Esa noche, cuando Charlie irrumpió en el salón, fue la primera vez que creí de verdad que finalmente había muerto Guy Trentham.
Yo permanecí sentada en silencio mientras mi marido se paseaba por la habitación relatando entusiasmado hasta el último detalle de lo sucedido esa tarde en la oficina del señor Harrison.
En mi vida he amado a cuatro hombres, con emociones que van de la adoración a la devoción, pero sólo Charlie las ha abarcado todas. Sin embargo, aun en el momento de su triunfo, yo sabía que me tocaría a mí quitarle lo que más amaba en su vida.
En las dos semanas siguientes a esa decisiva entrevista, Nigel Trentham había accedido a deshacerse de sus acciones al precio de mercado. Ahora que los intereses habían subido al ocho por ciento, no era de extrañar que tuviera poco valor para proseguir la larga y amarga lucha por cualquier derecho que tuviera o no tuviera sobre la propiedad Hardcastle. En nombre del trust, el señor Harrison compró todas sus acciones, por un valor de algo más de siete millones de libras. Entonces el anciano abogado aconsejó a Charlie que convocara una reunión de consejo especial, ya que era su deber informar a la Cámara de Empresas de lo ocurrido. También le advirtió que en el plazo de catorce días debía poner en conocimiento de los demás accionistas los detalles pertinentes de la transacción.
Hacía muchísimo tiempo que yo no esperaba con tanta ilusión una reunión de consejo.
Aunque fui de las primeras en llegar a la sala de consejo esa mañana, todos los demás llegaron mucho antes de la hora programada para la reunión.
– ¿Excusas por ausencia? -preguntó el presidente a las diez en punto.
– Nigel Trentham, Roger Gibbs y Hugh Folland -entonó Jessica con su voz más prosaica.
– Gracias. Acta de la última reunión -dijo Charlie-, ¿Es vuestro deseo que firme esas actas aprobándolas como relación verdadera y exacta de lo que tuvo lugar?
Observé a las personas sentadas alrededor de la mesa. Daphne, vestida con un llamativo y alegre conjunto amarillo, garabateaba distraídamente en las hojas de su copia del acta. Tim Newman asentía con su cortesía acostumbrada, mientras Simón tomaba agua de su vaso levantándolo como si hiciera un brindis. Ned Denning susurraba algo inaudible al oído a Makin, y Cathy marcaba un tic en el punto número dos. Volví mi atención a Charlie.
Como por lo visto nadie tenía ninguna objeción que hacer, Jessica dio vueltas a las hojas del acta colocando la última delante de Charlie para que firmara bajo la última línea. Observé la sonrisa que aparecía en su rostro al releer la última instrucción que había recibido del consejo en la reunión pasada: «Que el presidente intente llegar a un acuerdo amistoso con el señor Nigel Trentham respecto a la formal adquisición de Trumper's».
– ¿Algún asunto a tratar respecto al acta? -preguntó Charlie.
Todo el mundo continuó callado de modo que una vez más
Charlie miró el orden del día.
– Punto número cuatro, el futuro de… -comenzó, pero entonces todos intentamos hablar al mismo tiempo.
Cuando la reunión había vuelto a adquirir una apariencia de orden, Charlie sugirió que tal vez sería conveniente que el gerente nos pusiera al día sobre la situación actual. Yo me uní a los «Muy bien», y gestos de asentimiento que dieron la bienvenida a su sugerencia.
– Gracias, señor presidente -dijo Arthur Selwyn sacando algunos papeles de su maletín que tenía junto a su silla. El resto del consejo esperó pacientemente-. El consejo deberá saber -comenzó, con el tono del funcionario del Estado que fuera en su tiempo- que a continuación del anuncio hecho por el señor Nigel Trentham de que ya no tenía la intención de lanzar una oferta de adquisición de Trumper's, las acciones de la empresa han bajado de su precio máximo de dos libras con cuatro chelines al precio actual de una libra con diecinueve chelines.
– Todos podemos seguir las variaciones del mercado de valores -dijo Daphne metiendo su cuchara-. Lo que yo querría saber es qué pasó con las acciones personales de Trentham.
Yo no me uní al coro de aprobación que siguió a esta interrupción, porque ya sabía hasta los más mínimos detalles del acuerdo.
– Las acciones del señor Trentham -dijo el señor Selwyn, continuando como si no hubiera sido interrumpido-, según un acuerdo entre sus abogados y la señorita Ross, fueron adquiridas hace dos semanas por el señor Harrison en nombre del fideicomiso Hardcastle al precio de dos libras con un chelín por acción.
– ¿Y se hará partícipe al resto del consejo de las causas que llevaron a esta simpático arreglito? -preguntó Daphne.
– Ha salido a luz recientemente -contestó Selwyn- que durante el año pasado el señor Trentham logró acumular una considerable participación en la empresa con dinero prestado que le permitía mantener un suculento sobregiro bancario, sobregiro que según tengo entendido ya no puede mantener. Teniendo esto en cuenta ha vendido su participación en la empresa, de algo así como un veinte por ciento, directamente al Hardcastle Trust al precio de mercado del momento.
– Lo ha hecho por fin -dijo Daphne.
– Sí -dijo Charlie-. Y puede que también interese al consejo saber que durante la semana pasada recibí tres cartas de dimisión, del señor Trentham, del señor Folland y del señor Gibbs, las cuales me tomé la libertad de aceptar en vuestro nombre.
– Y tanta libertad -exclamó bruscamente Daphne.
– ¿Le parece que no deberíamos haber aceptado sus dimisiones?
– Naturalmente me lo parece, presidente.
– ¿Podemos conocer sus razones, lady Wiltshire?
