No creo que nadie pueda tildarme de presuntuosa, pero creo en la máxima «Un lugar para todo, y todo en su lugar», aplicada también a los seres humanos.
Nací en Yorkshire en pleno apogeo del imperio Victoriano, y me considero capacitada para afirmar que, durante aquel período de la historia de nuestra isla, mi familia jugó un papel considerable.
Mi padre, sir Raymond Hardcastle, no era sólo un inventor e industrial de gran imaginación y talento, sino que fundó una de las empresas más prósperas de la nación. Al mismo tiempo, siempre trató a sus trabajadores como si formaran parte de la familia, e impuso este ejemplo, siempre que trataba con aquellos menos afortunados que él. He tratado de conducir mi vida por el mismo camino.
No tengo hermanos, pero sí una hermana mayor, Amy. Aunque sólo existe una diferencia de dos años entre nosotras, no voy a pretender que estuviéramos muy unidas, quizás porque yo era una niña extravertida, incluso vivaz, y ella era más bien tímida y reservada, y se mostraba retraída, sobre todo cuando entraba en contacto con miembros del sexo opuesto. Padre y yo intentamos buscarle un marido adecuado, pero la empresa se demostró imposible, y hasta padre se rindió cuando Amy cumplió cuarenta años. A cambio, desde la prematura muerte de mi madre, ha dedicado eficazmente su tiempo a cuidar de mi adorado padre en su vejez, un acuerdo, debería añadir, que les cuadra a ambos de una forma admirable.
Yo, por mi parte, no tuve problemas para encontrar marido. Si no recuerdo mal, Gerald fue el cuarto, o quizás quinto, pretendiente que se postró de hinojos para solicitar mi mano en matrimonio. Nos conocimos cuando me hallaba invitada en la casa de campo de lord y lady Fanshaw, en Norfolk. Los Fanshaw eran viejos amigos de mi padre, y yo me veía con su hijo menor Anthony desde hacía mucho tiempo. Al enterarme de que no iba a heredar las tierras o el título de su padre, como yo suponía, decidí frustrar sus expectativas de mantener una relación duradera conmigo. Si no recuerdo mal, a padre no le alegró mi conducta, y hasta es posible que me castigara en aquel momento, pero como intenté explicarle más adelante, Gerald no era el más deslumbrante de mis galanes, pero procedía de una familia que poseía tierras cultivables en tres condados, aparte de una finca en Aberdeen.
Nos casamos en la iglesia de Santa María, Great Ashton, en julio de 1894, y nuestro primer hijo, Guy, fue concebido un año más tarde; es conveniente tardar un período de tiempo pertinente en dar a luz el primer hijo, para no dar lugar a torpes habladurías.
Mi padre siempre nos trató por igual a mí y a mi hermana, aunque a menudo me dio a entender que yo era su favorita. De no ser por su sentido de la justicia me lo habría dejado todo a mí, porque idolatraba a Guy, pero Amy heredará, cuando fallezca mi padre, la mitad de su enorme fortuna. Dios sabe qué uso dará a tanta riqueza; sus únicos intereses en la vida se limitan a la jardinería, el ganchillo y alguna visita ocasional a Scarborough.
Pero, volviendo a Guy, todo el mundo que le conoció durante aquellos años de formación comentó, invariablemente, su hermosura, y, si bien nunca le consentí, consideré pura y simplemente mi deber tomar las medidas oportunas para que se educara en orden a prepararle para el papel que, sin duda, llegaría a jugar en la vida. Impulsada por esta idea, y antes aún de bautizarlo, lo inscribimos en la escuela primaria Asgarth, y después en Harrow, desde donde ingresaría, supuse, en la Real Academia Militar. Su abuelo no escatimó gastos en su educación y, en el caso de su nieto mayor, fue más que generoso.
Seis años después di a luz a un segundo hijo, Nigel, que nació algo prematuramente, lo cual explicaría por qué le costó más progresar que a su hermano mayor. Guy, entretanto, tuvo varios profesores particulares, uno o dos de los cuales le encontraron demasiado travieso. Al fin y al cabo, ¿qué niño no te pone sapos en el baño o te corta los cordones de los zapatos por la mitad?
A la edad de nueve años ingresó en Asgarth, y de allí pasó a Harrow. El reverendo Anthony Wood era el director en aquel tiempo, y yo le recordé que Guy era la séptima generación de Trenthams que asistía a aquel colegio.
Guy destacó en la fuerza combinada de cadetes, llegando a sargento mayor de la compañía el último año, y en el cuadrilátero de boxeo, donde derrotó a todos sus oponentes, con la notable excepción del combate contra Radley, en que se enfrentó con un nigeriano. Después me enteré de que tenía más de veinte años.
Me entristeció que no le nombraran prefecto durante su último curso. Comprendí que, inmerso en tantas otras actividades, no consideraba aquello excesivamente interesante. Aunque yo habría deseado que las notas de los exámenes fueran un poco más satisfactorias, siempre he pensado que era uno de esos niños que poseen inteligencia innata, más que aptitud para los estudios. A pesar de un informe poco parcial del director, insinuando que algunas notas de los exámenes finales habían sorprendido en primer lugar al propio Guy, éste logró asegurarse una plaza en Sandhurst.
Guy demostró ser un cadete de primera clase; en la academia encontró tiempo para seguir boxeando y llegó a ser el campeón de peso medio de los cadetes. Dos años después, en julio de 1916, pasó en la mitad superior del Cuadro de Honor, antes de integrarse en el antiguo regimiento de su padre.
Debería señalar que Gerald abandonó los Fusileros al morir su padre, para volver a Berkshire y tomar las riendas de las propiedades familiares. Era coronel honorario en la época de su retiro forzoso, y muchos le consideraban el sucesor natural del coronel del regimiento. Le pasó por delante un hombre que ni siquiera estaba en el primer batallón, un tal Danvers Hamilton. Aunque yo no conocía en persona a ese caballero, varios oficiales expresaron la opinión de que su nombramiento había sido una burla de la justicia. Sin embargo, confiaba plenamente en que Guy redimiría el honor de la familia y, con el tiempo, llegaría a mandar el regimiento.
Si bien Gerald no se vio implicado directamente en la Gran Guerra, sirvió a su país durante aquellos duros años permitiendo que su nombre se presentara como candidato al parlamento por Berkshire West, un distrito electoral al que su abuelo, a mediados del siglo pasado, había representado por el partido Liberal, bajo el mandato de Palmerston. Fue reelegido en tres ocasiones sin encontrar oposición y trabajó denodadamente por su partido desde su escaño, dejando claro a todo el mundo que no deseaba perpetuarse en el poder.
