«Bastardo, bastardo, bastardo» sigue siendo todavía mi primer recuerdo. Faltaban tres meses para que cumpliera los seis años, y lo gritó una niña desde el otro extremo del patio de recreo, señalándome mientras bailaba de un lado a otro. El resto de la clase se quedó quieta y observó, hasta que corrí hacia ella y la empujé contra la pared.
– ¿Qué significa eso? -pregunté, estrujándole los brazos.
– No lo sé -contestó, estallando en lágrimas-. Oí a mi mamá decirle a mi papá que eras un pequeño bastardo.
– Yo sé lo que significa esa palabra -dijo una voz detrás de mí. Me volví y descubrí que los demás alumnos de la clase me rodeaban, pero no sabía quién había hablado.
– ¿Qué significa? -pregunté de nuevo, en voz más alta.
– Dame seis peniques y te lo diré. -Miré a Neil Watson, el chulo de la clase, que siempre se sentaba detrás de mí.
– Sólo tengo tres peniques.
– Muy bien, te lo diré por tres peniques -dijo, después de reflexionar unos momentos.
Se acercó a mí, extendió la palma de la mano y esperó hasta que yo desdoblé mi pañuelo y le entregué toda mi semanada. Ahuecó las manos y susurró en mi oído:
– No tienes padre.
– ¡Eso no es verdad! -grité, y empecé a golpearle en el pecho, pero era mucho más grande que yo y se rió de mis débiles esfuerzos. Sonó el timbre que indicaba el fin del recreo y todos corrimos a la clase. Varios niños rieron y chillaron al unísono «Bastardo, bastardo, bastardo».
La niñera vino a buscarme al colegio aquella tarde, y en cuanto nos distanciamos de mis compañeros le pregunté qué quería decir la palabra.
– Es una pregunta muy desagradable, Daniel -se limitó a responder-, y sólo espero que no te enseñen ese tipo de cosas en el Oratorio. Nunca más vuelvas a mencionarme esa palabra, por favor.
Después de tomar el té en la cocina, y cuando la niñera salió para prepararme el baño, le pregunté a la cocinera qué quería decir bastardo.
– Le aseguro que no lo sé, amo Daniel, y le aconsejo que no se lo pregunte a nadie -me contestó.
No me atreví a preguntárselo a mis padres por temor a que Neil Watson hubiera dicho la verdad, y pasé toda la noche despierto, pensando en cómo podría averiguarlo.
Al día siguiente, mi madre ingresó en el hospital, y no volvió a casa en mucho tiempo. Menciono esto porque papá estaba tan preocupado que no me dio dinero durante las tres semanas siguientes, y para entonces debí perder todo el interés en averiguar qué significaba la palabra. Sin embargo, me preocupó la posibilidad de que llamarme bastardo y el ingreso de mi madre en el hospital, sin volver con el bebé prometido, todo en el mismo día, pudieran ser hechos relacionados entre sí.
Una semana después, la niñera me llevó a visitar a mamá al hospital de San Guido, pero no recuerdo casi nada, excepto que estaba muy blanca. Le prometí que trabajaría aún más cuando volviera al colegio. Recuerdo la alegría que sentí cuando por fin regresó a casa.
El siguiente episodio de mi vida con recuerdo con toda claridad fue ir al colegio de San Pablo a la edad de once años. Allí me hicieron trabajar de verdad por primera vez en mi vida. En la escuela preparatoria había destacado en casi todas las asignaturas sin necesidad de esforzarme más que cualquier otro niño, y no me preocupaba que me llamaran «empollón». En San Pablo había montones de chicos inteligentes, pero ninguno me llegaba a la suela del zapato en mates. No sólo me gustaba la asignatura tanto como parecía aterrorizar a mis compañeros, sino que las notas de los exámenes finales siempre ponían muy contentos a mamá y papá. Apenas podía esperar a la siguiente ecuación de álgebra, un rompecabezas geométrico o el desafío de resolver una prueba aritmética en mi cabeza, en tanto los demás necesitaban llenar una página con cifras.
Me iba bastante bien en las demás materias y, aunque no descollaba en los juegos, me aficioné al violoncelo y me invitaron a tocar más adelante en la orquesta del colegio; sin embargo, mi maestro decía que todo esto carecía de importancia, pues estaba claro que iba a ser matemático durante toda la vida. No supe lo que quería decir en aquel momento, pues sabía que papá había dejado el colegio a los catorce años para encargarse del puesto de frutas y verduras de mi bisabuelo en Whitechapel, y aunque mamá había ido a la universidad de Londres todavía tenía que trabajar en Chelsea Terrace, 1, para que papá no perdiera «el estilo al que se había acostumbrado». Al menos, eso le decía mamá durante el desayuno de vez en cuando.
Fue por aquel entonces cuando descubrí lo que realmente significaba la palabra «bastardo». Estábamos en clase, leyendo en voz alta King John, y se lo pregunté al señor Quilter, mi profesor de inglés, sin llamar demasiado la atención sobre la pregunta. Uno o dos chicos volvieron la cabeza y rieron con disimulo, pero esta vez no me señalaron con el dedo ni susurraron y, cuando me revelaron el significado, pensé que Neil Watson no había errado tanto. Al menos, comprendí que la acusación no me concernía, pues papá y mamá siempre habían estado juntos, por lo que yo recordaba. Siempre habían sido el señor y la señora Trumper.
Supongo que habría olvidado aquel temprano incidente, de no haber bajado una noche a la cocina para beber un vaso de leche. Escuché una conversación entre Joan Moore y Harold, el mayordomo.
– El pequeño Daniel va muy bien en el colegio -dijo Harold-. Habrá heredado el cerebro de su madre.
– Es verdad, pero recemos para que nunca averigüe la verdad sobre su padre. -Estas palabras me dejaron petrificado en la escalera. Seguí escuchando con suma atención.
– Bien, una cosa es segura -dijo Harold-. La señora Trentham nunca admitirá que el chico es su nieto. Dios sabe a quién irá a parar todo ese dinero.
– Al capitán Guy ya no, seguro -dijo Joan-, Es posible que ese inútil de Nigel se haga con todo el lote.
Después, la conversación se centró en quién prepararía el desayuno, así que volví con sigilo a mi habitación, pero no logré dormir.
Aunque me senté en aquellos peldaños durante muchos meses, esperando obtener una información vital de sus labios, nunca volvieron a tocar el tema.
La siguiente vez que oí el apellido «Trentham» fue años después, cuando la marquesa de Wiltshire, una amiga íntima de mi madre, vino a tomar el té. Aunque ya tenía doce años, me enviaron a jugar, pero me quedé en el vestíbulo cuando escuché una pregunta de mi madre.
– ¿Asististe al funeral de Guy?
– Sí, pero no fue bien recibido por los bondadosos feligreses de Ashurst -le aseguré a la marquesa-. Los que se acordaban bien de él se comportaron como si les hubieran quitado un peso de encima.
– ¿Estaba presente sir Raymond?
– No, brilló por su ausencia -fue la respuesta-. La señora Trentham proclamó que estaba demasiado viejo para viajar, un triste recordatorio para todos de que todavía aspira a heredar una considerable fortuna en un futuro no muy lejano.
Estos nuevos datos carecieron de sentido para mí.
La única ocasión posterior en que el apellido Trentham se mentó en mi presencia fue durante una conversación entre mi padre y el coronel Hamilton. Éste se iba de casa después de una entrevista privada celebrada en el estudio.
– Por más que le ofrezcamos a la señora Trentham -se limitó a decir mi padre-, nunca nos venderá esos pisos.
El coronel cabeceó furiosamente, pero sólo farfulló:
– Maldita mujer.
Cuando mis padres se fueron de casa, busqué en el listín el apellido Trentham. Sólo localicé uno: el mayor G. H. Trentham, MP, Chester Square, 14. No supe más que antes.
Cuando el colegio Trinity me ofreció en 1938 la beca Newton de matemáticas, pensé que papá iba a estallar de orgullo. Fuimos a pasar el fin de semana a la ciudad universitaria para examinar mi futura residencia. Después, paseamos por los claustros del colegio y el Gran Patio.
La única nube que ensombreció este despejado horizonte fue la Alemania nazi. Se discutía en el parlamento el reclutamiento obligatorio de los jóvenes mayores de veinte años, y yo ardía en deseos de alistarme, si Hitler osaba poner el pie en suelo polaco.
Mi primer año en Cambridge fue bien, sobre todo porque Horace Bradford me dio clases. Su esposa Victoria y él eran considerados la flor y nata del grupo de capacitados profesores que enseñaban matemáticas en la universidad. Aunque se rumoreaba que la señora Bradford había ganado el premio Wrangler por ser la primera de su curso, nos explicó que no le habían concedido el prestigioso galardón por el hecho de ser mujer. Se concedió el premio al hombre que había quedado en segundo lugar. Esta información motivó que mi madre se estremeciera de rabia.
La señora Bradford celebraba que a mi madre le hubieran concedido el título de la universidad de Londres en 1921, mientras Cambridge todavía se negaba a reconocer el suyo en 1939.
Cuando terminé mi primer curso, yo, como muchos jóvenes estudiantes de Cambridge, solicité alistarme en el ejército, pero mi profesor me pidió que trabajara con él y su mujer en el ministerio de la Guerra, encuadrado en un nuevo departamento que se iba a especializar en descifrar mensajes en código.
Acepté la oferta sin pensarlo dos veces, y saboreé la perspectiva de pasar el tiempo sentado en una cochambrosa habitación de Bletchley Park, intentando descifrar códigos. Llegué a sentirme culpable por ser una de las pocas personas uniformadas que extraían cierto placer de la guerra. Papá me dio dinero para comprar un MG de segunda mano; así podría desplazarme a Londres de vez en cuando para verles.
Logré en ocasiones arrancarle una hora de sus ocupaciones en el ministerio de la Guerra, pero él sólo comía pan y queso, regados con un vaso de leche, para dar ejemplo al resto del equipo. Podría considerarse el dato edificante, pero muy poco nutritivo, como me advirtió el señor Selwyn, añadiendo que hasta el ministro estaba en contra.
– ¿Y el señor Churchill? -pregunté.
– Me han dicho que es el siguiente de la lista.
