Capítulo 6 Barrytown

Permaneció inconsciente cerca de ocho horas, según el reloj del Hitachi de su madre. Volvió en sí mirando la polvorienta esfera, y sintiendo un objeto duro bajo el muslo. La Ono-Sendai. Se dio la vuelta. Rancio olor a vómito.

Después estaba en la ducha, no del todo seguro de cómo había llegado hasta allí, abriendo los grifos sin haberse quitado la ropa. Arañó y apretó y se estiró la piel de la cara. Tenía la consistencia de una máscara de goma.

«Algo sucedió.» Algo malo, grande, no estaba seguro de qué.

Su ropa mojada se fue amontonando sobre el suelo de baldosas de la ducha. Por fin salió, fue hasta el lavabo y se apartó de los ojos el pelo mojado; examinó el rostro en el espejo. Bobby Newmark, ningún problema.

—No, Bobby, problemas. Tienes un problema... Con la toalla sobre los hombros, goteando agua, atravesó el estrecho vestíbulo en dirección a su dormitorio, un pequeño espacio en forma de cuña al fondo del apartamento. Al entrar se encendió su unidad holoporno, media docena de chicas sonreían y lo miraban de reojo con evidente placer. Parecían estar más allá de las paredes de la habitación, en brumosas perspectivas de espacio verde azulado, con sus blancas sonrisas y sus jóvenes y firmes cuerpos brillando como neón. Dos de ellas se acercaron y comenzaron a acariciarse.

—Basta —dijo.

La unidad de proyección se apagó al instante con su sola orden; las chicas de ensueño desaparecieron. El aparato había pertenecido en un tiempo al hermano mayor de Ling Warren; los peinados y la ropa de las chicas estaban pasadas de moda, y eran ligeramente ridículos. Podías hablar con ellas y conseguir que se hiciesen cosas a sí mismas y entre ellas. Bobby recordaba tener trece años y estar enamorado de Brandi, la de los pantalones de látex azul. Ahora valoraba las proyecciones más que nada por la ilusión de espacio que eran capaces de generar en el improvisado dormitorio.

—Algo pasó, maldita sea —dijo, poniéndose los pantalones negros y una camisa casi limpia. Sacudió la cabeza—. ¿Qué? ¿Qué mierda? —¿Algún exceso de energía en la línea? ¿Algo que la Autoridad de Fisión no pudo controlar? Tal vez la base que intentara invadir había sufrido un extraño desperfecto, o había sido atacada desde otro punto..., pero le quedaba la sensación de haberse encontrado con alguien, alguien que... De un modo inconsciente extendió su mano derecha, los dedos abiertos, implorantes.— Mierda —dijo. Los dedos se cerraron en un puño. Luego lo recordó: primero, la sensación del objeto grande, el objeto realmente grande, buscándolo a través del ciberespacio, y después la impresión de una chica. Alguien moreno, delgado, escondido, extraña oscuridad luminosa llena de estrellas y viento. Pero cuando su mente fue en busca de ella, se escapó.

Hambriento, se puso las sandalias y se dirigió a la cocina, frotándose el pelo con una toalla húmeda. Al pasar por la sala, advirtió el ON acusador de la Ono-Sendai que lo miraba fijamente desde la alfombra. —Mierda. —Permaneció allí mordiéndose el labio. Todavía estaba en conexión. ¿Sería posible que aún permaneciese enlazada a la base que había intentado invadir? ¿Tendrían alguna forma de saber que no estaba muerto? No tenía idea. Pero de lo que sí estaba seguro era de que tendrían su número y todo el resto. No se había molestado en provocar los cortocircuitos que les hubiesen impedido un retroseguimiento.

Tenían su dirección.

Se olvidó del hambre, corrió al cuarto de baño y hurgó entre la ropa empapada hasta encontrar su ficha de crédito.

