Capítulo 9 En los Proyectos

La oscuridad estaba llena de dibujos color sangre que parecían panales. Todo estaba caliente. Y suave, además, mas que nada suave.

—Qué desastre —dijo uno de los ángeles con una voz lejana pero baja, profunda y muy clara.

—Debimos haberlo sacado del Leon's —dijo el otro ángel—. Arriba no les gustará esto.

—Debe de haber tenido algo en este bolsillo grande, ¿ves? Se lo tajearon, al sacarlo.

—No es todo lo que tajearon, hermana. Cristo. Aquí.

Los dibujos oscilaron cuando algo movió su cabeza. La palma de una mano fresca contra su mejilla.

—Que no te manche la camisa —dijo el primer ángel.

—Esto no le va a gustar a Dos-por-Día. ¿Por qué crees que le dio ese ataque y salió corriendo?

Lo molestaba, porque quería dormir. Estaba dormido, de acuerdo, pero de alguna manera los sueños de enchufe de Marsha manaban como sangre en su cabeza, de forma tal que caía dando tumbos entre secuencias inconexas de Gente Importante. La novela se emitía sin interrupción desde antes de su nacimiento; la trama era un gusano de mil cabezas que se enroscaba devorándose a sí mismo cada pocos meses, para luego generar nuevas cabezas hambrientas de tensión y arrojo.

Podía verlo retorcerse, todo él, como Marsha no lo vería jamás: una espiral extendida de ADN de la Senso/Red, ectoplasma barato y frágil enviado a innumerables soñadores hambrientos. Marsha, por ejemplo, recibía el POV de Michele Morgan Magnum, la protagonista femenina, la heredera de la corporación Magnum AG. Pero el episodio de hoy se apartaba de una forma extraña de los increíblemente complejos enredos románticos de Michele —que de todos modos Bobby nunca se había molestado en seguir—, e insistía en dar minuciosas descripciones socioarquitectónicas de las arcologías de mentráfico inspiradas por Soleri. Algunos de esos detalles parecían sospechosos, incluso para Bobby; dudaba, por ejemplo, de que existiesen niveles enteros dedicados a la venta de sofás de terciopelo afeitado color azul hielo, con hebillas de diamantes en las articulaciones, o de que hubiera otros niveles, siempre a oscuras, y exclusivamente habitados por bebés famélicos. Esto último, le pareció recordar, constituía para Marsha artículo de fe; ella veía los Proyectos con horror supersticioso, como si fuesen una especie de imponente infierno vertical al que algún día podía ser obligada a ascender. Otros fragmentos del sueño de enchufe le recordaban el canal de Conocimiento que la Senso/Red transmitía gratis con cada suscripción de simestin; eran elaborados diagramas animados de la estructura interior de los Proyectos, y aburridas conferencias a cargo de voces en off sobre los estilos de vida de diversos tipos de residentes. Éstos, cuando pudo concentrarse en ellos, parecían aún menos creíbles que las fugaces imágenes de terciopelo azul hielo y funestos bebés arrastrándose en silencio por la oscuridad. Vio a una joven y feliz madre de familia cortar porciones de pizza con una inmensa cuchilla de agua en el rincón-cocina de un inmaculado apartamento de un ambiente. Una pared entera se abría a un estrecho balcón y a un rectángulo de cielo azul de historieta. La mujer era negra sin ser negra, le pareció a Bobby, como una versión muy, muy oscura y juvenilmente maternal de una de las muñecas porno de la unidad que tenía en su dormitorio. Y tenía, o así lo parecía, los mismos e idénticos pechos, pequeños pero perfectos, como de historieta. (En ese momento, para aumentar su opaca confusión, una voz demasiado elevada y muy poco parecida a las de la Senso/Red dijo: —Bueno, a eso le llamo yo una inconfundible señal de vida. Jackie . Si la prognosis todavía no está muy alta que digamos, por lo menos hay algo que sí lo está.) Y luego volvió a toda velocidad al lujoso universo de Michele Morgan Magnum, quien luchaba desesperadamente para prevenir la absorción de Magnum AG por parte del siniestro clan industrial Nakamura, cuya base de operaciones estaba en Shikoku, representado en este caso por (y aquí una complicación de la trama) el político-niño del Nuevo Soviet, Vasily Suslov, quien tenía un sorprendente parecido con los Gothicks del Leon's y se vestía como ellos.

