Capítulo 11 En posición

Finalmente se permitió tres horas de sueño, en el bunker sin ventanas donde el equipo de punta estableciera el puesto de comando. Había conocido al resto del equipo. Ramírez era menudo, nervioso, a cada momento solicitado por su habilidad como jockey de consola; dependían de él, junto con Jaylene Slide en la plataforma marina, para monitorear el ciberespacio alrededor del sector de retícula que contenía los bancos de datos protegidos por el hielo de los Biolaboratorios Maas; si la Maas advertía su presencia, a último momento él podría estar en condiciones de dar un aviso. También se encargaba de pasar la información médica de la unidad de cirugía a la plataforma, un procedimiento necesariamente complejo si querían hacerlo sin que la Maas se enterase. La línea de transmisión iba hasta una cabina telefónica perdida en el medio de la nada. Más allá de la cabina, él y Jaylene estaban librados a su suerte en la matriz. Si cometían un error la Maas podría hacerles un retroseguimiento e identificarlos con precisión. También estaba Nathan, el técnico de reparaciones, cuya verdadera tarea consistía en velar por el equipo del bunker. Si alguna parte del sistema se estropeaba había al menos una probabilidad de que él la reparase. Nathan pertenecía a la especie que había producido a Oakey y a mil más con quienes Turner había trabajado a lo largo de los años, técnicos independientes que gustaban de ganar dinero corriendo peligro y que habían demostrado poder mantener la boca cerrada. Los otros —Compton Teddy, Costa y Davis— eran sólo costosos refuerzos mercenarios, el tipo de hombre que se alquilaba para ese tipo de trabajos. Pensando en ellos había tenido especial cuidado en interrogar a Sutcliffe acerca de los arreglos para la evacuación. Él había explicado dónde entrarían los helicópteros, el orden de recogida, y exactamente cómo y cuándo recibirían su paga.

Después les había dicho que lo dejasen solo en el bunker, y había ordenado a Webber que lo despertara al cabo de tres horas.

El lugar había sido una estación de bombeo o alguna especie de nexo de redes de tendido eléctrico. Los muñones de tubería plástica que emergían de las paredes podían haber sido líneas de conexión o de desagüe; la habitación no proporcionaba evidencia de que alguno de ellos hubiese estado conectado a nada. El techo, una única losa de hormigón, era demasiado bajo como para que pudiese andar erguido, y había un olor seco y polvoriento que no era del todo desagradable. El equipo había barrido el lugar antes de traer las mesas y los aparatos, pero aún quedaban en el suelo algunas amarillentas hojas de papel de diario que se deshacían al tocarlas. Distinguió palabras, a veces una frase entera.

Las mesas plegables de metal habían sido puestas contra una pared, formando una L; cada brazo soportaba una batería de equipos de comunicaciones de extraordinaria sofisticación. Lo mejor, pensó, que la Hosaka había podido conseguir.

Caminó junto a las mesas encorvado, tocando con extrema suavidad cada consola, cada caja negra. Había un receptor-transmisor militar de banda lateral modificado para transmisión de chorros. Ése sería su enlace en caso de que Ramírez y Jaylene tuviesen problemas con la transferencia de datos. Los chorros eran elaboradas ficciones técnicas pregrabadas, codificadas por los criptógrafos de la Hosaka. El contenido de cada chorro, aisladamente, no tenía sentido alguno, pero la secuencia en que se transmitieran formaría mensajes sencillos. La secuencia B/C/A informaría a la Hosaka de la llegada de Mitchell; F/D indicaría su partida del lugar, mientras que F/G señalaría su muerte y la consiguiente clausura de la operación. Turner tocó de nuevo el equipo de banda lateral; frunció el ceño. No lo satisfacía el modo en que Sutcliffe había dispuesto aquello. Si la extracción era descubierta era poco probable que pudieran salir, ni mucho menos salir limpios, y Webber le había informado discretamente que, en caso de haber problemas, se le había ordenado utilizar un cohete antitanque manual contra los médicos en su unidad miniatura de cirugía. —Ellos lo saben — dijo-. Y puedes apostar que cobran bien por eso.