Me nombraron capitán en 1943, un simple reconocimiento por parte del ministerio de la Guerra del trabajo que estábamos llevando a cabo. A mi padre le encantó, por supuesto, pero yo lamenté no poder contar a mis padres la alegría experimentada cuando desciframos el código empleado por los submarinos alemanes. Todavía me asombra que siguieran utilizándolo hasta mucho tiempo después de nuestro descubrimiento. El código era como el sueño de un matemático, que desciframos por fin en el reverso de un menú que tomamos en Lyon's Comer House, muy cerca de Piccadilly. La camarera que nos servía me describió como un vándalo. Yo reí y pensé que me iba a tomar el resto del día libre para sorprender a mi madre, presentándome en uniforme de capitán. Consideraba mi aspecto elegante, pero su reacción al abrir la puerta me sobrecogió. Me miró como si viera un fantasma. Se recobró al instante, pero esa reacción al verme de uniforme se convirtió en una pieza más del rompecabezas, un rompecabezas que nunca se alejaba de mis pensamientos.
La siguiente pista apareció en la última línea de una necrológica, a la que no presté excesiva atención hasta descubrir que una tal señora Trentham heredaría una fortuna. En sí, no era una pista importante, pero al fin comprendí que era la hija de alguien llamado sir Raymond Hardcastle. Un nombre que me permitió llenar varias casillas que encajaban en ambas direcciones. Lo que más me sorprendió fue la falta de mención a Guy Trentham entre los parientes supervivientes.
En ocasiones, deseaba no haber nacido con la clase de mente que disfruta descifrando códigos y fórmulas matemáticas, pero, de todos modos, «bastardo», «Trentham», «hospital», «capitán Guy», «pisos», «sir Raymond», «ese inútil de Nigel», «funeral» y la palidez de mi madre al verme vestido de capitán parecían poseer una estrecha relación. Presentí también que necesitaba resolver otras incógnitas, antes de que la lógica me condujera a la solución correcta.
Entonces, comprendí a quién se había referido la marquesa años antes, cuando le dijo a mi madre que había asistido al funeral de Guy. Fue al capitán Guy a quien enterraron. Aun así, ¿por qué era ese dato tan significativo?
El siguiente sábado por la mañana me levanté a una hora intempestiva y viajé a Ashurst, el pueblo en donde había residido antes la marquesa de Wiltshire. Había llegado a la conclusión de que no era una coincidencia. Llegué a la iglesia parroquial poco después de las seis y, como había imaginado, a esa hora no había nadie en el cementerio. Paseé entre las lápidas, mirando los nombres: Yardley, Baxter, Flood, Harcourt-Browne. Malas hierbas cubrían algunas tumbas, otras estaban engalanadas con flores frescas. Me detuve para contemplar la tumba del abuelo de mi madrina. Me alejé. Debía haber un centenar de feligreses enterrados alrededor de la torre del reloj, pero aun así no tardé mucho en localizar el bien cuidado panteón familiar de los Trentham, a pocos metros de la sacristía de la iglesia.
Cuando localicé la lápida más reciente de la familia, un sudor frío cubrió mi cuerpo.
GUY TRENTHAM, MC
1896-1927
TRAS UNA LARGA ENFERMEDAD
TODA SU FAMILIA LE ECHA EN FALTA
De esta forma, el misterio llegaba, literalmente, a un punto muerto, en la tumba de un hombre que, sin lugar a dudas, habría podido responder a todas las preguntas de seguir con vida.
Cuando la guerra terminó volví al Trinity y me concedieron un año suplementario para obtener el título. Aunque mis padres consideraban como hecho más sobresaliente del año el que hubiera logrado el máximo galardón de mi promoción en matemáticas, junto con una beca para realizar investigaciones, yo pensaba que la investidura de papá en el palacio de Buckingham no era moco de pavo.
La ceremonia constituyó un doble placer, pues tuve la oportunidad de ver a mi antiguo profesor, el señor Bradford, ser nombrado caballero por el papel desempeñado en el campo del descifrado de mensajes en clave (si bien, como mi madre señaló, no hubo nada para su mujer). Recuerdo que también me sentí ofendido, en nombre del doctor Bradford. Papá había hecho su parte, llenando los estómagos de los británicos, pero, como Churchill había afirmado en la Cámara de los Comunes, nuestro pequeño equipo había acortado en un año, probablemente, la duración de la guerra.
Todos nos encontramos después para tomar el té en el Ritz y, por supuesto, en algún momento de la tarde la conversación derivó hacia la carrera que yo me proponía seguir, ahora que la guerra había terminado. Para hacer justicia a mi padre, en ningún momento insinuó que me integrara en «Trumper's», y yo sabía muy bien cuánto había anhelado tener otro hijo para que, algún día, le sustituyera. De hecho, durante las vacaciones de verano, fui cada vez más consciente de mi buena suerte, pues mi padre parecía exclusivamente interesado por los negocios y mi madre era incapaz de ocultar su angustia sobre el futuro de «Trumper's», y siempre que le preguntaba en qué podía ayudarles, se limitaba a contestar: «No te preocupes. Al final todo saldrá bien».
Una vez de vuelta a Cambridge, me convencí de que jamás volvería a preocuparme por el apellido Trentham, si alguna vez me topaba con él. De todas maneras, sospecho que no llegué a olvidarlo del todo porque nunca se pronunciaba con espontaneidad en mi presencia. Mi padre era tan extravertido que carecía de explicación su discreción sobre este tema en particular…, hasta tal punto que me resultaba imposible comentarlo con él.
Habría podido pasarme años sin hacer nada por resolver el enigma, si una mañana no hubiera descolgado un teléfono supletorio de Little Boltons y escuchado a Tom Arnold, la mano derecha de mi padre, decir:
– Bien, al menos podemos felicitarnos de que haya localizado a Syd Wrexall antes que la señora Trentham.
Colgué de inmediato el auricular, con la sensación de que debía llegar al fondo del misterio de una vez por todas… y sin que mis padres lo averiguaran. ¿Porqué se piensa siempre lo peor en estas situaciones? Sin duda, la solución final sería de lo más inocente y sencilla.
Si bien no conocía en persona a Syd Wrexall, le recordaba como patrón del «Mosquetero», una taberna que se alzó orgullosamente en el otro extremo de Chelsea Terrace hasta ser bombardeada. Mi padre adquirió la propiedad durante la guerra, y convirtió más tarde el edificio en departamento de muebles de un supermercado.
A Dick Barton no le costó descubrir que el señor Wrexall había abandonado Londres durante la guerra y se había convertido en el dueño de una taberna, situada en un soñoliento pueblo llamado Hatherton, oculto en el Cheshire.
Dediqué tres días a trazar la estrategia a seguir con el señor Wrexall, y sólo cuando estuve convencido de saber todas las preguntas que necesitaban ser contestadas reuní las fuerzas necesarias para viajar a Hatherton. Era preciso formular todos los interrogantes de manera que no parecieran preguntas. Esperé otro mes para desplazarme a Hatherton, y me dejé crecer una barba lo bastante larga para asegurarme de que Wrexall no me reconocería. Aunque yo no recordaba haberle visto en el pasado, cabía la posibilidad de que Wrexall se hubiera cruzado conmigo tres o cuatro años antes, reconociéndome en cuanto entrara en la taberna. Incluso me compré un par de gafas modernas, en lugar de las proporcionadas por la Seguridad Social.
Elegí un lunes para efectuar el viaje, pues sospechaba que sería el día más tranquilo de la semana para comer en una taberna. Antes de salir llamé al «Cazador Alegre», para estar seguro de que el señor Wrexall trabajaba ese día. Su esposa me confirmó este extremo, y colgué antes de que inquiriera por el motivo de mi curiosidad.
Ensayé una y otra vez la serie de no-preguntas durante el trayecto al Cheshire. Llegué a Hatherton, aparqué mi coche en una calle lateral, algo lejos de la taberna, y me dirigí al «Cazador Alegre». Vi a tres o cuatro personas charlando en la barra, y a otra media docena tomando una copa alrededor del insignificante fuego. Me senté en el extremo de la barra y pedí una ración de pastel de pastor, [22] y media pinta de la mejor amarga a una dama rolliza y entrada en años que, como descubrí más tarde, era la esposa del patrón. Sólo tardé unos segundos en averiguar quién era el dueño, porque los demás parroquianos le llamaban Syd. De todas maneras, sabía que debía contener mi impaciencia, mientras le escuchaba hablar de todo y de todos, desde lady Docker hasta Richard Murdoch, como si fueran íntimos amigos suyos.
– ¿Otro de lo mismo? -preguntó, acercándose a mí y cogiendo mi vaso.
– Sí, por favor -contesté, tranquilizado al ver que no me había reconocido.
Cuando me trajo la cerveza, sólo quedaban dos o tres clientes en la barra.
– Es usted de por aquí, ¿verdad? -preguntó, apoyándose en el mostrador.
– No. He venido un par de días para realizar una inspección. Trabajo en el ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación.
– ¿Y qué le trae por Hatherton?
– Comprobar el número de dolencias de pies y boca que aquejan a las granjas.
– Ah, sí. Lo he leído en los periódicos -dijo, jugueteando con el vaso vacío.
– Tome un trago a mi salud -le invité.
– Oh, gracias, señor. Tomaré un whisky, con su permiso.
Introdujo el vaso de cerveza vacío en el agua de la pila y se sirvió un doble. Me cobró media corona y me preguntó cómo iban mis pesquisas.
– Hasta el momento, todo bien -contesté-, pero debo inspeccionar unas granjas más en el norte del condado.
– Yo conocía a alguien de su departamento -dijo.
– Ah, ¿sí?
– Sir Charles Trumper
– Es anterior a mi época, pero todavía se habla de él en el ministerio. Si la mitad de las historias que cuentan sobre él son ciertas, habrá sido un tipo duro.
– Ya lo creo. Y de no ser por él, ahora yo sería rico.
– Vaya.
– Sí. Yo poseía una pequeña propiedad en Londres antes de venir aquí. Una taberna, además de cierta participación en varias tiendas de Chelsea Terrace, para ser exactos. Me lo compró durante la guerra por sólo seis mil libras. Si hubiera esperado veinticuatro horas más, lo habría vendido todo por veinte mil, quizás incluso treinta mil.
– Pero la guerra no terminó en veinticuatro horas.
– Oh, no, no estoy insinuando ni por un momento que hiciera algo deshonesto, pero siempre me pareció algo más que una coincidencia su aparición en esta taberna aquella precisa mañana.
El vaso de Wrexall volvía a estar vacío.
– ¿Repetimos? -le pregunté, con la esperanza de que invertir media corona más continuaría soltándole la lengua.
– Es usted muy generoso, señor -contestó. Regresó al cabo de un momento-, ¿Por dónde iba?
– Por aquella precisa mañana -le recordé.
