Capítulo 24 Corre sin parar

Comenzó a llover en el momento en que retomaba el rumbo este en dirección a los suburbios del borde del Sprawl y el derruido cinturón de las zonas industriales. El agua caía formando un muro macizo, cegándolo hasta que dio con el control de los limpiaparabrisas. Rudy no había reemplazado las escobillas, así que disminuyó la velocidad, reduciendo el gemido de la turbina hasta que se convirtió en un sordo rugido, y salió al borde de la carretera; la bolsa neumática del aerodeslizador se abrió paso sobre pedazos de cubiertas de camión.

—¿Qué ocurre?

—No veo nada. Las escobillas del limpiaparabrisas están podridas. —Accionó el interruptor de las luces; cuatro estrechos haces surgieron como puñales a cada lado de la capota del deslizador y se perdieron en el muro gris de la lluvia. Agitó la cabeza.

—¿Por qué no nos detenemos?

—Estamos demasiado cerca del Sprawl. Toda esta zona está patrullada. Helicópteros. Verificarían el techo del vehículo con su panel de identificación y verían que tenemos matrícula de Ohio y una configuración de chasis demasiado extraña. Podrían querer revisar el deslizador. Y nosotros no estamos interesados en eso.

—¿Qué vas a hacer?

—Seguir por el borde hasta que pueda salir de la carretera, y luego ocultarnos en algún sitio, si puedo...

Mantuvo el aerodeslizador en posición y lo giró; los focos destellaron sobre las diagonales en anaranjado fosforescente de un panel vertical que indicaba la salida a una carretera secundaria. Siguió en esa dirección, el hinchado labio de la bolsa neumática deslizándose sobre un grueso y rectangular muro de seguridad de concreto. —Puede que aquí sí... —dijo, al tiempo que pasaban junto al panel. La carretera secundaria era apenas lo suficientemente ancha para permitirles el paso; ramas y maleza arañaban las estrechas ventanas laterales, raspando el blindaje de acero del deslizador.

—Hay unas luces más allá —observó Angie, inclinándose hacia adelante en su arnés para escudriñar a través de la lluvia.

Turner pudo distinguir un aguado resplandor amarillo y dos postes verticales gemelos. —Una gasolinera —dijo él—. Una reliquia de la antigua red, anterior a la construcción de la gran carretera. Ahí debe de vivir alguien. Es una lástima que no utilicemos gasolina... —Condujo el deslizador por la pendiente de gravilla; cuando se acercaron vio que el resplandor amarillo provenía de un par de ventanas rectangulares. Creyó ver una figura moviéndose detrás de ellas. — Estamos en el campo —dijo—. Estos muchachos no se alegrarán demasiado de vemos. —Buscó en el anorak, sacó la Smith & Wesson de su funda de nailon y la puso entre sus piernas sobre el asiento. Cuando estuvieron a cinco metros de las oxidadas bombas de gasolina, detuvo el deslizador sobre un amplio charco y apagó las turbinas. La lluvia seguía cayendo como orina llevada por el viento, y Turner vio que una persona con un poncho de color caqui salía por la puerta principal de la gasolinera. Abrió la ventana lateral diez centímetros y alzó la voz por encima del ruido de la lluvia. — Disculpe que lo moleste. Tuvimos que salimos de la carretera. Nuestro limpiaparabrisas no da más. No sabía que hubiese gente aquí. —Las manos del hombre, en el resplandor de las ventanas, permanecían escondidas bajo el poncho de plástico, pero era obvio que sostenía algo.

—Es propiedad privada —dijo el hombre; el rostro delgado chorreaba lluvia.

—No podía quedarme en la carretera —gritó Turner—. Disculpe la molestia...

El hombre abrió la boca, comenzó a gesticular con lo que fuera que sostenía bajo el poncho, y su cabeza estalló. Turner tuvo la impresión de que ocurrió antes de que la línea de luz roja, del grosor de un lápiz, cruzara negligentemente el espacio como si alguien estuviese jugando con una linterna de mano, y lo tocara. Una flor roja se abrió, azotada por la lluvia, cuando la figura se hincó de rodillas para luego caer hacia adelante; un Savage 410 de culata de alambre se deslizó fuera del poncho.