Tenía doscientos diez Nuevos Yens metidos en el mango hueco de plástico de un destornillador multibit. Con destornillador y ficha de crédito seguros en los téjanos, se puso su más viejo y pesado par de botas, y manoteó entre la ropa sucia que estaba debajo de la cama. Sacó una chaqueta de lona negra con al menos doce bolsillos, uno de los cuales era una especie de mochila a la altura de los riñones. Debajo de su almohada había un cuchillo japonés de lanzamiento con empuñadura naranja; lo guardó en un estrecho bolsillo de la manga izquierda de la chaqueta, cerca del puño.

Las chicas del holoporno se encendieron en el momento en que salía: — Bobby, Bobb-y, ven a jugar...

En la sala, desenchufó la Ono-Sendai del panel del Hitachi, enrolló el cable de fibra óptica y lo metió en un bolsillo. Hizo lo mismo con los trodos, y colocó la Ono-Sendai en el bolsillo-mochila de la chaqueta.

Las cortinas continuaban cerradas. Se sintió eufórico de nuevo. Se iba. Tenía que irse. Ya había olvidado la patética ternura que su roce con la muerte había generado. Con cuidado, separó las cortinas una pulgada, y miró hacia afuera.

Atardecía. Pocas horas después, las primeras luces comenzarían a parpadear en las oscuras moles de los Proyectos. El Gran Campo de Juego se abría como un océano de hormigón; los Proyectos se alzaban más allá de la ribera opuesta, vastas estructuras rectilíneas suavizadas por un aleatorio trazado superpuesto de balcones invernadero retractiles, acuarios de anguilas, sistemas de calefacción solar, y las omnipresentes antenas parabólicas.

Dos-por-Día estaría allí ahora, durmiendo, en un mundo que Bobby nunca había visto, el mundo de una arcología de mentráfico. Dos-por-Día bajaba para hacer sus negocios, en especial con los salchicheros de Barrytown, y luego volvía a subir. A Bobby siempre le había parecido bueno, allá arriba: tantas cosas pasaban en los balcones por las noches, entre las rojizas manchas de las barbacoas, niños en ropa interior pululando como monitos, tan pequeños que apenas podías verlos. A veces cambiaba la dirección del viento y el olor a comida se instalaba sobre el Gran Campo de Juego; otras veces podías ver un ultraligero salir planeando de las azoteas de algún país secreto, tan alto, allá arriba. Y siempre el ritmo entremezclado de un millón de altavoces, ondas de música que palpitaban y se desvanecían hilvanándose en el viento.

Dos-por-Día nunca hablaba de su vida, del lugar que habitaba. Dos-por-Día hablaba de negocios o, para ser más sociable, de mujeres. Lo que Dos-por-Día opinaba acerca de las mujeres hacía que Bobby quisiera más que nunca salir de Barrytown, y Bobby sabía que los negocios iban a ser su billete de salida. Pero ahora necesitaba al traficante de un modo diferente porque ahora estaba totalmente perdido.

Tal vez Dos-por-Día era capaz de decirle lo que es taba sucediendo. No era de suponer que hubiese nada letal alrededor de aquella base. Dos-por-Día la había escogido para él, y luego le había alquilado el software necesario para acceder a ella. Y Dos-por-Día estaba preparado para colocar cualquier cosa que Bobby hubiera podido conseguir. Así que Dos-por-Día tenía que saber. Saber algo, por lo menos.

—Ni siquiera sé tu número, viejo —dijo a los Proyectos, dejando que las cortinas se cerrasen. ¿Debería dejar algo para su madre? ¿Una nota?—. A la mierda —dijo a la habitación detrás de él—, fuera de aquí —y salió por la puerta y caminó por el corredor, dirigiéndose alas escaleras—. Para siempre —añadió, abriendo de un puntapié una puerta de salida.

El Gran Campo de Juego parecía lo bastante seguro, salvo por la presencia de un descamisado barrendero absorto en alguna furiosa conversación con Dios. Bobby lo evitó dando un largo rodeo; gritaba y saltaba y cortaba el aire con golpes de karate. El barrendero tenía sangre seca en sus pies descalzos y los restos de lo que probablemente había sido un corte de pelo Lobe.