Los demás dependían de los helicópteros, cuya base estaba en Tucson. Turner asumió que la Maas, de recibir una alerta, los liquidaría sin problemas al llegar. Cuando planteó su objeción a Sutcliffe el australiano sólo se encogió de hombros: -No es la forma en que yo lo armaría en condiciones ideales, amigo, pero a todos nos trajeron sin damos mucho tiempo, ¿no?

Junto al receptor-transmisor había un sofisticado biomonitor Sony conectado directamente a la cápsula de cirugía y cargado con el historial médico grabado en el dossier biosoft de Mitchell. Los médicos, llegado el momento, registrarían el historial del defector; simultáneamente, los procedimientos que llevaran a cabo en la cápsula serían retroalimentados a la Sony y verificados, listos para que Ramírez les aplicara el hielo y los enviara al ciberespacio, donde Jaylene Slide estaría a la espera desde su sitio en la plataforma petrolera. Si no había fallos, la actualización médica estaría esperando en el complejo de Ciudad de México de la Hosaka cuando Turner llevara a Mitchell en el jet. Turner nunca había visto algo como el Sony, pero supuso que el holandés tendría algo muy similar en su clínica de Singapur. Al recordarlo se llevó la mano al pecho desnudo donde, inconscientemente, trazó la desaparecida línea de una cicatriz de injerto.

La segunda mesa sustentaba el equipo de ciberespacio. La consola era idéntica a la que él había visto en la plataforma petrolera, un prototipo Maas-Neotek. La configuración del tablero era estándar, pero Conroy había dicho que estaba armado a partir de biochips nuevos. Sobre la consola había un mazacote de plástico explosivo color rosa pálido del tamaño de un puño; alguien, quizá Ramírez, había marcado con el pulgar cavidades gemelas similares a ojos y una tosca curva de sonrisa de idiota. Dos hilos conductores, uno azul, el otro amarillo, corrían desde la rosada frente de la cara hasta uno de los negros tubos abiertos que emergían de la pared detrás de la consola. Otra de las tareas de Webber si el lugar corría peligro de abordaje. Turner miró los cables con expresión preocupada; una carga de esas dimensiones, en aquel reducido y cerrado espacio, garantizaba la muerte para todos los ocupantes del bunker.

Con los hombros doloridos, rozando el áspero hormigón del techo con la cabeza, prosiguió su inspección. El resto de la mesa estaba ocupado por los periféricos de la consola, una serie de cajas negras emplazadas con obsesiva precisión. Sospechaba que cada unidad estaba a una distancia específica de su vecina, formando una hilera perfecta. El mismo Ramírez las había colocado así, y Turner estaba seguro de que si tocaba una, si la movía aunque más no fuera un milímetro, el jockey se daría cuenta. Había observado el mismo toque neurótico en otros operadores de consola y no le decía nada acerca de Ramírez. Había visto a otros jockeys cuya actitud era la inversa; enmarañaban deliberadamente su equipo en un nido de ratas de cables y conductos, tenían pánico del orden y forraban sus consolas con calcomanías de dados y calaveras infernales. No había modo de saber, pensó; o bien Ramírez era bueno, o tal vez pronto estarían todos muertos.

Al otro extremo de la mesa había cinco receptores-transmisores de auricular Telefunken con micrófonos adhesivos, aún sellados en envases de burbuja individuales. Durante la fase crucial de la defección, que Turner suponía comprendida entre veinte minutos antes y veinte minutos después de la llegada de Mitchell, él, Ramírez, Sutcliffe, Webber y Lynch estarían enlazados, aunque el uso de los aparatos debía mantenerse en un mínimo absoluto. Detrás de los Telefunken había un envase plástico sin marcas que contenía veinte calentadores de manos catalíticos de fabricación sueca, lisos y planos rectángulos de acero inoxidable, cada uno en su propia bolsa de cordel, de franela rojo Navidad. —Eres un hijo de puta inteligente —dijo al envase—. Ésa podría habérseme ocurrido a mí...

