voy a tener el niño -fue todo cuanto dijo.
– Cójala con suavidad y ayúdeme a transportarla hacia el coche -dijo Charlie a la cocinera.
Sacaron a Becky de la casa, mientras la niñera corría a abrir la puerta del coche para que la acomodaran en el asiento posterior. Charlie miró a su esposa. Estaba pálida y tenía los ojos vidriosos. Pareció perder la conciencia después de cerrar la puerta del coche.
Charlie se sentó al volante y gritó a la cocinera, que estaba girando la manivela para poner el motor en marcha.
– Llame a mi hermana y dígale que vamos para allá. Que esté preparada para cualquier emergencia.
El motor se encendió y la cocinera saltó a un lado para no ser atropellada. Charlie aceleró y trató de evitar a peatones, bicicletas, tranvías, caballos y otros vehículos, camino del hospital.
Se volvía incesantemente para mirar a su esposa, dudando de que siguiera con vida.
– ¡Quiero que los dos vivan! -gritó, con toda la fuerza de sus pulmones.
Bajó por el Embankment a toda velocidad, chillando a la gente que cruzaba la calle y que desconocía su apuro. Al atravesar el puente de Southwark oyó gemir a Becky por primera vez.
– Pronto llegaremos, querida -prometió-. Resiste un poco más.
Tras salir del puente se desvió por la primera calle a la izquierda y mantuvo la velocidad hasta divisar las enormes puertas de hierro del hospital. Cuando dio la vuelta al macizo de flores circular vio que Grace y dos hombres vestidos con batas blancas largas esperaban, con una camilla al lado. Charlie frenó el coche a pocos centímetros del grupo.
Los dos hombres alzaron a Becky y la depositaron en la camilla. Después, subieron corriendo los escalones y entraron en el hospital. Charlie les siguió. Grace corría a su lado, explicándole que el señor Armitage, el ginecólogo jefe del hospital, ya había dispuesto un quirófano en la primera planta.
Becky se encontraba en el interior del quirófano cuando Charlie llegó a la puerta. Le dejaron solo en el pasillo. Se puso a pasear arriba y abajo, indiferente a los empleados que se dirigían a su trabajo.
Grace salió pocos minutos después y le aseguró que el señor Armitage lo tenía todo bajo control, y que Becky no podía estar en mejores manos. El bebé nacería de un momento a otro. Apretó la mano de su hermano y volvió al quirófano. Charlie siguió paseando, pensando únicamente en su mujer y en su primer hijo. La visión de Trentham se había hecho borrosa. Rezó para que Daniel tuviera un hermano, que tal vez un día tomaría las riendas de «Trumper's». Rezó a Dios para que Becky no padeciera mucho durante el parto. Paseó arriba y abajo de aquel largo pasillo de paredes verdes, y hasta pensó en algunos nombres: George, Charlie…, Tommy.
Pasó otra hora antes de que un hombre alto y corpulento saliera del quirófano, seguido de Grace. Charlie se volvió para escrutar su rostro, pero como una bata blanca cubría al médico de pies a cabeza no consiguió adivinar el resultado de la operación. El señor Armitage se quitó la máscara: la expresión de su rostro contestó a la silenciosa plegaria de Charlie.
– Conseguí salvar la vida de su esposa -dijo el médico-, pero no pude hacer nada por el niño, señor Trumper. Lo siento mucho.
Becky no salió de su habitación hasta pasados varios días de la operación.
Charlie averiguó después, por mediación de Grace, que aún tardaría varias semanas en recobrarse por completo, pese a los esfuerzos del doctor Armitage, sobre todo al saber que nunca más podría tener hijos sin poner en peligro su vida.
Iba a verla cada mañana y cada noche, pero pasaron quince días antes de que pudiera contarle a Charlie que Trentham había entrado en su casa por la fuerza y amenazado con matarla si no le decía dónde estaba el cuadro.
– ¿Por qué? No lo entiendo -dijo Charlie.