– Son del todo egoístas, presidente. -Me pareció detectar una risita entre dientes. Todo el mundo la escuchaba expectante-. Verá, me hacía mucha ilusión proponer que se despidiera a esos tres.
Muy pocos lograron mantenerse serios ante esa sugerencia.
– Que no conste en el acta -dijo Charlie a Jessica-. Gracias, señor Selwyn, por su admirable resumen de la situación. Ahora, como no creo que se gane nada removiendo esos carbones, pasemos al punto número cinco, el servicio bancario.
Charlie se echó atrás en la silla satisfecho mientras Cathy nos informaba que el nuevo servicio estaba consiguiendo beneficios respetables y que ella no veía ningún motivo para que no continuaran mejorando las cifras en el futuro previsible.
– En realidad -dijo-, creo que ha llegado el momento de que Trumper's ofrezca a sus clientes regulares su propia tarjeta de crédito como…
Yo contemplé la medalla MC en miniatura que colgaba de una cadenita alrededor de su cuello, el eslabón perdido en cuya existencia Charlie siempre había insistido. Cathy aún era incapaz de recordar la mayor parte de lo ocurrido en su vida antes de llegar a trabajar a Londres, pero yo compartía la opinión del doctor Miller de que ya no debíamos desperdiciar el tiempo con el pasado sino dejarla concentrarse en el futuro.
Ninguno de nosotros dudábamos de que, llegado el momento de elegir nuevo presidente, no tendríamos que buscar muy lejos para encontrar a la sucesora de Charlie. El único problema que tenía que enfrentar yo ahora era convencer al actual presidente de que tal vez había llegado la hora de que dejara paso a alguien más joven.
– ¿Tiene usted algún reparo respecto a los límites de crédito, presidente? -preguntó Cathy.
– No, no, todo me parece muy bien -dijo Charlie, en tono desacostumbradamente vago.
– No estoy muy segura de poder estar de acuerdo con usted, sir Charles -dijo Daphne.
– ¿Y eso por qué, lady Wiltshire? -preguntó Charlie con sonrisa benévola.
– En parte porque alrededor de los diez últimos minutos usted no ha escuchado ni una palabra de lo que se ha dicho -declaró Daphne-, ¿Cómo puede entonces saber a qué está dando su conformidad?
– Culpable -dijo Charlie-. Confieso que mi mente estaba en el otro lado del mundo. Sin embargo -continuó-, he leído el informe de Cathy sobre el tema y considero que los límites de crédito tendrán que variar de cliente a cliente según las evaluaciones pertinentes, y tal vez en el futuro necesitemos personal nuevo, preparado en Barclays y no en Selfridges. Incluso así, he de requerir un calendario detallado si vamos a considerar la introducción de un programa de esa envergadura. Debería estar preparado para la presentación en la próxima reunión de consejo. ¿Es eso posible, señorita Ross? -preguntó con firmeza, con la esperanza sin duda de que este otro ejemplo de su conocido «pensar con los pies en la tierra» lo libraba de las garras de Daphne.
– Gracias -dijo Charlie-. Punto número seis, contabilidad.
Escuché con atención la presentación que hacía Selwyn de las últimas cifras, departamento por departamento. Nuevamente tomé conciencia de las preguntas y sondeos de Cathy tan pronto le parecía que las explicaciones sobre cualquier pérdida o innovación no eran lo suficientemente completas. Era algo así como una versión de Daphne mejor informada y más profesional.
– ¿Cuáles son los cálculos de previsión de beneficios para el año sesenta y cinco? -preguntó.
– Aproximadamente novecientas veinte mil libras -repuso Selwyn pasando el dedo bajo una columna de cifras.
En ese momento fue cuando comprendí lo que había que lograr antes de convencer a Charlie que anunciara su retiro.
– Gracias, señor Selwyn. ¿Pasamos ahora al punto número siete? El nombramiento de la señorita Cathy Ross como vicepresidente. -Charlie se quitó las gafas y añadió-: No creo necesario que yo pronuncie un largo discurso sobre las razones…
– De acuerdo -interrumpió Daphne-. Por lo tanto me produce enorme placer proponer a la señorita Ross como vicepresidente de Trumper's.
– Me agradaría secundar esa propuesta -intervino Arthur Selwyn.
Yo no pude menos que sonreír ante la visión de Charlie con la boca abierta de par en par, pero en todo caso se las arregló para decir:
– ¿Los que están a favor?
Yo levanté mi mano junto con todos los demás excepto una. Cathy se puso de pie y pronunció un corto discurso de aceptación, agradeciendo al consejo la confianza puesta en ella y asegurándoles su total compromiso con el futuro de la empresa.
– ¿Otros asuntos? -preguntó Charlie comenzando a ordenar sus papeles.
– Sí -repuso Daphne-. Habiendo tenido el placer de proponer a la señorita Ross como vicepresidente, creo llegada la hora de presentar mi dimisión.
– Pero ¿por qué? -preguntó Charlie espantado.
– Porque el próximo mes cumpliré sesenta y cinco años, presidente, y creo que esa es una edad adecuada para dejar paso a sangre más joven.
– Entonces, sólo me resta decir… -comentó Charlie y esta vez nadie intentó impedirle que nos dirigiera un largo y florido discurso.
Cuando terminó, todos golpeamos la mesa con las palmas.
Una vez restituido el orden, Daphne dijo simplemente:
– Gracias. No me habría esperado tales dividendos de una inversión de sesenta libras.
En las semanas siguientes a que Daphne dejara la empresa, siempre que se presentaba a discusión un tema delicado, Charlie me confesaba después de la reunión que echaba de menos el peculiar y exasperante sentido común de la marquesa.