El Gran Campo de Juego era territorio neutral, al menos en teoría, los Lobes estaban vagamente confederados con los Gothicks; Bobby tenía sólidas afinidades con estos últimos, pero conservaba su estatus de independiente. Barrytown era un sitio arriesgado para ser independiente. Al menos, pensaba mientras la indignada monserga del barrendero se perdía a sus espaldas, las pandillas proporcionaban un mínimo de estructura. Si eras Gothick y los Kasuals te cortaban en rebanadas, había una razón. Tal vez las razones de base que los sustentaban fuesen absurdas, pero había reglas. Pero los independientes eran cortados en rebanadas por camorreros drogados, por lunáticos nómadas y depredadores que venían de sitios tan lejanos como Nueva York, como aquel Coleccionista de Penes del verano anterior, que guardaba sus trofeos en una bolsa de plástico metida en el bolsillo...

Bobby había estado intentando trazar un camino que lo sacara de este paisaje desde el día de su nacimiento, o por lo menos así lo sentía. Ahora, mientras caminaba, la consola de ciberespacio golpeaba contra su espalda. Como si ésta, también, lo instara a irse. —Vamos, Dos-por-Día —dijo a los Proyectos que se alzaban frente a él—, mueve el culo de una vez y aparece en el Leon's cuando yo llegue, ¿de acuerdo?

Dos-por-Día no estaba en el Leon's.

Nadie estaba allí, a menos que quisieras contar a León, que hurgaba los misterios interiores de un conversor mural con un sujetapapeles doblado.

—¿Por qué no consigues un martillo y golpeas el jodido chisme hasta que funcione? —preguntó Bobby—. El resultado sería el mismo.

León levantó la vista. Tendría entre cuarenta y cincuenta años, pero era difícil saberlo. No parecía pertenecer a ninguna raza en especial; o, según la luz, parecía ser de alguna raza a la que nadie más perteneciera. Gran cantidad de huesos faciales hipertróficos y una melena negra, ensortijada y sin brillo. Su club pirata, instalado en un sótano, constituía desde hacía más de dos años una parte de la vida de Bobby.

León fijó en Bobby su estúpida mirada desconcertante de pupilas gris nacarado con una pizca de verde traslúcido. Los ojos de León hacían pensar a Bobby en ostras y esmalte de uñas, dos cosas en las cuales no le gustaba pensar demasiado cuando de ojos se trataba. El color era como el que podía utilizarse para tapizar los taburetes de un bar.

—Te digo que no podrás arreglar esa mierda sólo con manosearla —añadió Bobby, molesto.

León sacudió la cabeza y volvió a su exploración. La gente pagaba por entrar en el lugar porque León pirateaba kino y simestim de las redes de cable y emitía muchas cosas a las que los de Barrytown normalmente no podían acceder de otra forma. En la trastienda se hacían negocios y se aceptaban «donaciones» para tomar un trago: en particular licor de Ohio puro cortado con una bebida de naranja sintética que León utilizaba en cantidades industriales.

—Eh, León, dime... —comenzó Bobby otra vez—, ¿has visto a Dos-por-Día por aquí últimamente?

Los horribles ojos volvieron a alzarse y contemplaron a Bobby durante un lapso demasiado prolongado para su gusto.

—No.

—¿Tal vez anoche?

—No.

—¿La noche anterior?

—No.

— Ah. De acuerdo. Gracias. —No tenía sentido seguir molestando a León. En realidad, había muchas razones por las cuales no convenía hacerlo. Bobby miró a su alrededor, a la amplia y oscura habitación, las unidades simestim y las pantallas de kino apagadas. El club estaba formado por una serie de habitaciones idénticas, en el sótano de un edificio semirresidencial ubicado en una zona de viviendas unipersonales salpicada de industrias ligeras. Buena aislación acústica: casi nunca podías oír la música desde afuera. Muchas noches había salido del Leon's, con la cabeza saturada de ruido y pastillas, a lo que parecía un mágico vacío de silencio; los oídos le vibraban todo el camino hasta casa mientras cruzaba El Gran Campo de Juego.