– Oh, sí, sir Charles… Charlie, como siempre le llamaba yo. Bien, cerró el trato en esta misma barra, en menos de diez minutos, y justo después llamó otra persona, preguntando si las propiedades seguían a la venta. Tuve que decirle a la dama en cuestión que ya había firmado el contrato.
Me ahorré preguntarle quién era «la dama», porque ya lo sospechaba.
– Eso no demuestra que ella le hubiera pagado veinte mil libras por el lote.
– Oh, sí, ya lo creo. La señora Trentham me habría ofrecido cualquier cosa con tal de evitar que sir Charles se apoderase de esas tiendas.
– Santo Dios -exclamé, reprimiendo la pregunta «¿por qué?».
– Oh, sí, hace años que los Trumper y los Trentham no se pueden ni ver. Ella aún es la propietaria de un bloque de pisos en pleno Chelsea Terrace. Es lo único que le impide a Charlie erigir su gran mausoleo. Además, cuando ella, en un momento dado, intentó comprar el número 1 de Chelsea Terrace, Charlie la dejó en el ridículo más total. Nunca he visto nada igual en mi vida.
– Eso debió suceder hace años. Me asombra que la gente siga en sus trece durante tanto tiempo.
– Tiene razón, porque, por lo que yo sé, esto viene sucediendo desde los años veinte, desde que el petimetre de su hijo fue visto saliendo con la señorita Salmon.
Contuve el aliento.
– La señora Trentham no lo aprobó, ya lo creo que no. Todos los de «El Mosquetero» lo sabíamos, y cuando el hijo se larga a la India, la chica Salmon va y se casa de repente con Charlie.
– Ocurrió hace muchísimo tiempo. Me sorprende que alguien se preocupe todavía -concluí, antes de vaciar mi vaso.
– Muy cierto. Siempre ha sido un misterio para mí también, pero con la gente nunca se sabe. Bien, debo cerrar ya, señor, o la ley caerá sobre mí.
– Por supuesto, y yo debo regresar con esas ovejas antes de que se escapen a las colinas.
Antes de volver a Cambridge me senté en el coche y escribí todo lo que pude recordar de mi conversación con el tabernero. En el trayecto de vuelta intenté unir y ordenar las nuevas pistas. Aunque Wrexall me había proporcionado gran cantidad de información, también me había suministrado varias preguntas sin respuesta. Lo único que sabía con certeza después de abandonar la taberna era que ya no podía detenerme.
A la mañana siguiente decidí volver al ministerio de la Guerra y preguntar a la vieja secretaria de sir Horace si existía alguna manera de averiguar los antecedentes de un antiguo oficial.
– ¿Nombre? -preguntó la estirada dama, que llevaba el pelo recogido en un moño, un estilo de antes de la guerra.
– Guy Trentham.
– ¿Graduación y regimiento?
– Capitán de los Fusileros Reales, diría yo.
La mujer desapareció tras una puerta cerrada, pero volvió al cabo de diez minutos con una pequeña carpeta marrón. Extrajo una sola hoja de papel y la leyó en voz alta.
– Capitán Guy Trentham, MC. Sirvió en la Primera Guerra
Mundial, fue destinado posteriormente a la India y dimitió en 1923. No dio explicaciones. No: consta ninguna dirección.
– Es usted un genio -dije y, ante su consternación, la besé en la frente antes de marcharme.
Cuanto más descubría, más necesitaba saber, aunque durante un tiempo tuve la impresión de encontrarme en otro punto muerto. Dediqué las semanas siguientes a concentrarme en mi trabajo de tutor, hasta que mis pupilos se fueron al empezar las vacaciones de Navidad.
Volví a Londres y pasé unas espléndidas vacaciones con mis padres en Little Boltons. Mi padre parecía mucho más relajado que en verano, y mi madre, aparentemente, había dejado de lado sus inexplicadas angustias. Sin embargo, durante aquellas vacaciones surgió un nuevo misterio y, como yo estaba convencido de que guardaba relación con los Trentham, no dudé en preguntar a mi madre.
– ¿Qué ha pasado con el cuadro favorito de papá?
Su respuesta me entristeció sobremanera. Me suplicó que jamás mencionara Los comedores de patatas delante de él. La semana antes de volver a Cambridge, mientras me dirigía por la calle Beaufort hacia Little Boltons, vi a un inválido de Chelsea, con su uniforme de estameña azul, que intentaba cruzar la calle.
– Permítame que le ayude -dije.
– Gracias, señor- contestó, mirándome con una sonrisa legañosa.
– ¿Con quién sirvió usted?
– Con el propio príncipe de Gales -replicó -. ¿Y usted?
– Con los Fusileros Reales -atravesamos la calle juntos-. ¿Conoce a alguno?
– Los Fuzzies. Oh, sí, a Banger Smith, que sirvió durante la Gran Guerra, y a Sammy Tomkins, que ingresó después, en el veintidós o veintitrés, si no recuerdo mal, y quedó inválido después de Tobruk.
– ¿Banger Smith?
– Sí -replicó el inválido. Habíamos llegado a la otra acera-. Un gandul de cuidado. -Rió por lo bajo-. Todavía se pasa un día a la semana por el museo del regimiento, si hay que creerle.
Me presenté en el pequeño, museo, del regimiento, sito en la Torre de Londres, al día siguiente. El director me dijo que Banger Smith sólo venía los jueves, aunque no todos. Paseé por una sala llena de recuerdos del regimiento, banderas raídas que desplegaban condecoraciones militares, un aparador donde, se exhibían uniformes, anticuados instrumentos bélicos de una era periclitada y grandes mapas cubiertos de alfileres de colores que señalaban cómo, dónde y cuándo se habían ganado aquellas condecoraciones.
Como el director sólo era unos años mayor que yo, no le agobié con preguntas sobre la Primera Guerra Mundial, pero regresé el jueves siguiente y encontré a un viejo soldado sentado en un rincón del museo, fingiendo que realizaba su trabajo del día.
– ¿Banger Smith?
El vil anciano no debía medir ni un centímetro más de metro y medio, y no hizo el menor intento de levantarse de la silla. Me miró con aire suspicaz.
– ¿Y qué?
Saqué del bolsillo interior un billete de diez chelines.
Miró primero el billete, y después a mí, con ojos suspicaces.
– ¿Qué quiere?
– ¿Se acuerda de un tal capitán Trentham, por casualidad?
– ¿Es usted de la policía?
– No, soy abogado y me ocupo de su herencia.
– Apostaría a que ese cabrón no le dejó nada a nadie.
– No estoy autorizado a hablar de eso. Supongo que no sabe qué fue de él después de abandonar los Fusileros. Los datos que constan en los registros del regimiento sobre él acaban en 1923.
– No es extraño. Cuando se fue de los Fusileros, la banda del regimiento no le despidió con canciones en el terreno de instrucción. En mi opinión, tendrían que haber descuartizado entre cuatro caballos a ese cabrón.
– ¿Por qué?
– No me sacará ni una palabra. Secreto del regimiento -añadió, tocándose un lado de la nariz.
– ¿No sabe qué hizo después de marcharse de la India?
– Eso le costará más de diez chelines -rió el viejo.
– ¿Qué quiere decir?
– Se largó a Australia, ¿sabe? Murió allí, y su madre trajo el cadáver en barco. En mala hora, es lo único que puedo decir. Arrancaría su jodida fotografía de la pared, si pudiera.
– ¿Su foto?
– Sí, Los MC están al lado de DSO, [23] en la esquina superior izquierda -dijo, consiguiendo levantar un brazo para señalar en aquella dirección.
Me acerqué lentamente a la esquina que Banger Smith había indicado. Dejé atrás los VC de los Fusileros, varios DSO y llegué a los MC. Estaban en orden cronológico: 1914, tres; 1915, trece; 1916, diez; 1917, once; 1918, diecisiete. El capitán Guy Trentham había ganado la MC después de la segunda batalla del Marne, el 21 de julio de 1918, según constaba en la inscripción.
Miré la foto del joven oficial uniformado de capitán y supe al instante que debía viajar a Australia.
– ¿Cuándo piensas marcharte?
– En verano.
– ¿Tienes dinero suficiente para pagarte el viaje?
– Aún me quedan casi todas las quinientas libras que me regalaste cuando me gradué. En realidad, sólo he gastado en el MG; ciento ochenta libras, si no recuerdo mal. En cualquier caso, un soltero que se hospeda en el colegio no necesita muchos ingresos. -Daniel levantó la vista cuando su madre entró en la sala de estar.
– Daniel piensa ir a Estados Unidos este verano -dijo Charlie.
– Qué divertido -comentó Becky, poniendo flores sobre una mesilla auxiliar, al lado del Remington-. Ve a ver a los Fields en Chicago y los Bloomingdale en Nueva York, y si tienes tiempo también podrías…
– Para ser sincero -la interrumpió Daniel, apoyándose contra la repisa de la chimenea-, me parece que iré a ver a Waterston en Princeton y a Stinstead en Berkeley.
– ¿Les conozco? -preguntó Becky, frunciendo el ceño.
– No creo, madre. Los dos son profesores universitarios que enseñan matemáticas, o matemática, como ellos dicen.
Charlie rió.
– Bien, escríbenos a menudo -dijo su madre-. Siempre me gusta saber dónde estás y qué haces.
– Claro que lo haré, madre -contestó Daniel, intentando controlar su tono de voz-, si prometes acordarte de que ya tengo veintiséis años.
Becky le dirigió una sonrisa.
– ¿De veras, querido?
Daniel volvió aquella noche a Cambridge, tratando de imaginar cómo podría mantenerse en contacto desde Estados Unidos, cuando en realidad su auténtico destino era Australia. No soportaba la idea de engañar a su madre, pero sospechaba que a ella le dolería mucho más contarle la verdad sobre el capitán Trentham.
No contribuyó a mejorar la situación que Charlie le enviara un pasaje en primera clase para Nueva York a bordo del Queen Mary, con la fecha que había citado. Costaba ciento tres libras, incluyendo la vuelta abierta.
Daniel alcanzó un compromiso consigo mismo. Averiguó que si embarcaba en el Queen Mary con destino a Nueva York la semana siguiente al fin de curso, y proseguía el viaje en el 20th Century Limited hasta San Francisco, atravesando todo el país, aún podría subir al SS Aorangi que zarpaba hacia Sydney con un día de antelación. De esta forma aún podría permitirse cuatro semanas en Australia antes de repetir el viaje de sur a norte, y llegaría a Southampton pocos días antes de que diera comienzo el primer trimestre.