– ¿Ha aparecido el cuadro?
– Ni rastro, hasta el momento -contestó Charlie, justo cuando Daphne entraba con una enorme cesta llena de provisiones.
Besó a Becky en la mejilla y confirmó que había comprado la fruta en «Trumper's» aquella mañana. Becky forzó una sonrisa mientras mordisqueaba un melocotón. Daphne se sentó en el extremo de la cama y les puso al corriente de las últimas noticias.
Les informó de que, a raíz de una visita a los Trentham, había averiguado que Guy se hallaba en Australia, y su madre afirmaba que no había puesto el pie en Inglaterra, sino que había viajado directamente a Sidney desde la India.
– Vía Gilston Road -comentó Charlie.
– La policía no piensa así -dijo Daphne-, Están convencidos de que abandonó Inglaterra en 1920 y no hay pruebas de que haya regresado.
– Bien, nosotros no vamos a allanarles el camino -dijo Charlie, cogiendo la mano de Becky.
– ¿Por qué no? -preguntó Daphne.
– Porque considero que Australia está lo bastante lejos para dejar en paz a Trentham; no ganaremos nada persiguiéndole. Si los australianos le dan la cuerda suficiente, terminará colgándose él mismo.
– ¿Y por qué Australia? -se interesó Becky.
– La señora Trentham va diciendo a todo el mundo que le ofrecieron entrar como socio en una empresa dedicada a la venta de ganado. Una oferta difícil de rechazar, aun a costa de renunciar a su carrera militar. El vicario es la única persona que se ha creído la historia.
Sin embargo, Daphne tampoco tenía respuesta a la pregunta de por qué Trentham había robado el óleo.
El coronel y Elizabeth visitaron a Becky en diversas ocasiones, pero como no mencionó en ningún momento su carta de dimisión,
Charlie sacó a colación el tema.
Seis semanas después, Charlie y Becky regresaron a casa, sin abusar de la velocidad, pues el señor Armitage le había recomendado un mes de reposo antes de volver a trabajar. Charlie prometió al médico que su esposa no haría nada hasta que se sintiera plenamente recobrada.
La mañana en que Becky regresó a casa, Charlie la dejó acostada y se dirigió a Chelsea Terrace, directamente a la joyería que había adquirido durante la ausencia de su mujer.
Ya en la tienda, dedicó un tiempo considerable a elegir un collar de perlas cultivadas, un brazalete de oro y un reloj Victoriano de señora. Después, ordenó que fueran enviados a Grace, a la jefa de enfermeras y a la enfermera que había atendido a Becky durante su estancia en el hospital. Se detuvo a continuación en la verdulería, donde pidió a Bob que preparara una cesta con la fruta más selecta. También escogió una botella de vino de calidad en el 101 para acompañarla.
– Envíalos al señor Armitage, plaza Cadogan, 7, SW1 Londres, de mi parte -añadió.
– Ahora mismo -contestó Bob-. ¿Algo más?
– Sí. Quiero que realices esa entrega cada lunes, hasta el fin de sus días.
Durante su encuentro semanal con Tom Arnold, posterior a la vuelta de Becky a Gilston Road aquel noviembre de 1922, Charlie se refirió a los problemas con que Arnold se enfrentaba por el simple hecho de sustituir a un dependiente. De hecho, seleccionar el personal era uno de los mayores dolores de cabeza que afligían a Arnold, pues encontraba de cincuenta a cien personas disponibles por cada puesto vacante. Arnold confeccionó una lista restringida, pues Charlie insistió en entrevistarse con los candidatos definitivos antes de tomar la decisión final.
Aquel lunes en particular, Arnold había sopesado ya a varias chicas para el puesto de ayudante en la floristería, tras la jubilación de una empleada que llevaba muchos años en la casa.
– He seleccionado tres para el puesto -dijo-, pero he pensado que una de las candidatas rechazadas le podría interesar. No contaba con las cualificaciones requeridas para este puesto en concreto, pero…
Charlie echó un vistazo a la hoja de papel que Arnold le había entregado.