El episodio parecía estar llegando a una especie de clímax —un antiguo BMW modificado a célula de combustible, acababa de ser bombardeado en la calle junto a los Covina Concourse Courts por unos helicópteros en miniatura de Alemania Occidental servopilotados; Michele Morgan Magnum estaba golpeando con su pistola Nambu bañada en níquel a su secretaria personal por haberla traicionado, y Suslov, a quien Bobby reconocía cada vez más, estaba por marcharse tranquilamente de la ciudad con una fabulosa guardaespaldas femenina que era japonesa pero que le recordaba mucho a otra de las chicas de su unidad holoporno cuando gritó.

Bobby nunca había oído a nadie gritar así, y la voz tenía algo que resultaba espantosamente familiar. Pero antes de que pudiese empezar a preocuparse por ello, los paneles rojos como sangre volvieron a aparecer flotando ante él, e hicieron que se perdiese el final de Gente Importante. De todos modos, pensó mientras el rojo se transformaba en negro, siempre estaría a tiempo de preguntarle a Marsha qué había pasado.

—Abre los ojos, viejo. Muy bien. ¿La luz está muy fuerte?

Lo estaba, pero no cambiaba nada. Blanco, blanco; recordaba su cabeza estallando a años de distancia, una inmaculada granada blanca en la fría oscuridad del desierto. Sus ojos estaban abiertos, pero no podía ver. Sólo blanco.

—Bueno, por lo general a un chico en tu estado lo dejo que duerma, pero los que me pagan por esto dicen que me apure, así que te despierto antes de tiempo. Te estás preguntando por qué no ves nada, ¿verdad? Sólo luz, es lo único que puedes ver, eso mismo. Se trata de un bloqueo neural. Bueno, entre nosotros, lo conseguí en una sex-shop, pero no hay razón por la cual no deba usarse en medicina si queremos. Y sí lo queremos, porque todavía te duele mucho, y de todos modos, te mantiene quieto mientras yo sigo adelante. —La voz era serena y metódica.— Bueno; tu gran problema fue la espalda, pero me encargué de eso con una grapadora, y algunos decímetros de garra. Puede que no sea una cirugía plástica, ¿entiendes?, pero los bombones encontrarán que estas cicatrices son muy interesantes. Lo que estoy haciendo ahora es limpiar ésta que tienes en el pecho; luego colocaré un poco de garra allí y ya estarás listo, sólo que durante unos días no podrás hacer ningún movimiento brusco o soltarás una grapa. Te he puesto un par de dennos, y te colocaré algunos más. Mientras tanto, conectaré tu sensorio a un circuito de audio y vídeo para que te acostumbres a estar aquí. No te preocupes por la sangre; es toda tuya pero ya no habrá más.

El blanco se coaguló en una nube gris; los objetos tomaban forma con la deliberada lentitud de una alucinación producida por la droga. Estaba aplastado contra un mullido cielo raso, mirando fijamente hacia abajo a un muñeco manchado de sangre que en vez de cabeza tenía una lámpara de cirugía azul verdosa que parecía brotarle de los hombros. Un negro con un manchado mono verde rociaba algo amarillo sobre un corte superficial que corría desde la parte superior del hueso pélvico del muñeco hasta justo debajo de su tetilla izquierda. Sabía que el hombre era negro porque llevaba el cráneo desnudo y afeitado, lustroso de transpiración; tenía las manos cubiertas por unos apretados guantes verdes y todo lo que Bobby veía de él era su refulgente cráneo. Había dermodiscos azules y rosados pegados a la piel a ambos lados del cuello del muñeco. Los bordes de la herida parecían haber sido pintados con algo que semejaba salsa de chocolate, y el aerosol amarillo hacía un ruido sibilante al escapar del pequeño tubo plateado.

