Soy bastante bueno para las caras, así que cuando le vi pesando aquellas patatas supe al instante que le había reconocido. Después, recordé el letrero colgado sobre la puerta. Claro, el cabo Trumper. No, terminó de sargento, si no me acuerdo mal. ¿Cómo se llamaba su amigo, el que ganó la MM? Ah, sí, el soldado Prescott. La explicación de su muerte no resultó muy satisfactoria.
Cuando volví a casa para comer le dije a Elizabeth que había vuelto a ver al sargento Trumper, pero la mensahib no demostró demasiado interés hasta que le di las frutas y las verduras. Fue entonces cuando me preguntó dónde las había comprado.
– En la tienda de Trumper -le contesté.
Ella asintió con la cabeza, tomando nota del nombre y la dirección sin más explicaciones.
Al día siguiente ordené al secretario del regimiento que enviara dos invitaciones a Trumper para la cena y el baile anuales; después, me olvidé del tipo hasta que vi a los dos sentados en la mesa de los sargentos la noche del baile. Digo «los dos» porque Trumper iba acompañado de una muchacha muy atractiva. Yo no podía apartar mis ojos de ella. Sin embargo, Trumper pareció no hacer caso de ella en toda la noche, concediendo su atención a una joven cuyo nombre no conseguí recordar, y que había estado sentada en la mesa de autoridades, no muy lejos de mí. Cuando mi ayudante le preguntó a Elizabeth si quería bailar con él, no desaproveché la oportunidad, créanme. Atravesé como una exhalación la pista de baile, consciente de que la mitad del batallón no me quitaba el ojo de encima, me incliné ante la dama en cuestión y solicité que me concediera el honor. Descubrí que era la señorita Salmon, y que bailaba como la mujer de un oficial. Era brillante como un botón, y además alegre. No pude imaginar en qué estaba pensando Trumper, y así se lo habría dicho, pero no era asunto mío.
Cuando terminó la pieza presenté la señorita Salmon a Elizabeth, que pareció igualmente encantada. Más tarde, la mensahib me dijo que, según le habían informado, la chica estaba liada con el capitán Trentham de nuestro regimiento, ahora destinado en la India. Trentham, Trentham… Me acordé de un joven oficial del batallón que respondía a ese apellido (había ganado una MC en el Marne), pero había otra cosa relacionada con él que no logré recordar en aquel momento. Pobre chica, pensé, porque yo había sometido a Elizabeth a la misma prueba cuando me destinaron a Afganistán en 1882. Perdí un ojo por culpa de aquellos malditos afganos y, al tiempo, casi perdí a la única mujer que he amado en mi vida. En cualquier caso, es mal asunto casarse antes de llegar a capitán…, o después de llegar a mayor, para el caso.
No esperaba volver a tener noticias de Trumper ni de su bella invitada, hasta que, de improviso, la señorita Salmon me escribió unas líneas para preguntarme si ambos podían venir a verme por un asunto privado. Accedí a su petición, guiado sobre todo por la curiosidad, pues no se me ocurría qué podían querer de un viejo excéntrico como yo.
Llegaron a mi casita de Tregunter Road antes de que el reloj del abuelo terminara de dar las diez, y les hice pasar a la salita.
– ¿Qué desea de mí, sargento? -pregunté a Trumper.
No hizo el menor intento de responder, pues fue la señorita Salmon quien habló por los dos. Se lanzó sin más preámbulos, de la forma más convincente, a pedir que me uniera a su pequeña empresa y, aunque no tomé en consideración su propuesta, me interesó; su confianza en mí me conmovió y prometí que meditaría su ofrecimiento. Dije que les escribiría cuanto antes para comunicarles mi decisión.
Elizabeth se mostró de acuerdo conmigo, pero me aconsejó que inspeccionara un poco el terreno antes de decidirme.
Pasé cada día laborable de la semana siguiente merodeando por las cercanías de Chelsea Terrace, 147. Solía sentarme en el banco que había frente a la tienda, desde el cual, sin que me vieran, podía observar cómo llevaban el negocio. Elegí diferentes momentos del día para llevar a cabo mis observaciones, por motivos obvios. A veces, aparecía a primera hora de la mañana; en otras, a la hora de mayor actividad, e incluso a última hora de la tarde. En una ocasión, les vi cerrar la tienda, y descubrí al instante que el sargento Trumper no era amigo de mirar el reloj: el 147 era la última tienda en cerrar sus puertas al público. No me importa confesarles que tanto Trumper como la señorita Salmon me causaron una impresión muy favorable. Una extraña pareja, comenté a Elizabeth después de mi última visita.
Semanas atrás, el conservador del Museo Imperial de Guerra me había invitado a ser miembro del consejo, pero, con franqueza, la oferta de Trumper era la única otra que había recibido desde que el año anterior había colgado las espuelas. Como el conservador evitó mencionar la remuneración, colegí que ésta no existía y, a juzgar por las actas del último consejo, que me habían enviado para echarles un vistazo, deduje que sus exigencias no me quitarían más de una hora a la semana.
Tras considerables exámenes de conciencia y bufidos alentadores de Elizabeth -a quien no hacía la menor gracia que me pasara todo el día rondando por casa-, envié una nota a la señorita Salmon, informándola de que yo era su hombre.
A la mañana siguiente descubrí con toda exactitud en qué me había dejado involucrar, cuando la dama en cuestión apareció en Tregunter Road para aleccionarme sobre mi primera misión. Era cojonuda, mucho mejor que cualquier oficial bajo mi mando, no les quepa la menor duda.
Becky (me dijo que dejara de llamarla «señorita Salmon», ahora que éramos «socios») me indicó que considerase nuestra primera visita a Child's de la calle Fleet como un «ensayo», porque el pez que en realidad quería pescar no estaría preparado hasta la semana siguiente. Sería entonces cuando nosotros «entraríamos a matar». Solía utilizar expresiones que para mí no tenían ni pies ni cabeza.
Les aseguro que sudé a mares aquella mañana de nuestra entrevista con el primer banco y que, para ser sincero, estuve a punto de escabullirme de primera línea antes de que dieran la orden de cargar. De no ser por aquellos dos jóvenes rostros expectantes que me esperaban fuera del banco, juro que habría renunciado a toda la campaña.
Bien, a pesar de mis temores, salimos del banco menos de una hora después, habiendo lanzado con gran éxito nuestro primer ataque. Puedo decir, con toda sinceridad, que no bajé la guardia. No es que pensara mucho en Hadlow, que me pareció de lo más extravagante, pero tampoco podría describir a los «Buffs» como una tropa de primera clase. Para más inri, el muy maldito no les había visto ni por el forro, lo cual siempre define a un sujeto, en mi opinión.
Desde aquel momento decidí vigilar de cerca las actividades de Trumper, e insistí en encontrarles semanalmente en el piso para estar al día de lo que ocurría. Hasta me sentí con ánimos para aconsejarles o alentarles de vez en cuando. A nadie le gusta cobrar por no hacer nada.
Ya desde el principio, todo parecía ir como una seda. De hecho, el balance trimestral fue impresionante. A finales de mayo de 1920, Trumper solicitó una entrevista en privado. Sabía que le había echado el ojo a otro establecimiento de Chelsea Terrace, y supuse que quería comentar el asunto conmigo.
Accedí a visitar a Trumper en su piso, pues nunca parecía estar cómodo cuando le invitaba a mi club o a Tregunter Road. Cuando llegué aquella noche le encontré muy alterado, y di por sentado que alguno de nuestros tres establecimientos le causaba preocupaciones, pero él me aseguró que ése no era el caso.
