Hacía mi ronda habitual de los lunes por Chelsea Terrace, en compañía de Tom Arnold, cuando me dio su opinión.
– Nunca ocurrirá -afirmé.
– Tal vez tenga razón, señor, pero de momento muchos tenderos se están asustando.
– Una pandilla de cobardes. Con un millón de parados, sólo unos cuantos estarían tan locos como para lanzarse a una huelga general.
– Es posible, pero la Asociación de Tiendas continúa aconsejando a sus miembros que protejan con tablas los escaparates.
– Syd Wrexall aconsejaría a sus miembros que protegieran con tablas los escaparates si un pequinés levantara una pata sobre la puerta de «El Mosquetero». Es más, lo haría aunque el animal no fuera a mearse.
Una sonrisa cruzó los labios de Tom.
– ¿Así que está dispuesto a luchar, señor Trumper?
– Ya lo creo. Pienso dar mi total apoyo al señor Churchill en este tema. -Me detuve para echar un vistazo al escaparate de «Sombreros y Bufandas»-. ¿Cuántos empleados tenemos?
– Setenta y uno.
– ¿Y cuántos piensas que pueden secundar la huelga?
– Media docena, diez a lo sumo… y sólo los afiliados al sindicato de dependientes. De todos modos, algunos empleados no podrán venir a trabajar si se paralizaran los transportes públicos.
– Bien. Dame esta misma noche los nombres de los que dudas, y hablaré con todos ellos durante la semana. Al menos, podré convencer a uno o dos de que tienen futuro en la empresa.
– ¿Y qué pasará con ese futuro si la huelga sigue adelante?
– ¿Cuándo vas a meterte en la cabeza, Tom, que nada de lo que ocurra afectará a «Trumper's»?
– Syd Wrexall piensa que…
– Te aseguro que eso es lo único que no hace.
– … piensa que tres tiendas, como mínimo, saldrán a la venta el mes que viene, y que si hay una huelga general quedarán disponibles muchas más. Los mineros están persuadiendo…
– No están persuadiendo a Charlie Trumper. Si te enteras de alguien que quiera vender, Tom, dímelo, porque yo todavía quiero comprar.
– ¿Aunque todos los demás vendan?
– Ese es el momento exacto en que hay que comprar. El momento ideal de subir a un tranvía es cuando todo el mundo baja. Dame esos nombres, Tom. Ahora, me voy al banco.
Me desvié en dirección a Knightsbridge. Hadlow me informó en su despacho de que el saldo de «Trumper's» ascendía a doce mil libras; un buen sostén, en el caso de que se produjera una huelga general, añadió.
– ¿Tú también? -me exasperé-. No habrá huelga. Y si la hay, te pronostico que sólo durará unos días.
– ¿Como la última guerra? -dijo Hadlow, mirándome por encima de sus gafas-. Soy precavido por naturaleza, señor Trumper…
– Bien, pues yo no -le interrumpí-. Prepárate para hacer un buen uso de esa cantidad.
– Ya he apartado la mitad, por si la señora Trentham no logra abonar la cantidad que pujó por el número 1 -me recordó -. Todavía le quedan -se volvió para consultar el calendario colgado en la pared -treinta y dos días para hacerlo.
– Pues sugiero que no perdamos la calma en ningún momento del mes.
– Por si el mercado cae en picado, sería mejor no arriesgarlo todo, ¿no cree, señor Trumper?
– No, no lo creo, pero por eso estoy… -empecé callándome para ocultar mis auténticas sentimientos.
– Es cierto -replicó Hadlow, desconcertándome un poco-, pero por ese mismo motivo le he apoyado con tanto entusiasmo hasta el momento -añadió, magnánimamente.
A medida que pasaban los días, fui admitiendo la posibilidad de que se produjera la huelga general. La sensación de incertidumbre y la falta de confianza en el futuro motivaron que algunas tiendas salieran a la venta.
Compré las primeras dos a precio de saldo, con la condición de pagarlas al contado, y gracias a la rapidez con que Sanderson tuvo lista la documentación y Hadlow entregó el dinero, conseguí añadir la zapatería y la farmacia a mi monopolio.
El jueves 4 de mayo de 1926, día en que se declaró la huelga general, el coronel y yo salimos a la calle con las primeras luces del alba. Echamos un vistazo a nuestras propiedades, de norte a sur. Todos los miembros del comité de Syd Wrexall habían protegido con tablones sus tiendas; yo consideré que su iniciativa significaba rendirse a los huelguistas. Accedí, no obstante, al plan de «cierre» del coronel, que permitió a Tom Arnold, mediante una señal previamente acordada conmigo, cerrar bajo llave las trece tiendas en tres minutos. Tom había realizado el sábado anterior varios «ensayos», ante el asombro de los transeúntes.
Aunque la primera mañana de la huelga hizo buen tiempo y las calles estaban llenas de gente, la única concesión que hice a las masas fue quitar de la acera todos los productos de la 147 y la 131.
A las ocho, Tom Arnold me comunicó que tan sólo cinco empleados habían faltado al trabajo, a pesar de los espectaculares embotellamientos de tráfico que paralizaban los transportes públicos, y uno de ellos se encontraba realmente enfermo.
Mientras el coronel y yo paseábamos arriba y abajo de Chelsea Terrace nos dedicaron algunos insultos, pero no percibí que la multitud perdiera el control y, dentro de todo, la mayor parte de la gente demostraba un buen humor sorprendente. Algunos se pusieron a jugar al fútbol en plena calle.
La primera señal de auténticos desórdenes apareció el segundo día por la mañana, cuando fue lanzado un ladrillo contra el escaparate del número 5, «Joyería y Relojería». Vi a dos o tres jovencitos coger todo lo que podían del expositor y huir avenida abajo. La muchedumbre dio muestras de inquietud y empezó a gritar consignas; entonces, hice la señal a Tom Arnold, que se hallaba a unos cincuenta metros de distancia, y tocó seis veces su silbato. El coronel comprobó, al cabo de tres minutos, que todas las tiendas estaban cerradas a cal y canto. No me moví de mi sitio mientras la policía hacía acto de presencia y detenía a varios individuos. Aunque el ambiente estaba muy caldeado, ordené a Tom Arnold, pasada una hora, que procediera a abrir las tiendas y que se atendiera a los clientes como si no hubiera pasado nada. El cristal de la quincallería fue repuesto antes de tres horas…, si bien no era la mañana más adecuada para comprar joyas.
El martes sólo faltaron tres trabajadores a su puesto, pero conté hasta cuatro tiendas más de la avenida que habían sido protegidas con tablones. Las calles tenían un aspecto mucho más tranquilo. Becky me dijo mientras desayunábamos que el Times no había salido porque los impresores se hallaban en huelga, pero, en respuesta, el gobierno había sacado su propio periódico, la British Gazette, una idea de Churchill, informando a sus lectores que los empleados del ferrocarril y los transportes habían vuelto en masa a trabajar. A pesar de esto, el pescatero del número 11, Norman Cosgrave, me dijo que estaba harto, y me preguntó cuánto había pensado ofrecerle por su establecimiento. Acordamos el precio por la mañana y nos dirigimos al banco por la tarde para cerrar el trato. Una llamada telefónica bastó para confirmar que Sanderson ya tenía los documentos mecanografiados, y Hadlow había preparado el cheque; lo único que faltaba era mi firma. Lo primero que hice al volver a Chelsea Terrace fue poner a Tom Arnold al frente de la pescadería, hasta encontrar al director adecuado para el local de Cosgrave. De momento no dijo nada, pero no se quitó el olor hasta varias semanas después de contratar a un muchacho de Billingsgate.
La huelga general concluyó de forma oficial la novena mañana, y yo ya había adquirido siete tiendas más el último día del mes. Parecía ir y venir como un loco del banco, pero las adquirí todas, excepto una, por un precio que satisfizo incluso a Hadlow.
En la siguiente asamblea general informé al consejo que «Trumper's» poseía ya veinte tiendas en Chelsea Terrace, una menos de las que agrupaba la Asociación de Tiendas. Sin embargo, Hadlow expresó la opinión de que ahora debíamos concentrarnos en un largo período de consolidación, si queríamos que todas y cada una de nuestras propiedades recién adquiridas estuvieran a la misma altura que las trece primeras. Hice una sola propuesta interesante más, recibida con unánime aprobación por mis colegas: que Tom Arnold fuera invitado a formar parte del consejo.
Nunca resistía la tentación de pasar una hora sentado en el banco situado frente al número 147, observando las transformaciones que Chelsea Terrace experimentaba ante mis ojos. Por primera vez, era capaz de diferenciar mis tiendas de las que aún necesitaba adquirir, que incluían las catorce del comité de Wrexall, sin olvidar el prestigioso número 1 o «El Mosquetero».
Habían pasado setenta y dos días desde la subasta, y aunque el señor Fothergill continuaba comprando las frutas y verduras en el 147, nunca me confirmaba si la señora Trentham había liquidado o no su deuda. Joan Moore informó a mi mujer que su antigua patrona había recibido en fecha reciente la visita del señor Fothergill, y aunque la cocinera no había podido escuchar toda la conversación captó voces airadas.
Daphne acudió a la tienda la semana siguiente. Le pregunté si sabía algo sobre las actividades de la señora Trentham.
– Deja de preocuparte por esa maldita mujer -fue todo cuanto Daphne dijo sobre el tema-. En cualquier caso, los noventa días pronto terminarán y, francamente, creo que deberías preocuparte más por tu Segunda Parte que por los problemas económicos de la señora Trentham.
– Tienes toda la razón. Si sigo a este paso, no habré completado el trabajo necesario antes del año próximo -dije, tras elegir una docena de ciruelas impecables y pesarlas.
– Siempre vas con prisas, Charlie. ¿Por qué es preciso terminarlo todo en una fecha concreta?
– Porque eso me mantiene en movimiento.
– Pero Becky se quedará igualmente impresionada por tu éxito si logras tu propósito un año más tarde.
– No sería lo mismo. Tendré que trabajar con más ahínco.
– El día tiene un número limitado de horas -me recordó Daphne-, Incluso para ti.
– Bien, no es culpa mía.
Daphne lanzó una carcajada.
– ¿Cómo va la tesis sobre Luini que prepara Becky?
– Ya ha terminado ese rollo. Está a punto de corregir el borrador final de treinta mil palabras, así que me lleva una buena delantera. De todas formas, con la huelga general y la adquisición de las nuevas propiedades, dejando aparte a la señora Trentham, tengo la impresión de haber estado ocupado todos los minutos de los últimos tiempos.
– ¿Becky aún no ha adivinado tus propósitos?
– No, y procuro estar ausente cuando se queda a trabajar hasta tarde en Sotheby's o se va a catalogar alguna colección importante. Aún no se ha dado cuenta de que me levanto cada mañana a las cuatro y media, cuando me dedico al verdadero trabajo.
Le pasé la bolsa de ciruelas y siete chelines con diez peniques de cambio.
– Igual que un pequeño Trollop, ¿eh? A propósito, aún no le he contado a Percy nuestro secreto, pero ardo en deseos de ver la expresión de su rostro cuando…
– Shhh, ni una palabra…
Como tantas cosas que había perseguido durante mucho tiempo, descubrí que el premio final te cae del cielo cuando menos lo esperas.
Aquella mañana estaba atendiendo en el 147. A Bob Makins siempre le molestaba que me arremangara, pero me gusta charlar con mis clientes de toda la vida, y era la única oportunidad que tenía de hacerlo, así como de descubrir qué opinaban de mis demás tiendas. Sin embargo, confieso que cuando le llegó el turno al señor Fothergill, la cola se alargaba casi hasta el colmado, al que Bob Makins consideraba como un rival.
– Buenos días -saludé, cuando el señor Fothergill se paró frente al mostrador-. ¿Qué le apetece hoy, señor? Tengo unos magníficos…
– ¿Podríamos hablar un momento en privado, señor Trumper?
Mi sorpresa fue tanta que no le contesté al instante. Sabía que a la señora Trentham todavía le quedaban nueve días para cumplir el contrato, y yo había dado por sentado que no sabría nada hasta aquel momento. Al fin y al cabo, sus propios Hadlows y Sandersons se encargarían de la documentación.
– Me temo que el almacén es el único sitio libre -le advertí. Me quité la bata verde, me bajé las mangas y cogí la chaqueta -. Mi director ocupa ahora el piso de arriba -expliqué, mientras guiaba al subastador a la parte posterior de la tienda.
Le invité a sentarse en una caja de naranjas vuelta del revés, y yo me acomodé en otra caja frente a él. Nos miramos, a sólo unos pasos de distancia, como dos jugadores de ajedrez. Un lugar extraño para discutir el negocio más importante de mi vida, pensé. Intenté mantener la calma.
– No iré con rodeos -empezó Fothergill-. Hace varias semanas que no veo a la señora Trentham, y últimamente se niega a contestar a mis llamadas telefónicas. Además, Savill's me ha dejado bastante claro que no han recibido instrucciones de completar la transacción en representación suya. Han llegado a decirme que, en su opinión, a esa mujer ya no le interesa la propiedad.