– Joan Moore. ¿Por qué debería yo…? -empezó Charlie, examinando rápidamente la solicitud-. Ah, ya entiendo. Es usted muy observador, Tom. -Leyó unas cuantas líneas más-. Pero yo no necesito… Bueno, por otra parte, tal vez sí. -Levantó la vista-. Cítela la semana que viene y hablaré con ella.
Charlie entrevistó el martes siguiente a la señorita Moore por espacio de una hora en su casa de Gilston Road, y su primera impresión fue que se trataba de una muchacha alegre, bien educada y algo inmadura. Sin embargo, antes de ofrecerle el puesto de doncella personal de la señora Trumper, le hizo un par más de preguntas.
– ¿Solicitó este trabajo porque conocía la relación existente entre mi esposa y su antigua patrona? -preguntó Charlie.
La muchacha le miró sin pestañear.
– Sí, señor.
– ¿Su antigua patrona la despidió?
– No exactamente, señor, pero cuando me fui se negó a darme referencias.
– ¿Qué razón adujo?
– Yo salía con el segundo criado, sin decírselo al mayordomo, que se halla al frente de la casa.
– ¿Sigue saliendo con el segundo criado?
La chica vaciló.
– Sí, señor. Esperamos casarnos en cuanto ahorremos lo suficiente.
– Bien. Preséntese a trabajar el próximo lunes por la mañana. El señor Arnold tomará las medidas oportunas.
Becky lanzó una carcajada cuando Charlie le dijo que había contratado una doncella personal para ella.
– ¿Y qué haré yo con una de ésas? -preguntó después.
Charlie le explicó exactamente qué haría con «una de ésas».
Cuando terminó, Becky se limitó a decir:
– Eres muy malo, Charlie Trumper, te lo aseguro.
Durante la primera asamblea de la junta de 1925, Sanderson advirtió a sus socios de que el número 1 de Chelsea Terrace se pondría a la venta antes de lo que imaginaban.
– ¿Por qué? -preguntó Charlie, un poco nervioso.
– Su estimación de que no resistiría más de dos años está empezando a parecer profética -continuó Sanderson.
– ¿Cuánto quiere?
– El tema se ha complicado un poco.
– ¿Por qué?
– Porque ha decidido subastar la propiedad en persona.
– ¿Subastarla? -inquirió Becky.
– Sí -contestó Sanderson-. Así se ahorra pagarle la comisión a un agente.
– Entiendo. ¿A cuánto opina que ascenderá el precio? -preguntó el coronel.
– No es una pregunta fácil de responder -dijo Sanderson-, Es cuatro veces más grande que cualquier tienda de la avenida, tiene cinco pisos y es aún mayor que la taberna de Syd Wrexall, en la otra esquina. Posee también la fachada más grande de Chelsea y otra entrada por la esquina que da a Fulham Road. Por todos estos motivos, es difícil estimar su valor.
– Aun así, ¿podría calcular una cifra? -preguntó el presidente.
– Si insiste, yo diría que alrededor de las dos mil, pero podría llegar a las tres, en el caso de que alguien demostrara mucho interés.
– ¿Y las existencias? -preguntó Becky-. ¿Sabemos qué va a hacer con ellas?
– Sí, van incluidas en el lote.
– ¿Y cuál es su valor, más o menos? -se interesó Charlie.
– Creo que eso es competencia de la señora Trumper -dijo
Sanderson.
– Se ha devaluado bastante -intervino la aludida-. Muchas de las mejores obras de Fothergill han ido a parar a Sotheby's, y sospecho que Christie's tampoco se ha quedado atrás. Sin embargo, lo que queda puede cotizarse por el precio total de mil libras.
– Por lo tanto, el valor conjunto del edificio y las existencias asciende a unas tres mil libras -dijo Hadlow.
– Pero el número 1 superará ese precio -dijo Charlie.
– ¿Por qué? -preguntó Hadlow.