– Bien, adelante con ello, Trumper -dije.
– Para ser sincero, señor, me resulta un poco violento -contestó, de modo que me callé, confiando en que así se tranquilizaría y soltaría lo que llevaba dentro.
– Se trata de Becky, señor -dijo con brusquedad.
– Excelente muchacha.
– Sí, señor, estoy de acuerdo, pero me temo que está embarazada.
Confieso que la propia Becky me había dado la noticia unos días antes, pero yo le prometí no decir nada a nadie, incluyendo a Charlie. Fingí sorprenderme. Aunque soy consciente de que los tiempos han cambiado, sabía que Becky había sido educada con rectitud y que, en cualquier caso, nunca me había parecido esa clase de chica.
– Querrá usted saber quién es el padre, por supuesto -siguió Charlie.
– Había supuesto… -empecé, pero Charlie sacudió la cabeza al instante.
– No soy yo. Ojalá lo fuera. Entonces, podría casarme con ella y me ahorraría molestarle a usted con el problema.
– En tal caso, ¿quién es el culpable? -pregunté, fingiendo aún que no lo sabía.
– Guy Trentham, señor -dijo, tras un momento de vacilación.
– ¿El capitán Trentham? Está en la India, si no recuerdo mal.
– Eso es cierto, señor. Para empeorar las cosas, Becky no quiere informarle de lo ocurrido. Dice que arruinaría su carrera.
– Pero si no le dice la verdad, arruinará su vida -dije, irritado-. Al fin y al cabo, él lo averiguará tarde o temprano.
– Pero no por ella, ni por mí.
– ¿Está ocultándome algo que yo debiera saber, Trumper?
– No, señor.
Lo dijo con demasiada rapidez para resultar convincente.
– En ese caso, tendré que hacerme cargo yo del problema. Entretanto, siga ocupándose de las tiendas, pero cuando se haga del dominio público dígamelo, no quiero ir por ahí con cara de no saber nada.
Me levanté para marcharme.
– Todo el mundo lo sabrá dentro de poco -dijo Charlie.
Yo había dicho «tendré que hacerme cargo del problema» sin tener ni la menor idea de lo que iba a hacer, pero aquella noche hablé del problema con Elizabeth. Me aconsejó que charlara con Daphne, cuya información sería más amplia que la de Charlie. Sospeché que estaba en lo cierto.
Elizabeth y yo invitamos a Daphne dos días después a tomar el té en Tregunter Road, donde nos confirmó todo cuanto había dicho Charlie y colocó una o dos piezas más en el rompecabezas.
En opinión de Daphne, Trentham había sido el primer romance serio de Becky y sabía a ciencia cierta que no se había acostado con ningún otro hombre antes de conocerle, y sólo una vez con Trentham. Nos aseguró que éste no podía vanagloriarse de la misma reputación.
El resto de sus noticias no auguraban una solución sencilla al problema, pues no se podía confiar en que la madre de Guy le insistiera para que hiciera lo único decente respecto a Becky. Todo lo contrario, Daphne sabía que la mujer ya había preparado el terreno para lograr que nadie creyera responsable a Trentham.
– ¿Y el padre de Trentham? -pregunté-. ¿Cree que yo podría hablar con él? Estuvimos en el mismo regimiento, pero nunca en el mismo batallón.
– Es el único miembro de la familia al que aprecio -admitió Daphne-. Es diputado del Partido Liberal por Berkshire West.
– Por ahí podría abordarle. No comparto sus ideas políticas, pero no creo que eso le impida discernir la diferencia entre el bien y el mal.
Otra carta enviada con el membrete del club produjo una respuesta inmediata del mayor, invitándome a tomar una copa en Chester Square el lunes siguiente.
Llegué a las seis en punto y me guiaron hasta un saloncito donde fui recibido por una encantadora dama, que se presentó como señora Trentham. No respondía en absoluto a la descripción de Daphne; de hecho, era una mujer bastante atractiva. Se deshizo en excusas; por lo visto, su marido se había visto obligado a quedarse en la Cámara de los Comunes, siguiendo instrucciones de su partido. Esto significaba que no podía abandonar el palacio de Westminster so pena de muerte. Tomé una decisión instantánea (ahora sé que equivocada). El asunto no podía dilatarse más y debía comunicar mi mensaje al mayor por mediación de su esposa.
– La situación me resulta bastante embarazosa -empecé.
– Hable con toda libertad, coronel. Le aseguro que mi marido confía plenamente en mí. No tenemos secretos el uno para el otro.
– Bien, para ser franco con usted, señora Trentham, el asunto que deseo comentar se refiere a su hijo Guy.
– Entiendo.
– Y a su novia, la señorita Salmon.
– Ella no es, ni ha sido nunca, su novia -dijo la señora Trentham, en un tono desconocido hasta el momento para mí.
– Pero según tengo entendido…
– ¿Mi hijo le hizo ciertas promesas a la señorita Salmon? Le aseguro, coronel, que no hay nada más alejado de la verdad.
Cogido por sorpresa, me sentí incapaz de pensar en una forma diplomática de comunicar a la dama el auténtico propósito que alentaba mi deseo de ver a su marido.
– Tanto si le hizo promesas como no, señora -me limité a decir-, creo que usted y su marido deberían saber que la señorita Salmon está embarazada.
– ¿Y qué tiene que ver eso con nosotros? -La señora Trentham me miró sin mostrar el menor temor en sus ojos.
– Que su hijo es, sin la menor duda, el padre.
– Sólo contamos con la palabra de esa chica, coronel.
– Es usted injusta, señora Trentham. Sé que la señorita Salmon es una muchacha decente y honrada. En cualquier caso, si no fue su hijo, ¿quién más pudo ser?
– Sólo el cielo lo sabe. Yo diría que un buen número de hombres, a juzgar por su reputación. Al fin y al cabo, su padre era un inmigrante.
– Y también el padre del rey, señora -le recordé-, pero él habría sabido cómo comportarse en una situación semejante.
– No sé a qué se refiere, coronel.
– Me refiero, señora, a que su hijo debe casarse con la señorita Salmon o, como mínimo, disponer los medios necesarios para que el niño reciba todo cuanto necesite.
– Por lo visto, debo aclararle una vez más, coronel, que esta lamentable situación no tiene nada que ver con mi hijo. Le aseguro que Guy dejó de salir con esa chica meses antes de zarpar hacia la India.
– Sé que ése no es el caso, señora, porque…
– ¿De veras, coronel? ¿Puedo saber qué papel juega usted en este asunto?
– La señorita Salmon y el señor Trumper son socios míos, nada más.
– Entiendo. Sospecho, pues, que no necesitará hacer muchas averiguaciones para descubrir quién es el auténtico padre.
– Eso es otra impertinencia, señora. La señorita Salmon es…
– Creo que no existen motivos para proseguir esta discusión, coronel -cortó la señora Trentham, levantándose de la silla-. Además -añadió, mientras se dirigía hacia la puerta, sin dignarse mirarme-, debo advertirle, coronel, que si vuelvo a escuchar esta calumnia en algún sitio, no vacilaré en ordenar a mis abogados que emprendan las acciones necesarias para defender la buena reputación de mi hijo.
La seguí hasta el vestíbulo, muy agitado, pero decidido a impedir que la cosa terminara allí. Ahora sabía que el mayor Trentham era mi última esperanza. Cuando la señora Trentham abrió la puerta para salir, le hablé con firmeza.
– ¿Debo suponer que relatará fielmente esta conversación a su esposo, señora?