Como en todo lo que emprendía, dedicó horas de investigación y preparación. Asignó tres días al departamento de Información del Alto Comisariado Australiano, con sede en el Strand, y procuró en todo momento sentarse cerca del doctor Marcus Winter, un profesor visitante de Adelaida, cuando cenaba en la mesa de autoridades del Trinity. Aunque el primer secretario y el bibliotecario suplente de la Casa de Australia quedaban desconcertados ante algunas preguntas de Daniel, y el doctor Marcus sentía curiosidad por las atenciones del joven matemático, a finales del tercer trimestre Daniel ya había recabado la suficiente información como para estar seguro de que no iba a perder el tiempo en el subcontinente. Sin embargo, aceptaba que toda la empresa era una gigantesca apuesta, en caso de que la primera pregunta recibiera como respuesta «No hay forma de averiguarlo».
Daniel hizo las maletas y lo tuvo todo dispuesto cuatro días después de que los estudiantes se marcharan y completara los informes para su departamento. Su madre llegó la tarde del día siguiente al colegio para acompañarle en coche a Southampton. Durante el trayecto a la costa del sur, le explicó que Charlie había pedido permiso al Consejo Municipal de Londres para transformar Chelsea Terrace en unos grandes almacenes inmensos.
– ¿Y aquellos pisos bombardeados?
– El Consejo ha concedido tres meses a los propietarios para reconstruirlos, o los expropiarán para ponerlos a la venta.
– Es una pena que no podamos comprarlos nosotros -dijo Daniel, ensayando una de sus no-preguntas, con la esperanza de obtener alguna respuesta de su madre, pero ésta siguió conduciendo por la A30.
No dejaba de ser irónico, pensó, que si su madre le hubiera confesado la razón por la cual la señora Trentham se negaba a cooperar con su padre, podrían haber regresado tranquilamente a Cambridge.
Pisó terreno más seguro.
– ¿De dónde piensa sacar el dinero papá para un proyecto tan enorme?
– No acababa de decidirse entre pedir un préstamo bancario o convertirse en sociedad anónima.
– ¿De qué cantidad estás hablando?
– El señor Merrick calcula alrededor de ciento cincuenta mil libras.
Daniel lanzó un silbido.
– El banco se sentiría encantado de prestarnos esa suma -continuó Becky-, pero piden como garantía todas nuestras posesiones, incluyendo los inmuebles de Chelsea Terrace, la casa, nuestra colección de arte y, para colmo, quieren que firmemos un aval personal, cargando a la empresa el cuatro por ciento del descubierto.
– Entonces, lo mejor será transformarse en sociedad anónima.
– No es tan fácil. Si nos decidimos por esa solución, la familia sólo se quedará con el cincuenta y uno por ciento de las acciones.
– El cincuenta y uno por ciento significa tener el control de la compañía.
– De acuerdo, pero si algún día necesitamos reunir más capital, es posible que no logremos controlar la mayoría de las acciones. En cualquier caso, sabes muy bien cuánto le molesta a tu padre dar explicaciones a los extraños. Si Charlie se viera obligado a informar regularmente a más directores no ejecutivos, por no mencionar a los accionistas, nos veríamos abocados a un desastre. Siempre dirige los negocios por instinto, y es posible que el banco de Inglaterra prefiera métodos más ortodoxos.
– ¿Cuándo ha de tomar la decisión?
– Se habrá decidido en un sentido u otro cuando vuelvas de Estados Unidos.
– ¿Cómo ves el futuro del número 1?
– Se me ha presentado una oportunidad excelente de renovarlo. Tengo el personal idóneo y suficientes contactos, de manera que, si nos conceden el permiso solicitado, creo que, a su debido tiempo, le haremos una seria competencia a Sotheby's y Christie's.
– Si papá deja de robar los mejores cuadros…
– Es verdad -sonrió Becky-, pero si persevera, nuestra colección privada valdrá más que el negocio. Pues revender el Van Gogh a la galería Lefévre sería una crueldad excesiva. Para ser un aficionado, posee la mejor intuición que he visto en mi vida…, pero no le comentes nunca que te lo he dicho.
Becky siguió todas las flechas que indicaban la dirección del muelle y frenó junto al transatlántico, pero no tan cerca como Daphne lo había hecho tiempo atrás, si no recordaba mal.
Daniel zarpó de Southampton aquella noche a bordo del Queen Mary. Su madre le despidió desde el muelle.
Ya a bordo del gran transatlántico, Daniel escribió una larga carta a sus padres, que envió desde la Quinta Avenida. Después, compró un billete a la 20th. Century Limited para el coche-cama de Chicago. El tren salió de la estación Penn a las ocho de aquella misma noche. Daniel había pasado tan sólo seis horas en Manhattan, y su única compra se limitó a una guía de Estados Unidos.
Al llegar a Chicago, el coche-cama fue agregado al Super Chief, que le condujo a Los Ángeles.
Durante la travesía de cuatro días por tierras norteamericanas, empezó a lamentar tener que irse a Australia. Cada ciudad le parecía más interesante que la anterior. Atravesó Kansas City, Newton City, La Junta, Albuquerque y Barstow. Daniel bajaba siempre que el tren paraba en una estación, compraba una postal en colores que indicaba exactamente dónde estaba, y llenaba el espacio en blanco con más información obtenida de la guía turística, antes de que el tren llegara a la siguiente estación. Luego, echaba la postal escrita en la parada posterior, y volvía a iniciar el proceso. Cuando el expreso llegó a la estación de Oakland, ya había enviado veintisiete postales diferentes a Little Boltons.
En cuanto el autobús le depositó en San Francisco, Daniel se instaló en un pequeño hotel cerca del puerto, tras comprobar que los precios estaban al alcance de su bolsillo. Como aún faltaban treinta y seis horas para que el SS Aorangi zarpara, se desplazó a Berkeley y pasó todo el segundo día con el profesor Stinstead. Le fascinaron hasta tal punto sus investigaciones sobre los cálculos terciarios que empezó a arrepentirse todavía más de no poder alargar su estancia; sospechaba que saldría ganando quedándose en Berkeley.
La noche antes de zarpar, Daniel compró veinte postales más y estuvo escribiéndolas hasta la una de la madrugada. Al llegar a la vigésima, su cerebro ya había dado todo de sí. Por la mañana pagó la cuenta y pidió al conserje mayor que enviara una cada tres días hasta que regresara. Le dio diez dólares, prometiéndole que habría otros diez a su vuelta, siempre que quedara por enviar el número de postales correcto, pues no sabía con precisión la fecha de su retorno.
El portero expresó cierta confusión, pero se guardó en el bolsillo los diez dólares. En un aparte, comentó con su joven colega del escritorio que, en el pasado, le habían pedido cosas más extrañas por menos dinero.
La barba de Daniel había crecido bastante cuando abordó el SS Aorangi. Tenía un plan preparado gracias a toda la información recogida al otro lado del globo. Durante el viaje, Daniel se sentó a una gran mesa circular que compartía con una familia australiana. Regresaba a su casa después de pasar las vacaciones en Estados Unidos. Contribuyeron con generosidad a ampliar el bagaje de conocimientos de Daniel a lo largo de las tres semanas siguientes, sin darse cuenta de que el joven escuchaba con inusual interés hasta la última palabra que pronunciaban.
Daniel entró en Sydney el primer lunes de agosto en 1947. Subió a la cubierta y vio el sol ponerse tras el Sydney Harbour Bridge, mientras el práctico guiaba lentamente el transatlántico al interior del puerto. Se sintió de repente muy mareado. Deseó con todas sus fuerzas no haberse embarcado en el viaje (no era la primera vez). Bajó del barco una hora más tarde y se alojó en una casa de huéspedes que le había recomendado el cabeza de la familia con la que había compartido la mesa durante la travesía.
La propietaria de la casa de huéspedes, que se presentó como señora Snell, era una mujer enorme, de enorme sonrisa y enormes carcajadas, que le alojó en lo que ella llamaba su mejor habitación. Daniel se tranquilizó al saber que no había caído en una habitación normal, porque cuando se estiró sobre el colchón la cama doble se hundió en el centro, y cuando se dio la vuelta los muelles le siguieron e insistieron en lacerar sus riñones. Los dos grifos del lavabo producían agua fría en diferentes tonos de color pardo, y era imposible leer a la luz de la única bombilla que colgaba en el centro de la habitación, a menos que se pusiera de pie sobre una silla bajo ella. La señora Snell no le había proporcionado ninguna silla.
Cuando, a la mañana siguiente, tras un desayuno compuesto de huevos, bacon, patatas y pan tostado, le preguntó a Daniel si comería allí o fuera, él respondió con firmeza «fuera», ante el evidente desagrado de la patrona.
Hizo la primera -y crítica- llamada a la Oficina de Inmigración. Si no obtenía ninguna información, ya podía volver al SS Aorangi aquella misma noche. Daniel presintió que no sufriría una cruel decepción si esto ocurría.
El enorme edificio de la calle Market, construido con piedra parda, que albergaba el expediente de todas las personas llegadas a la colonia desde 1823, abría a las diez de la mañana. Aunque llegó media hora antes, Daniel tuvo que engrosar una de las ocho colas de gente que intentaba averiguar algún dato sobre los inmigrantes registrados, lo cual le aseguró otro retraso de cuarenta minutos hasta llegar al mostrador.
Cuando lo consiguió se encontró frente a un hombre de cara rubicunda, vestido con una camisa azul de cuello abierto, derrumbado detrás del mostrador.
– Busco a un inglés que llegó a Australia entre 1923 y 1925.
– ¿Tienes algún dato más, amigo?
– Me temo que no.
– Teme que no, ¿eh? -dijo el empleado, pero Daniel no perdió la calma-. ¿Sabe el nombre?
– Oh, sí. Guy Trentham.
– Trentham. ¿Cómo se deletrea?
Daniel deletreó el nombre poco a poco.
– Bien, amigo, serán dos libras. -Daniel sacó la cartera de su chaqueta deportiva y le tendió el billete-. Firme aquí -dijo el empleado, dándole la vuelta a un impreso y posando el índice sobre la línea final-. Vuelva el jueves.
– ¿El jueves? Pero si aún faltan tres días.
– Me alegro de que todavía les enseñen a contar en Inglaterra -replicó el funcionario-. El siguiente.
Daniel se marchó del edificio sin información, pero con un recibo por sus dos libras. Compró un ejemplar del Morning Herald de Sydney y buscó un restaurante cerca del puerto para comer. Eligió un pequeño restaurante abarrotado de gente joven. Un camarero le condujo a una ruidosa y atestada sala, acomodándole en una mesa pequeña del rincón. Casi había terminado de leer el periódico cuando el camarero volvió con la ensalada que había pedido.