– ¿Y me vas a echar igualmente de menos a mí con mi criticona lengua cuando presente mi dimisión?
– ¿De qué hablas?
– Resulta que cumpliré sesenta y cinco el próximo año y pienso seguir el ejemplo de Daphne.
– Pero…
– Nada de peros, Charlie -le dije-. Número uno, ahora camina solo… Es más que competente desde que le robé el joven Richard Cartwright a Christie's. En todo caso, a Richard se le debería ofrecer mi puesto en el consejo general. A fin de cuentas, lleva la mayor parte de la responsabilidad sin la satisfacción de llevarse el mérito.
– Bueno, pues yo te diré una cosa -replicó Charlie desafiante-. Yo no pienso dimitir, ni cuando tenga setenta años.
Durante 1966 abrimos tres nuevos departamentos: el de «Adolescentes» con especialidad en ropa y discos y con cafetería propia; una agencia de viaje para hacer frente a la creciente demanda de viajes al extranjero, y un departamento de regalos para «El hombre que lo tiene todo». Cathy también recomendó al consejo que a sus veinte años tal vez todo el carretón necesitaba una buena cirugía plástica. Charlie me comentó que no se sentía muy seguro respecto a ese cataclismo radical, pero como por lo visto Arthur Selwyn y los demás directores estaban convencidos de que esa renovación debía haberse hecho hacía ya mucho tiempo, logré convencerle de que él opusiera sólo una resistencia simbólica.
Mantuve mi promesa, o amenaza según Charlie, y dimití al mes siguiente de cumplir sesenta y cinco años, dejando a Charlie como el único director que quedaba del primer consejo.
Por primera vez en su vida Charlie reconoció que comenzaba a sentir su edad. Me comentó que siempre que empezaba la reunión pidiendo la conformidad con el acta de la reunión anterior, daba una mirada a la sala de reuniones y comprendía lo poco que tenía en común con la mayoría de sus compañeros directores. Las «brillantes nuevas chispas» como los llamaba Daphne, financieros, especialistas en «opas», relaciones públicas, todos parecían en cierto modo alejados del único elemento que siempre había importado a Charlie: el cliente.
Hablaban de financiación deficitaria, proyectos opcionales de préstamos, «spots» publicitarios en televisión, muchas veces sin molestarse en pedir su opinión a Charlie.
– ¿Qué debo hacer al respecto? -me preguntó Charlie la semana anterior a la Asamblea General de Accionistas.
Frunció el ceño al escuchar mi respuesta.
La semana siguiente Arthur Selwyn anunció ante la Asamblea General de Accionistas de la empresa que los beneficios antes de impuestos para 1967 serían de 1.078.600 libras. Charlie me miró y yo asentí con firmeza desde la primera fila. Esperó el punto «Otros asuntos» y entonces se levantó para comunicar a la asamblea que pensaba llegada la hora de presentar su dimisión. Otra persona tenía que empujar el carretón hacia los años setenta, sugirió.
Todo el mundo en la sala pareció horrorizado, se habló del final de una era, de «no hay reemplazo posible», nunca jamás será igual; pero nadie le pidió a Charlie que reconsiderara su decisión. Veinte minutos después Cathy era elegida unánimemente presidenta del consejo.
La primera medida que tomó Cathy en su nuevo papel de presidenta fue organizar una cena en honor de Charlie en el hotel Grosvenor House. Todo el personal de Trumper's asistió al homenaje, acompañados por sus esposas o maridos, así como muchos de los amigos de Charlie y Becky, ganados a lo largo de casi siete décadas. Charlie ocupó su lugar en el centro de la mesa principal, uno entre las mil setecientas setenta personas que esa noche llenaron el gran salón de baile.
A continuación vino la cena de cinco platos a la que ni siquiera Percy pudo encontrar un defecto. Una vez le sirvieron el coñac, Charlie encendió un gran cigarro Trumper's y susurró a Becky:
– Ojalá hubiera visto este banquetazo tu padre. Pero claro -añadió-, él no habría asistido, a menos que hubiera suministrado todo, desde los merengues a los panecillos.
– Y ojalá nos hubiera acompañado Daniel también esta noche -repuso Becky.
Unos momentos después se puso de pie Cathy e invitó a los presentes a brindar por la salud del fundador de la empresa y primer presidente vitalicio. No hubo necesidad de que nadie gritara «¡Que hable!», porque Charlie ya se había puesto de pie antes que alcanzaran a poner sus copas en la mesa.
Comenzó por recordar una vez más a su auditorio cómo todo había comenzado con el carretón de su abuelo en Whitechapel, carretón que ahora se alzaba orgulloso en el salón comedor de Trumper's. Rindió homenaje al coronel, tiempo atrás fallecido, a los pió ñeros de la empresa, los señores Sanderson y Hadlow, como también a Bob Makins y Nel Denning, los dos componentes del personal inicial que unas pocas semanas antes que él se habían retirado. Por último recordó a Daphne, la marquesa de Wiltshire que le prestara sus primeras sesenta libras.
– Cómo desearía volver a mis catorce años -exclamó con añoranza-. Yo, mi carretón y mis clientes regulares en Whitechapel Road. Aquellos fueron los días más felices de mi vida. Porque en mi corazón, verán ustedes, soy un sencillo hombre de frutas y verduras.
Todos rieron, excepto Becky, que miró a su marido y recordó al niño de ocho años de pantalones cortos y gorra en la mano parado fuera de la tienda de su padre con la esperanza de obtener un bollo gratis.
