Las autoridades de Santiago le ofrecieron una cena al equipo de filmación. Un patio del Ayuntamiento colonial fue preparado con mesas, sillas, y decorado con papel picado y faroles chinos. Los funcionarios se distribuyeron equitativamente: el señor gobernador con el director, el presidente municipal con el actor y su novia, Diana y yo con el comandante de la zona militar, un general de aspecto llamativamente oriental. Dicen que el general Francés Máxime Weygand era hijo natural de la emperatriz Carlota y de un tal coronel López, edecán de Maximiliano que lo traicionó dos veces: primero con la emperatriz, en seguida en el sitio republicano de Querétaro, donde López le abrió el camino a los juaristas para que capturaran al emperador austriaco. Para entonces, Carlota ya se había marchado a Europa, a pedirle ayuda a Napoleón III, otro traidor, y al Papa Pío IX. Se volvió loca en el Vaticano y fue la primera mujer (oficialmente) en pasar la noche en las recámaras pontificales. ¿Se volvió loca o éste fue el pretexto para disimular su embarazo y su parto? Ella ya no salió más del encierro de su castillo y al joven cadete "Weygand", nacido en 1867 en Bruselas, el gobierno real de Bélgica le pagó los estudios en St. Cyr y llegó a ser jefe del Estado mayor de Foch en la primera guerra y supremo comandante aliado al iniciarse la segunda. Debió llamar la atención en Francia este militar de rostro manchú, pómulos altos, nariz maya, labios delgados como una navaja y coronados por un bigotillo escaso, muy recortado, apenas una sombra. De estatura baja, de huesos finos y empaque tieso, con el pelo negro rapado en las sienes, describo al general Weygand sólo para describir al general Agustín Cedillo, comandante de la zona militar de Santiago. Lo asocio con el imperio impuesto por Napoleón III a México porque, además, en uno de los balcones del patio subsistían, sin duda por un descuido republicano, las armas del imperio: el águila con la serpiente pero coronada y al pie del nopal el lema:
Sentado frente a mí, y al lado de Diana, nos miraba curiosamente, de soslayo a ambos, como si su mirada directa la reservase para las grandes ocasiones. Imaginé que éstas podían ser sólo las del desafío y la muerte. No me cupo duda: este hombre miraría directamente a un pelotón de fusilamiento, para dar la orden de fuego, o para recibirlo, con igual ecuanimidad. Se cuidaría, en cambio, de mirar directamente a nadie en la vida diaria, porque en nuestro país, y entre hombres, una mirada directa es una mirada de desafío y provoca una de dos reacciones. La del cobarde es bajar la mirada, agacharse e irse de lado, como dice la canción. La del valiente es sostenerle la mirada al otro para ver quién la baja primero. La situación se precipita cuando uno de los dos valientes pronuncia las palabras rituales: "¿Qué me mira?" La violencia crece si se usa la forma familiar del tuteo: "¿Qué me miras?", y ya no tiene remedio si se añade un insulto directo: "¿Qué me miras, buey, pendejo, cabrón?"
Conocedor del protocolo de la mirada en México, miré de lado al general Cedillo, igual que él nos miraba a Diana y a mí y paseando la mía por el patio, vi que esta actitud se repetía de mesa en mesa. Todos evitaban verse directamente a los ojos, salvo los inocentes gringos del equipo. El gobernador miraba de reojo al comandante y éste al gobernador; el alcalde trataba de evitar las miradas de ambos y yo vi, en un rincón del patio, a un grupo de jóvenes de pie, entre ellos el muchacho que se me había acercado en la plaza a proponerme un diálogo, el chico de bigotes zapatistas y ojos lánguidos llamado Carlos Ortiz, mi tocayo.
El comandante se fijó en mi mirada y me dijo sin mover la suya:
– ¿Conoce usted a los estudiantes de aquí?
Le dije que no, sólo por casualidad, uno que otro había leído mis libros.