– De todas maneras, usted todavía conserva el depósito de mil quinientas libras -le recordé, tratando de reprimir una sonrisa.
– Es posible, pero desde entonces he tenido otros compromisos, y con la huelga general…
– Son tiempos duros, estoy de acuerdo.
Las palmas de mis manos empezaron a sudar.
– Pero jamás ha ocultado su deseo de ser el propietario del número 1.
– Es cierto, pero desde la subasta me he dedicado a comprar varias otras propiedades con el dinero que había reservado para su tienda.
– Lo sé, señor Trumper, pero ahora desearía acordar un precio mucho más razonable…
– Y yo deseaba pujar hasta tres mil quinientas libras, si lo recuerda.
– Su última oferta ascendió a doce mil libras, si no recuerdo mal.
– Estrategia, señor Fothergill, pura estrategia. No tenía la intención de pagar doce mil libras, como usted sabrá sin duda.
– Pero la señora Trumper pujó hasta cinco mil quinientas libras, olvidando que su última oferta había sido de catorce mil.
– No puedo contradecirle -le dije, adoptando mi acento barriobajero-, pero si se hubiera casado, señor Fothergill, sabría muy bien por qué en el East End siempre se refieren a ellas como «Problemas y conflictos».
– Cedería la propiedad por siete mil libras, pero sólo a usted.
– La cedería por cinco mil a cualquiera que se las pagara.
– Nunca.
– En un plazo de nueve días, diría yo, pero le voy a decir lo que haré -añadí. Me incliné hacia adelante y estuve a punto de caer-. Me mantendré fiel a la oferta de mi esposa, cifrada en cinco mil quinientas libras, el límite que mi junta nos había autorizado, pero sólo si tiene todos los documentos preparados para la firma antes de medianoche. -El señor Fothergill abrió la boca para protestar-. Por supuesto -añadí, antes de que me diera su opinión-, no le costará mucho trabajo. Al fin y al cabo, el contrato está en su escritorio desde hace ochenta y un días. Sólo ha de cambiar el nombre. Bien, si me perdona, debo atender a mis clientes.
– Nunca me habían tratado de una forma tan arrogante, señor -declaró el señor Fothergill, poniéndose en pie de un furioso salto.
Se volvió y desapareció, dejándome solo en la trastienda.
– Nunca pensé que yo era arrogante -le dije a la caja de naranjas-. Más bien un puritano, diría yo.
Después de acostar a Daniel le conté a Becky toda la conversación durante la cena.
– Qué pena -fue la inmediata reacción de mi mujer-. Ojalá hubiera hablado antes conmigo. Ahora, es posible que el número 1 nunca sea nuestro.
Repitió esta idea antes de irse a la cama. Cerré la luz de gas, pensando que Becky podía tener razón. Empezaba a adormecerme cuando sonó el timbre de la puerta.
– Son más de las once y media -dijo Becky-. ¿Quién será?
– ¿Tal vez un hombre que sabe lo que son los ultimátums? -sugerí, mientras encendía de nuevo la luz.
Salí de la cama, me puse la bata y bajé a abrir.
– Acompáñeme al estudio, Peregrine -dijo, después de dar la bienvenida al señor Fothergill.
– Gracias, Charles -respondió él.
Me detuve un momento para reír y aparté el ejemplar de Matemáticas, Segunda Parte del escritorio, para coger el talonario de la empresa.
– Cinco mil quinientas libras, si no me equivoco -dije, destapando la pluma y mirando el reloj que descansaba sobre la repisa de la chimenea.
A las once y treinta y siete entregué al señor Fothergill la cantidad definitiva, a cambio de la propiedad de Chelsea Terrace, I.
Nos estrechamos la mano para cerrar el trato y me despedí del antiguo subastador. Subí al dormitorio y me quedé sorprendido al ver a Becky sentada ante su escritorio.
– ¿Qué haces? -pregunté.
– Redacto la carta de dimisión para Sotheby's.
Tom Arnold limpió a fondo el número 1, preparando el momento en que Becky se convertiría, un mes después, en director gerente de «Subastadores y Especialistas en Bellas Artes Trumper». Me di cuenta de que consideraba ya nuestra nueva adquisición como el buque insignia de todo el imperio Trumper…, a pesar de que los gastos empezaban a competir con los de un navío de guerra.
Becky anunció su despedida de Sotheby's el viernes 16 de julio de 1926. Entró en «Trumper's», antes «Fothergills's», a las siete de la mañana del día siguiente para asumir la responsabilidad de restaurar el local, mientras al mismo tiempo liberaba a Tom Arnold para que regresara a sus tareas habituales. Transformó de inmediato el sótano del número 1 en un almacén; la recepción continuó en la planta baja, y la sala de subastas en el primer piso.
Becky y su equipo de especialistas ocuparon la segunda y tercera plantas; el último piso, en el que había vivido antes el señor Fothergill, se convirtió en las oficinas administrativas de la empresa, y aún quedó un despacho libre para las futuras asambleas del consejo.
La asamblea plenaria se celebró por primera vez en Chelsea Terrace, I, el 17 de octubre de 1926.
Al cabo de tres meses de dejar Sotheby's, Becky había «robado» siete de los empleados que quería, y sacó otros cuatro de Bonham's y Phillips. En la primera asamblea general nos advirtió que podríamos tardar cuatro años en pagar las deudas producidas por la compra y la remodelación del número 1, y tal vez pasarían otros tres antes de que la nueva adquisición contribuyera de una forma seria a los beneficios del grupo.
– No será como mi primera tienda -informé a la asamblea-. Logró beneficios a las tres semanas, como usted ya sabe, presidente.
– Deja de parecer tan complacido contigo mismo, Charlie Trumper, y trata de recordar que no vendo manzanas y peras -me recordó mi mujer.
– Ah, no lo sé -repliqué, y el 21 de octubre de 1926, para celebrar nuestro sexto aniversario de boda, le regalé a mi mujer un óleo de Van Gogh llamado Los comedores de patatas.
El señor Reed, de la galería Reed-Léfevre, que había sido amigo personal del artista, aseguró que era casi tan bueno como el que colgaba en el Rijksmuseum. Le di la razón, aunque consideré el precio algo excesivo. Pero tras un cierto regateo, fijamos un precio de seiscientas guineas.
Durante mucho tiempo no hubo novedad en el frente Trentham. Esta situación me preocupaba, porque intuía que no significaba nada bueno. Cuando una tienda salía a la venta siempre esperaba que ella me hiciera la competencia, y si surgía algún problema en la avenida me preguntaba quién lo alentaba. Becky le dio la razón a Daphne y afirmó que me estaba volviendo paranoico, hasta que Arnold me dijo que, tomando una copa en la taberna, el señor Wrexall recibió una llamada de la señora Trentham. No pudo contarnos nada significativo, porque el tabernero respondió a la llamada desde el piso de arriba. Después de esto, mi mujer admitió que el paso del tiempo no había mitigado el deseo de venganza de la mujer.
En marzo, Joan nos informó de que su anterior patrona había pasado dos días haciendo las maletas antes de partir hacia Southampton, donde embarcaría con destino a Australia. Daphne lo confirmó, cuando fue a cenar a Gilston Road la semana siguiente.
– Debemos concluir, queridos, que ha ido a visitar a ese espantoso hijo suyo.
– Antes siempre hacía lo posible por informar a diestro y siniestro sobre los progresos de ese maldito. ¿Por qué no ha dicho nada esta vez?
– A mí que me registren -dijo Daphne.
– ¿Crees que Guy proyecta volver a Inglaterra, ahora que las cosas se han calmado un poco?
– Lo dudo. -Daphne frunció el ceño-. De lo contrario, el barco navegaría en otra dirección, ¿no? En cualquier caso, si debo fiarme de los sentimientos de su padre, cuando se atreva a presentarse en Ashurst Hall no le tratarán como al hijo pródigo.
– Algo no marcha bien -le dije -. Este secreto que la rodea últimamente me preocupa.
Tres meses después, en junio de 1927, el coronel llamó mi atención sobre el anuncio de la muerte de Guy Trentham, aparecido en el Times.
– Una horrible forma de morir -fue su único comentario.
Daphne asistió al funeral en la iglesia parroquial de Ashurst porque, como explicó después, quería ver cómo sepultaban el ataúd para convencerse de que Guy Trentham ya no estaba en el mundo de los vivos.
Percy me confesó más tarde que apenas había podido reprimir sus ansias de ayudar a los sepultureros a llenar el agujero de buena tierra inglesa. No obstante, Daphne nos dijo que mantenía sus dudas sobre las causas de su muerte, a pesar de la ausencia de pruebas que demostraran lo contrario.
– Al menos, ese sujeto ya no te causará más problemas -fueron las palabras finales de Percy sobre el asunto.
– Tendrán que enterrar a la señora Trentham con él antes de que me lo crea -contesté, frunciendo el ceño.
Los Trumper se mudaron a un a casa más grande de Little Boltons en 1929. Daphne les aseguró que, a pesar de ser en «Little» [17], habían dado un paso adelante.
– De todos modos -añadió, mirando a Becky-, todavía está muy lejos de ser Eaton Square, queridos.
La fiesta de inauguración tuvo un doble significado para Becky, porque al día siguiente iba a recibir el título de doctorada en Arte. Cuando Percy bromeó sobre el tiempo que había tardado en terminar la tesis sobre su amor no correspondido, Bernardino Luini, ella dijo que Charlie tenía tanta culpa como ella.
Charlie no intentó defenderse; le sirvió otro coñac a Percy y cortó el extremo de un puro.
– Hoskins nos llevará en coche a la ceremonia -anunció Daphne-, así que nos veremos allí, suponiendo que se nos conceda el honor de sentarnos en las primeras treinta filas.
Charlie se sintió complacido al descubrir que Daphne y Percy se hallaban en la fila de atrás; estaban lo bastante cerca del escenario como para no perderse ni un detalle de la ceremonia.
– ¿Quiénes son ésos? -preguntó Daniel, cuando catorce dignos caballeros de avanzada edad subieron al estrado, ataviados con togas negras y mucetas púrpuras, y se acomodaron en las sillas correspondientes.
– El senado -explicó Becky a su hijo de ocho años-. Proponen a los nuevos doctores, pero no debes hacer demasiadas preguntas, Daniel, porque molestarás a la gente que está sentada a nuestro alrededor.
En aquel momento, el vicecanciller se levantó para entregar los diplomas.
– Me temo que tendremos que sentarnos entre todos los licenciados en Artes antes de que llegue mi turno -dijo Becky.
– No seas tan presumida, querida -dijo Daphne-. Algunos todavía recordamos que consideraste el día en que recibiste el título de graduada como el más feliz de tu vida.
– ¿Por qué no se ha graduado papá? -preguntó Daniel, recogiendo el programa de Becky del suelo-. Es tan listo como tú, mamá.
– Es verdad -admitió Becky-, pero su padre no le obligó a pasar tanto tiempo en el colegio como el mío.
– Pero su abuelo, a cambio, le enseñó a vender frutas y verduras -intervino Charlie, inclinándose hacia adelante-, para que hiciera algo útil hasta el fin de sus días.
Daniel guardó silencio unos momentos, como si sopesara la validez de aquellas dos afirmaciones opuestas.
– La ceremonia durará mucho tiempo, si sigue a este paso -dijo Becky, cuando al cabo de media hora sólo habían llegado a las pes.
– Esperaremos -dijo Daphne-. Percy y yo no hemos hecho planes hasta dentro de unos meses.
– Oh, mirad -exclamó Daniel-. En mi lista he encontrado otro Moore, otro Arnold y hasta otro Trumper.
– Son apellidos bastante vulgares -señaló Becky, sin molestarse en mirar el programa.
Acomodó a Daniel sobre sus rodillas.
– Me gustaría saber cómo es -insistió Daniel-. ¿Todos los Trumper se parecen, mami?
– No, tonto, son de todas las formas y tamaños.
– Pero su primera inicial es la misma de papá -continuó Daniel en voz lo bastante alta para que todos los espectadores de las tres primeras filas se sintieran partícipes de la conversación.
– Shhh -dijo Becky, cuando dos o tres personas se volvieron a mirarles.
– Licenciado en Artes -anunció el vicecanciller-, Matemáticas de Segunda Clase, Charles George Trumper.
– Y hasta se parece a tu papá -dijo Charlie, levantándose para recibir su título de manos del vicecanciller.
Los aplausos aumentaron de intensidad cuando el público advirtió la edad de aquel licenciado en concreto. Becky se quedó boquiabierta y Percy se limpió las gafas. Daphne no demostró la menor sorpresa.
– ¿Desde cuándo lo sabes? -preguntó Becky, apretando los dientes.
– Se matriculó en el colegio Birkbeck al día siguiente de tu graduación.
– ¿Y de dónde ha sacado el tiempo?
– Le ha costado casi ocho años y un montón de madrugones, mientras tú dormías a pierna suelta.
