Capítulo 20 Vuelo de Orly

El Citroën-Dornier de Paco descendió por los Champs, a lo largo de la orilla norte del Sena, y luego subió hacia Les Halles. Marly se sumergió en la asombrosa suavidad del asiento de cuero, cosido con más esmero que su chaqueta de Bruselas; e indujo su mente al vacío, a la impasibilidad. Sé ojos, se dijo. Sólo ojos; tu cuerpo es una masa aplastada por la velocidad de este coche obscenamente caro. Pasaron como un zumbido por la Place des Innocents, donde las putas bromeaban con los chóferes de los aliscafos de carga en bleu de travail. Paco conducía sin esfuerzo por las calles angostas.

—¿Por qué dijo usted, «No me hagas esto»? —Quitó la mano de la consola de dirección y dio un golpecito a su audífono para ajustarlo mejor.

— ¿Por qué estabas escuchando?

—Porque ése es mi trabajo. Mandé a una mujer arriba, al edificio de enfrente, al piso veintidós, con un micrófono parabólico. El teléfono del apartamento no tenía línea; si no, habríamos podido usar eso. La mujer subió, se metió en una unidad desocupada de la cara oeste de la torre, y orientó el micrófono a tiempo para oírla decir «No me hagas esto». ¿Y estaba usted sola?

—Sí.

—¿Él estaba muerto?

—Sí.

—Entonces, ¿por qué dijo eso?

—No lo sé.

—¿Quién pensó usted que le estaba haciendo algo?

—No sé. Alain, quizás.

—¿Haciendo qué?

—Estando muerto. Complicando los asuntos. Yo qué sé.

—Es usted una mujer difícil.

—Déjame salir.

—La llevaré al apartamento de su amiga...

—Para el coche.

—La llevaré a...

—Iré caminando.

El aerodinámico automóvil plateado se deslizó hacia el bordillo.

—La llamaré a la...

—Buenas noches.

—¿Está segura de que no prefiere uno de los centros de recreación? —preguntó el señor Paleólogos, delgado y elegante como una mantis con su chaqueta blanca de arpillera. También su pelo era blanco, peinado hacia atrás con extremo cuidado—. Sería menos costoso, y mucho más divertido. Usted es una chica muy bonita...

—¿Pardon? —Desviando su atención de la calle, más allá de la vitrina salpicada de lluvia.— ¿Una qué? —Su francés era dificultoso, entusiasta, con extrañas inflexiones.

—Una chica muy bonita. —Sonrió con decoro. — ¿No prefiere unas vacaciones en un conjunto del Méditerranée? ¿Gente de su edad? ¿Es usted judía?

—¿Cómo dice?

—Judía. ¿Lo es usted?

—No.

—Qué lástima —dijo él—. Tiene usted los pómulos de una cierta clase de joven judía elegante... Tengo un descuento divino para quince días en Jerusalén Selecto, un entorno maravilloso, para el precio. Incluye alquiler de traje, tres comidas al día, y vuelo directo desde el bocel de la JAL.

— ¿Alquiler de traje?

—Aún no se ha determinado por completo el ambiente, en Jerusalén Selecto —dijo el señor Paleólogos moviendo un fajo de papel cebolla rosado, de un lado del escritorio al otro. Su despacho era un diminuto cubículo cercado por vistas holográficas de Poros y Macao. Ella había escogido su agencia por su evidente anonimato, y porque le había sido posible pasar sin salir del pequeño complejo comercial de la estación de metro más cercana a la casa de Andrea.

—No —dijo—, no estoy interesada en esos lugares. Quiero ir aquí. —Tocó lo que estaba escrito en el arrugado papel azul de un paquete de Gauloise.

—Bueno, se puede hacer, por supuesto, pero no tengo catálogo de hospedajes. ¿Va a visitar amistades?

—Es viaje de negocios —dijo con impaciencia—. Debo salir cuanto antes.

—Muy bien, muy bien. —El señor Paleólogos tomó una modesta terminal portátil de un anaquel detrás de su escritorio.— ¿Me puede dar su código de crédito, por favor?

Marly buscó en su bolso de cuero negro y extrajo el grueso fajo de Nuevos Yens que había sacado del bolso de Paco mientras éste estaba ocupado examinando el apartamento donde muriera Alain. El dinero estaba atado con una cinta elástica rojo traslúcido.

—Quiero pagar en efectivo.

—¡Cielos! —exclamó el señor Paleólogos, extendiendo un dedo rosado para tocar el billete de arriba, como si esperara verlo desaparecer—. Entiendo. Bien, usted comprenderá que normalmente yo no hago esta clase de tratos... Pero supongo que se puede hacer algún arreglo...

—Rápido —dijo ella—, muy rápido...

Él la miró. —Entiendo. ¿Puede decirme, por favor... —sus dedos comenzaron a moverse por las teclas de la terminal portátil—, el nombre con el que desea viajar?

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