– Aquí no hay librerías.
– Qué pena. Y qué vergüenza.
– Eso mismo digo yo. Los libros hay que traerlos desde México.
– Ah, son importaciones exóticas -dije con mi sonrisa más amable, pero cayendo en el instinto humorístico y travieso que normalmente me provocan las conversaciones con las autoridades-. Subversivas, quizás.
– No. Aquí lo que sabemos, lo sabemos por los periódicos.
– Pues han de saber muy poco, porque los periódicos son muy malos.
– Me refiero a la gente del común.
Esta fórmula arcaica me dio risa y me obligó a pensar en cuál sería el origen social del comandante. Su cifra, lo admití, era un enigma. Las diferencias de clases en México son tan brutales, que es muy fácil clasificar a las personas en casilleros prefabricados: indio, campesino, obrero, baja clase media, etc. Lo interesante son las gentes que no pueden ser ubicadas con facilidad, gentes que no sólo ascienden socialmente, o se refinan, sino gente que al ascender trae consigo otro refinamiento, secreto, antiquísimo, heredado de quién sabe cuántos antepasados perdidos que acaso fueron príncipes, chamanes o guerreros en una de las mil antiquísimas naciones del México antiguo. Si no, ¿de dónde sacan esas reservas de paciencia, estoicismo, dignidad, discreción, que tanto contrastan con las plutocracias ruidosas, vanas, ostentosas y crueles de mi país? En realidad, las dos clases de México las forman quienes se dejan seducir por modelos occidentales que no son los suyos porque carecen de la cultura de la muerte y de lo sagrado, convirtiéndose en clase media vulgar y majadera; y quienes conservan la herencia española e indígena de la reserva aristocrática. Nada hay más patético en México que el clasemediero vulgar situado entre la aristocracia india y la burguesía occidental, ese que pica el ombligo para saludar, o pasa corriendo sin dar la cara y gritando, "ese de la corbatita, ese del sombrerito, ese del bigotito…"
El general Cedillo parecía (tan parecido a Máxime Weygand) venir de esas mismas profundidades que vieron nacer al general Joaquín Amaro, quien salió de la sierra yaqui de Sonora a unirse al Cuerpo del Noroeste de Alvaro Obregón (un joven rubio y de ojos azules que de niño le llevaba la leche a mi abuelita materna en Álamos) con pañoleta roja en la cabeza y arracada en una oreja, sólo para convertirse, por virtud de su hermosa mujer criolla, en jugador de polo y elegantísima figura marcial y, por obra de su propia inteligencia, en el creador del ejército moderno de México, emanado de la revolución.
De ese mismo molde provenía, a mi parecer, el general Cedillo. Le faltaban las pinceladas coloridas del general Amaro, que era tuerto y hablaba un francés impecable. Pero en 1970, no era difícil evocar la presencia del general Cedillo en las filas de la revolución, muy jovencito, es cierto, cuando se unió a ella, pero muy viejo, también, porque heredaba siglos de refinado mutismo campesino. Diana lo miraba con curiosidad, admitiendo, sin decírmelo, que no lo entendía. Yo, que creía entenderlo, me limitaba a mí mismo dándole al general un margen de misterio impenetrable, pero sintiendo el inevitable cosquilleo del escritor: burlarse de la figura de autoridad.
– ¿Tuvieron dificultades con los estudiantes en el 68? -le dije de repente, buscando provocarlo.
– Igual que en todos lados. Fue un movimiento de descontento que honra a los muchachos -me contestó sorpresivamente.
Me sentí flanqueado por el general y no me gustó nadita.
– Fueron rebeldes -le dije- igual que usted en su juventud, mi general.
– Dejarán de serlo -tomó el pie que involuntariamente le di-. El que no es rebelde de muchacho, lo es de viejo. Y el rebelde viejo es ridículo.