Al final de segundo año, las predicciones económicas de Becky para el número 1 empezaron a ser más optimistas. El paso de los meses no daba muestras de hacer mella en la deuda. La disminución sólo se notó al cabo de veintisiete meses.
Se quejó ante la junta de que, pese a los esfuerzos del director gerente por invertir, no conseguía aumentar los beneficios, pues siempre daba por sentado que podría comprar los objetos más codiciados pagando un precio mayor.
– Pero al mismo tiempo estamos reuniendo una colección de arte importantísima, señora Trumper -le recordó él.
– Y ahorrando impuestos también realizamos una inteligente inversión -señaló Hadlow-. Más adelante, es posible que se demuestre su utilidad.
– Tal vez, pero, mientras tanto, que el director gerente especule siempre con nuestras existencias más apetecibles no contribuye a mejorar el balance general, ni tampoco que haya averiguado el código del subastador, de modo que siempre sabe cuál es nuestro precio mínimo.
– Usted no debe considerarse un individuo, señora Trumper, sino parte de la empresa -sonrió Charlie-, aunque confieso que nos habría salido mucho más barato dejarla en Sotheby's.
– No debemos menospreciar este punto -dijo el presidente con gravedad-. Por cierto, ¿cuál es el código del subastador?
– Una serie de letras de una palabra o palabras elegidas que indican números. Por ejemplo, Charlie sería C-l, H-2, A-3, etc., de manera que, una vez averiguadas las palabras que estamos sustituyendo por cifras del 1 al 10, siempre se sabrá el precio mínimo que hemos adjudicado a cada cuadro.
– ¿Por qué no cambia las palabras de vez en cuando?
– Porque, una vez averiguado el código, no cuesta nada saber las palabras nuevas. En cualquier caso, lleva horas de aprendizaje mirar Q, N, HHH, y saber al instante su…
– Mil trescientas libras -dijo Charlie, con una sonrisa de satisfacción.
Mientras Becky intentaba tirar adelante el número 1, Charlie capturó cuatro tiendas más, incluyendo la barbería y la agencia de noticias, sin que la señora Trentham se interpusiera.
– Creo que ya no cuenta con los recursos económicos necesarios para oponemos resistencia -solía decir a sus directores.
– Hasta que su padre fallezca -le recordó Becky-. Cuando herede esa fortuna, podría desafiar al propio señor Selfridge, y Charlie no podrá hacer nada al respecto.
Charlie estuvo de acuerdo con ella, pero aseguró al consejo que tenía planes para apoderarse del resto de la manzana antes de que se produjera tal eventualidad.
– No existen motivos para creer que ese hombre está en las últimas.
– Lo cual me recuerda -dijo el coronel- que cumpliré sesenta y cinco en mayo, momento que considero apropiado para dimitir.
Charlie y Becky se quedaron estupefactos ante este inesperado anuncio, pues ninguno de ambos había pensado en que el coronel se retirara.
– ¿No puede aguantar hasta cumplir los setenta? -preguntó Charlie en voz baja.
– No, Charlie, aunque es muy amable de tu parte sugerirlo. He prometido a Elizabeth que pasaremos nuestros últimos años en su querida isla de Skye. En cualquier caso, creo que ha llegado el momento de que asumas la presidencia.
El coronel se retiró oficialmente en mayo. Charlie celebró una fiesta en su honor en el Savoy, a la que invitó a todos los empleados, así como a sus maridos o esposas. Encargó una cena de cinco platos, con tres vinos, para una velada que el coronel nunca olvidaría.
Cuando la cena terminó, Charlie se levantó y brindó por el primer presidente de «Trumper's». Después, le ofreció un carretón de plata que contenía una botella de Glenlivet, el whisky favorito del coronel. Los empleados comenzaron a golpear las mesas, solicitando que el presidente saliente hiciera uso de la palabra.
El coronel se puso en pie, tieso como un palo, y dio las gracias a todos los presentes por sus buenos deseos. Prosiguió recordando que, cuando accedió a formar equipo con el señor Trumper y la señorita Salmon, sólo poseían una tienda, en Chelsea Terrace, 147. Vendía frutas y verduras, y la habían adquirido por la cuantiosa suma de cien libras. Charlie paseó la mirada en torno suyo y comprobó que los empleados más jóvenes (incluyendo a Daniel, que llevaba los primeros pantalones largos de su vida) no creían al anciano.
– Ahora -continuó el coronel-, tenemos veinticuatro tiendas y una plantilla de 172 personas. Al principio, le dije a mi esposa que viviría para ver a Charlie -se produjo un estallido de carcajadas-, al señor Trumper, ser el dueño de toda la manzana, y construir el carretón más grande del mundo. Ahora, estoy convencido de que será así. -Se volvió hacia Charlie y alzó su copa-. Le deseo mucha suerte, señor.
Le aclamaron cuando, por última vez como presidente, ocupó su silla.
Charlie se puso en pie para contestar.
– Presidente, quiero asegurar a todos los presentes que Becky y yo no habríamos podido levantar «Trumper's» sin su ayuda. De hecho, para ser sincero, ni siquiera habríamos podido adquirir las tiendas dos y tres. Me siento orgulloso de sucederle y ser el segundo presidente de la empresa, y siempre que tome una decisión importante imaginaré que usted me está mirando por encima del hombro. La última propuesta que usted hizo como presidente de la empresa surtirá efecto desde mañana. Tom Arnold será nombrado director gerente, y tanto Ned Denning como Bob Makins se integrarán en el consejo. La política de «Trumper's» siempre será fomentar la promoción desde el seno de la empresa.
»Sois la nueva generación -siguió Charlie, mirando a sus empleados-, y por primera vez nos hallamos todos reunidos bajo el mismo techo. Esta noche, fijaremos la fecha en que todos trabajaremos bajo el mismo techo, el «Trumper's» de Chelsea Terrace. Se la voy a decir: 1940.
Todos los empleados se levantaron como un solo hombre, gritaron «1940» y vitorearon al nuevo presidente. Cuando Charlie se sentó, el director de orquesta alzó la batuta para indicar que el baile iba a empezar.
El coronel se puso en pie y pidió a Becky que bailara con él el primer vals. La acompañó a la pista de baile vacía.
– ¿Se acuerda de la primera vez que me invitó a bailar? -preguntó Becky.
– Por supuesto. Para emplear las palabras del señor Hardy, «en menudo lío nos metió».
– La culpa es de él -dijo Becky, cuando Charlie sacó a Elizabeth Hamilton a bailar.
El coronel sonrió.
– Menudo discurso harán cuando Charlie se retire -comentó con aire melancólico-. No sé quién se atreverá a sucederle.
– Tal vez una mujer.
Todos los empleados de «Trumper's» celebraron las bodas de plata del rey Jorge V y la reina María en 1935. Se colgaron fotos y carteles de la pareja real en todos los escaparates, y Tom Arnold organizó un concurso para premiar al expositor más imaginativo que conmemorara la ocasión.
Charlie se encargó del número 147, al que todavía consideraba su feudo y, ayudado por la hija de Tom Arnold, que cursaba el primer año en la Escuela de Arte de Chelsea, construyeron un modelo del rey y la reina con todas las frutas y verduras procedentes del imperio británico.
Charlie se quedó pálido cuando los jueces, el coronel y los marqueses de Wiltshire, relegaron al segundo puesto al número 147, detrás de la floristería, que hacía un buen negocio vendiendo ramos de crisantemos rojos, blancos y azules. Sin embargo, ganó el primer premio por un enorme mapa del mundo hecho de flores, con el imperio británico compuesto de rosas rojas.
Charlie concedió el día libre a todo el personal. Se marchó al Mall a las cuatro y media de la mañana, acompañado de Becky y Daniel, para presenciar desde un puesto privilegiado el recorrido de los reyes desde el palacio de Buckingham a la catedral de San Pablo, donde se iba a celebrar la ceremonia de acción de gracias.
Llegaron al Mall y descubrieron que miles de personas ocupaban ya cada centímetro cuadrado de la acera con sacos de dormir, mantas e incluso tiendas de campaña. Algunas estaban desayunando o permanecían clavadas en su sitio, sin moverse un milímetro.
Las horas de espera transcurrieron con rapidez, pues Charlie se puso a trabar amistad con visitantes llegados de todas partes del imperio. Cuando el desfile comenzó, Daniel se quedó maravillado al ver los diferentes soldados de la India, África, Australia, Canadá y treinta y seis otras naciones. Cuando el rey y la reina pasaron en la carroza real, Charlie se puso firmes y se quitó el sombrero, repitiendo el gesto cuando desfilaron los Fusileros Reales a los acordes de su himno. Una vez desaparecieron de la vista, pensó con envidia en Daphne y Percy, que habían sido invitados a asistir a la ceremonia en San Pablo.
Cuando el rey y la reina regresaron al palacio de Buckingham -justo a tiempo de comer, como explicó Daniel a todos los que le rodeaban -, los Trumper volvieron a casa. Pasaron de camino por Chelsea Terrace. Daniel reparó en la enorme inscripción «2. ° Premio» en el escaparate del 147.
– ¿Qué quiere decir eso, papá? -quiso saber al instante.
A su madre le complació en extremo explicar a su hijo el mecanismo del concurso.
– ¿Tú cómo quedaste, mamá?
– La decimosexta entre veintiséis -dijo Charlie-, y gracias a que los tres jueces son amigos suyos desde hace mucho tiempo.
El rey murió ocho meses más tarde. Charlie creyó que una nueva era daría comienzo con el ascenso al trono de Eduardo VIII, y decidió que había llegado el momento de peregrinar a Estados Unidos.
Anunció su intención al consejo durante la siguiente asamblea.
– ¿Algún problema en perspectiva? -preguntó el presidente a Arnold.
– Sigo buscando un nuevo director para la joyería y un par de dependientas para la tienda de ropa femenina; por lo demás, ningún problema.
Confiando en que Tom Arnold y el consejo se encargarían del trabajo durante el mes de ausencia, Charlie se convenció por fin de que debía marcharse cuando leyó los preparativos para botar el Queen Mary. Reservó un camarote doble para el viaje inaugural.
Becky pasó cinco días gloriosos en el Queen durante la travesía, y observó con satisfacción que su marido empezaba a relajarse, una vez consciente de que no tenía forma de comunicarse con Tom Arnold o con Daniel, que se hallaba por primera vez en un internado. De hecho, en cuanto Charlie comprendió que no podía molestar a nadie pareció aceptar el hecho, y se divirtió al ir descubriendo las diferentes distracciones que el transatlántico ofrecía a un hombre maduro, de salud delicada y cierto exceso de peso.
El gran Queen entró en el puerto de Nueva York el lunes por la mañana; allí fue recibido por miles de personas. Charlie pensó en cuán diferente habría sido para los pioneros, a bordo del Mayflower, sin comité de bienvenida y sin saber qué esperar de los nativos. En el fondo, Charlie tampoco estaba muy seguro de qué le depararían los nativos.
A instancias de Daphne, había reservado habitación en el hotel Waldorf Astoria, pero en cuanto deshicieron las maletas decidieron que no había motivos para sentarse y relajarse. Se levantó a las cuatro y media de la mañana siguiente y, mientras leía por encima los periódicos de la mañana, se fijó por primera vez en el nombre de la señora Simpson. [18] Devorados los diarios, salió del hotel y paseó por la Quinta Avenida, examinando los escaparates de las tiendas. La inventiva y originalidad que desplegaban los comerciantes de Manhattan, comparadas con lo que se veía en la calle Oxford, le fascinaron.
Las tiendas abrieron a las nueve y tomó nota de todos los detalles. Paseó por los pasillos de los almacenes de moda, situados sobre todo en las esquinas, examinó las existencias, observó a los dependientes y siguió a algunos clientes por el almacén para saber qué compraban. Las tres primeras noches que pasó en Nueva York llegó a la cama exhausto.
No fue hasta la cuarta mañana, después de terminar con la Quinta Avenida y Madison, cuando Charlie se desplazó a Lexington, donde descubrió «Bloomingdales», y Becky comprendió en aquel momento que había perdido a su marido por el resto de su estancia.
Charlie se concentró las cuatro primeras horas en subir y bajar por las escaleras automáticas, hasta hacerse una idea global de la distribución del edificio. Procedió después a estudiar cada planta, departamento por departamento, tomando copiosas notas. Compraron perfumes, artículos de piel y joyas en la planta baja; bufandas, sombreros, guantes y objetos de escritorio en la primera planta; prendas para caballero en la segunda, y para señora en la tercera. Artículos de hogar en la cuarta, y continuaron subiendo hasta descubrir que las oficinas de la empresa se hallaban en la duodécima planta, ocultas discretamente tras un letrero de «Prohibido entrar». Charlie ardía en deseos de conocer la distribución de aquella planta, pero carecía de medios para averiguarlo.
El cuarto día llevó a cabo un detenido estudio de la ubicación de los mostradores, y empezó a dibujar los planos individuales. Aquella mañana, cuando se encaminó a la escalera automática, que conducía a la tercera planta, dos fornidos jóvenes le cerraron el paso.