Después de ser nombrado oficial, Guy fue destinado a Aldershot como segundo teniente, y continuó su instrucción para unirse al regimiento en el frente occidental. Al serle concedida su segunda estrella en menos de un año, fue trasladado a Edimburgo, para trabajar con el quinto batallón pocas semanas antes de partir hacia Francia.
Nigel, en el ínterin, había ingresado en Harrow y trataba de seguir los pasos de su hermano, con desigual fortuna, me temo. De hecho, durante una de esas interminables vacaciones que conceden ahora a los niños, me confesó que sus compañeros le atormentaban. Le dije al muchacho que se aplicara al trabajo, recordándole que estábamos en guerra. También subrayé que Guy nunca me había venido con tales quejas.
Observé con gran atención a mis dos hijos aquel largo verano de 1917, y no puedo pretender que Guy considerase a Nigel un compañero agradable mientras se hallaba de permiso. De hecho, apenas toleraba su compañía. Yo no cesaba de decirle a Nigel que debía luchar por ganarse el respeto de su hermano mayor, pero sólo conseguí que Nigel corriera a esconderse en el jardín durante horas seguidas.
Durante aquel permiso le recomendé a Guy que visitara a su abuelo en Yorkshire, y hasta encontré una primera edición de Canciones de inocencia, un libro que mi padre deseaba añadir a su colección desde hacía muchos años. Guy volvió una semana después y me confirmó que, al entregarle el volumen de William Blake, el anciano «se había puesto más contento que unas pascuas».
Como cualquier madre en aquel fortificante período de nuestra historia, sentí la ansiedad de que Guy se condujera con valor frente al enemigo y, Dios mediante, volviera a casa de una pieza. Creo poder afirmar que ninguna madre, por más orgullo que posea, podría pedir más de un hijo.
Guy fue ascendido al empleo de capitán a una edad muy temprana, y le fue concedida la Cruz Militar después de la segunda batalla del Marne. Algunas personas que leyeron la citación alegaron cierta mala suerte al no haber sido propuesto para la Cruz Victoria. Tuve que abstenerme de subrayar que tal recomendación tendría que haber sido rubricada por su oficial en jefe, y como éste era un tal Danvers Hamilton, la injusticia ya estaba explicada.
Al poco de firmarse el armisticio, Guy volvió a casa para servir una temporada en el cuartel del regimiento sito en Hounslow. Mientras se hallaba de permiso hice que Spinks grabara sus iniciales en ambas cruces militares. Su hermano Nigel, gracias a la influencia de Gerald, fue aceptado por fin como cadete en la Real Academia Militar.
Estaba segura de que Guy se corría juergas mientras se encontraba en Londres (¿qué joven de su edad no lo hace?), pero sabía muy bien que casarse antes de los treinta sólo serviría para perjudicar sus posibilidades de ascender.
Aunque traía algunas muchachas a Ashurst los fines de semana, sabía que ningún asunto era serio, y además yo ya me había fijado en una chica del pueblo vecino, conocida de la familia desde hacía mucho tiempo. Pese a carecer de título, su familia se remontaba a los tiempos de la conquista normanda. Lo más importante es que podían ir de Ashurst a Hastings caminando sobre terreno propio.
Por ello, me resultó particularmente desagradable que Guy se presentara un fin de semana acompañado de una muchacha llamada señorita Salmon, quien, para mi incredulidad, compartía un piso en aquel tiempo con la hija de Harcourt-Browne.
Como ya he dejado bastante claro, no soy presuntuosa, pero la señorita Salmon es, me temo, el tipo de chica que siempre consigue despertar lo peor que hay en mí. No me malinterpreten. No tengo nada contra nadie por el simple hecho de que desee aumentar su cultura. De hecho, me siento a favor de tales iniciativas, hasta cierto punto, pero de forma que el implicado no se crea con derecho automáticamente a un lugar en la sociedad. Como verán, no soporto que alguien aparente lo que no es, y presentí, incluso antes de conocer a la señorita Salmon, que veía a Ashurst con un único propósito en su mente.
Todos nos dimos cuenta de que Guy había hecho una de las suyas mientras se encontraba en Londres. Al fin y al cabo, la señorita Salmon era ese tipo de chica. La verdad es que, cuando estuve un rato a solas con Guy el siguiente fin de semana, le aconsejé que jamás permitiera a mujeres como la señorita Salmon echarle el lazo; debía comprender que él iba a ser una magnífica pesca para cualquiera de la condición de ella.
Guy rió al oír el comentario y me aseguró que no tenía planes a largo plazo para la hija del panadero. En cualquier caso, me recordó, pronto partiría con los «Colores» hacia Poona, así que el matrimonio estaba descartado. Debió darse cuenta, sin embargo, de que no había mitigado del todo mis temores, porque al cabo de un momento añadió:
– Tal vez te interese saber, madre, que la señorita Salmon está saliendo con un sargento del regimiento, con el que sostiene relaciones.
De hecho, Guy apareció en Ashurst dos semanas después con una tal señorita Victoria Berkeley, a cuya madre conocía yo desde hacía años, y que me pareció una elección mucho más conveniente; si la chica no hubiera tenido cuatro hermanas y por padre un archidiácono arruinado, con el tiempo le habría convenido admirablemente.
Para ser justa, Guy no volvió a mencionar el nombre de Rebecca Salmon en mi presencia desde aquella desafortunada ocasión, y cuando zarpó para la India unas semanas más tarde, di por sentado que nunca más volvería a oír hablar del asunto.
Cuando Nigel abandonó Sandhurst no se integró en el regimiento de Guy, pues había quedado muy claro durante su período de dos años en la Academia que no tenía madera de soldado. No obstante, Gerald le consiguió un puesto en una firma de agentes de bolsa de la City, donde uno de sus primos era socio mayoritario. Los informes que llegaban a mis oídos de vez en cuando no eran muy alentadores, pero en cuanto mencioné al primo de Gerald que pronto necesitaría a alguien para encargarse de la cartera de acciones de su abuelo, Nigel empezó a escalar puestos poco a poco.
Unos seis meses después, el coronel sir Danvers Hamilton dejó aquella nota a Gerald en el buzón de Chester Square, 19. Cuando Gerald me dijo que Hamilton deseaba entrevistarse con él en privado, intuí problemas. Con los años había conocido a muchos oficiales compañeros de Gerald, de modo que sabía muy bien cómo manejarlos. Gerald, por otra parte, es muy ingenuo en lo concerniente a la naturaleza humana, y siempre concede al otro el beneficio de la duda. Repasé de inmediato los compromisos que tenía mi marido en la Cámara de los Comunes la semana siguiente y cité a sir Danvers el lunes a las seis de la tarde, sabiendo perfectamente que Gerald, a causa de sus compromisos, se vería obligado a cancelar la cita en el último momento.