Iba a decir otra palabra más ruda, pero miró de lado a Diana e hizo una ligera reverencia de la cabeza, como un mandarín que entra a una pagoda.
– ¿Fue necesaria la sangre? -le pregunté sin más. Miró hacia la mesa del gobernador con una chispa de sorna en la mirada.
– A la primera manifestación, hubo quienes me pedían que saliera con la tropa a reprimir. Y yo nomás les decía: Señores, aquí va a haber sangre, pero todavía no. Espérense tantito.
– ¿Hay que saber medir el momento de la represión?
– Hay que saber cuándo la gente lo que quiere ya es orden y seguridad, amigo. La gente acaba hartándose de la trifulca. El partido de la estabilidad es el mayoritario.
Esa alusión amistosa era ya un desafío que intentaba colocarme en situación de inferioridad frente al hombre de poder. Y ese poder era el del conocimiento, la información. Me reí para mis adentros: primero habló de libros y periódicos, sólo para darme a entender que la verdadera información, la que cuenta para actuar políticamente, no se obtiene en eso que los españoles llaman "lo negro", es decir, lo impreso.
Nos sirvieron algunos lujosos platos de la región, interrumpiendo el diálogo. Eran asientos de puerco acompañados de enmoladas y me negué el lugar común de ver las caras -asombro, repugnancia, terror, incredulidad- de los norteamericanos. ¿Comer o no comer? Ése era el justificado dilema del gringo en México. Miré con intención a Diana, instándola a probar el plato ardiente, pidiéndole que no sucumbiera al lugar común. Ya se lo había dicho: -Yo como lo que sea en tu país o en el mío y me las arreglo con la enfermedad allá o acá. Ustedes dan una lamentable impresión de desamparo frente a la comida mexicana. ¿Por qué nosotros podemos tener dos culturas y ustedes una sola que esperan encontrar cómodamente a donde quiera que vayan?
Diana probó las enmoladas y al lado, el gobernador se rió como si ladrara, viendo a la estrella de cine probar el platillo del orgullo local.
– Hay gente poco ducha en política que se adelanta a los acontecimientos y lo echa todo a perder -dijo, con menos recato pero con sorna creciente, el general, evitando mirar, pero obligado a escuchar, los extraños ruidos del gobernador. Éstos podrían explicarse por la euforia culinaria o porque en ese momento entraron los inevitables mariachis tocando su inevitable himno, el son de La Negra. "Negrita de mis amores, ojos de papel volando", canturreó el simpático gobernador.
– Hubieran evitado esos errores tomando el poder -dije en plan provocador.
– ¿Quiénes?
– Ustedes. Los militares.
Por primera vez, el general Cedillo abrió los ojos y levantó los repliegues de su frente donde debían encontrarse unas inexistentes cejas.
– N'hombre, don Benito Juárez se habría dado dos vueltas en su tumba.
Recordé al niño pastor que figuró en la película inglesa.
– ¿Quiere usted decir que el ejército mexicano no es el ejército argentino, que ustedes respetan a todo trance las instituciones republicanas?
– Quiero decir que somos un ejército emanado de la revolución, un ejército popular…
– Que sin embargo dispara contra el pueblo, si hace falta.
– Si nos lo ordena la autoridad constituida, los civiles -dijo sin parpadear, pero yo sentí que lo había herido, que había, tocado una llaga abierta, que el recuerdo de Tlatelolco era vergonzoso para el ejército, que quería olvidar ese episodio, que de eso no se hablaba, pero que se entendiera lo que Cedillo me estaba diciendo: sólo obedecimos órdenes, nuestro honor está a salvo.
– No debieron hacer labor de policías, o de halcones -le dije y me arrepentí de hacerlo, no por mí, sino por mis amigos norteamericanos, por Diana. Estaba violando mi propia regla, la que le expliqué al estudiante Carlos Ortiz: No tengo derecho a comprometerlos políticamente.