– ¿Pasa algo?
– No estamos seguros, señor -dijo uno de los gorilas-, pero somos detectives de los almacenes y queremos preguntarle si tiene la bondad de acompañarnos.
– Será un placer -contestó Charlie, incapaz de adivinar cuál era el problema.
Subieron en el ascensor a la planta que nunca había visto y le guiaron por un largo pasillo hasta una habitación desnuda que había al final. No había cuadros en las paredes ni alfombras en el suelo; el único mobiliario consistía en tres sillas de madera y una mesa. Le dejaron solo. Momentos después, entraron dos hombres de mayor edad en la habitación.
– ¿Le importaría contestar a unas preguntas, señor? -preguntó el más alto.
– No, en absoluto -contestó Charlie, asombrado por el extraño trato que le estaban dispensando.
– ¿De dónde es usted? -preguntó el primero.
– De Inglaterra.
– ¿Y cómo llegó aquí? -inquirió el segundo.
– En el viaje inaugural del Queen Mary.
Observó que ambos expresaban perplejidad al escuchar su respuesta.
– En ese caso, señor, ¿por qué lleva dos días recorriendo los almacenes y tomando nota, sin comprar ni un solo artículo?
Charlie estalló en carcajadas.
– Porque soy el dueño de veinticuatro tiendas en Londres. Comparaba, simplemente, sus métodos norteamericanos con los míos.
Los dos hombres cuchichearon nerviosamente entre sí.
– ¿Puedo preguntarle su nombre, señor?
– Trumper, Charlie Trumper.
Uno de los hombres se puso en pie y abandonó la habitación. Charlie intuyó que no habían terminado de creerse su historia. Le recordó lo que había ocurrido cuando le habló a Tommy de su primera tienda. El otro hombre permaneció en silencio, de modo que los dos estuvieron sentados frente a frente sin decir nada durante varios minutos, hasta que la puerta se abrió y entró un caballero alto y elegante, que vestía un traje marrón oscuro, zapatos del mismo color y una corbata de tonos dorados. Casi se precipitó con los brazos extendidos para abrazar a Charlie.
– Le presento mis disculpas, señor Trumper -fueron sus primeras palabras-. Ignorábamos que se encontraba en Nueva York, ni que estuviera visitando los almacenes. Me llamo John Bloomingdale, y soy el dueño de este humilde local que, según mis noticias, se ha dedicado usted a examinar.
– Ya lo creo -empezó Charlie, pero el señor Bloomingdale le interrumpió al instante.
– Estamos a la par, porque yo también eché un vistazo a sus famosas tiendas de Chelsea Terrace, que me dieron una o dos ideas.
– Habla en serio? -preguntó Charlie, incrédulo.
– Oh, desde luego. ¿No ha visto la bandera de Estados Unidos en nuestro escaparate principal, con los cuarenta y ocho estados representados con flores de diferentes colores?
– Bueno, sí, pero…
– Se los robamos en el viaje que mi esposa y yo hicimos para asistir a las bodas de plata. Considéreme a su servicio, señor.
Los dos detectives exhibieron amplias sonrisas.
Aquella noche, Becky y Charlie fueron a cenar a la residencia particular de los Bloomingdale, en la encrucijada de la Sesenta y Una y Madison. John Bloomingdale respondió a todas las preguntas de Charlie hasta altas horas de la madrugada.
Al día siguiente, el propietario del «humilde local» ofreció una gira oficial a Charlie por los almacenes, mientras Patty Bloomingdale acompañaba a Becky al museo de Arte Metropolitano y al Frick, bombardeando a Becky con preguntas relativas a la señora Simpson, a las que Becky no sabía contestar, pues jamás había oído hablar de ella hasta que llegaron de Inglaterra.
Después, viajaron a Chicago en tren; allí se alojaron en el Stevens. Al llegar descubrieron que la habitación se había transformado en una suite. El señor Joseph Field, de «Marshall Field's», había dejado una nota de su puño y letra, invitándoles a cenar la noche siguiente.
Durante la cena, que se celebró en la mansión de Lake Shore Drive, Charlie recordó al señor Field el anuncio en que describía sus grandes almacenes como situados entre los mayores del mundo, y le advirtió que Chelsea Terrace era dos metros más larga.
– Ah, pero ¿le dejarán construir un edificio de veintiuna plantas, señor Trumper?
– Veintidós -rectificó Charlie, ignorando si el ayuntamiento de Londres le iba a conceder el permiso.
Al día siguiente, Charlie aumentó sus conocimientos sobre grandes almacenes visitando «Marshall Field's» por dentro. Admiró en especial el sentido de equipo que poseían los empleados. Todas las chicas vestían elegantes uniformes verdes, con las letras MF bordadas en oro en las solapas, traje gris los encargados de cada planta, y chaquetas cruzadas de tonos oscuros los directores.
– Eso permite a los clientes localizar a un miembro de mi plantilla cuando necesitan que alguien les ayude, sobre todo cuando se producen aglomeraciones -explicó el señor Field.
Mientras Charlie dedicaba todo su interés a la organización de «Marshall Field's», Becky pasaba interminables horas en el Instituto de Arte, admirando en especial las obras de Wyeth y Remington que, en su opinión, debían hacer exposiciones en Londres. Volvió a Inglaterra con una muestra de cada artista embalada en maletas recién adquiridas, pero el público de Inglaterra no vio ni el óleo ni la escultura hasta pasados unos años, porque, una vez sacados de las maletas, Charlie no permitió que salieran de la casa.
Al acabar el mes se hallaban agotados, y seguros de una sola cosa: querían volver a Estados Unidos infinidad de veces, aunque temían que jamás podrían ponerse a la altura de la hospitalidad recibida, tanto si los Field como los Bloomingdale decidían presentarse un día en Chelsea Terrace. Con todo, John Field le pidió un pequeño favor a Charlie, y éste se comprometió a ocuparse de ello personalmente en cuanto volviera a Londres.
Los rumores de la relación sentimental entre el rey y la señora Simpson, que Charlie había seguido con todo detalle en la prensa norteamericana, comenzaban a llegar a oídos de los ingleses, y
Charlie se sintió entristecido cuando el rey consideró necesario anunciar su abdicación. La inesperada e imprevista responsabilidad recayó sobre los hombros del duque de York, que se convirtió en el rey Jorge VI.
La otra noticia que Charlie había seguido con gran nerviosismo fue la subida al poder en la Alemania nazi de Adolf Hitler; era incapaz de entender por qué el primer ministro hacía caso omiso de la sabiduría popular y no aceptaba que la única solución era atizarle un buen mamporro en la nariz al tipo.
– No es un pilluelo del East End -explicó Becky a su marido durante el desayuno-, sino el jefe del estado.
– Peor aún -replicó Charlie-, porque eso es exactamente lo que le ocurriría a herr Hitler si se atreviera a asomar la jeta por Whitechapel.
Pocas novedades comunicó el señor Arnold a Charlie después de su vuelta, pero enseguida percibió los efectos que la visita a la costa este de Estados Unidos había causado en su patrón, pues durante los días sucesivos padeció un bombardeo incesante de órdenes e ideas.
– La Asociación de Tiendas -advirtió Arnold al presidente durante la asamblea general del lunes por la mañana, después de que Charlie terminara de elogiar las virtudes de los norteamericanos por enésima vez- ya está hablando muy en serio de los efectos que una guerra con Alemania provocarían en los negocios.
– Bastarían para apaciguar a cualquier hombre -dijo Charlie, sentándose tras su escritorio-. De todos modos, Alemania no nos declarará la guerra… No se atreverán. Al fin y al cabo, no pueden haber olvidado lo que sucedió la última vez. Bien, ¿a qué otros problemas nos enfrentamos?
– Descendiendo a un nivel más terrenal -intervino Tom, desde el otro lado del escritorio-, todavía no he encontrado a la persona idónea para dirigir la joyería, desde que Norman Slade se jubiló.
– Pon anuncios en las revistas del ramo y comunícame tus adelantos. ¿Algo más?
– Sí, un tal Ben Schubert quiere verle.
– ¿Qué quiere?
– Es un judío alemán refugiado, pero se ha negado a decir por qué quiere verle.
– Pues cítale cuando vuelva a llamarte.
– En este momento está sentado en la sala de espera del despacho.
– ¿En la sala de espera? -preguntó Charlie, sin dar crédito a sus oídos.
– Sí. Viene cada mañana y se sienta sin decir nada.
– ¿No le explicaste que estaba en Inglaterra?
– Sí, pero creo que no sirvió de nada.
– «El sufrimiento es el distintivo de nuestra tribu» -murmuró Charlie-. Hazle pasar.
Una figura encorvada, diminuta y con aspecto de cansancio entró en la oficina del presidente y esperó a que le ofrecieran un asiento. Charlie sospechó que el hombre no era mucho mayor que él. Se levantó y rogó al visitante que se acomodara en una butaca. Después, le preguntó qué deseaba.
El señor Schubert dedicó algún tiempo a explicar cómo había escapado de Hamburgo con su mujer y sus dos hijas, después de que muchos amigos fueran enviados a campos de concentración, sin que nunca más se supiera de ellos.
Charlie escuchó las experiencias del señor Schubert en manos de los nazis sin pronunciar palabra. La fuga del hombre y su descripción de lo que estaba sucediendo en Alemania eran dignas de una novela de John Buchan, [19] y eran mucho más intensas que cualquier reportaje reciente de los periódicos.
– ¿En qué puedo ayudarle? -preguntó Charlie.
El refugiado sonrió por primera vez, exhibiendo dos dientes de oro. Cogió el portafolios que guardaba a su lado, lo depositó sobre el escritorio de Charlie y lo abrió poco a poco. Charlie contempló la más hermosa colección de piedras preciosas que había visto en su vida, diamantes y amatistas, algunas en magníficos engastes. Su visitante quitó lo que resultó ser, nada más y nada menos, que una delgada bandeja bajo la que aparecieron piedras sueltas, más rubíes, topacios, diamantes, perlas y jades, que llenaban la caja hasta el fondo.
– Esto es un modesto ejemplo de lo que he dejado atrás, los restos de un negocio fundado por mi padre, y por su padre antes que él. Ahora, debo vender lo que ha quedado para asegurar la supervivencia de mi familia.
– ¿Se dedicaba al negocio de la joyería?
– Veintiséis años -contestó el judío-. Desde muy joven.
– ¿Cuánto confía en obtener por este lote? -Charlie señaló el maletín abierto.
– Tres mil libras -contestó sin vacilar el señor Schubert-, Mucho menos de su valor auténtico, pero ya no tengo tiempo ni voluntad para regatear.
Charlie abrió el cajón de la derecha, sacó un talonario y escribió las palabras «Páguese al señor Schubert la cantidad de tres mil libras». Lo empujó hacia el judío.
– No ha verificado su valor -dijo el señor Schubert.
– No es necesario -replicó Charlie, poniéndose en pie-, porque las venderá como nuevo director de mi joyería. Eso significa también que deberá rendir cuentas ante mí si no alcanzan el valor que usted proclama. Cuando haya pagado el préstamo, hablaremos de su comisión.
Una astuta sonrisa deformó las facciones del señor Schubert.
– Le enseñaron bien en el East End, señor Trumper.
– Ustedes son nuestro ejemplo viviente -sonrió Charlie-, No olvide que mi suegro era de los suyos.
Ben Schubert se levantó y abrazó a su nuevo patrón.
Lo que Charlie no había previsto era que muchos refugiados judíos se precipitarían hacia la joyería «Trumper's», y cerrarían tal cantidad de tratos con el señor Schubert que Charlie nunca más tendría que preocuparse por el negocio.
Una semana más tarde, aproximadamente, Tom Arnold entró en el despacho del presidente sin llamar a la puerta. Charlie observó que su director gerente se encontraba muy agitado.
– ¿Cuál es el problema? -se limitó a preguntar.
– Un robo.
– ¿Dónde?
– En el 133, ropa de señora.
– ¿Qué han robado?
– Dos pares de zapatos y un vestido.
– En ese caso, sigue los procedimientos habituales especificados en las ordenanzas de la empresa. Empieza por llamar a la policía.
– No es tan sencillo.
– Claro que es sencillo. Un ladrón es un ladrón.
– Pero ella afirma…
– Que su madre tiene noventa años y se está muriendo de cáncer, dejando aparte el hecho de que todos sus hijos son subnormales.
– No, que es su hermana.
Charlie hizo girar la silla, calló un momento y exhaló un largo suspiro.
– ¿Qué has hecho?
– Todavía nada. Le dije al director que la retuviera hasta que yo hablara con usted.
– Bien, vamos a ello -dijo Charlie.
Se levantó y avanzó hacia la puerta. Ninguno de los dos volvió a hablar hasta que llegaron al 133, donde un nervioso Jim Grey les esperaba en la puerta.
– Lo sentó, señor presidente -fueron sus primeras palabras.
– No has de sentir nada, Jim -contestó Charlie, dirigiéndose a la trastienda.