– No suponga nada, coronel -fueron las últimas palabras que oí pronunciar a la señora Trentham antes de que me cerrara la puerta en la cara.
La última vez que una dama me trató de esta forma fue en Rangún, y debo añadir que la muchacha en cuestión tenía muchos motivos para sentirse ofendida.
Cuando repetí la conversación a Elizabeth, con la mayor fidelidad posible, mi esposa señaló, con su estilo claro y conciso, que sólo me quedaban tres alternativas. La primera era escribir al capitán Trentham, la segunda informar a su comandante en jefe de todo lo que yo sabía.
– ¿Y la tercera? -pregunté.
– No volver a hablar jamás del tema.
Medité sus palabras con gran detenimiento y escogí la segunda. Envié una nota a Ralph Forbes, un tipo de primera clase que me había sucedido como coronel. Seleccioné mis palabras con la mayor prudencia, consciente de que si la señora Trentham cumplía su amenaza de emprender acciones legales, el buen nombre del regimiento se vería perjudicado. Sin embargo, decidí al mismo tiempo cuidar de Becky como un padre, pues en estos momentos parecía empeñada en vivir a toda prisa. Preparaba sus exámenes al tiempo que trabajaba, sin recibir remuneración, como secretaria y contable de un modesto negocios próspero, mientras todo el mundo que pasaba por la calle ya debía saber a estas alturas que faltaban pocas semanas para que diera a luz.
A medida que pasaban las semanas, me preocupaba el hecho de que no sucediera nada en el frente de Trentham, a pesar de que Forbes me había contestado, asegurándome que había puesto en marcha una investigación. Interrogué a Daphne y Charlie sobre el particular, pero no parecían estar mejor informados que yo.
Daniel George nació a finales de aquel octubre. Me conmovió que Becky me invitara a ser padrino, junto con Bob Makins y Daphne. Aún me sentí más contento cuando Becky me comunicó que Charlie y ella iban a contraer matrimonio la semana siguiente.
Elizabeth y yo, además de Daphne, Percy, la señora Salmon, la señorita Roach y Bob Makins asistimos a la sencilla ceremonia civil en la oficina del Registro de Chelsea, seguida por una recepción en el piso de Charlie, sobre la tienda.
Empecé a pensar que todo marchaba a pedir de boca, pero Daphne me telefoneó unos meses después, solicitando una entrevista urgente conmigo. La llevé a comer al club, donde me enseñó la carta del capitán Trentham que había recibido aquella mañana. A medida que leía sus palabras, me di cuenta con pesar de que la señora Trentham debía haberse enterado de que yo había escrito una carta a Forbes. Debió advertirle de las consecuencias que acarrearía el litigio prometido, y tomar el asunto en sus manos. Creí que había llegado el momento de decirle a su hijo que no iba a salirse con la suya.
Dejé a mi invitada tomando café y me retiré a la sala de escribir. Empecé a escribir, con el auxilio de un enérgico coñac, una carta aún más enérgica, se lo puedo asegurar. Concluí que mi esfuerzo final abarcaba todos los puntos necesarios, del modo más diplomático y realista, dadas las circunstancias. Daphne me dio las gracias y prometió que enviaría la carta a Trentham sin cambiar ni una coma.
No volví a hablar con ella hasta que nos encontramos un mes después en la recepción ofrecida tras su boda, pero no era el momento más adecuado para sacar a colación el tema del capitán Trentham.
Cuando terminó la ceremonia me dirigí al jardín de Vincent Square, donde se iba a celebrar la recepción. Miré si la señora Trentham se encontraba presente, pues imaginaba que la habrían invitado. No tenía el menor deseo de sostener una segunda conversación con aquella dama en particular.
No obstante, me alegré de coincidir con Charlie y Becky en la amplia marquesina erigida especialmente para la ocasión. Nunca había visto a la chica tan radiante, y casi podría describir el aspecto de Charlie como elegante, con su levita, corbata gris y chistera. El magnífico reloj de cadena que colgaba de su chaleco resultó ser un regalo de boda de Becky, que había heredado de su padre, aunque el resto de la indumentaria, puntualizó Charlie, sería devuelto a «Hermanos Moss» a primera hora de la mañana.
– ¿No es hora ya, Charlie, de que te compres una levita? -insinué-, Al fin y al cabo, ocasiones como ésta se repetirán con frecuencia en el futuro.
– Desde luego que no -replicó-. Sería malgastar el dinero.
– ¿Puedo preguntar por qué? El costo de un…
– Porque tengo la intención de comprarme una sastrería. Le he echado el ojo encima al número 127 desde hace mucho tiempo, y el señor Sanderson me ha dicho que puede ponerse a la venta en cualquier momento.
No pude rebatir su lógica, aunque su siguiente pregunta me desconcertó por completo.
– ¿Ha oído hablar de Marshall Field, coronel?
– ¿Estaba en el regimiento? -pregunté, devanándome los sesos.
– No -sonrió Charlie-, Marshall Field son unos grandes almacenes de Chicago, donde se puede comprar de todo. Aún más, poseen seiscientos mil metros cuadrados de espacio para vender bajo un solo techo.
Jamás se me había ocurrido una idea tan atroz, pero no intenté detener la verborrea entusiasta del muchacho.
– El edificio ocupa toda una manzana -me informó-. ¿Se imagina unos almacenes que tengan veintiocho entradas? Según los anuncios se puede comprar de todo, desde un coche a una manzana, y tienen veinticuatro variedades de los dos. Han revolucionado el sistema de ventas en Estados Unidos, al convertirse en los primeros almacenes que dan facilidades de crédito. También afirman que te consiguen lo que no tienen en el plazo de una semana. El lema de Fields es: «Dar a la mujer todo lo que quiera».
– ¿Insinúas que deberíamos adquirir Marshall Fields, a cambio de Chelsea Terrace, 147? -pregunté con ingenuidad.
– De momento no, coronel, pero si con el tiempo logro apoderarme de todas las tiendas de Chelsea Terrace, podríamos efectuar la misma operación en Londres, y hasta cambiar la primera línea de su anuncio habitual.
Sabía que me estaba exponiendo un proyecto, así que me limité a preguntarle qué decía la primera línea.
– «Los almacenes más grandes del mundo» -contestó Charlie.
– ¿Y tú qué piensas de todo esto? -pregunté, volviéndome hacia Becky.
– En el caso de Charlie -respondió-, debería ser el carretón más grande del mundo.
La primera asamblea general anual de «Trumper's» se celebró sobre la verdulería, en la sala de estar de Chelsea Terrace, 147. El coronel, Charlie y Becky tomaron asiento alrededor de una pequeña mesa de caballete, sin saber muy bien cómo empezar, hasta que el coronel abrió la sesión.
– Sé que sólo estamos los tres, pero aún así considero que esta asamblea debería conducirse de una manera profesional. -Charlie enarcó las cejas, pero no quiso interrumpir el discurso del coronel-. Me he tomado, pues, la libertad de confeccionar un orden del día, para no pasar por alto ningún tema importante. -El coronel pasó a sus socios una hoja de papel con cinco puntos escritos de su puño y letra-. A este fin, el primer punto del orden del día se titula «informe financiero», y empezaré pidiéndole a Becky que nos dé su punto de vista sobre nuestro actual estado de cuentas.