Mientras masticaba una hoja de lechuga meditaba en la forma más constructiva de emplear la inesperada demora. Entonces, una joven de la mesa vecina se inclinó hacia él y le preguntó si podía pasarle el azúcar.
– Por supuesto, permítame -dijo Daniel, dándole el azucarero. No se habría fijado más en la chica, pero reparó en que estaba leyendo Principia Mathematica, de A. N. Whitehead y Bertrand Russell.
– ¿Estudia matemáticas, por casualidad? -preguntó, después de pasarle el azúcar.
– Sí -dijo ella sin mirarle.
– Se lo pregunto -insistió Daniel, pensando que tal vez podía tacharse a su pregunta poco educada-, porque doy clases de esa asignatura.
– Claro -dijo ella, sin darse la vuelta-. Oxford, seguro.
– Cambridge, en realidad.
La noticia logró que la chica se volviera y mirara a Daniel con más atención.
– ¿Puede explicarme los detalles de la regla de Simpson? -preguntó ella.
Daniel desdobló la servilleta de papel, sacó una pluma y dibujó una gráfica que explicaba la regla, paso a paso, algo que no había hecho desde dejar San Pablo.
La joven comparó su obra con el diagrama del libro y sonrió.
– Bingo, es verdad que enseña matemáticas.
Esto cogió a Daniel por sorpresa, pero aún se quedó más sorprendido cuando la chica levantó su plato de ensalada y se sentó a su lado.
– Me llamo Jackie -dijo-. Soy una leñadora de Perth.
– Yo soy Daniel, y vengo de…
– Cambridge. Ya me lo has dicho, ¿recuerdas?
Ahora fue Daniel quien tuvo ocasión de mirar con más detenimiento a la joven, sentada frente a él. Jackie aparentaba unos veinte años. Tenía cabello rubio corto y nariz respingona. Su ropa consistía en unos ceñidos vaqueros cortados a la altura del muslo y una camiseta amarilla con la leyenda «¡PERTH! Detente aquí y nunca volverás a dormir». No se parecía a ninguna estudiante que hubiera pasado por el Trinity.
– ¿Vas a la universidad? -preguntó Daniel.
– Sí. Perth, segundo año. ¿Qué te ha traído a Sydney, Dan?
A Daniel no se le ocurrió ninguna respuesta, pero tampoco tuvo mucha importancia, porque Jackie ya le estaba explicando por qué se hallaba ella en la capital de Nueva Gales del Sur, sin darle tiempo a contestar. De hecho, Jackie llevó casi todo el peso de la conversación, hasta que les trajeron la cuenta. Daniel insistió en pagar.
– Estupendo -dijo Jackie-. Bien, ¿qué haces esta noche?
– No he pensado en nada concreto.
– Fantástico, porque pensaba ir al Teatro Real. ¿Quieres venir conmigo?
– Oh, ¿qué obra representan? -preguntó Daniel, incapaz de ocultar su sorpresa al haber sido escogido por primera vez en su vida.
– Esta noche a las ocho y media, de Noel Coward, con Richard y Madge Elliott.
– Parece prometedor -dijo Daniel, sin comprometerse.
– Fantástico. Nos encontraremos en el vestíbulo a las ocho menos diez, Dan. No te retrases.
La joven cogió su mochila, se la tiró a la espalda, sujetó la hebilla y se marchó.
Daniel la vio salir del restaurante antes de poder pensar en una excusa para evadir la invitación. Decidió que sería grosero no presentarse en el teatro y, además, tenía que admitir que le gustaba la compañía de Jackie. Consultó su reloj y tomó la decisión de pasar el resto de la tarde paseando por la ciudad.
Cuando Daniel llegó al Teatro Real aquella noche, antes de las ocho menos veinte, compró dos butacas de primera fila a seis chelines cada una; después, deambuló por el vestíbulo, esperando a su acompañante… ¿o era él quien la acompañaba? Al sonar el timbre, indicando que faltaban cinco minutos para empezar, la joven aún no había llegado y Daniel se dio cuenta de que tenía muchas más ganas de verla de lo que se permitía admitir. No se veía ni rastro de su compañera de comida cuando sonó de nuevo el timbre: faltaban dos minutos. Daniel asumió que iba a ver la obra solo. Un minuto antes de que se levantara el telón sintió que una mano le apretaba el brazo y oyó una voz decir:
– Hola, Dan. Pensaba que no vendrías.
Daniel sonrió. Aunque disfrutó la obra, descubrió que disfrutaba todavía más de su compañía durante el descanso, después del espectáculo y a lo largo de la cena en «Romano's», un pequeño restaurante italiano que ella parecía conocer bien. Nunca había conocido a nadie que, sin apenas conocerle, se mostrara tan abierto y cordial. Hablaron de todo, desde matemáticas a Clark Gable, y Jackie siempre tenía una opinión contundente, fuera cual fuese el tema.
– ¿Puedo acompañarte a tu hotel? -preguntó Daniel cuando salieron del restaurante.
– No tengo -replicó Jackie con una sonrisa, y se echó la mochila al hombro-, pero puedo acompañarte al tuyo.
– ¿Por qué no? Espero que la señora Snell tenga otra habitación libre para esta noche.
– Esperemos que no.
Jackie apretó el timbre nocturno y la señora Snell abrió la puerta.
– No me había fijado en que eran dos -dijo la mujer-. Esto significará un suplemento, por supuesto.
– Pero nosotros no… -empezó Daniel.
– Gracias -dijo Jackie, cogiendo la llave mientras la patrona guiñaba el ojo a Daniel.
Al llegar a la pequeña habitación de Daniel, Jackie se quitó la mochila.
– No te preocupes por mí, Dan, dormiré en el suelo.
Incapaz de contestar, y sin pronunciar una palabra, Daniel entró en el cuarto de baño, se puso el pijama y se lavó los dientes. Salió del baño y corrió hacia la cama, sin mirar en dirección a Jackie. Oyó que la puerta del cuarto de baño se cerraba unos momentos después. Salió de la cama, se acercó de puntillas a la puerta, cerró la luz y se deslizó de nuevo bajo las sábanas. Unos minutos después oyó que la puerta del cuarto de baño se abría otra vez. Cerró los ojos y fingió que dormía. Nada más pasado un momento sintió que un cuerpo se acomodaba junto al suyo y unos brazos le rodeaban.
– Oh, Daniel. -La voz de Jackie, en la oscuridad, adoptó un exagerado acento inglés-. Quitémonos estos horribles pijamas.
Daniel se volvió para protestar cuando ella tiró del cordón de lana, pero en lugar de ello se apretó contra el cuerpo desnudo de la chica. Daniel ya no volvió a hablar y se quedó tendido, los ojos cerrados, si hacer casi nada cuando Jackie empezó a mover lentamente las manos por todo su cuerpo. Experimentó un enorme júbilo y, enseguida, un gran agotamiento, sin saber muy bien qué había ocurrido. Sin embargo, había disfrutado de cada momento.
– ¿Sabes una cosa? Creo que eres virgen -dijo Jackie, cuando volvió a abrir los ojos.
– No -la corrigió él-. Era virgen.
– Me temo que lo sigues siendo -contestó Jackie-, estrictamente hablando. Pero no te preocupes por eso; te prometo que lo habremos solucionado antes de que amanezca. Por cierto, Dan, la próxima vez estás invitado a participar.
Daniel se pasó la mayor parte de los tres días siguientes en la cama, recibiendo las clases impartidas por una estudiante de segundo año de la universidad de Perth. La segunda mañana descubrió la incomparable belleza del cuerpo de una mujer. La tercera noche ella exhaló un gemido, lo cual le llevó a creer que, pese a no haberse graduado, había merecido, al menos, un aprobado.
Se sintió triste cuando Jackie le anunció su regreso a Perth. La joven se echó la mochila al hombro por última vez. La acompañó a la estación y contempló la partida del tren que la conduciría al oeste de Australia.
– Si alguna vez voy a Cambridge, Dan, te buscaré -fueron las últimas palabras de Jackie.
– Eso espero -contestó Daniel, pensando que varios miembros de la mesa que compartía en el Trinity saldrían beneficiados tras unos días como alumnos de Jackie.
Daniel volvió el jueves por la mañana a la Oficina de Inmigración y, tras una hora de espera en la inevitable cola, entregó su recibo al funcionario, que seguía derrumbado sobre el mostrador.
– Ah, sí, Guy Trentham, ya me acuerdo. Descubrí sus datos poco después de que usted se marchara. Es una pena que no volviera aquella misma tarde.
– Le estoy muy agradecido.
– ¿Por qué? -preguntó el funcionario con suspicacia.
Daniel cogió la tarjetita verde que el funcionario le tendió.
– Por los tres días más felices de mi vida.
– ¿Qué quiere decir, amigo? -preguntó el funcionario, pero Daniel ya se había marchado.
Se sentó en la escalinata exterior del alto edificio colonial y examinó la tarjeta oficial. Como temía, no revelaba gran cosa:
Nombre: Guy Trentham (registrado como inmigrante)
18 de noviembre de 1922
Ocupación: administrador de finca agrícola
Dirección: Manley Drive, 117
Sydney
Daniel localizó enseguida Manley Drive en el plano de la ciudad que Jackie le había dado. Cogió el autobús que llevaba a la parte norte de Sydney y bajó en un poblado suburbano que dominaba el puerto. Las casas, aunque bastante grandes, parecían en mal estado. Daniel tuvo la impresión de que el suburbio, en otros tiempos, había sido una zona residencial.
Cuando tocó el timbre de lo que tal vez habría sido una antigua casa de huéspedes de tipo colonial, un joven vestido con téjanos y camiseta abrió la puerta. Daniel comenzó a pensar que se trataba del atavío nacional.
– Sé que es algo aventurado -empezó Daniel-, pero estoy tratando de localizar a un hombre que tal vez viviera aquí en 1923.
– Un poco antes de mi época -sonrió el joven-. Lo mejor será que entre y hable con mi tía Sylvia… Puede que haya suerte.
Daniel siguió al joven hasta una sala de estar bastante sucia; luego, salieron al porche posterior, que todavía conservaba huellas de haber estado pintado de blanco en tiempos remotos. Vio sentada frente a él en una mecedora a una mujer que aparentaba menos de cincuenta años, pero el cabello teñido y el excesivo maquillaje imposibilitaron a Daniel calcular su auténtica edad. Estaba sentada en una silla de mimbre, gozando del sol matutino con los ojos cerrados.