Encontró a Kitty sentada a una mesa, la polvera en la mano, aplicándose carmín a los labios.
En cuanto vio a Charlie cerró la polvera y la dejó caer en su bolso. Sobre la mesa, frente a ella, había dos pares de zapatos y un vestido. Charlie pensó que a Kitty todavía le gustaba lo mejor, porque había elegido los artículos de precio más elevado. Kitty sonrió a su hermano, pero el lápiz de labios no la favorecía.
– Ahora que ha llegado el gran jefe, te vas a enterar de quién soy yo -dijo Kitty, mirando a Jim Grey.
– Eres una ladrona -dijo Charlie-, Eso es lo que eres.
– Vamos, Charlie, ahórratelo. -Su voz no expresó el menor remordimiento.
– Esa no es la cuestión, Kitty. Si yo…
– Si me llevas ante la ley diciendo que soy una choriza, la prensa se lo va a pasar en grande. No te atreverás a permitir que me detengan, Charlie, y tú lo sabes.
– Esta vez no, tal vez, pero es la última, te lo prometo. Si esta dama -continuó, volviéndose hacia el director- intenta otra vez irse sin pagar, llame a la policía y ocúpese de que la acusen sin hablar de mí para nada. ¿Me he expresado con claridad, señor Grey?
– Sí, señor.
– Sí, señor, no, señor, bla bla bla. No te preocupes, Charlie, no volveré a molestarte.
Charlie no pareció muy convencido.
– La semana que viene me voy a Canadá, donde vive un miembro de la familia que todavía se preocupa por mí.
Charlie iba a protestar, pero Kitty cogió los zapatos y el vestido y los guardó en el bolso. Pasó sin pestañear frente a los tres hombres.
– Un momento -dijo Tom Arnold.
– Vete a tomar por el culo -dijo Kitty, saliendo de la tienda.
Tom se volvió hacia el presidente, que contemplaba a su hermana. Esta se alejó sin mirar atrás ni una vez.
– Tranquilo, Tom. Aún nos ha salido barato.
El 30 de septiembre de 1938, Chamberlain regresó de Múnich, donde había sostenido conversaciones con el canciller alemán. A Charlie no le convenció el documento «Paz en nuestros días, paz con honor» que agitaba ante las cámaras, porque después de escuchar las descripciones de primera mano que Ben Schubert le había proporcionado sobre los acontecimientos en el Tercer Reich, estaba seguro de que la guerra con Alemania era inevitable. El reclutamiento forzoso para los mayores de veinte años ya se había debatido en el Parlamento. Daniel cursaba el último año en San Pablo, a la espera de solicitar el ingreso en la universidad, y Charlie no podía soportar la idea de perder a un hijo en otra guerra con los alemanes. La beca en Cambridge conseguida por Daniel sólo hacía que aumentar sus temores.
Cuando Hitler invadió Polonia, el uno de septiembre de 1939, Charlie comprendió que Ben Schubert no había exagerado. Dos días después, Inglaterra declaró la guerra.
Durante las primeras semanas posteriores a la declaración de hostilidades se produjo una calma pasajera, casi un anticlímax, y de no haber sido por el creciente número de hombres uniformados que desfilaban en ambas direcciones de Chelsea Terrace, Charlie casi habría olvidado que Gran Bretaña se hallaba comprometida en una guerra.
Durante este período sólo se puso a la venta el restaurante, y Charlie ofreció al señor Scallini un precio justo, que el hombre aceptó sin dudarlo, antes de regresar a su Florencia natal. Tuvo más suerte que otros, internados por el simple motivo de poseer un apellido alemán o italiano. Charlie cerró de inmediato el local (pues no estaba seguro de lo que iba a hacer con el edificio). Comer fuera ya no era una prioridad para los londinenses. Una vez transferida la propiedad de Scallini, sólo la librería de viejo y la agrupación presidida por el señor Wrexall seguían en manos de otros comerciantes, pero el significado del bloque de pisos vacíos propiedad de la señora Trentham se hacía más evidente a cada día que pasaba.
El 6 de septiembre de 1940 finalizó la falsa tregua, cuando las primeras bombas cayeron sobre la capital. Después de aquello, los londinenses emigraron en oleadas al campo. Charlie se negó a trasladarse, y llegó a ordenar que se colocaran letreros de «El negocio continúa» en todos los escaparates de sus tiendas. De hecho, las únicas concesiones que hizo a herr Hitler fue cambiar su dormitorio al sótano y encontrar alojamiento en Cambridge para Daniel, con el fin de que no necesitara regresar a Londres para pasar las largas vacaciones.
Dos meses después, en plena noche, un agente de policía despertó a Charlie para comunicarle que la primera bomba había caído en Chelsea Terrace. Corrió en bata y zapatillas a Gilston Road para inspeccionar los daños.
– ¿Han matado a alguien? -preguntó, sin dejar de correr.
– Creemos que no -respondió el agente, intentando no quedarse atrás.
– ¿Sobre qué tienda ha caído la bomba?
– No sabría decírselo, señor Trumper. Sólo sé que todo Chelsea Terrace parece estar ardiendo.
Charlie dobló la esquina de Fulham Road y vio espesas llamaradas rojas y humo negro que se elevaban hacia el cielo. La bomba había caído sobre los pisos de la señora Trentham, destruyéndolos por completo, destrozando al mismo tiempo los escaparates de tres tiendas pertenecientes a Charlie y derrumbando el tejado de «Sombreros y Bufandas».
Cuando los bomberos abandonaron la avenida, sólo quedaba de los pisos un esqueleto humeante y gris, justo en mitad del bloque. A medida que transcurrían los días, Charlie comprendió lo que era obvio: la señora Trentham no tenía la menor intención de hacer nada hasta que la guerra terminara.
En mayo de 1940, el señor Churchill sustituyó a Chamberlain como primer ministro. Charlie cobró más confianza sobre el futuro. Incluso comentó con Becky la posibilidad de alistarse otra vez.
– ¿Hace mucho tiempo que no te miras en el espejo? -preguntó su mujer, lanzando una carcajada.
– Sé que podría ponerme en forma de nuevo -dijo Charlie, metiendo el estómago-. En cualquier caso, no sólo necesitan tropas para la primera línea.
– Serás mucho más útil manteniendo abiertas al público las tiendas.
– Arnold lo haría tan bien como yo. Además, es quince años mayor que yo.
Sin embargo, Charlie llegó de mala gana a la conclusión de que Becky estaba en lo cierto cuando Daphne se presentó para comunicarles que Percy se había alistado en su antiguo regimiento.
– Le han dicho que, esta vez, es demasiado viejo para servir en el extranjero, gracias a Dios -les confió-. Le han destinado a un puesto burocrático en el ministerio de la Guerra.
La tarde siguiente, mientras Charlie inspeccionaba las reparaciones, tras otro bombardeo nocturno, Tom Arnold le avisó de que el comité de Syd Wrexall empezaba a comentar la posibilidad de vender las once tiendas restantes, así como el propio «El Mosquetero».
– No hay prisa -contestó Charlie-. Se las quitarán de encima antes de un año.
– Para entonces, cabe la posibilidad de que la señora Trentham las haya comprado por un precio ridículo.
– No lo hará mientras siga la guerra. De todos modos, esa maldita mujer sabe muy bien que estaré atado de pies y manos mientras ese maldito cráter continúe en mitad de Chelsea Terrace.
– Oh, mierda -exclamó Tom, cuando las sirenas de alarma volvieron a sonar-. Ya vuelven a la carga.
– No lo dudes -dijo Charlie, escudriñando el cielo-. Será mejor que hagas bajar al sótano a los empleados… y rápido.
Charlie salió corriendo a la calle. Un hombre de la ARP [20] pasaba en bicicleta por la calle, gritando que todo el mundo se dirigiera lo antes posible al metro más próximo. Tom Arnold había instruido a sus directores para que cerraran las tiendas y pusieran a salvo a los trabajadores en el sótano en menos de cinco minutos, lo cual trajo reminiscencias a Charlie de la huelga general. Sentados en el almacén del número 1, esperando la señal de que había pasado el peligro, Charlie observó a los conciudadanos londinenses que le rodeaban y se dio cuenta de que sus mejores hombres jóvenes ya se habían ido de «Trumper's» para alistarse, y que le quedaban menos de las dos terceras partes de su plantilla fija, la mayoría mujeres.
Algunas mecían a niños pequeños en sus brazos, otras trataban de dormir. En una esquina, dos empleados proseguían una partida de ajedrez, como si la guerra no fuera más que un inconveniente. En el centro del sótano, un par de muchachas practicaban el último paso de baile, en el estrecho espacio que aún no había sido ocupado.
Todos oyeron las bombas cuando cayeron sobre ellos. Becky aseguró a Charlie que una había caído en las cercanías.
– ¿Sobre la taberna de Syd Wrexall, tal vez? -preguntó Charlie, intentando disimular una sonrisa-. Eso le enseñará a no servir más licor de la cuenta.
La sirena que indicaba la desaparición del peligro sonó por fin. Cuando salieron, cenizas y polvo llenaban el aire nocturno.
– Acertaste respecto a la taberna de Syd Wrexall -dijo Becky, mirando a la esquina más alejada de la manzana, pero los ojos de Charlie no se hallaban fijos en «El Mosquetero».
Becky siguió la mirada de Charlie. Una bomba había caído de lleno sobre su verdulería.
– Los muy cabrones -masculló él-. Esta vez se han pasado. Voy a alistarme.
– ¿Y de qué servirá?
– No lo sé, pero al menos me sentiré más involucrado en esta guerra, en lugar de seguir sentado como un idiota.
– ¿Y las tiendas? ¿Quién se hará cargo de ellas?
– Arnold me sustituirá en mi ausencia.
– Pero ¿y Daniel y yo? ¿Se cuidará de nosotros mientras tú estés fuera? -preguntó Becky, alzando la voz.
Charlie guardó silencio unos instantes, meditando sobre los razonamientos de Becky.
– Daniel es lo bastante mayor para cuidarse de sí mismo, y tú procurarás que «Trumper's» siga a flote. Ni una palabra más, Becky, porque ya he tomado mi decisión.
Nada de lo que dijo o hizo Becky a continuación evitó que Charlie se alistara. Ante su sorpresa, los Fusileros se sintieron encantados por el regreso a sus filas de su antiguo sargento, y le enviaron de inmediato a un campamento de reclutas, cerca de Cardiff.
Charlie, ante la mirada ansiosa de Tom Arnold, besó a su esposa, abrazó a su hijo y estrechó la mano de su director gerente. Después, se despidió de los tres agitando la mano.
Mientras viajaba hacia Cardiff en un tren abarrotado de juveniles reclutas, no mucho mayores que Daniel (la mayoría de los cuales insistían en llamarle «señor»), Charlie se sintió viejo. Un destartalado camión les recogió en la estación, conduciéndoles después a los barracones.
– Me alegro de que haya vuelto, Trumper -dijo una voz cuando se detuvo en el terreno de instrucción por primera vez en veinte años.
– Stan Russell. Santo Dios, ¿ahora es usted el sargento de la compañía? Sólo era cabo interino cuando…
– Lo soy, señor. -La voz de Russell se convirtió en un susurro-. Me ocuparé de que no reciba el mismo trato que los demás, camarada.
– No, no lo hagas, Stan. Necesito un trato todavía peor -dijo Charlie, colocando las manos sobre su estómago.
Aunque los suboficiales trataron a Charlie con mayor gentileza que a los reclutas, la primera semana de entrenamiento básico le recordó el escaso ejercicio que había hecho durante los últimos veinte años, y cuando se sintió hambriento descubrió enseguida que lo ofrecido por el NAAFI no podía considerarse de ningún modo apetitoso. Intentar dormir cada noche en una cama de muelles, sobre un colchón de cinco centímetros de espesor, aumentó su desagrado hacia herr Hitler.
Al finalizar la segunda semana, Charlie ya había ascendido a cabo, y le dijeron que si deseaba quedarse en Cardiff como instructor, le nombrarían oficial de instrucción, con el grado de capitán.
– ¿Es que esperamos la visita de los alemanes en Cardiff, chaval? -preguntó Charlie-, No tenía ni idea de que jugaran al rugby.
Transmitieron a sus superiores estas palabras, de modo que Charlie continuó de cabo, hasta completar el entrenamiento básico. A las ocho semanas ya era sargento, al mando de un pelotón que se encargó de adiestrar y preparar para su siguiente destino. A partir de aquel momento, prohibió a sus hombres que perdieran cualquier tipo de concurso, desde tiro con rifle a boxeo, y los «Terriers de Trumper» se convirtieron en el ejemplo a seguir por el resto del batallón durante las cuatro semanas restantes.
Diez días antes de completar su entrenamiento, Stan Russell comunicó a Charlie que el batallón marcharía con destino a África, donde se uniría a Wavell en el desierto. A Charlie le encantó la noticia, pues admiraba desde hacía mucho tiempo la reputación del coronel poeta.