Entonces Bobby se dio cuenta de lo que veía, y el universo se reveló provocándole náuseas. La lámpara pendía del techo, el cielo raso estaba cubierto de espejos, y el muñeco era él. Fue como si diera un salto atado a un largo cordón elástico, otra vez por los paneles rojos hasta la habitación del sueño donde la muchacha negra cortaba pizza para sus hijos. La cuchilla de agua no hacía sonido alguno, suciedad microscópica suspendida en un finísimo chorro de agua de alta velocidad. Bobby sabía que el objeto estaba ideado para cortar vidrio y metal, no para cortar pizza sacada del homo a microondas, y quería gritar a la chica porque tenía terror de que se rebanara el pulgar sin siquiera sentirlo.

Pero no podía gritar, no podía moverse ni hacer ruido alguno. Con gesto amoroso la chica cortó el último pedazo, puso la pizza ya troceada en una sencilla bandeja de cerámica blanca y se volvió hacia el rectángulo azul más allá del balcón, donde estaban sus niños... No, dijo Bobby en las profundidades de sí mismo, de ninguna manera. Porque las cosas que daban vueltas y se abalanzaban sobre ella no eran críos en planeadores, sino bebés, los monstruosos bebés del sueño de Marsha, y las alas desgarradas eran una maraña de huesos rosados, metal, tensas membranas remendadas de plástico de desecho... Les vio los dientes... —¡Eh, amigo! —exclamó el hombre de color—, te perdí durante un segundo. No mucho, ¿entiendes?, tan sólo un minuto neoyorquino tal vez... —Su mano, en los espejos encima de Bobby, tomó un carrete plano de plástico azul transparente de la pila de trapos ensangrentados junto a las costillas del muchacho. Delicadamente, con el pulgar y el índice, sacó una sección de algo que parecía plástico marrón en glóbulos. Diminutas puntas de luz destellaban en sus bordes y parecían temblar y cambiar de posición. — Garra —dijo, y con el pulgar de la otra mano apretó algún tipo de hoja cortante incorporada al carrete azul. Ahora el pedazo de material en glóbulos quedó liberado y comenzó a retorcerse—. Buena mierda —dijo el hombre, llevando el objeto al campo de visión de Bobby—. Nuevo. Lo que usan ahora en Chiba. —Era marrón, acéfalo, cada glóbulo un segmento de cuerpo, cada segmento bordeado por pálidas y brillantes piernas. Entonces, con un ademán de prestidigitador, movió sus muñecas enfundadas en los guantes verdes y apoyó el ciempiés sobre toda la longitud de la herida abierta y con suma delicadeza pellizcó el último segmento, el más cercano al rostro de Bobby. Al retirarse, el segmento llevó consigo un brillante hilo negro que cumpliera las funciones de sistema nervioso del objeto, y a medida que el hilo se separaba los pares de garra se cerraban, uno tras otro, cerrando la herida tan apretadamente como la cremallera de una chaqueta de cuero nueva.

—Bueno, ya ves —dijo el hombre de color limpiando lo que quedaba de la melaza marrón con una almohadilla húmeda—, no fue tan grave, ¿verdad?

Su entrada en el apartamento de Dos-por-Día no se pareció en nada a la forma en que tantas veces lo había imaginado. Para empezar, nunca se habría visto a sí mismo en una silla de ruedas de la que alguien se había apropiado en la maternidad del St. Mary's, cuyo nombre y número de serie estaban marcados a láser en el opaco cromo del brazo izquierdo. La mujer que empujaba la silla habría encajado perfectamente en una de sus fantasías; se llamaba Jackie , una de las dos chicas de los Proyectos que viera en el Leon's, y, según había entendido, uno de sus dos ángeles. La silla de ruedas se deslizaba en silencio por la rugosa moqueta gris del angosto vestíbulo del apartamento, pero los dijes de oro del sombrero de Jackie tintineaban alegremente mientras ella lo empujaba.

Y nunca había imaginado que la casa de Dos-por-Día fuese así de grande, ni que estuviese llena de árboles.