– Lamento molestarla…
– No estaba dormida -dijo la mujer, abriendo los ojos para examinar al intruso. Le miró con suspicacia-, ¿Quién es usted? Me resulta familiar.
– Me llamo Daniel Trumper. Estoy intentando localizar a alguien que pudo vivir aquí en 1923.
– Hace más de veinte años -rió la mujer-. Debo decirle que es un poco optimista.
– Su nombre era Guy Trentham.
Ella se incorporó de pronto y le miró con fijeza.
– Es usted su hijo, ¿verdad? -Daniel se quedó helado-. No olvidaría las facciones de aquel farsante adulador ni que viviera cien años.
Ni siquiera él podía negar ya la verdad.
– ¿Ha vuelto después de tanto tiempo para pagar sus deudas?
– No comprendo…
– Se largó dejando por pagar casi un año de alquiler. Siempre escribía a su madre para que le mandara más dinero, pero yo nunca vi ni un céntimo. Supongo que consideraba suficiente pago acostarse conmigo, por eso es probable que me olvide de ese bastardo, ¿verdad? Sobre todo, después de lo que le pasó.
– ¿Significa eso que sabe adonde fue cuando se marchó de esta casa?
La mujer vaciló unos instantes, como si tratara de tomar una decisión. Miró por la ventana, mientras Daniel aguardaba.
– Lo último que supe -dijo, después de una larga pausa- fue que trabajaba como corredor de apuestas de caballos en Melbourne, pero eso fue antes…
– ¿Antes…?
La mujer le contempló con curiosidad.
– No, es mejor que lo averigüe por sus propios medios. No quiero cargar con la responsabilidad de decírselo. Si quiere un consejo, tome el primer barco para Inglaterra y olvídese de Melbourne,
– Tal vez sea usted la única persona que pueda ayudarme.
– Su padre me estafó una vez, y no permitiré que su hijo también me tome el pelo, se lo aseguro. Kevin, acompáñale a la puerta.
A Daniel le dio el corazón un vuelco. Dio las gracias a la mujer por recibirle y se marchó sin decir nada más. Cogió el autobús de vuelta a Sydney y recorrió a pie la distancia que le separaba de la casa de huéspedes. Aquella noche echó en falta a Jackie, mientras se estrujaba el cerebro para imaginar las tropelías cometidas por su padre en Sydney, y se preguntaba si debía seguir el consejo de la mujer.
A la mañana siguiente, Daniel abandonó a la señora Snell y a su enorme sonrisa, pero no antes de que le presentara una enorme factura. La pagó sin rechistar y se dirigió a la estación de tren.
Cuando el tren de Sydney se detuvo en la estación de la calle Spencer, en Melbourne, la primera decisión de Daniel fue consultar la guía telefónica y buscar el apellido Trentham, pero no había ninguno. Telefoneó después a todos los corredores de apuestas registrados en la ciudad, pero sólo al noveno le sonó el apellido.
– Me dice algo -explicó una voz al otro extremo de la línea-, pero no recuerdo por qué. Llame a Brad Morris. Dirigía esta oficina en aquel tiempo, y es posible que pueda ayudarle. Encontrará su número en la guía.
Daniel encontró el número, pero su conversación con el señor Morris fue tan breve que ni siquiera necesitó una segunda moneda.
– ¿Significa algo para usted el nombre de Guy Trentham? -preguntó una vez más.
– ¿El inglés?
– Sí -contestó Daniel, notando que su pulso se aceleraba.
– ¿El que hablaba con acento elegante y decía a todo el mundo que era mayor del ejército?
– Es muy posible.
– Pues pruebe en la cárcel, porque allí es donde terminó. -Daniel iba a preguntar el motivo, pero la comunicación ya se había cortado.
Aún temblaba de pies a cabeza cuando sacó su baúl de la estación y se inscribió en el hotel Railway, al otro lado de la calle. Le dieron una habitación pequeña y oscura. Se tendió en la cama individual y trató de decidir si iba a continuar sus pesquisas, o pasaría de la verdad y regresaría a Inglaterra, siguiendo el consejo de Sylvia.
Se durmió pronto, pero despertó en plena noche, descubriendo que estaba vestido por completo. Había tomado la decisión cuando las primeras luces del amanecer se colaron por la ventana. No quería saber, no necesitaba saber, volvería a Inglaterra de inmediato.
Decidió tomar primero un baño y después cambiarse de ropa. Al terminar, había cambiado de idea.
Daniel bajó al vestíbulo media hora más tarde y preguntó al recepcionista dónde estaba la comisaría de policía principal. El hombre sentado detrás del mostrador le dirigió hacia la calle Bourke.
– ¿Tan mala era la habitación? -preguntó.
Daniel lanzó una falsa carcajada. Luego, tomó la dirección que le habían indicado, lleno de aprensiones. Sólo tardó unos minutos en llegar a la calle Bourke, pero dio varias vueltas a la manzana antes de subir los escalones de piedra y entrar en la comisaría de policía.
El joven sargento de guardia no reconoció el apellido Trentham, y sólo preguntó quién se interesaba por él.
– Un familiar suyo de Inglaterra -contestó Daniel.
El sargento le dejó en el mostrador y se encaminó al otro extremo de la sala para cambiar unas palabras con un oficial superior, que se hallaba sentado tras un escritorio, examinando fotografías. El oficial interrumpió su tarea y le escuchó con atención, haciendo alguna pregunta. En respuesta, el sargento señaló a Daniel. Bastardo, pensó Daniel. Bastardo, bastardo, bastardo. El sargento volvió al mostrador un momento después.
– El caso Trentham está cerrado -dijo-. Deberá encaminar sus pesquisas al departamento de prisiones.
– ¿Dónde está? -preguntó Daniel, casi sin voz.
– En la séptima planta de este mismo edificio.
Cuando salió del ascensor a la séptima planta, se topó con un cartel de gran tamaño clavado en la pared opuesta, que exhibía el rostro cordial de un hombre llamado Héctor Watts, inspector general de prisiones.
Daniel se acercó al mostrador de información y preguntó si podía ver al señor Watts.
– ¿Está citado?
– No.
– En ese caso, dudo…
– ¿Sería tan amable de explicar al inspector general que he viajado desde Inglaterra sólo para verle?
La espera duró apenas unos segundos. Le indicaron que subiera a la octava planta. La misma sonrisa cordial que aparecía en la foto le sonrió en persona, aunque las arrugas del rostro eran algo más pronunciadas. Daniel juzgó que Héctor Watts tendría unos sesenta años y, aunque algo grueso, aún daba la impresión de que podía cuidarse de sí mismo.
– ¿De qué parte de Inglaterra viene usted? -preguntó Watts.
– De Cambridge. Enseño matemáticas en la universidad.
– Yo soy de Glasgow, lo cual no le sorprenderá, por mi apellido y acento. Bien, tome asiento y dígame qué puedo hacer por usted.
– Sigo la pista de un tal Guy Trentham, y el departamento de policía me dirigió a usted.
– Oh, sí, recuerdo ese nombre. Pero ¿por qué? -El escocés se levantó y se acercó a unos ficheros alineados contra la pared del fondo. Abrió el correspondiente a las letras «STV»-. Trentham -repitió, pasando las hojas, antes de sacar dos. Volvió al escritorio, colocó las hojas frente a él y se puso a leer. Tras hacerse una idea de los detalles fundamentales, levantó la vista y estudió a Daniel con curiosidad-, ¿Lleva mucho tiempo aquí, muchacho?
– Llegué a Sydney hace menos de una semana -contestó Daniel, desconcertado por la pregunta.
– ¿Había visitado antes Melbourne?
– No, nunca
– ¿Cuál es el motivo de su interés?
– Quería averiguar todo lo que pudiera sobre el capitán Guy Trentham.
– ¿Por qué? ¿Es usted periodista?
– No, soy profesor, pero…
– Ha debido tener buenos motivos para hacer un viaje tan largo.
– Curiosidad, supongo. Aunque nunca le conocí, Guy Trentham era mi padre.
El responsable del servicio de prisiones miró en la hoja la lista de los parientes próximos: esposa, Anna Helen (fallecida), una hija, Margaret Ethel. Ni la menor mención a su hijo. Miró a Daniel y, tras reflexionar unos momentos, tomó una decisión.
– Lamento decirle, señor Trentham, que su padre murió mientras se hallaba bajo la custodia de la policía.
Daniel se quedó estupefacto, y los temblores se reprodujeron de nuevo. Watts no apartaba la vista de él.
– Lamento darle tan desagradables noticias, teniendo en cuenta que se ha desplazado desde tan lejos.
– ¿Cuál fue la causa de su muerte? -susurró Daniel.
El inspector general volvió la página y echó un vistazo a la última línea de la hoja de alegaciones que tenía frente a él. Leyó las palabras: «Colgado por el cuello hasta morir». Miró a Daniel.
– Un ataque al corazón -se limitó a decir.
Daniel cogió el coche-cama de regreso a Sydney, pero no durmió. Sólo deseaba alejarse de Melbourne tanto como le fuera posible. Se fue tranquilizando a medida que pasaban los kilómetros, y al cabo de un tiempo se sintió con fuerzas para comer un bocadillo en el vagón restaurante. Cuando el tren se detuvo en la estación de la mayor ciudad de Australia bajó, cargó el baúl en un taxi y se dirigió al puerto. Compró un pasaje en el primer barco que zarpaba hacia cualquier ciudad de la costa oeste de Estados Unidos.
El pequeño carguero, autorizado a llevar tan sólo cuatro pasajeros, zarpó a medianoche con dirección a San Francisco, y Daniel no obtuvo permiso para subir a bordo hasta pagarle en metálico al capitán toda la tarifa. Le quedó lo suficiente para regresar a Inglaterra…, si no sufría ningún accidente en el camino.
Durante aquella movida, oscilante e interminable travesía, Daniel pasó muchas horas estirado en una litera. Tuvo tiempo más que sobrado para pensar en lo que haría con la información obtenida. También trató de comprender las angustias que habrían sufrido sus padres durante todos aquellos años. Si le hubieran otorgado su confianza desde el primer momento, habría dedicado todos sus esfuerzos en ayudar, y no en desperdiciar tantas energías buscando la verdad. Era consciente de que no podía contarles lo que había descubierto, porque, probablemente, sabía más que ellos.
Daniel dudaba que su madre conociera el desdichado final de Guy Trentham, dejando un rosario de deudores en Victoria y Nueva Gales del Sur. La lápida de Ashurst no decía nada de todo esto.