– Porque la señora Trentham se encontrará entre los pujadores.
– ¿Por qué estás tan seguro? -preguntó el presidente.
– Porque nuestra doncella todavía sale con su segundo criado.
El resto de la junta estalló en carcajadas, pero el presidente no se unió a sus risas.
– Otra vez no -dijo-. Primero los pisos, y ahora esto. ¿Cuándo acabará?
– Sospecho que cuando esté muerta y enterrada -dijo Charlie, alzando la voz a cada palabra.
– Ni siquiera entonces, quizás -remachó Becky.
– Si te refieres a su hijo -dijo el coronel-, no creo que nos cause muchos problemas desde dieciséis mil kilómetros de distancia. En cuanto a su madre, el infierno no posee la furia…
– La cita es errónea -dijo Charlie.
– ¿Cómo es? -preguntó el coronel.
– Es de Congreve, coronel. Los versos dicen: «El cielo no posee la rabia del amor transformado en odio, ni el infierno la furia de una mujer despreciada». -Charlie había dejado en silencio a la junta muchas veces, pero nunca como en aquel momento-. Sin embargo -continuó-, y ciñéndonos al tema, necesito saber qué límite me impondrá la junta para pujar por el número 1.
– Considero que cinco mil será la cifra necesaria, aunque escandalosa -dijo Becky.
– Pero no más -observó Hadlow, estudiando la hoja de balance que tenía frente a él.
– ¿Tal vez una puja más? -insinuó Becky.
– Lo siento, pero no comprendo -dijo Hadlow-. ¿Qué quiere decir «una puja más»?
– Las pujas nunca alcanzan la cantidad exacta que uno supone, señor Hadlow. La mayoría de la gente que acude a una subasta lo hace con una cantidad redonda en la cabeza; por lo tanto, si se supera esta cifra es fácil apoderarse del lote.
Hasta Charlie aprobó con la cabeza.
– Entonces, accedo a una puja más -dijo Hadlow admirado.
– Sugiero que la señora Trumper se encargue de la puja -dijo el coronel-, porque con su experiencia…
– Le agradezco su amabilidad, coronel, pero necesitaré la ayuda de mi marido -sonrió Becky-, Y de toda la junta, en realidad. Debo decirles que ya he preparado un plan.
Contó a sus colegas lo que había pensado.
– Muy divertido -dijo el coronel cuando ella terminó-. ¿Se me permitirá asistir a la subasta?
– Oh, sí -dijo Becky-. Todos ustedes deben estar presentes, pero, a excepción de Charlie y yo, se quedarán sentados en silencio en la fila situada directamente detrás de la señora Trentham, pocos minutos antes de que la subasta empiece.
– Maldita mujer -exclamó el coronel-. Lo siento.
– Cierto, pero no hemos de olvidar en ningún momento que es una aficionada -añadió Becky.
– ¿Qué significa esa afirmación? -preguntó Hadlow.
– A veces, los aficionados se dejan arrastrar por la ocasión, y cuando eso ocurre los profesionales no tienen nada que hacer, porque el aficionado suele terminar pujando más alto. No debemos olvidar que tal vez sea la primera subasta en que participa la señora Trentham, y como desea tanto como nosotros esa propiedad y posee recursos superiores, tendremos que poner en juego toda nuestra astucia para apoderarnos del lote.
Sus colegas asintieron, expresando el acuerdo con su opinión.
Una vez terminada la asamblea, Becky explicó su plan con todo detalle a Charlie, e incluso le hizo acudir a Sotheby's una mañana con la orden de pujar por tres piezas de plata holandesa. Obedeció las instrucciones de su mujer, pero terminó adquiriendo un bote de mostaza de Georgia por el que no sentía el menor interés.
– Es la mejor manera de aprender -le aseguró a Becky-. Agradece que no pujaras por un Rembrandt.