Ahora disponía de cerca de una hora antes de que los primeros Gothicks empezaran a llegar. Los traficantes, más que nada negros de los Proyectos o blancos de la ciudad o de algún otro suburbio, no aparecerían hasta que hubiese un lote de Gothicks con quienes poder hacer negocio. Nada era peor para la imagen de un traficante que quedarse sentado esperando, porque eso era sinónimo de inacción, y no había ningún traficante de los duros que se quedase en el Leon's tan sólo por el placer de quedarse allí. Todo mierda de salchicheros, en el Leon's: tipos que pasaban el fin de semana con sus consolas baratas, mirando kinos japoneses acerca de rompehielos...

Pero Dos-por-Día no era así, se dijo mientras subía las escaleras de hormigón. Dos-por-Día estaba en camino. Estaba alejándose de los Proyectos, de Barrytown, del Leon's. En camino a la Ciudad. A París, quizás, o a Chiba. La Ono-Sendai le golpeó la columna vertebral. Recordó que la cassette rompehielos de Dos-por-Día aún estaba adentro. No quería tener que explicarle eso a nadie. Pasó junto a un quiosco de periódicos. Un fax amarillo de la edición de Nueva York del Asahi Shimbun estaba siendo proyectado tras una ventana de plástico en la pared espejada, un gobierno que caía en África, cacharros rusos en Marte...

Era en esa hora del día en que podías ver las cosas con mucha claridad, ver cada pequeño detalle a lo lejos: el verde de los retoños que comenzaban a brotar en las negras ramas de los árboles incrustados en el hormigón; el destello de acero en la bota de una chica a cien metros de distancia; como mirar a través de una especie de agua que facilitaba la visión, a pesar de lo oscuro que ya estaba. Se volvió y contempló los Proyectos. Allí había pisos enteros que estaban siempre a oscuras; o bien abandonados o las ventanas cubiertas con algo. ¿Qué haría la gente en esos lugares? Se lo preguntaría a Dos-por-Día, tal vez... Verificó la hora en el reloj del quiosco de Coca Cola. Su madre ya habría regresado de Boston, a tiempo para ver uno de sus teleteatros preferidos. Un agujero nuevo en su cabeza. Estaba loca, de todos modos, no había ningún problema con el conector que llevaba desde antes del nacimiento de Bobby, pero hacía años que venía quejándose de la estática y la resolución y del flujo de sangre sensorial, así que por fin había conseguido el crédito para ir a Boston a que le hicieran un recambio barato. El tipo de lugar donde ni siquiera te daban una cita para una operación. Sólo entrabas y ya te lo encajaban en la cabeza... La conocía, sí, cómo solía entrar con una botella envuelta bajo el brazo, y sin siquiera sacarse el abrigo cruzaba la habitación y conectaba con el Hitachi, perdiéndose en un teleteatro durante seis horas enteras. Sus ojos se volvían vidriosos y a veces, si era un episodio realmente bueno, hasta babeaba. Cada veinte minutos, más o menos, lograba recordar y se bebía un pequeño trago de la botella.

Siempre había sido así, desde que él tenía memoria, deslizándose gradualmente con profundidad cada vez mayor en su media docena de vidas sintéticas, fantasías secuenciales de simestim acerca de las que Bobby había oído hablar toda su vida. Aún tenía la tenebrosa sensación de que algunos de los personajes que ella mencionaba eran parientes suyos, ricos y hermosos parientes que quizás aparecieran un día si tan sólo él no fuera una criatura tan miserable. Tal vez, pensó ahora, de algún modo había sido cierto: había estado conectada a esa mierda durante todo el embarazo; dijo que así había sido, de modo que él, el feto Newmark, acurrucado allí adentro, había reverberado durante unas mil horas acompañando las cadencias de Gente Importante y Atlanta. Pero no le gustaba pensar en el hecho de estar acurrucado en el vientre de Marsha Newmark. Lo hacía sentirse sudoroso y un poco enfermo.