El sargento Trumper empleó los últimos días de la semana en ayudar a sus chicos a escribir cartas a la familia y a las novias. No les imitó hasta el último momento. Confesó a Stan que sólo se sentía preparado para librar una batalla verbal con los alemanes.
Se hallaba con su pelotón, en plena demostración de cómo funcionaba un Bren, cuando un sofocado teniente se acercó a él.
– Trumper.
– Señor. -Charlie se cuadró.
– El jefe del batallón quiere verle inmediatamente.
– Sí, señor -dijo Charlie.
Encargó al cabo que continuara la clase y corrió detrás del teniente.
– ¿Por qué vamos tan aprisa? -preguntó Charlie.
– Porque el jefe del batallón vino corriendo a buscarme.
– Entonces, se tratará de alta traición, como mínimo.
– Dios sabe de qué se trata, sargento, pero no tardará en averiguarlo -dijo el teniente, deteniéndose ante la puerta del jefe del batallón.
El teniente, con Charlie pisándole los talones, entró en la oficina del coronel sin llamar.
– Se presenta el sargento Trumper, 7312087…
– Ahórrese toda esa mierda, Trumper -dijo el coronel, mientras Charlie le veía pasear de un lado a otro, y palmearse la pierna con una fusta-. Mi coche le espera en la puerta. Se marcha ahora mismo a Londres.
– ¿A Londres, señor?
– Sí, a Londres, Trumper. El señor Churchill acaba de telefonear. Desea verle lo antes posible.
El chófer del coronel hizo todo cuanto pudo por llegar a Londres con la mayor rapidez posible. Hundió el pie en el acelerador hasta que la aguja rebasó los ciento veinte kilómetros por hora. No obstante, retenidos continuamente en ruta por convoyes de tropas, camiones de transporte y, en cierto momento, por tanques Warrior, resultó una empresa difícil. Cuando por fin llegaron a Chiswick, en los aledaños de Londres, se produjo un apagón, seguido de un ataque aéreo, seguido del cese de la alarma, seguido por incontables embotellamientos en el trayecto hasta Downing Street.
A pesar de que contó con seis horas para preguntarse por qué deseaba verle el señor Churchill, cuando el coche frenó ante el número 10 Charlie sabía tanto como cuando salió del cuartel de Cardiff, a primera hora de la tarde.
Se identificó ante el policía que montaba guardia en la puerta. Éste consultó su agenda, golpeó la aldaba de metal y permitió que Charlie entrara en el vestíbulo. La primera reacción de Charlie al cruzar el umbral del número 10 fue de sorpresa, al descubrir que la casa era muy pequeña, comparada con la residencia de Daphne en Eaton Square.
Una joven oficial se acercó para recibirle y le condujo a una antesala.
– El primer ministro se halla reunido en este momento con el embajador de Estados Unidos -explicó la muchacha-, pero no creo que la entrevista con el señor Kennedy se prolongue demasiado.
– Gracias -contestó Charlie.
– ¿Le apetece una taza de té?
– No, gracias.
Charlie estaba demasiado nervioso para pensar en beber té. Cuando la oficial cerró la puerta, cogió un ejemplar de Lilliput de una mesilla auxiliar y hojeó las páginas, sin molestarse en asimilar las palabras.
Tras mirar por encima todas las revistas de la mesa, algunas incluso atrasadas, concentró su interés en los cuadros de la pared. Wellington, Palmerston y Disraeli, cuadros inferiores que Becky no habría vendido en el número 1. Becky. Dios bendito, pensó, ni siquiera sabe que estoy en Londres. Se encaminó al teléfono que descansaba sobre el aparador, pero se arrepintió de la idea al instante. Frustrado, se puso a dar zancadas por la habitación, con la misma sensación de un paciente aguardando a que el médico le confirmara si el diagnóstico era terminal. De pronto, la puerta se abrió y la oficial apareció.
– El primer ministro le recibirá ahora, señor Trumper -dijo.
Después, le precedió por una estrecha escalera, flanqueada por cuadros de anteriores primeros ministros. Cuando llegó a Chamberlain, se encontró en el rellano ante un hombre de un metro setenta y cinco de estatura, los brazos en jarras y las piernas separadas, que le miraba con aire desafiante.
– Trumper -dijo Churchill, extendiendo la mano-. Me alegro de que haya acudido con tanta rapidez. Confío en no haber interrumpido nada importante.
Una clase, pensó Charlie, pero decidió no mencionar el hecho, y siguió al primer ministro al interior de su estudio. Churchill le indicó con un ademán que tomara asiento en una cómoda butaca de orejas, cerca del fuego. Charlie contempló los troncos que se quemaban y recordó las severas instrucciones que el primer ministro había dictado a la nación, recomendando el ahorro de carbón,
– Se estará preguntando qué ocurre -dijo el primer ministro, encendiendo un puro y abriendo una carpeta que descansaba sobre sus rodillas y empezó a leer,
– Sí, señor -contestó Charlie, sin recibir ninguna explicación.
Churchill continuaba leyendo las numerosas notas desplegadas frente a él.
– Veo que tenemos algo en común.
– ¿De veras, primer ministro?
– Ambos servimos en la Gran Guerra.
– La guerra que terminaría con todas las guerras.
– Sí, volvió a equivocarse, ¿eh? Pero era un político. -El primer ministro rió por lo bajo antes de seguir leyendo. De pronto, levantó la vista-. Sin embargo, los dos hemos de jugar papeles mucho más importantes en esta guerra, Trumper, y no puedo permitir que pierda su tiempo dando clases a los reclutas en Cardiff.
El maldito lo sabe todo, pensó Charlie.
– Cuando una nación está en guerra, Trumper -dijo el primer ministro, cerrando la carpeta-, la gente imagina que la victoria está garantizada, siempre que tengamos más tropas y mejor equipamiento que el enemigo. No obstante, pueden perderse batallas por culpa de algo que los generales no controlan. Una pieza se estropea y paraliza las ruedas. Caramba, hoy mismo he tenido que disponer un nuevo departamento en el ministerio de la Guerra para descifrar mensajes en clave. He robado a Cambridge sus dos mejores profesores, junto con sus ayudantes, para intentar resolver el problema. Piezas de incalculable valor, Trumper.
– Sí, señor -contestó Charlie, sin saber de qué estaba hablando aquel hombre.
– Tengo un problema con otra de esas piezas, Trumper, y mis consejeros me han dicho que usted es el hombre más indicado para aportar la solución.
– Gracias, señor.
– Comida, Trumper, y lo más importante, su distribución. Según me ha dado a entender el ministro responsable, las provisiones empiezan a escasear con gran rapidez. Ni siquiera nos llegan las suficientes patatas de Irlanda. Uno de los mayores problemas con el que me enfrento en este momento es mantener lleno el estómago de la nación, sufragando una guerra en las costas enemigas y, al mismo tiempo, impidiendo que nuestras rutas de aprovisionamiento queden cerradas. El ministro me ha comentado que, con frecuencia, pasan semanas antes de que se trasladen los alimentos que llegan a los puertos, y a veces terminan donde no es debido.
»Además, nuestros granjeros se quejan de que no pueden realizar su trabajo a plena satisfacción porque reclutamos a sus mejores hombres para las fuerzas armadas, y no reciben ninguna subvención del gobierno como compensación. -Hizo una pausa para volver a encender el puro -. Lo que estoy buscando, pues, es un hombre que se haya pasado la vida comprando, vendiendo y distribuyendo comida, alguien que haya vivido en la plaza del mercado y al que tanto granjeros como proveedores respeten. En suma, señor Trumper, le necesito a usted. Quiero que se convierta en la mano derecha de Woolton, se encargue de que recibamos los suministros y de que sean distribuidos a los lugares adecuados. No se me ocurre un trabajo más importante, y confío en que desee aceptar el reto.
El deseo de comenzar cuanto antes debió reflejarse en los ojos de Charlie, porque el primer ministro no se molestó en esperar su respuesta.
– Bien, veo que ha captado la idea básica. Preséntese en el ministerio de Alimentación a las ocho de la mañana. Un coche le recogerá en su casa a las ocho menos cuarto.
– Gracias, señor -dijo Charlie, sin explicarle al primer ministro que si un coche se hubiera presentado sin avisar a las ocho menos cuarto, habría llegado con un retraso de tres horas.
– Ah, Trumper, voy a nombrarle general de brigada, para darle ánimos.
– Prefiero seguir siendo Charlie Trumper, nada más.
– ¿Por qué?
– Es posible que en algún momento deba tratar con dureza a un general.
El primer ministro se quitó el puro de la boca y lanzó una estentórea carcajada. Después, acompañó a su invitado hasta la puerta.
– Trumper -dijo, apoyando la mano en el hombro de Charlie-, si lo considera necesario, no dude en venir a verme, si considera que vale la pena. De día o de noche. Ya sabe que no pierdo el tiempo durmiendo.
– Gracias, señor -contestó Charlie, empezando a bajar la escalera.
– Buena suerte, Trumper, y dele de comer a la gente.
La oficial acompañó a Charlie al coche y le saludó cuando se sentó en el asiento delantero. Charlie se quedó sorprendido, porque aún llevaba el uniforme de sargento.
Pidió al chófer que le condujera a Little Boltons, pasando por Chelsea Terrace. Le entristeció ver las calles del West End devastadas por las bombas, y comprendió que ninguna parte de Londres había escapado a los incesantes bombardeos aéreos alemanes.
Cuando llegó a casa, Becky abrió la puerta y le echó los brazos al cuello.
– ¿Qué quería el señor Churchill? -fue su primera pregunta.
– ¿Cómo sabes que he ido a ver al primer ministro?
– Llamaron del número 10 para preguntar dónde te podían localizar. Bien, ¿qué quería?
– Alguien que reparta frutas y verduras regularmente.
A Charlie le cayó bien James Woolton desde el primer momento. Aunque lord Woolton había llegado al ministerio de Alimentación con fama de ser un brillante hombre de negocios, admitió que no era un experto en el campo de Charlie, pero su departamento se encargaría de que Charlie recibiera toda la ayuda necesaria.
Destinaron a Charlie una amplia oficina en el mismo pasillo del ministro, así como un equipo de catorce personas, encabezado por un joven ayudante personal llamado Arthur Selwyn, recién salido de Oxford.
Charlie no tardó en descubrir que Selwyn tenía un cerebro agudísimo y, aunque carecía de experiencia en el ramo de Charlie, sólo necesitaba escuchar las cosas una vez.
La Marina le proporcionó una secretaria personal llamada Jessica Allen, la cual, al parecer, tenía ganas de trabajar las mismas horas que Charlie. Éste se preguntó por qué una chica tan atractiva e inteligente carecía de vida social, hasta que, repasando el expediente de la muchacha, descubrió que su prometido se había ahogado cuando los alemanes hundieron el Hood.
Charlie pronto recobró su vieja costumbre de presentarse en el despacho a las cuatro y media, antes de que llegaran las mujeres de la limpieza. Así podía leer los papeles hasta las ocho sin que nadie le molestara.
Dada la naturaleza especial de su misión, y el obvio apoyo del ministro, todas las puertas se abrían cuando él aparecía. Al cabo de un mes, casi todos los miembros de su equipo llegaban a las cinco, aunque sólo Selwyn se quedaba con él por las noches,
Durante aquel primer mes, Charlie se limitó a leer informes y escuchar las detalladas explicaciones de Selwyn sobre los problemas a que se habían enfrentado durante casi todo el año; de vez en cuando, iba a ver al ministro para que le aclarara un punto que no terminaba de comprender.
Al iniciarse el segundo mes, Charlie decidió visitar todos los puertos importantes del reino para averiguar quién retenía la distribución de comida, comida que, en ocasiones, se quedaba pudriéndose durante días en los almacenes de los muelles de toda la nación.
Al llegar a Liverpool descubrió que los alimentos no tenían prioridad sobre tanques u hombres en lo tocante a desplazamientos. Solicitó al ministerio que dispusiera una flota de vehículos propios, con el único propósito de distribuir los alimentos por todo el país.
Woolton logró conseguir setenta camiones, muchos de ellos, admitió, rechazados como excedentes de guerra.
– Nunca se me ocurriría algo semejante -dijo Charlie.
Sin embargo, el ministró aún no podía pedir hombres para que los condujeran.
– Si no hay hombres disponibles, señor ministro, necesito doscientas mujeres -pidió Charlie, y a pesar de las discretas burlas de los caricaturistas respecto al tema, la comida empezó a salir de los muelles a las pocas horas de su llegada.
Los estibadores reaccionaron positivamente ante las conductoras, y los líderes sindicales jamás se enteraron de que Charlie utilizaba un acento para hablar con ellos y otro cuando volvía al ministerio.
Una vez resuelto el problema de la distribución, Charlie tuvo que enfrentarse a dos dilemas más. Por una parte, los granjeros se quejaban de que no podían hacer repartos, porque las fuerzas armadas requisaban sus mejores hombres; por otra, Charlie averiguó que no recibía la suficiente comida del exterior a causa del éxito alcanzado por los submarinos alemanes.
Presentó dos soluciones a la consideración de Woolton.