Aquella noche, durante la cena, continuó explicando a Charlie las sutilezas de las subastas, con mayor detalle que durante la asamblea. Aprendió que se hacían diferentes señas al subastador, para seguir pujando sin que los demás lo supieran, pero también formas de descubrir quién pujaba contra ti.
– Pero ¿no va la señora Trentham para competir contigo? -preguntó Charlie-. Al fin y al cabo, seréis las únicas dos que aguantéis hasta el final -dijo, pasándole a su mujer una rebanada de pan.
– No, si habéis conseguido sacarla de sus casillas antes de que yo entre en liza.
– Pero la junta accedió a que tú…
– Entonces, se me permitirá que puje por encima de las cinco mil libras.
– Pero…
– Nada de peros, Charlie -sirviendo a su marido otra ración de estofado irlandés-. La mañana de la subasta te quiero listo, vestido con tu mejor traje y sentado en la séptima fila, junto al pasillo, con aspecto de extrema complacencia. Después, procederás a pujar de forma ostentosa por encima de las tres mil libras. Cuando la señora Trentham supere tu oferta, cosa que hará sin duda alguna, te pondrás de pie y saldrás de la sala, con cara de decepción, mientras yo sigo pujando en tu ausencia.
– No está mal -dijo Charlie, cortando una patata por la mitad-, pero la señora Trentham adivinará tus intenciones.
– Ni hablar, porque estableceré un código de señales con el subastador que será incapaz de descifrar.
– Pero ¿entenderé yo lo que hagas? -Charlie se levantó y empezó a quitar los platos de la mesa.
– Oh, sí, porque sabrás exactamente lo que hago cuando utilice el truco de las gafas.
– ¿El truco de las gafas? Pero si ni siquiera llevas gafas.
– Las llevaré el día de la subasta, y mientras las lleve sabrás que continúo pujando. Si me las quito, es que he terminado de pujar. Así, cuando salgas de la sala, el subastador sólo se fijará en que yo sigo llevando las gafas puestas. La señora Trentham pensará que has abandonado, y permitirá alegremente que otra persona siga pujando, siempre que crea que no te representa.
– Eres fantástica, señora Trumper -dijo Charlie, sirviéndole café-, pero ¿qué pasará si te ve charlando con el subastador, o peor aún, descubre tu código antes de que el señor Fothergill empiece la subasta?
– No podrá. Acordaré el código con Fothergill pocos minutos antes de que empiece la subasta. En cualquier caso, será en este momento cuando hagas tu gran entrada, momentos después de que los demás miembros de la junta tomen /asiento detrás de la señora Trentham. Con un poco de suerte, estará tan distraída por todo lo que ocurre a su alrededor que ni siquiera reparará en mí.
– Me he casado con una chica muy inteligente.
– No decías lo mismo cuando íbamos a la escuela elemental de la calle Jubilee.
La mañana de la subasta, Charlie admitió durante el desayuno que estaba muy nervioso, a pesar de la calma aparente de Becky, sobre todo después de que Joan informó a su señora que el segundo criado había oído de labios de la cocinera que la señora Trentham se había puesto un límite de cuatro mil libras para pujar.
– Me pregunto… -empezó Charlie.
– ¿Si lo dijo a propósito? Es posible. Al fin y al cabo, es tan astuta como tú. Mientras nos ciñamos al plan acordado… Y recuerda que todo el mundo, incluida la señora Trentham, tiene un límite… Todavía podemos derrotarla.
Estaba previsto que la subasta diera comienzo a las diez en punto. La señora Trentham entró en la sala veinte minutos antes y se contoneó pasillo adelante. Se sentó en el centro de la tercera fila. Colocó su bolso en una silla y sus papeles en la otra para asegurarse de que nadie se sentaría a su lado. El coronel y sus dos socios entraron en la sala semillena a las 9.50 y, siguiendo las instrucciones, ocuparon los asientos situados detrás de su adversario. La señora Trentham no aparentó el menor interés por su presencia. Charlie hizo aparición cinco minutos después. Avanzó por el pasillo central, saludó con el sombrero a una dama que reconoció, estrechó la mano de una clienta habitual y se sentó en el extremo de la séptima fila. Habló en voz alta con su vecino sobre la gira del equipo inglés de cricket por Australia, mientras el minutero del reloj de péndulo se acercaba lentamente a la hora señalada.