Marsha-mamá. Sólo en el último año había empezado Bobby a comprender el mundo lo bastante bien —según lo advertía ahora— como para preguntarse cómo lograba ella manejarse aún en la vida, con todo lo marginal que ésta había devenido, con su botella y los fantasmas electrónicos como única compañía. A veces, cuando ella estaba con un determinado humor y había bebido los tragos suficientes, intentaba contarle historias acerca de su padre. Desde los cuatro años él había sabido que no eran más que cuentos, porque cada vez los detalles variaban; aun así, durante años se había permitido un cierto placer al escucharlos.

Encontró una playa de maniobras a unas pocas calles al oeste del Leon's, separada de la acera por un depósito de desechos recién pintado de azul; la pintura nueva brillaba sobre el acero lleno de abolladuras. Sobre el espacio pendía un tubo de halógeno. Encontró un cómodo saliente de hormigón y se sentó, cuidando de no golpear la Ono-Sendai. A veces lo único que podías hacer era esperar. Ésa era una de las cosas que había aprendido de Dos-por-Día.

El depósito desbordaba con una variada mezcla de desperdicios industriales. En Barrytown también había fabricantes al filo de lo legal, integrantes de la «economía en las sombras» que tanto les gustaba a los de las noticias, pero Bobby nunca les prestaba atención. Negocios. Todo se reducía a negocios.

En torno al tubo de halógeno las polillas dibujaban retorcidas órbitas estroboscópicas. Bobby miró sin ver mientras tres niños, de a lo sumo diez años, escalaban por la pared azul del depósito ayudándose de una sucia cuerda blanca de nailon y un anclaje improvisado que posiblemente había pertenecido alguna vez a un perchero. Cuando el último de los niños llegó a la cima y penetró en la vorágine de desechos plásticos, la cuerda fue rápidamente izada. La basura empezó a crujir y hacer ruidos.

Igual que yo, pensó Bobby, yo solía hacer eso, llenar mi cuarto de cuanta basura extraña encontraba. Una vez la hermana de Ling Warren descubrió el brazo casi entero de alguien, envuelto en plástico verde y atado con cinta elástica.

Algunas veces Marsha-mamá tenía arranques de religiosidad que le duraban un par de horas: entraba en la habitación de Bobby, arrasaba con sus mejores basuras y pegaba algún horrible holograma autoadhesivo encima de su cama. Tal vez Jesús, tal vez Hubbard, tal vez la Virgen María; para ella no tenía mucha importancia cuando le daba por ahí. Aquello solía sacar a Bobby de quicio, hasta que un día fue lo bastante grande para entrar en la habitación del frente con un martillo de punta roma y alzarlo sobre el Hitachi: te vuelves a meter con mis cosas y mato a tus amigos, mamá, a todos. Ella nunca lo volvió a intentar. Pero los hologramas adhesivos terminaron por surtir un cierto efecto en Bobby, porque ahora sentía que la religión era algo que él había considerado para luego desecharlo. Básicamente, así lo veía él, había gente por ahí que necesitaba esa mierda, y suponía que siempre la había habido, pero como él no era uno de ellos, no la precisaba.

Uno de los chicos del depósito apareció de golpe; con los ojos entrecerrados rastreó el área más cercana antes de volver a perderse de vista. Se oyó un sordo ruido metálico, como si algo rechinase. Unas pequeñas manos blancas alzaron un abollado bidón de metal y lo dejaron caer sobre el borde, atado al extremo de la cuerda de nailon. Buen botín, pensó Bobby; podrían llevarlo a un chatarrero y ganar algo. Depositaron el bidón sobre la acera, a eso de un metro de las botas de Bobby; al tocar el suelo el objeto se dio vuelta y Bobby pudo ver el símbolo de seis cuernos que representaba peligro biológico. —Mierda —dijo, recogiendo las piernas en un movimiento instintivo.

