El Honda negro se mantuvo suspendido veinte metros sobre la cubierta octogonal de la ruinosa plataforma petrolera. Se acercaba el amanecer, y Turner podía distinguir el débil contorno en forma de trébol de la señal «peligro biológico» que indicaba el helipuerto.
—¿Hay peligro biológico ahí abajo, Conroy?
—Ninguno al que no estés acostumbrado —fue la respuesta.
Una figura en mono rojo hacía grandes gestos con los brazos al piloto del Honda. Las corrientes provocadas durante el aterrizaje arrojaban al mar desechos de material de embalaje. Conroy liberó el cierre de su arnés y se inclinó sobre Turner para abrir la escotilla. El rugido de los motores los castigó cuando la escotilla se deslizó para permitirles la salida. Conroy estaba golpeándole el hombro, haciendo frenéticos movimientos hacia arriba con la palma en alto. Apuntó hacia el piloto.
Turner salió y se dejó caer; la hélice era una mancha de trueno, y en seguida Conroy estuvo en cuclillas junto a él. Cruzaron el gastado trébol, encorvados y con ese modo de correr semejando cangrejos tan característico en los helipuertos, el viento del Honda golpeteándoles las perneras de los pantalones contra los tobillos. Turner llevaba una sencilla maleta gris moldeada de ABS balístico, su único equipaje; alguien se la había preparado, en el hotel, y lo había estado esperando a bordo del Tsushima . Un súbito cambio de tono le dijo que el helicóptero se estaba elevando. El Honda se alejó gimiendo hacia la costa, con las luces apagadas. Cuando el ruido se desvaneció, Turner pudo distinguir los gritos de las gaviotas y el oleaje del Pacífico.
—Una vez alguien trató de instalar aquí un paraíso informático —dijo Conroy—. Aguas internacionales. En aquel entonces nadie vivía en órbita, así que resultó lógico durante algunos años... —Comenzó a caminar hacia un oxidado bosque de vigas que sustentaban la superestructura de la plataforma.— Según un guión que me mostró la Hosaka, traeríamos a Mitchell hasta aquí, lo limpiaríamos, lo meteríamos en el Tsushima y a toda máquina hasta el viejo Japón. Yo les dije, olvídense de esa mierda. Si los de Maas se enteran pueden acabar con todo esto cuando les dé la gana. Yo les dije, aquella instalación que tienen en el D.F., ése es el lugar, ¿no? Hay muchas cosas que Maas no haría allí, no en pleno centro de la Ciudad de México...
Una figura emergió de las sombras, la cabeza distorsionada por las bulbosas gafas de un amplificador de imagen. Con las romas y apiñadas bocas de un lanza-flechas, Lansing les hizo señas para que siguieran adelante. —Peligro biológico —dijo Conroy mientras avanzaban—. Baja la cabeza aquí. Y ten cuidado, la escalera se hace resbalosa.
La plataforma olía a herrumbre y a abandono y a brea. No había ventanas. Las desteñidas paredes color crema estaban salpicadas de manchas de óxido que avanzaban. Cada tantos metros colgaban de las vigas del techo lámparas fluorescentes que proyectaban una horrible luz verdosa, a la vez intensa y hostilmente irregular. Había al menos una docena de personas trabajando en aquella sala central; se movían con la relajada precisión de los buenos técnicos. Profesionales, pensó Turner; sus miradas rara vez se encontraban y se hablaba poco. Hacía frío, mucho frío, y Conroy le había dado un enorme anorak cubierto de etiquetas y cremalleras.
Un hombre de barba, vestido con una cazadora de aviador de piel de cordero, estaba sujetando con cinta plateada unos tramos de fibra óptica a un tabique abollado. Conroy discutía en voz baja con una negra que llevaba un anorak como el de Turner. El técnico de barba levantó la vista de su trabajo y vio a Turner. —Mierda —dijo, aún arrodillado—, sabía que iba a ser grande, pero no que iba a ser tan duro. —Se levantó, limpiándose con un movimiento inconsciente las palmas de las manos en los vaqueros. Al igual que el resto de los técnicos, usaba guantes de cirugía.— Tú eres Turner. —Sonrió, dirigió una breve mirada a Conroy, y de un bolsillo de la cazadora sacó un termo de plástico negro.— Para que se te pase el frío. ¿Me recuerdas? Hicimos aquel trabajo en Marrakesh, un chico de la IBM que se pasó a la Mitsu-G. Le puse las cargas a aquel bus que tú y el francés metieron en el vestíbulo del hotel.
Turner tomó el termo, le quitó la tapa y lo llevó a los labios. Bourbon. Fuerte y amargo; sintió el calor esparciéndose más abajo del esternón. —Gracias. —Devolvió el termo y el hombre se lo metió en el bolsillo.
—Oakey —dijo el hombre—. Me llamo Oakey. ¿Te acuerdas ahora?
—Claro —mintió Turner—, Marrakesh.
—Wild Turkey —dijo Oakey—. Pasé por Schipol, le di al duty-free. Ese socio tuyo —otra mirada a Conroy— no descansa nunca, ¿verdad? Quiero decir, no como en Marrakesh, ¿verdad?