Aunque la sala no era mucho más grande que la sala de estar de Daphne, habían conseguido apretujar cien sillas de diferentes formas y tamaños. Las paredes estaban cubiertas de un tapete verde descolorido que exhibía marcas de ganchos, en los puntos donde habían colgado cuadros en el pasado. La alfombra estaba tan raída que Charlie distinguió por los huecos las tablas del suelo. Presintió que dotar al número 1 de la pulcritud que distinguía a las tiendas Trumper le iba a costar mucho más de lo que imaginaba.
Paseó la vista a su alrededor y calculó que habría unas setenta personas en la sala; se preguntó cuántas habían venido sin intención de pujar, sólo por el placer de presenciar el enfrentamiento entre los Trumper y la señora Trentham.
Syd Wrexall, como representante de la Asociación de Tiendas, se hallaba ya en la primera fila, los brazos cruzados y una expresión de serenidad forzada en el rostro. Su amplio volumen ocupaba casi dos sillas. Charlie sospechó que no aguantaría más allá de la segunda o tercera puja. No tardó en localizar a la señora Trentham, sentada en la tercera fila, y con la vista clavada en el reloj de péndulo.
A falta de dos minutos para el comienzo, Becky entró en el número 1. Charlie estaba ansioso por seguir sus instrucciones al pie de la letra. Se levantó de su silla y avanzó con determinación hacia la salida. Esta vez, la señora Trentham se volvió para observar los movimientos de Charlie. Éste, con semblante inocente, recogió otro contrato de compra y venta en la parte posterior de la sala, volvió a su asiento con parsimonia y se detuvo para charlar con otro tendero que, evidentemente, se había tomado una hora libre para presenciar la subasta.
Cuando Charlie volvió a su sitio no miró a su mujer, que estaba sentada algo más atrás. Tampoco miró a la señora Trentham, aunque su instinto le advirtió de que tenía los ojos clavados en él.
El reloj dio las diez. El señor Fothergill, un hombre alto y delgado que llevaba impecablemente peinadas sus guedejas plateadas, subió los cuatro peldaños que conducían a su palco circular de madera. Charlie pensó que tenía un aspecto impresionante. Se acomodó, apoyó una mano en el borde del palco y sonrió al público apiñado.
– Buenos días, damas y caballeros -saludó, cogiendo su mazo.
El silencio descendió sobre la sala. El señor Fothergill se acarició la corbata de lazo antes de proseguir.
– Vamos a proceder a la venta de la propiedad conocida como Chelsea Terrace, número 1, sus instalaciones, accesorios y contenido, que han estado abiertos al público en general durante las dos últimas semanas. A quien puje más alto se le exigirá un depósito del diez por ciento, apenas concluida la subasta, para completar la transacción en un plazo máximo de noventa días. Así rezan los términos de sus contratos de compra y venta, y lo repito únicamente para que no surjan malos entendidos a posteriori.
Carraspeó. El corazón de Charlie se aceleró. Vio que el coronel cerraba los puños. Becky sacó unas gafas del bolso y las dejó sobre su regazo.
– La subasta se abre con una postura de mil libras -dijo Fothergill al silencioso público. Muchos espectadores se congregaban en un lado de la sala o se recostaban contra la pared, pues ya no quedaban sillas libres. Charlie clavó la mirada en el subastador. El señor Fothergill sonrió al señor Wrexall, que seguía con los brazos cruzados, en una actitud de decidida resolución-, ¿Alguien ofrece más de mil?
– Mil quinientas -dijo Charlie, en voz demasiado alta.
Aquellos que ignoraban la intriga se volvieron para ver quién hacía la oferta. Algunos hicieron comentarios con sus vecinos.