Pye, el doctor, que había tenido a bien explicarle que no era médico sino sólo alguien que «ocasionalmente daba una mano», se había acomodado en un rasgado taburete de bar en su improvisada sala de operaciones y, tras quitarse los ensangrentados guantes verdes y encender un cigarrillo mentolado, aconsejó solemnemente a Bobby que se lo tomase con mucha calma durante los próximos días. Minutos después Jackie y Rhea, el otro ángel, forcejearon con él para enfundarlo en un arrugado pijama que parecía salido de un kino de ninjas barato, lo depositaron en la silla de ruedas y salieron rumbo al núcleo central de ascensores en el corazón de la arcología. Gracias a tres dermos adicionales del depósito de drogas de Pye, uno de ellos cargado con dos mil unidades de un análogo de la endorfina, Bobby estaba alerta y no sentía dolor.

—¿Dónde estás mis cosas? —protestó mientras iba por un corredor que se había estrechado de un modo peligroso como consecuencia de las cañerías y conductos de fibra óptica instalados a lo largo de décadas—. ¿Dónde está mi ropa, y mi consola, y todo lo demás?

—Tu ropa, querido, está metida en una bolsa de plástico esperando que Pye la tire a la basura. Tuvo que quitártela a tijeretazos, y además no eran más que harapos sangrientos. Si la consola estaba en tu chaqueta yo diría que se la quedaron los muchachos que te molieron. Y al hacerlo casi te matan. Y arruinaste mi camisa Sally Stanley, mocoso. —El ángel Rhea no parecía demasiado amistosa.

—Ah —dijo Bobby, al doblar una esquina—, ya. Bueno, por casualidad, ¿encontrasteis un destornillador entre las cosas? ¿O una ficha de crédito?

—Ninguna ficha, nene. Pero si el destornillador es el que tiene los doscientos diez Nuevos metidos en el mango, es lo que cuesta mi camisa nueva...

Dos-por-Día no daba la impresión de estar demasiado contento de ver a Bobby. De hecho, casi parecía que no lo viera en absoluto. Su mirada pasaba de largo, directamente hacia Jackie y Rhea, y mostraba sus dientes en una sonrisa que era toda nervios y falta de sueño. Pusieron a Bobby tan cerca de él que pudo ver lo amarillas que tenía las órbitas, casi anaranjadas en el resplandor púrpura rosáceo de los tubos de luz que pendían del techo como colgados al azar. —¿Por qué tardasteis, putitas? —preguntó el traficante, pero no había ira en su voz, sólo agotamiento y algo más, algo que Bobby al principio no supo identificar.

—Pye —dijo Jackie , pasando con irreverencia junto a la silla de ruedas para tomar un paquete de cigarrillos chinos de la enorme plancha de madera que Dos-por-Día usaba de mesa—. Es un perfeccionista, el viejo Pye.

—Eso lo aprendió en la escuela de veterinaria —agregó Rhea, mirando a Bobby—, sólo que por lo general está demasiado ido; nadie lo dejaría operar ni a un perro...

—Bueno —dijo Dos-por-Día, deteniendo por fin sus ojos en Bobby—, saldrás de ésta. —Y su mirada era tan fría, tan cansada y clínica, tan distante del papel de vividor obsesivo y charlatán que Bobby había tomado por su verdadera personalidad, que sólo pudo mirar hacia abajo, y clavar la vista en la mesa.

De casi tres metros de largo y poco más de uno de ancho, estaba formada por maderos atados entre sí, más gruesos que los muslos de Bobby. Debió de haber permanecido en el agua durante algún tiempo, pensó: algunas partes conservaban aún la desteñida pátina plateada de la madera arrastrada por las olas, como un tronco junto al cual recordaba haber jugado mucho tiempo atrás en Atlantic City. Pero ya hacía mucho que la mesa no veía el agua, y su superficie era un denso mosaico de restos de velas, manchas de vino, marcas de esmalte negro con formas extrañas y oscuras quemaduras de cientos de cigarrillos. Estaba tan atiborrada de comida, basura y cachivaches que daba la impresión de que un vendedor ambulante hubiese comenzado a descargar sus mercancías y luego resuelto cenar. Había media docena de pizzas a medio comer, albóndigas de krill en salsa roja que retorcieron el estómago de Bobby, junto a pilas de software a punto de desmoronarse, vasos con restos de vino tinto repletos de cigarrillos apagados, una bandeja de poliestireno con ordenadas filas de canapés de apariencia rancia, latas de cerveza, abiertas y sin abrir, una antigua daga de combate Gerber que yacía fuera de su funda sobre un bloque plano de mármol pulido, por lo menos tres pistolas, y tal vez dos docenas de enigmáticas piezas de equipo de consola, el tipo de equipo de cowboy que normalmente habría hecho agua la boca de Bobby.