– Me enorgullezco -continuó- de haber construido el carretón más grande del mundo y de encontrarme esta noche entre aquellos que me han ayudado a empujarlo todo el camino desde el East End hasta Chelsea Terrace. Os echaré de menos a todos…, y sólo me queda esperar que me permitan entrar a Trumper's de vez en cuando.
Charlie se sentó y todo el personal se puso de pie para aclamarlo. Él se inclinó hacia Becky, le tomó la mano y dijo:
– Perdóname, olvidé decirles que en primer lugar fuiste tú quien lo fundaste.
Después de haber dejado la empresa, Charlie pasó unos siete días por lo menos en que daba la impresión de sentirse totalmente satisfecho con estar en la casa sin hacer nada en particular, pero a la segunda semana Becky se dio cuenta de que habría de hacer algo si no quería volverse loca y de paso perder a la mayor parte del personal doméstico de Eaton Square. La mañana del lunes se dejó caer en Trumper's para hacer una visita al encargado del departamento de viajes. Durante la cuarta semana lady Trumper recibió unos pasajes enviados por las oficinas de Cunard, para un viaje a Nueva York en el Queen Elizabeth, seguido de un extenso recorrido por Estados Unidos.
– Realmente espero que ella pueda llevar el carretón sin mí, Becky -dijo Charlie mientras Stan los conducía a Southampton.
– Supongo que sabrá arreglárselas bien -dijo Becky.
Su plan consistía en estar fuera por lo menos unos tres meses, con el fin de dejar el campo libre a Cathy para que pudiera continuar con su programa de renovación y decoración, ya que ambas sospechaban que si Charlie estaba por allí haría todo lo posible por entorpecerlo.
Becky se convenció aún más de que así habría sucedido, un día en que Charlie entró en Bloomingdale's y comenzó a refunfuñar por la falta de espacio dedicado a exhibir los productos. Lo llevó entonces a Macy's y allí se quejó de la falta de atención, y cuando llegaron a Chicago, Charlie le dijo a Henry Field que ya no le gustaban los escaparates que en su tiempo fueran el sello distintivo de esos grandes almacenes.
– Demasiado chillones -le aseguró al propietario-. Incluso para Estados Unidos.
Becky le habría recordado la palabra «tacto» si Henry Field mismo no se hubiera mostrado de acuerdo con cada palabra de su amigo, a la vez que echaba categóricamente la culpa a los floristas, quienes quieran que éstos fuesen.
En Dallas, San Francisco y Los Ángeles las cosas no fueron mejor. Tres meses más tarde, cuando se embarcaban en el gran transatlántico en Nueva York, nuevamente reapareció el nombre de Trumper's en los labios de Charlie. Becky comenzó a temer entonces lo que podría pasar en el momento en que pisaran suelo inglés. Su única esperanza era que los cinco días de océano calmado, y cálida brisa atlántica les sirvieran para relajarse y tal vez hasta para que Charlie olvidara Trumper's por unos momentos. Pero el viaje de vuelta él se lo pasó la mayor parte del tiempo explicándole sus nuevas ideas para revolucionar la empresa, ideas que según él deberían ponerse en práctica tan pronto llegaran a Londres. Entonces fue cuando Becky decidió que debía adoptar postura a favor de Cathy.
– Pero si ya ni siquiera estás en el consejo -le recordó, tendida en cubierta tomando el sol.
– Aún soy el presidente vitalicio -insistió él luego de explicarle su última gran idea de ponerle placas detectoras a la ropa, para evitar los robos.
– Pero ese es sólo un título honorario.
– Tonterías. Tengo la intención de dar mi opinión siempre que…
– Charlie, eso no es justo para Cathy. Ella ya no es la subdirectora de una empresa familiar arriesgada, sino presidenta de una enorme empresa pública. ¿No crees que ha llegado la hora de que te mantengas alejado de Trumper's y dejes a Cathy empujar el carretón sola?
– Pero ¿qué se supone que he de hacer entonces?
– No lo sé y no me importa. Pero sea lo que fuere, ya no lo vas a hacer en ningún lugar cercano a Chelsea Square. ¿Me he explicado claramente?
Charlie iba a contestar cuando se detuvo junto a ellos un oficial de cubierta.
– Siento interrumpirle, señor.
– No ha interrumpido nada -dijo Charlie-. ¿Qué desea que haga? ¿Organizar un motín o un partido de tenis en cubierta?
– Ambas cosas son responsabilidad del sobrecargo, sir Charles -dijo el joven-, Pero el capitán desearía saber si puede tener la amabilidad de reunirse con él en el puente. Ha recibido un cablegrama de Londres para usted y no lo entiende muy bien.
– Espero que no sean malas noticias -dijo Becky incorporándose rápidamente y dejando la novela que intentaba leer a un lado-. Les dije que no se comunicaran con nosotros a menos que surgiera una emergencia.
– Tonterías -dijo Charlie-. Eres una pesimista. Para ti, una botella siempre está medio vacía.
Diciendo esto se paró, se estiró y acompañó al joven oficial por la cubierta de popa hacia el puente, explicándole cómo haría él para organizar un motín. Becky los seguía a un metro de distancia sin hacer más comentarios.
Mientras el oficial los escoltaba por el puente, el capitán se volvió a saludarlos.
– Acaba de llegar un cablegrama desde Londres, sir Charles, y pensé que desearía verlo inmediatamente -dijo pasándole el mensaje.
– Maldita sea, me he dejado las gafas en cubierta -farfulló Charlie- Becky, mejor será que me lo leas.
Le pasó el papel a su esposa. Becky abrió el cablegrama con dedos algo temblorosos y leyó el mensaje para sí misma primero mientras Charlie le observaba la cara para hacerse una idea de su contenido.
– ¡Venga! ¿De qué se trata?