– Mil quinientas -dijo el subastador-, ¿Alguien ofrece dos mil?
El señor Wrexall descruzó los brazos y levantó una mano, como un niño decidido a demostrar que sabe la respuesta a una pregunta formulada por el profesor.
– Dos mil quinientas en el centro de la sala. ¿Alguien ofrece tres mil?
La mano del señor Wrexall se elevó unos centímetros de su rodilla y volvió a caer. Profundas arrugas se marcaron en su frente.
– ¿Alguien ofrece tres mil? -preguntó por segunda vez el señor Fothergill.
Charlie apenas podía dar crédito a su suerte. Iba a conseguir el número 1 por dos mil quinientas libras. Mientras esperaba a que el martillo se abatiera, los segundos parecieron transformarse en minutos.
– ¿Alguien en la sala ofrece tres mil? -preguntó el señor Fothergill, algo decepcionado-. En tal caso, ofrezco el número 1 de Chelsea Terrace por dos mil quinientas libras a la una… -Charlie contuvo el aliento-, A las dos. -El subastador levantó su martillo…-. Tres mil libras -anunció el señor Fothergill con un suspiro audible, cuando la mano enguantada de la señora Trentham descansó de nuevo en su regazo.
– Tres mil quinientas -dijo Charlie cuando el señor Fothergill sonrió en su dirección, pero en cuanto volvió la vista hacia la señora Trentham ésta cabeceó afirmativamente a la petición de cuatro mil libras elevada por el subastador.
Charlie dejó que pasaran unos segundos antes de levantarse, enderezarse la corbata y caminar con semblante lúgubre por el centro del pasillo hasta salir a la calle. No vio a Becky ponerse las gafas, o la expresión de triunfo que invadió el rostro de la señora Trentham.
– ¿Alguien ofrece cuatro mil quinientas libras? -preguntó el subastador. Desvió la vista un breve instante hacia el asiento de Becky y añadió-: Sí. -Se volvió hacia la señora Trentham y preguntó-: ¿Cinco mil libras, señora?
Los ojos de la mujer inspeccionaron a toda prisa la sala, pero todo el mundo comprendió que ignoraba la identidad del último lidiador. Los murmullos aumentaron de volumen, pues todo el público de la subasta empezó a practicar el juego de localizar al lidiador. Sólo Becky, a salvo en su asiento de atrás, no movió ni un músculo.
– Silencio, por favor -pidió el subastador-. Hay una oferta de cuatro mil quinientas libras. ¿He oído cinco mil libras? -Su mirada volvió a la señora Trentham. Esta levantó la mano poco a poco, pero mientras lo hacía se giró en redondo para ver quién pujaba contra ella. Nadie se movió cuando el subastador dijo-: Cinco mil quinientas. Tengo una oferta de cinco mil quinientas. -El señor Fothergill paseó la vista por el público-, ¿Alguien ofrece más?
Miró a la señora Trentham. La mujer parecía desconcertada, y sus manos descansaban inmóviles sobre su regazo.
– Cinco mil quinientas a la una -dijo el señor Fothergill-. Cinco mil quinientas a las dos. -Becky se humedeció los labios para reprimir una amplia sonrisa-. Y cinco mil quinientas a las tres.
El subastador levantó el martillo.
– Seis mil -dijo la señora Trentham con voz clara, casi agitando la mano.
El público se quedó sin aliento. Becky se quitó las gafas con un suspiro, comprendiendo que su minucioso plan había fracasado, a pesar de que la señora Trentham había pagado hasta el triple de lo que una tienda en Chelsea Terrace había costado hasta el momento.
Los ojos del subastador escrutaron la parte posterior de la sala, pero Becky aferraba con firmeza las gafas, así que desvió la mirada hacia la señora Trentham, que no podía disimular una mirada de triunfo.
– Seis mil a la una -dijo el subastador, paseando la vista por la sala-. Seis mil a las dos. Si nadie ofrece más, seis mil a las tres…
Alzó el martillo de nuevo.