Becky había escrito su informe palabra por palabra, tras comprar el mes anterior dos gruesos libros encuadernados en piel, uno rojo y otro azul, en la papelería del 137. Se había levantado sólo unos minutos después de que Charlie se marchara a Covent Garden, para estar segura de que podría contestar a todas las preguntas que surgieran durante su primera asamblea. Abrió el libro rojo y empezó a leer poco a poco, refiriéndose en alguna ocasión al libro azul, igual de grande e impresionante. Llevaba la palabra «Cuentas» estampada en oro en la cubierta.
– A finales de 1921 contabilizamos un volumen de ventas entre las siete tiendas de mil trescientas once libras y cuatro chelines, con un beneficio de doscientas diecinueve libras y once chelines, el diecisiete por ciento de las ventas totales. Nuestra deuda actual con el banco se eleva a doscientas setenta y una libras, incluyendo la carga fiscal del año, pero el valor de las siete tiendas sigue reflejado en los libros como de mil doscientas noventa libras, el precio exacto que pagamos por ellas. Por lo tanto, no se refleja su valor actual en el mercado.
»He separado las cifras correspondientes a cada tienda para que las podáis examinar -dijo Becky, entregando las copias a Charlie y al coronel.
Ambos las examinaron con atención durante varios minutos antes de hablar.
– El colmado continúa siendo el número uno en ventas, según veo -dijo el coronel, recorriendo con su monóculo la columna de beneficios y pérdidas-. La ferretería se mantiene nivelada, y la sastrería se está comiendo nuestros beneficios.
– Sí -dijo Charlie-. Me metí en un buen vendaval cuando compré ésa.
– ¿Vendaval? -preguntó el coronel, perplejo.
– Berenjenal -dijo Becky, sin levantar la vista del libro.
– Me temo que sí -siguió Charlie-, Pagué un ojo de la cara por la propiedad, una barbaridad por las existencias y, para colmo, descubrí que el personal no servía de mucho. Sin embargo, las cosas han cambiado desde que su mayor Arnold llegó.
El coronel sonrió al saber que el fichaje de uno de sus antiguos oficiales se había saldado con éxito inmediato. Tom Arnold había vuelto a Savile Row nada más terminada la guerra, para descubrir que su antiguo puesto como subdirector de «Gieves y Hawkes» había sido ocupado por alguien desmovilizado unos meses antes que él. Se le intentó contentar con la categoría de empleado superior. No fue así. Cuando el coronel le ofreció la oportunidad de dirigir una tienda en Chelsea, Arnold no la desaprovechó.
– Debo decir -continuó Becky, examinando las cifras-, que la gente parece adoptar una actitud moral muy diferente en lo referente a pagar al sastre de la que aplica en otros ámbitos. Basta echar un vistazo a la columna de morosos.
– Estoy de acuerdo -dijo Charlie-, pero creo que la mejora no se hará notar hasta que el mayor Arnold logre sustituir a tres miembros, como mínimo, de la actual plantilla. No abrigo la esperanza de que alcance beneficios durante los próximos doce meses, aunque confío en que ganancias y pérdidas queden equilibradas hacia finales de 1923.
– Bien -dijo el coronel-. ¿Qué pasa con la ferretería? Veo que el 129 alcanzó unos beneficios decentes el año pasado. ¿Por qué han bajado tan en picado las cifras? Existe un descenso de sesenta libras sobre 1920, y se declaran pérdidas por primera vez.
– Me temo que la explicación es muy sencilla -indicó Becky-. Robaban el dinero.
– ¿Robaban?
– Temo que sí -contestó Charlie-. Becky empezó a darse cuenta en octubre del año pasado que la facturación semanal menguaba, un poco al principio y después en mayores cantidades.
– ¿Hemos descubierto quién es el culpable?
– Sí, resultó muy sencillo. Enviamos a Bob Makins cuando un empleado de la ferretería se hallaba de vacaciones, y enseguida descubrió al chorizo.
– Basta, Charlie -dijo Becky-. Lo siento, coronel, el ladrón.
– Resultó que el director, Reg Larkins, es adicto al juego -continuó Charlie-, y utilizaba nuestro dinero para cubrir sus deudas. Cuanto mayores eran, más necesitaba robar.
– Despediste a Larkins, por supuesto -dijo el coronel.
– El mismo día. Se puso un poco desagradable y trató de negar que hubiera robado ni un penique, pero no hemos vuelto a saber de él desde entonces, y en las últimas semanas hemos obtenido de nuevo pequeños beneficios. Sin embargo, continúo buscando un nuevo gerente, para que empiece lo antes posible. Le he echado el ojo a un joven que trabaja en «Cudsons», muy cerca de Charington Cross Road.
– Bien -aprobó el coronel-. Hasta ahí los problemas del último año, Charlie. Ahora, ya puedes asustarnos con tus planes para el futuro.
Charlie abrió el elegante maletín de piel que Becky le había regalado el 20 de enero y sacó el último informe de John D. Wood. Carraspeó teatralmente y Becky se llevó la mano a la boca para contener su risa.
– El señor Sanderson ha redactado un conciso informe sobre todas las propiedades de Chelsea Terrace.
– Por el cual nos ha cobrado veinte guineas, por cierto -dijo Becky, consultando el libro de cuentas.
– No me molesta, siempre que sea una buena inversión -terció el coronel.
– Ya lo ha sido -indicó Charlie. Les entregó copias del informe de Sanderson-. Como todos sabemos, hay treinta y seis tiendas en Chelsea Terrace, de las que ya poseemos siete. En opinión de Sanderson, otras cinco estarán disponibles a lo largo de los próximos doce meses. Sin embargo, como se encarga de subrayar, todos los tenderos de Chelsea Terrace conocen bien mis intenciones, y eso no contribuye precisamente a que los precios bajen.
– Imagino que debía suceder tarde o temprano.
– Estoy de acuerdo -dijo Charlie-, pero ha sucedido más pronto de lo que esperábamos. De hecho, Syd Wrexall, el presidente de la Asociación de Tiendas, está muy preocupado por nuestra causa.
– ¿Por qué el señor Wrexall en particular?
– Es el dueño de la taberna «El Mosquetero», en la otra esquina de Chelsea Terrace, y ha empezado a decir a sus clientes que mi objetivo a largo plazo es comprar todas las propiedades de la manzana y expulsar a los pequeños tenderos.
– Tiene razón -dijo Becky.
– Tal vez, pero no me esperaba que fundara una cooperativa con el único propósito de vigilarnos. Confiaba en que «El Mosquetero» pasara a mis manos a su debido tiempo, pero cuando se suscita el tema se limita a decir: «Tendrá que pasar sobre mi cadáver».
– Eso es un golpe para tus proyectos -dijo el coronel.
– De ningún modo -contestó Charlie-, Siempre hay un momento de crisis en la vida. El secreto consistirá en verlo venir y actuar con rapidez. En todo caso, significa que, a partir de ahora, tendré que pagar más de la cuenta cuando un tendero decida que ha llegado el momento de vender.
– Sospecho que no podemos hacer mucho al respecto -dijo el coronel.
– Excepto desenmascarar a los farsantes de vez en cuando.
– ¿Desenmascarar a los farsantes? No estoy seguro de haberte entendido.
– Bien, hace poco hemos recibido ofertas de dos tiendas interesadas en vender, pero las rechacé.
– ¿Por qué?
– Pues porque pedían precios ofensivos.
– ¿Han reconsiderado su oferta?
– Sí y no. Uno ya ha vuelto con una oferta mucho más realista, pero el otro sigue aferrándose al precio que pidió.
– ¿Quién sigue aferrándose?