– Es una instancia del palacio de Buckingham -contestó ella.
– ¿No te lo dije? Es que no los puedes dejar hacer nada solos. Primer día del mes, jabón de baño, ella prefiere lavanda; pasta dentífrica, él prefiere Macleans, y papel higiénico… Le dije a Cathy…
– No, no creo que Su Majestad esté preocupada por el papel higiénico en esta ocasión -dijo Becky.
– Entonces, ¿cuál es el problema?
– Desean saber qué título vas a escoger.
– ¿Título? -dijo Charlie.
– Sí -dijo Becky levantando el rostro para mirar a su marido-. Lord Trumper ¿de dónde?
Becky se sorprendió y Cathy se sintió algo aliviada al descubrir con cuánta rapidez lord Trumper de Whitechapel se absorbía en los trabajos cotidianos de la Cámara Alta. Los temores de Becky de que estuviera continuamente interfiriendo en los asuntos rutinarios de la empresa se esfumaron tan pronto Charlie se hubo colocado el armiño rojo. A ella la rutina le trajo recuerdos de aquellos días durante la Segunda Guerra Mundial cuando Charlie trabajara bajo las órdenes de lord Woolton en la Secretaría para la Alimentación y no sabía nunca a qué hora de la noche llegaría.
Seis meses después de haberle dicho Becky que no debía ir a ningún lugar cerca de Trumper's, Charlie le comunicó que había sido invitado a formar parte del Comité de Agricultura, donde pensaba que una vez más podría aportar sus conocimientos técnicos para beneficio de sus consocios. Incluso volvió a su rutina de levantarse a las cuatro y media de la mañana, con el fin de ponerse al día con esos documentos parlamentarios que siempre había que leer antes y después de las reuniones importantes.
Cada día al volver a casa por la noche para cenar, venía con cantidad de noticias sobre alguna cláusula que había propuesto al comité ese día, o sobre el zoquete que le había ocupado el tiempo esa tarde en la Cámara con innumerables enmiendas al acta en curso.
En 1970, cuando Gran Bretaña solicitó la entrada al Mercado Común, Charlie le contó a su esposa que el oficial disciplinario jefe le había propuesto presidir un subcomité para la distribución de alimentos en Europa y que creía que era su deber aceptar. Desde ese día, siempre que Becky bajaba a desayunar encontraba papeles con el orden del día de las reuniones o ejemplares del diario Hansar de los lores desparramados por todo el camino desde el estudio de Charlie a la cocina, en donde había dejado la inevitable nota explicándole que había tenido que asistir a otra reunión temprana del subcomité, o a una reunión con algún partidario de la entrada de Gran Bretaña en el Mercado Común llegado del continente. Hasta entonces Becky no tenía idea de lo mucho que tenían que trabajar los miembros de la Cámara Alta.
Becky continuó en contacto con Trumper's visitando regularmente la tienda los lunes por la mañana. Siempre iba a una hora en que la tienda estuviera relativamente tranquila y, para su sorpresa, se convirtió en la principal fuente de información de Charlie respecto a lo que allí sucedía.
Siempre disfrutaba paseándose por los diferentes departamentos un par de horas, pero no podía dejar de notar lo rápido que cambiaban las modas y lo bien que se las arreglaba Cathy para llevar siempre la delantera a sus rivales sin dar jamás motivo de queja a los clientes regulares con cambios innecesarios.
Becky siempre destinaba la última visita a la sala de subastas para ver los cuadros que iban a subastarse en la próxima venta. Hacía ya tiempo que había pasado la responsabilidad a Richard Cartwright, el primer subastador jefe, pero él siempre estaba disponible para acompañarla en la ronda de vista anticipada de los cuadros que iban a subastarse.
– Impresionistas de segundo orden en esta ocasión -le aseguró él.
– Ahora a precios de primer orden -comentó Becky examinando obras de Pissarro, Bonnard, Vuillard y Dufy-; tendremos que procurar que Charlie no sepa nada sobre este lote.
– Ya lo sabe -le advirtió Richard-. Vino el jueves pasado camino de los lores, puso precio mínimo a tres lotes y hasta encontró tiempo para protestar por nuestros cálculos. Alegó que sólo hacía unos años le había comprado a usted un gran óleo de Renoir, L'homme à la peche, por el precio que ahora yo esperaba que pagara por un pequeño pastel de Pissarro que no era otra cosa que un estudio para un cuadro importante.
– Creo que tal vez tenga razón en eso -dijo Becky echando un vistazo al catálogo para comprobar las diferentes tasas-. Y los cielos se apiaden de su hoja de balance si descubre que no ha logrado alcanzar el precio mínimo en cualquier cuadro que le interese a él. Cuando yo llevaba este departamento lo apodaban «nuestro jefe de pérdidas».
En ese momento entró otro dependiente y se les acercó, se inclinó educadamente ante lady Trumper y le pasó una nota a Richard. Éste leyó el mensaje y se volvió hacia Becky.
– La presidenta desea saber si sería tan amable de pasar a verla antes de marcharse. Hay algo que necesita conversar con usted urgentemente.
Richard la acompañó hasta el ascensor de la planta baja y ella le agradeció nuevamente el mimar a una anciana.
Mientras el ascensor subía a regañadientes, otra cosa que habría que cambiar como parte del nuevo plan de remodelación, Becky iba pensando sobre qué querría hablar Cathy con ella, deseando que ojalá no tuviera que cancelar la cena con ellos esa noche, ya que sus invitados serían David y Barbara Field.