Empezó a forjar un plan cuando el pequeño carguero pasó bajo el Golden Gate y enfiló rumbo a la bahía.
Tras pasar los trámites de inmigración, Daniel fue en autobús al centro de San Francisco y se alojó en el mismo hotel de la ida. El portero le enseñó las dos postales que quedaban por enviar, y Daniel le entregó los diez dólares prometidos. Echó las dos a la vez antes de subir al Transcontinental Express con destino a Nueva York.
Cada hora y día de soledad colaboraban en desarrollar sus ideas, aunque le seguía preocupando la información adicional que poseía su madre, sobre la cual no se atrevía a preguntarle. Al menos, estaba seguro de que su padre era Guy Trentham y de que había abandonado Inglaterra en desgracia. Por lo tanto, la señora Trentham era su abuela, y por alguna razón desconocida culpaba a Charlie de lo sucedido a su hijo.
Al llegar a Nueva York comprobó con desagrado que el Queen Mary había zarpado hacia Inglaterra el día anterior; tuvo que cambiar su billete al Queen Elizabeth, quedándose con unos pocos dólares en el bolsillo. Lo último que hizo en suelo norteamericano fue telegrafiar a su madre, comunicándole la hora aproximada de llegada a Southampton.
Aunque Daniel empezó a recuperar la serenidad en cuanto perdió de vista la estatua de la Libertad, la señora Trentham no se apartó de sus pensamientos durante los cinco días de travesía. No podía pensar en ella como en su abuela, y al desembarcar en Southampton, se hallaba plenamente convencido de que su madre debía contestarle a unas cuantas preguntas antes de llevar a cabo su plan.
Mientras bajaba por la pasarela se dio cuenta de que las hojas de los árboles habían pasado de ser verdes a doradas durante su ausencia. Resolvió solucionar el problema de la señora Trentham antes de que empezaran a caer.
Su madre había venido a recibirle, y Daniel nunca se había sentido más feliz de verla. La abrazó con tanta ternura que ella fue incapaz de disimular su sorpresa. Daniel respondió a todas las preguntas sobre Norteamérica y los norteamericanos durante el trayecto hacia Londres, y descubrió que sus numerosas postales la habían complacido en extremo.
– Sospecho que aún quedan algunas por llegar -dijo Daniel, sintiéndose culpable por primera vez.
– ¿Te quedará tiempo para pasar unos días con nosotros antes de regresar a Cambridge?
– Sí. He vuelto un poco antes de lo previsto, o sea que me quedaré un par de semanas.
– Oh, tu padre estará muy contento -le dijo Becky. Daniel se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de poder oír las palabras «tu padre» sin que se formara en su mente una visión de Guy Trentham.
– ¿Qué decisión habéis tomado sobre la forma de financiar el nuevo edificio?
– Hemos decidido transformarnos en sociedad anónima. Un simple problema de matemáticas, en último extremo. El arquitecto ha terminado los planos, y como tu padre, naturalmente, quiere lo mejor de lo mejor, temo que la cifra final se acercará al medio millón de libras.
– ¿Y aún podréis aseguraros el cincuenta y uno por ciento de la nueva empresa?
– Por los pelos, si hemos de fiarnos de esas cifras. Quizá terminemos empeñando el carretón de tu bisabuelo.
– ¿Alguna noticia acerca de… los pisos? -Daniel miraba por la ventanilla del coche, pero vigiló su reacción en el reflejo del cristal. Ella pareció vacilar un momento.
– Los propietarios han seguido las instrucciones del consejo municipal y ya han empezado a derruir lo que queda de ellos.
– ¿Quiere decir eso que papá también obtendrá el permiso que solicitó?
– Espero que sí, pero sospecho que tardará un poco más de lo que creíamos, porque un vecino, un tal señor Crowe, en nombre de la Sociedad de Pequeños Comerciantes, ha presentado una objeción al consejo. Por lo tanto, no menciones el problema delante de tu padre. Sólo oír hablar de los pisos le pone al borde de la apoplejía.
«Supongo que la señora Trentham está detrás del tal señor Crowe», quiso decir Daniel, pero se limitó a preguntar:
– ¿Y nuestra perversa Daphne?
– Empeñada en casar a Clarissa con el hombre adecuado y en alistar a Clarence en el regimiento adecuado.
– Nada menos que un duque de sangre real para ella y un puesto en la Guardia Escocesa para él, diría yo.
– Lo has adivinado. También confía en que Clarissa dé a luz una niña cuanto antes para que se case con el futuro príncipe de Gales.
– Pero la princesa Isabel acaba de anunciar su compromiso.
– Lo sé, pero todos sabemos lo mucho que le gusta a Daphne hacer planes por anticipado.
Daniel respetó los deseos de su madre y no habló de los pisos cuando, durante la cena, comentó con sus padres el lanzamiento de la nueva empresa. También observó que un cuadro titulado Manzanas y guisantes, de un artista llamado Courbet, había sustituido al Van Gogh que colgaba en el vestíbulo. No hizo el menor comentario.
Daniel pasó el día siguiente en el departamento de planificación del Consejo Municipal de Londres (Consultas). Si bien le facilitaron toda la documentación pertinente, subrayaron, para su frustración, que no podía sacar los originales del edificio.
En consecuencia, ocupó la mañana en examinar los papeles una y otra vez, tomando copiosas notas de las cláusulas fundamentales y aprendiéndolas de memoria, para evitar trasladarlas al papel. No deseaba en modo alguno que sus padres las descubrieran por accidente. A las cinco de la tarde, cuando cerraron la puerta, Daniel estaba seguro de que podría recordar todos los detalles importantes.
Salió del edificio, se sentó en un parapeto cerca del río y repitió para sí los detalles sobresalientes varias veces.
Descubrió que «Trumper's» había solicitado construir unos grandes almacenes que abarcarían toda la manzana conocida como Chelsea Terrace. Habría dos torres de doce plantas de altura. Cada torre poseería 24.000 metros cuadrados de espacio utilizable. Sobre ellas se alzarían cinco plantas más de oficinas y pasos elevados que conectarían los dos edificios y las estructuras gemelas. El Consejo Municipal había dado luz verde a las obras, pero un tal Martin Crowe, de la «Sociedad por la Salvaguardia de las Tiendas» había presentado una apelación contra las cinco plantas que enlazarían las dos estructuras principales sobre un espacio vacío, en el centro de Chelsea Terrace. No hacía falta mucha imaginación para conjeturar quién aportaba todo el apoyo financiero que el señor Crowe necesitaba.
Al mismo tiempo, la señora Trentham había recibido autorización para construir un bloque de pisos que se destinarían exclusivamente a familias de bajo poder adquisitivo. Recreó en su mente la detallada solicitud de permiso, explicando que los pisos serían construidos en hormigón desbastado, con las mínimas comodidades internas o externas. La expresión «chapuza» acudió de inmediato a su mente. A Daniel no le costó nada imaginar que la señora Trentham se proponía construir el edificio más feo que el consejo le permitiera, justo en medio del palacio propuesto por Charlie.
Consultó sus notas. No había olvidado nada, así que rompió la hoja en pedacitos y los echó a una papelera situada en la esquina del puente de Westminster. Después, volvió a Little Boltons.
La siguiente iniciativa de Daniel fue telefonear a David Oldcrest, el profesor de Derecho del Trinity especializado en urbanismo. Su colega dedicó una hora a explicarle que, teniendo en cuenta las apelaciones y contra apelaciones que se presentarían a la Cámara de los Lores, el permiso para construir un edificio como las Torres Trumper podría tardar varios años en concederse. El doctor Oldcrest concluyó que, cuando se tomara la decisión, los únicos que saldrían ganando algún dinero serían los abogados.
Daniel dio las gracias a su amigo. Tras meditar sobre el problema al que se enfrentaba, llegó a la inevitable conclusión de que el éxito o fracaso de las ambiciones de Charlie dependían por completo de la señora Trentham. A menos que él pudiera…
Durante toda la semana siguiente pasó una gran cantidad de tiempo en la cabina telefónica situada en la esquina de Chester Square, pero sin hacer ni una sola llamada. El resto del día lo empleó en seguir por la capital a una dama impecablemente vestida, de obvia autoconfianza y presencia, intentando no ser visto pero tratando a menudo de echar un vistazo a su aspecto, a sus maneras y al mundo en que vivía.
Pronto descubrió que sólo tres cosas parecían ser sagradas para la ocupante de Chester Square, 14. Primero, las entrevistas con sus abogados de Lincoln's Inn Fields, que solían tener lugar cada dos o tres días, pero nunca de forma regular. Segundo, sus partidas de bridge, celebradas siempre a la misma hora, tres días a la semana: los lunes en Cadogan Place, 9; los miércoles en la avenida Sloane, 117, y los viernes en su casa de Chester Square. El mismo grupo de mujeres maduras parecía acudir a los tres domicilios. Tercero, las ocasionales visitas a un mugriento hotel de South Kensington, donde se sentaba en el rincón más oscuro del salón de té y sostenía conversaciones con un hombre que, en opinión de Daniel, era el acompañante menos adecuado para la hija de sir Raymond Hardcastle. No le trataba como a un amigo, desde luego, ni siquiera como a un socio, y jamás averiguó de qué hablaban.
Al cabo de dos semanas decidió que el mejor momento para llevar a cabo su plan sería el viernes anterior a su regreso a Cambridge. Con este fin, pasó una mañana en una sastrería especializada en uniformes militares; por la tarde redactó un guión, y por la noche ensayó lo que había escrito. A continuación, hizo varias llamadas telefónicas, incluyendo una a Spinks, el especialista en medallas, quien le garantizó que cumpliría a tiempo su encargo. Las dos últimas mañanas, una vez seguro de que sus padres se hallaban ausentes, efectuó un completo ensayo, con atavío incluido, en la intimidad de su dormitorio.
Daniel necesitaba estar seguro de que no sólo pillaría por sorpresa a la señora Trentham, sino de que seguiría confusa durante los veinte minutos que, según sus cálculos, necesitaría para rematar su plan.
Durante el desayuno del viernes, Daniel confirmó que sus padres no volverían a casa hasta pasadas las seis de la tarde. Accedió a cenar los tres juntos por la noche, antes de volver a Cambridge. Esperó pacientemente a que su padre se marchara hacia Chelsea Terrace, pero aún tuvo que aguardar media hora más a irse porque una llamada telefónica retuvo a su madre, cuando ya iba a salir.