– La licorería del número 101. De momento no hace falta precipitarse, pues Sanderson dice que el propietario ha estado mirando varias propiedades en Pimlico, y nos tendrá informados de cualquier progreso que se produzca en ese sentido. Entonces, cuando se haya comprometido, le haremos una oferta sensata.
– Bien por Sanderson. Por cierto, ¿de dónde sacas toda tu información? -preguntó el coronel.
– Del señor Bales, que trabaja en la agencia de noticias, y del propio Syd Wrexall.
– Si no recuerdo mal, dijiste que el señor Wrexall estaba en nuestra contra.
– Y lo está, pero sigue dando su opinión sobre cualquier cosa por el precio de una pinta, así que Bob Makins se ha convertido en uno de sus clientes habituales. Tengo una copia de lo que se dice en la Asociación de Tiendas antes que los mismos socios.
El coronel lanzó una carcajada.
– ¿Y los subastadores del número 1? ¿Aún los tenemos bajo vigilancia?
– Desde luego, coronel. El señor Fothergill, el propietario, sigue hundiéndose en deudas, un año malo tras otro. Se las arregla para mantener la cabeza fuera del agua, por los pelos, pero le vaticino que el año que viene, a más tardar el otro, se hundirá por completo. Nosotros estaremos esperando en el muelle, dispuestos a lanzarle un salvavidas. Sobre todo si, para entonces, Becky ya se siente preparada para marcharse de Sotheby's.
– Estoy aprendiendo mucho -confesó Becky-, Me gustaría continuar hasta que sea posible. He pasado un año en Maestros Clásicos, y ahora intento trasladarme al departamento que ahora llaman Moderno o Impresionista. Como ve, creo que necesito acumular la mayor experiencia posible antes de que descubran mis intenciones. Asisto a todas las subastas que puedo, desde vajillas de plata a libros antiguos, pero preferiría que me concedierais más tiempo.
– Pero si Fothergill se hunde por tercera vez, tú eres nuestro bote salvavidas, Becky. ¿Y si la tienda se pone en venta?
– Supongo que podría encargarme de ella. Ya le he echado el ojo al hombre que podría ser nuestro director general, Simón Matthews. Lleva en Sotheby's doce años, y está harto de que le dejen de lado en los ascensos. También hay un aprendiz joven muy brillante, empleado desde hace tres años, que será el as de la próxima generación de subastadores, en mi opinión. Sólo es dos años más joven que el hijo del presidente, así que se sentiría muy feliz de trabajar para nosotros si le hiciéramos una oferta atractiva.
– Por otra parte, nos va muy bien que Becky se quede al menos un año más en Sotheby's -indicó Charlie-, porque el señor Sanderson ha puesto de relieve un problema con el que deberemos enfrentarnos en un futuro no muy lejano.
– ¿O sea? -dijo el coronel.
– Sanderson señala en la página nueve de su informe que los números del veinticinco al noventa y nueve, un bloque de treinta y siete pisos en plena Chelsea Terrace, uno de los cuales compartieron Daphne y Becky hasta hace un par de años, se pondrán a la venta dentro de algún tiempo. Los administra una institución de caridad que no está satisfecha con lo que reciben a cambio de su inversión, y Sanderson opina que se van a desembarazar de ellos. Si recordamos nuestro plan a largo plazo, sería prudente comprar el bloque lo antes posible, en lugar de esperar más años, porque deberíamos pagar un precio más alto o, en el peor de los casos, quedarnos sin nada.
– Treinta y siete pisos -dijo el coronel-, ¿Qué precio global calcula Sanderson?
– Cree que rondaría las dos mil libras. Sólo rinden un beneficio de doscientas diez libras al año, y si tenemos en cuenta las reparaciones y el mantenimiento, es posible que ese beneficio se desvanezca. Si la propiedad sale a la venta, y podemos adquirirla, Sanderson también recomienda que fijemos alquileres por un máximo de diez años, y tratemos de llenar las casas vacías con personal de embajadas o visitantes extranjeros, que nunca protestan por tener que marcharse inopinadamente.
– De modo que los beneficios de las tiendas servirían para pagar las casas -dijo Becky.
– Me temo que sí -contestó Charlie-, pero con un poco de suerte sólo ocurriría durante dos años. En cualquier caso, el trato tardará en cerrarse, si los miembros de la junta de caridad se meten por medio.
– De todos modos, una exigencia a nuestros recursos como ésta puede requerir otro almuerzo con Hadlow -dijo el coronel-. En fin, ya veo que, si necesitamos apoderarnos de esas casas, me quedan pocas alternativas. -El coronel hizo una pausa-. Para ser justo con Hadlow, también ha aportado un par de ideas interesantes, merecedoras de nuestra consideración. Por tanto, constituyen el punto siguiente de mi orden del día.
Becky dejó de escribir y levantó la vista.
– Empezaré diciendo que Hadlow está muy satisfecho con las cifras de nuestros dos primeros años, pero abriga la fuerte convicción de que, por razones fiscales, deberíamos dejar de ser una sociedad y fundar una empresa.
– ¿Por qué? -preguntó Charlie-, ¿Qué ventajas nos reportaría?
– Es por la nueva ley de presupuestos que se acaba de presentar en la Cámara de los Comunes -explicó Becky-, El cambio en las leyes fiscales podría redundar en nuestro beneficio, porque en este momento funcionamos como siete negocios diferentes, gravados con los impuestos correspondientes, mientras que si fundiésemos nuestras tiendas en una sola empresa podríamos enfrentar las pérdidas de, digamos, la sastrería y la ferretería a las ganancias del colmado y la carnicería, reduciendo así la carga fiscal. Sería especialmente beneficioso en un mal año.
– Me parece sensato -admitió Charlie-. ¿Por qué no lo hacemos?
– Bueno, no es tan sencillo -dijo el coronel, aplicándose el monóculo al ojo bueno-. Para empezar, si nos convertimos en una empresa, el señor Hadlow aconseja que contratemos directores nuevos para cubrir aquellas áreas en las que tenemos poca o ninguna experiencia profesional.
– ¿Por qué quiere Hadlow que hagamos eso? -preguntó Charlie con aspereza-. Nunca hemos necesitado intrusos en nuestro negocio.
– Porque estamos creciendo con mucha rapidez, Charlie. En el futuro, es posible que necesitemos a gente con la experiencia de la que nosotros carecemos para que nos aconseje. La compra de los inmuebles es un buen ejemplo.
– Para eso tenemos al señor Sanderson.
– Y tal vez sentiría una mayor responsabilidad hacia nuestra causa si estuviera a bordo. -Charlie frunció el ceño-. Entiendo tu postura -continuó el coronel-. Es tu empresa, y crees que no necesitas a extraños que te digan cómo administrar «Trumper's». Bien, aunque fundemos una empresa seguirá siendo tuya, porque todas las acciones irían a tu nombre y al de Becky, y todas las propiedades continuarían bajo vuestro control. Sin embargo, contarías con la ventaja de pedir consejo a directores no ejecutivos.
– Que gastarían nuestro dinero y anularían nuestras decisiones -gruñó Charlie-. No me gusta que ningún extraño me diga lo que he de hacer.
– No tiene por qué ser así -dijo Becky.
– Estoy convencido de que saldrá mal.
– Charlie, tendrías que escucharte a veces. Hablas como un reaccionario.
– Tal vez deberíamos votar -sugirió el coronel, intentando apaciguar los ánimos-, para definirnos todos.
– ¿Votar? ¿Sobre qué? ¿Por qué? La tienda me pertenece a mí.
– A los dos, Charlie -saltó Becky-, y el coronel se ha ganado de sobra el derecho a dar su opinión.