Hacía unos dieciocho meses que Cathy se había trasladado de Eaton Square a un espacioso apartamento en Chelsea Cloister, pero continuaban cenando juntos al menos una vez al mes. Además, siempre que se encontraban en la ciudad los Field o los Bloomingdale, ella también acudía a la cena con ellos. Becky sabía que David Field, que aún seguía en el consejo de la gran tienda de Chicago, se sentiría decepcionado si Cathy no podía cenar con ellos esa noche, especialmente cuando tenían previsto volver a casa al día siguiente.
Jessica la hizo pasar directamente al despacho de la presidenta, donde se encontró a Cathy hablando por teléfono, con el ceño fruncido, cosa no habitual en ella. Mientras esperaba que terminara su conversación, Becky miró por la ventana salediza hacia el banco de madera desocupado al otro lado de la calle y pensó en Charlie, que lo había cambiado por los bancos de cuero rojo de la Cámara de los Lores. Cathy colgó el auricular y preguntó inmediatamente:
– ¿Cómo está Charlie?
– Dímelo tú -dijo Becky-, Le veo ocasionalmente a la hora de la cena durante la semana e incluso en el desayuno algún domingo. Pero eso es todo. ¿Se le ha visto en Trumper's últimamente?
– No muy a menudo. Todavía me siento culpable por haberlo excluido de la tienda.
– No tienes ninguna necesidad de sentirte culpable -le dijo Becky-. Nunca le había visto más feliz.
– Me tranquiliza saberlo -dijo Cathy-, Pero justo ahora necesito el asesoramiento de Charlie sobre un asunto muy importante.
– ¿Cuál?
– Cigarros -explicó Cathy-, Me llamó por teléfono David Field esta mañana para decirme que su padre desearía doce cajas de su marca habitual y que no me moleste en enviárselas al Connaught, ya que él estará encantado de recogerlas esta noche cuando venga a cenar.
– Entonces ¿cuál es el problema?
– Que ni David Field ni en el departamento de tabacos tienen la menor idea de cuál es la marca habitual de su padre. Parece que Charles siempre se encargaba personalmente del envío.
– Podrías revisar viejas facturas.
– Fue lo primero que hice -repuso Cathy-. Pero no existe el más mínimo indicio de que alguna vez se realizara una transacción. Lo cual me sorprende porque, si no recuerdo mal, siempre que venía a Londres el anciano señor Field, regularmente se le enviaba una docena de cajas al Connaught. -Cathy frunció el ceño-. Eso era algo que siempre me pareció curioso. Al fin y al cabo, si lo piensas, él tiene que haber tenido un gran departamento de tabaquería en su tienda.
– Y claro que lo tenía -dijo Becky-, pero no tenía cigarros de La Habana.
– ¿La Habana? No te sigo.
– Allá por los años cincuenta la Aduana de Estados Unidos prohibió la importación de cigarros cubanos, y el padre de David, que venía fumando una especial marca de habanos desde mucho antes que nadie supiera nada de Fidel Castro, no vio motivo para que no le permitieran continuar dándose el gusto de lo que él consideraba no era otra cosa que su «puñetero derecho».
– ¿Cómo se las arreglaba Charlie entonces para solucionar el problema?
– Charlie solía bajar al departamento de tabaquería, coger una docena de cajas de la marca preferida del anciano, volver a su oficina, quitar las vitolas de cada puro reemplazándolas por una inofensiva etiqueta alemana, colocándolos luego en una caja Trumper's no identificable. También se aseguraba de tener siempre una provisión preparada para el señor Field en el caso de que se acabaran. Charlie consideraba que esto era lo mínimo que podía hacer para corresponder a la hospitalidad que nos han brindado los Field a lo largo de los años.
Cathy movió la cabeza en señal de asentimiento.
– Pero todavía necesito saber qué marca de cigarro cubano es no otra cosa que el «puñetero derecho» del señor Field.
– No tengo ni idea -confesó Becky-. Como dices, Charlie nunca permitió que otra persona se encargara del envío.
– Entonces alguien va a tener que pedirle a Charlie, o bien que venga a hacer el despacho él mismo, o que nos diga a qué marca es adicto el señor Field. De modo que ¿dónde puedo localizar al presidente vitalicio a las once y media de la mañana de un lunes?
– Yo apostaría que oculto en alguna sala de comité en la Cámara de los Lores.
– No, no está -dijo Cathy-, Ya he llamado a los Lores y me han asegurado que no lo han visto esta mañana, y más aún, que no esperan volver a verlo esta semana.
– Pero no es posible -dijo Becky-. Si prácticamente vive allí.
– Eso es lo que yo pensaba -dijo Cathy-. Y por eso llamé al número uno para pedirte ayuda.
– Esto lo resuelvo en un santiamén -aseguró Becky-. Si puede Jessica ponerme con la Cámara de los Lores, sé exactamente con qué persona hablar.
Jessica volvió a su oficina, buscó el número y tan pronto obtuvo comunicación pasó la llamada al escritorio de la presidenta, donde Becky cogió el receptor.
– ¿La Cámara de los Lores? -dijo Becky-. Sección de mensajes, por favor… ¿Se encuentra allí el señor Anson? No, bueno, de todas maneras quisiera dejar un mensaje urgente para lord Trumper… de Whitechapel… Sí, debe de estar en un subcomité de Agricultura esta mañana… ¿Está usted seguro?… No es posible… ¿Usted conoce a mi marido?… Bueno, eso es una tranquilidad… ¿Es que él…? Muy interesante… No, gracias… No, no dejaré ningún mensaje y por favor no moleste al señor Anson. Adiós.
Becky colgó el teléfono y levantó la vista, encontrándose con las miradas de Cathy y Jessica, con la expresión de dos niños a la hora de acostarse que desean escuchar el final de un cuento.