Ahora su boca se hacía agua por un pedazo de pizza de krill fría, pero su hambre no era nada frente a su abrupta humillación al ver que a Dos-por-Día sencillamente no le importaba. No porque Bobby lo hubiese considerado un amigo suyo, sino porque se había hecho a la idea de que Dos-por-Día lo veía como alguien, alguien con talento e iniciativa y con la oportunidad de salir de Barrytown. Pero los ojos de Dos-por-Día le decían que él no era nadie en especial, y encima un wilson...

—Mira, viejo —dijo una voz, no la de Dos-por-Día, y Bobby levantó la mirada. Dos hombres más flanqueaban a Dos-por-Día en el ancho sofá de cromo y cuero; ambos eran negros. El que habló llevaba una especie de túnica gris y antiguas gafas de montura plástica. El marco era cuadrado y demasiado grande y parecía carecer de cristales. Los hombros del otro duplicaban en anchura a los de Dos-por-Día, pero tenía uno de esos discretos trajes negros de dos piezas que llevan los ejecutivos japoneses en los kinos. Sus inmaculados puños blancos franceses estaban cerrados con brillantes rectángulos de microcircuitos de oro—. Es una lástima que no podamos darte tiempo para descansar —dijo el primer hombre—, pero tenemos un serio problema. —Hizo una pausa, se quitó las gafas y se frotó el puente de la nariz. — Necesitamos tu ayuda.

—Mierda —dijo Dos-por-Día. Se inclinó hacia adelante, sacó un cigarrillo chino de la caja de la mesa, lo encendió con una calavera de peltre opaco del tamaño de un limón grande, y luego tomó un vaso de vino. El hombre de las gafas extendió un delgado dedo moreno y tocó la muñeca de Dos-por-Día. Dos-por-Día dejó el vaso y se echó hacia atrás, el rostro estudiadamente inexpresivo.

El hombre sonrió. —Conde Cero —dijo—, nos dicen que ése es tu título.

—Así es —logró decir Bobby, aunque le salió como una especie de graznido.

—Necesitamos saber de la Virgen, Conde. —El hombre quedó esperando.

Bobby parpadeó.

— Vyèj Mirak —y volvió a ponerse las gafas—. Nuestra Señora, Virgen de los Milagros. Nosotros la conocemos —e hizo un gesto con la mano izquierda— como Ezili Freda.

Bobby tomó conciencia de que tenía la boca abierta, así que la cerró. Los tres rostros oscuros esperaban. Jackie y Rhea se habían ido, pero no las había visto salir. Entonces una especie de pánico se apoderó de él. Miró frenéticamente a su alrededor el extraño bosque de árboles enanos que los rodeaba. Los tubos luminosos se inclinaban en cualquier ángulo, en todas direcciones, como palillos púrpura rosáceos suspendidos en un espacio verde de hojas. No había paredes. No podías ver ni una pared. El sofá y la maltratada mesa reposaban en una especie de claro, sobre un suelo de crudo hormigón.

—Sabemos que ella se acercó a ti —dijo el hombre grande, cruzando las piernas cuidadosamente. Se ajustó el perfecto doblez del pantalón, y un gemelo de oro hizo guiños a Bobby—. Lo sabemos, ¿entiendes?

—Dos-por-Día me dice que fue tu primera incursión —dijo el otro hombre—. ¿Eso es verdad?

Bobby asintió.

—Entonces eres un elegido de Legba —dijo el hombre mientras se quitaba de nuevo los marcos vacíos—, por haber conocido a Vyèj Mirak. —Sonrió.

La boca de Bobby se abrió de nuevo.

—Legba —dijo el hombre—, amo de rutas y caminos, el loa de la comunicación...

Dos-por-Día aplastó su cigarrillo en la madera herida, y Bobby vio que le temblaba la mano.

Загрузка...