La que no necesitaba cápsula biográfica era Azucena. Todo sobre ella me pareció al principio incierto. Su edad, desde luego. Era baja de estatura, muy delgada, con una nervadura casi viril, pero que sin duda se debía a una, varias, vidas de trabajo intenso. La naturaleza de este trabajo, al lado de Diana Soren, no era incierto. Azucena estaba, invisiblemente, en todo. Ella hacía las maletas para viajar, las desempacaba al llegar, ponía todas las cosas en su lugar. Ella aseguraba que la ropa estuviera limpia, planchada. Ella se ocupaba de despertar a Diana, de traerle el desayuno, y de organizar las comidas para todos nosotros. Ella hacía las llamadas telefónicas indispensables, sacaba los boletos de avión, reservaba hoteles, contestaba telegramas, enviaba fotos prefirmadas de la estrella (¿cuántas le pedirían, promedio, cada mes?), filtraba llamadas telefónicas, solicitudes pertinentes e impertinentes. ¿Secretaria, dama de compañía, sirvienta de lujo, cómplice, guardaespaldas? ¿Cómo llamarla?
Azucena. No era bonita. Tenía una de esas caras catalanas que parecen fabricadas a hachazos, o nacidas de una montaña: duras, pétreas, angulosas. Los labios descarnados y largos, la larga nariz de punta temblorosa, la mirada velada por párpados y bolsas gruesas, los ojos apenas ranuras, reveladores, sin embargo, de un brillo inteligente. De las cejas y del peinado dependía todo. El arco, el espesor de la ceja.
La forma, el color del pelo. Azucena había escogido un peinado neutro, caoba, que proclamaba su mensaje: Envejeceré con este color y este corte de pelo. Envejeceré sin que nadie lo note, hasta que todos crean que siempre tuve la edad de mi muerte.
No podía sacarme de la cabeza la idea de que en esta locación de cine, sólo ella y yo sabíamos quién era Quevedo. "Ayer se fue, Mañana no ha llegado…" Yo tenía curiosidad, en cambio, por averiguar la forma real de sus cejas. La forma artificial era una interrogante, no una declaración neutra como la cabellera, sino un desafío cuestionante, cejas arqueadas de las que estaba excluido el asombro y quedaba, siempre, sólo la pregunta.
Era española, de manera que nos era fácil comunicarnos. No sólo por la lengua, sino por una cualidad que adiviné primero y luego comprobé en ella. Viéndola moverse, ágil y nerviosa, vestida siempre con falda, blusa y cardigan, que era el uniforme profesional citadino de esa época, pero con dos piernas españolas musculosas, fuertes, de tobillo grueso, adiviné que había muchos campesinos detrás de la correosa figura de Azucena; pero había, sobre todo, una tradición de trabajo no sólo honorable, sino orgulloso. En todo lo que hacía esta mujer, había orgullo de lo que hacía esta mujer. Me contó un día que sus abuelos eran campesinos del Bajo Ebro, vecinos de Poblet, desde hacía siglos. Los padres se fueron a Barcelona y establecieron un pequeño comercio de comestibles, a ella la mandaron a estudiar taquigrafía pero los tiempos eran difíciles para España, los jóvenes tenían que trabajar para mantener a sus padres y hermanos, ella fue mesera, luego la contrataron cuando empezaron a filmar películas americanas en España, conoció al marido de la señora, aquí estaba…
Estaba, digo, con esa dignidad en el trabajo que asociamos, aunque nos pese, con el cerrado sistema de clases europeo. Acaso se deba, también, a la vieja dignidad medieval otorgada a la función, al oficio. Cuando se sabe que siglos antes y siglos después de nosotros, fuimos y seremos carreteros, herreros, albañiles, plateros, mesoneros, le damos una dignidad espontánea a nuestro lugar, a nuestro trabajo. Esta certeza -¿esta fatalidad, este orgullo?- contrastaba con el culto moderno de la movilidad social, la upward mobility que nos vuelve eternos insatisfechos del lugar que ocupamos, eternos envidiosos del que ya llegó a un lugar superior al nuestro, usurpando, seguramente, el sitio que nos corresponde… Azucena no hablaba de ello, pero era indudable que había pasado por guerra y dictadura, había visto prisión y muerte, sabía del garrote vil y le infundía pavor la Guardia Civil. Pero la ocupación continuaba: sembrar, arar, vender lechugas o servir mesas. Si ella no le daba dignidad a su trabajo, nadie se lo daría. La perspectiva de ese trabajo era la continuidad, la permanencia. Estaba donde estaba, a gusto, no a disgusto y en esto veía yo el contraste, cuando visitaba la locación a veces, para reunirme en la tarde con Diana, con la peluquera y el stunt man. Ellos y los demás actores, los técnicos, los productores, el director, todos inmensamente angustiados, escondiendo la angustia detrás de una máscara de jocularidad. La broma, el joke, la jócula perpetuas son una característica atroz de los norteamericanos, el wisecrack, la broma instantánea, la respuesta irónica o graciosa, son una extensa pero delgada máscara que cubre el territorio vasto de los Estados Unidos y disfraza la angustia de sus habitantes; esta angustia es la de moverse, no estarse quietos en un solo lugar, llegar a otro sitio, hacer, hacerse, hacerla, make it. Detestan lo que están haciendo porque todos, sin excepción, quisieran hacer otra cosa para ser algo más. Los Estados Unidos no tuvieron Edad Media. Es su gran diferencia con los europeos, desde luego, pero también con nosotros, los mexicanos, que venimos de los aztecas pero también del Mediterráneo, de los fenicios, los griegos y los romanos, pero también de los judíos y los árabes, y junto con todos ellos, de la España Medieval. A México se llega también por la ruta de Santiago -no éste de la filmación, sino el de la Vía Láctea hacia Compostela-. Más tarde, cuando mis alumnos de Harvard se quejaban de las remotas tradiciones que yo sacaba a cuenta para explicar a la América Latina contemporánea, yo les preguntaría:
– Y para ustedes, ¿cuándo empieza la historia? Siempre me contestaban: En 1776, al nacer la nación norteamericana.
Los USA, nacidos como Minerva de la cabeza de Júpiter, armados, íntegros, ilustrados, libres, envidiados… y dotados de movilidad social, siempre hacia arriba, ser siempre algo más, alguien más, más que el vecino. El país sin límites. Era su grandeza. También, su servidumbre.
Azucena era la dama de compañía, la sirvienta invisible, digna, serenamente satisfecha. A veces, era imposible saber si estaba o no estaba. Caminaba con paso de gato por la casa de Santiago. Una mañana, entró a despertar a Diana con la bandeja del desayuno entre las manos y nos descubrió cogiendo, ostensiblemente: un sesenta y nueve suntuoso que no era posible disimular. Dejó caer la bandeja. En el estrépito, Diana y yo nos desenchufamos torpemente. Por un azar de la posición, o de la luz, mi mirada se cruzó con la de Azucena. Vi en sus ojos el vértigo de imaginarse amada.