Turner asintió.
—Si necesitas algo —dijo Oakey—, sólo dímelo.
—¿Como qué?
—Otro trago, y tengo un poco de coca peruana, la que es bien amarilla. —Oakey sonrió de nuevo.
—Gracias —dijo Turner, viendo que Conroy le daba la espalda a la negra. Oakey se arrodilló rápidamente y comenzó a arrancar otra tira de cinta de plata.
—¿Quién era ése? —preguntó Conroy, tras conducir a Turner a través de una estrecha puerta cuyas hojas tenían deterioradas arandelas en los bordes. Conroy hizo girar la rueda que cerraba la puerta; alguien la había aceitado no hacía mucho.
—Se llama Oakey —dijo Turner mientras observaba la nueva habitación. Más pequeña, dos lámparas, mesas plegables, sillas, todo nuevo. Sobre las mesas, instrumental de algún tipo, bajo fundas de plástico negro.
—¿Un amigo tuyo?
—No —dijo Turner—. Trabajó para mí una vez. —Se acercó a la mesa más cercana y levantó una de las fundas.— ¿Qué es esto? —La consola tenía el aspecto anónimo y a medio terminar de un prototipo de fábrica.
—Una consola de ciberespacio Maas-Neotek.
Turner levantó las cejas. —¿Tuya?
—Tenemos dos. Una está allá. La envió la Hosaka. Es lo más rápido en la matriz, evidentemente, y en la Hosaka no pueden ni siquiera averiguar cómo están proyectados los chips para copiarlos. Una tecnología totalmente distinta.
—¿Las consiguieron por Mitchell?
—No dicen nada. El que las hayan soltado para darle a nuestros jockeys una ventaja, indica lo mucho que necesitan al hombre.
—¿Quién está en consola, Conroy?
—Jaylene Slide. Estaba hablando con ella ahora. —Movió la cabeza en dirección a la puerta.— El que está en la otra es de Los Ángeles, un muchacho llamado Ramírez.
—¿Son buenos? —Turner volvió a colocar la funda.
—Con lo que costarán, mejor que lo sean. Jaylene ha ganado mucho nombre en los últimos dos años, y Ramírez es su suplente. Mierda. — Conroy se encogió de hombros—, ya conoces a estos cowboys. Locos de remate...
—¿Dónde los conseguiste? ¿Dónde conseguiste a Oakey, por ejemplo?
Conroy sonrió. —Por tu agente, Turner.
Turner miró a Conroy, y asintió. Luego levantó el borde de la otra funda. Cajas de plástico y polietileno ordenadamente apiladas sobre el frío metal de la mesa. Tocó un rectángulo de plástico azul estampado con un monograma de plata: S&W.
—Tu agente —dijo Conroy mientras Turner abría el estuche. El arma descansaba sobre un moldeado lecho de espuma azul claro, un voluminoso revólver con un cargador grotesco que se abultaba bajo el corto cañón—. S&W Táctico, calibre 0.408, con un proyector de xenón —dijo Conroy—. Lo que él dijo que tú necesitarías.
Turner tomó el arma y con el pulgar tocó el interruptor de verificación de batería del proyector. Un diodo rojo encastrado en la empuñadura de nogal pulsó dos veces. Sacó el cilindro. —¿Municiones?
—Sobre la mesa. De carga manual, puntas explosivas.
Turner encontró un cubo transparente de plástico ámbar, lo abrió con la mano izquierda y extrajo un cartucho. — ¿Por qué me eligieron a mí para esto, Conroy? —Examinó el cartucho, y luego lo introdujo con mucho cuidado en una de las seis cámaras del cilindro.
—No lo sé —dijo Conroy—. Sentí que te tenían marcado desde el principio, para el momento en que Mitchell avisara...
Turner hizo girar rápidamente el cilindro y de un golpe seco lo metió en canal. —Dije, «¿Por qué me eligieron a mí para esto, Conroy?». —Alzó el arma con las dos manos y extendió los brazos, apuntando directo a la cara de Conroy.— En armas como ésta, a veces, cuando la luz es buena se puede ver por el cañón y saber si la bala está allí.
Conroy hizo un ligero movimiento con la cabeza.
—O quizás puedes verla en una de las otras cámaras...
—No —dijo Conroy en voz baja—, de ningún modo.
—Tal vez los psiquiatras enloquecieron, Conroy. ¿Qué te parece?
—No —dijo Conroy, con el rostro lívido—. No lo hicieron, y tú no lo harás.
Turner apretó el gatillo. El percutor golpeó sobre una cámara vacía. Conroy parpadeó una vez, abrió la boca, la cerró, miró a Turner bajar la Smith & Wesson. Una solitaria gota de sudor rodó por su frente y se perdió en una ceja.
—¿Entonces? —preguntó Turner, con el arma al costado.
Conroy alzó los hombros. —No hagas esa mierda —dijo.
—¿Tanto me necesitan?
Conroy asintió. —Es tu show, Turner.
