Capítulo 5 El trabajo

Marly se alojó en un pequeño hotel con plantas verdes en grandes tiestos de bronce y los corredores embaldosados como viejos dameros de mármol. El ascensor era una jaula con doradas volutas y paneles de palo de rosa que olían a aceite de limón y a cigarrillos.

Su habitación estaba en el quinto piso. Una alta ventana, el tipo de las que de verdad pueden abrirse, dominaba la avenida. Cuando el sonriente botones se hubo marchado, ella se dejó caer en un sillón cuyo tapizado de felpa contrastaba con la discreta alfombra belga. Abrió por última vez la cremallera de sus gastadas botas parisienses, se las quitó de un puntapié, y miró la docena de bolsas de plástico que el botones había dispuesto sobre la cama. Al día siguiente, pensó, compraría maletas. Y un cepillo de dientes.

—Estoy conmocionada —dijo dirigiéndose a las bolsas—. Debo tener cuidado. Ahora nada parece real. —Miró hacia abajo y vio que una de sus medias se había desgarrado en la punta. Sacudió la cabeza. Su bolso nuevo estaba sobre la mesa de mármol blanco junto a la cama; era de cuero negro, curtido hasta quedar grueso y suave como la mantequilla flamenca. Había costado más de lo que le hubiera debido a Andrea por su parte del alquiler de un mes, y era también el valor de una sola noche en aquel hotel. El bolso contenía su pasaporte y la ficha de crédito que le había sido entregada en la Galerie Duperey, respaldada por una cuenta a su nombre en una sucursal orbital del Nederlands Algemeen Bank.

Entró en el cuarto de baño y manipuló las palancas de bronce pulido de la gran bañera blanca. De un dispositivo de filtración japonés brotó silbando una columna de agua caliente. El hotel proporcionaba paquetes de sales de baño, tubos de cremas y aceites perfumados. Vació en la bañera uno de estos últimos a medida que ésta se llenaba y comenzó a quitarse la ropa, sintiendo una punzada de pérdida cuando arrojó la Sally Stanley al suelo. Hasta una hora antes, la chaqueta, que ya tenía un año, había sido su prenda favorita y tal vez el objeto más caro que hubiese poseído jamás. Ahora era algo para que se llevara el personal de la limpieza; lo más probable es que terminara en uno de los mercados de pulgas de la ciudad, el tipo de sitio donde había buscado gangas en sus tiempos de estudiante de Bellas Artes...

Los espejos se empañaron y comenzaron a gotear a medida que la habitación se iba llenando de un vapor perfumado, difuminando la imagen de su desnudez. ¿Era así de fácil en realidad? ¿La dorada ficha de crédito de Virek la había alejado de su infelicidad, trayéndola a este hotel donde las toallas eran blancas, gruesas y ásperas? Tenía conciencia de un cierto vértigo espiritual, como si temblara al borde de un precipicio. Se preguntó cuan poderoso podía llegar a ser el dinero, si una tuviera lo bastante, realmente lo bastante. Supuso que sólo los Virek de este mundo podían saberlo en realidad, y con toda seguridad eran funcionalmente incapaces de saberlo; preguntarle a Virek sería como interrogar a un pez para saber más acerca del agua. Sí, querida, está mojada; sí, querida, por cierto que es tibia, perfumada, limpia. Entró en la bañera y se acostó. Mañana se haría cortar el pelo. En París.

El teléfono de Andrea sonó dieciséis veces antes de que Marly recordase el programa especial. Aún estaría conectado, y este pequeño y costoso hotel de Bruselas no figuraría en la lista. Cuando se inclinó para volver a colocar sobre la mesa de mármol el microteléfono, éste tintineó una vez, suavemente.

—Un mensajero ha entregado un paquete, de la Galerie Duperey.

Cuando el botones —esta vez un hombre más joven, moreno y quizás español— se marchó, llevó el paquete hasta la ventana y lo hizo girar entre sus manos. Estaba envuelto en una sola hoja de papel artesanal, gris oscuro, doblado y dispuesto de esa misteriosa manera japonesa que no requería ni cola ni cordel, y que una vez que lo hubiese abierto, sabía que jamás sería capaz de volver a doblarlo. El nombre y la dirección de la Galerie estaban grabados en una esquina, y su nombre y el del hotel escritos a mano en el centro del paquete con perfectas letras cursivas.

Desdobló el papel y se encontró sosteniendo un holoproyector Braun nuevo y un sobre chato de plástico transparente. El sobre contenía siete etiquetas de holofichas numeradas. Más allá del diminuto balcón de hierro, el sol se ponía, pintando de oro la Ciudad Vieja. Oyó bocinas de coches y gritos de niños. Cerró la ventana y fue hasta un pequeño escritorio. El Braun era un liso rectángulo negro que funcionaba con baterías solares. Verificó la carga, tomó la primera holoficha del sobre y la introdujo.

La caja que viera en la simulación representada por Virek en el Parque Güell se abrió encima del Braun, brillando con la cristalina resolución de los mejores hologramas de calidad museística. Hueso y oro de circuito impreso, encaje muerto, y una pequeña, blanca y opaca esfera de arcilla amasada. Marly sacudió la cabeza. ¿Cómo podía alguien haber dispuesto estos desechos de forma tal que llegaran al corazón, ensartándose en el alma como un anzuelo? Pero entonces comprendió. Podía hacerse; lo sabía: había sido hecho hacía muchos años por un hombre llamado Cornell, quien también había fabricado cajas.

Luego miró hacia la izquierda, donde el elegante papel gris yacía sobre el escritorio. Había escogido este hotel al azar, cuando se había cansado de hacer compras. No había dicho a nadie que se alojaría en él, y por cierto a nadie de la Galerie Duperey.

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