Gerald telefoneó el día en cuestión algo después de las cinco, diciendo que no podría escaparse y que le representara en su lugar. Una hora después, sir Danvers llegó a Chester Square. Tras disculpar la ausencia de mi marido le convencí de que me comunicara su mensaje. Cuando el coronel me informó de que la señorita Salmon estaba embarazada, yo le pregunté, por supuesto, qué nos importaba eso a Gerald o a mí. Vaciló sólo un momento e insinuó que Guy era el padre. Comprendí al instante que, si permitía la propagación de tales rumores, no tardarían en llegar a oídos de sus hermanos de armas en Poona, y que perjudicarían gravemente las posibilidades de ascenso de mi hijo. Deseché tal insinuación como ridícula, y despedí al coronel sin más.
Durante una partida de bridge celebrada la semana siguiente en casa de Celia Littlechild, ésta confesó que había contratado a un detective privado llamado Harris para espiar a su primer marido, pues sospechaba que le era infiel. Después de oír esto, no logré concentrarme en el juego, lo que provocó el enfado de mi compañera.
Al volver a casa busqué el nombre en el listín de Londres. Allí estaba: «Max Harris, detective privado. Ex Scotland Yard. Se atiende toda clase de problemas». Me quedé unos minutos mirando el teléfono. Por fin, descolgué y pedí a la operadora que me pusiera con Flaxman 3720. Pasaron unos segundos antes de que respondieran.
– Harris -dijo una voz brusca, sin más explicaciones.
– ¿Es la agencia de detectives? -pregunté, casi colgando el teléfono antes de que el hombre pudiera responder.
– Sí, señora, en efecto -dijo la voz, con un poco más de entusiasmo.
– Es posible que necesite su ayuda… para un amigo, por supuesto -dije, sintiéndome bastante estúpida.
– Un amigo. Sí, claro. En ese caso, lo mejor sería concertar una entrevista.
– Pero no en su oficina -insistí.
– Lo entiendo muy bien, señora. ¿Le va bien en el hotel St. Agnes, de la calle Bury, South Kensington, mañana a las cuatro de la tarde?
– Sí -contesté, y colgué el teléfono, dándome cuenta de que él no sabía mi nombre y yo no conocía su aspecto.
Cuando llegué al St. Agnes, un lugar espantoso al lado de Brompton Road, South Kensington, di varias vueltas a la manzana antes de decidirme a entrar en el vestíbulo. Un hombre de unos treinta o treinta y cinco años se hallaba apoyado en el mostrador de recepción. Dio un salto en cuanto me vio.
– ¿Busca al señor Harris, por casualidad? -inquirió.
Asintió y, sin perder tiempo, me condujo al salón de té y me ofreció un asiento en el rincón más apartado. Se sentó frente a mí y le examiné con toda atención. Debía medir alrededor de un metro setenta y era corpulento, de cabello castaño oscuro y bigote aún más castaño. Vestía una chaqueta de tweed Harris a cuadros sobre fondo marrón, una camisa crema y una estrecha corbata amarilla. Cuando empecé a explicarle mi propósito, se puso a chasquear los nudillos, uno a uno, primero de la mano izquierda y luego de la derecha, distrayéndome. Tuve ganas de levantarme y marcharme, y lo habría hecho de haber creído por un momento que me resultaría fácil encontrar a alguien menos repugnante para realizar mis deseos.
Tardé bastante en convencer al señor Harris de que no buscaba un divorcio. Le expliqué mi problema con todo lujo de detalles en aquella primera entrevista. Me quedé de piedra cuando solicitó la exorbitante cantidad de cinco chelines a la hora, sólo para iniciar las investigaciones. Sin embargo, presentí que no tenía muchas alternativas al alcance de mi mano. Convine con él en que empezara al día siguiente, y que nos volveríamos a encontrar una semana después.
El primer informe del señor Harris corroboró que, según la opinión de los que pasaban la mayor parte de sus horas de trabajo en una taberna de Chelsea llamada «El Mosquetero», Charlie Trumper era el padre del hijo de Rebecca Salmon, y que, cuando se le preguntaba directamente, no lo negaba. Como para demostrar esta aseveración, la señorita Salmon y él se casaron a los pocos días de nacer el niño, en la oficina del registro y a hurtadillas.
El señor Harris no tuvo problemas para conseguir una copia del certificado de nacimiento del niño. Confirmaba que Daniel George Trumper era hijo de Rebecca Salmon y Charlie George Trumper, que residían en Chelsea Terrace, 147. Observé que los nombres del niño correspondían a los de ambos abuelos. En mi siguiente carta a Guy incluí una copia de la partida de nacimiento, junto con un par de detalles que Harris me había proporcionado, relativos a la boda y al nombramiento del coronel Hamilton como presidente del consejo de administración de los Trumper. Supuse que aquello daba carpetazo al tema.
No obstante, dos semanas después recibí una carta de Guy; imagino que se cruzó con la mía. Explicaba que sir Danvers se había puesto en contacto con su oficial en jefe, el coronel Forbes. La insistencia de éste en que se celebrara una investigación oficial dio lugar a que Guy tuviera que presentarse ante un grupo de oficiales para explicar su relación con la señorita Salmon.
Me senté de inmediato a escribir una larga carta al coronel Forbes. Guy no estaba en condiciones de presentar todas las pruebas que yo había logrado encontrar. Incluí también otra copia de la partida de nacimiento para que no le quedara ninguna duda de que mi hijo no tenía nada que ver con la señorita Salmon. Añadí, sin mala voluntad, que el coronel Hamilton era ahora presidente de la junta de administración de los Trumper, un cargo del que obtenía cierta remuneración. Las largas hojas informativas que Harris me enviaba cada semana me resultaban de considerable utilidad, he de admitirlo.
Durante un corto tiempo las cosas volvieron a la normalidad. Gerald se dedicó a sus tareas parlamentarias, mientras yo me concentraba en ocupaciones poco absorbentes, como el nombramiento del nuevo capillero del vicario y mi círculo de bridge.