Turner no había sido consciente del movimiento, pero descubrió que había encendido las turbinas y pasado los controles a Angie antes de liberarse del arnés. —Cuando te diga, llévalo directo a la gasolinera... —Y entonces se irguió, tirando de la palanca que abría la escotilla del techo, con el pesado revólver en la mano. Oyó el rugido del Honda negro en el momento en que la escotilla se deslizaba hacia atrás; una sombra sobre su cabeza que empezaba a descender, apenas visible a través de la lluvia torrencial. — ¡Ahora! —Tiró del gatillo antes de que ella pudiese impulsarlos hacia adelante y a través de la pared de la vieja gasolinera; el retroceso hizo que se golpease el codo contra el techo del deslizador. La bala estalló en algún sitio sobre su cabeza con un crujido reconfortante; Angie impulsó el deslizador y arremetieron contra la estructura de madera, permitiéndole a Turner el tiempo justo para volver a meter la cabeza y los hombros por la escotilla. Algo dentro de la casa explotó, probablemente un contenedor de propano, y el deslizador se desvió hacia la izquierda.

Angie logró dar vuelta otra vez y salieron por la pared posterior. —¿Hacia dónde? —gritó, por encima de la turbina.

Como en respuesta, el Honda negro empezó a bajar en tirabuzón, a veinte metros de ellos, y vomitando una plateada lámina de lluvia. Turner tomó los con troles y se deslizaron hacia adelante; la turbina levantó una estela de diez metros de alto; arremetieron directamente contra la cabina de policarbono del pequeño helicóptero de combate, cuyo fuselaje de aleación se arrugó como un papel ante el impacto. Turner retrocedió un poco y volvió a arremeter, con mayor velocidad. Esta vez el helicóptero destrozado se aplastó contra los húmedos troncos de dos pinos grises y quedó en el suelo como una especie de mosca de alas largas.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó cubriéndose el rostro con las manos—. ¿Qué ha sucedido?

Turner sacó los papeles de registro y un par de polvorientas gafas de una gaveta en la puerta de su lado; finalmente encontró una linterna y verificó las pilas.

—¿Qué ha sucedido? —repitió Angie como si fuera una grabación—. ¿Qué ha sucedido?

Él volvió a salir por la escotilla, con el arma en una mano y la linterna en la otra. La lluvia había amainado. Saltó a la capota del deslizador, y luego sobre los para golpes, para caer en charcos donde se sumergió hasta los tobillos. Fue chapoteando hasta los doblados rotores negros del Honda.

Se sintió un penetrante olor a combustible de avión.

La cabina de policarbono se había quebrado como un huevo. Apuntó la Smith & Wesson y disparó dos veces el destello de xenón: dos silenciosas explosiones que le mostraron sangre y brazos y piernas retorcidos entre restos de plástico. Esperó, y luego usó la linterna. Eran dos. Se acercó, sosteniendo la linterna bien alejada de su cuerpo, una vieja costumbre. Nada se movía. El olor a fuga de combustible se hizo aún más intenso. Y empezó a tirar de la desencuadrada escotilla. Se abrió. Los dos cadáveres llevaban gafas con amplificador de imagen. El ojo redondo y ciego del láser miraba fijamente hacia la noche; Turner se acercó para tocar el apelmazado cuello de piel de cordero de la chaqueta militar del muerto. La sangre que cubría la barba del hombre parecía muy oscura, casi negra a la luz de la linterna. Era Oakey. Dirigió la luz hacia la izquierda y constató que el otro, el piloto, era japonés. Volvió a iluminar a Oakey y encontró un termo plano y negro junto a su pie. Lo recogió, se lo metió en uno de los bolsillos del anorak y regresó a toda prisa al deslizador. A pesar de la lluvia, llamas anaranjadas comenzaban a lamer los restos de la gasolinera. Trepó al parachoques del deslizador, pasó por encima de la capota, volvió a trepar, y se introdujo por la escotilla.