La conversación terminó y se fue a trabajar. Daniel salió de la casa veinte minutos más tarde, con un maletín en el que guardaba el uniforme comprado el día anterior en Johns & Pegg. Recorrió tres manzanas en dirección contraria, y paró un taxi.
Entró en el museo de los Fusileros Reales y examinó la foto de su padre durante unos minutos. Tenía el cabello más ondulado que el suyo, y parecía algo más rubio. Daniel esperó a que el director del museo le diera la espalda y después, con cierta sensación de culpa, cogió la foto y la guardó en el maletín.
Cogió un taxi y acudió a un peluquero de Kensington, el cual aclaró con mucho gusto el pelo del caballero, creando un duplicado lo más fiel posible de la fotografía sepia que utilizaba como modelo. Daniel comprobaba cada pocos minutos en el espejo los cambios introducidos, y en cuanto creyó que se había logrado el efecto pagó la cuenta y se fue. El siguiente taxi le dejó en Spinks, los especialistas en medallas de la calle King, St. James. Nada más llegar compró las cuatro bandas que había encargado por teléfono. El joven empleado no le preguntó si tenía autorización para llevarlas. Otro taxi le condujo de St. James al hotel Dorchester. Pidió una habitación individual e informó a la recepcionista que marcharía del hotel a las seis de la tarde. Ella le tendió la llave 309. Daniel se negó con educación a que el portero le subiera el maletín a la habitación y se limitó a preguntar dónde estaba el ascensor.
Cerró la puerta de la habitación con llave, abrió el maletín, sacó su contenido y lo extendió sobre la cama. Después de cambiarse, fijó la fila de condecoraciones sobre el bolsillo izquierdo, exactamente igual que en la foto, y comprobó el efecto en el espejo de cuerpo entero asegurado a la puerta del cuarto de baño. Era el vivo retrato de un capitán de los Fusileros Reales de la Primera Guerra Mundial; la cinta púrpura y plateada de la MC y las tres medallas constituían el toque final.
Tras contrastar hasta el último detalle con la fotografía robada, Daniel empezó a sentirse inseguro por primera vez, y hasta temió por el éxito de su proyecto. Pero si no lo hacía… Respiró hondo antes de ponerse la larga trinchera, casi la única prenda que tenía derecho a llevar, cerró la puerta con llave y bajó al vestíbulo. Atravesó las puertas batientes y detuvo a un taxi, que le condujo a Chester Square. Pagó al chófer y consultó su reloj. Las tres y cuarenta y siete minutos. Estimó que le quedaban unos veinte minutos hasta que la partida de bridge terminara.
Desde la cabina telefónica que se alzaba en la esquina de la plaza vio a las damas que empezaban a marcharse del 14. Después de contar hasta once tuvo la seguridad de que la señora Trentham se había quedado sola, criados aparte. Sabía ya, tras consultar el horario de las sesiones parlamentarias aparecido en el Telegraph, que el marido de la señora Trentham no volvería a Chester Square hasta pasadas las diez de la noche. Esperó otros cinco minutos, salió de la cabina y cruzó la calle a toda prisa. Sabía que si vacilaba un sólo momento su decisión flaquearía. Golpeó la puerta con la aldaba y esperó, durante lo que le parecieron horas, a que el mayordomo apareciera.
– ¿Qué se le ofrece, señor?
– Buenas tardes, Gibson. Tengo una cita con la señora Trentham a las cuatro y cuarto.
– Sí, señor, por supuesto -dijo Gibson. Como Daniel había pensado, nadie que no tuviera una cita podía saber el nombre del mayordomo-. Por aquí, señor -añadió, antes de coger su trinchera-. ¿Es tan amable de decirme su nombre? -preguntó Gibson, cuando llegaron a la puerta de la sala de estar.
– Capitán Daniel Trentham.
El mayordomo aparentó perplejidad unos momentos, pero abrió la puerta de la sala de estar y anunció:
– El capitán Daniel Trentham, señora.
La señora Trentham se hallaba de pie junto a la ventana cuando Daniel entró en la sala. Se giró en redondo, miró al joven, avanzó un par de pasos, titubeó y se desplomó sobre el sofá.
«No te desmayes, por el amor de Dios», fue lo primero que pensó Daniel, inmóvil en el centro de la sala.
– ¿Quién es usted? -musitó ella por fin.
– Dejémonos de tonterías, abuela. Sabes muy bien quién soy -dijo Daniel, confiando en que su voz trasluciera seguridad.
– Ella te ha enviado, ¿verdad?
– Si te refieres a mi madre, no. De hecho, ignora por completo que estoy aquí.
La señora Trentham abrió la boca para protestar, pero no habló. Daniel se balanceó sobre sus pies durante un período de silencio que juzgó insoportable. Ensayó la siguiente línea de su guión.
– ¿Qué quieres? -preguntó la mujer.
– He venido a hacer un trato contigo, abuela.
– ¿Qué clase de trato? -La mujer se había recobrado un poco-. No estás en condiciones de hacer ningún trato.
– Yo creo que sí, abuela. Acabo de regresar de Australia. -Hizo una pausa-. Un viaje muy fructífero y revelador.
La señora Trentham retrocedió, sin apartar los ojos de él.
– No vale la pena repetir lo que averigüé sobre mi padre allí. No entraré en detalles, pues sospecho que sabes tanto como yo.
La señora Trentham no le quitaba los ojos de encima, a medida que se iba recuperando.
– A menos, por supuesto, que quieras saber dónde habían pensando enterrar su cuerpo en un principio, porque desde luego no era en el panteón familiar de Ashurst.
– ¿Qué quieres? -repitió ella.
– Como ya te he dicho, abuela, he venido a hacer un trato.
– Te escucho.
– Quiero que abandones tus planes de construir esos espantosos edificios de Chelsea Terrace, y que al mismo tiempo renuncies a tus objeciones hacia el detallado permiso de construcción solicitado por «Trumper's».
– Jamás.
– En ese caso, me temo que ha llegado el momento de informar al mundo sobre los auténticos motivos de tu venganza contra mi padre.
– Eso perjudicaría a tu madre tanto como a mí -insistió la señora Trentham, acomodándose sobre los almohadones del sofá.
– Oh, yo no pienso lo mismo, abuela, en especial cuando la prensa se entere de que mi padre abandonó el ejército sin una honrosa despedida, y que murió en Melbourne más tarde en circunstancias aún menos afortunadas…, a pesar de que se le permitió descansar en un tranquilo pueblecito del Berkshire, después de que transportaras su cadáver en barco a Inglaterra, diciendo a tus amigos que se dedicaba con éxito al comercio de ganado y que murió trágicamente de tuberculosis.
– Pero eso es un chantaje.
– Oh, no, abuela, tan sólo un preocupado y desconcertado hijo, desesperado al descubrir lo que le sucedió realmente a su añorado padre, y conmocionado al descubrir la verdad oculta tras el secreto de los Trentham. Sospecho que la prensa describiría el incidente como una «sucia rivalidad familiar». Lo único seguro es que mi madre saldría oliendo a rosas, aunque no estoy seguro de cuánta gente querría seguir jugando al bridge contigo después de conocer los detalles más relevantes.
La señora Trentham se levantó al instante, apretó los puños y avanzó hacia él con aire amenazador. Daniel no retrocedió ni un paso.
– Ahórrate la histeria, abuela. No olvides que lo sé todo sobre ti.
Era muy consciente de que no sabía casi nada.
La señora Trentham se detuvo, retrocedió un poco y se hundió de nuevo en el sofá.
– ¿Y si accedo a tus demandas?
– Saldré de esta sala y nunca más volverás a saber de mí. Te doy mi palabra.
La mujer exhaló un largo suspiro y permaneció un rato en silencio.
– Tú ganas -dijo por fin, con voz notablemente serena-, pero exijo una condición a cambio de mi aceptación.
Sus palabras cogieron a Daniel por sorpresa. No había pensado que exigiría condiciones.
– ¿Cuál es? -preguntó, con aire suspicaz.
Escuchó con suma atención su petición y, aunque desconcertado, no la consideró alarmante.
– Acepto tus condiciones -dijo por fin.
– Por escrito -puntualizó ella en voz baja-. Y ahora.
– En tal caso, también exijo que nuestro acuerdo conste por escrito -replicó Daniel, intentando no perder terreno.
– De acuerdo -se limitó a decir ella.
La señora Trentham se levantó del sofá y caminó con paso inseguro hacia su escritorio. Se sentó y sacó dos hojas de papel del cajón central. Escribió los diferentes acuerdos en tinta púrpura y se los entregó a Daniel para que los examinara. Éste leyó las hojas lentamente. La mujer había reflejado todos los puntos que él le había exigido, sin dejarse nada, incluyendo la prolija cláusula sobre la que había insistido. Daniel asintió con la cabeza y le devolvió las hojas.
Ella firmó las dos copias y le pasó a Daniel su pluma. Él, a su vez, estampó su firma bajo la de ella en las dos hojas. La señora Trentham entregó uno de los acuerdos a Daniel y agitó la campanilla que colgaba junto a la repisa de la chimenea. El mayordomo reapareció un momento después.
– Gibson, necesitamos que firme como testigo en dos documentos. En cuanto lo haya hecho, el caballero se marchará -anunció.
El mayordomo firmó en ambas hojas sin hacer comentarios ni cambiar la expresión de su cara.
Daniel se encontró en la calle momentos más tarde; tenía la inquietante sensación de que las cosas no habían ido exactamente de la forma que esperaba. Una vez en el taxi que le conducía de vuelta al hotel Dorchester, releyó la hoja que ambos habían firmado. No podía pedir más, pero la cláusula que la señora Trentham había insistido en añadir le desconcertaba, porque carecía de sentido para él. Desechó la sensación de inquietud y pensó en otras cosas.
Llegó al hotel Dorchester, subió a la habitación 309, cerró con llave la puerta, se quitó el uniforme y adoptó de nuevo sus ropas normales. Se sintió limpio por primera vez aquel día. Guardó el uniforme y la gorra en el maletín, bajó a recepción, entregó la llave, pagó la factura y se marchó.
Otro taxi le devolvió a Kesington, donde el peluquero se sintió decepcionado cuando su nuevo cliente le dijo que hiciera desaparecer toda señal de aclarado, le enderezara las ondulaciones y volviera a cambiar la raya de lado.
Daniel se detuvo en un edificio abandonado de Pimlico antes de regresar a casa. Allí se desembarazó del uniforme y la gorra y prendió fuego a la fotografía.
Se estremeció mientras veía desaparecer a su padre en una llamarada púrpura.