Un chico se deslizó por la cuerda y sostuvo el bidón. Los otros dos lo siguieron. Vio que eran más jóvenes de lo que él había pensado.

—Eh —dijo Bobby—, ¿no sabéis que eso puede ser peligroso? Os podría dar cáncer o algo así...

—Ve a lamerle el culo a un perro hasta que sangre —aconsejó el chico que había bajado primero, mientras soltaban la cuerda, la enrollaban y, arrastrando el bidón, desaparecían detrás del contenedor de desechos.

Esperó durante una hora y media. El tiempo suficiente: en el Leon's ya se estaría cocinando algo.

Por lo menos veinte Gothicks posaban en la sala principal, como un rebaño de bebés de dinosaurio; las crestas de pelo laqueado temblaban y saltaban. La mayoría se aproximaba al ideal de los Gothicks: altos, delgados, musculosos, pero con un leve signo de demacrada crispación: jóvenes atletas en las primeras etapas de la tuberculosis. La palidez cadavérica era obligatoria, y el cabello negro por definición. Bobby sabía que a los pocos que no eran capaces de deformar sus cuerpos para adaptarse al patrón de la subcultura convenía evitarlos; un Gothick bajo era peligroso; un Gothick gordo, homicida.

Ahora podía verlos presumir y brillar como si todos ellos fuesen una sola criatura, viscoso moho de cuarteado cuero oscuro y espolones de acero inoxidable. La mayoría de los rostros eran casi idénticos: modelados para adaptarse a cercanos arquetipos sacados de bancos de kino. Escogió un Dean particularmente bien estudiado cuyo pelo ondeaba como la cresta nupcial de una lagartija nocturna. —Hermano... —comenzó Bobby, que no estaba seguro de conocerlo.

—Mi querido amigo —respondió el Dean con languidez, tenía la mejilla izquierda hinchada por un bolo de resina—. El Conde, cariño —comentó a su chica—, el Conde Cero, la interrupción a cero. —Una mano larga y pálida con una cicatriz reciente en el dorso pellizcaba el culo de la muchacha a través de la falda de cuero.—Conde, esto es lo mío. —La chica Gothick observó a Bobby con tibio interés, pero sin indicio alguno de reconocimiento humano, como si estuviese contemplando el anuncio de un producto del que hubiera oído hablar, pero que no pensaba adquirir.

Bobby escrutó la multitud. Alguno que otro rostro inexpresivo, pero ninguno que conociese. Dos-por-Día no estaba. —Oye —dijo en tono de confidencia—, vosotros que sabéis cómo van las cosas, estoy buscando a un íntimo amigo, un amigo de negocios —ante aquello, el Gothick sabiamente meneó la cresta— que se llama Dos-por-Día... —Hizo una pausa. El Gothick permaneció inmutable, haciendo chasquear su resina. La chica parecía fastidiada, incómoda.— Negocia software —añadió Bobby, alzando las cejas—, negro.

—Dos-por-Día —dijo el Gothick—. Seguro. Dos-por-Día. ¿Verdad, cariño? —Su chica sacudió la cabeza y apartó la mirada.

— ¿Lo conoces?

—Seguro.

—¿Viene esta noche?

—No —dijo el Gothick, y sonrió sin querer decir nada.

Bobby abrió la boca, la cerró, se obligó a asentir. —Gracias, hermano.

—Cualquier cosa por mi querido amigo —dijo el Gothick.