Durmió en una colchoneta de espuma sobre el suelo del puesto de comando, usando el anorak como cobertor. Conroy había tenido razón con respecto a la noche del desierto, pero el hormigón parecía almacenar el calor del día. No se quitó los pantalones militares ni los zapatos; Webber le había aconsejado que sacudiera los zapatos y la ropa cada vez que se vistiera. —Escorpiones —dijo ella—. Les gusta el sudor, cualquier tipo de humedad. —Antes de acostarse sacó la Smith & Wesson de la funda de nailon, apoyándola cuidadosamente junto a la colchoneta. Dejó encendidos dos faroles de batería y cerró los ojos.

Y se deslizó dentro de un mar de sueño poco pro fundo, imágenes que pasaban a su lado, fragmentos del dossier de Mitchell mezclándose con escenas de su propia vida. Él y Mitchell conduciendo un autobús a través de una cascada de cristal templado, entrando en el vestíbulo de un hotel en Marrakesh. El científico daba gritos de alegría al tiempo que pulsaba el botón que detonaba las dos docenas de cajas de CN selladas a los costados del vehículo, y Oakey también estaba ahí, ofreciéndole whisky, y cocaína peruana, amarilla, sobre un espejo redondo con bordes de plástico que había visto por última vez en el bolso de Allison. Creyó ver a Allison en alguna parte, por las ventanas del autobús, ahogándose en las nubes de gas, e intentó decírselo a Oakey, trató de señalarla, pero el vidrio estaba cubierto por hologramas mexicanos de santos, postales de la Virgen, y Oakey sostenía algo redondo y liso, un globo de cristal rosado, y vio una araña agazapada en el centro, una araña de mercurio, pero Mitchell se reía, los dientes llenos de sangre, y extendía su mano abierta ofreciendo a Turner el biosoft gris. Turner vio que el dossier era un cerebro, rosado grisáceo bajo una membrana húmeda y transparente, latiendo suavemente en la mano de Mitchell; y entonces cayó rodando por algún submarino abismo del sueño y se acomodó tranquilamente en una noche sin estrellas.

Webber lo despertó, sus duros rasgos enmarcados en el vano cuadrado, los hombros cubiertos por la pesada manta militar que cubría la entrada

—Pasaron tus tres horas. Los médicos ya están despiertos, si quieres hablar con ellos. —Se retiró, el rechinar de sus botas sobre la grava. Los médicos de la Hosaka esperaban junto a la unidad autocontenida de neurocirugía. Bajo el amanecer del desierto parecía que acabaran de salir de alguna especie de transmisor de materia, con su informal vestimenta Ginza, arrugada a la moda. Uno de los hombres estaba envuelto en un chaleco tejido a mano que le quedaba demasiado grande, el tipo de chaleco con cinturón que Turner había visto llevar a los turistas en Ciudad de México. Los otros dos vestían lujosos anoraks de esquí contra el frío del desierto. Los hombres eran una cabeza más bajos que la coreana, una estilizada mujer de rasgos fuertes y arcaicos y una cresta de pelo rojizo que hizo pensar a Turner en aves de rapiña. Conroy había comentado que los dos japoneses eran hombres de la Hosaka, y Turner pudo advertirlo con facilidad; sólo la mujer tenía la actitud, la pose que correspondía al mundo de Turner, y ella era una delincuente, una practicante de la medicina negra. Se sentiría a gusto con el holandés, pensó él.

—Yo soy Turner —dijo—. Estoy a cargo de todo esto.

—Usted no necesita saber nuestros nombres —dijo la mujer, al tiempo que los dos hombres de la Hosaka se inclinaban automáticamente. Intercambiaron miradas, miraron a Turner, luego volvieron a mirar a la coreana.

—No —dijo Turner—, no es necesario.