– Lo siento, coronel. No quería decir…
– Lo sé, Charlie, pero Becky tiene razón. Si quieres realizar tus proyectos a largo plazo, necesitarás alguna ayuda exterior. Tú solo no puedes materializar ese sueño.
– Pero sí con intrusos.
– Piensa en ellos como asesores internos -dijo el coronel.
– Bien, ¿qué vamos a votar? -preguntó Charlie, irritado.
– Bien -empezó Becky-, alguien debería presentar una resolución para convertirnos en empresa. Si es aprobada, invitaremos al coronel a ser presidente, y él, a su vez, te nombrará director gerente y a mí secretaria. Creo que deberíamos invitar al señor Sanderson a formar parte de la junta, junto con un representante del banco.
– Veo que has pensado mucho en esto -dijo Charlie.
– Esa era mi parte del trato, si te da la gana refrescar la memoria, señor Trumper -replicó Becky.
– No somos Marshall Fields, ¿sabes?
– No -sonrió el coronel-. Recuerda que fuiste tú, Charlie, quien nos enseñó a pensar así.
– Sabía que al final todo sería culpa mía.
– Bien, presento la resolución de que formemos una empresa -dijo Becky-. ¿Quiénes están a favor?
Becky y el coronel levantaron la mano. Charlie les secundó de mala gana unos segundos después.
– Y ahora, ¿qué? -preguntó.
– Mi segunda propuesta -continuó Becky- es que el coronel sir Danvers Hamilton sea nuestro primer presidente.
Esta vez, la mano de Charlie se alzó con firmeza.
– Gracias -dijo el coronel-. Y mi primera decisión como presidente es nombrar al señor Trumper director gerente, y a la señora Trumper secretaria de la empresa. Y, con vuestro permiso, tantearé al señor Sanderson, y creo que también al señor Hadlow, para pedirles que se unan a nosotros.
– De acuerdo -aprobó Becky, que escribía furiosamente para no dejarse ni una palabra.
– ¿Algún otro tema? -preguntó el coronel.
– Me atrevería a sugerir, señor presidente -dijo Becky, y el coronel no pudo contener una sonrisa-, que fijemos una fecha para nuestra primera asamblea mensual de toda la junta.
– Cualquier día me va bien -indicó Charlie-, pero es seguro que no conseguiremos reunirlos a todos alrededor de esta mesa al mismo tiempo, a menos que proponga celebrar las asambleas a las cuatro y media de la mañana. Al menos, de esta manera averiguaremos si son trabajadores de verdad.
– Bien -rió el coronel-, es un buen método de garantizar que todas tus resoluciones serán aprobadas sin tener que consultarnos, Charlie. Debo advertirte, sin embargo, que con una sola persona no hay quorum.
– ¿Quorum? -preguntó Charlie.
– El número mínimo de personas necesarias para aprobar una resolución -explicó Becky.
– Conmigo bastaba hasta hoy -dijo Charlie, en tono añorante.
– También le pasaba eso al señor Marshall antes de encontrarse con el señor Field -señaló el coronel-, así que fijemos nuestra próxima asamblea para el mes que viene, en tal día como hoy.
Becky y Charlie asintieron con la cabeza.
– Bien, si no hay más temas, declaro concluida la asamblea.
– Hay otro -dijo Becky-, pero no creo que esta información deba constar en el acta.
– Tienes la palabra -contestó el presidente, desconcertado.
Becky estrechó la mano de Charlie.
– El epígrafe reza «gastos fortuitos». Sepan que voy a tener otro niño.
Charlie, por una vez, se quedó sin habla, hasta que el coronel preguntó si había alguna botella de champagne a mano.
– Temo que no -dijo Becky-. Charlie no me deja comprar nada en la licorería hasta que seamos dueños de la tienda.
– Muy comprensible -aprobó el coronel-. Bien, en ese caso tendremos que acercarnos a mi casa -añadió, levantándose y cogiendo su paraguas-. Así, Elizabeth podrá celebrarlo con nosotros. Declaro concluida la asamblea.
Salieron a la calle justo cuando el cartero entraba en la tienda. Al ver a Becky le entregó una carta.
– Con tantos sellos sólo puede ser de Daphne -les dijo, mientras abría el sobre y empezaba a leer su contenido.
– Vamos, ¿qué dice? -preguntó Charlie, en el camino hacia Tregunter Road.
– Ha recorrido América y China, y su próximo objetivo es la India -anunció Becky-, También ha engordado tres kilos y ha conocido al señor Calvin Coolidge, sea quien sea.
– El vicepresidente de los Estados Unidos -dijo Charlie.
– ¿De veras? ¡Y todavía confían en volver para agosto! ¿Qué te parece? -Becky levantó la vista y descubrió que sólo el coronel seguía a su lado-, ¿Dónde está Charlie?
Ambos se volvieron y le vieron mirando una pequeña casa que tenía el letrero «En venta» clavado a la pared. Se reunieron con él.
– ¿Qué opinas? -preguntó él, sin apartar los ojos de la casa.
– ¿Qué quiere decir «qué opinas»?
– Sospecho, querida, que Charlie está preguntando tu parecer sobre la casa.
Becky contempló la casa. Tenía tres pisos y estaba cubierta de enredaderas.
– Es maravillosa, absolutamente maravillosa.
– Mejor aún -dijo Charlie-. Es nuestra, ideal para alguien que tiene esposa y tres hijos y es director gerente de un floreciente negocio en Chelsea.
– Pero aún no tengo un segundo hijo, ni mucho menos un tercero.
– Planificaba por anticipado. Tú me lo enseñaste.
– ¿Nos lo podemos permitir?
– No, claro que no, pero estoy seguro de que el valor de la propiedad subirá pronto en esta zona, cuando la gente pueda ir andando a sus grandes almacenes. En cualquier caso, ahora ya es demasiado tarde, porque esta mañana entregué el depósito.
Sacó una mano del bolsillo y enseñó una llave.
– ¿Por qué no me consultaste antes? -preguntó Becky.
– Porque sabía que tu respuesta sería «no nos lo podemos permitir», al igual que hiciste con la segunda, tercera, cuarta, quinta y demás tiendas.
Se dirigió hacia la puerta principal. Becky le seguía a un metro de distancia.
– Pero…
– Me adelantaré para hacer los preparativos -dijo el coronel-. Venid a casa a tomar esa copa de champagne en cuanto hayáis acabado de admirar vuestro nuevo hogar.
El coronel siguió andando por Tregunter Road, haciendo girar el paraguas bajo el sol de la mañana, complacido consigo mismo y con el mundo. Llegó a la hora justa de tomar su primer whisky del día.
Comunicó todas las noticias a Elizabeth, que se mostró mucho más interesada por el bebé y la casa que por el estado actual de las cuentas de la empresa o el nombramiento de presidente recaído en su marido. Tras desempeñar su papel lo mejor posible, el coronel pidió a su criado que pusiera una botella de champagne en un cubo con hielo. Después, fue a su estudio para examinar el correo de la mañana, mientras aguardaba la llegada de los Trumper.
Había tres cartas sin abrir sobre su escritorio: una factura de su sastre (que le recordó las críticas de Becky sobre el tema), una invitación a la carrera de Ashburton, un acontecimiento anual que siempre disfrutaba, a celebrar en Ashburton, y una carta de Daphne. Suponía que se limitaría a repetir las noticias que Becky ya le había comunicado.