– Me ha proporcionado chicas para conducir camiones -le dijo-. Esta vez necesito cinco mil para trabajar en las granjas.
Al día siguiente, la BBC entrevistó a Woolton, quien solicitó a la nación muchachas para trabajar la tierra. Se inscribieron quinientas durante las primeras veinticuatro horas, y el ministro consiguió las cinco mil que Charlie había pedido al cabo de diez semanas. Charlie dejó que prosiguieran las solicitudes hasta tener siete mil, y distinguió una amplia sonrisa en el rostro del presidente de los sindicatos agrícolas.
En cuanto a la falta de suministros, Charlie aconsejó a Woolton que comprara arroz, como dieta básica sustitutoria, a causa de la escasez de patatas.
– ¿Y de dónde sacamos el producto? -preguntó Woolton -. Los viajes a China y el Extremo Oriente son tan peligrosos que están fuera de toda consideración.
– Lo sé -contestó Charlie-, pero conozco a un proveedor de Egipto que nos proporcionará un millón de toneladas al mes.
– ¿Es de confianza?
– Por supuesto que no, pero su hermano aún trabaja en el East End, y si le internáramos durante unos meses, creo que podría llegar a un acuerdo con la familia.
– Si la prensa se entera de lo que vamos a hacer, Charlie, harán ligas con mis intestinos.
– Yo no se lo voy a decir, señor ministro.
Al día siguiente, Eli Calil se encontró internado en la cárcel de Brixton, mientras Charlie volaba a El Cairo para acordar con su hermano la entrega de un millón de toneladas de arroz al mes, arroz que había sido destinado previamente a los italianos.
Charlie accedió a que Nasim Calil recibiera la mitad del pago en libras esterlinas y la otra mitad en piastras, sin necesidad de documentación alguna, siempre que los cargamentos llegaran a tiempo. De lo contrario, el gobierno de Calil recibiría información detallada de la transacción.
– Eres muy justo, Charlie, como siempre. ¿Qué pasará con mi hermano Eli? -preguntó Nasim Calil.
– Le pondremos en libertad al finalizar la guerra, pero sólo si los cargamentos llegan a tiempo.
– Casi tan considerado como justo -replicó Nasim-. Un par de años en la cárcel no perjudicarán a Eli. Al fin y al cabo, es uno de los escasos miembros de mi familia que todavía no ha pasado por tal experiencia.
Charlie procuraba pasar un par de horas al día, como mínimo, con Tom Arnold, para estar al corriente de lo que ocurría en Chelsea Terrace. Arnold admitió que «Trumper's» se las iba arreglando para mantenerse a flote, si bien había considerado necesario cerrar cinco comercios y proteger con tablones otros cuatro. La noticia deprimió a Charlie, pues Syd Wrexall le había escrito para ofrecerle su agrupación de tiendas y la bombardeada taberna de la esquina por sólo seis mil libras, una suma que, según Wrexall, Charlie le había ofrecido en firme tiempo atrás. Lo único que Charlie debía hacer, aseguraba a Arnold en una carta, era firmar el talón.
Charlie estudió el contrato que Wrexall incluía.
– Le hice esa oferta antes de que la guerra estallara -dijo-. Devuélvale los documentos. Estoy seguro de que el año que viene, para estas fechas, cederá las tiendas por cuatro mil libras. De todos modos, trata de mantenerle animado, Tom.
– No será muy difícil -contestó Tom-. Desde que la bomba cayó sobre «El Mosquetero», Syd vive en Cheshire. Es dueño de una taberna en un pueblecito llamado Hatherton.
– Mejor aún -comentó Charlie-. Nunca le volveremos a ver. Aún estoy más convencido de que dentro de un año accederá a nuestra oferta, así que hagamos como si la carta no hubiera llegado. Al fin y al cabo, el correo no funciona muy bien en estos tiempos.
Charlie tuvo que dejar a Tom y viajar a Southampton, donde había llegado el primer cargamento de Calil. Sus camioneras habían acudido a recoger los sacos, pero el director del puerto se negaba a entregarlos sin una documentación debidamente firmada. Charlie podría haberse ahorrado el viaje, y no tenía la menor intención de repetirlo cada mes.
Cuando llegó al puerto descubrió enseguida que no existían problemas con los sindicatos, que deseaban descargar los sacos, o con sus chicas, que se hallaban sentadas en los guardabarros de sus camiones, a la espera de empezar la distribución.
Mientras tomaban una pinta en la taberna, Alf Redwood, el líder de los estibadores, advirtió a Charlie que el señor Simkins, director general de la Junta Portuaria, era muy meticuloso en lo concerniente al papeleo, y quería que todo se hiciera según las reglas.
– ¿De veras? -dijo Charlie-. En ese caso, tendré que proceder de acuerdo con las reglas, ¿verdad?
Pagó su ronda y se dirigió al edificio de la administración, donde solicitó ver al señor Simkins.
– Está bastante ocupado en este momento -contestó la recepcionista, absorta en pintarse las uñas.
Charlie pasó de largo y entró en el despacho de Simkins. Descubrió a un hombre calvo y delgado sentado detrás de un enorme escritorio, mojando un biscote en una taza de té.
– ¿Quién es usted? -preguntó el director del puerto, tan sorprendido que dejó caer el biscote dentro del té.
– Charlie Trumper. He venido a averiguar por qué no me entrega el arroz.
– Carezco de la autoridad pertinente -respondió Simkins, intentando rescatar el biscote que flotaba en la bebida-. Falta la documentación oficial procedente de El Cairo, y sus formularios de Londres son muy inadecuados, muy inadecuados.
Dedicó a Charlie una sonrisa de satisfacción.
– Tardaría días en conseguir la documentación necesaria.
– Ese no es mi problema.
– Pero estamos en guerra, señor.
– Por eso es fundamental respetar las ordenanzas. Estoy seguro de que los alemanes lo hacen.
– Me importa una mierda lo que hagan los alemanes. Tengo un millón de toneladas de arroz que entran por este puerto cada mes, y quiero distribuir hasta el último grano lo antes posible. ¿Me he expresado con claridad?
– En efecto, señor Trumper, pero yo necesito la documentación oficial, debidamente cumplimentada, antes de entregarle su arroz.
– Le ordeno que me entregue ese arroz de inmediato -gritó Charlie.
– No hace falta que eleve la voz, señor Trumper porque, como ya le he explicado, carece de autoridad para darme órdenes. Esto es la Junta Portuaria y no se halla, como usted sin duda sabrá, bajo la autoridad del ministerio de Alimentación. Vuelva a Londres y procure que la próxima vez nos entreguen los formularios debidamente cumplimentados.
Charlie pensó que era demasiado viejo para golpear al hombre, de modo que descolgó el teléfono del escritorio y pidió un número.
– ¿Qué está haciendo? -preguntó Simkins-. Ese es mi teléfono… Carece de autoridad para utilizar mi teléfono.
Charlie aferró el teléfono con determinación y dio la espalda a Simkins.
– Soy Charlie Trumper -dijo, cuando oyó la voz al otro lado de la línea-. ¿Puede ponerme con el primer ministro?
Las mejillas de Simkins se tiñeron de rojo y después de blanco, cuando la sangre abandonó su rostro a gran velocidad.
– No creo que sea necesario… -empezó.
– Buenos días, señor -dijo Charlie-. Estoy en Southampton. Es por el problema del arroz que le comenté anoche. Parece que existen ciertos impedimentos. Tengo problemas…
Simkins agitó las manos frenéticamente para llamar la atención de Charlie, mientras cabeceaba con insólita energía.
– Tengo un millón de toneladas de arroz que llegan cada mes, primer ministro, y las chicas están sentadas en sus…
– Todo irá bien -susurró Simkins-, Todo irá bien, le doy mi palabra.
– ¿Quiere hablar con el responsable, señor?
– No, no -farfulló Simkins-, No será necesario. Tengo todos los formularios, todos los formularios que usted necesita, todos los formularios.
– Se lo comunicaré, señor -dijo Charlie, haciendo una pausa-, Volveré a Londres esta noche. Sí, señor, sí, le informaré en cuanto llegue. Adiós, primer ministro.
– Adiós -contestó Becky, colgando el teléfono-. Ya me dirás de qué va esto cuando vuelvas a casa esta noche.
El ministro estalló en carcajadas cuando Charlie le contó lo sucedido aquella noche. Jessica Allen le imitó.
– ¿Sabe una cosa? Al primer ministro le habría encantado hablar con ese hombre si usted se lo hubiera pedido -dijo Woolton.
– En ese caso, Simkins habría sufrido un infarto -contestó Charlie-. Y entonces, mi arroz y mis conductoras se habrían quedado atascados en ese puerto para siempre. En cualquier caso, dada la escasez de comida, no me habría gustado que el pobre hombre echara a perder otro de sus biscotes.
Charlie se hallaba en Carlisle, asistiendo a una conferencia de granjeros, cuando le llamaron urgentemente desde Londres.
– ¿Quién es? -preguntó, mientras intentaba concentrarse en las explicaciones que daba un delegado sobre los problemas de aumentar la plantación de nabos.
– La marquesa de Wiltshire -dijo Arthur Selwyn.
– Voy -dijo Charlie.
Abandonó la sala de conferencias y volvió a la habitación del hotel, mientras la operadora le pasaba la llamada.
– Daphne, ¿qué puedo hacer por ti, mi amor?
– No, querido, soy yo la que va a hacer algo por ti, como de costumbre. ¿Has leído el Times esta mañana?
– Eché un vistazo a los titulares. ¿Por qué?
– Será mejor que leas con detenimiento la página de las necrológicas. En particular, la última línea de una. No te haré perder más tiempo, querido, pues el primer ministro no deja de recordarme el papel vital que estás jugando en la victoria.
Charlie rió cuando se cortó la comunicación.
– ¿Puedo ayudarle en algo? -preguntó Arthur Selwyn.
– Sí, Arthur, tráeme un ejemplar del Times.
Arthur volvió con el periódico y Charlie pasó las páginas hasta llegar a las necrológicas: almirante sir Alexander Dexter, comandante de sobresaliente habilidad táctica durante la Primera Guerra Mundial; J. T. Macpherson, el aeronauta y autor teatral, y sir Raymond Hardcastle, el industrial…
Charlie repasó los escuetos detalles de la carrera de sir Raymond: nacido y educado en Yorkshire. Fortaleció la empresa de ingeniería fundada por su padre, que, de una empresa incipiente, se transformó durante los años veinte, en una de las mayores fuerzas industriales del norte de Inglaterra. En 1937 vendió su parte de las acciones a John Brown y Cía. por setecientas ochenta mil libras. Pero Daphne tenía razón: la última línea era la única que le interesaba.
«A sir Raymond, cuya esposa murió en 1934, le sobreviven dos hijas, la señorita Amy Hardcastle y la señora Gerald Trentham.»
Charlie descolgó el teléfono del escritorio y pidió que le pusieran con un número de Chelsea. Pocos momentos después, habló con Tom Arnold.
– ¿Dónde coño dijiste que podía encontrar a Wrexal? -fue la única pregunta que formuló.
– Ya le he dicho, presidente, que es el propietario de una taberna. «El Cazador Alegre», en un pueblo de Cheshire llamado Hatherton.
Charlie dio las gracias a su director gerente y colgó el auricular sin decir nada más.
– ¿Puedo ayudarle? -preguntó Selwyn con sequedad.
– ¿Qué programa me espera hasta terminar el día, Arthur?
– Bien, todavía no han acabado con el tema de los nabos; eso quiere decir que deberá asistir a diferentes sesiones a lo largo de la tarde. Esta noche hablará sobre la fortaleza económica del gobierno en la cena que clausurará la conferencia, y mañana por la mañana presentará los premios anuales que conceden los granjeros.
– Pues empieza a rezar para que llegue a tiempo a la cena -dijo Charlie.
Se levantó y se puso el abrigo.
– ¿Quiere que le acompañe? -preguntó Selwyn, intentando seguir a su patrón.
– No, gracias, Arthur, es un asunto personal. Sustitúyeme si no vuelvo a tiempo.
Charlie bajó corriendo la escalera y salió al patio. Su chófer dormitaba beatíficamente tras el volante.
Charlie saltó al interior del coche y le despertó.
– Lléveme a Hatherton.
– ¿Hatherton, señor?
– Sí, Hatherton. Salga de Carlisle por el sur y yo le guiaré después.
Charlie desplegó el plano, echó un vistazo a la parte de atrás y recorrió con el dedo las haches. Había cinco Hathertons en la lista, pero sólo uno en Cheshire, por suerte. La única otra palabra que pronunció durante el viaje fue «Deprisa», y la repitió varias veces. Atravesaron Lancaster, Preston y Warrington, antes de detenerse frente al «Cazador Alegre» media hora antes de que la taberna cerrara.
Los ojos de Syd Wrexall casi se salieron de sus órbitas cuando Charlie entró como una exhalación.
– Un huevo escocés [21] y una pinta de su mejor amarga, tabernero, y no escatime nada -sonrió Charlie, dejando el maletín a su lado.