—¿Por qué se nos sigue negando el acceso al historial médico del paciente? —preguntó la coreana.

—Seguridad —dijo Turner; la respuesta fue casi un reflejo inconsciente. De hecho, no encontraba ninguna razón para impedirles que estudiaran los archivos de Mitchell.

La mujer se encogió de hombros, dio media vuelta, el rostro escondido por el cuello levantado de su chaqueta aislante.

—¿Le gustaría inspeccionar la unidad de cirugía? —preguntó el hombre del chaleco abultado; el rostro cortés, alerta, era una perfecta máscara empresarial.

—No —dijo Turner—. Los trasladaremos a la base veinte minutos antes de la llegada de Mitchell. Quitaremos las ruedas, nivelaremos las cápsulas con criques. El conducto de desagüe será desconectado. Quiero que todo esté listo para funcionar cinco minutos después de haberlos bajado.

—No habrá ningún problema —dijo el otro hombre sonriendo.

—Ahora quiero que me digan qué estarán haciendo allí dentro, qué le harán, y qué efectos puede tener sobre él.

—¿No lo sabe usted? —preguntó la mujer, con aspereza, volviéndose para encararlo.

—Dije que quiero que ustedes me lo digan —respondió Turner.

—Realizaremos una exploración inmediata para implantes letales —dijo el hombre del chaleco.

—¿Cargas en la corteza? ¿Ese tipo de cosas?

—Dudo —dijo el otro hombre— de que encontremos algo tan basto; pero sí haremos un rastreo de todo el espectro de dispositivos letales. Al mismo tiempo haremos un análisis de sangre completo. Tenemos entendido que sus jefes actuales trabajan con sistemas químicos sumamente sofisticados. Es posible que el mayor peligro esté en esa dirección...

—Actualmente está muy de moda equipar a los altos ejecutivos con bombas modificadas de insulina subcutáneas —intervino su colega—. El sistema del individuo puede ser llevado a una dependencia artificial de ciertas enzimas análogas sintéticas. A menos que el implante subcutáneo sea recargado a intervalos regulares, la separación de la fuente, la compañía, puede provocar un trauma.

—Estamos preparados para enfrentarnos a eso también —dijo el otro.

—Ninguno de ustedes está ni siquiera remotamente preparado para enfrentarse a lo que yo sospecho que encontraremos —dijo la coreana, con voz tan fría como el viento que ahora soplaba del este. Turner oyó silbar la arena sobre la oxidada lámina de metal que los cubría.

—Usted —le dijo Turner—, venga conmigo. —Entonces se volvió, sin mirar hacia atrás, y se alejó. Era probable que ella no obedeciese su orden, en cuyo caso él perdería autoridad frente a los otros dos, pero parecía lo correcto. A diez metros de la cápsula de cirugía, se detuvo. Escuchó los pasos de ella sobre la grava. —¿Qué es lo que sabe? —preguntó sin volverse. —Tal vez no más que usted —dijo la mujer—, tal vez más.

—Más que sus colegas, obviamente. —Son hombres capaces en extremo. También son... sirvientes.

—Y usted no lo es.

—Tú tampoco, mercenario. Fui contratada en la mejor clínica pirata de Chiba. Se me dio una gran cantidad de material de estudio para que preparase mi encuentro con este ilustre paciente. Las clínicas negras de Chiba son lo último en medicina; ni siquiera la Hosaka podría saber que mi nivel en la medicina negra me permitiría adivinar lo que su detector lleva en la cabeza. La calle siempre procura usar las cosas como mejor le sirvan, señor Turner. Ya he sido contratada varias veces para intentar la extracción de estos nuevos implantes.

Una cierta cantidad de biocircuitos avanzados de la Maas se ha infiltrado en el mercado. Estos intentos de implantación son un paso lógico. Sospecho que la Maas permite deliberadamente esas filtraciones.

—Entonces explíquemelo.