– Charlie no ha sido visto en los Lores esta mañana. No existe ningún subcomité de Agricultura. Ni siquiera está en un comité completo, y lo que es más, no lo han visto desde hace tres meses.
– Pero no comprendo -objetó Cathy-, ¿Cómo te has comunicado con él hasta ahora?
– Con un número especial que me dio Charlie que tengo junto al teléfono del vestíbulo en Eaton Square. Me comunica con un mensajero de los Lores llamado señor Anson, quien siempre parece saber exactamente dónde localizar a Charlie a cualquier hora del día y de la noche.
– ¿Y existe este señor Anson? -preguntó Cathy.
– Ah, sí -dijo Becky-, Pero parece que trabaja en otra planta de los Lores y en esta ocasión me pusieron con información general.
– Así pues, ¿qué sucede cuando hablas con el señor Anson?
– Generalmente Charlie me llama antes de la hora.
– De modo que no hay nada que te impida llamar al señor Anson ahora.
– Prefiero no hacerlo por el momento -dijo Becky-. Creo que preferiría descubrir qué ha estado tramando Charlie durante estos dos años. Porque una cosa es cierta, el señor Anson no me lo va a decir.
– Pero el señor Anson no puede ser la única persona que lo sabe -dijo Cathy-, Después de todo Charlie no vive en el vacío.
Las dos se volvieron a mirar a Jessica.
– No me miréis a mí -dijo Jessica-. El no ha tenido contacto con esta oficina desde que le prohibisteis venir a Chelsea Terrace. Si Stan no viniera de vez en cuando a la cantina para almorzar, ni siquiera sabría si Charlie estaba vivo.
– ¡Claro! -dijo Becky haciendo chasquear los dedos-, Stan es la única persona que tiene que saber lo que pasa. Continúa recogiendo a Charlie a primera hora de la mañana y lo trae de vuelta a casa a última hora de la noche. No podría hacer nada sin que su chófer estuviera enterado del secreto.
– Exacto. Jessica -dijo Cathy dando un vistazo a su agenda -. Comienza por cancelar mi almuerzo con el director gerente de Moss Bross, luego dile a mi secretaria que no aceptaré llamadas ni interrupciones hasta que descubramos en qué anda exactamente nuestro presidente vitalicio. Cuando hayas hecho esto, baja a la cantina a ver si está allí Stan, y si está, telefonéame inmediatamente.
Jessica salió casi corriendo de la habitación y Cathy volvió su atención a Becky.
– ¿Crees que podría tener una amante? -dijo Becky en voz baja.
– ¿Noche y día durante casi dos años a los setenta? Si la tiene, deberíamos presentarlo como el Semental del Año en la Exposición Royal Agricultural.
– Entonces, ¿en qué puede andar metido?
– Yo diría que debe estar sacando su doctorado en la Universidad de Londres -dijo Becky-. A Charlie siempre le revienta cuando tú le haces bromas por no haber completado adecuadamente sus estudios.
– Pero me habría encontrado los libros y apuntes por toda la casa.
– Los has encontrado, pero sólo los libros y apuntes que él quiere que veas. No olvidemos lo astuto que fue cuando sacó su licenciatura en Filosofía y Letras.
– A lo mejor se ha puesto a trabajar con la competencia.
– No es su estilo -dijo Cathy-, Es demasiado leal para eso. En todo caso, a los pocos días lo sabríamos, los directivos y el personal estarían encantados de refregárnoslo. No, tiene que ser algo más sencillo.
Sonó el teléfono en el escritorio de Cathy. Lo cogió y escuchó atentamente.
– Gracias, Jessica. Nos ponemos en camino. Vamos -dijo colgando el receptor y saltando de detrás de su escritorio-. Stan está terminando de almorzar.
Se dirigió a la puerta y Becky la siguió. Sin añadir otra palabra tomaron el ascensor a la planta baja, donde Joe, el portero más antiguo, se quedó con la boca abierta al ver a la presidenta y a lady Trumper llamando un taxi cuando las dos tenían a sus respectivos chóferes esperándolas en sus coches.
A los pocos minutos apareció Stan por la misma puerta y se puso al volante del Rolls de Charlie; lo condujo a velocidad moderada hacia Hyde Park Córner, sin advertir en absoluto al taxi que lo seguía. El Rolls continuó por Picadilly, tomó una calle a la izquierda para pasar por Trafalgar Square en dirección al Strand.
– Va hacia el King's College -dijo Cathy-. Sabía que estaba en lo cierto, tiene que ser su doctorado.
– Pero Stan no se detiene -dijo Becky, y en realidad el Rolls pasó de largo la entrada del colegio y continuó su camino por Fleet Street.
– No puedo creer que haya comprado un periódico -dijo Cathy.
– O aceptado un trabajo en la City -añadió Becky a la vez que el Rolls pasaba cerca de Mansión House.
– Ya lo tengo -exclamó Becky triunfalmente cuando el Rolls dejaba atrás la City para entrar al East End-. Ha estado trabajando en algún proyecto en su club de niños en Whitechapel.
Stan continuó hacia el este hasta que finalmente se detuvo delante del «Dan Salmon Centre».
– Pero esto no tiene ningún sentido -dijo Cathy-. Si eso era todo lo que deseaba hacer con su tiempo libre, ¿por qué no te dijo la verdad desde el principio? ¿Para qué recurrir a una farsa tan rebuscada?
– Tampoco yo logro explicarme eso -dijo Becky-. La verdad, creo que me siento aún más desconcertada.
– Bueno, al menos entremos y sepamos de qué se trata lo que está haciendo.