El problema, sin embargo, se agudizó más de lo que yo había imaginado, pues por pura casualidad descubrí que ya no estábamos incluidos en la lista de invitados de Daphne Harcourt-Browne, con motivo de su boca con el marqués de Wiltshire. Cabe decir que Percy jamás se habría convertido en el duodécimo marqués de no ser porque su padre y su hermano sacrificaron sus vidas en el frente occidental. Sin embargo, averigüé por otras personas presentes en la ceremonia que tanto el coronel Hamilton como los Trumper fueron vistos en Santa Margarita y en la recepción posterior.
Durante este período, el señor Harris siguió proporcionándome informes sobre las idas y venidas de los Trumper, y sobre su floreciente imperio comercial. Debo confesar que no tenía el menor interés en ninguna de sus transacciones comerciales; era un mundo totalmente ajeno a mí, pero no por ello dejé de informarme, pues así obtenía un perfil útil de los adversarios de Guy.
Pocas semanas después recibí una nota del coronel Forbes, comunicándome que había recibido mi carta, y no volví a escuchar nada más sobre el infortunado equívoco concerniente a Guy. Asumí que las aguas habían vuelto a su cauce y que las patrañas del coronel Hamilton habían recibido el desprecio que merecían. Al año siguiente, una mañana de junio, llamaron a Gerald desde el ministerio de la Guerra, para lo que él imaginó un asunto relacionado con el parlamento.
Cuando mi marido volvió a Chester Square aquella tarde, me hizo sentar y beber un whisky antes de explicarme que traía desagradables noticias. Nunca le había visto tan serio. Guardé silencio, preguntándome qué podía ser tan importante para obligarle a volver a casa por la tarde.
– Guy ha presentado la dimisión -anunció con gravedad-. Volverá a Inglaterra en cuanto se hayan resuelto los trámites burocráticos.
– ¿Por qué? -pregunté estupefacta.
– No ha dado ninguna explicación. Me convocaron en el ministerio de la Guerra esta mañana -prosiguió Gerald- y fui recibido por Billy Cuthbert, un camarada de los Fusileros. Me informó en privado de que si Guy no hubiera dimitido, le habrían expulsado.
Durante el tiempo que esperé el regreso de Guy, examinaba todos los informes que el señor Harris me entregaba sobre el creciente imperio de los Trumper, por insignificante que me pareciera. Entre las numerosas páginas que el detective me hizo llegar, sin duda para justificar sus exagerados honorarios, reparé en un tema que debía ser tan importante para los Trumper como la reputación de mi hijo para mí.
Procedí a investigarlo por mi cuenta, y tras examinar la propiedad un domingo por la mañana telefoneé a Savill's el lunes para ofrecer dos mil quinientas libras por la propiedad en cuestión. Me llamaron a finales de semana para decir que alguien les había ofrecido tres mil.
– Entonces, ofrezca cuatro mil -dije, antes de colgar el teléfono.
Los agentes de bienes inmuebles me confirmaron por teléfono aquella tarde que ya era la propietaria de Chelsea Terrace, 25-99, un bloque de pisos. Les di permiso para comunicar al representante de los Trumper quién iba a ser su nueva vecina.
Guy Trentham llegó a la puerta de Chester Square, 19, una fría tarde de 1922, a finales de septiembre, justo después de que Gibson retirase el servicio de té. Su madre nunca olvidaría aquel momento, porque cuando Guy entró en la sala de estar casi no le reconoció. La señora Trentham estaba redactando una carta en su escritorio, cuando Gibson anunció:
– El capitán Guy.
Se volvió y vio a su hijo entrar en la sala, encaminarse directamente a la chimenea y quedarse de pie, las piernas separadas, de espaldas al fuego. Tenía los ojos vidriosos fijos en algún punto situado frente a él, pero no dijo nada.
La señora Trentham agradeció interiormente que Gerald se encontrara tomando parte en un debate que se celebraba en los Comunes aquella tarde; su vuelta no estaba prevista hasta que terminara la votación, a las diez de la noche.
Era obvio que Guy llevaba varios días sin afeitarse. Tampoco le hubiera ido mal un cepillo, y nadie reconocería el traje que vestía como aquel confeccionado por Gieves tres años antes. La desaliñada figura se erguía dando la espalda al fuego. Su cuerpo temblaba. Llevaba un paquete envuelto en papel marrón bajo el brazo.
– ¿Qué te han dicho, madre? -preguntó por fin Guy, con voz temblorosa y vacilante.
– Nada importante. -Ella le miró con aire interrogativo-. Dejando aparte que has renunciado, y que de no haberlo hecho te habrían expulsado del ejército.
– Sí, todo eso es verdad -dijo, colocando el paquete sobre la mesa que había a su lado-. Y todo porque conspiraron contra mí.
– ¿Quiénes?
– El coronel Hamilton, Trumper y la chica.
– ¿El coronel Forbes se decantó por la palabra de la señorita Salmon, a pesar de la carta que le escribí?
– Sí… Sí, así es. Después de todo, el coronel Hamilton todavía tiene muchos amigos en el regimiento, y algunos se alegraron mucho de apoyarle, sobre todo si eso suponía la eliminación de un rival.
Ella le contempló durante un largo momento, mientras Guy desplazaba el peso de su cuerpo de un pie al otro.
– Yo creía que el tema se había aclarado. Al fin y al cabo, la partida de nacimiento…
– Y así habría sido de estar firmada también por Charlie Trumper, pero la partida sólo llevaba una firma: la de ella. Para empeorar las cosas, el coronel Hamilton aconsejó a la señorita Salmon que amenazara con denunciarme por incumplimiento de palabra. Si lo hubiera hecho, a pesar de mi inocencia, el buen nombre del regimiento se habría visto perjudicado irremediablemente. Por lo tanto, creí que mi única elección era apelar a mi honor y dimitir al instante. -Su voz adquirió un tono más amargo-. Y todo porque Trumper tuvo miedo de que la verdad saliera a la luz.
– ¿A qué te refieres, Guy?
Evitó la mirada de su madre y se dirigió hacia el bar, donde se sirvió un generoso whisky, sin soda. Tomó un largo sorbo. Su madre aguardó en silencio a que continuara.
– Después de la segunda batalla del Mame, el coronel Hamilton me ordenó que abriera una investigación sobre la cobardía de Trumper en el campo de batalla -dijo Guy, volviendo junto a la chimenea-. Muchos opinaron que debía ser llevado ante un consejo de guerra, pero el único otro testigo, el soldado Prescott, resultó muerto por una bala perdida a pocos metros de nuestras trincheras. Yo había guiado estúpidamente a Prescott y Trumper hasta nuestras líneas, y cuando Prescott cayó me volví y distinguí una sonrisa en el rostro de Trumper. Se limitó a decir: «Mala suerte, capitán, ahora se ha quedado sin testigo, ¿eh?».