—No creo que pueda —dijo ella, y había un extraño deje de resignación en su voz—. Le he dicho que lo he visto. No le he dicho que lo haya entendido. —Las puntas de sus dedos rozaron inesperadamente la piel junto al conector craneal de Turnen — Esto, comparado con los implantes de biochips, es como una pata de palo frente a una prótesis mioeléctrica.

—Pero, ¿correrá peligro su vida, en este caso?

—Oh, no —dijo ella, retirando la mano—, no la de //... —Y entonces la escuchó caminar arrastrando los pies, de regreso a la unidad de cirugía.

Conroy envió a un mensajero con el paquete de software que permitiría a Turner pilotar el jet en que llevaría a Mitchell al complejo de la Hosaka en Ciudad de México. El mensajero era un hombre de ojos salvajes y piel ennegrecida por el sol al que Lynch llamó Harry, una atlética aparición que llegó pedaleando desde Tucson, en una bicicleta llena de costras de arena con gastadas cubiertas y un manillar envuelto con tiras de amarillento cuero sin curtir. Lynch condujo a Harry por el estacionamiento. Harry estaba cantando, un extraño sonido en el obligado silencio del lugar, y su canción, si a eso se podía llamar canción, sonaba como cuando alguien sintoniza al azar una radio defectuosa, recorriendo millas de medianoche en el dial, captando gritos de gospel y fragmentos de veinte años de pop internacional. Harry llevaba la bicicleta colgada de un hombro quemado y huesudo.

—Harry te ha traído algo de Tucson —dijo Lynch.

—¿Os conocéis? —preguntó Turner mirando directamente a Lynch—. ¿Tenéis algún amigo común?

—¿Qué se supone que significa eso? —preguntó Lynch.

Turner sostuvo su mirada.

—Sabes su nombre.

—Fue él quien me dijo su maldito nombre, Turner.

—Me llamo Harry —dijo el hombre quemado. Dejó caer la bicicleta sobre una mata de arbustos.

Su vacua sonrisa dejó al descubierto unos dientes irregularmente implantados. Sobre el pecho desnudo, cubierto por una película de polvo y sudor, llevaba colgados lazos de finas cadenas de metal, tiras de cuero, fragmentos de cuernos y pieles de animales, cartuchos de bala, monedas de cobre gastadas hasta perder el relieve, y una pequeña bolsa de cuero suave y marrón.

Turner miró el conjunto de objetos que pendían sobre el escuálido pecho y extendió la mano, tocando un pedazo de cartílago torcido que colgaba de un cordel trenzado. —¿Qué diablos es esto, Harry?

—Es un pito de mapache —dijo Harry—. Los mapaches tienen un hueso articulado en el pito. No mucha gente lo sabe.

—¿Habías conocido antes a mi amigo Lynch, Harry?

Harry parpadeó.

—Sabía la contraseña —dijo Lynch—. Hay una jerarquía de urgencias. Él conocía a los responsables. Me dio su nombre. ¿Me necesitas aquí o puedo volver a mi trabajo?

—Vete —dijo Turner.

Cuando Lynch se hubo alejado lo suficiente, Harry comenzó a manipular las tiras que sellaban la bolsa de cuero. —No deberías ser duro con él —dijo—. Es muy bueno, de verdad. De hecho, no lo vi hasta que me apuntó al cuello con el flechero. —Abrió la bolsa y metió la mano con cuidado.

—Dile a Conroy que lo tengo marcado.

—Perdona —dijo Harry, sacando de la bolsa una hoja amarilla de cuaderno doblada—. ¿A quién tienes marcado? —Se la dio a Turner; dentro había algo.

—A Lynch. Es el topo de Conroy aquí. Díselo. —Desplegó el papel y sacó el grueso microsoft militar. Había una nota en mayúsculas azules: buena suerte, imbécil nos vemos en el d.f.

—¿De verdad quieres que le diga eso?

— Díselo.

—Tú mandas.