Otra hora, igual a la anterior. Demasiado blanco, blanco Gothick pálido como la tiza. Los brillantes ojos vacíos de sus chicas, los tacones de sus botas como agujas de ébano. Procuró no entrar en el salón de simestim, donde León proyectaba una extraña cinta de la jungla que te conectaba y desconectaba con diferentes animales, repleta de escenas de acción en los árboles, y que desorientó un tanto a Bobby. Ahora tenía el hambre suficiente como para sentirse algo desfasado, o quizás era la resaca de lo que fuera que le había sucedido antes; le costaba concentrarse y sus pensamientos parecían derivar en extrañas direcciones. Como quién por ejemplo, había trepado a aquellos árboles llenos de víboras para grabar un par de esas especies de ratas para el simestim.

Los Gothicks estaban todos dentro, sin excepción. Se retorcían y pataleaban y en general se los veía totalmente identificados con las ratas arbóreas. El nuevo éxito de León, decidió Bobby.

Justo a su izquierda, pero fuera del alcance del simestim, había dos chicas de los Proyectos; tenían una elegancia barroca que contrastaba con el monocromo de los Gothicks. Largos abrigos negros de vestir que dejaban entrever ceñidos chalecos rojos de brocado de seda, enormes camisas blancas cuyos faldones les llegaban toas allá de las rodillas. Sus oscuros rasgos estaban escondidos bajo pamelas de cuyas alas pendían fragmentos de oro antiguo: alfileres, dijes, dientes, relojes mecánicos. Bobby las miró de soslayo; su ropa decía que tenían dinero, pero que alguien haría que te arrepintieses si intentabas ir tras él. En una oportunidad Dos-por-Día había descendido de los Proyectos vestido con un traje de terciopelo azul hielo con hebillas de diamantes en las rodillas, corno si no hubiese tenido tiempo de cambiarse de ropa, pero Bobby se había comportado como si el traficante llevara su habitual traje de cuero, porque suponía que una actitud cosmopolita era de crucial importancia al hacer negocios.

Trató de imaginarse a sí mismo acercándose a ellas, y diciéndoles de un modo casual: Eh, señoras, ¿conocen ustedes a mi buen amigo el señor Dos-por-Día? Pero eran mayores que él, más altas, y sus movimientos tenían una dignidad que lo intimidaba. Sin duda no harían más que reírse y de algún modo eso era lo último que quería.

Lo que sí quería ahora, y desesperadamente, era comer algo. Tocó su ficha de crédito a través de la tela de sus vaqueros. No tenía más que cruzar la calle y comprarse un bocadillo... Entonces recordó por qué estaba allí, y no le pareció muy inteligente utilizar la ficha. Si lo habían marcado, tras su intento de invasión de una base, a esta altura ya tendrían el número de su ficha; si la usaba, cualquiera que estuviese buscándolo en el ciberespacio lo identificaría de inmediato y lo haría tan visible en la retícula de Barrytown como una baliza en un estadio de fútbol a oscuras. Tenía su dinero en efectivo, pero con eso no podía pagar comida. No era ilegal poseerlo, era sólo que nunca nadie lo utilizaba con fines legítimos. Tendría que encontrar a un Gothick que tuviese una ficha, comprar crédito por un Nuevo Yen, probablemente con un interés sanguinario, y después hacer que el Gothick le pagase la comida. ¿Y cómo mierda se suponía que iba a obtener cambio?

Tal vez sólo estás asustado, se dijo. No sabía de seguro que le estuviesen siguiendo los pasos, y la base que había intentado penetrar era legítima, o al menos eso suponía. Por eso Dos-por-Día le había dicho que no tenía que preocuparse por el hielo negro. ¿Quién pondría programas letales de retroalimentación alrededor de un lugar donde se alquilaba kino pomo blando? El plan consistía en sacar unas horas de kino digitalizado, cosas nuevas que aún no habían llegado al mercado negro. Nadie querría matarte por hacer algo así...

Pero alguien había intentado hacerlo. Y algo más había sucedido. Algo totalmente distinto. Salió del Leon's y volvió a subir las escaleras. Era mucho lo que desconocía acerca de la matriz, pero nunca había oído hablar de algo tan extraño... Circulaban historias de fantasmas, por supuesto algunos salchicheros juraban haber visto cosas en el ciberespacio, pero él los tomaba por wilsons que en el momento de conectar ya estaban volados; podías alucinar en la matriz con tanta facilidad como en cualquier otro sitio...