– ¿Se lo contaste a alguien?
Guy volvió al bar para llenarse el vaso.
– ¿A quién se lo podía decir, después de perder a mi único testigo? Con Prescott muerto, hice cuanto pude para que le concedieran la Medalla Militar, aunque eso supusiera sacar a Trumper del apuro. Después, descubrí que ni siquiera había confirmado mi versión de los hechos. Casi me impidieron recibir la Cruz Militar.
– Y ahora que ha logrado obligarte a abandonar tu carrera, sólo es tu palabra contra la de él.
– Ese sería el caso, si Trumper no hubiera cometido un estúpido error en el campo de batalla que todavía puede causar su ruina…
– ¿De qué estás hablando?
– Bien -continuó Guy, con voz algo más serena-, fui al rescate de esos dos hombres en plena batalla. Les encontré escondidos en una iglesia bombardeada. Tomé la decisión de quedarnos allí hasta que anocheciera, con la intención de conducirles de vuelta a nuestras trincheras. Mientras esperábamos en el tejado a que anocheciera, Trumper creyó que me había dormido. Le vi bajar a la sacristía y coger un magnífico cuadro de la Virgen María de detrás del altar. Continué observándole y vi que ocultaba el pequeño óleo en su mochila. No dije nada en aquel momento, porque comprendí que ésa era la prueba que necesitaba para demostrar su doblez; al fin y al cabo, el cuadro bien podía ser devuelto posteriormente. Una vez en nuestras líneas registré de inmediato el equipo de Trumper, para poder arrestarle por robo, pero no encontré nada.
– ¿Y de qué te puede servir ahora?
– La pintura ha reaparecido.
– ¿Reaparecido?
– Sí -dijo Guy, alzando la voz-. Daphne Harcourt-Browne me dijo que había visto la pintura en la sala de estar de Trumper, e incluso me la describió en detalle. No tuve la menor duda de que era el mismo cuadro de la Virgen María y el Niño que él había robado de la iglesia.
– No hay nada que hacer, mientras el cuadro siga en su casa.
– Ya no está allí. Por eso voy disfrazado de esta forma.
– Deja de hablar en clave. Sé más explícito, Guy.
– Esta mañana visité la casa de los Trumper y le dije al ama de llaves que había servido en el frente occidental con su amo.
– ¿Crees que fue una decisión inteligente, Guy?
– Le dije que mi nombre era Fowler, cabo Denis Fowler, y que deseaba ver a Charlie. Sabía que no estaba, porque le había visto entrar en una de sus tiendas de Chelsea Terrace unos minutos antes. La criada, que me miró con suspicacia, me pidió que esperase en el vestíbulo, mientras subía la escalera para informar a la señora Trumper de mi presencia. Eso me dio tiempo suficiente para deslizarme en la sala de estar y coger el cuadro, siguiendo las indicaciones de Daphne. Salí de la casa antes de que se dieran cuenta.
– Informarán del robo a la policía y te detendrán.
– Ni hablar -dijo Guy. Levantó el paquete de la mesa y empezó a desenvolverlo-, Trumper no querrá que la policía encuentre esto.
Entregó el cuadro a su madre.
La señora Trentham contempló el pequeño óleo.
– A partir de ahora, deja de mi cuenta al señor Trumper -dijo ella, sin más explicaciones. Guy sonrió por primera vez desde que había puesto el pie en su casa-. Sin embargo, debemos concentrarnos en el inmediato problema de tu futuro. Todavía confío en encontrarte un empleo en la City. Ya he hablado con…
– Eso no saldrá bien, madre, y tú ya lo sabes. No hay futuro para mí en Inglaterra. Al menos, hasta que mi nombre quede limpio. En cualquier caso, no quiero instalarme en Londres para explicar a tu círculo de bridge por qué no estoy en la India con mi regimiento. No, me iré al extranjero hasta que la situación se haya calmado un poco.
– En ese caso, necesitaré algo de tiempo para meditar -replicó la madre de Guy-, Entretanto, sube a bañarte. Buscaré ropa limpia y pensaré en lo que se debe hacer.
En cuanto Guy salió de la sala, la señora Trentham volvió a su escritorio y guardó bajo llave el cuadro en el cajón inferior del lado izquierdo. Introdujo la llave en su bolso y se concentró en lo que debía hacerse cuanto antes para salvaguardar el buen nombre de los Trentham.
Un plan empezó a forjarse en su mente mientras miraba por la ventana. Si bien le exigiría utilizar sus ya menguados recursos económicos, le concedería el respiro necesario para demostrar que Trumper era un ladrón y un mentiroso, y para humillarle públicamente cuando llegara el momento.
La señora Trentham sabía que sólo tenía unas cincuenta libras en la caja fuerte de su dormitorio, pero aún le quedaban seis mil de las veinte mil que su padre le había entregado el día en que se casó.
– Por si se produce una emergencia imprevista -le había profetizado.
La señora Trentham sacó una hora de papel de la gaveta y empezó a tomar notas. Sabía que tardaría mucho en volver a ver a su hijo, una vez se marchara aquella noche de Chester Square. Cuarenta minutos después estudió sus resultados:
50 libras (en metálico)
Sydney
Max Harris
Gabán
5.000 libras (cheque)
Bentley's
Cuadro
Policía (comisaría de la zona)
Sus pensamientos fueron interrumpidos por el regreso de Guy. Se parecía más al hijo que recordaba. Una chaqueta cruzada y pantalones de franela sustituían al traje arrugado. Dobló la hoja de papel, tras haber decidido exactamente qué iniciativa iba a tomar.
– Siéntate y escucha con atención -dijo la mujer.
Guy Trentham abandonó Chester Square pocos minutos después de las diez, la hora en que su padre debía regresar de los Comunes. Llevaba en el bolsillo cincuenta y tres libras en metálico y un cheque por cinco mil. Había accedido a escribir a su padre, explicándole por qué se había trasladado a Australia, en cuanto desembarcara en Sydney. Su madre también prometió que, durante su ausencia, haría todo lo que pudiera por limpiar su nombre, a fin de que pudiera volver a Inglaterra libre de culpas y ocupara el lugar que le correspondía, como cabeza de familia.
La señora Trentham ordenó a los dos únicos criados que habían visto aquella noche a Guy que no mencionaran su visita a nadie, so pena de perder su empleo.
La última acción de la señora Trentham antes de que su marido regresara fue telefonear a la policía. El agente Wrigley tomó nota del robo denunciado.