Me arrepentí también porque comparándolos con policías y matones a sueldo, insultaba a los militares, innecesariamente, me dije, por juego, por provocador yo mismo. Pero como siempre me ocurre, mientras más juraba que no me metería en política, más se metía la política en mí.
– Usted fue muy crítico de lo que pasó en el 68, ya lo sé -me dijo limpiándose los labios de la salsa del asiento de puerco.
– Me quedé corto -le contesté, incontrolado, encabronado.
– Dígale a su amiga que se cuide -dijo entonces el samurai mexicano, súbitamente convertido en verdadero señor de la guerra, dueño de las vidas reunidas esta noche en torno a su voluntad, su capricho, su misterio.
No daba crédito a mis orejas. ¿Dígale a su amiga que se cuide, eso dijo el general? Como para disipar cualquier duda, Cedillo hizo entonces lo que yo temía. Miró a Diana. La miró directamente, sin tapujos, sin pudor, con un brillo salvaje en el que yo vi, con pavor, lujuria y muerte, una naturaleza domada durante siglos sólo para saltar mejor sobre la presa, vencida de antemano, en ese momento oportuno al que el general se refirió. La quería, la amenazaba, me detestaba y a ambos, a Diana y a mí, la mirada del comandante nos comunicaba en ese momento un intenso odio social, una implacable oposición de clase, un resentimiento que me llegó en oleadas, comunicado por la intensidad de la mirada, generalmente velada, del militar, a los demás comensales, el alcalde, el gobernador, la sociedad local, los guardaespaldas que al ver a Cedillo, como quien recibe una hostia y se siente lleno del cuerpo y el espíritu del Señor, se movieron, removieron, agruparon, avanzaron un poco, llevándose las manos a los secretos sobacos armados, hasta que la caída de los párpados, la orden de tranquilidad, les llegó desde esos mismos ojos acostumbrados a mandar y ser obedecidos sin el menor respingo, desde lejos, a ciegas de ser preciso.
Fue como una resaca súbita; la marejada se retiró, el instante de tensión no llegó a más, los guaruras volvieron a fumar y a formar círculos masónicos, el gobernador, el muy idiota, se soltó chiflando, el alcalde ordenó que trajeran los cafecitos, pero yo sentí la continuidad de la alarma que el general provocó, dentro de mí; no se disipaba su amenaza, supe que me acompañaría, muy a mi pesar, el resto del tiempo que pasara en Santiago, fastidiando mi amor, mi trabajo, mi tranquilidad…
– No te enredes en México -le dije a Diana cuando en su nombre me excusé, ella tenía llamado a las cinco de la mañana, nos levantamos, caminamos muy despacio fuera del patio-. Nunca saldrás del enredo, una vez que te metes en él.
Ella me miró impávida, como si la insultara al recomendarle cautela.
Me dio gusto, sin embargo, mirar hacia un rincón del patio, ver al grupo de estudiantes y darme cuenta de que los distinguía claramente de los guardaespaldas. No había confusión posible. Carlos Ortiz era alguien muy distinto del general y sus guaruras. Me salvó la noche saberlos distintos, nuevos, acaso salvados ellos mismos… La inquietud hacia Diana, por lo que dijo el general, se impuso, sin embargo, a cualquier motivo de satisfacción. ¿Qué quiso decir? ¿En qué podía una actriz de Hollywood molestar, interferir, provocar a un general del ejército mexicano?
– ¿Sentiste qué pesado ambiente? -le dije a Diana.
– Sí. Pero no entendí las razones. ¿Y tú sí?
– No. Yo tampoco.
– Les damos envidia porque nos queremos – soltó una risa preciosa la mujer.
– Sí. Eso es. Sin duda.
En el cerebro me retumbaban las frases del general Agustín Cedillo.
– Dígale a su amiga que se cuide. Cuando quiera pase a las dos de la tarde a comer conmigo en el Club. Aquí mismo, en la Plaza de Armas.