– Me alegro de verle por estos andurriales, señor Trumper -dijo Syd-. ¡Hilda, un huevo escocés, y ven a ver quién está aquí!
– Me dirigía a una conferencia de granjeros en Carlisle -explicó Charlie-, cuando se me ocurrió pasar y tomar un refrigerio con un viejo amigo.
– Muy gentil de su parte -dijo Syd, colocando una pinta de cerveza amarga frente a él-. Hemos leído muchas cosas sobre usted en los periódicos últimamente, acerca del trabajo que está realizando con lord Woolton. Se está convirtiendo en una celebridad.
– Es un trabajo fascinante que el primer ministro me ha concedido. Sólo rezo para hacerlo bien.
Intentó darle un tono presuntuoso a sus palabras.
– ¿Y sus tiendas, Charlie? ¿Quién se ocupa de ellas en su ausencia?
– Arnold ha vuelto a la base y hace lo que puede, dadas las circunstancias, pero me temo que hay cuatro o cinco cerradas, para no mencionar las que están protegidas con tablones. Se lo digo en confianza, Syd -Charlie bajó la voz-, si las cosas no mejoran pronto yo también buscaré un comprador.
La mujer de Wrexall apareció con una bandeja llena de comida.
– Hola, señora Wrexall -saludó Charlie. La mujer colocó ante él un huevo escocés y un plato de ensalada-. Me alegro de volver a verla. ¿Por qué no beben una copa a mi salud?
– Es muy amable por su parte, Charlie. ¿Te encargas tú, Hilda? -añadió, inclinándose sobre el mostrador con aire de conspirador-,¿Conoce a alguien interesado en comprar las tiendas de la asociación y la taberna?
– No se me ocurre. Si la memoria no me falla, Syd, usted pedía una cantidad escandalosa por «El Mosquetero», que ahora es un simple cráter producido por las bombas. No quiero ni mencionar el estado de las pocas tiendas que la cooperativa mantiene todavía protegidas con tablones.
– Accedí a su propuesta de seis mil libras. Creía que ya sólo bastaba estrecharnos las manos, pero Arnold me dijo que usted había perdido el interés.
Hilda Wrexall dejó dos pintas sobre el mostrador y se alejó para servir a otro cliente.
– ¿Eso le dijo? -preguntó Charlie, fingiendo sorpresa.
– Oh, sí. Yo acepté su oferta de seis mil, incluso envié el contrato firmado para que usted diera su aprobación, pero Arnold me devolvió los documentos sin más, coincidiendo con su partida.
– No lo creo. Yo le había dado mi palabra, Syd. ¿Por qué no habló directamente conmigo?
– No es tan fácil hoy en día. Ocupa una privilegiada posición y no creía que estuviera accesible para la gente como yo.
– Arnold no tenía derecho a hacer eso. No tuvo en cuenta que la relación entre usted y yo se remonta a muchos años atrás. Le pido disculpas, Syd, y recuerde que para usted siempre estoy accesible. ¿Guardó el contrato, por casualidad?
– Desde luego, y demostrará que le he dicho la verdad.
Wrexall desapareció, mientras Charlie comía el huevo y probaba el estofado de la casa.
El tabernero regresó al cabo de unos minutos y dejó un fajo de documentos sobre el mostrador.
– Aquí lo tiene, Charlie, tan cierto como que estoy vivo.
Charlie estudió el contrato que Arnold le había enseñado nueve meses antes. Todavía llevaba la firma de Sydney Wrexall, con la cifra «seis mil» escrita a continuación de las palabras «como pago por…».
– Lo único que faltaba era la fecha y su firma -explicó Syd-, Nunca pensé que me haría eso, Charlie, después de tantos años.
– Como bien sabe, Syd, soy un hombre de palabra. Lamento mucho que mi director gerente no conociera a fondo nuestro acuerdo personal.
Charlie sacó una cartera del bolsillo, sacó el talonario y escribió las palabras Syd Wrexall en la línea superior y seis mil libras en la de abajo, firmando al pie.
– Es usted un caballero, Charlie, siempre lo he dicho. ¿No es verdad, Hilda?
La señora Wrexall asintió con entusiasmo. Charlie sonrió, cogió el contrato, guardó todos los papeles en su maletín y estrechó las manos del tabernero y su mujer.
– ¿Cuánto le debo? -preguntó, tras vaciar hasta la última gota del vaso.
– Va por cuenta de la casa -contestó Wrexall.
– Pero, Syd…
– No, insisto, no se me ocurriría tratar a un viejo amigo como a un cliente, Charlie. Paga la casa -repitió.
El teléfono sonó y Hilda fue a contestar.
– Bien, debo irme -dijo Charlie-. De lo contrario, llegaré tarde a la conferencia, y se supone que he de pronunciar otro discurso esta noche. Me encanta hacer negocios con usted, Syd.
Había llegado a la puerta de la taberna, cuando la señora Wrexall volvió precipitadamente al mostrador.
– Una dama pregunta por ti, Syd. Es una llamada de larga distancia. Dice que es la señora Trentham.
A medida que transcurrían los meses, se convirtió en un maestro de su oficio. Ningún director de puerto estaba seguro de cuándo entraría como una tromba en su despacho, ningún proveedor se sorprendía cuando deseaba examinar las facturas en persona, y el presidente del Sindicato de Granjeros ronroneaba cuando el nombre de Charlie surgía en alguna conversación.
Charlie nunca consideró necesario telefonear al primer ministro, aunque el señor Churchill lo hizo en una ocasión. Eran las cuatro y media de la mañana. Charlie descolgó el teléfono de su escritorio.
– Buenos días -dijo.
– ¿Trumper?
– Sí, ¿quién es?
– Churchill
– Buenos días, primer ministro. ¿Qué puedo hacer por usted, señor?
– Nada. Sólo estaba comprobando que lo que dicen de usted es cierto. A propósito, gracias.
La comunicación se cortó.
Charlie se las arreglaba para comer de vez en cuando con Daniel. El chico trabajaba ahora para el ministerio de la Guerra, pero nunca hablaba de lo que llevaba entre manos. Cuando le ascendieron a capitán, Charlie sólo se preocupó por la reacción de Becky, si alguna vez le veía de uniforme.
Cuando Charlie visitó a Tom Arnold a final de mes, se enteró de que el señor Hadlow se había jubilado como director del banco y su sustituto, un tal Paul Merrick no se estaba mostrando muy cordial.
– Dice que su descubierto está alcanzando niveles inaceptables y que ya es hora de hacer algo al respecto -explicó Tom.
– ¿De veras? -dijo Charlie-. Entonces tendré que ir a ver a ese señor Merrick y decirle unas cuantas verdades.
Aunque Trumper ya abarcaba todas las tiendas de Chelsea Terrace, a excepción de la librería, Charlie seguía enfrentándose con el problema de la señora Trentham y sus pisos bombardeados, por no mencionar la preocupación adicional de herr Hitler y su guerra inacabable: solía situar estos problemas en una misma categoría y casi siempre en el mismo orden. La guerra con herr empezó a enderezarse hacia finales de 1942, con la victoria del 8. ° Ejército en El Alamein. Charlie creyó que Churchill tenía razón al afirmar que la marea se había invertido, cuando primero África, seguida de Italia, Francia y por fin Alemania fueron invadidas.
Pero, para entonces, era el señor Merrick el que insistía en ver a Charlie.
Cuando Charlie entró en el despacho del señor Merrick por primera vez, le sorprendió ver lo joven que era el sustituto del señor Hadlow; también tardó unos momentos en acostumbrarse a un director de banco que no llevaba chaleco ni corbata negra. Paul Merrick era un poco más alto que Charlie, e igual de ancho, excepto en la sonrisa. Charlie descubrió enseguida que el señor Merrick no se paraba en barras.
– ¿Se da usted cuenta, señor Trumper, de que el descubierto de su empresa asciende a unas cuarenta y siete mil libras y de que sus ingresos actuales ni siquiera cubren…?
– Pero la propiedad debe equivaler a cuatro o cinco veces esa cantidad.
– Si encontramos a alguien que desee comprarla.
– Pero yo no quiero vender.
– Tal vez no le quede otra alternativa si el banco decide ejecutar la hipoteca.
– Entonces, tendré que cambiar de banco.
– Es obvio que no ha tenido tiempo de leer las últimas actas de las reuniones de la junta, porque, en la más reciente, el señor Arnold, su director gerente, informó que había visitado seis bancos el pasado mes y ninguno había demostrado el menor interés en hacerse cargo de la cuenta de «Trumper's». -Merrick esperó la respuesta de su cliente, pero como Charlie guardaba silencio, continuó-: El señor Sanderson también explicó a la junta en dicha ocasión que la causa del problema al que usted se enfrenta ahora reside en que los precios de las propiedades son los más bajos desde 1930.
– Pero eso cambiará de la noche a la mañana en cuanto la guerra termine.
– Es posible, pero pueden pasar varios años y usted será insolvente mucho antes…
– Yo diría que unos doce meses.
– … En especial si usted continúa firmando cheques por valor de seis mil libras a cambio de propiedades que valen la mitad.
– Pero si no lo hiciera…
– No se hallaría en una situación tan precaria.
Charlie permaneció un rato en silencio.
– ¿Qué espera entonces de mí? -preguntó por fin.
– Le ruego que me garantice el descubierto con todas sus propiedades, incluidas las existencias. Ya he redactado los documentos necesarios.
Merrick le volvió un documento que descansaba en el centro del escritorio.
– Si es tan amable de firmar -añadió, señalando una línea de puntos en la parte inferior de la hora-, prorrogaré su crédito por doce meses más.
– ¿Y si me niego?
– No me quedará otra alternativa que declararle insolvente dentro de veintiocho días.
Charlie miró el documento y vio que Becky ya había firmado. Ambos hombres permanecieron en silencio un rato, mientras Charlie sopesaba su decisión. Después, sin pronunciar palabra, sacó su pluma, garabateó su firma, dio vuelta al documento y salió del despacho sin una palabra.
La rendición de Alemania fue firmada por el general Jodl y aceptada en nombre de los aliados por el general sir Bernard Montgomery el 7 de mayo de 1945.
Charlie habría participado en las celebraciones el día de la Victoria, que tenían lugar en Trafalgar Square, si Becky no le hubiera recordado que su descubierto se elevaba casi a sesenta mil libras y que Merrick les amenazaba de nuevo con la bancarrota.
– Se ha apoderado de todas nuestras propiedades y existencias. ¿Qué más quiere que haga?
– Sugiere que vendas lo único que puede saldar la deuda, y que incluso nos dejaría un remanente para ir tirando durante dos años.
– ¿Qué es?
– Los comedores de patatas de Van Gogh.
– ¡Jamás!
Charlie fue a ver a lord Woolton a la mañana siguiente. Le explicó que estaba acuciado por graves problemas. Le preguntó si, ahora que la guerra en Europa había terminado, podía liberarle de sus responsabilidades.
Lord Woolton entendió a la perfección su dilema y expresó la tristeza, suya y de todo el departamento por su partida. Cuando Charlie dejó su despacho al mes siguiente, se llevó consigo a Jessica Allen.
Los problemas de Charlie no se solucionaron durante 1945, pues losprecios de las propiedades siguieron cayendo y la inflación continuó aumentando. De todos modos, sintió una gran emoción cuando, tras declararse la paz con Japón, el primer ministro celebró una fiesta en su honor en el número 10 de Downing Street.
Daphne admitió que nunca había entrado en el edificio y confesó a Becky que no estaba segura de desear hacerlo. Percy dijo que le gustaría ir y que la envidia le corroía.
Estuvieron presentes varios ministros importantes del gabinete. Becky se sentó entre Churchill y la prometedora estrella Rap Butler, mientras Charlie tomaba asiento entre la señora Churchil y lady Woolton. Becky observó a su marido charlar de manera relajada con el primer ministro y lord Woolton, y sonrió cuando Charlie tuvo la sangre fría de ofrecer al anciano un puro que había elegido especialmente aquella tarde en el 139; nadie en aquella sala habría adivinado que se hallaban al borde de la bancarrota.
Al finalizar la velada, Becky dio las gracias al primer ministro, que le respondió de forma idéntica.
– ¿Por qué? -le preguntó Becky.
– Por recibir llamadas telefónicas en mi nombre y tomar excelentes decisiones por mí -dijo Churchill, acompañándoles por el largo pasillo hasta el vestíbulo.
– No tenía ni idea de que usted lo supiera -dijo Charlie enrojeciendo.
– ¿Saberlo? Woolton se lo contó a todo el gabinete al día siguiente. Nunca les había visto reír de tan buena gana.
Ya en la puerta del número 10, el primer ministro se inclinó ante Becky.
– Buenas noches… lady Trumper -dijo.
– ¿Sabes lo que eso significa, verdad? -dijo Charlie, mientras salía de Downing Street y doblaba por Whitehall.
– Que vas a ser nombrado caballero.
Sí. Pero lo más importante es que tendremos que vender el Van Gogh.