El sobre llevaba matasellos de Delhi. Lo abrió, nervioso. Daphne repetía lo mucho que estaba disfrutando su viaje, pero eliminaba cualquier mención a su problema de peso. Seguía diciendo que tenía nuevas e inquietantes noticias sobre Guy Trentham. Por lo visto, mientras se hallaban alojados en Poona, Percy se topó con él una noche en el club de oficiales, vestido de civil. Había adelgazado tanto que casi no le reconoció. Le dijo que se había visto obligado a presentar la renuncia y que sólo había un culpable de su ruina. Un cabo que había sembrado mentiras sobre él en el pasado. Un hombre al que complacía asociarse con delincuentes y que había llegado a robarle. En cuanto volviera a Inglaterra, Trentham tenía la intención de…
El timbre de la puerta sonó.
– ¿Puedes abrir, Danvers? -dijo Elizabeth, inclinándose sobre la balaustrada-. Estoy arriba arreglando las flores.
El coronel se hallaba todavía presa de rabia cuando abrió la puerta y encontró a Charlie y Becky esperando.
– Champagne, coronel -tuvo que decir Becky, al observar su aspecto sorprendido-, ¿O ya se ha olvidado de mi estado físico?
– Ah, sí, lo siento. Estaba distraído. -El coronel hundió la carta de Daphne en el bolsillo de la chaqueta-. El champagne ya debe estar a la temperatura perfecta -añadió, acompañando a sus invitados a la sala de estar.
– Acaban de llegar dos Trumper y medio -ladró a su esposa.
Al coronel siempre le divertía ver a Charlie pasar tanto tiempo corriendo de tienda en tienda, intentando vigilar a todo su personal mientras trataba de concentrar sus energías en cualquier establecimiento que no rindiera beneficios. Fueran cuales fuesen los variados problemas a los que hacía frente, el coronel sabía muy bien que Charlie no podía resistir la tentación de atender en la verdulería, la niña de sus ojos. Sin chaqueta, las mangas subidas y su peor acento de clase baja, Charlie, con el permiso de Bob Makins, fingía una hora al día que volvía a estar en la esquina de la calle Whitechapel Road, vendiendo en el carretón de su abuelo.
– Un cuarto de tomates, unas cuantas judías y el habitual medio kilo de zanahorias, señora Symonds, si no recuerdo mal.
– Muchas gracias, señor Trumper. ¿Cómo está la señora Trumper?
– Mejor que nunca.
– ¿Para cuándo espera el bebé?
– Para dentro de tres meses, según el médico.
– Ya no se le ve mucho por la tienda últimamente.
– Sólo cuando acuden las dientas importantes, cielo. Al fin y al cabo, usted fue una de las primeras.
– Ya lo creo. ¿Ya ha cerrado el trato de los inmuebles, señor Trumper?
Charlie se quedó mirando a la señora Symonds mientras le entregaba el cambio, incapaz de disimular su sorpresa.
– ¿Los inmuebles?
– Sí, señor Trumper, ya sabe: los números del 25 al 99.
– ¿Por qué lo pregunta, señora Symonds?
– Porque no es usted la única persona interesada en ellos.
– ¿Cómo lo sabe?
– Lo sé porque vi al agente de Savill's esperando a un cliente delante del edificio el domingo pasado por la mañana.
Charlie recordó entonces que los Symonds vivían en una casa situada al otro lado de la avenida, enfrente de la entrada principal a los pisos.
– ¿Y lo reconoció?
– No. Vi que se detenía un coche, pero mi marido consideró que su desayuno era más importante que mi curiosidad, y no vi quién salía.
Charlie continuó mirando a la señora Symonds mientras ésta cogía su bolsa, se despedía con un alegre gesto y salía de la tienda.
A pesar de la revelación de la señora Symonds y los esfuerzos de Syd Wrexall por pararle los pies, Charlie siguió planeando su próxima adquisición. Gracias a la diligencia del mayor Arnold, los conocimientos del señor Sanderson y los préstamos del señor Hadlow, Charlie se aseguró la propiedad de otra tienda (número 38, prendas de mujer) a finales de julio. Durante la siguiente asamblea de la junta que se celebró en agosto, Becky recomendó que el mayor Arnold fuera ascendido a director gerente suplente de la empresa, con el encargo de vigilar todo cuanto sucediera en Chelsea Terrace.
Charlie necesitaba con desesperación desde hacía tiempo un par de ojos y oídos suplementarios, y como Becky seguía trabajando todo el día en Sotheby's, Arnold cumplió su cometido a la perfección. Al coronel le complació solicitar a Becky que constara en el acta el nombramiento del mayor. La asamblea mensual continuó sin problemas hasta que el coronel preguntó:
– ¿Algún otro tema?
– Sí -dijo Charlie-. ¿Qué pasa con los pisos?
– Hice una oferta de dos mil libras, tal como se me había indicado -dijo Sanderson-, Savill's dijo que recomendaría a sus clientes aceptar la oferta, pero hasta el momento no he podido cerrar el trato.
– ¿Por qué? -preguntó Charlie.
– Porque Savill's me ha telefoneado esta mañana para informarme de que han recibido otra oferta mucho más generosa de lo que esperaban por esta propiedad. Me dijeron que llamara la atención de esta asamblea acerca del tema.
– Hicieron bien -dijo Charlie-, ¿A cuánto asciende esta otra oferta? Eso es lo que quiero saber.
– Dos mil quinientas -dijo Sanderson.
Pasaron varios segundos antes de que alguien volviera a hablar.
– ¿Cómo demonios esperan obtener beneficios con tal inversión? -preguntó por fin Hadlow.
– Es imposible -señaló Sanderson.
– Ofrézcales tres mil libras.
– ¿Qué has dicho? -preguntó el presidente.
Todos se volvieron para mirar a Charlie.
– Ofrézcales tres mil -repitió Charlie.
– Pero Charlie, estuvimos de acuerdo hace unas semanas en que dos mil eran más que suficientes -indicó Becky-. ¿Cómo es posible que los pisos se hayan revalorizado de repente en un treinta y tres por ciento?
– Valen lo que alguien quiera pagar por ellos -replicó Charlie-. De modo que no nos queda elección.
– Pero señor Trumper… -empezó Hadlow.
– Si llegamos a ser dueños de toda la manzana, pero se nos escapan esos pisos, todos mis esfuerzos se irán al carajo. No quiero correr ese riesgo por tres mil libras o, tal como lo veo yo, quinientas.
– Sí, pero ¿podemos permitirnos ese desembolso en este preciso momento? -preguntó el coronel.
– Siete tiendas rinden beneficios ya -dijo Becky, examinando su inventario-. Dos se mantienen igualadas y sólo una sufre pérdidas importantes.
– Entonces, hemos de tener la valentía de seguir adelante -dijo Charlie-. Compremos los pisos, derrumbémoslos y construyamos inedia docena de tiendas en su lugar. Obtendremos beneficios antes de que alguien pueda decir «Bob es tu tío».
Sanderson les concedió unos momentos para asimilar la estrategia de Charlie.
– Bien, ¿cuáles son las instrucciones de la junta? -preguntó.
– Propongo que ofrezcamos tres mil libras -dijo el coronel-, Como ha señalado el director gerente, hemos de planear a largo plazo, siempre que el banco se sienta dispuesto a respaldarnos. ¿Señor Hadlow?
– A duras penas pueden permitirse ese desembolso en el momento actual -dijo el director del banco, examinando las cifras-. Estiraría su crédito hasta el límite máximo, lo cual significa que no podrán comprar más tiendas en el futuro.