La señora Trentham no se mantuvo ociosa durante las semanas que esperó la llegada de la carta que su hijo había prometido escribir. El día posterior a la partida de Guy hacia Australia realizó una de sus visitas periódicas al hotel St. Agnes, con un paquete cuidadosamente envuelto bajo el brazo. Entregó el paquete al señor Harris y procedió a darle una serie de minuciosas instrucciones.
Dos días más tarde, el detective le confirmó que el retrato de la Virgen María y el Niño había sido confiado a Bentley's, los prestamistas, y no podría ser vendido hasta pasados cinco años, cuando la papeleta de empeño expirase. Le dio una foto del cuadro y el recibo para demostrarlo. La señora Trentham se guardó la foto en el bolso, pero no se molestó en preguntarle a Harris qué había hecho de las cinco libras que le habían pagado por el cuadro.
– Bien -dijo, colocando el bolso junto a la silla-. Muy satisfactorio.
– ¿Quiere que encauce al hombre adecuado de Scotland Yard en dirección a Bentley's? -preguntó Harris.
– Por supuesto que no -replicó la señora Trentham-, La próxima vez que alguien vea ese cuadro lo hará en una subasta de Sotheby's.
– Buenos días, señora. Lamento molestarla.
– No es ninguna molestia -dijo la señora Trentham al oficial de policía que Gibson había anunciado como inspector Richards.
– La verdad es que no es a usted a quien quería ver, sino a su hijo, el capitán Trentham.
– En ese caso, le espera un largo viaje, inspector.
– No estoy seguro de comprenderla, señora.
– Mi hijo se está ocupando de los intereses familiares en Australia, como socio de una importante firma de tratantes de ganado.
Richards fue incapaz de disimular su sorpresa.
– ¿Y cuánto tiempo estará ausente, señora?
– Durante mucho tiempo, inspector.
– ¿Podría ser más precisa?
– El capitán Trentham dejó Inglaterra con destino a la India en febrero de 1920, a fin de completar su servicio con el regimiento. Ganó una Cruz Militar en la segunda batalla del Marne. -Indicó con la cabeza la repisa de la chimenea. El inspector pareció muy impresionado-. Por supuesto, su intención nunca fue quedarse en el ejército, pero había proyectado pasar una temporada en las colonias antes de volver para ocuparse de nuestras propiedades en Berkshire.
– ¿Y volvió a Inglaterra antes de tomar posesión de su cargo en Australia?
– Por desgracia no, inspector. Se desplazó a Australia en cuanto hubo presentado la renuncia. Mi marido, al que estoy segura conocerá como miembro del Parlamento por Berkshire West, le confirmará las fechas exactas.
– No creo que sea necesario molestarle, señora.
– ¿Puedo preguntarle por qué deseaba ver a mi hijo?
– Estamos realizando investigaciones relativas al robo de un cuadro en Chelsea. -La señora Trentham no hizo el menor comentario. El inspector continuó-: Alguien cuya descripción coincide con la de su hijo fue visto en las cercanías, vistiendo un viejo sobretodo del ejército. Esperábamos que nos ayudara en nuestras pesquisas…
– ¿Cuándo se cometió el delito?
– A principios de septiembre, señora, y como el cuadro aún no ha sido recuperado seguimos en el caso… -La señora Trentham mantenía la cabeza algo inclinada, mientras continuaba escuchando con toda atención-…, pero ahora se nos ha dado a entender que el propietario no desea presentar cargos, por lo que es de esperar que el caso se cierre muy pronto. ¿Es éste su hijo? -El inspector señaló una foto de Guy en uniforme, que descansaba sobre una mesita auxiliar.
– En efecto, inspector.
– No se ajusta mucho a la descripción que nos han proporcionado -dijo el policía, visiblemente desconcertado-. De todos modos, como usted ha dicho, estaría en Australia en aquel momento. Una coartada indestructible.
El inspector sonrió, pero la expresión de la señora Trentham no se alteró.
– No estará insinuando que mi hijo tuvo algo que ver con el robo, ¿verdad? -preguntó con frialdad.
– Por supuesto que no, señora, pero hemos encontrado un gabán que Gieves, la sastrería de Saville Row, ha identificado, porque fue confeccionado para el capitán Trentham. La llevaba un antiguo soldado, el cual…
– Entonces, también habrán encontrado al ladrón -dijo la señora Trentham con desdén.
– No, señora. El caballero en cuestión sólo tiene una pierna.
La señora Trentham no demostró la menor señal de consternación.
– En tal caso, sugiero que telefoneen a la comisaría de policía de Chelsea -aconsejó-, pues estoy segura de que esclarecerán los hechos.
– Pero es que yo vengo de la comisaría de Chelsea -replicó el inspector, con una sonrisa afectada.
La señora Trentham se levantó del sofá y se encaminó con parsimonia hacia su escritorio; abrió un cajón y sacó una hoja de papel. Se la entregó al inspector. Este se sonrojó al leer su contenido. Al terminar de leer la hoja se la devolvió a la mujer.
– Le ruego que me perdone, señora. Ignoraba que hubiera denunciado el robo el mismo día. Hablaré con el joven agente Wrigley en cuanto vuelva a la comisaría. -La señora Trentham se mostró indiferente ante la turbación del policía -. Bien, no la molestaré más. Conozco la salida.
La señora Trentham esperó a que la puerta se cerrara para descolgar el teléfono y pedir un número de Flaxman.
Dirigió una única petición al detective. Harris hizo crujir sus nudillos, mientras meditaba en la forma de complacer la última solicitud de su cliente.
La señora Trentham supo que Guy había llegado a Australia cuando su cheque fue cobrado por Coutts & Co. en un banco de Sydney. La carta dirigida a su padre llegó, tal como había prometido, seis semanas después. Cuando Gerald le informó del contenido, ella fingió sorpresa, pero su marido no demostró excesivo interés por la extraña decisión de Guy.
Los informes que Harris le entregó durante los sucesivos meses dieron a entender que la nueva empresa de los Trumper se robustecía día a día, pero una sonrisa se formaba en los labios de la señora Trentham cuando pensaba que le había parado los pies a Charlie por la módica cantidad de cuatro mil libras.
La misma sonrisa iluminó su rostro cuando, algunas semanas después, recibió una carta de Savill's, ofreciéndole la oportunidad de infligir una frustración similar a la señora Trumper, aunque el costo, en esta ocasión, sería un poco más elevado. La señora Trentham verificó el saldo de su cuenta bancaria, y se sintió satisfecha al ver que era suficiente para sus propósitos.