Tal vez fue eso lo que sucedió, pensó. La voz era sólo parte de la muerte, quedar liquidado, alguna locura que tu cerebro vomitaba para que te sintieras mejor, y algo había sucedido en la fuente, tal vez un apagón en su sector de la red, de modo que el hielo había perdido el control sobre su sistema nervioso.

Tal vez. Pero no lo sabía. No conocía el terreno. Su ignorancia había empezado a carcomerlo últimamente, porque le impedía efectuar los movimientos que necesitaba. Nunca antes había pensado mucho en ello, pero en realidad no sabía demasiado acerca de nada en particular. De hecho, hasta el momento en que había comenzado a hacer de salchichero pensaba que sabía todo lo que necesitaba saber. Y así eran los Gothicks, y era por eso que se quedarían aquí y se quemarían con sus drogas, o serían liquidados por los Kasuals, y el proceso de desgaste produciría el porcentaje adecuado de sobrevivientes necesarios para constituir la siguiente ola reproductora de Barrytown, los que comprarían apartamentos, y todo volvería a empezar.

Bobby era como un niño que había sido criado junto a un océano al que consideraba tan normal como el cielo, pero ignorándolo todo acerca de corrientes, rutas marítimas, o los pormenores del clima. En la escuela había utilizado consolas, juguetes que te llevaban a través de los confines infinitos de un espacio que no era tal, la increíblemente compleja alucinación consensual de la humanidad, la matriz, el ciberespacio, donde los enormes núcleos de las corporaciones ardían como novas de neón, tan llenos de datos que te sobrevenía una sobrecarga sensorial si intentabas aprender algo más que un leve esbozo.

Pero desde que se iniciara como salchichero, había logrado una idea de lo poco que sabía acerca de cómo funcionaban las cosas, y no sólo en la matriz. Desbordaba y te salpicaba, y había empezado a preguntarse, a preguntarse y a pensar. Cómo funcionaba Barrytown, qué hacía que su madre siguiera adelante, por qué los Gothicks y los Kasuals invertían toda su energía tratando de eliminar a los otros. O por qué Dos-por-Día era negro y vivía en los Proyectos, y qué hacía que eso fuese distinto.

Mientras caminaba, seguía buscando al traficante. Rostros blancos. Más rostros blancos. Su estomago había empezado a hacer un poco de ruido; pensó en el paquete nuevo de chuletas de trigo en el refrigerador de su casa, freirías con un poco de soja y abrir una caja de galletas de krill...

Al pasar junto al quiosco de Coca Cola miró otra vez el reloj. Con seguridad Marsha ya estaba en casa, sumida en las laberínticas complejidades de Gente Importante, la vida de cuya protagonista femenina había compartido a través de un conector desde hacía casi veinte años. El fax del Asahi Shimbun seguía desplegándose tras su pequeña ventana, y se acercó a tiempo para ver el primer informe sobre el bombardeo del Bloque A, Nivel 3, Covina Concourse Courts, Barrytown, Nueva Jersey...

Luego pasó, terminó, y siguió una noticia acerca de las exequias del jefe de los Yakuza de Cleveland. Estrictamente tradicional. Todo el mundo con su paraguas negro.

Siempre había vivido en el 503 del Bloque A.

La cosa enorme, cerrándose, aplastando a Marsha Newmark y su Hitachi. Y por supuesto el destinatario era él.

—Ahí hay alguien que no se pierde detalle —se oyó decir.

—¡Eh! ¡Querido amigo! ¡Conde! ¿Estás volado, hermano? ¡Eh! ¿Adonde vas?

Los ojos de los dos Deans girando para seguirlo mientras se echaba a correr aterrorizado.

Загрузка...