– Diez mil libras -dijo una voz desde atrás.
Todo el mundo se volvió. Charlie había regresado y se hallaba de pie en el pasillo, la mano derecha alzada en el aire.
El coronel empezó a sudar, algo que no solía hacer en público, al ver que el licitador era Charlie. Se sacó un pañuelo del bolsillo superior y se secó la frente.
– Hay una oferta de diez mil libras -dijo un sorprendido señor Fothergill.
– Once mil -exclamó la señora Trentham, mirando a Charlie con belicosidad.
– Doce mil -ladró Charlie.
El tono de las conversaciones alcanzó un volumen ensordecedor. Becky tuvo ganas de levantarse y echar a su marido de la sala.
– Silencio, por favor -pidió el señor Fothergill-. ¡Silencio!
El coronel continuaba secándose la frente, el señor Sanderson tenía la boca lo bastante abierta para facilitar el acceso de un enjambre de moscas y la cabeza del señor Hadlow se hallaba firmemente sepultada entre sus manos.
– Trece mil -dijo la señora Trentham.
Becky observó que la mujer, al igual que su marido, había perdido los papeles por completo.
– ¿Alguien ofrece catorce mil? -preguntó el subastador.
Charlie, con semblante preocupado, se limitó a arrugar la frente, menear la cabeza y hundir las manos en los bolsillos.
Becky suspiró aliviada, despegó sus manos y volvió a ponerse las gafas, nerviosa.
– Catorce mil -dijo el señor Fothergill, mirando hacia Becky.
Se desató una nueva algarabía cuando ella se quitó rápidamente las gafas y se levantó para protestar. Charlie parecía absorto. Los ojos de la señora Trentham estaban clavados en Becky, a la que había localizado por fin.
– Quince mil libras -anunció, con una sonrisa de triunfo.
El subastador miró a Becky, que había guardado las gafas en el bolso, cerrándolo con un chasquido. También miró a Charlie, que continuaba con las manos hundidas en los bolsillos.
– En la parte delantera de la sala se ofrecen quince mil libras. ¿Alguien da más? -Los ojos del subastador escrutaron sucesivamente a Becky, Charlie y la señora Trentham-, Quince mil a la una. -Miró a su alrededor de nuevo-. Quince mil a las dos… Quince mil a las tres. -El martillo se abatió con un golpe sordo-. Declaro vendida la propiedad por quince mil libras a la señora de Gerald Trentham.
Becky corrió hacia la puerta, pero Charlie ya se hallaba en la acera.
– ¿A qué estabas jugando, Charlie? -preguntó, aun antes de alcanzarle.
– Sabía que pujaría hasta las trece mil libras, porque ésa es la cantidad que todavía tiene en el banco.
– ¿Cómo lo sabes?
– El segundo criado de la señora Trentham me pasó la información esta mañana. Por cierto, le he contratado como mayordomo.
El coronel se reunió en aquel momento con ellos.
– Debo reconocer, Rebecca, que tu plan era brillante -dijo-. Me engañó por completo.
– Y a mí también -dijo Charlie.
– Corriste un peligro espantoso, Charlie Trumper -insistió Becky a su marido.
– Tal vez, pero al menos sabía cuál era su límite. No tenía ni idea de cuál era tu juego.
– Cometí un gigantesco error -dijo Becky-. Cuando volví a ponerme las gafas… ¿De qué te ríes, Charlie Trumper?
– Loado sea Dios por los auténticos aficionados.
– ¿Qué quieres decir?
– La señora Trentham se creyó de veras que estabas pujando y se pasó de rosca. De hecho, ella no fue la única que se dejó arrastrar por la emoción. Empiezo a sentir pena por…
– ¿Por la señora Trentham?
– Desde luego que no -dijo Charlie, con cierta vehemencia-. Por el señor Fothergill. Va a pasar noventa días en el cielo, pero luego caerá a tierra de morros.