—Y bien que lo sabes —dijo Turner, arrugando el papel y metiéndolo en la axila izquierda de Harry. Harry sonrió de forma dulce e inocente, y la inteligencia que había dejado entrever desapareció otra vez, como un animal acuático atontado por el sol, sumergiéndose sin esfuerzo en un calmo mar de estulticia. Turner lo miró a los ojos, ópalo amarillo y agrietado, y no vio en ellos más que el sol y la autopista. Una mano a la que le faltaban articulaciones se alzó para rascar distraídamente una barba de varios días—. Bueno —dijo Turner. Harry se volvió, levantó su bicicleta de la mata de arbustos, se la colgó al hombro con un gruñido y empezó a cruzar el abandonado estacionamiento. Sus pantalones cortos color caqui, demasiado grandes y hechos jirones, se agitaron con el viento, y su colección de cadenas tintineaba suavemente.

Sutcliffe silbó desde una elevación veinte metros más allá, sosteniendo en alto un rollo de cinta anaranjada de agrimensura. Era hora de comenzar con el trazado de la pista de aterrizaje de Mitchell. Tendrían que trabajar rápido, antes de que el sol estuviese demasiado alto; de todos modos iba a hacer calor.

—Bueno —dijo Webber—, llegará por el aire. —Escupió un jugo marrón sobre un cacto amarillento. Su mejilla estaba inflada con tabaco de Copenhague.

—Correcto —dijo Turner. Se sentó junto a ella sobre un saliente de pizarra oscura. Observaban a Lynch y a Nathan, quienes limpiaban la pista que él y Sutcliffe habían marcado con la cinta anaranjada. La cinta delimitaba un rectángulo de cuatro metros de ancho por veinte de largo. Lynch llevó un oxidado segmento de perfil doble T hasta la cinta y lo arrojó al otro lado. Algo se deslizó entre las matas cuando el perfil sonó contra el hormigón.

—Pueden ver esa cinta, si quieren —dijo Webber mientras se secaba los labios con el dorso de la mano—. Si quieren pueden leer los titulares de tu facsímil matutino.

—Lo sé —dijo Turner—, pero si todavía ignoran que estamos aquí no creo que lo hagan. Y no puede verse desde la autopista. —Se ajustó la gorra negra de nailon que le había dado Ramírez, tirando de la visera hasta que ésta tocó sus gafas de sol—. De todos modos, sólo moveremos las cosas pesadas, las cosas que podrían arrancar una pierna. Desde el espacio no parecerá nada en especial.

—No —asintió Webber, un marcado rostro impávido bajo las gafas de sol. Desde donde estaba, Turner podía oler su sudor intenso y animal.

—¿Qué diablos haces, Webber, cuando no estás haciendo esto? —La miró.

—Tal vez mucho más de lo que haces tú —dijo ella—. Parte del tiempo la dedico a criar perros. —Sacó un cuchillo de una de sus botas y se puso a afilarlo contra la suela raspándolo suavemente en cada pasada, como un barbero mexicano sacando filo a su navaja de afeitar.— Y pesco. Truchas.

—¿Tienes a alguien en Nuevo México?

—Tal vez más que tú —respondió con parquedad—. Supongo que los tipos como tú y Sutcliffe no sois de ningún sitio. Aquí es donde vivís, ¿no es así, Turner? En el lugar del trabajo, hoy, el día en que tu chico sale. ¿Verdad? —Probó la hoja del cuchillo en la yema del pulgar antes de volver a meterlo en su funda.

—¿Pero tienes a alguien? ¿Hay un hombre esperándote?

—Una mujer, ya que quieres saberlo —dijo ella—. ¿Sabes algo acerca de la cría de perros?

—No —dijo él.

—Ya me parecía. —Lo miró a contraluz.— Tenemos una niña, también. Nuestra. Ella fue la madre.

—¿Fisión de ADN?

Ella asintió.

—Eso es caro —dijo él.

—Lo sabes; no estaría aquí si no tuviésemos que pagarlo. Pero es hermosa.

—¿Tu mujer?

—Nuestra hija.

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