– No -la retuvo Becky tocándole con la mano el brazo -. Antes de decidir lo que debo hacer, necesito reflexionar un momento. Si Charlie está planeando algo que no quiere que sepamos, me disgustaría mucho estropearle su diversión, sobre todo cuando fui yo quien le prohibió ir a Trumper's.
– De acuerdo -dijo Cathy-, Entonces volvamos a mi oficina y no digamos nada de nuestro pequeño descubrimiento. Siempre podemos telefonear al señor Anson a los Lores, y él, como sabemos, se encargará de que Charlie nos llame antes de la hora. Eso me da amplio margen de tiempo para solucionar el problema de los cigarros.
Becky asintió e indicó al sorprendido taxista que volviera a Chelsea Terrace. Cuando el taxi se giraba para reemprender el camino de vuelta al West End, Becky miró por la ventanilla de atrás hacia el Centro que llevaba el nombre de su padre.
– Pare -dijo sin previo aviso.
El taxista hundió los frenos y detuvo el taxi de golpe.
– ¿Qué pasa? -preguntó Cathy.
Becky señaló fuera por la ventana trasera; mantenía los ojos fijos en la figura que bajaba la escalera del Dan Salmon Centre, vestido con un viejo y mugriento traje y una boina.
– Dios mío -murmuró Cathy.
Becky pagó rápidamente la carrera al taxista mientras Cathy saltaba del coche y seguía a Stan que avanzaba por Whitechapel Road.
– ¿A dónde irá? -dijo Cathy sin perder de vista a Stan.
El chófer, vestido casi de harapos, continuaba su marcha por la acera, a un paso que a cualquier soldado que lo viera no le cabría la menor duda de cuál había sido su primera profesión, haciendo que las damas que lo seguían tuvieran que echar a correr de vez en cuando para no perderle de vista.
– Debe ir a la sastrería Cohen's -dijo Becky-. Dios sabe que el hombre tiene el aspecto de venirle bien un traje nuevo.
Pero Stan se detuvo algunos metros antes de llegar a la sastrería. Entonces ambas vieron en ese momento a otro hombre, también con un traje viejo y una boina, junto a un flamante carretón, que llevaba impresas las palabras: «Charlie Salmon el comerciante honrado, fundado en 1969».
– No se las ofrezco por dos libras, señoras -anunció una voz tan alta como la de cualquiera de los jóvenes de los puestos cercanos-, No se las ofrezco por una libra, ni siquiera por cincuenta peniques. No; se las regalo por veinte peniques.
Cathy y Becky observaron estupefactas cómo Stan Russell saludaba a Charlie tocándose la boina y luego comenzaba a llenar la cesta de una señora para que su amo pudiera atender a la siguiente clienta.
– Así pues, ¿qué va a llevar hoy, señora Bates? Tengo unos preciosos plátanos recién llegados por avión desde las Antillas. Debería venderlos a noventa peniques el racimo, pero por ser usted, reina, se los dejo a cincuenta, pero no se lo vaya a contar a sus vecinas.
– ¿Cómo están esas patatas, Charlie? -preguntó desconfiada una mujer de mediana edad muy maquillada, señalando una caja en la parte delantera del carretón.
– Como que yo estoy aquí, señora Bates, nuevas de Jersey. Y le digo lo que haré. Se las dejaré al mismo precio que esos supuestos rivales míos están vendiendo las viejas. ¿Puedo ser más justo, dígame usted?
– Llevaré dos kilos, señor Salmon.
– Gracias, señora Bates. Sirve a la señora, Stan, mientras yo atiendo a la siguiente clienta.
Charlie dio la vuelta al carretón.
– Me alegra verla esta preciosa tarde, señora Singh. Medio kilo de higos, nueces y pasas, si no me falla la memoria. ¿Y cómo está el doctor Singh?
– Con mucho trabajo, señor Salmon, con mucho trabajo.
– Entonces tenemos que procurar que esté bien alimentado, ¿verdad? -dijo Charlie-, Porque si el tiempo cambia para peor, a lo mejor necesito ir a consultarle por mi sinusitis. ¿Y cómo está la pequeña Suzika?
– Acaba de sacar tres asignaturas de honor, señor Salmon, y va a ir a la universidad de Londres en septiembre a estudiar ingeniería.
– Mal asunto ese -dijo Charlie eligiendo los higos-. ¿Ingeniería dice usted? ¿Qué les queda por inventar? Una vez conocí a una chica de por aquí, que se metió en la universidad, y menudo provecho que le trajo. Se pasó el resto de su vida viviendo a costa de su marido. Mi anciano abuelo solía decir…
Becky se echó a reír.
– ¿Qué hacemos ahora entonces? -preguntó.
– Volver a Eaton Square; allí puedes buscar el número del señor Anson en los Lores y llamarle. De esa forma, al menos podemos estar seguras de que Charles te llamará antes de una hora.
Ambas permanecieron allí como paralizadas observando al más viejo vendedor del mercado ofrecer su mercancía.
– No se las ofrezco a dos libras -anunció con una col en cada mano -. No se las ofrezco por una libra, ni siquiera por cincuenta peniques.
– No, se las regalo por veinte peniques -susurró Becky a media voz.
– No, se las regalo por veinte peniques -gritó Charlie a voz en cuello.
– ¿Te das realmente cuenta -comentó Becky cuando salían sigilosamente del mercado- que el abuelo de Charlie continuó hasta los ochenta y tres años y murió a sólo unos centímetros de donde está parado su señoría ahora?
– Ha recorrido un largo camino desde entonces -dijo Cathy levantando la mano para llamar a un taxi.
– Ah, no lo sé -contestó Becky-. Algo más de un par de kilómetros… en línea recta.