—¿Qué ha ocurrido? —repitió otra vez Angie, como si él no hubiese salido—. ¿Qué ha ocurrido?

Se dejó caer en su asiento, olvidando el arnés, y puso la turbina en marcha. —Ése es un helicóptero de la Hosaka —dijo mientras hacía girar el vehículo—. Deben de haber estado siguiéndonos. Tenían un láser. Esperaron hasta que nos salimos de la carretera. No querían dejarnos allí para que la policía nos encontrase. Cuando llegamos aquí, decidieron atacarnos, pero seguramente pensaron que aquel pobre diablo estaba con nosotros. O tal vez sólo estaban eliminando un testigo.

—Su cabeza —dijo Angie con voz quebrada—, su cabeza...

—Eso fue el láser —explicó Turner, regresando por la carretera secundaria. La lluvia caía con menos fuerza; casi había cesado—. Vapor. El cerebro se evapora y el cráneo estalla...

Angie se inclinó hacia adelante y vomitó. Turner conducía con una mano, el termo de Oakey en la otra. Abrió la tapa de presión con los dientes y tragó un poco del Wild Turkey de Oakey.

Cuando llegaban al hombrillo de la autopista, el combustible del Honda alcanzó las llamas de la gasolinera en ruinas y, a la luz de la retorcida bola de fuego, Turner volvió a ver la explanada, la luz de los fogonazos de los paracaídas, el cielo blanco cuando el jet salió disparado hacia la frontera de Sonora.

Angie se enderezó, se limpió la boca con el dorso de la mano y comenzó a temblar.

—Tenemos que salir de aquí —dijo Turner, dirigiéndose de nuevo hacia el este.

Ella no dijo nada, y él miró de soslayo para verla rígida y erguida en su asiento, las pupilas contraídas en el tenue resplandor de los instrumentos, el rostro sin expresión. La había visto así en el dormitorio de Rudy, cuando Sally los había hecho entrar, y, de pronto, otra vez el mismo torrente de lenguas, un suave y veloz tartamudeo de algo que podía haber sido un dialecto del francés. No tenía magnetófono, no tenía tiempo, tenía que conducir...

—Aguanta —dijo al tiempo que aceleraba—, estarás bien... —Pero seguro que ella no era consciente de nada en absoluto. Por encima del ruido de la turbina podía oír el entrechocar de los dientes de la muchacha. Detente, pensó, lo justo para meterle algo entre los dientes, su cartera o una tela doblada. Sus manos asían espasmódicamente las correas del arnés.

—Hay una niña enferma en mi casa. —El deslizador casi salió del pavimento cuanto Turner oyó la voz que salía de la garganta de la chica, una voz profunda y lenta y extrañamente viscosa. — Oigo que los dados están siendo echados, para ganar su vestido sangriento. Son muchas las manos que cavan su tumba esta noche, y la tuya también. Hay enemigos que rezan por tu muerte, hombre alquilado. Rezan hasta sudar. Sus plegarias son un río de fiebre. —Y entonces una especie de croar que podía haber sido risa.

Turner arriesgó una mirada, vio un hilo plateado de baba cayendo de los labios rígidos. Los profundos músculos del rostro se habían contraído en una máscara que él desconocía. —¿Quién eres?

—Soy el Señor de los Caminos.

—¿Qué quieres?

—A esta niña, como montura, para que pueda moverse en las ciudades de los hombres. Es bueno que vayas hacia el este. Llévala a tu ciudad. Volveré a cabalgarla. Y Samedi cabalga contigo, hombre armado. Él es el viento que llevas en las manos, pero el Señor de los Composantos es veleidoso, y poco importa que lo hayas servido bien...

El se volvió a tiempo para verla caer de costado en el arnés, la cabeza colgando, la boca abierta.

Загрузка...