– No nos queda otra elección -dijo Charlie, mirando a Sanderson-. Hay alguien que va detrás de esos pisos, y no podemos permitir que ningún rival nos los arrebate.
– Bien, si ésas son las instrucciones de la junta, intentaré cerrar el trato hoy por tres mil libras.
– Creo que eso es, precisamente, lo que la junta desea que haga -confirmó el presidente, paseando la mirada alrededor de la mesa-. Bien, si no hay más temas, declaro concluida la asamblea.
Una vez terminado el encuentro, el coronel se llevó a Sanderson y Hadlow a un lado.
– No me gusta ni un pelo este asunto de los pisos. Una oferta salida de la nada exige una explicación más detallada.
– Estoy de acuerdo -dijo Sanderson-, Mi instinto me dice que Syd Wrexall y su asociación de tiendas tratan de impedir que Charlie se apodere de toda la manzana antes de que sea demasiado tarde.
– No -dijo Charlie, que se había acercado a ellos-. No puede ser Syd, porque no tiene coche -añadió, en tono misterioso-. En cualquier caso, el límite de Wrexall y su pandilla no llega a las dos mil quinientas libras.
– Por lo tanto, usted cree que se trata de un comprador de fuera -dijo Hadlow-, que cuenta con planes propios para explotar Chelsea Terrace.
– Lo más probable es que se trate de un inversor con ganas de aguantar hasta que le paguemos un dineral por ello -argumentó Sanderson.
– No sé quién o qué se esconde detrás de todo ello -dijo Charlie-. Lo único que sé es que debemos pujar más alto.
– Estoy de acuerdo -dijo el coronel-. Sanderson, en cuanto cierre el trato hágamelo saber. He de irme. Voy a comer en el club con una dama muy especial.
– ¿La conocemos? -inquirió Charlie.
– Daphne Wiltshire.
– Dele un abrazo de mi parte -dijo Becky-, Dígale que los dos la esperamos a cenar el próximo miércoles.
El coronel saludó con el sombrero a Becky y se marchó. Dejó a sus cuatro colegas enfrascados en la discusión de sus diferentes teorías sobre quién podía estar interesado en los pisos.
El coronel sólo pudo tomar un whisky antes de encontrarse con Daphne en el reservado para señoras, pues la asamblea de la junta había terminado más tarde de lo que sospechaba. Había engordado un poco, pero estaba tan hermosa como siempre.
El coronel pidió un gin tonic para su invitada. Después, charlaron sobre la alegría de Estados Unidos y el calor de África, aunque él estaba seguro de que Daphne deseaba hablar sobre un continente muy distinto.
– ¿Cómo va la India? -preguntó el coronel.
– Bastante mal, me temo -dijo Daphne, haciendo una pausa para beber su gin-tonic-. Fatal, para ser exacta.
– Qué curioso, los nativos siempre me parecieron muy cordiales -comentó el coronel.
– El problema no reside en los nativos -replicó Daphne.
– ¿Trentham?
– Eso me temo.
– ¿No recibió tu carta?
– Oh, sí, pero los acontecimientos la superaron, coronel. Ahora, me arrepiento de no haber seguido su consejo y escrito la carta al pie de la letra, advirtiéndole de que, si me lo preguntaban, diría toda la verdad sobre Daniel.
– ¿Por qué? ¿Qué le ha hecho cambiar de opinión?
Daphne vació su vaso de un solo trago.
– Perdone, coronel, pero lo necesitaba. Bien, lo primero que nos dijo Ralph Forbes, el coronel del regimiento, cuando llegamos a Poona, fue que Trentham había presentado la dimisión.
– Sí, lo mencionabas en tu carta -exclamó el coronel. Dejó sobre la mesa el cuchillo y el tenedor y meditó sobre esta información-, Pero lo que quiero saber es por qué.
– Percy descubrió que hubo algún problema con la mujer de su ayudante, pero nadie deseaba entrar en detalles. Es un tema tabú, de esos en los que nadie quiere entremeterse.
– Maldito bastardo. Si pudiera…
– Estoy absolutamente de acuerdo con usted, coronel, pero le advierto que aún queda lo peor.
El coronel ordenó otro gin tonic para su invitada y un whisky para él, antes de que Daphne continuara.
– Al llegar a Ashurst el pasado fin de semana, el mayor Trentham me enseñó una carta que Guy había enviado a su madre, explicando los motivos por los que se había visto obligado a presentar su dimisión de los Fusileros. Afirmaba que la culpa era de usted, porque había escrito al coronel Forbes informándole de que él era el responsable de haber dejado embarazada a «ese pendón de Whitechapel». Reproduzco la frase exacta de su carta.
La rabia tiñó de púrpura las mejillas del coronel.
– Mientras tanto, el tiempo ha demostrado que Trentham era el padre del niño. En cualquier caso, ésa es la historia que Trentham va pregonando por todas partes.
– ¿Es que ese hombre carece de moral?
– En efecto, por lo que parece. La carta continuaba insinuando que Charlie Trumper le había comprado a usted para que mantuviera la boca cerrada. «Treinta monedas de plata» era la expresión exacta que utilizaba.
– Merece ser azotado.
– Hasta el mayor Trentham le daría la razón. Sin embargo, la persona que me preocupa más no es usted o Becky, sino Charlie.
– ¿Qué quiere decir?
– Antes de que partiéramos de la India, Trentham advirtió a Percy, cuando estaban solos en el club Overseas, que Charlie lo lamentaría durante el resto de su vida.
– ¿Y por qué le echa las culpas a Charlie?
– Percy le hizo la misma pregunta. La respuesta fue que Trumper le había informado a usted para saldar una vieja cuenta.
– Pero eso no es cierto.
– Percy también se lo dijo, pero no le escuchó.
– En cualquier caso, ¿qué quería decir con lo de «saldar una vieja cuenta»?
– Ni idea; excepto que aquella noche, Guy no paró de hacerme preguntas sobre un cuadro de la Virgen y el Niño.
– ¿No será el que está en la sala de estar de Charlie?
– Sí. Y cuando, por fin, admití que lo había visto, cambió de tema bruscamente.
– Ese hombre se ha vuelto completamente loco.
– Lo mismo me pareció a mí.
– Bien, menos mal que no puede salir de la India; aún tenemos tiempo para pensar en lo que debemos hacer.
– Me temo que no nos queda mucho tiempo -dijo Daphne.
– ¿Por qué?
– El mayor Trentham me dijo que Guy volverá el mes que viene.
Después de almorzar con Daphne, el coronel volvió a Tregunter Road. Seguía encolerizado cuando el mayordomo le abrió la puerta, pero aún no sabía qué debía hacer. El mayordomo le comunicó que un tal señor Sanderson le esperaba en el estudio.
– ¿Sanderson? ¿Qué querrá ahora? -masculló el coronel, antes de entrar en el estudio.
– Buenas tardes, señor presidente -dijo Sanderson, levantándose de la silla del coronel-. Me dijo que le informara en cuanto tuviera noticias sobre los pisos.
– Ah, sí. ¿Ha cerrado el trato?
– No, señor. Hice una oferta de tres mil libras a Savill's, tal como me habían indicado, pero me llamaron una hora después para decirme que la otra parte había ofrecido cuatro mil libras.
– Cuatro mil -repitió el coronel, incrédulo-. Pero ¿quién…?
– Dije que no podíamos igualar esa cantidad, y hasta pregunté con toda discreción quién era el cliente. Me informaron que la identidad de su cliente no era ningún secreto. Pensé que debía comunicárselo de inmediato, señor presidente, porque el nombre de Gerald Trentham carece de significado para mí.