Cuando el niño cumplió siete años, Turner tomó la vieja Winchester de caja de nailon de Rudy y caminaron juntos por la vieja carretera, en dirección al claro.
El claro era ya un sitio especial, porque su madre lo había llevado allí el año anterior, y le había enseñado un avión, un avión de verdad, entre los árboles. Se asentaba poco a poco en la tierra, pero te podías sentar en la cabina y fingir que lo pilotabas. Era un secreto, había dicho su madre, y sólo podía hablar de él con su padre y con nadie más. Si ponías la mano en la piel de plástico del avión, la piel cambiaba de color, y quedaba una huella del mismo color de tu mano. Pero esa vez su madre se había puesto rara, y lloró y quiso hablar del tío Rudy, a quien no recordaba. El tío Rudy era una de las cosas que él no comprendía, como algunos de los chistes de su padre. Una vez le había preguntado a su padre por qué era pelirrojo, de dónde lo había sacado, y su padre se había echado a reír y dijo que había sido cosa de un holandés. Entonces su madre arrojó una almohada a su padre, y él nunca supo quién era el holandés.
En el claro, su padre le enseñó a disparar, colocando ramas de pino contra el tronco de un árbol. Cuando el niño se cansó de aquello, se acostaron boca arriba a observar las ardillas. —Le prometí a Sally que no mataríamos nada —dijo su padre, y le explicó los principios básicos de la caza de ardillas. El niño escuchaba, pero parte de él soñaba con el avión. Hacía calor, y podías oír el zumbido de las abejas, cerca, y el agua entre las rocas. Cuando su madre se puso a llorar había dicho que Rudy era un buen hombre, que él le había salvado la vida, que una vez la había salvado de ser joven y estúpida, y otra vez de un hombre muy malo...
—¿Eso es verdad? —preguntó a su padre cuando éste terminó de explicarle lo de las ardillas—. ¿Son tan tontas que siguen viniendo aunque las maten?
—Sí —dijo Turner—, es cierto. —Y sonrió.— Bueno, casi siempre...