—¿Dónde está Mitchell? —Abrió de nuevo el cilindro y comenzó a cargar las cinco cámaras restantes.
—En Arizona. En una meseta a cincuenta kilómetros de la frontera de Sonora, en una arcología de alta investigación. Biolaboratorios Maas de Norteamérica. Hasta la frontera, son dueños de todo el sector, y la meseta está en el centro de la zona de rastreo de cuatro satélites de reconocimiento. Muy hermético.
—¿Y cómo se supone que vamos a entrar?
—No vamos a entrar. Mitchell va a salir por él mismo. Nosotros lo esperamos, lo recogemos y lo llevamos a la Hosaka intacto. —Conroy metió un dedo detrás del cuello abierto de su camisa negra y sacó un pedazo de cordel de nailon también negro, y luego un pequeño sobre de plástico del mismo color con un cierre velcro. Lo abrió cuidadosamente y extrajo un objeto; lo puso sobre la palma de su mano y se lo ofreció a Turner.— Aquí está. Esto es lo que envió.
Turner colocó el revólver sobre la mesa más cercana y tomó el objeto. Parecía un microsoft gris y abultado; en un extremo, una neuroconexión ordinaria, y en el otro, una extraña y redondeada forma que no se semejaba a nada que hubiera visto antes. —¿Qué es?
—Un biosoft. Jaylene se lo conectó, y según su opinión es el resultado de una IA: una especie de dossier sobre Mitchell, con un mensaje para la Hosaka enganchado al final. Será mejor que lo compruebes por ti mismo; te conviene enterarte cuanto antes del asunto.
Turner apartó la vista del objeto gris. —¿Qué efecto tuvo sobre Jaylene?
—Dijo que cuando lo hagas, mejor que estés acostado. No pareció gustarle mucho.
Los sueños mecánicos contienen un vértigo particular. Turner se acostó en el improvisado dormitorio sobre una placa nueva de espuma y conectó el dossier de Mitchell. Llegó lentamente; le dio tiempo a cerrar los ojos. Diez segundos después sus ojos estaban abiertos. Se agarró de la espuma verde y luchó contra la náusea. Cerró los ojos de nuevo... Volvió a apoderarse de él poco a poco una marea vacilante, no lineal, de hechos y datos sensoriales, una especie de relato expuesto en planos interrumpidos y yuxtaposiciones surrealistas. Era algo así como ir en una montaña rusa que pasaba como al azar de la existencia a la no existencia a intervalos de una rapidez imposible, cambiando de altitud, de ángulo y de sentido con cada pulsación de la nada, salvo por el hecho de que las variaciones no estaban relacionadas con ninguna orientación física, sino más bien con fulminantes alternancias en el sistema de símbolos y paradigmas. La información nunca había sido concebida para el acceso humano.
Los ojos abiertos, sacó de un tirón el objeto de su conector craneano. Tenía la mano pegajosa de sudor. Fue como despertar de una pesadilla. No de horror, donde los miedos tomaban formas sencillas y terribles, sino el tipo de sueño, mucho más perturbador, donde todo es perfecto y horriblemente normal, y donde todo está absolutamente mal...
La intimidad del objeto era repugnante. Venció olas de cruda transferencia, invocando toda su voluntad para aplastar un sentimiento semejante al amor, la obsesiva ternura que un guardia llega a sentir por el sujeto de una prolongada custodia. Supo que días u horas después hasta el más ínfimo detalle del expediente académico de Mitchell podía aflorar a la superficie de su mente, o el nombre de una mujer, el perfume de su espeso cabello rojo, a la luz del sol, a través de...
Entonces se incorporó, golpeando con las suelas plásticas de sus zapatos la oxidada cubierta. Aún llevaba el anorak, y la Smith & Wesson, en un bolsillo lateral, se le incrustaba en la cadera.
Pasaría. El olor psíquico de Mitchell terminaría por desvanecerse, del mismo modo que la gramática española del lexicón se evaporaba después de cada uso. Lo que había experimentado no era otra cosa que un dossier de seguridad Maas, compilado por una computadora sensible. Volvió a guardar el biosoft en la pequeña cartera negra de Conroy, alisó el cierre velero con el pulgar, y se la colgó del cuello.
Tomó conciencia del ruido de las olas que golpeaban los flancos de la plataforma.
—Eh, jefe —dijo alguien desde más allá de la manta color caqui que cubría la entrada al área del dormitorio—, Conroy dice que es hora de que usted inspeccione la tropa; luego usted y él se marcharán. —El barbado rostro de Oakey apareció detrás de la manta. —De no haber sido por eso no lo habría despertado, ¿de acuerdo?
—No estaba durmiendo —dijo Turner, y se levantó, palpando en un gesto reflejo la piel que rodeaba el implante del conector.
—Lástima —dijo Oakey—. Tengo unos sellos que te hacen dormir una hora exacta; luego un pequeño golpe de un buen excitante, otra vez de pie, y listo para lo que salga, de verdad...
Turner meneó la cabeza. —Condúceme hasta donde está Conroy.