Savill's había informado regularmente a la señora Trentham sobre las tiendas que salían a la venta en Chelsea Terrace, pero jamás trató de impedir a Trumper que las comprara, razonando que la posesión de los pisos bastaría para arruinar los proyectos a largo plazo de Charlie. Sin embargo, al examinar los detalles concernientes a Chelsea Terrace número 1, comprendió que las circunstancias eran muy diferentes. No sólo era la tienda de la esquina, encarada hacia Fulham Road, y la mayor propiedad de la manzana, sino que pertenecía a un excelente, aunque algo en decadencia, marchante de arte y tasador. Era el premio obvio a los años de preparación en el colegio Bedford y, más recientemente, en Sotheby's que la señora Trumper había dedicado.
Una carta que acompañaba a la factura de venta preguntaba si la señora Trentham deseaba ser representada en la subasta que el señor Fothergill, el actual propietario, pensaba conducir en persona.
Respondió a la carta el mismo día, dando las gracias a Savill's pero explicando que prefería pujar sin intermediarios; solicitaba, asimismo, su opinión sobre la cantidad máxima que podía alcanzar la propiedad.
La respuesta de Savill's incluía varios «aunques» y «peros», ya que, en su opinión, la propiedad era única. También indicaban que no se hallaban en condiciones de tasar el valor de las existencias. Sin embargo, calculaban que el coste total se elevaría a unas cuatro mil libras.
La señora Trentham acudió de forma regular a las subastas de Christie's que se realizaron durante las siguientes semanas; tomaba asiento en la última fila y observaba el procedimiento. Nunca movió la cabeza o levantó la mano. Quería estar segura de que, cuando llegara el momento de pujar, estaría familiarizada con el mecanismo habitual.
La mañana en que se puso a la venta el número 1 de Chelsea Terrace, la señora Trentham entró en el local ataviada con un vestido rojo oscuro largo que arrastraba por el suelo. Eligió un asiento en la tercera fila y estuvo sentada veinte minutos, antes de que la subasta comenzara. Sus ojos escrutaban a los diferentes participantes que entraban en la sala y se sentaban. El señor Wrexall llegó unos minutos después que ella, y se sentó en la mitad de la primera fila. Su aspecto era sombrío, aunque decidido. Se ajustaba perfectamente a la descripción del señor Harris: unos cuarenta y cinco años, calvo y grueso. Pensó que el exceso de peso le hacía parecer mucho mayor. Su piel era de un tono aceitunado, y cada vez que bajaba la cabeza aparecían varias papadas nuevas. La señora Trentham decidió en aquel instante que, si fracasaba su empeño en apoderarse de Chelsea Terrace, 1, tendría que entrevistarse con el señor Wrexall.
El coronel avanzó por el pasillo, seguido de sus dos otros directores, a las nueve y cincuenta, ocupando los asientos libres situados detrás de la señora Trentham. Aunque miró al coronel éste no hizo el menor esfuerzo por reparar en su presencia.
Las nueve y cincuenta y cinco y no se veía aún ni rastro de los Trumper.
Savill's había advertido a la señora Trentham que, tal vez, un agente representara a Trumper, pero a tenor de las informaciones que había recogido a lo largo de los años sobre el hombre, éste no permitiría que nadie pujara por él. No la decepcionó, porque entró en la sala cuando faltaban cuatro minutos en el reloj situado detrás del estrado. Aunque unos años más viejo que en la fotografía que sostenía en la mano, no cabía duda de que era Charlie Trumper. Llevaba un traje elegante y bien cortado, que disimulaba su incipiente gordura. La sonrisa casi nunca abandonaba sus labios, pero ella tenía planes para borrársela. Daba la impresión de querer alertar a todo el mundo sobre su llegada, pues estrechó las manos y charló con varias personas, antes de ocupar un asiento reservado junto al pasillo, unas cuatro filas detrás de ella. La señora Trentham movió un poco su silla para poder observar a Trumper y al subastador sin necesidad de volverse constantemente.
De súbito, el señor Trumper se levantó, encaminándose a la parte posterior de la sala para coger otro contrato de compraventa. Después, volvió a su asiento reservado. La señora Trentham tuvo la convicción de que lo había hecho a propósito. Sus ojos escudriñaron todas las filas, y empezó a sentirse inquieta.
Cuando el señor Fothergill entró, la sala estaba llena. A pesar de que casi todos los asientos se hallaban ocupados, la señora Trentham no vio a la señora Trumper.
Desde el momento en que el señor Fothergill anunció la primera puja, la subasta no procedió como la señora Trentham había imaginado, e incluso planeado. Su experiencia del mes anterior en Sotheby's no la había preparado para el resultado final, el anuncio que el señor Fothergill efectuó apenas seis minutos después.
– Vendido a la señora Trentham por quince mil libras.
Frunció el ceño al pensar en el espectáculo que había dado en público, a pesar de haber adquirido la tienda de objetos de arte y el golpe asestado a Rebecca Trumper. El coste había sido considerable, y ya no estaba segura de contar con el dinero suficiente para cubrir la cantidad que debía pagar.
Después de ocho días de meditación, durante los cuales llegó a pensar en pedir a su marido, e incluso a su padre, que cubrieran el déficit, decidió sacrificar las mil quinientas libras del depósito, replegarse y lamer sus heridas. La alternativa consistía en confesar a su marido lo que había ocurrido aquel día en Chelsea Terrace, I.
Con todo, existía una compensación. Ya no necesitaría acudir a Sotheby's cuando llegara el momento de vender el cuadro robado.
Con el transcurso de los meses, la señora Trentham recibió cartas periódicas de su hijo, primero desde Sydney y después desde Melbourne, informándola de sus progresos. Solicitaba dinero con frecuencia. Cuanto más se expandía la sociedad, explicaba Guy, más capital suplementario precisaba para proteger su inversión. Unas seis mil libras cruzaron el océano Pacífico, en un lapso de cuatro años, para acabar en un banco de Sydney; ninguna le dolió a la señora Trentham, pues parecía que Guy estaba triunfando en su nueva profesión. También albergaba la seguridad de que, cuanto más pronto descubriera públicamente que Charles Trumper era un ladrón y un mentiroso, antes volvería su hijo a Inglaterra con la reputación intacta, incluso ante los ojos de su padre.
Un día, justo cuando la señora Trentham pensaba que había llegado el momento de poner su plan en acción, recibió un telegrama de Melbourne. La dirección desde la que había sido enviado el telegrama no dejó otra alternativa a la señora Trentham que zarpar de inmediato hacia Melbourne.
Aquella noche, después de cenar, cuando comunicó a Gerald que iba a partir hacia las antípodas lo antes posible, la noticia fue recibida con educado desinterés. No la sorprendió, pues su marido no pronunciaba el nombre de Guy desde el día en que había acudido al ministerio de la Guerra, cuatro años atrás. De hecho, la única huella que daba testimonio de su existencia, tanto en Ashurst Hall como en Chester Square, era la fotografía en uniforme que descansaba sobre la mesa del dormitorio de la señora Trentham, y la Cruz Militar, que continuaba sobre la repisa de la chimenea, con permiso de Gerald.
En lo que a él concernía, Nigel era su único hijo.
Gerald Trentham sabía muy bien que su mujer iba diciendo a todos sus amigos y amigas que Guy era socio de una floreciente empresa de tratantes de ganado, con delegaciones en toda Australia. Sin embargo, no creía en tales patrañas desde hacía mucho tiempo, y ya ni siquiera les prestaba oídos. Cuando encontraba el sobre, escrito con la conocida letra, en el buzón de Chester Square, Gerald Trentham no preguntaba por los progresos de su primogénito.
El próximo barco con destino a Australia era el SS Orontes, que zarparía de Southampton el siguiente lunes. La señora Trentham mandó un telegrama a una dirección de Melbourne, anunciando el día y la hora aproximados de su llegada.
A la señora Trentham se le antojó interminable el viaje de cinco semanas a través de dos océanos, en especial porque pasaba casi todo el tiempo en su camarote, sin ganas de entablar amistades a bordo…, o aún peor, toparse con alguien que la conociera. Declinó varias invitaciones del capitán para cenar con él.
Cuando el barco amarró en Sydney, la señora Trentham sólo pasó una noche en la ciudad, y se desplazó a continuación a Melbourne. Al llegar a la estación de la calle Flinders, tomó un taxi y fue directamente al hospital Royal Victoria, donde la enfermera jefe la informó de que a su hijo sólo le quedaba una semana de vida.
La autorizaron a verle enseguida, y un oficial de policía la escoltó al ala de aislamiento. Permaneció de pie junto a la cama, contemplando incrédula el rostro que apenas reconocía. Al ver el cabello ralo y gris y las profundas arrugas de su cara, la señora Trentham se creyó por un momento junto al lecho de muerte de su esposo.
Un médico le dijo que ese estado solía darse en las personas informadas de que su destino ya estaba decidido. Se quedó junto a la cama casi una hora y se fue sin haber arrancado ni una palabra a su hijo. En ningún momento permitió que nadie del hospital adivinara sus auténticos sentimientos.
Aquella noche, la señora Trentham se alojó en un tranquilo club de campo, situado en los alrededores de Melbourne. Hizo una sola pregunta al joven propietario, un expatriado llamado Sinclair-Smith, antes de retirarse a su habitación.
Al día siguiente se presentó en las oficinas de la firma legal más antigua de Melbourne, Asgarth, Jenkins & Cía. Un joven, cuyos modales le parecieron poco respetuosos, le preguntó qué deseaba.
– Quiero hablar con el socio mayoritario.
– Tome asiento en la sala de espera.
La señora Trentham esperó hasta que el señor Asgarth pudo recibirla.
El socio mayoritario, un hombre de edad avanzada que, a juzgar por su atavío, podría estar ejerciendo en Lincoln's Inn Fields, y no en la calle Victoria de Melbourne, escuchó en silencio su relato y accedió a solventar todos los problemas que pudieran surgir al hacerse cargo de los bienes de Guy Trentham. A este fin, prometió presentar una solicitud de permiso para que el cuerpo fuera trasladado a Inglaterra cuanto antes.
La señora Trentham visitó a su hijo todos los días de la semana anterior a su muerte. Aunque no hablaron mucho, tuvo conocimiento de un problema que debería solucionar antes de regresar a Inglaterra.
La señora Trentham volvió el miércoles por la mañana a las oficinas de Asgarth, Jenkins & Cía., para que su abogado la aconsejara acerca de su último descubrimiento. El abogado la invitó a sentarse y escuchó con suma atención sus revelaciones. Tomaba notas de vez en cuando en un cuaderno. Cuando la señora Trentham concluyó, el hombre estuvo callado durante bastante rato.
– Habrá que cambiar el apellido -sugirió -, si quiere que nadie se entere de sus planes.
– Hay que asegurarse también de que nadie pueda averiguar quién fue el padre de la niña -dijo la señora Trentham.
El anciano abogado frunció el ceño.
– Eso le exigirá depositar una enorme confianza en… -consultó el nombre escrito frente a él-… la señorita Benson.
– Pague a la señorita Benson lo que pida por su silencio. Coutts, en Londres, se ocupará de todos los detalles financieros.
El abogado asintió con la cabeza. A fuerza de quedarse ante su escritorio hasta medianoche durante los cuatro días siguientes, logró completar toda la documentación necesaria para satisfacer las demandas de su clienta, horas antes de que la señora Trentham regresara a Londres.
El médico de guardia certificó el fallecimiento de Guy Trentham a las seis y tres minutos del día 23 de abril de 1927. A la mañana siguiente, la señora Trentham inició su viaje de regreso a Inglaterra, acompañada del ataúd. Se sintió tranquilizada al pensar que sólo dos personas en aquel continente sabían tanto como ella: un anciano caballero que se jubilaría al cabo de escasos meses y una mujer que, a partir de ahora y hasta el fin de sus días, viviría de una forma que nunca habría creído pocos días antes.
La señora Trentham zarpó para Southampton con el mismo sigilo de la ida, y se dirigió directamente a su domicilio de Chester Square en cuanto pisó suelo inglés. Informó a su marido sobre los detalles de la tragedia y aceptó a regañadientes que se publicara un anuncio en el Times del día siguiente. Rezaba así:
«El capitán Guy Trentham, MC, ha fallecido trágicamente de tuberculosis, después de padecer una larga enfermedad. El funeral tendrá lugar en la iglesia de Santa María, Ashurst, Berkshire, el martes 8 de junio de 1927.»
El vicario del pueblo celebró la ceremonia por el querido desaparecido. Su muerte, aseguró a los fieles, era una tragedia para todos aquellos que le conocían.
Guy Trentham fue enterrado en el lugar destinado a su padre. Parientes, amigos de la familia, feligreses y criados abandonaron el cementerio con la cabeza gacha.
La señora Trentham recibió, durante los días siguientes, un centenar de cartas de condolencia; una o dos hacían hincapié en que podía consolarse con el pensamiento de que un segundo hijo ocuparía el lugar de Guy.
Al día siguiente, la fotografía de Nigel sustituyó a la de su hermano en la mesilla de noche.